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Eusebio<br />

Pedro Montengón<br />

http://www.librodot.<strong>com</strong>


Parte primera<br />

A D. Simón Rodríguez Laso<br />

¡Oh tú! do quiera que estés, pues lo ignoro: alma digna de la memoria de un pobre, cuya<br />

desnudez vestiste, recibe este tributo de mi reconocimiento en el Eusebio que te presento. Si<br />

él llega a ser útil a uno solo, no podrás desdeñar que tu nombre sirva de corona a su frente; y<br />

si es digno de tu aprecio, queda mi gratitud acreditada. El aplauso o desprecio de los hombres<br />

sólo podrán merecerme una mirada indiferente. La aprobación de uno bueno es preferible a<br />

todas las alabanzas de opinión. Pueda la virtud, el honor y la fortuna suplir de colmo a lo que<br />

falta a mi agradecimiento.<br />

Prólogo<br />

El hombre es el objeto de este libro: las costumbres y las virtudes morales son el<br />

cimiento de su religión. Católico, la tuya es sola la verdadera, sublime y divina; mas tú no<br />

eres solo en la tierra y el Eusebio está escrito para que sea útil a todos. El impío, el libertino,<br />

el disoluto, no se mueven por objetos de que hacen burla, ni se dejan convencer de razones<br />

que desprecian; y aquellos mismos que desde el trono de su altanera filosofía, querrán tal vez<br />

dignarse de poner los ojos en el Eusebio, lejos de aprovecharse de su lectura, le volverían con<br />

desdén el rostro después de haberle arrojado de sus manos, si en vez de la doctrina del<br />

filósofo gentil Epicteto, vieran la de Kempis, o la de otro católico semejante. Tal es la<br />

extravagancia de la mente y la depravación del corazón humano. Deja, pues, que estos tales<br />

vean la virtud moral desnuda y sin los adornos de la cristiana, para que reconociéndola<br />

después ataviada con ellos, puedan tributarle mejor sus sinceras adoraciones.<br />

Libro primero<br />

Los vientos amansaban sus iras y el cielo, todavía rebozado, abría al alba el horizonte,<br />

cuyos dulces albores alegraban la tierra trabajada de un horrible huracán que cubrió de<br />

espanto y estragos las costas del Maryland y de la Carolina. Las aves, roto su silencioso<br />

pavor, parecía que se regocijaban con blandos quiebros y alborozados cantos de la venida de<br />

la aurora que amanecía.<br />

De sus rayos herida la granja de Henrique Myden, honrado cuáquero de Filadelfia, dale<br />

indicios de la deseada serenidad. Ansioso deja el lecho para gozar del hermoso espectáculo<br />

que el cielo, en parte sereno, y la tierra, dorada de los vivos resplandores del esperado día, le<br />

presentaban a la vista.<br />

Mientras se <strong>com</strong>placía en el cotejo del horror de la pasada tempestad con la dulce quietud<br />

y alegría de la serenidad presente, tiende sus ojos al mar y llama su atención un objeto que<br />

fluctuaba sobre las olas, pareciéndole fragmento de navío. Empeñada su curiosidad en<br />

distinguirlo, parecíale descubrir señas y movimientos que excitaban sus dudas <strong>com</strong>pasivas.<br />

Instigado de éstas, entra a llamar a su mujer Susana, a quien da parte de sus piadosos recelos,


y saliendo con ella a certificarse de la novedad, descubren un mástil sobre el cual venía<br />

caballero un náufrago que, a vista de la habitación, duplicaba las señas y roncas voces con que<br />

imploraba socorro.<br />

Penetrados de <strong>com</strong>pasión los ánimos de aquellos buenos cuáqueros, dan voces a sus<br />

criados para que salgan a la playa a sacar a aquel infeliz de los brazos de la muerte. Ellos<br />

mismos, no sufriendo su corazón dejar de tener parte en obra tan misericordiosa, ayudan a sus<br />

criados a echar el esquife al agua, y entrando en él, hacen bogar hacia el náufrago que, con<br />

palabras mal expresadas de su alborozo, bendecía sus vecinos libertadores.<br />

Mas, ¿cuál fue la <strong>com</strong>pasiva admiración de éstos cuando vieron entre los brazos de aquel<br />

náufrago un niño <strong>com</strong>o de edad de seis años? La impaciente Susana insta para que se lo<br />

entreguen y recibiéndolo en sus brazos sin reparo de los embebidos paños que la mojaban,<br />

desahoga en él su ternura y apretábalo a su seno para recobrarle el aliento que le faltaba, pues<br />

transido del frío, daba apenas señal de vida; y volviéndose a su marido le dice: El cielo, que<br />

negó a nuestro afecto el deseado fruto, nos le presenta en este nuevo Moisés, para que le<br />

reconozcamos por hijo.<br />

Henrique Myden, atento y afanado en ayudar a sus criados, venía bien a todo, robándole<br />

su empeño el afán de trasladar al esquife el náufrago, que apenas podía valerse de sus<br />

miembros yertos, ya que tenía pegados sus vestidos. Consiguiéronlo con fatigas y, satisfechos<br />

todos de su buen oficio, se encaminaron a la playa, trasladando en brazos los semivivos<br />

náufragos a la habitación.<br />

Era ésta una granja que Henrique Myden había construido sobre un ameno terreno de<br />

blando declive cerca de la playa y no lejos de la embocadura del río Delaware. Sojuzgaba al<br />

oriente la inmensa extensión del océano, y por las demás partes una vasta llanura fértil de pan<br />

llevar y de otras sementeras, cortada hacia el medio día por la corriente del claro Delaware y<br />

coronada por el occidente de amenos y selvosos collados que hacían su vista más varia y<br />

deliciosa.<br />

La casa manifestaba en sus estancias y muebles todas las <strong>com</strong>odidades sin ostentación y<br />

el aseo de un rico cuáquero sin lujo. Favoreció la fortuna a la industria y talento de Henrique<br />

Myden en el <strong>com</strong>ercio, de modo que, aunque hijo de no ricos padres, contaba muchos<br />

caudales y dilatadas haciendas en que empleaba sus ganancias con intención de desamparar el<br />

<strong>com</strong>ercio para acabar sus días en el seno de una dulce tranquilidad. Su aspecto era venerable<br />

por la edad y espesas canas y por la dulzura de su bondadoso genio a quien todo se le<br />

asentaba, trasluciéndosele en la risueña amabilidad de su rostro el generoso desinterés y la<br />

blanda facilidad de su alma.<br />

Susana, su mujer, prendada de la honesta y hermosa presencia de Henrique Myden en su<br />

mocedad, contribuyó con su rica dote a la fortuna de su mando. Sin ser fea ni hermosa tenía<br />

gracia y prendas de cuerpo y alma que condecoraban y hacían respetables los asomos de su<br />

vejez. Su genio amable, aunque con apariencia de severo, daba a su exterior indicios de viva<br />

penetración, mezclada de blandura, que la hacían adorable a toda su familia. Instruida en las<br />

letras sagradas y dotada de una dulce elocuencia, era tenida por la más cabal predicante de su<br />

secta. La paz y la unión reinaban en el seno de aquella dichosa casa, en donde la abundancia<br />

sin desperdicios y sin superflua magnificencia, se extendía hasta los ínfimos criados.<br />

Este dichoso asilo deparó la providencia a los recobrados náufragos, los cuales después<br />

de haber restablecido sus fuerzas no podían satisfacer los deseos de sus buenos libertadores,<br />

que quisieran saber el tiempo y circunstancias de su desgracia. Sólo el adulto daba a entender<br />

que eran españoles; que él se llamaba Gil Altano y el niño Eusebio, sin poder dar a entender


otra cosa de las muchas que decía, no cesando de bendecirlos con palabras que no<br />

<strong>com</strong>prendían y con desmesuradas demostraciones sacadas de su vivo agradecimiento.<br />

Había pasado algún tiempo que Gil Altano y Eusebio disfrutaban descansadamente la<br />

beneficencia de sus generosos huéspedes, cuando le ocurrió a Henrique Myden que vivía en<br />

Salem un inglés el cual entendía y hablaba el español. Llamábase Jacobo Camder y por<br />

disgustos habidos con su familia dejó la Inglaterra y se estableció en Salem, donde <strong>com</strong>pró<br />

algunas tierras que le daban una decente subsistencia.<br />

Enviólo a llamar Henrique Myden, deseoso de enterarse del naufragio y especialmente de<br />

la calidad del niño Eusebio, cuya bondad, al paso que les iba mereciendo mayor cariño, los<br />

incitaba más para saber quién era. Llegado Camder a la granja violo Gil Altano y con<br />

admirada sorpresa le pregunta si era por ventura el señor Jacobo Camder, capitán que fue de<br />

una carraca inglesa, y confirmándoselo Camder, échase a sus pies Altano, le abraza las<br />

rodillas y en aquella postura exclama: ¡Oh mi antiguo y generoso bienhechor! ¡Oh tierra<br />

bendita que tales hombres produce! ¡Cólmela el cielo de bienes y démela por sepultura de mis<br />

huesos! ¡Ojalá hubiese nacido en ella, pues tal vez la suerte no me expusiera a tantos trabajos<br />

y desgracias! Mas sea en buena hora por el sumo consuelo que pruebo al verme a los pies y a<br />

la presencia de aquellos por quienes por dos veces me veo sacado de los brazos de la muerte.<br />

Henrique y Susana, que no podían entender lo que Altano decía, estaban suspensos de las<br />

extraordinarias demostraciones que a<strong>com</strong>pañaba con lágrimas a los pies de Camder. Obligólo<br />

éste finalmente a levantarse y a que le dijese quién era y en qué había empeñado tanto su<br />

agradecimiento, pues él no le conocía ni se acordaba de haberle jamás favorecido. Cómo, ¿no<br />

se acuerda vmd. mi señor de aquel galeón que iba a Buenos Aires, hace ya cuatro años, y que<br />

vmd. dándonos caza alcanzó a tiempo que iba a pique por la gran agua que hacía? Sí me<br />

acuerdo, dijo Camder, mas de vos no me acuerdo.<br />

En ese galeón, pues, continuó Gil Altano, iba yo de marinero y probé entonces la<br />

generosa humanidad de vmd. mi señor, haciéndonos pasar a bordo de su carraca, en donde<br />

queriéndonos maniatar sus marineros, tratándonos <strong>com</strong>o a prisioneros de guerra que había<br />

entonces, vmd. mi señor, no lo consintió; antes bien, tratándonos <strong>com</strong>o patriotas, nos llevó a<br />

Oporto, en donde a más de la libertad, nos dio una guinea a cada uno. ¡Bien haya tal<br />

bienhechor! ¡Qué bendiciones no le dimos yo y mis <strong>com</strong>pañeros restituyéndonos a nuestras<br />

patrias! Y avivando ahora mi agradecimiento la presencia de vmd. y la de estos señores, yo<br />

diera de buena gana mi vida en su servicio.<br />

Camder le dijo entonces que aquellos señores deseaban saber las circunstancias de su<br />

naufragio y la calidad de aquel niño que consigo había librado.<br />

Sepa pues vmd. mi señor Camder, que soy andaluz por la gracia de Dios, y del Puerto de<br />

Santa María. Pero aunque mis padres no me dejaron otras haciendas que las redes, mis<br />

abuelos eran montañeses, y sabe Dios lo que se eran allá en sus tiempos. Mas el mundo sufre<br />

altos y bajos y la rueda de la fortuna dicen que anda <strong>com</strong>o las del molino. En fin, yo nací para<br />

marinero y puede creer vmd. si sé bien lo que es el mar, pues en él vi todos los rostros a la<br />

muerte, sin mostrarle jamás mis espaldas; porque, vive Dios, que quien teme no salga de su<br />

hogar; si no me cree vmd. vea esta herida que llevo en el brazo, vea esta otra en el pecho; y<br />

yéndose a desabrochar le dijo Camder que no importaba, que lo creía sobre su palabra y que<br />

dijese de su naufragio.<br />

Voy pues a contárselo a vmd. mi señor. Después de la pasada guerra me vi precisado a<br />

entrar en un pingue que partía para Cádiz, y de allí para Málaga. Mas antes de salir de Cádiz<br />

encontré a un paisano mío, el cual sabiendo la gran práctica y conocimientos que yo tenía de


la marina, me aconsejó a ir con él en un bergantín que necesitaba gente y que cuanto antes<br />

había de zarpar para la Florida, prometiéndome mayor paga que la que tiraba en el pingue.<br />

Así es que el hombre, cebado de la presente utilidad, déjase llevar de ella, sin saber los malos<br />

fines a que le puede arrastrar <strong>com</strong>o a mí me sucedió. Pero mientras el hombre no muere no se<br />

acaba todo para él, y pasado un mal trago viene otro agradable, y así campamos los pobretes,<br />

bendito sea Dios.<br />

Salimos de Cádiz a primeros de abril con viento fresco, tal lo tengo yo siempre, y<br />

maldigo de mi práctica; pues ésta de nada sirve con viento regalado y mucho menos cuando<br />

se enoja de veras la fortuna. Fuenos propicia esta señora hasta dar vista a los montes de la<br />

Florida, o sean cuales fuesen, en donde nos <strong>com</strong>enzó a trabajar con tanta saña, que jamas<br />

vieron los hombres tempestad más deshecha. Venían en el bergantín varios pasajeros, y entre<br />

ellos el padre de ese caballerito y una hermana suya, bella <strong>com</strong>o la mejor alba de mayo.<br />

Creció el viento, y la mar tanto más se ensoberbecía. Vino con la noche el espanto a<br />

emposesionarse de nuestros corazones; manda el capitán amainar el treo para correr fortuna a<br />

palo seco. Arremetimos yo y un bravo gallego al trinquete, pero una ola más brava vino a<br />

derribarnos con tal furia, que no me quedó otro partido que el de amarrarme a una soga que<br />

circuía el mástil para reponerme. Ésta fue mi gran ventura, pues de otro modo hubiera ido con<br />

los demás a ser pasto de los fieros tiburones.<br />

La grita, llanto y votos de los marineros, los bramidos de las olas y los continuos truenos<br />

acrecentaban el horror y la confusión en que nos hallábamos cuando de repente, vibrando el<br />

cielo cien rayos a una contra el bergantín, me hallé luchando con las olas cogido al mástil en<br />

un abrir y cerrar de ojos, sin poder decir cómo fue. Pero vuelto en mí de aquel repentino<br />

enajenamiento, aseguro a vmd. mi señor que casi me hallaba más confiado sobre aquel palo<br />

en que logré ponerme a horcajadas, que sobre la entera embarcación; pues aunque estaba muy<br />

sobresaltado, sentía con todo una interior seguridad que animaba mis fuerzas y esperanzas.<br />

Al resplandor de los continuos relámpagos veía algunos desdichados <strong>com</strong>batir a nado con<br />

las olas, resollando bascas de muerte, otros trajinados de las olas mismas entre pipas y<br />

pedazos del roto navío, entre los cuales la fortuna de ese caballerito, que lo quería también<br />

salvo, me lo puso de través sobre el mástil, y agarrándolo <strong>com</strong>o pude me lo a<strong>com</strong>odé entre los<br />

brazos. Confieso mi pecado, que hubiera deseado más que fuera aquella señorita su hermana.<br />

¡Pobre doncella! ¡Qué suerte te depararon los cielos! Bendita sea tu alma y Dios tenga en su<br />

gloria a los que <strong>com</strong>o tú no hallaron salvación en la tierra. ¡Qué horrible y eterna noche fue<br />

para mí aquella! ¡Cuán deseada de mis angustias la luz del siguiente día!<br />

Rayaron, finalmente, los primeros albores que ahuyentaron de mi pecho el ciego espanto<br />

en que la noche me tenía, llevándome las olas sin saber dónde y haciéndome tragar a cada<br />

instante mil muertes; y aunque la furia aseguraba mi consuelo, esperando no perecer, pues no<br />

había perecido. El niño se zabullía entre mis brazos después de los esfuerzos que hizo para<br />

vomitar el agua que había tragado. Las antenas que quedaron cruzadas en el mástil impedían<br />

que no diese vueltas sobre el agua y me aseguraban en mi asiento.<br />

¿Cómo podré explicar a vmd. mi contento cuando ya cerca del medio día descubrí<br />

montes que no me parecían lejanos, y que parece me animaban para que estuviese firme y<br />

esperase llegar a ellos? Valíame de las piernas, que llevaba metidas en el agua hasta las<br />

rodillas, forcejando con ellas <strong>com</strong>o si fuesen remos para ganar camino. El viento y el mar<br />

ayudábanme también para llegar a tierra, pero la noche que se acercaba disminuía mis<br />

esperanzas y acrecentaba mis congojas. Mil veces estuve tentado de abandonar el mástil y la<br />

carga inocente para echarme a nado, pero me contuvo la <strong>com</strong>pasión que me causó el niño,<br />

haciéndome acordar de la providencia en la cual hasta entonces no había pensado.


Cerró enteramente la noche cubriendo de sus tinieblas el mar y la tierra, robándome los<br />

montes de la vista y del corazón, el cual se entregó de nuevo a mayores angustias y temores,<br />

recelando engolfarme y perderme enteramente. La hambre y sed me aquejaban; recurrí a los<br />

santos del cielo para que me amparasen y así pasé el horror de aquella eterna noche en<br />

continuas plegarias, tropezando con ellas, pues apenas se me acordaban. Mas debió<br />

<strong>com</strong>padecerse el cielo de mí, pues al otro día, día para mí siempre feliz, me puso cerca de la<br />

playa y a la vista de estos mis piadosos libertadores que me sacaron de las olas.<br />

Acabó de decir Altano su relación, que Camder refirió en pocas palabras a Henrique y<br />

Susana Myden; pero <strong>com</strong>o no dijo nada de la calidad del niño y de sus padres, rogaron a<br />

Camder se informase sobre ello. Preguntado Altano, respondió que no lo sabía y que sólo lo<br />

conocía por el nombre que le daban en la embarcación de Eusebio. Deseaba saberlo Henrique<br />

Myden, para que en caso que sus padres hubiesen naufragado, pudiese escribir a España para<br />

avisar del hallazgo del niño a sus parientes, si los tenía; y para que a falta de otros hermanos<br />

pudiese asegurarle su hacienda. Y no pudiéndolo saber de Altano, escribió a Cádiz para<br />

certificarse de los de allá.<br />

Comenzaba el invierno a despojar la tierra de sus verdores, haciendo desapacible la<br />

estada en el campo, tiempo en que Henrique Myden solía restituirse a Filadelfia donde lo<br />

llamaban sus negocios. Llevó consigo a Eusebio y a Gil Altano, deseando retener a éste en su<br />

casa para que sirviese a Eusebio de criado y al mismo tiempo le conservase la lengua que era<br />

lástima perdiese. Pero llegando a la ciudad, temiendo forzar la libertad y abusar de la<br />

desgracia de un náufrago, quiso saber del mismo cuáles eran sus intentos, si de quedar en la<br />

Pensilvania y estar con el niño que había librado de las olas, o bien de volverse a su tierra,<br />

pues en este caso le costearía el viaje.<br />

¿A dónde iré, señor?, exclamó Gil Altano penetrado de la gratitud de su generosa oferta,<br />

¿a dónde iré que más valga? Aquí quiero quedar para dedicar mis fuerzas, sudores y vida en<br />

servicio de mi adorable libertador. Esta tierra tendré por patria mía, en donde me hizo renacer<br />

la fortuna. Serviré al niño, al más ínfimo de los criados de mi señor, si gustase y <strong>com</strong>o<br />

gustase, para corresponder de algún modo al sumo beneficio que tengo recibido.<br />

Condescendió entonces Henrique Myden con sus deseos, destinándole un crecido salario sin<br />

otra obligación que de servir y cultivar la lengua a Eusebio. Era grande el cariño que Henrique<br />

y Susana iban cobrando a éste por el dulce genio que manifestaba y por la pueril seriedad que<br />

ennoblecía su presencia, no menos que por la facilidad de su memoria en aprender la lengua<br />

inglesa por lo que oía, de modo que no se le echaba de ver el nativo acento al año que estaba<br />

en Filadelfia, manteniendo en inglés cualquier discurso que su alcance le permitía.<br />

Al cabo de algún tiempo, cuando menos lo esperaba, tuvo Henrique Myden respuesta y<br />

noticias circunstanciadas de la familia de Eusebio, con lo cual pudo enviar poderes y<br />

establecer apoderados en nombre del niño para recaudar las rentas de sus haciendas; y hecho<br />

esto, resolvió a instancias de Susana de prohijarlo y declararlo su heredero, <strong>com</strong>o lo hizo por<br />

su testamento. Pusieron desde entonces mayor cuidado en su educación, sufriéndola ya la<br />

edad y el conocimiento que tenía de la lengua inglesa. Determinaron acostumbrarlo a sus usos<br />

y al traje sencillo de cuáquero, pero no pudiendo dudar que Eusebio era católico, temieron<br />

violentar su voluntad y entendimiento si lo inducían a profesar su misma religión de<br />

cuáquero, vedándoselo la tolerancia. Y así, de <strong>com</strong>ún acuerdo, resolvieron dejarlo en su<br />

creencia, sin apartarlo de aquellos sentimientos que hubiese podido adquirir en su infancia.<br />

Hacíanlo también ejercitar en los actos exteriores de devoción, teniéndolo presente en todas<br />

las plegarias que hacían en casa.<br />

Diéronle maestro que le enseñase a leer y escribir en inglés y para que lo instruyese en la<br />

aritmética, no queriendo pasarlo por entonces a otras ciencias hasta que la naturaleza hubiese


fortalecido sus ideas y conocimientos. Reservóse para entonces Henrique Myden buscarle<br />

otro maestro que se las enseñase con preferencia a la contratación, a la cual no quería<br />

aficionarlo. Hablaba casualmente sobre esto con un cuáquero amigo suyo y díjole si conocía<br />

algún hombre hábil en la Pensilvania que pudiese encargarse de la educación de Eusebio;<br />

pues en caso que no supiese darle razón, estaba resuelto a escribir a Londres para que le<br />

enviasen uno de Inglaterra, ofreciéndose a guardar todas las condiciones de emolumento y<br />

trato que le prescribiesen.<br />

Díjole su amigo que sin salir de Filadelfia esperaba darle maestro cual no encontraría tal<br />

vez en toda Inglaterra. Ansioso de saberlo Henrique Myden pregunta por él. Dícele el<br />

cuáquero que era un cestero que vivía no lejos de su casa y a quien conocía desde que se<br />

estableció en Filadelfia. ¡Un cestero!, dijo admirado Henrique Myden. ¿Y qué ciencias<br />

queréis que enseñe un hombre empleado en hacer cestos? La virtud por primera de todas, dice<br />

el cuáquero, no habiendo apenas quien la enseñe, y luego todas las demás que pueden formar<br />

un hombre instruido, iluminado y sabio. ¿No sabéis el antiguo dicho que bajo ruin manto anda<br />

tal vez encubierta la filosofía? Pues tenedlo por verificado sobre mi palabra en ese cestero.<br />

Bien es verdad que jamás he podido saber su condición y patria; y parece que él mismo<br />

se recata de que se sepa, pero el conocimiento de estas cosas, ¿de qué sirve cuando sólo el<br />

proceder debe caracterizar al hombre? En fin, yo os digo mi parecer, ningún empeño llevo en<br />

ello; antes bien dudo que él quiera tomarse ese trabajo, el más arduo de cuantos hay,<br />

debiéndose llevar al grado que la cosa merece. Si os resolvéis a tomar mi consejo, podéis<br />

verlo antes que yo le hable, haciéndolo venir con el pretexto de <strong>com</strong>prarle algún cesto; y si la<br />

conversación lo lleva, hacedle vos mismo la proposición. Llámase Jorge Hardyl, y vive en la<br />

primera calle que se encuentra a mano derecha.<br />

Vino bien Henrique Myden en hacer lo que su amigo le aconsejaba y sobre la marcha<br />

envía a llamar al cestero para que trajese algunos cestos y azafates de vanas hechuras en que<br />

poder escoger. No tardó en llegar Jorge Hardyl cargado con sus cestos, los cuales presenta a<br />

Henrique Myden sin decirle palabra. Su vestido era de pobre cuáquero, pero limpio y aseado.<br />

Contábansele en su modesto rostro de cuarenta años arriba y la circunspección de su noble<br />

presencia prometía un carácter superior al de artesano que representaba, exigiendo respeto, sin<br />

mostrar pretenderlo, de los que trataba, echándosele de ver la virtud que no manifestaba. ¡Oh<br />

sabios de la tierra, engreídos de vuestras ridículas insignias, reíd, si os sobra presunción, del<br />

cestero que destina Henrique Myden para maestro de Eusebio! Pídele Myden el precio de dos<br />

cestos que había escogido, y oído, se lo entregó sin rebaja. Recibido el dinero, iba a tomar<br />

Hardyl la puerta al tiempo que vuelve a llamarlo Henrique Myden con el pretexto que Eusebio<br />

gustaría de <strong>com</strong>prar alguna de aquellas cosas. Llamado, <strong>com</strong>parece Eusebio, a quien dice<br />

Henrique Myden si quería que le feriase un azafate. Eusebio le responde: No lo necesito, no<br />

sé qué empleo darle.<br />

Conoció el modesto Ulises a su Aquiles y no pudo contenerse de no aprobar su respuesta.<br />

Tomó pie Henrique Myden de esto para atraerlo al discurso que deseaba, preguntándole si a la<br />

lengua tenía a Eusebio por español. No ciertamente, respondió Hardyl. ¿Sois español,<br />

Eusebito? ¿De dónde? ¿Cómo os llamáis? Preguntóle esto Hardyl en lengua española con<br />

admiración de Henrique Myden que lo oía sin entenderlo y de Eusebio que lo entendía, y que<br />

algo encogido de la sorpresa de oír su lengua, le dijo: Soy de S... para servir a vmd. y me<br />

llamo Eusebio M...<br />

Un rayo pareció la respuesta de Eusebio que partió el corazón de Hardyl, el cual sin<br />

poder disimularlo dio un paso atrás, ocupándole la palidez el rostro y asomándose a sus ojos<br />

las lágrimas. ¡Oh Eusebio, si supieses quien es ese cestero! Pero éste, volviendo luego sobre<br />

sí, procuró recobrar su afable seriedad y el discurso interrumpido, diciendo a Henrique Myden


había oído decir del naufragio y de vuestro hallazgo. Recibid mis parabienes, veo que los<br />

sentimientos de Eusebio aventajan a su edad. Tales renuevos suelen dar de sí buenos frutos.<br />

Así es, dijo Myden, cuando hay quien los cultive. ¿Sabríais por ventura de alguno que<br />

quisiese encargarse de la educación de Eusebio? Pues por cosa que reputo de mayor monta,<br />

no repararía en cuanto se me pidiese.<br />

No sé daros razón, dijo Hardyl, pues empleado, <strong>com</strong>o veis que estoy, en el trabajo de mis<br />

manos, no puedo tener el debido conocimiento de esas cosas. Ved, pues, replicó Henrique<br />

Myden, cuán apartados van los hombres en sus juicios; me habían asegurado que vos seríais<br />

bueno para ello. ¿Yo?, preguntó Hardyl; os han asegurado lo que no sé yo mismo si sabré<br />

hacer, y a que redondamente me negaría si el muchacho fuese de genio avieso y atrevido, pero<br />

tratándose del que está presente, por lo que veo y por lo que oí, pudiera resolverme a probar<br />

mis fuerzas si vinierais bien a todas las condiciones que debo pretender para ello. A todas<br />

vengo bien, dijo Henrique Myden, tenedlas por otorgadas. Si es así, venid conmigo, Eusebio;<br />

no hay para qué perdamos tiempo que es muy precioso. Tomad estos dos cestillos, que no os<br />

serán pesados, ni es largo el camino que debemos hacer. Decíale esto a Eusebio en ademán de<br />

alargarle los cestos para que los tomase.<br />

Eusebio lo miraba con los ojos levantados y fijos, volviéndole al tiempo mismo la<br />

espalda sin decirle palabra; pero el mismo silencio a<strong>com</strong>pañado de su ademán desdeñoso,<br />

decía bastante que aquello no le <strong>com</strong>petía. Henrique Myden creyó a primera vista que aquello<br />

era familiaridad que Hardyl se quería tomar con Eusebio, mas no pudiendo ya dudar que<br />

trataba veras, instando el cestero con el brazo alargado para que Eusebio tomase los cestos, se<br />

tuvo por burlado de el cuáquero que se lo propuso, y movido de este mismo resentimiento, le<br />

dijo: ¿Son esos los estudios que queréis dar a Eusebio? Éste, dijo Hardyl, por el primero de<br />

todos, y el que más apreciará con el tiempo; los demás, si los desea, los aprenderá de mí.<br />

La modesta aseveración con que Hardyl dijo esto, reportó un poco de ánimo de Henrique<br />

Myden, haciéndole retraer su juicio; y aunque se le hacía algo duro que Eusebio por primeros<br />

rudimentos de su crianza hubiese de llevar cestos por la calle, el porte noble y las palabras<br />

circunspectas de Hardyl. lo pararon. Eusebio, deshaciendo la postura desdeñosa con que había<br />

recibido los cestos, se arrimó a una silla, en cuyo brazo iba subiendo y bajando el dedo índice<br />

por la concavidad del entalle de la madera, teniendo los ojos fijos en Henrique Myden, <strong>com</strong>o<br />

pidiéndole que desaprobase la oferta del cestero. Conoció Henrique Myden su embarazo; con<br />

todo le preguntó si gustaría de ir con aquel su maestro hasta la tienda llevando aquellos cestos.<br />

Atado de confusión y vergüenza, callaba Eusebio jugando con los dedos y dando a entender la<br />

pena en que le ponía tal pregunta.<br />

Hardyl, para sacarlo de su congoja, dijo a Henrique Myden que todos los principios eran<br />

arduos, especialmente los de la virtud, tratándose de desarraigar del ánimo los sentimientos de<br />

la soberbia y de la ambición, los cuales si se dejan a su valía cobran fuerzas de imperio con<br />

que exponen al hombre a mil disgustos y desazones. Pero que, al contrario, el que se esfuerza<br />

en vencerlos, prueba una dulce tranquilidad y elevada satisfacción, que sin engreírlo lo<br />

colman de celestial consuelo. Estos conocimientos, hijo mío, no puedes tenerlos todavía. Ellos<br />

se forman y conciben a fuerza de las pruebas en que pone el mundo al hombre a cada paso, de<br />

las cuales no sabe ni puede aprovecharse sin el ejercicio de las virtudes.<br />

Escuchábalo Henrique Myden con admiración, no esperando tal discurso, y <strong>com</strong>enzaba a<br />

echar de sí las dudas que había concebido; e inclinándose a ponerse enteramente en sus<br />

manos, le dijo que por aquel día se le podía ahorrar a Eusebio la vergüenza que sentía en<br />

llevar los cestos, que entre tanto se ejercitaría en llevarlos por la casa para que le fuese menos<br />

sensible sacarlos fuera de ella. A esa condición, dice Hardyl, aquí los dejo y parto a mi<br />

trabajo; pero mañana volveré sin falta para ver si ha aprendido bien la lección.


Partido Hardyl, abandonóse Eusebio a la tristeza y llanto que procuró contener, saliendo<br />

de la estancia para ir a manifestar a Susana su sentimiento, contándola con sollozos la<br />

determinación de su padre de quererle hacer cestero. ¡Mísera humanidad! ¿Tanto ha de costar<br />

llevar un cesto? Nacido Eusebio en noble cuna y criado entre regalos, aunque de edad de seis<br />

años en que cogió el naufragio, se habían apoderado de su corazón los sentimientos de la<br />

ambición y vanidad; y en casa de Henrique Myden en edad de conocer su estado y su fortuna,<br />

se resentía del acto de humillación a que se le quería obligar. La misma Susana, aunque<br />

piadosa predicanta de su secta, no podía inducirse a que pasase Eusebio por aquella bajeza,<br />

según la llamaba. Así prueban el efecto de la prevención y lo arduo del ejercicio de la virtud<br />

los mismos a quienes es tan fácil el predicarla; y serán muy pocos los que leyendo este paso,<br />

conciban y se persuadan del bien que debe redundar a Eusebio por hacerle vencer esta<br />

repugnancia.<br />

Con todo, Susana dio quejas a su marido, mostrando resistir a una educación tan<br />

extravagante; pero sosegada un poco de la risa bondadosa con que Henrique Myden recibió su<br />

resentimiento, mostrando con ella ser cosa muy indiferente que Eusebio llevase aquellos<br />

cestos, <strong>com</strong>enzó a aquietarse, mucho más lisonjeándose que Hardyl no quería hacer otra<br />

prueba de Eusebio que aquella de los cestos, reputándole un juego de aquellos con que los<br />

maestros quieren hombrear a espaldas de la humillación de sus discípulos. Entre tanto<br />

Henrique Myden dio las órdenes para que estuviese aderezada la habitación que había<br />

destinado para Hardyl, creyendo que éste dejaría su tienda y oficio para venir a educar a<br />

Eusebio en su casa. Teníale a este fin prevenidas cincuenta guineas en una cajuela de concha,<br />

que dio a Gil Altano para que se la entregase en nombre de Eusebio luego que tomase<br />

posesión de su alojamiento.<br />

Al otro día Henrique Myden, lleno de bondad y de <strong>com</strong>pasión por Eusebio, quiso<br />

disminuirle la vergüenza de llevar los cestos por la calle, llevándolos él mismo arriba y abajo<br />

de la sala y haciéndoselos llevar también al mismo, y en este ejercicio los sorprendió Hardyl<br />

cuando llegó a casa de Myden en hora que no le esperaban. Recibiólo Myden con festiva<br />

<strong>com</strong>placencia, pidiéndole parabienes por el vencimiento que había obtenido Eusebio,<br />

prometiéndose mayores cosas de su docilidad. Luego pasó a tratar con él sobre el día en que<br />

podría venir a establecerse a su casa, y sobre lo que le había de dar por su trabajo. ¿Cómo,<br />

dijo Hardyl, no habéis venido bien en todas las condiciones sin dejármelas proponer? Y en<br />

todas ellas, sean cuales fuesen, dijo Henrique Myden, vengo bien de nuevo. Mas a lo que veo,<br />

replicó Hardyl, temo que se me quiera faltar a la principal, pues si debo ser maestro de<br />

Eusebio no ha de tener otra casa que la mía, ni otra escuela que mi tienda. En cuanto a la paga<br />

nada pretendo; sólo sí desearía que si llegase alguna vez a faltarme trabajo o dinero por no<br />

haber podido despachar mi obra, me suministréis lo necesario para mí y para Eusebio, el cual<br />

deberá estar también a la condición de mi mantenimiento.<br />

Cuanto inesperada, otro tanto dura se le hizo a Henrique Myden la pretensión de Hardyl<br />

de llevar a Eusebio a su casa, sintiendo vivamente perderlo de vista, por el sumo cariño que le<br />

tenía. Culpábase a más de esto de la facilidad con que condescendió a las pretensiones de<br />

Hardyl sin informarse antes de ellas. Veía a más de esto la invencible repugnancia, que así<br />

Eusebio, <strong>com</strong>o su mujer Susana, tendrían en ello, temiendo no poderlos inducir a lo que tan<br />

cuesta arriba le venía a él mismo. Ocurrióle darle por respuesta que si no lo llevaba a mal<br />

avisaría a su mujer para convenir buenamente con ella en la condición, a la cual no había<br />

pensado. Muy en hora buena, dijo Hardyl, pues no creo que halle dificultad en tener ausente<br />

de cien pasos a su ahijado, cuando hay tantos que envían sus propios hijos a tierras extrañas<br />

para que sean educados en ellas, sin que tengan tal vez motivos de arrepentirse de la privación<br />

que de ellos se hicieron.


Diciendo esto pasaron a la estancia de Susana, la cual oyendo la inesperada pretensión de<br />

Hardyl, negóse redondamente. Hardyl sin perder su mesura levantóse diciendo que el asunto<br />

no pedía tergiversación por su parte, mucho menos no teniendo ningún interés en ello, o<br />

teniéndolo solamente en asegurar su sustento si le llegase a faltar, lo que hasta entonces jamás<br />

le había sucedido.<br />

Ignoraba Susana esta desinteresada condición de Hardyl, y oída, le chocó de modo que<br />

en el acto que él se despedía, sintiendo que se fuese sin haberle dado razón de su seca<br />

negativa, tomó el pretexto de detenerlo, diciéndole que habían ido por el té y que no era razón<br />

lo dejase desairado. De hecho, atraído Gil Altano que sabía ya explicarse en inglés y, aunque<br />

ésta no era incumbencia suya, quiso cargar con ella, retardándosele siglos el momento en que<br />

había de entregar a Hardyl la caja con las guineas, creyendo que hubiese venido para quedarse<br />

de asiento en la casa; y después de haberle presentado la taza de té, estábaselo mirando sin<br />

pestañar, esperando el momento que la hubiera apurado para darle la caja, que tenía apretada<br />

en la mano puesta en la faltriquera. En esto acaban de beber el té Susana y Hardyl, alargando<br />

a un mismo tiempo las tazas. Altano, no sabiendo a quien acudir primero, saca con furia la<br />

mano de la faltriquera con la cala, la cual, escapándosele de la mano, cae en tierra y hácese<br />

mil pedazos, derramando las guineas por la estancia.<br />

La confusión, la vergüenza y sentimiento apodéranse de Gil Altano, túrbanlo de manera<br />

que queriendo bajarse para recoger el dinero, da con la frente contra el bufetillo, que era de un<br />

solo pie, y hácelo caer de la parte de Hardyl con las tazas y la tetera medio llena, echándole el<br />

té sobre su vestido. Mas éste, sin alterarse, <strong>com</strong>o si nada le hubiese sucedido, se bajó para<br />

reponer en pie la mesita; y no dejándole Susana, que quería limpiarle el vestido con el<br />

pañuelo, no lo consintió, diciendo que el vestido no merecía tan grande honra, rogándola le<br />

permitiese aliviar el afán de aquel hombre confuso y mortificado.<br />

Lo estaba tanto Altano que iba por el suelo a gatas, dándose palmadas en la frente y<br />

recogiendo moneda, tazas y platillos todo junto, <strong>com</strong>o le iban viniendo. Y al oír que Hardyl<br />

decía a Susana que su vestido no merecía aquella honra, levantando hacia él la cabeza le dijo:<br />

No le pese a vmd. mi señor Hardyl, que con estas cincuenta guineas se podrá hacer vmd. otros<br />

tantos vestidos mejores que ése, pues para vmd. y no para mí las tenía destinadas mi señorito<br />

Eusebio. ¡Pesiatal!. Las narices quisiera se me hubiesen hecho antes pedazos. Si tal<br />

desventura me acaeciera allá en mi tierra, pedazos me hubieran hecho el trasero a puntapiés.<br />

Bien hayan tales amos. Cuáquero me quiero hacer a pesar de las barbas de quien yo me sé.<br />

Deje vmd. estar, señor Hardyl, que no le faltará ni un maravedí. Decía esto viendo que Hardyl<br />

se inclinaba también para recoger la moneda.<br />

Henrique y Susana no desplegaron sus labios contra Altano, sintiendo que la desgracia<br />

hubiese caído sobre Hardyl, a quien pedían perdonase por el accidente, admirando la singular<br />

mesura que había guardado en él. Luego que Altano recogió las guineas poniéndoselas en el<br />

cóncavo de la mano, se las presenta a Hardyl, pidiéndole perdón por haber roto la caja.<br />

Hardyl, retrayendo la mano, le dijo: No, hijo, tengo ya hoy asegurado el sustento y no las<br />

necesito; le dirás con todo a Eusebio que aprecio más su demostración que las guineas.<br />

¡Cómo!, dijo Altano maravillado. ¿No quiere vmd. recibir cincuenta guineas? ¿Quién vio<br />

semejante sandez? Pues a fe que yo echara de revés los cestos y tras ellos el oficio, si tal me<br />

aconteciera. Tómelas y no sea bobo. Volvióle a decir Hardyl en español: No, vuélvaselas a<br />

Eusebio y dile que las aprecio mucho más que si las recibiera.<br />

Sintiendo Henrique y Susana que Altano le hiciera aquel presente tan fuera de sazón y<br />

lugar, dijéronle que desistiese y se fuese, <strong>com</strong>o lo hizo, llevándose los despojos de aquel<br />

naufragio; pero sus ánimos quedaron penetrados del superior carácter que Hardyl descubría,<br />

especialmente en haber rehusado recibir las guineas; maravillándose al mismo tiempo Susana


de oírle hablar el español tan bien o mejor que Gil Altano. Y aunque la curiosidad de saber si<br />

lo era la instigaba a preguntárselo, la contenía el respeto que su carácter y virtud le infundían,<br />

limitándose a preguntarle por rodeos si había aprendido la lengua española en España. Hardyl<br />

le dijo que había estado en ella, pero que las lenguas también se aprendían en países extraños<br />

si se estudiaban. Con lo cual dejó a Susana en las mismas dudas, con muy diversos<br />

sentimientos de los que antes tenía acerca de llevarse a Eusebio. Tanta fuerza tiene la virtud<br />

reconocida, pues mostrándose antes tan repugnantes en concederle a Eusebio, ahora están en<br />

estado de rogarle que se lo lleve para que a su grado lo instruya.<br />

Mas <strong>com</strong>o Hardyl tomó la primera respuesta de Susana por decisiva, levantóse para partir<br />

diciendo que desearía ver a Eusebio para agradecerle su generosa demostración, pero que ésta<br />

no le dispensaría la lección de los cestos si hubiera de haber sido su discípulo. Henrique<br />

Myden le dijo entonces: Pues por mí no queda en pie la dificultad, llevadlo cuando queráis; al<br />

cabo no va tantas leguas lejos. Susana, aunque se le arrancaba el corazón viendo la voluntad<br />

declarada de su marido, y considerando también que tendría cerca a Eusebio, no se resistió ni<br />

opuso a su parecer. Pues, señores, dijo inmediatamente Hardyl, una pronta resolución es una<br />

victoria <strong>com</strong>enzada; alcancémosla.<br />

Acababa de decir esto cuando entró Eusebio, mudado de color y palpitándole el corazón.<br />

Hardyl, después de haberle agradecido el presente, le preguntó si eran tan pesados los cestos<br />

<strong>com</strong>o el día antes. Eusebio, con enfadada vivacidad, le responde: No los he pesado. Hardyl<br />

para sobreponerse a la resentida ingenuidad de Eusebio, dijo luego: Vamos, pues, que en casa<br />

tengo balanza que me podrá sacar de la curiosidad. Id a tomar los cestos, que esta primera<br />

lección es la más importante de todas. Eusebio no se movía por esas, teniendo los ojos<br />

clavados en Susana para que se opusiese a los intentos de Hardyl; mas viendo que ella<br />

mirándolo también se enternecía, <strong>com</strong>enzó a prorrumpir en llanto, al cual no resistiendo<br />

Susana se salió de la estancia.<br />

Henrique Myden, aunque tocado también de la <strong>com</strong>pasión, sacó fuerzas de flaqueza, para<br />

acallar a Eusebio y consolarlo, diciéndole que la casa de Hardyl estaba cerca y que tal vez no<br />

encontraría ninguno por la calle que lo viese llevar los cestos; y aunque alguno reparase en<br />

ello, tendría motivo para admirar aquel acto de virtud en vez de motejarlo; que sólo exigía<br />

Hardyl aquel vencimiento por su bien. Y si por su propio bien, dijo Hardyl, no lo quisiese<br />

hacer, lo debería por reconocimiento a tan buen padre que se lo ruega; el cual si lo<br />

desamparase, lo precisaría a ir por las calles hecho un pordiosero, o a ganar con qué vivir en<br />

otro oficio peor que el de hacer y llevar cestos. Mudando luego de tono, púsole blandamente<br />

la mano sobre la espalda, y continuó a decirle: No, hijo mío, no quieras diferir esta<br />

<strong>com</strong>placencia a tu generoso padre. Tomólo entonces por la mano y haciendo un saludo<br />

silencioso a Henrique Myden, a<strong>com</strong>pañado de sonrisa, se lo llevó llorando.<br />

Quedó estático Henrique Myden viendo el despejo con que Hardyl había echado el corte<br />

a un negocio que creía enmarañado de nuevo. Y aunque poco después que salieron lo<br />

asaltaron deseos de seguirlos, contúvolos diciéndose a sí mismo: Dejémoslos, no<br />

des<strong>com</strong>pongamos lo hecho. No contuvo del mismo modo el pensamiento que le vino de no<br />

haber prevenido al muchacho que Hardyl se lo llevaba a su casa para educarlo en ella, pues<br />

temía que se afligiese sobrado Eusebio si llegaba a sospechar que las idas y venidas de Hardyl<br />

y la <strong>com</strong>pra de los dichos cestos eran un trampantojo y maraña para sacarlo de casa y para<br />

hacerle aprender un oficio en vez de las ciencias que le dio a entender. Tanto llegó a<br />

remorderle esta sospecha, que habiendo ido a declarársela a Susana, resolvió de ir a casa de<br />

Hardyl para desimpresionar a Eusebio.<br />

Al tiempo que salía de la estancia ve <strong>com</strong>parecer a Gil Altano con los cestos que Eusebio<br />

había de llevar y que no llevó; y decíale muy ufano: Ese señor Hardyl creía de haberlas con


obos <strong>com</strong>o él, pues a fe que las hubo con mis bigotes. Los cestos aquí están y mi señor don<br />

Eusebio se fue sin ellos. ¡Bueno sería que un caballero <strong>com</strong>o él anduviese por esas calles<br />

haciendo el cestero! ¿Y de dónde sabéis, dijo Henrique Myden, que Eusebio hubiese de llevar<br />

esos cestos? Él mismo vino muy avergonzado a decírmelo, asegurándome que se le caía la<br />

cara de vergüenza. Echó de ver entonces Henrique Myden los estorbos que ponen los criados<br />

a la educación de los muchachos en las casas paternas, <strong>com</strong>enzando a loar en su interior la<br />

resolución de Hardyl en no querer educar a Eusebio sino en su casa. Hacia ella prosiguió su<br />

camino con el nuevo deseo de saber el modo con que Hardyl se había llevado a Eusebio sin<br />

los cestos.<br />

¡Cuán grandes son los disgustos y daños que acarrea al hombre su propia presunción!<br />

Quiero decir, aquella estima y concepto que concibe o de su nacimiento, o de su riqueza, o de<br />

su talento y prendas exteriores. A cada paso que da en el mundo tropieza con mil motivos de<br />

humillación que lo afligen y desazonan. Un ademán, una mirada agria, aunque inocente,<br />

tomada en mala parte, nos llega a lo vivo del alma. Una palabra picante, un gesto tal vez, nos<br />

provocan a cruel venganza o producen enemistades irreconciliables; el hombre ve, prueba<br />

cada día estos daños y disgustos, mas no piensa en ponerles remedio. Creemos que el mal nos<br />

viene de allende y no del fondo de nuestra soberbia y vanidad; y aunque alguno se persuada<br />

de esto, ninguno piensa en remediarlo, porque las pasiones no refrenadas desde la infancia,<br />

hechas a sus solturas, cobran fuerza de imperio y avasallan a la edad adulta, hallando motivos<br />

de patrocinio en el honor con que la vanidad irritada se abroquela.<br />

Este honor, este fantástico pero terrible móvil de nuestras pasiones, asentó su trono sobre<br />

la opinión, desde donde acrimina y agrava las ofensas, en vez de adjudicarlas al resentimiento<br />

de su vanidad y al amor propio. Verdad es que casi todos los muchachos oyen de sus padres y<br />

maestros: Hijo, no te ensoberbezcas, no te enojes, no presumas de ti. La <strong>com</strong>ún enseñanza se<br />

reduce a solos consejos. Llega la ocasión y el hijo se ensoberbece, se enoja y presume siempre<br />

de sí. No se le acuerdan más los consejos después de oídos, o si se le vienen a la memoria es<br />

para despreciarlos; y aunque sea por ello castigado volverá a dar de mano a los consejos, no<br />

habiéndolo jamás acostumbrado a practicarlos, ni quedó su mente convencida del bien que se<br />

le puede seguir y de los males que puede evitar, refrenando su presunción.<br />

Hardyl, sin dar razón alguna de su modo de obrar y sin hacer vano alarde de sus<br />

conocimientos sobre la educación, hizo ver a Henrique Myden cuánto más prestan las mudas<br />

obras que los elocuentes consejos y amonestaciones; las cuales son sin ejercicio para los<br />

muchachos <strong>com</strong>o la aguzadera para el hierro en masa. Aunque toda la vida hubiese recibido<br />

Eusebio consejos de moderación, de desprecio de las vanas opiniones de los hombres, jamás<br />

se hubiera determinado a llevar un cesto por la calle, ni se hubiera persuadido del bien que por<br />

ello le había de venir. Y aunque entonces no llevó los cestos porque Altano los escondió; pero<br />

Hardyl que poseía en sumo grado esta excelente parte en un maestro de no dejarse denostar de<br />

las supercherías del discípulo, antes de quedar vencido del engaño si porfiaba en no querer<br />

salir de casa sin los cestos, le dijo a Eusebio: No importa, hijo mío, dejémoslos en casa y<br />

vamos a la mía que allí te enseñaré a trabajar otros y, hechos, los traeremos a mostrar a tus<br />

padres, los cuales los apreciarán mucho más. Con lo cual sacó mayores ventajas para su<br />

intento, tomando motivo del ardid vencido para hacerle entrar en el aprendizaje,<br />

encareciéndole el gusto que tendrían sus padres en ver un cesto hecho por sus manos.<br />

Y así, luego que llegó a la tienda hízolo sentar junto a sí y atender al entretejo, cruzando<br />

muy despacio los juncos, <strong>com</strong>o si acabado aquel cesto que <strong>com</strong>enzaba a <strong>com</strong>poner Hardyl,<br />

hubiese de saber hacer Eusebio otro semejante. En esta ocupación los halló empleados<br />

Henrique Myden cuando llegó a la tienda. Grande fue su interior conmoción a vista de la<br />

docilidad de Eusebio y de la idea del humilde oficio a que atendía; y sin poder contener sus<br />

lágrimas, echándole los brazos al cuello, desahogaba en él su <strong>com</strong>pasiva ternura, diciendo:


Hijo mío, hijo que me dio la mano omnipotente para colmo de mi felicidad, te amo, Eusebio,<br />

ni jamás conocí cuán grande fuese mi amor cuanto ahora, hijo mío, en que tu mismo bien te<br />

me arranca de mi casa, forzándome a privarme de tu dulce <strong>com</strong>pañía; mas siempre te seré<br />

padre, no lo dudes, aunque ceda con dolor mío a la virtud que te llama por el camino por<br />

donde ese tu respetable maestro te conduce. Pero aunque ahora te haga hollar una escabrosa<br />

senda, es sólo con el fin, amado Eusebio, de desviarte del ancho sendero de las pasiones, por<br />

donde éstas nos arrastran tal vez a la perdición y para que pruebes la dicha que la virtud tiene<br />

reservada a los que con el vencimiento de sus malas inclinaciones la merecen.<br />

Eusebio, a quien Hardyl nada dijo acerca de quedarse en su casa para ser educado en ella,<br />

oyendo que Henrique Myden le decía que con dolor suyo se veía precisado a privarse de su<br />

<strong>com</strong>pañía fuera de su casa, prorrumpió en un amargo llanto y sollozos inconsolables. Hardyl,<br />

que conocía que el duelo y llanto contemplados y <strong>com</strong>padecidos, especialmente en los<br />

muchachos, se acrecientan en vez de disminuirse, tomó el expediente de acallar a Eusebio,<br />

haciéndole ver a Henrique Myden su casa y la estancia que tenía destinada para Eusebio,<br />

instándole para que pasase adelante y tomase la escalera. Henrique Myden, desabrazando<br />

entonces a Eusebio, asiólo de la mano, de la cual se dejaba conducir bostezando sollozos.<br />

Remataba la escalera en una salita que recibía luz de dos ventanas opuestas en los fondos de<br />

ella. La una miraba a la calle, la otra a un huerto espacioso que Hardyl cultivaba con sus<br />

propias manos, y que le daba alguna hortaliza y frutos en casi todas las sazones del año.<br />

Daban a la misma sala cuatro puertas fronteras entre sí, que eran las de los solos cuartos que<br />

la casa tenía. Habitaba Hardyl el uno de la parte del huerto y el otro opuesto era el destinado<br />

para Eusebio; servía el tercero para el ama y el cuarto de cocina, en donde hallaron a la vieja<br />

cuáquera, ama de Hardyl, cuando entraron a verla. Sus utensilios parecían acicalados,<br />

brillando en ellos la limpieza de la vieja, y el hogar daba a entender que esperaba huésped<br />

aquel día.<br />

La vieja escondía su gran calva y rostro amojamado en una toca blanca que hacía resaltar<br />

la tez amarilla de su semblante desapacible. Grande mostraba ser de estatura, mal grado los<br />

años que le cargaban la espalda; pero siendo de robusto temperamento, no necesitaba de<br />

báculo para apoyar sus arrastrados pasos. Escondíasele la sumida boca entre la nariz atrevida<br />

y barba encaramada, resaltando sus ojos entre dos coronas de vivo bermellón, que<br />

ahuyentaban de su aspecto la afabilidad que se esmeraba mostrar a vista de los huéspedes.<br />

Luego que Hardyl entró en la cocina dijo a Henrique Myden: Esta es mi buen ama y la que<br />

conmigo divide los pocos quehaceres de la casa, de hoy en adelante podrá también Eusebio, si<br />

gustase, entrar en ellos, menos en los del hogar, en los cuales miss Rimbol, éste era el nombre<br />

del ama, no permite que se le tome la mano; y dirigiéndole a ella la palabra, le rogó fuese a<br />

abrir el cuarto destinado para Eusebio.<br />

Era éste de igual tamaño que el de Hardyl y miraba también al huerto. Sus muebles eran<br />

una cama aseada, algunas sillas, un armario taraceado y un estante de libros frente de la cama<br />

entre las dos ventanas. Mas no hay cárcel que parezca tan lóbrega y triste a un reo cuanto<br />

aquella estancia al joven Eusebio. El llanto que le había cuajado la vista de miss Rimbol,<br />

renovósele de recio cuando le dijo Hardyl que aquélla había de ser su estancia. Henrique<br />

Myden, que no lo dejaba de la mano, esforzábase en persuadirle que luego que hubiese<br />

acabado los estudios volvería a su casa, en donde tomaría el manejo luego que su edad y luces<br />

lo permitiesen. Y tanto más presto volverá, dijo Hardyl, cuanto más presto aprenda el oficio y<br />

las ciencias; lo que depende de su aplicación, pues talento no le falta; y mostrándole el estante<br />

de los libros, añadió: Éstos, hijo mío, serán con el tiempo tus delicias si la suerte no te priva<br />

de los bienes que éste tu generoso padre te destina; y serán asimismo tu consuelo si te vieres<br />

afligido de ella, pues el hombre debe estar prevenido y aparejado para cualquiera mudanza de<br />

la fortuna. No hay bien seguro en la tierra; la virtud sola anda exenta de los caprichos de la<br />

suerte. Éste será nuestro estudio principal, pues los demás son menos útiles que dañosos.


No sabía desprenderse Henrique Myden de Eusebio ni de la casa de Hardyl, concibiendo<br />

de su dueño más alta idea y aprecio, mucho más al ver el estante de libros que mostraban no<br />

ser materiales de vulgar artesano. La casa también, aunque pequeña, y hasta los mismos<br />

muebles, inspiraban veneración y le avisaban las sospechas de que Hardyl era de carácter<br />

superior al que procuraba manifestar en el humilde oficio. Instando la <strong>com</strong>ida, Hardyl ofreció<br />

su mesa a Henrique Myden, el cual de buena gana hubiera admitido la oferta si no lo vedara el<br />

pensamiento de la espera impaciente en que estaría Susana, su mujer. Esto le hizo apresurar su<br />

ida, dejando a Eusebio sumergido en amargo llanto.<br />

Ido Henrique Myden, miss aderezó la mesa con limpios manteles y llamó a ella a su amo.<br />

Éste, viendo que Eusebio continuaba en sus sollozos, abrazólo cariñosamente y<br />

encaminándolo a la mesa, le decía: Vamos, hijo, a pagar esta deuda a la naturaleza mientras el<br />

cielo nos conserva la vida y cobramos con ella nuevas fuerzas para el trabajo, al cual nos<br />

condenó sabiamente la providencia. Eusebio estaba indispuesto con el apetito. Procuraba<br />

reconciliárselo la cuáquera con instancias cariñosas, sintiendo que hiciese aquel manifiesto<br />

agravio a los primeros esmeros de su atenta diligencia. Mas <strong>com</strong>o la falta de apetito no le<br />

nacía de obstinación, parecía que iba a condescender con los ruegos de miss, cuando, al<br />

tiempo de tomar la cuchara, viendo que no era de plata, le dio con la mano un empujón,<br />

diciendo que las de su casa eran de plata; y retirando el brazo a la cintura, con la cabeza baja<br />

<strong>com</strong>enzó a hacer pucheros de regañón.<br />

Echó de ver Hardyl la acción desmandada de Eusebio, pero conociendo que no era sazón<br />

de corregirlo, quiso condescender con su vanidadilla aunque sin dejarle llevar la suya sobre<br />

hito, diciéndole: Pues si sólo has de dejar de <strong>com</strong>er porque no es de plata la cuchara, mañana<br />

te haré traer la de casa de Myden, pero a condición que <strong>com</strong>as ahora con ésa. Tomándola<br />

entonces miss, se la mostraba diciéndole: Mirad qué limpia está, no parece sino que acaba de<br />

llegar de la tienda; probad a <strong>com</strong>er, hijo mío, dadme ese gusto. Cedió finalmente Eusebio,<br />

lisonjeado de la promesa de Hardyl, y poco a poco dejaba los melindres con que había<br />

<strong>com</strong>enzado.<br />

Acabada la <strong>com</strong>ida, para que no fomentase la tristeza en el ocio, llevóselo Hardyl a la<br />

tienda para continuar el trabajo del cesto <strong>com</strong>enzado. Y <strong>com</strong>o Eusebio conocía la forzosa<br />

necesidad en que se hallaba de a<strong>com</strong>odarse al querer de su maestro y a su enseñanza, plegó la<br />

frente a las circunstancias en que la suerte lo ponía. Por otra parte, el deseo de salir cuanto<br />

antes de aquel estado empeñaba su atención en el manejo de Hardyl, pareciéndole fácil a<br />

primera vista y esperando salir con el oficio a las primeras pruebas; pero en ellas conoce el<br />

hombre que nada consigue la industria y el talento sino a fuerza de sudor y paciencia.<br />

Conociendo Hardyl que Eusebio <strong>com</strong>enzaba a mostrar afición al trabajo, desistió de<br />

ocuparlo por las mañanas, <strong>com</strong>o había determinado, en las lecciones de la filosofía moral,<br />

hasta que no hubiese aprendido a <strong>com</strong>poner con soltura un cesto. Consiguió al cabo de<br />

algunos días, contribuyendo no poco para su adelantamiento las frecuentes visitas que<br />

Henrique Myden le hacía y los regalitos que de cuando en cuando condescendía Hardyl que le<br />

trajese, haciéndole éstos más llevadera la ausencia de su casa y empeñándolo más en aquel<br />

trabajo. Susana ansiaba volver a ver a Eusebio, y no podía recabar de Hardyl que lo dejase ir a<br />

casa hasta que no hubiese aprendido la obra que tenía entre manos, queriendo que la primera<br />

ida a casa de Myden fuese con el cesto que no había querido llevar desde su casa a la tienda.<br />

Temía por otra parte Susana ir ella misma a la tienda, desconfiando de su ternura; y así debió<br />

esperar la conclusión de la obra, de la cual le daba frecuentemente relación su mando. Gil<br />

Altano tenía expresa prohibición de llegarse a la tienda por instancia que Hardyl hizo a<br />

Henrique Myden sobre ello.


Llegó, finalmente, el momento de todos tan deseado y el cesto que al principio parecía<br />

una austera puerilidad y extravagancia a que todos repugnaban, llegó a ser el objeto principal<br />

de todos y el firme cimiento de la virtud de Eusebio. La fuerza sólo desengaña a la falsa<br />

prevención. Probaba esto Eusebio en la <strong>com</strong>placencia que le acarreaba, después de haber<br />

vencido las primeras dificultades, la facilidad del entretejo y echábasele de ver el contento en<br />

su exterior. Hardyl notó aquellos indicios de mezquina vanidad, pero lo dejó en ella sin<br />

regañarlo, conociendo que se desvanecería ella misma de por sí, luego que emprendiese otra<br />

obra más difícil, para la cual podía contribuir aquella vana <strong>com</strong>placencia, sirviendo muchas<br />

veces estos resabios de presunción para el adelantamiento del hombre.<br />

Tenía Hardyl recabada su máxima principal de educación, de hacer aprender un oficio a<br />

su discípulo. Había vencido todas las contrariedades de Henrique y de Susana, y veía a<br />

Eusebio aficionado a lo mismo a que tanto repugnaba; pero todavía faltaba que vencer la<br />

vergüenza de llevar los cestos por la calle, lo que jamás había perdido de vista, importándole<br />

especialmente dejar castigada, sin que Eusebio conociese su intención, la astucia de que se<br />

valió para no llevarlos. Llegada la hora de ponerlo en ejecución, se dispuso Hardyl. para aquel<br />

pequeño triunfo. Costóle poco hacerle tomar el cesto porque el ánimo de Eusebio algo<br />

amoldado a la humillación del aprendizaje y deseoso también de ver a Susana y de hacerle ver<br />

su trabajo, sentía menor repugnancia y confusión en dejarse ver del mundo en aquella<br />

apariencia de artesano. Lisonjeábase, a más de esto, que llevaría sólo un cesto, y éste lo podía<br />

llevar en aire de juego, con lo cual disimularía a la gente lo que le supiera mal que<br />

sospechase.<br />

Entrególe de hecho Hardyl aquel cesto solo que había trabajado el mismo Eusebio, el<br />

cual no mostró tanto empacho en recibirlo, cuanto Hardyl temía; mas echando de ver éste que<br />

el cesto había dado mil vueltas en su mano antes de llegar a la puerta, ya arrimándoselo al<br />

pecho, ya poniéndoselo bajo el brazo, ya columpiándolo en el aire, teniéndolo cogido del asa<br />

con los dedos en hueco y en otras posturas, remirándose en hacerlas, le leyó la intención; y<br />

aunque estaba ya fuera del umbral, paróse Hardyl un poco pensativo y luego le dijo: Ese<br />

cesto, hijo mío, va muy desairado, sería bien que llevases otros dos de aquellos míos para que<br />

vea tu madre por el cotejo que me puedes llevar ventaja en el oficio.<br />

Había procurado Hardyl que el cesto que trabajó Eusebio fuese de varios colores, de los<br />

cuales se paga más la vista, y quiso darle otros dos de los suyos más sencillos, antes para ajar<br />

su vanidad, que por necesidad del cotejo. Eusebio, herido en lo vivo de su ambiciosa<br />

confianza, le dijo luego: No importa, no importa; que en casa quedan otros, con los cuales<br />

podrá hacer el parangón mi madre. Pensaba con este expediente y sugerimiento torcer la<br />

intención de Hardyl, pero éste que tenía ya a Eusebio en la calle, haciendo el desentendido,<br />

entra a tomar los otros cestos, y se los ensarta en el brazo. Eusebio no se atrevió a replicar y<br />

de este modo se encaminaron a casa de Myden.<br />

Sonroseábase a cada instante Eusebio, imaginándose que todos clavasen en él su<br />

curiosidad, y ansiaba apresurar el paso. Hardyl, al contrario, contaba los suyos y procuraba<br />

detenerse con los conocidos que encontraba. Tenía también dado el santo a un mercader<br />

vecino de casa de Myden para que cuando entrase en su tienda con Eusebio le pidiese precio<br />

de los cestos. Y así, cuando Eusebio tocaba ya su casa, creyendo llegar de un salto a ella y dar<br />

al traste con su vergüenza, Hardyl, atravesando la calle, dícele: Ven, hijo mío, que tengo que<br />

decir una palabra al dueño de esta tienda. Al verse en ella Eusebio cargado con los cestos<br />

delante de los mozos que lo conocían, sintió a<strong>com</strong>eter su rostro una llamarada que le quitó de<br />

los ojos la luz del día. El respeto y amor que Hardyl <strong>com</strong>enzaba a merecerle lo contuvieron<br />

para que no se evadiese de la tienda, cuyo dueño, haciendo que no le conocía, dícele: ¿Qué<br />

precio tienen esos cestos, muchacho? Eusebio, cortado y confuso, no sabe darle respuesta.


Hardyl la satisfizo diciéndole que aquellos cestos no eran para vender, y haciendo una<br />

reverencia al dueño, se salió para entrar en casa de Myden.<br />

Abriósele el cielo de par en par a Eusebio estando en ella. Su alma, desahogada de la<br />

pasada confusión e inundada del gozo de rever aquel asilo de su fortuna, techo de sus<br />

adorables padres y bienhechores, se le salía por los sentidos. Esperábalo Susana con ansia, y<br />

todos los criados, especialmente Gil Altano, que sentía más avivados sus deseos por la<br />

prohibición expresa que recibió de no llegarse a la tienda; y él fue el primero que le salió al<br />

encuentro para renovarle sus acostumbradas caricias, y aunque lo contuvo un poco la<br />

severidad de que Hardyl revistió su presencia, pero con todo no pudo contenerse de no<br />

decirle, viéndole los cestos ensartados en el brazo: Bienvenido sea, mi señorito artesano, ¡y<br />

qué lindamente le caen esas encellas! Pues ésta, ¡qué graciosita y acabada! ¡Bien hayan las<br />

manos que las parieron! La cara se les va a caer de vergüenza a las que escondimos.<br />

Eusebio, que llevaba todavía impresa en su rostro la humillación de la calle, saludólo sin<br />

aquella confianza que le daba antes su trato, y sin detenerse con él se encamino con paso<br />

apresurado hacia Susana, que para él se venía. Los sollozos no caracterizaron <strong>com</strong>o antes los<br />

exacerbados sentimientos de Susana; las tiernas lágrimas, que sólo empañaban sus ojos,<br />

manifestaban el suave alborozo de su alma y la <strong>com</strong>pasión amorosa que le causaba el verlo<br />

cargado con los cestos, los cuales en vez de parecerle ahora indecorosos, realzaban a sus ojos<br />

la docilidad de su genio y los primeros ensayos de su virtud, puesta a prueba de tanto<br />

abatimiento vencido.<br />

Eusebio enternecióse también, aunque sin llorar, y después de haberle besado la mano<br />

con cariñoso respeto, le presentó el cesto que había trabajado. Recibiólo Susana con singular<br />

demostración de estima, encareciéndole cuán preciosa le era entre todas sus alhajas aquella<br />

obra; y tomándolo de la mano lo llevó a la estancia, siguiéndolos Hardyl. Henrique Myden<br />

llegó poco después que hubieron tomado asiento. A su vista se renovaron las demostraciones<br />

de amor, de ternura y de alborozo que el conjunto de las circunstancias les pedían, y<br />

serenados los semblantes, Susana fue la primera a preguntarle si se hallaba bien en aquel<br />

oficio. Eusebio, cuya edad podía tocar a los catorce, le respondió: Poco a poco me iré<br />

acostumbrando; el tiempo y la necesidad me lo harán más llevadero de lo que hubiera<br />

pensado. ¿Y has padecido mucha vergüenza, preguntó de nuevo Susana, en llevar los cestos<br />

por la calle? Indecible, dijo Eusebio. Bueno va, dijo entonces Henrique Myden, ¿y si hubieras<br />

de llevar otros te sería tan sensible? Ya no tanto, respondió Eusebio, pues todo el mundo me<br />

ha visto. ¿Temíais, pues, dijo Hardyl, los ojos del mundo? ¿Y qué temías? ¿Que te apedrease<br />

o hiciese befa de ti la gente? Yo no sé, dijo Eusebio, que me burlase la gente. Ese temor, pues,<br />

replicó Hardyl, era engaño de tu opinión, no habiéndote nadie motejado. Debía nacer la<br />

vergüenza que padeciste de la vanidad y de la estima de ti mismo, ¿qué te parece? Algo habrá<br />

de eso, dijo Eusebio. No algo, añadió Hardyl, sino que todo procede de esa mala yerba; de<br />

modo que si llegases a vencer esa vanidad, no padecerías más angustias ni vergonzosos<br />

temores, y hollarías con superioridad las vanas opiniones del mundo. ¿Estás persuadido de<br />

esto? ¡Oh!, ¡si yo pudiera caminar, exclamó Eusebio, con esa superioridad! Pues vas a<br />

conseguirlo, le dijo Hardyl; eso se alcanza a fuerza de vencimiento. Oyeme, Eusebio: nos<br />

hacemos un fantasma de la opinión del mundo, cuyos ojos tememos que nos juzguen en lo<br />

bueno, y nada o poco se nos da que nos culpen en lo malo. Al cabo, ¿qué pueden decir los<br />

hombres porque aprendes...?<br />

Iba a proseguir Hardyl, cuando Henrique Myden le dice: Perdonad si os interrumpo.<br />

Deseara que Eusebio me satisfaciese a una curiosidad que me ocurre. ¿Tomarías ahora de<br />

propia voluntad y sin que nadie te forzase ese oficio? ¡Oh!, de propia voluntad, no señor, no le<br />

tomara, si tuviera con qué pasar; pero si fuese pobre lo tomaría por fuerza. Entonces Hardyl,<br />

no queriendo dejar pasar la ocasión que se le presentaba de convencerlo acerca de la


necesidad que tiene el hombre, aunque noble, de aprender un oficio para asegurar su sustento<br />

honradamente contra todos los accidentes de la fortuna, a que se ven sujetos hasta los mismos<br />

reyes, le dijo: Extraño mucho tu respuesta acerca de tomar de grado un oficio. Pues siendo yo<br />

rico, replicó Eusebio, ¿qué necesidad puedo tener de aprenderlo? Sosiégate, hijo mío, dijo<br />

Hardyl, y escucha. Tus padres eran ricos, según parece, y tú lo eras también siendo hijo suyo.<br />

Ellos naufragaron y la mano de la providencia te sacó salvo a tierra. Mas si en vez de ponerte<br />

en los brazos de estos tus buenos padres, te hubiese expuesto en los de un pobre pescador, ¿de<br />

qué te servirían las riquezas que dejabas en España? Entonces, siendo yo tan pequeño, dijo<br />

Eusebio, de nada me servían.<br />

Demos, pues, el caso, continuó diciendo Hardyl, que ese pescador dijese a Gil Altano:<br />

Yo soy pobre y vivo de mi trabajo; id a la ciudad vecina a buscar vuestro sustento, al cual no<br />

puede contribuir mi pobreza. He aquí Altano precisado a llevarte en hombros de puerta en<br />

puerta, y de zoca en colodra, cansando los vecinos por limosna. Estos, fatigados de ver hecho<br />

un holgazán a un náufrago robusto donde no es tolerada la holgazanería; id a emplear vuestras<br />

fuerzas, le dirían, en un oficio; mas Altano, que no sabe más que su marinería, cansado de<br />

llevarte a cuestas te abandonaría para poder él ganar su pan en ese empleo. Tú crecerías en el<br />

seno de la miseria, sin oficio ni beneficio, con todas tus riquezas en España. Viéndote<br />

entonces desamparado de todos y ya crecido y miserable, ¿no desearás saber algún arte para<br />

ganar la vida? ¿No hubieras deseado que tus padres, aunque nobles y ricos, te hubiesen hecho<br />

aprender algún oficio, si tu edad lo permitiera? En ese caso veo la utilidad, dijo Eusebio; mas<br />

el aprender un oficio ¡viene tan cuesta arriba! No les viene así, replicó Hardyl, a los hijos de<br />

los artesanos; porque éstos, criados en los talleres de sus padres, no les ocurre que nacieron<br />

para caballeros. Luego si todavía te parece sensible el aprenderlo, será porque conservas<br />

humos de hidalguía. ¿Crees por ventura que no hay muchos caballeros que persuadidos de los<br />

bienes, así físicos <strong>com</strong>o morales, que lleva el aprender un oficio, no lo aprendan y ejerciten?<br />

Pues sabe que yo conozco algunos cuyas obras miraba con veneración. Y tú, hijo mío,<br />

¿desdeñarás imitarlos?.<br />

Henrique y Susana <strong>com</strong>placíanse sumamente en oír las razones de Hardyl, sirviéndoles<br />

también de persuasión. Y en estos útiles discursos llenaron el tiempo hasta que fueron<br />

llamados a la mesa. Eusebio dejábase llevar del alborozo de verse en ella, sintiendo tanta<br />

<strong>com</strong>placencia cuanto en hallazgo de joya que se creyó perdida; no tanto por el apetito de<br />

mejores manjares, cuanto por la satisfacción de reconocerse dueño de cuanto veía. Su alma no<br />

conocía todavía la moderación que debía enfrentar con el tiempo los sentimientos ambiciosos,<br />

a los cuales se entregaba. Hardyl no le perdía de ojo para notar sus defectos y corregírselos a<br />

su tiempo; y para dar algún recreo a la seriedad de la mesa, conociendo que Gil Altano, que a<br />

ella servía, era hombre de humor le preguntó: ¿Os vais cuadrando, Gil, a las costumbres de<br />

esta tierra? Y tan cuadrado, dijo Altano, que ni aunque me dorasen no saldría de ella. Pues no<br />

dejaríais de hacer, continuó Hardyl, muy linda figura, dorado todo de cabeza a pies. Haga<br />

cuenta vuestra merced, dijo Altano, que no se ve otra cosa en nuestras tierras: santos y santas<br />

con sus caras y manos doradas. ¿Eso será, dijo Henrique Myden, porque son de oro o plata<br />

maciza? No, señor, respondió Altano, que muy buenos reales he visto llevarse los doradores<br />

por los emplastos de oro que les ponían. ¿Pues qué dirá vuestra merced si viese los altares<br />

dorados que se levantan hasta el cielo? Pues si estos altares fuesen de oro macizo, y no<br />

dorados, ¿a dónde vamos a parar? No dio tanto oro la tierra desde Matusalén a esta parte.<br />

¿Sin duda habrá muchos años, dijo Hardyl, que murió ese señor Matusalén? Más ha de<br />

cien mil años, dijo Altano.<br />

¿Cien mil años?, preguntó Hardyl, largo tiráis la barra amigo; a buen seguro que nadie os<br />

pasará la chaza. ¿Según veo allá en tu tierra hacen y dicen cosas de cien mil años? Señor<br />

Hardyl, dijo Altano alterado, allá en mi tierra lo que hacen y dicen es que al buen creer se


tiene por cortesía, y si vuestra merced anda desavenido con esos cien mil años, vaya y<br />

entiéndaselo con mi abuela. Hardyl, que echó de ver su alteración y que no gustaba de holgar<br />

a expensas de ajeno resentimiento, iba a torcer el discurso a tiempo que un loro muy locuaz,<br />

que Susana junto a sí tenía, nombró por dos veces Altano, a<strong>com</strong>pañándolo con tal carcajada<br />

que no pudieron contener la risa los presentes. Altano, que ya estaba amostazado, oyendo que<br />

le motejaba el loro, le dio a los diablos, jurando al loro en español, para que Susana no lo<br />

entendiese, que lo pondría en escabeche en uno de los cestos de Hardyl. Éste calló, pero<br />

Eusebio no pudo contenerse de no decir a Susana en inglés: ¿Sabe vmd. lo que ha dicho?, que<br />

pondrá en escabeche el papagayo en uno de los cestos de Hardyl. Susana, aunque se alteró un<br />

poco, le dijo sólo que se guardaría bien de hacerlo. Entonces Altano, resentido del chisme de<br />

Eusebio, vuelto a él, le dijo: ¿También aprende mi señorito a ser chismoso en la tienda del<br />

señor Hardyl?<br />

Hardyl, sin hacer caso del dicho de Altano, dio tal mirada a Eusebio a tiempo que éste<br />

sentía toda la vergüenza del reproche de Altano, que bastó ella sola para corregirlo de esta<br />

especie de defecto pueril. Henrique Myden volvió a sacar a plaza los altares, las manos y<br />

caras doradas, que mucho le chocaban, glosándolas largo rato hasta que se levantaron de la<br />

mesa. Temía Hardyl que se entibiase sobrado el ánimo de Eusebio con aquella primera huelga<br />

si se alargaba demasiado; y así no tardó a disponer los ánimos para despedirse. Henrique y<br />

Susana sentían que Eusebio partiese tan presto; pero Hardyl insistía que no era bueno dejar<br />

enfriar el hierro, pues se resistiría sobrado al martillo. Entonces dijo Susana que quería pagar<br />

los cestos a Eusebio. Muy justo es, dijo Hardyl, pero Eusebio no sabe tasar todavía su trabajo;<br />

su precio no es más que dos reales y medio. Susana quería usar con él de mayor generosidad,<br />

pero la limitó a los dos reales y medio que entregó a Eusebio y que éste recibió con ánimo y<br />

ademán <strong>com</strong>pungido, <strong>com</strong>o que se resentía de la tristeza de dejar tan presto su casa; pero<br />

Hardyl, renovando el saludo, se lo llevó a su trabajo.<br />

Era el día siguiente el destinado para <strong>com</strong>enzar el estudio de la filosofía moral antes de<br />

emprender el de otras ciencias; y después que miss les dio el té, Hardyl se lo llevó a su<br />

estancia, donde le puso en las manos el libro de Epicteto traducido en español, haciéndole leer<br />

la primera regla. Después de leída entrególe un cuaderno blanco para que la copiase de su<br />

letra, y luego la aprendiese de memoria, destinándole toda la mañana para aquella tarea, y así<br />

las demás en adelante. No habían pasado dos horas cuando se lo ve <strong>com</strong>parecer Hardyl en la<br />

tienda con la regla de Epicteto copiada y aprendida. Hízosela repetir y diciéndola Eusebio sin<br />

equivocarse, mandóle sentar junto a sí, y sin dejar de las manos su trabajo, le dijo de esta<br />

manera: Sabes, pues, hijo mío, por ese capítulo de Epicteto, que el deseo del hombre, su<br />

aversión, sus anhelos y todas sus demás inclinaciones, dependen de su arbitrio, pues las puede<br />

fomentar o desechar a su agrado; pero las cosas exteriores, <strong>com</strong>o la riqueza, el honor, la salud,<br />

la fama, no estando en su mano el poseerlas, no puede reputarlas suyas, ni por sólo desearlas<br />

las podrá jamás alcanzar. Este deseo, pues, es un mal si no lo refrenamos, pues el hombre a<br />

cada paso desea, y cada paso que desea lo que no puede alcanzar, padece.<br />

Te pongo a ti mismo por ejemplo: desearás volver a casa de tus padres y ese deseo no se<br />

te puede cumplir. Vives, pues, entre brasas y te afliges de continuo; pero si llegases a<br />

desarraigar de tu corazón ese deseo, vivirías quieto y contento conmigo <strong>com</strong>o si fueras hijo<br />

mío y esta casa, tuya. ¿Y qué debo hacer, dijo Eusebio, para desarraigarlo y estar contento?<br />

Has de saber, continuó a decirle Hardyl, que la naturaleza no dio al hombre otro aliciente<br />

mayor para que obrase, que el interés y provecho propio. Hasta en la virtud misma conviene<br />

que hallemos interés para ejercitarla con constancia. Los mismos que dejan de obrar mal por<br />

temor del castigo eterno, o que obran bien por esperanza de eterna re<strong>com</strong>pensa, encuentran en<br />

ese temor y esperanza el interés de su obrar. Mas estos intereses eternos los miramos de muy<br />

lejos y <strong>com</strong>o de perspectiva, para que empeñen nuestro corazón. Necesita nuestra infeliz


naturaleza otro provecho más vecino y palpable para que obre con la razón contra lo que le<br />

dictan las pasiones. Ciñámonos a un hecho de cerca.<br />

No hay duda que el refrenar en ti ese deseo de volver a tu casa y dejar este ejercicio, es<br />

un acto de virtud; mas no llegarás a refrenarlo si no ves que por ello se te debe seguir algún<br />

bien. ¿Bien se me ha de seguir, dijo Eusebio, por no desear volver a casa? Sí, dijo Hardyl, vas<br />

a verlo. ¿No reputas un bien, y un gran bien, la tranquilidad y paz del alma? El estar ésta<br />

exenta de desazones y desvelos, ¿no es un gran provecho? ¿No dijiste que el aprender un<br />

oficio era un bien, porque con él se aseguraba el sustento en caso de una gran desgracia? Así<br />

lo creo, dijo Eusebio. Pues para alcanzar estos bienes, continuó Hardyl, ¿no querrás apartar de<br />

ti el deseo de volver a tu casa? ¿Deseo que te molesta, mucho más no pudiéndolo cumplir?<br />

Así obtendrás el no sentir la desazón del deseo y el probar el sosiego interior y la dulce<br />

satisfacción de haberlo vencido.<br />

Lo mismo que tocas con la mano acerca de esto, le sucede al hombre en todos los demás<br />

deseos que no puede llegar a satisfacer, y cuyo vencimiento lleva por interés el bien de la<br />

felicidad del alma; que consiste en tener una vida sosegada e imperturbable, exenta de los<br />

afanes y anhelos de las pasiones.<br />

Así iba instruyendo Hardyl a Eusebio, desmenuzándole las máximas de Epicteto que<br />

aprendía de memoria, y convenciendo con ella su mente. Ni se contentaba de verlo<br />

persuadido, sino que también quería que las pusiese por obra, haciéndolas ejecutar; pues<br />

muchas veces nos parece que haremos fácilmente una buena obra que fácil se nos presenta a<br />

la vista, pero llegado el lance faltan a la voluntad las fuerzas por no haberlas ejercitado. La<br />

virtud sólo se aprende a fuerza de ejercicio.<br />

Un día en que Hardyl le explicaba el paso de Epicteto que dice: Si te hacen una injusticia,<br />

ármate de constancia, le encarecía la dificultad con que el hombre sufre la injuria de otros.<br />

Eusebio le dijo que no le parecía tan difícil. Consolóse Hardyl de ver los buenos sentimientos<br />

de Eusebio y deseaba verlo puesto a prueba de alguna injuria para ver cómo la sufría. Pero<br />

<strong>com</strong>o era muy difícil que en un país tan morigerado <strong>com</strong>o Filadelfia pudiese nacer ocasión de<br />

recibir de otro una afrenta, mucho más no dando motivo para merecerla, iba pensando el<br />

modo cómo la podría hacer nacer para probar los sentimientos de Eusebio; pensando muy al<br />

revés Hardyl de aquellos maestros de espíritu que por ejercitar en la paciencia a sus discípulos<br />

los injurian ellos mismos entre cuatro paredes. De donde nace que el discípulo que ve la<br />

intención del maestro, la sufre con grande vanidad para salir de allí a darse de cachetes con<br />

quien le ofende.<br />

Iba, pues, Hardyl ocupando su mente por algunos días en hallar medio oportuno para la<br />

prueba, cuando una mañana se le presenta en la plaza un joven que le pide limosna. Era<br />

hermoso de rostro y de gentil talle, pero en sus ojos zarcos echábasele de ver un atrevimiento<br />

mayor que su hermosura. Su vestido roto y peor calzado hacían traición a su presencia; con<br />

todo, parecióle a Hardyl que era pintado para el intento. Antes, pues, de darle limosna le dice<br />

si tendría ánimo para hacer lo que le pidiese. Respóndele el joven que estaba dispuesto para<br />

arremeter cualquiera cosa a trueque de matar el hambre y la desesperación en que se hallaba.<br />

Para hoy, le dijo Hardyl, la mataréis con esta moneda, y mañana os pagaré el servicio que os<br />

voy a pedir. Cerca del mediodía pasaré yo por aquí con un muchacho que llevará tres cestos<br />

de juncos; yo llevaré también uno grande, estad apostado en medio de la plaza y cuando yo<br />

pasase con el muchacho, arremeted a él y sin hacerle mal dadle un pescozón que le haga caer<br />

el sombrero, y luego dos puntapiés en vago, de modo que sólo toque a su vestido.<br />

Abrazó inmediatamente el mozo el partido y aseguróle que lo cumpliría. Hardyl vuelve a<br />

su tienda sin descubrir a Eusebio sus intentos y al otro día, después de haberle tomado la


lección de Epicteto, hace caer el discurso sobre la magnanimidad del alma en llevar con<br />

superioridad una injuria encareciendo el bien que alcanza el hombre en sufrirla y los daños<br />

que se le pueden seguir por enojarse y vengarse de ella. Confirmábaselo con los ejemplos de<br />

Sócrates y de Catón, enardeciendo con ellos el ánimo de Eusebio hasta que llegó la hora<br />

apalabrada con el mozo. Haciendo entonces Hardyl el olvidadizo acerca del encargo de unos<br />

cestos para Josías Hakins, cargó con el suyo grande y entrega los otros a Eusebio.<br />

El hombre, puesto en la necesidad de obrar, a todo se acostumbra; y si la virtud llega a<br />

hacerle sufrir con fortaleza de ánimo aquello mismo a que la necesidad lo obliga, eleva su<br />

alma y dale un carácter superior al de los demás. Eusebio, a fuerza de vencer por necesidad la<br />

repugnancia de su presuncioncilla en llevar los cestos, iba perdiendo la vana opinión de su<br />

desdoro y <strong>com</strong>enzaba a serle indiferente el llevarlos; de modo que cuando Hardyl se los<br />

entregó, cargó con ellos con desenvoltura y por sí se fue a tomar el sombrero para a<strong>com</strong>pañar<br />

a su maestro. Llegan a la plaza a tiempo que la ocupaba mucha gente, sin poder descubrir<br />

Hardyl al mozo que le prometió estar en ella cuando pasasen. No quiso detenerse para no dar<br />

que sospechar a Eusebio algún convenio que lo echase a perder todo. Mas al tiempo que tiraba<br />

adelante, queriendo volver el rostro <strong>com</strong>o para mirar otra cosa, pero de hecho para ver si lo<br />

descubría, ve volar de repente el sombrero de Eusebio al golpe del mozo atrevido; y después<br />

de haberle tratado de picarillo, le descarga dos puntapiés a vista de la mucha gente que se<br />

paraba para ver aquella reyerta.<br />

Atónito de aquel impensado rayo vuelve Eusebio su turbada cabeza sin sombrero para<br />

ver de quién le venía aquel golpe, y conociendo al atrevido autor, se le asoma al encendido<br />

rostro la vergüenza mezclada del primer ímpetu del enojo. No sabiendo qué hacer ni qué<br />

decir, mira a su maestro, que con gran frialdad lo contemplaba; pero al encontrarse sus ojos<br />

con los de Eusebio le carga una mirada llena de sus pasados consejos, que lo hizo volver<br />

sobre sí. Entonces Hardyl, volviéndose al mozo, le dijo: ¿Qué os ha hecho este muchacho<br />

para que lo tratéis de esa manera? Si no tuviera justo motivo, respondió el joven, no me<br />

hubiera desmandado con él en balde. Seguid vuestro camino y no os metáis en tuertos que no<br />

os toca enderezan Me importa, dijo Hardyl, el saberlo; pues si os ha ofendido es muy justo<br />

que os dé satisfacción; pero no que os la toméis. Me lo pedís con tal término, dijo el joven,<br />

que me obligáis a no sacarle a plaza sus malas tretas. Id en buena hora, que cuanto antes me<br />

veréis <strong>com</strong>parecer en vuestra tienda para daros razón de lo hecho.<br />

Miraba Eusebio ya al uno ya al otro, sin saber lo que le pasaba. Su alma hallábase<br />

<strong>com</strong>batida de los impulsos de la venganza mal contenidos de su tierna virtud y su inocencia,<br />

alterada de las acusaciones del supuesto mal alzado que el joven le achacaba. Mas viendo que<br />

Hardyl tomaba su parte, acordóse de acudir por su sombrero, y teniéndolo en la mano sucio<br />

del polvo para ponérselo, instigado de su inocencia, le dijo al mozo: Decid, decid, ¿en qué os<br />

he ofendido? ¿Qué me podéis achacar? El mozo mirándolo de soslayo, ya medio vuelto de<br />

espaldas para irse, le dijo: Proseguid vuestro camino que a su tiempo y lugar se sabrá.<br />

Prosiguiendo su camino, pregunta Hardyl a Eusebio: ¿Qué treta habéis usado con ese<br />

mozo? Os puedo asegurar, respondió Eusebio, que nada sé, ni jamás he visto tal hombre.<br />

Veremos, pues, dijo Hardyl, cómo se explica; en todo lance, ya que no habéis dado<br />

demostración de venganza, usad con él de generosidad. Eso haré yo, dijo Eusebio, de buena<br />

gana; pero a fe que si no me hubiese prevenido la lección de Epicteto y vuestros consejos y<br />

presencia, no sé si me hubiera contenido en no descargarle un valiente cestazo en la cara.<br />

Bueno, dice Hardyl, ¿y qué hubieras conseguido con eso? Enseñarle, dijo Eusebio, a ser un<br />

poco más reportado. ¿Y eso no fuera un acto de venganza, prosiguió Hardyl, que tan fácil te<br />

parecía de reprimir? Es verdad, respondió Eusebio, ¡pero el primer ímpetu! El primer ímpetu,<br />

dijo Hardyl, se previene yendo el hombre sobre sí; y esto se alcanza con la moderación, la<br />

cual se consigue meditando el hombre el interés que tiene en ejecutarla. Demos el caso que le


hubieses descargado un valiente golpe con el cesto, y que ese mozo audaz, según parece,<br />

resentido por ello, se hubiese desquitado con una puñada que te hubiese roto las narices, ¿qué<br />

hubieras hecho entonces? Eusebio no sabía qué responder. Mas qué digo puñada, continuó a<br />

decir Hardyl, si ese mozo fuera un desalmado, y que encendido de cólera te hubiese dado una<br />

mortal herida. ¡Linda venganza fuera la tuya! A buen seguro que quedaba para siempre<br />

borrada la injuria.<br />

Supongamos un lance opuesto, para el cual me da pie tu silencio; esto es, que fueras tú<br />

uno de los muchos mozuelos que conozco, que sin vello en el rostro andan ya muy armados<br />

con sus cuchillejos, haciendo neciamente los valientes, y que irritado de la injuria del mozo le<br />

hubieses dado una herida mortal, ¿cuáles te parece fueran las consecuencias de esta ciega<br />

venganza? En primer lugar, verte obligado a dejar esta tierra e irte fugitivo padeciendo mil<br />

trabajos y miserias para ponerte en salvo, huyendo de la justicia; y si cayeres en sus manos,<br />

sufrir la ignominia y desdichas de la cárcel, y luego tal vez una muerte afrentosa. ¿Te parece<br />

que todo esto corresponde a la dulce y alta satisfacción que deja en el alma el vencimiento del<br />

enojo y sublime paciencia en contenerlo, y a la suave y tranquila seguridad de la conciencia?<br />

Añade la mayor disposición con que queda el ánimo para mayores actos de virtud y la<br />

fortaleza que adquiere para sobreponerse a la vana opinión que se forjan los hombres de<br />

reputar vileza y cobardía el santo sufrimiento de una afrenta, <strong>com</strong>o si el honor verdadero<br />

consistiese en enojarse. Pues esto se alcanza con la moderación, sin la cual es imposible<br />

adquirir la interior constancia y la magnanimidad para mirar con desprecio la ofensa.<br />

En estos discursos llegaron a casa de Hakins para dejar los cestos, y luego se<br />

encaminaron a la suya. Desde lejos descubrieron al mozo que los estaba esperando, arrimado<br />

el hombro a la puerta, que miss Rimbol no había querido abrirle por no conocerlo. Eusebio al<br />

verlo sintió apoderársele su corazón de las temerosas sospechas de lo que le podía acriminar,<br />

antes que de los impulsos de la venganza que Hardyl con sus persuasiones le había<br />

enteramente sosegado. Entrados en casa, <strong>com</strong>enzó el mozo a pedirles perdón de la injuria que<br />

había hecho a Eusebio, a quien había tomado inadvertidamente por otro muchacho que se le<br />

asemejaba. Equivocación que le era tanto más sensible, cuanto más había admirado el<br />

modesto reporte de Eusebio a una injuria hecha en público, protestando que no tenía ningún<br />

motivo de queja contra él, antes bien mucho que alabar y admirar su conducta. Callaba<br />

Eusebio sonroseado de las alabanzas del mozo, las cuales le desahogaban el pecho de los<br />

temores que le quedaban de lo que le podía imputar. Hardyl le dijo entonces que Eusebio<br />

venía dispuesto a mirarle generosamente <strong>com</strong>o amigo, pero que le rogaba en su nombre<br />

mirase bien antes de a<strong>com</strong>eter tales lances cómo los emprendía, pues eran siempre funestas<br />

las consecuencias de la ira y venganza no refrenada.<br />

¡Ah!, exclamó el mozo, demasiado tengo probados sus funestos efectos, pues los<br />

inmensos trabajos que tengo padecidos y la desesperación en que me veo, son sólo<br />

consecuencias de una venganza. Ojalá hubiera yo tenido entonces la moderación de Eusebio,<br />

pues no me viera arrancado de los brazos de una gran fortuna y precipitado en los de la suma<br />

miseria, que vanas veces me incita a poner fin a mis desventuras con la vida.<br />

¿Qué ocasión fue esa, dijo Hardyl, de tan funesta venganza? Pues holgara saberla, no<br />

para daros motivo de que renovéis tan fatales memorias, sino porque sirven tal vez las ajenas<br />

desgracias de escarmiento a quien de ellas se quiere aprovechar. Y por esto mismo, ya que<br />

llegasteis a hora que nos llama la <strong>com</strong>ida, quedaos a participar de la buena voluntad de<br />

nuestra pobreza, lo que servirá al mismo tiempo de prueba del perdón que concedemos a<br />

vuestra inadvertencia. El mozo hambriento aceptó de buena gana el convite, y acabada la<br />

<strong>com</strong>ida, de sobremesa, <strong>com</strong>enzó a decir así:


Libro segundo<br />

Al verme vosotros en este estado, tan roto y despreciable, tenéis motivo bastante para no<br />

creerme, aunque os asegure que soy hijo de uno de los más ricos mercaderes de Londres. No,<br />

hijo, dijo Hardyl, nada extraño en este mundo, ni vos seréis el tercero de aquellos que yo<br />

conozco, los cuales confiados en las riquezas de sus padres, creen tener en ellas asegurada su<br />

dicha, sirviéndoles sólo esta vana confianza para precipitarlos más presto en su ruina. Mas<br />

continuad, pues yo creo todo lo que no es imposible. Mi padre, prosiguió el mozo, procuró<br />

darme educación igual a la de los principales señores del reino, pero mi genio altivo y vano no<br />

sufría enseñanza; y mucho menos las correcciones de mis maestros, los cuales, aunque dieron<br />

por ello quejas a mi padre, éste con todo lisonjeado de los muchos caudales en que me dejaba<br />

heredado, no quiso que sufriese violenta educación, antes bien atendió más a mi llanto y<br />

obstinación, que a las quejas de mis maestros, los cuales me desampararon.<br />

Quedé dueño de mi libertad, tanto deseada de mi genio, para desahogar en ella los<br />

incentivos de mis pasiones mal reprimidas, y ufano de poder <strong>com</strong>petir en devaneos con los<br />

hijos de los señores que conocía y que con sus ejemplos provocaban mi vanidad, di suelta a<br />

mis ardientes inclinaciones, facilitándomelas el dinero con que mi padre me acudía y con el<br />

que me era fácil lograr en una casa donde las ganancias no se contaban. Complacíase<br />

vanamente mi padre viéndome manejar fogosos caballos y honrarme con su amistad y<br />

<strong>com</strong>pañía los hijos de los señores titulados, con los cuales hacía alarde de gastar para<br />

empeñarlos más en mi cortejo. Juegos, convites, saraos y disolución eran nuestros ordinarios<br />

pasatiempos, con los cuales cobraba mayores fuerzas mi altanería. Teníamos acaso un día<br />

convite en una de las más concurridas tabernas de Londres, donde tomados todos del vino nos<br />

íbamos motejando mutuamente de burlas, en las cuales no podía parar nuestro loco<br />

divertimiento. Resentido el hijo del lord Ut... de un motejo que le dije sobre sus piernas<br />

delgadas, me respondió muy enojado: Tales cuales son bastan ellas para castigar tu<br />

atrevimiento; y descargándome un puntillazo, me envió a entender en mis negocios antes que<br />

los echase a perder con gastos que no me <strong>com</strong>petían.<br />

Picado yo en lo más vivo del honor y ciego del enojo que su injuria encendió en mi<br />

pecho, lo pasé de parte a parte con mi espada, dejándolo yerto en el suelo. Huyo<br />

inmediatamente a mi casa y cuento a mi padre el funesto accidente. Él, echando de ver tarde<br />

el efecto pernicioso de su condescendencia, y agitado de mil desazones y del dolor de<br />

perderme tal vez para siempre, hácenme pasar a Plymouth, en donde me embarqué en el<br />

primer navío que hacía vela, y era uno que partía para Quebec. Llevaba conmigo caudal<br />

considerable para esperar muy holgadamente mejor fortuna; mas ésta, que se ríe de las<br />

seguridades en que afianzan los hombres sus esperanzas, aunque me dio feliz navegación, no<br />

quiso que gozase de mi tesoro, sepultándolo en el mar cuando ya tocábamos el puerto, dando<br />

el bastimento en un bajío por descuido del piloto.<br />

Salvóse la gente, pero no el navío ni mi dinero, que quedaron presa de las olas, y así entré<br />

en Quebec pobre y arruinado. La incertidumbre del lugar a donde había de ir antes de<br />

embarcarme, no permitió a mi padre darme cartas de re<strong>com</strong>endación; con todo, determiné<br />

presentarme sin ellas a dos mercaderes que conocían la firma de mi padre, pero me hicieron<br />

oídos de lo que eran, temiendo que yo me quería valer con picardía de la desgracia del navío<br />

para sacarles con aparente motivo el socorro que necesitaba. ¿Cómo podré encareceros la<br />

vergüenza, confusión y mortales angustias que me oprimían, viéndome forzado a mendigar mi<br />

sustento si quería satisfacer al hambre que me aquejaba? Acostumbrada mi vanidad a la<br />

ostentación, al lujo y placeres, resentíase vivamente de la terrible humillación a que la<br />

necesidad me exponía; y casi estaba tentado a dejarme acabar antes de la hambre que de la<br />

ignominia que debía pasar si quería sustentar mi vida. Me retrajo de esta resolución la


esperanza de que pudiera mi padre socorrerme algún día sabida mi desgracia; con lo cual<br />

cobró aliento mi vergüenza y me aconsejó a emplearme en algún oficio.<br />

¿Mas cuál tomar, no sabiendo ninguno? Iba de tienda en tienda, de uno en otro oficio<br />

ofreciendo mis brazos a los maestros; pero no teniendo práctica de ninguno, me desechaban<br />

todos. Recibióme finalmente para peón un maestro albañil, cuyos malos modos y genio<br />

colérico me obligaron a seguir otro rumbo. Senté plaza de soldado, que era el empleo que más<br />

conformaba a mi pasada disolución y holgazanería. Las lisonjas que iba fomentando del<br />

pronto socorro de mi padre, volvieron a atizar la confianza de mis pasiones amortecidas con la<br />

aflicción de mi miseria; pero con el trato de los soldados que braveaban mi abatimiento, me<br />

familiaricé con sus humos, y volvió a levantar cabeza mi arrogancia y mis malas<br />

inclinaciones.<br />

Enamoréme de la hija de un tambor y <strong>com</strong>encé a solicitarla, esperando que mi presencia<br />

obtendría de ella lo que mis guineas en Inglaterra. Quedó burlada mi presunción, mas no<br />

desengañada mi lujuria; y no quedándome otro partido para satisfacerla que casarme con ella,<br />

lo hice. Mas <strong>com</strong>o tal casamiento no tenía otro fin que el de dejar mi pasión vengada y<br />

satisfecha, me cansé de mi mujer a pocos días de casado y un odio invencible sucedió a mi<br />

ligero empalagamiento. Era ella celosa, temática, desvergonzada; yo, soberbio, audaz e<br />

insufrido; y la sangre del lord derramada inspirábame feroces sentimientos. Aburrido un día<br />

de los ultrajes que me hizo, resolví deshacerme de ella y también del fusil, que ya me pesaba.<br />

Con estos intentos la saqué una tarde de la ciudad para llevarla a beber cerveza a una granja<br />

vecina, que no había, y de hecho para darle la muerte. Alejéme de la ciudad, fingiendo haber<br />

errado el camino para dar tiempo a que la noche cubriera de sus tinieblas mi horrible<br />

ejecución, y me facilitase la fuga.<br />

Hallaron mis intentos abiertos todos los caminos y la noche no tardó a venir a tiempo que<br />

nos hallábamos entre unos altos árboles, en donde sorprendiendo a mi mujer a traición la di<br />

dos cuchilladas, dejándola anegada en su sangre, cuyos mortales resuellos y debatimiento sólo<br />

contribuyeron para que acelerase más el paso para ponerme en salvo. Caminé sin parar toda<br />

aquella noche y el siguiente día, sin hallarme tampoco seguro en aquellas soledades.<br />

Avisábame el pavor, nacido de mi atroz delito, y agobiábanme las congojas de mi conciencia,<br />

sin echar de ver el fatal principio a donde yo mismo me arrastraba. No pudiendo más con el<br />

cansancio tendí mi desalentado cuerpo a la sombra de un espeso bosque, junto a un arroyo que<br />

entre olorosas yerbas bullía. A su blando murmullo quise reconciliar el sueño, pero el triste<br />

horror y el lúgubre silencio de la selva, <strong>com</strong>enzaron a despertar en mi mente mil funestas<br />

ideas de mi perdida dicha y de mi presente desventura, sin saber cuál había de ser mi<br />

paradero.<br />

Presentáronse entonces a mi fantasía todos los peligros de fieras y de salvajes si pasaba<br />

adelante, la falta de sustento si allí quedaba, y el horror de una muerte afrentosa si atrás<br />

volvía. A estas terribles angustias sucedió un rabioso llanto con que regaba el suelo en que me<br />

debatía y revolcaba apremiado de mi desesperación, la que me hizo sacar de la vaina el<br />

cuchillo todavía caliente y manchado con la sangre de aquella infeliz. Enardecióse a su vista<br />

mi furor y apretándolo en la mano para dar mayor vigor al golpe, cuando iba a descargarlo en<br />

mis entrañas, un ruido espantoso hiela mi fatal ejecución y háceme caer el cuchillo de las<br />

manos. Vuelvo palpitando los ojos de una a otra parte, buscando el monstruo o fiera que<br />

parecía haber causado aquel ruido, mas no descubría otros objetos que los silenciosos troncos,<br />

cuya sombría soledad acrecentaba mi pavor y angustias, cuajándome las lágrimas en los ojos<br />

y haciendo volver mi pensamiento a mi defensa, en el momento que resolví acabar con mi<br />

vida miserable. Envaino mi cuchillo, tomo mi fusil que dejé arrimado a un tronco, y ocupo su<br />

lugar dando vueltas de espaldas a él y cara al bosque para ver si descubría la causa de aquel<br />

ruido. No pudiendo quedar en tan penosas dudas, iba pasando de un tronco a otro, hasta que


ya cerca de dejar aquella selva veo trepar entre las frondosas copas de los árboles una banda<br />

de gruesas aves haciendo el mismo susurro que me había antes amedrentado.<br />

Calmada un poco mi turbación sentí hambre y me puse a <strong>com</strong>er de la provisión que<br />

llevaba, sentándome en el rellano de un otero en que aquel bosque remataba. Tendíase ante mi<br />

vista una inmensa llanura, parte secana, parte frondosa, pero sin indicios de ser habitada.<br />

Dudoso estuve buen rato de lo que debía hacer, pero llevado de mis esperanzas determiné<br />

finalmente pasar mis días en aquellos páramos, ya fuese solo, o en <strong>com</strong>pañía de los salvajes,<br />

si no podía evitarlos. Emprendo, pues, aquella llanura con ánimo de llegar a unos montes<br />

lejanos que descubría; pero tardé en llegar a ellos cuatro días en los que padecí una hambre y<br />

sed rabiosa que acrecentaba mis penas. Remedióme la fortuna luego que llegué a unos<br />

collados, y apechugando por la amena y frondosa ladera que indicaba haber no lejos alguna<br />

fuente, hallé en la ancha cima un vivo manantial frecuentado de aves, de las cuales hice<br />

acopio con mi fusil para asegurar mi sustento. Convidado de la amenidad de aquel sitio,<br />

resolví hacerlo mi morada; pero apenas había descansado en él dos horas, cuando me pareció<br />

oír voces y algazara de gente alegre y divertida. Puse atención y me confirmé en la verdad de<br />

lo que oía. Alegréme al principio, mas luego el temor de dar con iroqueses enfrió las ansias de<br />

mi curiosidad; me resolví con todo a satisfacerla confiado en la espesura de las plantas y<br />

matorrales, entre los cuales medio agazapado doblaba la ladera de aquel collado paso a paso.<br />

Servíanme de guía las voces mismas, las cuales se aumentaban así <strong>com</strong>o adelantaba<br />

camino, hasta que mis ojos llegaron a ser testigos del horrible espectáculo que un cuerpo de<br />

salvajes celebraba en medio de un espacioso prado ceñido del otero en que yo me hallaba y de<br />

otro algo inferior que se levantaba a la parte opuesta, y en cuya falda veía algunas malas<br />

chozas, que debían ser las habitaciones de aquellos hombres. Toda mi triste atención se la<br />

llevaba un infeliz que atado a un palo daba horribles lamentos, quemándose al calor lento de<br />

las llamas que los indios alrededor atizaban, y acabando de echarles pábulo, se ponían a<br />

bailar, haciendo a la infeliz víctima mil gestos y visajes. Temblaba yo de horror al<br />

imaginarme que pudiera ocupar el lugar de aquel desdichado, cuyos gritos interrumpía de<br />

cuando en cuando la sofocación que el humo y vaho ardiente le causaban. Quise con todo<br />

estar firme, hasta que ya muerto y asado lo vi tendido sobre unas zaleas, acudiendo adultos y<br />

muchachos para devorarlo, según pienso, pues la noche llegó a confundirme los objetos y a la<br />

sola lumbre de la hoguera que ardía no podía distinguir su festín abominable.<br />

¿Qué haré? ¡Triste de mí!, decíame a mí mismo. ¿Desharé el camino <strong>com</strong>enzado y me iré<br />

a entregar a las manos de la justicia? Pues aunque muy rigurosa, la tengo merecida; será<br />

siempre menor el castigo de muerte ignominiosa que la de las llamas que me están<br />

amenazando. Pero esperaré la noche avanzada y, cubierto de sus tinieblas, atravesaré sin<br />

riesgo este funesto valle y me pondré en salvo sin ser sentido de estas fieras. Prevaleció esta<br />

lisonja a los intentos que también tuve de darme la muerte; y después de pasadas <strong>com</strong>o tres<br />

horas, cuando creía sepultados en su primer sueño los salvajes, bajé temblando el otero,<br />

dejando antes de partir mis vestidos, y medio desnudo con los solos calzones, armado del fusil<br />

y del cuchillo, tenté la temible empresa.<br />

Procuraba desviarme de las chozas, cuya situación me quedaba muy impresa, y ya me<br />

parecía subir la cuesta del opuesto montecillo; mas el temor y la esperanza haciéndome<br />

apresurar a ciegas el paso, vine a tropezar con el cuerpo de un salvaje que tendido allí en el<br />

suelo dormía. ¡Cielos, cuáles fueron mis congojas en tan formidable lance! Creí quedar allí<br />

muerto sobre el dormido, ya no dormido, antes bien despertado de mi tropiezo, profiere<br />

algunas palabras en su lengua, creyéndome sin duda alguno de los de su nación. Viendo que<br />

no le respondía, renueva en tono más alto su pregunta. Habíame yo puesto en pie allí a su lado<br />

sin moverme, con el cuchillo enarbolado en la mano, esperando que volviese a tomar el<br />

sueño; pero queriendo levantarse le descargo el cuchillo por tres veces para asegurar el golpe;


pero a la tercera cáeseme el cuchillo y lo pierdo, por más que tuve ánimo para buscarlo a<br />

tientas. Perdiendo mi afán, en vano procuré evadirme con cuanta priesa pude de aquel paraje<br />

tropezando y cayendo entre matas, bañado de sudor y sangre con las caídas, hasta que los<br />

primeros albores <strong>com</strong>enzaron a disipar las tinieblas y el horror de la pasada noche. Subíme<br />

luego a un gran árbol para guarecerme de los salvajes, temiendo que viniesen en mi<br />

seguimiento; y fue así <strong>com</strong>o lo sospechaba, luego que el sol <strong>com</strong>enzaba a dorar la tierra.<br />

Veíalos desde la copa en que estaba discurrir en tropas de aquí para allí, temblando yo <strong>com</strong>o<br />

un azogado, sin ánimo para dejar aquella torre de mi ventura, aún después que los perdí de<br />

vista.<br />

Pero instigado de la sed que rabiosamente me atormentaba, debió ceder el miedo a la<br />

necesidad, irritada especialmente de la vista de un delicioso río que allí cerca entre<br />

frondosísimos árboles corría; y aunque era caudaloso, parecía que no había de bastar a mi sed.<br />

Apaguéla presto de bruces en un remanso y luego me puse a caminar río abajo para escapar a<br />

la pesquisa de los salvajes sin apartarme de la orilla hasta que la noche y los muchos<br />

matorrales que el río fertilizaba, me obligaron a tomar descanso de que sumamente<br />

necesitaba. Púseme a dormir sobre la mullida hierba, hasta que ya entrado el día me despertó<br />

con sobresalto un ruido de roncas voces <strong>com</strong>o berridos, que muy cerca oía. Púseme de<br />

cuclillas a mirar entre los céspedes en que me había guarnecido, para descubrir la causa del<br />

ruido que tanto me había sobresaltado, y erizóseme el pelo viendo con pavorosa sorpresa una<br />

procesión de hombres con hocicos de animales, y muy vellosos, que cerca de los céspedes<br />

caminaban con gran mesura y silencio. Llevaba cada uno una estaca larga <strong>com</strong>o de tres pies<br />

arrimada al pecho y sostenida del brazo. Causóme también suma maravilla el ver que llevaban<br />

sobre sus colas chatas, que les arrastraban por el suelo, un pelotón que parecía de argamasa.<br />

Aunque asombrado de tan extraña novedad, no pude dejar de seguirlos con la vista, que<br />

su dirección guió a otra <strong>com</strong>pañía de hombres semejantes que iban y venían muy hacendosos,<br />

hincando en la orilla del río otros palos <strong>com</strong>o los que llevaban los que iban en procesión,<br />

entretejiéndolos de ramas y formando una pared redonda, haciéndolo todo sin decirse una<br />

palabra, lo que me hacía dudar si eran animales. Interrumpiólo Hardyl diciéndole que no<br />

había que dudar que lo eran, y que esos eran los castores. Pero <strong>com</strong>o yo no tenía noticia de<br />

ellos, continuó diciendo el mozo, quedé no menos sorprendido que asustado de su vista,<br />

obligándome a dejar a toda priesa aquel lugar y a dar una gran vuelta para volver a recobrar la<br />

ribera sin ser visto ni oído de aquellos animales. Caminé tres días continuos sin ver viviente<br />

alguno, sin hallar otra planta que me socorriese que la de una semejante a un madroñal y un<br />

pie de maíz que llevaba tres mazorcas no sazonadas, pero que me parecían pan de ángeles y<br />

celestial ambrosía.<br />

Al tercer día, bajando un otero frondoso que bañaba el río, vi dos salvajes de pie que<br />

hablaban entre sí. Paréme detenido de las dudas si me mostraría a ellos pidiéndoles socorro, o<br />

bien si me escondería de su vista; pero viendo una canoa atada a la orilla, sacudí todo temor, y<br />

bajo intrépidamente la cuesta con el fusil delante, resuelto de apoderarme a cualquier coste de<br />

la canoa. Viéronme bajar sin moverse los salvajes; antes bien me decían algo en su lengua.<br />

Cobré con esto más ánimos y llegándome a ellos, <strong>com</strong>edíme a pedirles alguna cosa, haciendo<br />

ademán hacia la boca con la mano. Debieron entenderme sin duda, porque después que<br />

miraron y remiraron mi fusil sin soltarlo yo de mis manos, entraron en una choza que allí<br />

tenían, y sacáronme algunas frutas silvestres y dos peces por cocer. Aunque mi hambre era<br />

grande, no pude resolverme a <strong>com</strong>erlos sin pasarlos antes por el fuego. Pedíselo con señas,<br />

pero no me entendieron. Hube de recoger hojarasca, y encendiendo yesca al golpe del gatillo<br />

del fusil con admiración de los salvajes, encendí lumbre; y hechas ya las brasas, tendí sobre<br />

ellas los dos peces y otros cuatro que poco después sacaron ellos de su choza.


Mas luego que vi que el asado podía sufrir el diente, iba fletando la canoa con él, sin<br />

echar de ver los salvajes mi intento hasta que vieron que eché mano del escálamo.<br />

Conociendo entonces que quería robarles la canoa, acudieron a defenderla; mas yo ya<br />

embarcado, dando un empujón a la orilla, me dejé ir río abajo, muy ufano y glorioso con el<br />

robo, sintiendo el mayor contento. Mis pensamientos me prometían la salida de aquellas<br />

tierras bárbaras; mis ojos se deleitaban en las frondosas riberas de aquel ameno raudal. Mas<br />

¿cómo podía ser duradero un gozo nacido de un delito, robando con tanta ingratitud la canoa a<br />

quien había socorrido a mi hambre? La necesidad y la fuerza nos hacen ladrones y tiranos;<br />

mas ellas no disculpan su maldad, ni eluden sus funestos efectos.<br />

Apenas había caminado una hora por las vueltas y revueltas que aquel río hacía, cuando<br />

veo venir hacia mí cuatro canoas de salvajes, cuyo rumbo y aullidos no me dejaron dudar que<br />

querían cautivarme. El temor entorpeció mis manos sin poder manejar más el remo,<br />

haciéndome también olvidar del fusil que tenía tendido en la canoa; me lo acordó la descarga<br />

que hicieron de sus flechas sin dañarme; y dejándome tiempo para disponerlo, disparo contra<br />

ellos y derribo a un salvaje en el río. Esperaba yo que el ruido del tiro los amedrentase; pero,<br />

al contrario, impelieron con mayor vigor sus remos y sin darme tiempo para cargarlo de<br />

nuevo, me atraviesan el brazo de un flechazo, haciéndome caer el fusil de las manos.<br />

Arremeten entonces a mi canoa y se apoderan de mí atándome con trenzas de juncos; y ufanos<br />

con la presa se encaminan hacia donde salieron. Todo el horror que me infundió la vista de<br />

aquel desdichado que vi quemar en el valle, vino a ocupar mi memoria más vivamente,<br />

cubriéndome de una aflicción que casi me privaba de sentido; ni veía otros objetos que<br />

aquella horrible muerte que me esperaba, sólo el agudo dolor de la flecha me lisonjeaba de<br />

una muerte más pronta.<br />

Desvaneciéronse luego estas tristes esperanzas viendo que los bárbaros <strong>com</strong>enzaron a<br />

curar mi herida, bañándola con jugos de hierbas, y con una especie de bálsamo cuya eficaz<br />

virtud alivió mi dolor y me curó dentro de pocos días la herida. Renovóse mi aflicción, pues<br />

bien veía que aquella piedad bárbara con un malhechor no podía tener otro fin que el de una<br />

muerte más atroz y terrible. No tardaron a intimármela sacándome de la choza donde me<br />

tenían atado a la presencia del cacique, el cual estaba de pie en el fondo de un hermoso<br />

anfiteatro que formaban unos árboles de extraordinaria grandeza y frondosidad, ocupando el<br />

circuito sentados en el suelo los salvajes que <strong>com</strong>ponían aquella nación. Comparecieron luego<br />

aquellos dos bárbaros a quienes había robado la canoa, delatando probablemente el robo al<br />

cacique. Estaba éste apoyado sobre mi fusil. Hízome algunas preguntas a las cuales no supe<br />

responder porque no las entendía. Dio entonces una voz al anfiteatro llamando a un bárbaro<br />

robusto y bello de facciones en cotejo de los otros, aunque atezado <strong>com</strong>o ellos, y después de<br />

haber hablado con el cacique, me pregunta en lengua francesa, aunque corrompida, si era<br />

francés.<br />

Respondíle que no; pero que era inglés y que el deseo de hallar salvajes humanos con<br />

quienes pudiera llevar una vida quieta y libre, me había encaminado hacia aquellas partes.<br />

Refinó esto mismo al cacique esperando yo que les lisonjearía mi respuesta; pero quedaron<br />

burladas mis esperanzas cuando me dio el bárbaro la respuesta del cacique, que se redujo a<br />

preguntarme cómo esperaba hallar humanos aquellos a quienes había ofendido. Añadióme<br />

que mi muerte estaba determinada por el robo de la canoa y por la muerte que di al salvaje en<br />

el río. Al oír esto sentía desmayarme de dolor, cuando me volvió el alma el mismo,<br />

añadiéndome que se me conmutaría la muerte en otra pena si les enseñaba a disparar el fusil.<br />

Convine desde luego y <strong>com</strong>encé a instruir al bárbaro intérprete, a quien el cacique había<br />

entregado la escopeta, mostrando éste que había conocido aquella arma; y aunque después de<br />

instruido le salió de fogón , pareció con todo que quedaron satisfechos y yo lisonjeado que el<br />

castigo que me darían sería llevadero.


Mas, ¡oh Dios!, ¡cuál quedé al oír que se me habían de arrancar las uñas! Un frío<br />

aterecimiento cuajó toda mi sangre, dándome a probar la imaginación todo el dolor que había<br />

de sentir en el tormento. El solo fruto que había sacado de mi educación era el entender y<br />

saber explicarme medianamente en la lengua francesa; y a esto sólo debo el haberme librado<br />

de la muerte y el que se me minorase el tormento que me habían decretado. Volvieron a<br />

llamarme a la misma choza, donde me dieron a <strong>com</strong>er maíz fermentado y algunas frutas,<br />

engargantándome una mujer la <strong>com</strong>ida por no poderme yo valer de los atados brazos. Supe<br />

después que aquella bárbara era la viuda del salvaje muerto a la cual me destinaron por<br />

marido. Volviéronme a sacar al otro día al mismo anfiteatro, en donde se hallaban todos los<br />

salvajes armados de sus flechas, y tendiéronme en medio sobre el prado, palpitándome el<br />

corazón y creciendo mis mortales bascas viendo hincar en el suelo una estaca, a la cual<br />

amarraron mis pies, haciendo lo mismo de mis manos.<br />

Erízaseme el pelo aún ahora al acordarme de aquel terrible tormento para contarlo.<br />

Hallábame tendido boca arriba, atado de pies y manos, cuando llegó el intérprete a decirme<br />

que si quería juntarme con los de su nación y casarme con la viuda del difunto, se me<br />

ahorraría el tormento de la una mano; pero que en la una de ellas era indispensable por el<br />

hurto <strong>com</strong>etido. Prometí quedar con ellos, hacer cuanto quisiesen y <strong>com</strong>o quisiesen; volví al<br />

llanto y ruegos para que se minorase el tormento, mas no habiendo remisión, aparejáronse los<br />

verdugos para atormentarme. Eran éstos los dos a quienes había robado la canoa. Sentóse uno<br />

de ellos en el suelo junto a mi mano derecha y <strong>com</strong>enzó a tentar la hendidura entre la yema y<br />

la uña con un punzón a manera de escoplo, que al recio golpe que recibió de un guijarro<br />

penetró hasta la raíz de la uña, arrancándomela de cuajo y arrancándome con ella el alma,<br />

dejándome enteramente privado de sentido, de modo que sólo volví en mí algunas horas<br />

después de la ejecución del tormento.<br />

Duróme algunos días el rabioso dolor, pero sané en fin por la eficacia del bálsamo que<br />

<strong>com</strong>ponen ellos, a lo que vi, del jugo de un árbol, quedándome los dedos sanos, aunque sin<br />

uñas <strong>com</strong>o veis, pero escarmentado para no <strong>com</strong>eter más robos. Luego que curé me llevaron<br />

de nuevo a la presencia del cacique, el cual me entregó un carcaj con flechas y me puso un<br />

arco en las manos. Llegóse después la india que me paladeó la <strong>com</strong>ida, a<strong>com</strong>pañada de otras<br />

mujeres, y entregáronmela por mujer. Celebróse el festín con danzas y borrachera, según<br />

tienen de costumbre. Luego que me vi libre rogué al bárbaro que me sirvió de intérprete que<br />

me dijese quién era y cómo había aprendido el francés. Él satisfizo a mi curiosidad en pocas<br />

palabras, contándome que sus padres le sacaron muchachuelo de una ciudad de Francia, cuyo<br />

nombre no se le acordaba, pero a lo que <strong>com</strong>prendí debía ser la Rochela, antes que aquella<br />

ciudad padeciese el saco de los católicos, y que lo llevaron consigo a unos montes apartados<br />

donde vivió con ellos algunos años, hasta que en una correría de bárbaros se vio arrebatado de<br />

sus padres, sin haber sabido más de ellos.<br />

Hícemele amigo y <strong>com</strong>pañero en las cazas y pescas, y aunque la necesidad me hacía<br />

a<strong>com</strong>odar a aquella vida, en mi interior suspiraba por la Europa; y la esperanza de que mi<br />

padre pudiese socorrerme algún día, avivaban más mis ansias para tentar la huida. Iba<br />

maquinando medios para ejecutarla, pero la ignorancia del lugar en que me hallaba y del<br />

camino que había de tomar, no menos que el tormento de las uñas, me lo quitaban de la<br />

cabeza. Mas quiso el cielo depararme un medio, el más extraño que podía yo pensar y que<br />

esperar no podía. Oídlo.<br />

Encontréme una tarde con una india de mi nación en una espesura algo apartada del<br />

rancho y habiéndome sentado junto a ella, <strong>com</strong>encé a solicitarla con caricias y ella a<br />

corresponderme, cuando de repente veo salir de entre unas matas vecinas un hombre vestido<br />

de negro de cabeza a pies, con un gran sombrero y un palo en la mano. La extraña figura, el<br />

lugar y las circunstancias contribuyeron a pasmarme tanto, que no pude levantarme del suelo


en que estaba sentado, aunque me esforzaba con ímpetu. Creílo a primera vista un hechicero,<br />

pero viendo que la india sin conocerlo se había apartado de allí amedrentada también de su<br />

vista, no podía atinar en lo que era. Sosegóme un poco el ademán sumiso y reverente que me<br />

hizo con el cuerpo y manos, encaminándose hacia mí; pero viendo que yo con todo me<br />

levantaba para huir, hízome señal con la mano para que me detuviese. Ya cerca habló en<br />

lengua que no entendía, pero que me pareció la misma que hablaban aquellos bárbaros. Hice<br />

entonces señas a Olura, que así se llamaba la india, que estaba apartada y temerosa, para que<br />

se acercase. Llegada ésta le dice, según pude <strong>com</strong>prender, que desearía hablar al cacique.<br />

Reparando más en su figura vi que llevaba un libro debajo del brazo y que le pendía un<br />

rosario de la cintura, haciéndome venir la idea si sería algún misionero. Se lo pregunto en<br />

lengua francesa y él, no menos alborozado que sorprendido, echándome los brazos al cuello,<br />

me dijo que sí y si yo era francés.<br />

Contéle en breve los funestos accidentes que me habían traído a aquel lugar de cuya<br />

nación poco le podía decir no entendiendo todavía su lengua, pero que en ella se hallaba un<br />

francés, el cual podría darle razón de lo que quisiese. Instóme para que lo a<strong>com</strong>pañase, pues<br />

desearía verse con él. Díjele yo que si quería esperarse iría a llamarlo y que volvería luego<br />

con él. Vino bien en ello y yo encaminéme con Olura para encontrar a Kelkil, que éste era el<br />

nombre del francés. Hallélo en su choza y le cuento lo que había visto; alteróse él un poco y,<br />

habiendo encargado a Olura que callase, se vino conmigo hacia el lugar donde dejamos el<br />

misionero. Era ya tarde y el sol doraba con encendidos rayos los montes desde el horizonte en<br />

que se escondía, cuando llegamos donde estaba puesto de rodillas, las manos alzadas al cielo.<br />

Púsose en pie al oírnos y luego dijo a Kelkil el fin de su venida. Éste <strong>com</strong>enzó a persuadirle<br />

que desistiese de la empresa, la cual tendría seguramente fatales consecuencias. Díjole el<br />

misionero que éstas no lo amedrentaban y que no le harían desistir de su empresa, pues venía<br />

a exponer su vida por el bien de aquella gente.<br />

Yo, que ansiaba dejar aquella vida y que esperaba que la vuelta del misionero podría<br />

servirme de medio, sentía que insistiese en su demanda. Comencé, pues, a decirle que el tentar<br />

una empresa incierta con riesgo de la vida, no me parecía prudencia, pues si llegaba a padecer<br />

la muerte no obtendría el fin por el cual la arriesgaba; que lo más acertado sería que Kelkil<br />

dispusiese antes el ánimo del cacique, prometiéndole algunos dijes europeos a que se<br />

mostraba aficionado, y que él, entretanto, volviendo a su residencia, podría esperar en ella la<br />

respuesta. Kelkil dijo entonces que de ninguna manera; que lo más que podía hacer era callar<br />

y encaminar al misionero hacia el cacique; pero que aquella noche no lo creía acertado.<br />

Esperaré, pues, hasta mañana, dijo el misionero, agradeciendo a Kelkil sus buenas<br />

intenciones; pero que las suyas eran de llevar adelante su empresa, aunque debiese perder la<br />

vida en la demanda, pues para conseguirlo había caminado tanto y padecido muchos trabajos.<br />

¿Tanto camino?, dije yo entonces; ¿pues de dónde venís? De Quebec, me responde; y al<br />

oírlo sobresaltóseme el corazón. Quise entonces informarme de él si se había sabido en la<br />

ciudad la muerte de la mujer de un soldado de nación inglés. Díjome que sí, y que se había<br />

encontrado su cadáver por accidente, ya medio corrompido, en un bosque algo distante de la<br />

ciudad, y que faltando su marido John Bridge, le atribuían el delito. El caso es, me añadió...<br />

¿Cómo?, interrumpió Hardyl, ¿John Bridge os llamáis? ¿Hijo, por ventura, de Pablo Bridge?<br />

Así es, dijo el mozo, ¿pues qué, conocéis a mi padre? No, no; pasad adelante, oí nombrarlo;<br />

no os detengáis. El caso es, pues, me añadió, continuó a decir el mozo, que poco después de<br />

su desaparición, publicó un mercader que había recibido una cédula de cambio de tres mil<br />

libras esterlinas que se le habían de entregar.<br />

A tal noticia no pude contener las lágrimas, maldiciendo de mis malas inclinaciones que<br />

me habían arrastrado a mi perdición. Mirábame sorprendido el misionero, sospechando por la<br />

relación que le hice y por mis lamentos que yo debía ser ese inglés; y así me dijo: ¿Pues qué,


seréis vos por ventura ese infeliz John Bridge? Yo, yo soy, le respondí con lágrimas, el que de<br />

delito en delito he venido a ser el hombre más aborrecido del cielo y de la tierra. Porque, ¿a<br />

dónde iré que no deba temer el castigo de Dios y de los hombres? Procuró consolarme el<br />

misionero, diciéndome que si vivía disgustado con aquella vida, podía ir a la Virginia o a la<br />

Pensilvania, para donde aquel mismo río me serviría de guía y de conductor, pues iba a unirse<br />

con el Delaware. Bendito sea mil veces aquel nuncio del cielo, pues voces celestiales me<br />

parecieron las suyas, que inundaron mi pecho de indecible consuelo y que me incitaban a<br />

dejar al instante aquel lugar e irme a la Pensilvania. Roguéle me dijese su nombre, pues lo<br />

quería llevar impreso en la memoria y corazón para darle pruebas de mi reconocimiento en<br />

caso que la fortuna me repusiese en mi antiguo estado, hallándola él también propicia en su<br />

empresa. Díjome que se llamaba Juan Brebeuf y que el reconocimiento mayor que de mí<br />

deseaba era que me aprovechase de mis desgracias.<br />

Agradecíle su buen ánimo y, no pudiendo resistir a los impulsos violentos que me dejó la<br />

noticia de que aquel río me serviría de conductor para ir a la Pensilvania, deseándole un éxito<br />

feliz en su misión a la cual yo no podía contribuir, me despedí de él y de Kelkil, y dando un<br />

eterno saludo a Penca mi segunda mujer, me encaminé río abajo con cuanta priesa podía<br />

darme a la luz clara de la luna, que estaba en su mayor lleno.<br />

¿Para qué queréis que os cuente las menudas relaciones de los trabajos y desdichas que<br />

padecí, los encuentros con fieras y con otros bárbaros y la hambre que me atormentó durante<br />

mi infeliz viaje? Os baste cuanto habéis oído para que veáis las funestas consecuencias que<br />

tuvo la cólera no refrenada y la venganza que tomé del hijo del lord Ut... <strong>com</strong>o os dije. Creí<br />

acabados mis trabajos una mañana al descubrir unos europeos que contrataban con bárbaros la<br />

<strong>com</strong>pra de algunos fajos de pieles. Arrojéme a sus pies implorando su piedad, diciéndoles mi<br />

nombre y los trabajos que había padecido. Ellos a la verdad me socorrieron, pero me<br />

remitieron a Filadelfia, donde podía emplear mi industria. Comencé a molestar aquí estos<br />

ciudadanos pidiéndoles limosna, pero el rostro y ademanes de los más caritativos parece me<br />

decían no convenirme aquel oficio de holgazán. Ofrecíme a varios por criado, pero no<br />

teniendo otra re<strong>com</strong>endación que mis trabajos, ni otra habilidad que la de contar mis miserias,<br />

todos me han desechado, hasta que la fortuna me hizo encontrar con vos...<br />

Hardyl, que temía no se le escapase algún indicio del concierto sobre Eusebio, lo<br />

interrumpió, diciéndole: Me habéis dado justo motivo para remediar vuestra desgracia; tomad<br />

entre tanto esta guinea y mañana volved, pues espero poder ayudaros con más generoso<br />

socorro. Saltábale el alma por los ojos a John Bridge, no sólo por la guinea que veía en sus<br />

manos, sino también por la mayor esperanza que le hizo concebir de mayor largueza; y<br />

dándole muchas gracias con vivas demostraciones, se despidió de él y de Eusebio.<br />

Sentíase éste conmovido de la relación de John Bridge y quisiera satisfacer, <strong>com</strong>o hizo<br />

Hardyl, a los impulsos de su <strong>com</strong>pasión, dándole los reales que Susana le había entregado por<br />

los cestos, mas no atreviéndose a ejecutarlo sin el consentimiento de su maestro, propúsoselo<br />

poco después que John Bridge salió de la tienda. Hardyl le alabó su buena intención, la cual,<br />

dándole motivo para instruirlo en la verdadera caridad <strong>com</strong>o también para prevenirlo de los<br />

engaños que ésta puede padecer, le dijo: Has oído, hijo mío, la historia de ese miserable, a la<br />

verdad ella lleva visos de verídica, pero también puede ser muy bien fingida, pues de otras<br />

relaciones que llevaban toda la apariencia de verdaderas, he visto ir cargados otros holgazanes<br />

y falsarios, con que engañaban personas honradas y piadosas, las cuales probaron al fin los<br />

funestos efectos de su crédula y fácil <strong>com</strong>pasión, ya en robos, o en otros daños y perjuicios de<br />

la paz de sus familias.<br />

Verdad es que un buen corazón padece dejando de satisfacer a los impulsos de su piedad,<br />

pero quien atiende al daño que no sólo puede acarrear a la sociedad, sí al mismo que nos


excita la <strong>com</strong>pasión la demasiada facilidad en socorrerla, se servirá de este motivo para<br />

refrenarla a pesar suyo, dejando de fomentar con ella la desidia o la mala inclinación de los<br />

que huyendo del trabajo se van vagando por el mundo antes que emplear su industria o su<br />

talento en bien propio o de su nación. Ni te sirva de ejemplo la guinea que entregué a John<br />

Bridge, pues yo puedo tener otros motivos justos, <strong>com</strong>o los tengo, para socorrerle. Mas ya que<br />

éste queda asistido y tú te sientes en voluntad de ejercitar tu <strong>com</strong>pasión con esos reales, te<br />

puedo conducir a sitio en donde puedes emplearlos con mayor satisfacción. Y gustando<br />

Hardyl de que Eusebio le instase para que lo llevase a ese lugar, condescendió finalmente,<br />

arrimando el trabajo que habían <strong>com</strong>enzado, y haciéndole tomar el sombrero, salieron de casa.<br />

Estando ya en la calle ven venir a Henrique Myden que se encaminaba a su tienda, <strong>com</strong>o<br />

lo solía hacer frecuentemente. Hardyl lo espera, y dícele que llegaba muy oportunamente para<br />

ayudar a Eusebio a socorrer a un infeliz que se hallaba en gran necesidad. Aceptó de buena<br />

gana el partido Henrique Myden y fueron todos juntos a la casa donde Hardyl los conducía.<br />

Vivía en ella un joven francés carpintero de oficio, el cual había un año que lo tenía postrado<br />

en la cama una llaga cancerada que no le dejaba ganar el sustento para sí, su mujer y dos<br />

hijitos que tenía, de los cuales el uno era también enfermizo <strong>com</strong>o su padre. Había prevenido<br />

Hardyl de estas circunstancias a Henrique Myden durante el camino, pero queriéndole hablar<br />

aparte sin que Eusebio lo oyese, luego que llegaron a la puerta de la casa tomó el pretexto de<br />

hacer subir a Eusebio para que entregase sus reales al enfermo, haciendo seña a Henrique<br />

Myden para que se quedase. Entonces éste, echando mano de su bolsillo en que llevaba<br />

algunas guineas, se lo entregó a Eusebio diciéndole que pusiese en él sus reales y se lo<br />

entregase al enfermo.<br />

Subido Eusebio, contó Hardyl a Henrique Myden lo que había pasado sobre el concierto<br />

con John Bridge y el modo cómo Eusebio había sufrido su injuria. Diole también noticia de<br />

este joven inglés, cuya rica familia había él conocido en Londres, necesitando hacerse suma<br />

violencia para no descubrírsele; pero que queriendo favorecer al mozo, necesitaba de<br />

cincuenta guineas aquella misma noche, rogándole se las enviase. Myden le dijo que<br />

apreciaba más aquella confianza que usaba con él de lo que admiró su desinterés cuando<br />

rehusó las que en nombre de Eusebio le quería hacer entregar, y que aquella misma noche las<br />

tendría sin falta. Sin más detenerse subieron a la estancia del enfermo, que estaba en un<br />

desván de la casa que los dueños de ella la habían alquilado. Estaban casualmente marido y<br />

mujer aliviando el exceso de su miseria y necesidad con expresiones amorosas antes que<br />

Eusebio llegase. Pedro Robert especialmente, que así se llamaba el enfermo, penetrado en su<br />

miserable estado de la incansable paciencia que le prestaba su joven mujer Mally, y del<br />

sentimiento de haberle dicho ésta que se hallaban sin un bocado de pan para aquel día. ¡Oh<br />

cielos!, decía, ¿será posible que nos olvide hoy Hardyl? No, Mally, no es posible, si no vino<br />

todavía, vendrá; en todo lance podéis ir a veros con él, pues sabéis que hoy es el día en que<br />

suele dividir con nosotros su ganancia. ¡Oh Dios! ¡Qué alma aquella! ¡Ah! No lo dudes, él<br />

vendrá, o algún motivo grave debe impedirle la venida. El sabe las penas que sufro, no tanto<br />

por mi mal, cuanto porque soy causa que vos, pobre y adorable Mally, llevéis una vida tan<br />

desdichada.<br />

Ella le respondía: ¿Para qué queréis acrecentar vuestro dolor y el mío buscando siempre<br />

razones de fomentarlos? Sea castigo, sea voluntad del cielo, ¿no vale más que le sometamos<br />

con resignación nuestros sentimientos, que no irritar a éstos y nuestras penas con buscadas<br />

razones? El mal que vos padecéis, ¿no pudiera padecerlo yo, y entonces vuestro amor no me<br />

prestaría la asistencia y ayuda que os debo? ¡Oh cielos!, exclamaba Robert, ¡oh adorable amor<br />

mío! En mi suma miseria, postrado en esta cama, ¿cómo puedo daros demostración digna de<br />

tan santos sentimientos? Permitidme el consuelo de exprimir en esa respetable mano, antes<br />

con mi tierno llanto que con los labios, el digno reconocimiento que vuestra virtud excita.<br />

Aplicaba sus labios Robert a la mano de la joven Mally cuando Eusebio, llevado de sus ansias


<strong>com</strong>pasivas, subía corriendo la escalera, <strong>com</strong>o si temiese que Hardyl y Henrique Myden se<br />

llevasen las albricias. Al ruido, creyendo Robert que fuese Hardyl, aprieta la mano a su mujer,<br />

diciéndola: Helo aquí, helo aquí. Mally se encamina a la puerta para recibirlo, pero en vez de<br />

Hardyl ve a un muchacho a quien no conocía y que le pregunta por Pedro Robert. Aquí está,<br />

le dice, aquí está. Y dándole entrada se llega Eusebio a la cama de Robert, el cual no sabía<br />

qué pensar de aquel muchacho que medio confuso le entrega el bolsillo que llevaba en la<br />

mano, diciéndole: Tomad esto que me han entregado para vos.<br />

Recibe Robert el bolsillo, y al tiempo que lo abría le pregunta quién era el que se lo había<br />

entregado. Pero no dándole el confuso Eusebio respuesta, continuó el enfermo en abrirlo para<br />

ver lo que contenía; y descubriendo monedas de oro, sin pasar adelante a contarlas, lo alarga a<br />

Mally, diciéndole: Ahí tenéis, el cielo se <strong>com</strong>padece de nosotros. Y volviéndose a Eusebio, le<br />

pregunta otra vez quién era el bienhechor. Eusebio se sonrió, sonroseado un poco, sin darle<br />

otra respuesta. Mally, que también descubrió oro en el bolsillo, apartó de él sus ojos<br />

alborozados y enternecidos para ponerlos en aquel modesto muchacho que se sonreía sin dar<br />

respuesta a la pregunta de su marido; lo reputa entonces en el fervor de su exaltado<br />

agradecimiento <strong>com</strong>o si fuera nuncio del cielo, y <strong>com</strong>o a tal se le arrodilla, pidiéndole la mano<br />

para besársela y obligando al hijito pequeño que tenía de la mano para que también se le<br />

arrodillase.<br />

A la humilde postura del niño de rodillas con las manos juntas y al tierno llanto de la<br />

madre que le pedía la mano para besársela, Eusebio no resiste y <strong>com</strong>ienza a llorar en acto de<br />

evadir las demostraciones de Mally; y en esta postura los hallaron llorando Henrique Myden y<br />

Hardyl cuando entraban en la estancia. El buen Henrique Myden, que estaba muy ajeno de ver<br />

aquel tierno espectáculo, realzado de la suma pobreza de la estancia y del tierno llanto de<br />

Eusebio, no puede tampoco contener el suyo; mucho menos el enfermo a quien más que a<br />

todos tocaba aquella demostración. Los niños, que no podían <strong>com</strong>prender la fuerza de<br />

aquellos dulces lloros, viendo llorar a sus padres, se ponen también a llorar. ¡Oh disipadores<br />

de vuestras haciendas! Volved, si podéis, los ojos a este tierno espectáculo y prestad vuestros<br />

corazones al puro y santo gozo de que os priváis y de que priváis a tantos dignos<br />

menesterosos que bendecirían vuestro nombre si se viesen socorridos de los desperdicios de<br />

vuestra disipación.<br />

Hardyl se había llegado a la cabecera del enfermo, el cual, volviendo a él su enternecido<br />

rostro: ¡Ah!, le dijo, bien echo de ver la santa mano que me socorre. El cielo remunere a<br />

medida de mi reconocimiento vuestros piadosos oficios, no menos que la generosidad de esos<br />

señores que se dignaron echar el colmo a su beneficencia. La joven Mally Robert prorrumpía<br />

llorando en otras mayores exclamaciones caracterizadas del agradecimiento en su miseria, del<br />

amor a su marido y de los sentimientos de su virtud. Henrique Myden no sabía qué postura<br />

tomar para disimular sus lágrimas. Conociólo Hardyl y, después de haber exhortado al<br />

enfermo a sufrir con fortaleza sus trabajos y enfermedad, despidióse de él y de Mally que los<br />

a<strong>com</strong>pañó con sus tiernas demostraciones.<br />

Ya en la calle dice Henrique Myden a Hardyl que jamás había probado tan dulce y pura<br />

satisfacción en el empleo de su dinero, cuanto la que sentía en haber socorrido aquella familia,<br />

y que por lo mismo debía agradecerle los suaves sentimientos que le había hecho probar,<br />

proporcionándole la ocasión de tan buena obra. Añadióle que iba en derechura a su casa para<br />

enviarle las cincuenta guineas y se despidió de él y de Eusebio. Volvieron éstos a su tienda<br />

para emplear lo que les quedaba de la tarde en su trabajo. Ocupados ya en él, Hardyl hizo<br />

recaer la conversación sobre el enfermo, diciendo a Eusebio: ¿Hubieras jamás imaginado que<br />

ese enfermo que acabas de ver en tanta miseria y necesidad, y empleado en hacer el<br />

carpintero, fuese de una ilustre familia de Francia? ¿Quién lo pudiera imaginar?, dijo Eusebio.<br />

¿Y cómo es que se halla reducido a tanta miseria? La causa es, dijo Hardyl, porque su padre


quiso antes desamparar su patria que la religión de Calvino que profesaba y que era<br />

perseguida en Francia; y queriendo ejercitarla libremente, resolvió vender sus haciendas y<br />

retirarse a Filadelfia, <strong>com</strong>o lo ejecutó; pero en muy diverso estado que el que pensaba, porque<br />

habiéndose embarcado con todas sus riquezas, encontróse el bastimento en que iba con un<br />

navío superior, cuyo capitán creyó lícito despojar a todos los que allí había de sus caudales,<br />

dejándolos proseguir sin ellos su camino.<br />

Así llegó el padre de Robert a esta ciudad pobre e infeliz, de rico y noble que antes era; y<br />

aunque se vio socorrido de muchos cuáqueros <strong>com</strong>padecidos de su miserable estado, pero<br />

siendo muy numerosa su familia, viose precisado a dar a sus hijos oficios de artesanos para<br />

que se pudiesen ganar el sustento. Escogió Pedro Robert el de carpintero y en pocos años<br />

pasóse a maestro por su talento y habilidad, con la cual ganaba muy decente mantenimiento;<br />

pero la suerte ha querido acabar de descargar en él los golpes de su rigor, haciéndole también<br />

apurar las heces del vaso de su amargura. Ves, hijo mío, cómo va el mundo y cuánto le es al<br />

hombre necesario estar prevenido y fortalecido de los buenos sentimientos de la virtud, para<br />

no dejarse lisonjear del favor de la fortuna y de sus bienes inciertos, los cuales da y quita a su<br />

antojo cuando el hombre menos piensa. Pero el mundo te dará sobrados ejemplos de esto<br />

mismo, que suplirán a cuanto yo te pueda decir.<br />

Volvamos a Pedro Robert y al llanto que vi asomado a tus ojos cuando su buena mujer se<br />

echó a tus pies; y aunque no dudo que hayas tenido ocasión para dar el justo empleo a la<br />

piedad, con todo, no sé si deba temer que el tierno sentimiento que manifestaste se mezclase<br />

con algún resabio de vanidad. ¿Qué te parece? Si lo tuve, dijo Eusebio, yo no sé explicarlo.<br />

Pudiera haber sentido tu corazón, continuó a decir Hardyl, cierta <strong>com</strong>placencia de merecer el<br />

respeto y humildes demostraciones de aquella buena gente por reconocerte superior a ella, y si<br />

entonces te dejaste llevar de esta vana <strong>com</strong>placencia tan natural a la ambición, tu piedad<br />

desmereció parte de aquel puro y celestial consuelo que prueba el alma cuando hace el bien<br />

porque lo es y no para ser tenido en algo. Si este bajo sentimiento llega jamás a levantar<br />

cabeza en tu pecho, sofócalo, hijo mío, para dejar libre campo a la noble y severa<br />

generosidad, que desdeña mezclarse con los ruines sentimientos de la altanería.<br />

Diciendo esto llegó el criado de Henrique Myden con las cincuenta guineas y con<br />

algunos bizcochos que Susana enviaba a Eusebio. Estaba sobrado fresca la memoria de la<br />

miseria de Robert y de sus hijos en el corazón de Eusebio, para dejar de decir a Hardyl el<br />

consuelo que tendría en enviar aquel regalo a los hijos del enfermo, pudiéndoles servir de<br />

provechoso alimento, y así se lo dijo. Hardyl condescendió con sus buenos deseos, y juntando<br />

la mayor parte de los bizcochos en un cestillo, se lo entregó a un criado, rogándole lo llevase a<br />

casa de Robert, dándole las señas de ella. Partido el criado continuaron su trabajo hasta que<br />

miss los llamó a cenar.<br />

Al otro día no tardó a <strong>com</strong>parecer John Bridge en la tienda. Habían desaparecido de su<br />

rostro los tristes indicios de la miseria y de la desesperación y en vez de ellos el júbilo y la<br />

esperanza tenían su aspecto de respetuoso despejo, ofreciéndose a servir a su bienhechor en<br />

todo lo que quisiera mandarle. Hardyl había ya empezado su trabajo; hízolo sentar junto a sí<br />

después de haberle agradecido su oferta y para que el favor que le iba a hacer fuese a lo<br />

menos a<strong>com</strong>pañado con buenos consejos, le preguntó si los trabajos y miserias padecidas<br />

habían convencido su ánimo de la necesidad que tiene el hombre de moderar sus pasiones. Yo<br />

a lo menos deseara por vuestro bien mismo que sacarais de tantas penas este provecho. Os<br />

agradezco de nuevo, respondióle John Bridge, el caritativo interés que mostráis tomar en mi<br />

provecho, mucho más después que mostrasteis por obra el que tomasteis por mi estado<br />

miserable. A la verdad a par de vos ansiaría que tantas desventuras me sirviesen de enmienda<br />

para en adelante; pero si mal no conozco mi interior, nada me puedo prometer de los impulsos<br />

de mi genio ardiente y vindicativo. Ahora ya tarde veo los efectos perniciosos de la


condescendencia de los padres para con sus hijos, especialmente con aquellos que por mala<br />

suerte obtuvieron una <strong>com</strong>plexión colérica y pertinaz. Pues aunque estas pasiones son muy<br />

difíciles de sofocar en una alma fogosa y de perversa condición, con todo, me parece que<br />

siendo tiernas pudieran sufrir algún freno para no dejarlas tomar tantas fuerzas <strong>com</strong>o las que<br />

adquieren cuando se dejan a su valía.<br />

Por esto no puedo menos de alabar la educación que dais a vuestro hijo Eusebio; y<br />

aunque a primera vista no pude <strong>com</strong>prender vuestra intención acerca de la injuria que me<br />

pedisteis le hiciese, os aseguro que después me hube de esforzar para ejecutarla y para decirle<br />

lo que le dije, no pudiendo dejar de notar sus refrenados movimientos. Y éste será para mí (os<br />

lo digo <strong>com</strong>o lo siento) la mejor instrucción que espero tener en mi vida. Si así es, dijo<br />

Hardyl, serán superfluos ulteriores consejos, pero para estos solos no os llamé; antes bien<br />

deseo favoreceros poniéndoos en estado de poder ser socorrido de vuestro padre, puesto que<br />

no recibisteis de su educación ninguna habilidad para emplear vuestra industria y talento en<br />

un país que no sufre los ociosos. A este fin quiero proponeros si gustaríais de ir al Havre, para<br />

donde debe partir cuanto antes un bastimento. ¿Y cómo queréis, dijo John Bridge, que<br />

emprenda ese viaje con la sola guinea que de vos recibí? Y ésta no entera, pues ayer noche<br />

debí pagar con ella mi cena y alojamiento, y esta mañana la sangría que veis y de la cual<br />

sumamente necesitaba.<br />

Sacando entonces Hardyl de la faldriquera las cincuenta guineas se las entregó,<br />

diciéndole: Con éstas bien podréis hacer ese viaje holgadamente; recibidlas de la piedad de un<br />

cuáquero que por mi medio con ellas os socorre, y que de vos no desea otra obligación que la<br />

de que os sepáis aprovechar de vuestras desgracias. Suspenso y atónito quedaba John Bridge<br />

con la mano alargada con que había recibido el bolsillo, mirando a Hardyl, el cual sin más<br />

ceremonias había vuelto a emprender su trabajo; y volviendo también en sí Bridge de su<br />

pasmado alborozo al verse con tanto dinero, inclinóse para besar la mano benéfica que tan<br />

generosamente le había socorrido, exprimiendo con vivas demostraciones los sentimientos de<br />

su gratitud. Hardyl se lo prohibió levantándose del asiento con el pretexto de tomar un fajo de<br />

juncos, y de hecho para evitar su insistencia en quererle besar la mano, dándole priesa para<br />

que fuese a verse con el capitán que estaba para partir, a quien, dijo, procuraría también de<br />

re<strong>com</strong>endarlo. Conociendo John Bridge el noble desinterés del alma grande de aquel cestero,<br />

acortó con mortificación sus expresiones, yéndose no menos lleno de admiración de que un<br />

pobre artesano <strong>com</strong>o Hardyl, parecía, le hubiese alargado un socorro cual no pudiera esperar,<br />

en las circunstancias en que se hallaba, del mayor lord de Inglaterra.<br />

Poco después de haber partido Bridge, bajó Eusebio a la tienda a dar su lección<br />

acostumbrada. Era ésta el capítulo en que dice Epicteto: «El sosiego del espíritu se debe<br />

preferir a todas las demás cosas; pero para alcanzarlo es menester que te ensayes desde luego<br />

en las cosas pequeñas, <strong>com</strong>o por ejemplo, si se te derrama el aceite o el vino de tu bodega, di<br />

en ti mismo sin inquietarte: a este precio se <strong>com</strong>pra la tranquilidad».<br />

He aquí, hijo mío, un medio al parecer difícil, pero muy oportuno para <strong>com</strong>enzar a<br />

reprimir los sentimientos coléricos y para hacernos dueños poco a poco de esta pasión.<br />

Apenas hay alguno que no se altere y enoje cuando le sucede una de estas desgracias caseras o<br />

cuando <strong>com</strong>eten alguna falta sus hijos o sus criados. Paréceles que el dueñazgo y señorío los<br />

autoriza para enojarse, imaginándose que su casero imperio se establece mejor sobre los<br />

ultrajes coléricos que sobre la mesura de una modesta corrección. Los mismos padres no<br />

saben reprender a sus hijos si no lo hacen con todas las demostraciones de enojo y de ira<br />

encendida, dándoles motivos de imitarlos en ella pretendiéndolos corregir. Mas a nosotros no<br />

nos toca mirar lo que los otros hacen, sino atender a conseguir la moderación que Epicteto nos<br />

aconseja, <strong>com</strong>enzando por estos accidentes que a cada paso se nos ofrecen. No hay duda que<br />

es sensible cualquiera de estas pequeñas desgracias; pero, ¿cuánto más dulce es la satisfacción


que saca el alma del sentimiento refrenado con que se sobrepone ella a esas bajezas? ¿Cuánto<br />

se fortalece con tal vencimiento para las desgracias mayores? Sensible es a un corazón<br />

pequeño que se quiebre el vidrio o el barro; pero, ¿por ventura les volverá su entereza el enojo<br />

y la desazón...?<br />

Un recio golpe en la sala rompe el discurso de Hardyl. Envía a Eusebio para que se<br />

informe de la causa. Va Eusebio y vuelve precipitadamente pálido y acezando, todo asustado,<br />

pudiendo apenas proferir que la pobre miss estaba tendida en el suelo sin haberle respondido a<br />

las dos veces que la había llamado. Sube Hardyl, y hallándola del modo que le había dicho<br />

Eusebio, procura levantarla de los brazos; mas ella no daba señal de vida. A<strong>com</strong>ódale una<br />

almohada bajo la cabeza y dice a Eusebio se quede allí mientras él va en busca del médico y<br />

cirujano. Eusebio, creyéndola difunta, se deja apoderar del miedo y aunque no osaba<br />

manifestárselo a Hardyl, íbale detrás siguiéndole todos los pasos en cuanto hacía, hasta tomar<br />

tras él la escalera. Échalo de ver Hardyl, y volviéndose muy serio le pregunta que a dónde iba.<br />

Eusebio le responde que bajaba a la tienda en donde le esperaría. Conoció Hardyl su temor,<br />

pero no quiso violentarlo importunamente; antes bien, condescendiendo en silencio a un<br />

efecto tan natural a un muchacho, lo dejó seguir. Mas no pudiendo tampoco Eusebio quedar<br />

solo en la tienda, sale fuera del umbral para esperar allí a su maestro.<br />

No tardó mucho a volver Hardyl con el médico y cirujano, a quienes la pobre miss había<br />

ya dispensado de recetas y sangrías, habiendo fallecido. El médico, viendo inútil su ciencia<br />

con los difuntos, se despidió; pero el cirujano quedó allí de pies junto al cadáver; y aunque el<br />

aspecto de miss era horrible, afeándolo más la calva amoratada, perdida la toca del golpe de la<br />

caída y con la lengua fuera, <strong>com</strong>o de agarrotado, continuó con todo a contemplarla con<br />

afectado silencio. Rompiólo finalmente preguntando a Hardyl si había muchos años que<br />

aquella mujer le servía. Ocho años son cumplidos, le responde Hardyl. Tiempo cabal, dice el<br />

cirujano, que mi madre desapareció de casa por un grave disgusto que la di, sin haber podido<br />

tener más noticia de ella desde entonces; y en sus facciones, aunque desfiguradas, me parece<br />

reconocerla. Decid por vida vuestra: ¿Llamábase Rimbol? Y confirmándoselo Hardyl,<br />

exclamó el cirujano arrojándose de rodillas: ¡Oh amada madre, qué fatal accidente me trae a<br />

reconoceros en el funesto momento en que no podéis ya recibir ninguna prueba de mi sincero<br />

arrepentimiento y del desengaño de mi ciego amor, al cual vuestros consejos tan justamente se<br />

oponían! ¡Ah! Vuestra paciencia y sufrimiento hallaron sin duda la justa re<strong>com</strong>pensa con<br />

eterno descanso; mas mis males, tristes efectos de una pasión desordenada, ¿cómo podrán<br />

tener fin procediendo de la deshonra y del cruel engaño de la desleal Clarise, sola causa de<br />

nuestra dolorosa separación?<br />

En estas y otras exclamaciones prorrumpía el cirujano a los pies de la difunta, cuando de<br />

repente serenado el rostro, le pregunta a Hardyl si su madre había hecho testamento y si sabía<br />

que hubiese traído consigo algunos papeles y dinero.<br />

Hardyl, sorprendido de su repentina mudanza y de su pregunta, lo estuvo mirando un<br />

poco en silencio; luego le dijo que el dolor que había manifestado en el reconocimiento de su<br />

madre, pudiera haberle hecho creer que fuese hijo suyo, pero que también extrañaba que la<br />

mira del interés hubiese acabado tan presto con su dolor, antes de pensar en dar orden en su<br />

entierro y exequias. Que en cuanto a su pregunta no podía darle respuesta, ignorando que<br />

aquella mujer hubiese traído consigo ni papeles ni dinero. ¿Tendrá por lo menos, volvió a<br />

preguntar el cirujano, de repuesto el salario de tantos años de servicio? Yo sé sólo, dijo<br />

Hardyl, habérselo pagado puntualmente; pero jamás le pedí cuenta de lo suyo. Mostradme,<br />

con todo, su estancia, continuó el cirujano, y fiaos de mí, pues <strong>com</strong>o a su legítimo heredero<br />

todo me pertenece. O bien, si queréis que echemos barra, dadme treinta guineas, <strong>com</strong>o disteis<br />

sin tanta razón las cincuenta a John Bridge, y hago fecha a mi herencia y cruz doblada.


Hardyl quedó sorprendido al oír las guineas dadas a John Bridge, pero sin manifestarle su<br />

sorpresa le dijo que no debía saber si con razón o sin ella había dado las guineas a John<br />

Bridge; pero que jamás la tendría para darle sin motivo las treinta que le pedía; que bien sí le<br />

entregaría todo lo que hubiese pertenecido a miss Rimbol cuando le mostrase ser él su<br />

legítimo heredero, pues aunque lo tenía por hombre honrado, podía padecer engaño en<br />

reconocer la difunta y podía tener otros hermanos que viniesen <strong>com</strong>o él a requerir sus trastos.<br />

El cirujano, que veía que le iban a salir fallidos sus embustes, lleva muy a mal la modesta<br />

integridad de Hardyl, y levantando la voz, pretendiendo amedrentarlo, le dijo en tono de<br />

amenaza que su palabra sólo debía servirle de legalidad y que sobre ella quería ser atendido,<br />

pues de otro modo se tomaría la libertad que le negaba su descarada resistencia. Debió llamar<br />

Hardyl en su defensa la moderación y, sin alterarse, le dijo: A la verdad se me cae la cara de<br />

vergüenza viendo vuestro desatento proceder a vista del cadáver de la que habéis llorado por<br />

madre; y aunque en mi casa propia pudiera vedaros que os toméis tal libertad, con todo quiero<br />

ceder de mis justos derechos para dar fin a tan ruin contienda. Ahí tenéis la estancia que<br />

habitaba esa mujer: id a reconocerla y satisfaced a vuestro grado vuestra codicia. Eh, amigo,<br />

dijo entonces el cirujano, a otro perro con ese hueso; no fuerais tan liberal si no tuvierais de<br />

repuesto y a buen recaudo lo que me debe venir; pero a mis barbas no se les echa el gato tan<br />

aínas, veremos quién de los dos sabrá mejor llevarlo al agua. Y dicho esto, tomando a largos<br />

pasos la escalera con aire atrevido y colérico, desapareció.<br />

Hardyl quedó cortado y suspenso sin saber lo que le pasaba; y aunque <strong>com</strong>enzó a dar<br />

vueltas por la sala pensando el caso, no podía atinar en la intención del cirujano, aunque<br />

conocía su picardía. Llegóse finalmente a Eusebio, que estaba arrimado a la ventana del<br />

huerto, vueltas las espaldas a la sala para no ver el cadáver, y díjole: ¿Qué te parece, Eusebio,<br />

del proceder de ese hombre? Yo me alegro que hayas sido testigo del hecho para que por él<br />

<strong>com</strong>iences a conocer los hombres, con quienes necesariamente has de vivir. Extrañarás que<br />

por cuatro andrajos se haya desmandado conmigo ese cirujano; pero por menos interés he<br />

visto darse la muerte dos hombres y herirse dos hermanos por el repartimiento de una manda<br />

muy escasa; y así temo que nos quiera dar que entender ese desdichado; mas en nuestra mano<br />

está el armarnos de moderación y de constancia contra todo lo que pudiese intentar.<br />

Comencemos entre tanto a ejercitar nuestro piadoso reconocimiento con la difunta miss, que<br />

con tanto cuidado nos ha servido, y vamos a dar orden en su entierro.<br />

Con este fin bajaba las escaleras al tiempo que Henrique Myden las subía, informado en<br />

la calle de la muerte repentina de miss Rimbol. Cuéntale Hardyl lo sucedido con el cirujano y<br />

le pide consejo sobre lo que debía hacer. Herinque Myden le aconseja no se mueva de casa<br />

por si acaso volvía el cirujano y que él entre tanto iría a dar orden sobre el entierro y a<br />

informarse de las pretensiones que podía tener aquel hombre atrevido; y dicho esto se fue<br />

inmediatamente. Hardyl dijo entonces a Eusebio: Ya que la bondad de vuestro padre nos<br />

ahorra estos pasos, vamos a continuar nuestro trabajo, que hoy la lección moral la deberemos<br />

tener por práctica. En la continuación de su trabajo encarecía Hardyl a Eusebio la gran malicia<br />

de los hombres y la precaución que debía tener para tratar con ellos. ¿Qué importa, le decía,<br />

que el hombre sea bueno en sí, según pretenden, si se deja pervertir de sus pasiones y del mal<br />

ejemplo? Verdad es que por mucha circunspección que guardemos, tarde o presto llegamos a<br />

ser juguete de la malicia de otro; pero lo será menos veces el que desconfía del ajeno proceder<br />

y el que lleva siempre por guardia la moderación, la cual hará menos sensible el mal que<br />

recibiere.<br />

Esta precaución, hijo mío, es tanto más necesaria a quien profesa la virtud, por cuanto<br />

aquellos que echan de ver la bondad de otro, se creen por lo mismo en más fácil derecho de<br />

abusar de su desinteresada conducta con sus finas supercherías; pero por ser buenos no hemos<br />

de ser por eso simples y sandios. Tiene también sus derechos la virtud, la cual usa de ellos sin


vileza. Defiende el bien que posee, mientras puede defenderlo sin menoscabo de la modestia y<br />

de la moderación. Estas armas opone a la violencia; y si con ellas no puede contrastarla, cede<br />

para sobreponerse con constancia al mal que no puede evitar, poniéndolo en el número de<br />

aquellos accidentes inevitables a la humanidad, <strong>com</strong>o son el daño que uno recibe de una<br />

caída, o la herida con el cuchillo que maneja, con que se hiere cuando menos piensa. Me<br />

aprovecha mucho esta consideración para templar la desazón de la desconfianza y de la<br />

vigilancia de guardarnos de los otros hombres para no ir siempre con la barba sobre el<br />

hombro. Asentada una prudente reserva por principio, dejo lo demás a la moderación.<br />

También contrapesa aquella reflexión misma al odio y enemistad que debe nacer de la misma<br />

desconfianza, especialmente para con aquellos que a las claras nos causan algún daño, o nos<br />

ofenden, mirándolos <strong>com</strong>o a la piedra con que tropezamos caminando, o <strong>com</strong>o al cuchillo con<br />

que nos herimos. Porque, ¿cuál es el provecho que yo saco de aborrecer a quien me dañó? Yo<br />

no veo otro sino añadir al mal recibido el de la desazón que me causo a mí mismo con el odio<br />

y con el rencor que debo fomentar; lo que lleva siempre al ánimo inquieto y desasosegado.<br />

Así, para no ser sobre paciente apaleado, <strong>com</strong>o dicen, procuro trocar el odio y rencor en<br />

<strong>com</strong>pasión de aquel que me daña y en desprecio tal vez, si es que merece ser antes<br />

despreciado que <strong>com</strong>padecido. Todo esto, hijo mío, no lo digo para ti sólo, pues también yo<br />

necesito de estas reflexiones para estar sobre mí, mucho más ahora en que parece que ese<br />

cirujano nos amaga algún golpe; pero si ha de venir, venga en hora buena; pues estando ya<br />

prevenido, no sé por qué lo deba temer. Cogiólos en estos discursos la llegada de los que<br />

debían de llevar el cadáver y de los vecinos que querían a<strong>com</strong>pañarlo. Puesto en las andas y<br />

hechas las debidas ceremonias, bajáronlo a la tienda de donde, estando para moverle, llegan<br />

los alguaciles y vedan tocar el féretro si el dueño de la casa no deposita en sus manos<br />

cincuenta guineas. Hardyl dijo al juez que no encontrándose con aquella cantidad a mano, no<br />

podía satisfacer a la demanda por dos razones; pero que siendo suya la casa, la ofrecía por<br />

fianza.<br />

El juez, teniendo órdenes rigurosas del gobernador, vino bien por respeto del entierro en<br />

aceptar la casa por fianza; pero tras el cadáver hizo salir a Hardyl y Eusebio, dándoles en los<br />

talones con la puerta, <strong>com</strong>o de casa embargada, sin darles tiempo de tomar los sombreros.<br />

Hardyl, viéndose en la calle echado de su casa, toma con rostro risueño a Eusebio de la mano,<br />

diciéndole: Vamos, hijo, que la justicia nos pone a trotes de alcanzar al entierro y de hacer<br />

este buen oficio, que no pensaba, con la pobre miss. A ti te parecerá esto un sueño; mas estos<br />

no son más que polvos y lodos del camino de la vida; desdichados aquellos que no viven<br />

prevenidos para estos lances; y llegándose ya a incorporar con los de la <strong>com</strong>itiva, cerró la<br />

boca para revestirse de la modesta <strong>com</strong>postura y silencio que debía al a<strong>com</strong>pañamiento y a la<br />

pérdida de la buena miss Rimbol.<br />

Volvió entretanto Henrique Myden a casa de Hardyl con las informaciones sobre el<br />

cirujano, y viéndola cerrada y embargada por la justicia, maravillóse sobre manera,<br />

afanándose por él y Eusebio, no sabiendo dónde paraban; pero, informado de los vecinos que<br />

habían echado tras el entierro, azoró sus pasos para alcanzarlos, encontrándolos a tiempo que<br />

acababan de sepultar. Comenzó Henrique Myden a consolar a Hardyl, <strong>com</strong>o si el caso le<br />

debiese ser muy sensible; pero éste le dijo que mayor pena le daba la in<strong>com</strong>odidad y el<br />

cansancio que se había tomado por causa suya que la pérdida de la casa, la que siempre había<br />

mirado <strong>com</strong>o prestada, pensando que lo que no hubiese hecho la justicia, tarde o presto lo<br />

hubiera ejecutado la muerte; y que la huesa que había visto abrir para el cadáver de miss, le<br />

acababa de enseñar la segura habitación que le esperaba.<br />

A pesar de vuestros buenos sentimientos, dijo Myden, no dejaréis de extrañar que<br />

sucedan en Filadelfia tales atropellamientos. Ved cuál es el poder de la maldad, la cual llega a<br />

engañar los ojos de la más incorrupta justicia. Sabed que ese cirujano es un inglés advenedizo


que llegó poco tiempo hace a esta ciudad con re<strong>com</strong>endación del gobernador de la Nueva<br />

Jersey para el maestro, de cuya bondad ha sabido abusar con sus embustes en tanto grado que<br />

no es ésta la vez primera que hizo servir la integridad del gobernador a sus marañas; pero<br />

estad seguro de que esta vez se le agoten sus embelecos. Vamos entretanto a casa y esta tarde<br />

os prometo que os será restituida la vuestra. Era algo tarde y la <strong>com</strong>ida esperaba la llegada de<br />

Henrique Myden, extrañando Susana su tardanza; y aunque re<strong>com</strong>pensó las solicitudes de su<br />

espera la vista de Eusebio y de Hardyl, trocósele luego el alborozo en disgusto cuando supo la<br />

muerte de miss y el embargo de la casa. Sentáronse luego a la mesa y Hardyl, queriendo<br />

templar el disgusto de sus huéspedes y apartar la conversación del cirujano, hubo de apelar a<br />

Gil Altano, a quien dijo: Vengo, Altano, con grandes ganas de gastar con vos cuatro palabras<br />

a tanto por tanto; pero os alteráis tan presto que me agotáis luego el caudal.<br />

¿Pues qué, respondió Altano, deberé dejarme la espina en el dedo? ¡Bueno sería que se<br />

dejase el mozo enharinar <strong>com</strong>o fruta de sartén! Eso no, señor Hardyl, hable vmd. y hablaré<br />

yo; haga cada cual su baza y estemos a raya; porque, vive Dios, que no me dejaré hacer la<br />

barba al redopelo. Con esta condición tire vmd. adelante, que aquí estoy, y chito con todos.<br />

Asentado, pues, este pacto, desearía saber, dijo Hardyl, si tenéis amigos o conocidos en esta<br />

tierra; porque si así fuera, os encargaría que o por vos o por vuestros conocidos me informéis<br />

si se halla alguna casa o tienda por alquilar de que necesito, habiéndome embargado la mía la<br />

justicia. No hay peligro que esa señora embargue la que no tengo. Quedamos iguales en pelo,<br />

bendito sea Dios. Y para consuelo de vmd. y también mío, le quiero contar un cuentecillo que<br />

viene encajado al lance <strong>com</strong>o pieza de taracea.<br />

Oigamos, pues, el cuento, dijo Hardyl, pues a las veces los sabios tienen mucho que<br />

aprender de los que no lo muestran ser. No lo digo por mí, que bien lejos estoy de serlo, sino<br />

porque me acordáis algunos hombres que conocí, los cuales sin tanto estudio de ciencias<br />

alcanzan saber dichos y sentencias dignos de Sócrates y de Platón y cuyos hechos pudieran<br />

igualar los de Zenón y Epicuro, sin creer hacer gran cosa en ello. Contadlo en hora buena,<br />

pues lo oiré con gusto.<br />

Ha de saber, pues, vmd. que hubo un rey en Inglaterra llamado Píter, al cual le pasó por<br />

la cabeza el más extraño pensamiento del mundo, que fue dar un convitón a todos los<br />

animales. Para esto envió los mensajeros haciéndoles saber sus generosas intenciones. Ellos,<br />

ya se ve, de contado quisieron disfrutar la real beneficencia de tan gran rey y pónense en viaje<br />

para ello. Iba azorando su lentitud el elefante, meneando la trompa de aquí para allí. El<br />

rinoceronte tras él iba pensando a quién de los dos daría el rey Píter la preferencia, y este<br />

pensamiento hacíalo ir algo atrasado. Luego seguía el león con unos ojos que Dios nos libre,<br />

sin dársele gran pena por el lugar que el rey le había de destinar, pues si no le daba la cabecera<br />

de la mesa hacía cuenta de tomársela él mismo. Caminaba el tigre muy avispado y suelto,<br />

aunque algo temeroso de la precedencia del león. El oso no quería salir de su paso ordinario,<br />

sin fatigarse mucho por llegar, pues pensaba que tarde o presto llegaría a hora de la <strong>com</strong>ida.<br />

Iba el caballo con huello altanero, encaramando las orejas y lozaneándose muy ufano, seguro<br />

que sería preferido del rey a todos los demás. Mirábalo el lobo de reojo, tentado a cada paso<br />

de humillar con un zarpazo su altanería, pero lo contuvo la solemnidad del día, remitiendo a<br />

otra ocasión su venganza. La zorra iba algo apartada con la cola baja, hollando paso el suelo<br />

por temor del dómine lobo que la precedía; ella de cuando en cuando relamíase los bigotes<br />

pensando en los pavos y gallinas que el buen rey Píter le tendría muy pringados de mano de<br />

sus cocineros.<br />

Henrique Myden lo interrumpió, diciéndole riendo: jamás vi <strong>com</strong>er asado a las zorras,<br />

¿de dónde has sacado ese cuento? Señor, dijo Altano, por amor de Dios, que esto es cuento;<br />

tampoco vio vmd. hablar a los animales y la burra habló a Balaám. Dios sabe en qué lengua.<br />

Prosigue, prosigue, dijo Susana. El caso es, dijo Altano, que no sé dónde paró el cabo. En el


abo de la zorra, dijo Hardyl. ¡Ah!, sí, dijo Altano, a fe que no podía quedar atado en peor<br />

lugar, pero yo me daré tiento en cogerlo sin desgracia; y no piense vmd. que por ser mesa real<br />

había de faltar el cerdo, que también iba él gruñendo y hozando a cada paso el suelo sin<br />

pensar mucho en los pollos y pasteles del rey Píter; y con decir que fue el cerdo se entiende<br />

que fueron todos los demás animales que no nombro por evitar prolijidad. Estaban ya todos<br />

juntos y faltaba solamente la tortuga. Cansado, pues, de esperarla el rey, dio orden que los<br />

otros se sentasen y <strong>com</strong>iesen. Habían llegado a los postres cuando ven <strong>com</strong>parecer la tortuga,<br />

que alargaba el cuello para ver si llegaba a tiempo; mas llegó a los postres. Enojado el rey por<br />

su tardanza, le preguntó el motivo. Ella muy humilde le responde: La casa es apreciable, la<br />

casa es buena. Pues ya que tal te parece, llévala a cuestas; y desde entonces anda en boca el<br />

refrán: a la desgracia haz concha de galápago. Aplíquele ahora vmd. al cuento su provecho.<br />

Veo la moralidad, dijo Hardyl, aunque algo tirada con los dientes, mas no sé en qué<br />

tiempos pudo reinar en Inglaterra ese rey Píter que decís. Sin duda le erráis la gracia, pues a lo<br />

que entiendo fue el dios Júpiter el que dio ese convite y no el rey Píter, que no hubo tal<br />

carnero en Inglaterra. Sea Píter o Júpiter, dijo Altano, ¿qué hace eso para el caso? ¿Será bueno<br />

que haya de andar siempre vmd. buscando el pelo en la masa? Pues algunas dificultades me<br />

ocurren, dijo Hardyl, sobre este cuento. Una de ellas es, ¿cómo pasaron esos animales el canal<br />

de la Mancha? A la verdad, dijo Altano, la dificultad es grande para que Gil Altano se arredre,<br />

¿pues bueno sería que ese rey Píter o Júpiter, o <strong>com</strong>o diablos quiera vmd. llamarlo, no enviase<br />

a convidar esos animales con un navío de alto bordo? No me parece que esté vmd. tan falto de<br />

dientes que sea menester desmenuzarle tanto el pan, aunque echo de ver que es algo estrecho<br />

de tragaderas. Lo soy, respondió Hardyl, más de lo que os parece. A buena cuenta, llevo<br />

atravesado otro hueso de vuestro cuento que sería menester un cuello de grulla para sacarlo.<br />

Ese será sin duda semejante, dijo Altano, al del paso de Calais, el cual no le deberá doler<br />

más. Pero veamos ese otro hueso, pues tal vez sin cuello de grulla se lo podamos sacar a vmd.<br />

Dijisteis que todos los animales acabaron de <strong>com</strong>er cuando llegó la tortuga. Ésta, pues, no<br />

debió llegar a tiempo de embarcarse en ese navío de alto bordo. No más, no más que veo el<br />

blanco, y a la verdad tenía mejor concepto de vmd. No es ésta la primera vez que veo<br />

confirmado que el Duero tiene la fama y el agua lleva Pisuerga; así va el mundo: a los sabios<br />

se les atraviesan huesos y necesitan de grulla que se los quite. ¿Me explico? ¿Para qué había<br />

de enviar a buscar ese rey, o dios, o esa calabaza de Júpiter, <strong>com</strong>o quiere vmd. llamarlo, los<br />

animales que tenía en su tierra? ¿Pues qué cree vmd. que no hay también tortugas en<br />

Inglaterra? ¿Para qué hacer el cuento eterno y enfadoso con ridículas menudencias? Pero sin<br />

ir más adelante creo que le habré quitado las ganas de que le quite otros huesos.<br />

Gran lástima, dijo Hardyl, que no hayáis cursado artes en Salamanca; pues ahora os<br />

veríais poseedor de un buen beneficio en alguna de aquellas iglesias de vuestra tierra en vez<br />

de liquidar cuentos en Filadelfia. No hay duda, respondió Altano, que otro pelo me luciría si<br />

hubiese tomado ese rumbo y no el incierto de los vientos, en los cuales no se coge bodigo ni<br />

mazorca; porque ¿a cuántos conocí peores que yo, los cuales se fueron a Alcalá o a<br />

Salamanca, en donde aprendidos cuatro ergos, volvieron a sus tierras trocados en jerifaltes,<br />

llevándose de vuelo una buena prebenda? Bien bobos serían ellos, <strong>com</strong>o yo y otros que nos<br />

metimos a luchar a brazo partido con la muerte y con los trabajos por un pedazo de pan de<br />

munición para dividirlo entre nuestros hijos.<br />

Según eso, dijo Hardyl; ¿estáis mal avenido con esas universidades? Temo que no haya<br />

algo de envidia. Téngala o no la tenga, yo haría con ellos lo que acaba de hacer la justicia con<br />

la casa de vmd. Entonces no las frecuentarían, dijo Hardyl, tantos millares de estudiantes.<br />

Otros tantos labradores, artesanos y marineros, dijo Altano, y si no dígame vmd. ¿qué<br />

necesidad tiene la España que cursen las artes tres mil Giles Altanos? ¿Qué le queréis hacer?,<br />

dijo Hardyl. Estos son males que sólo los remedia el tiempo; y así dejémosle la cura y


volvamos a lo que nos importa, pues el cuento de la tortuga nos ha traído a cosa que no nos<br />

toca. Ved, pues, esta misma tarde si podéis darme razón de alguna casa por alquilar.<br />

Eso no lo permitiré, dijo Henrique Myden, a cubierto estáis y llevaré a mal que insistáis<br />

en tales pretensiones, a más de que no veo por qué debáis perder las esperanzas de recobrar<br />

vuestra casa; pues no se hubiera embargado si hubieseis tenido prontas las cincuenta guineas<br />

que os pidió el juez. Y sin decir más se levanta para ir a verse con el gobernador, sin que lo<br />

pudieran detener las instancias de Hardyl. Acordóse éste entonces de la promesa que había<br />

hecho a John Bridge de en<strong>com</strong>endarlo al capitán del navío que había de partir al otro día, y no<br />

sufriéndole el corazón faltar a su palabra, fue a cumplir con ella en <strong>com</strong>pañía de Eusebio, que<br />

deseó seguirle. Llegado a bordo, vio a John Bridge en la proa que hablaba con un joven que, a<br />

primera vista, le pareció de espaldas el cirujano que le había hecho embargar la casa; pero<br />

haciendo el desentendido entró en el camarín para hablar con el capitán y en<strong>com</strong>endarle a<br />

John Bridge, a quien hizo llamar para certificarse de las sospechas que le había dejado la vista<br />

de aquel joven. Preguntóle, pues, si lo conocía. John Bridge le dice que era un cirujano<br />

portugués, al cual había conocido a la puerta del hospital donde acudió para sangrarse; y que<br />

habiéndose ofrecido él mismo a hacerle la sangría, hízosele amigo, y que acababa de llegar<br />

entonces al navío con intención de seguirle a Francia.<br />

¿Dijísteisle por ventura, preguntó Hardyl, que os entregué las guineas? Se lo dije,<br />

respondió Brigde, tan grande fue mi alborozo que no pude ocultar la generosidad que habéis<br />

usado conmigo. ¿Dijísteisle también, prosiguió Hardyl, el nombre de la mujer que me servía?<br />

Quiso saber de mí, respondió Bridge, todas las circunstancias de vuestra casa y yo se las dije,<br />

queriendo después apostar conmigo dos guineas a que os sacaría otras cincuenta. Cayó<br />

entonces Hardyl en la cuenta de donde le venía el mal, pero no queriendo descubrir cosa<br />

alguna a John Bridge, se despidió de él dándole buen viaje. Hardyl volvió a casa de Myden<br />

donde esperó a que éste volviera, <strong>com</strong>o sucedió poco después de su llegada, trayéndole las<br />

llaves de su casa, diciéndole al entregárselas que la casa quedaba desembargada y que podía<br />

restituirse a ella cuando bien le pareciese. Preguntóle Hardyl si había dado al gobernador el<br />

dinero que pretendía o bien si le había entregado las llaves sin apremio. Mas no dándole<br />

Henrique Myden otra respuesta, sino que aquellas eran las llaves de su casa, le dijo Hardyl:<br />

No os lo pregunto sin justo motivo, pues a lo que entiendo, el cirujano está para partir a<br />

Francia, habiéndolo visto embarcado en el mismo navío en que va John Bridge, el cual me<br />

acaba de decir que no es inglés, sino portugués, y que quiso apostar con él que me sacaría<br />

igual cantidad de dinero a la que de mí había recibido.<br />

No hay, pues, para qué perder tiempo, dijo Henrique Myden; vuelvo ahora mismo a casa<br />

del gobernador para descubrirle los embustes de ese picarón antes que salga del puerto. Y<br />

yendo a tomar el sombrero, vedóselo Hardyl, diciéndole que se sentía en ánimo de ir a verse<br />

él mismo en persona con el gobernador, pues de cualquier modo había de ser llamado para<br />

contestar en cuanto le pudiera él mismo decir. Quiso tomar Hardyl este pretexto para evitar al<br />

cirujano el mal que le podía venir si lo prendía la justicia, y para ahorrar también a Henrique<br />

Myden ulteriores molestias y cansancio; y agradeciéndole el que había tomado por su causa<br />

en el desembargo de su casa, se despidió de él y de Susana, después de haber prometido a ésta<br />

que volvería con Eusebio luego que éste hubiese concluido el azafate de juncos que tenía<br />

entre manos <strong>com</strong>enzado.


Libro tercero<br />

Entró Hardyl en su casa a<strong>com</strong>pañado de los conocidos que lo encontraban por la calle y<br />

de los vecinos que esperaban su llegada para congratularle por su feliz restitución,<br />

confirmándole con su apasionado y numeroso concurso la estima y la veneración que su<br />

virtud y carácter les merecía. Sólo Eusebio entró en ella triste y pesaroso, arremetiéndole<br />

todos los objetos que se le presentaban, renovándole todos la memoria de la muerte de miss.<br />

Íbasele acrecentando el miedo al paso que se acababa el día y se acercaba la noche, sin tener<br />

aliento para dar un paso en la casa que no estuviese apegado a su maestro. Éste dejábalo<br />

seguir sin decirle cosa alguna, sabiendo que el miedo no sufre razón de ningún modo y que<br />

antes bien se apodera de ella hasta que con los hechos y experiencias no llega el hombre a<br />

desimpresionarse de sus ilusiones.<br />

Esperaba Hardyl poder recabar esto de Eusebio, y para ello no quiso dejar pasar aquella<br />

noche sin <strong>com</strong>enzar a disponer su ánimo para las pruebas en que lo había de poner. Llegada la<br />

hora de la cena, estando sin ama que los sirviese, aparejaron entre los dos la mesa, sobre la<br />

cual asentó Hardyl un plato de lonjas de jamón ahumado que agradaba mucho a Eusebio.<br />

Mientras la cena, hace caer Hardyl la conversación sobre el miedo que tienen los hombres a la<br />

muerte, de donde les nacía el horror que cobraba el ánimo a la oscuridad, a los lugares<br />

solitarios, a los derrumbaderos y a los cadáveres. No hay duda, le decía, que la vista de éstos<br />

es fea y desagradable, mas sólo infunde miedo a los que no consideran ni llegan a persuadirse<br />

que los difuntos no les pueden dañar en cosa alguna; pero, al contrario, el hombre que sacude<br />

las preocupaciones de la niñez y que desprecia las consejas que oyó de sus amas o de sus<br />

padres acerca de las apariciones, hablas y resurrecciones de los finados, ése contempla sin<br />

miedo el cadáver de otro hombre <strong>com</strong>o el de cualquier otro animal, aunque su vista pueda<br />

causarle disgusto.<br />

Y prueba de que este temor vano se puede sacudir, son los sepultureros y los que llegan a<br />

familiarizarse con los muertos en los hospitales, así hombres <strong>com</strong>o mujeres, los cuales los<br />

manejan y envuelven <strong>com</strong>o una niña sus muñecas. Este miedo es muy vergonzoso en el<br />

hombre; y así le es necesario que lo sacuda de sí por los muchos inconvenientes y, tal vez,<br />

daños que le puede acarrear; <strong>com</strong>o también porque le impide varias operaciones, <strong>com</strong>o tú lo<br />

pruebas, hijo mío, pues no te atreves a dar un solo paso por la casa sin ir atado a mi<br />

faldriquera <strong>com</strong>o cuchillo de bodegonero. Para esto conviene que <strong>com</strong>iences a sacar fuerzas<br />

de flaqueza, pues el miedo, si no se le hace frente, jamás llegará a sacudirse. Yo bien echo de<br />

ver que tú no querrás ni podrás dormir solo esta noche; pero si hemos de dormir juntos en un<br />

mismo cuarto, éste ha de ser el que dejó de habitar miss, pues no murió en él. Así<br />

<strong>com</strong>enzaremos a tratar de cerca al enemigo y verás que no es tan fiero <strong>com</strong>o te lo imaginas.<br />

Dicho esto, hace que Eusebio le ayude a trasladar su cama a la estancia que fue de la<br />

difunta; y él pasó solas sus sábanas al lecho en que dormía miss, en el cual se quiso acostar<br />

para que Eusebio, con su ejemplo, empezase a perder el pavor que tenía, viéndolo dormir en<br />

el mismo lecho de la muerta.<br />

Dispuestas las camas, cierra Hardyl la puerta y se acuestan después de haber apagado de<br />

propósito la luz. Tomó plácidamente Hardyl el sueño <strong>com</strong>o si durmiese en su propia cama,<br />

pero Eusebio no hallaba medio de pegar sus ojos, palpitándole de continuo el corazón,<br />

pareciéndole ver la difunta miss tendida allí en el suelo de la estancia, <strong>com</strong>o la vio la vez<br />

primera perdida la toca, con los ojos encontrados y la lengua fuera y el rostro horrible y<br />

amoratado.<br />

Podía haber pasado media hora después que se acostaron, cuando el desvelado Eusebio<br />

oyó ruido a la puerta del mismo cuarto, <strong>com</strong>o si alguno diese golpes en ella o la menease. Un


sudor frío baña sus agazapados miembros y la voz se le anuda a la garganta sin poder llamar a<br />

su maestro, aunque se esforzaba. Pero volviendo de allí a poco a repetir el mismo ruido y<br />

golpes semejantes, alterado del miedo, da un grito tan agudo, a<strong>com</strong>pañado de llanto, que<br />

Hardyl despertado le pregunta la causa. Respóndele Eusebio con mascadas palabras, sin<br />

acabarlas de proferir, que tocaban a la puerta. Hardyl, que estaba seguro que no podía haber<br />

ninguno en casa, creyéndolo efecto de una exaltada fantasía, le dijo que no había nada, que<br />

durmiese. Mas apenas acababa de decir esto, cuando oye repicar a la puerta, dando de tanto en<br />

tanto ciertos golpes <strong>com</strong>o si verdaderamente llamase algún importuno para entrar. Eusebio no<br />

puede resistir a esto y se pone a gritar y llorar tan desaforadamente que aturdía la estancia,<br />

<strong>com</strong>unicando su temblor a toda la cama.<br />

Hardyl, que tampoco pudo quedar muy sobre sí oyendo aquellos golpes, se incorpora<br />

esforzadamente en la cama, y en voz alta pregunta: ¿Quién va? ¿Quién está ahí? Eusebio<br />

renueva sus gritos y llantos, y Hardyl en vez de respuesta oye duplicarse el ruido y el meneo<br />

de la puerta. Entonces llamando a cuenta sus pensamientos, <strong>com</strong>ienza a recapacitar de qué<br />

podía proceder aquel extraordinario ruido; pero no hay más eficaz remedio para el temor en<br />

tales lances que el inquirir la causa de aquello que nos lo causa. Después de haber dado mil<br />

vueltas a su imaginación, ocúrrele si podría ser la perrilla que tenía en casa, la cual<br />

acostumbraba a dormir en un cestillo a la puerta del cuarto de su amo, y habiéndolo visto<br />

pasar al otro, pudiera haber también mudado de sitio, recostándose a la puerta, a la cual<br />

pudiera dar los golpes con la cola o menearla con el motivo de rascarse.<br />

Era así <strong>com</strong>o Hardyl lo sospechaba y él no puso duda en ello después de haberle ocurrido<br />

la especie; pero queriendo convencer a Eusebio con el hecho, aunque estaba ajeno de oír<br />

razón, encendió una luz y mandóle que se vistiese para que pudiese desengañarse por sus ojos<br />

de cuán vanos son los fantasmas que fabrica el miedo en la sobresaltada fantasía. Aunque a<br />

vista de la luz parecióle a Eusebio que renacía, temiendo con todo que Hardyl quisiese abrir la<br />

puerta, rogábale con lágrimas que no lo hiciese. Hardyl, después de haberlo sosegado un poco<br />

y acallado su llanto, le preguntó si había pensado de dónde podía proceder aquel ruido. Díjole<br />

Eusebio que no tenía otra cosa presente que el cadáver de miss y que era ella sin duda. ¿Luego<br />

crees, dijo Hardyl, que el cadáver que viste enterrar ayer y cubrir en la huesa con dos palmos<br />

de tierra, pueda venir por sus pasos contados a entrar por los ojos de las cerraduras de la<br />

puerta de la calle y venir a tocar a ésta del cuarto sin entrar en él, por el bello gusto de tenerte<br />

desvelado? No temo eso, dijo Eusebio, pero el miedo me lo representa. Luego la causa de tu<br />

temor es vana; y si te dejas apoderar de él, es sólo porque no das lugar a la reflexión.<br />

Mas puesto que no crees que sea el cadáver de miss la causa de ese ruido, piensa un poco<br />

lo que puede ser. Su alma, respondió Eusebio, será la que ha tocado. Pero el alma, dijo<br />

Hardyl, así <strong>com</strong>o ha llegado a la puerta, pudiera entrar del mismo modo dentro sin perder el<br />

tiempo en repicar con las manos que no tiene; y estás ya advertido que estas especies son<br />

espanta muchachos. Otra debe ser, pues, la causa del ruido; piensa un poco si tenemos en casa<br />

alguna cosa animada que lo pueda causar. Eusebio, después de haber estado un poco<br />

suspenso, le dijo que no atinaba. ¿Te parece, le preguntó entonces Hardyl, si puede ser Clu<br />

(llamábase así la perrilla) la que hizo este ruido? Eusebio cayó entonces de sus vanos<br />

castillos, y la perra, impaciente que se oía nombrar, <strong>com</strong>enzó a gemir y a rascar en la puerta<br />

para que la abriesen. Serenóse un poco Eusebio reconociendo ser ella la que rascaba y, aunque<br />

se desvanecieron en parte sus temores, quedaba todavía sobresaltado hasta que Hardyl,<br />

llevándolo <strong>com</strong>o por fuerza a la puerta, tiró el cerrojo y dio entrada a la impaciente Clu, la<br />

cual, dando saltos, zarandeándose y <strong>com</strong>iéndoselos a fiestas, parece que decía, especialmente<br />

a Eusebio, que dejase de temer, pues era ella la que lo había amedrentado.<br />

No se contentó con esto el paciente Hardyl; antes bien para que Eusebio se desengañase<br />

enteramente, quiso recorrer con él, llevándole asido de la mano, todos los cuartos. Bajó a la


tienda, entró en la bodega y almacén, haciéndole ver que nada había en casa que lo pudiera<br />

amedrentar de nuevo, y vuelto arriba, antes de encerrarse en el cuarto, tomó la precaución de<br />

pasar el cestillo en que la perra dormía a la puerta del otro cuarto, para que no volviese a<br />

hacer ruido; y dejando sosegado a Eusebio, restituyéronse a sus camas. Pudo dormir Eusebio<br />

lo restante de aquella pesada noche y venido el ansiado día, parecióle que sentía su ánimo<br />

libre del grave peso del temor pasado y <strong>com</strong>o alentado para no sentirlo tanto en la noche<br />

venidera, y así se lo dijo a Hardyl, el cual no dejó de confirmarle de nuevo que lo podía<br />

vencer y que para ello era también un buen medio acostumbrarse a ir de noche a oscuras por<br />

los lugares que tenía medidos de día sin tropiezos. Esto prometió hacer Eusebio en el fervor<br />

de su animosidad y que lo <strong>com</strong>enzaría la siguiente noche.<br />

Esto discurrían entre sí mientras Hardyl hacía el té. Después de haberlo tomado, hace<br />

Hardyl del embarazado, preguntando a Eusebio cómo lo habían de hacer para proveer la<br />

<strong>com</strong>ida, pues a falta de ama se veían necesitados a ir ellos mismos a proveérsela hasta que se<br />

les presentase persona de satisfacción que los sirviese. Eusebio le respondió que él lo haría<br />

con gusto si se lo mandaba. ¿Que os lo mande?, dijo Hardyl, eso no, pues puedo yo ir solo; y<br />

aún dado caso que no pudiese, jamás os lo mandaría. Bien sí tendría placer que vuestro ánimo<br />

quisiera prevalerse de esta ocasión para <strong>com</strong>enzar a plegarse a las circunstancias de la suerte,<br />

a<strong>com</strong>odándose a ella con firme sumisión y noble constancia. Y diciéndole Eusebio que yendo<br />

con él no tendría repugnancia: Ea, pues, dijo Hardyl, aquí estoy, vamos a ello. Esta es la<br />

espuerta que queda a mi cargo, tuyo será el contratar y rematar las <strong>com</strong>pras; aquí tienes el<br />

dinero, conmigo no debes contar para nada, pues estoy resuelto a no hacer más que cuerpo<br />

presente; haz cuenta que eres tú el amo y yo el criado que debe cargar con el peso, y no<br />

chistar.<br />

Deseaba Hardyl esta ocasión para que Eusebio empezase a desatar su genio algo<br />

encogido y pundonoroso y holgó que se le viniese a las manos. Otros muchachos hay<br />

naturalmente atrevidos y descarados, los cuales entran con la misma frente en un bodegón que<br />

en una antecámara de un rey, y necesitan antes de freno que de soltura. Eusebio era, al<br />

contrario, de genio tímido y presumido, y le convenía esta prueba. Pero <strong>com</strong>o no tenía<br />

experiencia de <strong>com</strong>prar, llegado apenas al mercado, arrímase al primer frutero, a quien pidió<br />

precio de las peras que vendía, y sin rebajarle nada de lo que le pidió por libra, le deja la<br />

mitad del dinero que llevaba en la excesiva <strong>com</strong>pra, llenando la mitad de la espuerta. Hardyl<br />

callaba y lo dejaba hacer, sonriéndose Eusebio con encogimiento. Pasan de allí a la tabla,<br />

donde llegado Eusebio más confuso y turbado por la gente que allí había, pide ocho libras de<br />

vaca y seis de ternera. Echa el corte el jifero y, pesada la carne, importaba otro tanto de lo que<br />

Eusebio tenía. Visto su fallo, déjase apoderar mucho más de su turbación y, poniendo los ojos<br />

en Hardyl, lo ve extraviado atendiendo a otras partes de la carnicería, aunque muy atento a su<br />

gran <strong>com</strong>pra, dejando hacer a Eusebio, el cual se vio obligado a llamarlo para decirle que se<br />

hallaba sin dinero bastante. Díjole entonces el cortante que no importaba, que se llevase la<br />

carne y que otro día se la pagaría. Desahogado un poco con esta fianza, iba a tomar la carne<br />

para ponerla en la espuerta, al tiempo que Gil Altano llegaba a la misma tabla por carne para<br />

Henrique Myden y, maravillándose de ver echar mano a Eusebio de la carne para ponerla en<br />

la espuerta, apresuróse a servirlo, diciendo: ¿Y en esto vienen a parar las lecciones de la<br />

escuela del señor Hardyl? Bien se ve el gran provecho que saca de su discípulo; enseñarle a<br />

hacer cestos y hacerlo servir de esportillero. Deje vm. mi señor don Eusebio, que no permitiré<br />

que esas manos, hechas para encajes de Flandes, se ensucien en este oficio. Decía esto en<br />

ademán de quererle quitar la carne; mas Eusebio sin mirarlo y sin soltarla, le dijo: Deja y no te<br />

metas donde no te llaman. Cedió Altano con no poca confusión. Hardyl, haciendo del que<br />

nada había oído ni visto, reparando que la espuerta era demasiado grande para Eusebio,<br />

llegóse a quitársela de las manos, y aunque él repugnaba, insistió Hardyl en quererla llevar,<br />

diciéndole que había cumplido con su encargo y que aquél le pertenecía. Quiso <strong>com</strong>edirse<br />

entonces Gil Altano a llevar la espuerta a Hardyl, mas éste le dijo: No quiero tanto provecho,


Altano, bástame el que acabo de sacar de Eusebio; con lo cual le dejó confuso y resabiado de<br />

su dicho.<br />

Llegados a casa <strong>com</strong>enzaron a entender ambos a dos en el hogar y <strong>com</strong>ida; y en vez de la<br />

lección de Epicteto de aquella mañana, quiso dársela Hardyl entre aquellas manualidades,<br />

diciéndole los muchos que se empleaban en tales cosas, sin haber tal vez uno que las hiciese<br />

con firme y resuelta voluntad, a<strong>com</strong>odada con superior discernimiento a las disposiciones de<br />

la suerte, sin anhelar descargarse de ellas por trabajosas y bajas o por inferiores a otros que<br />

pudieran envidiar. Y en esto, hijo mío, le decía, se diferencia el hombre sabio y virtuoso del<br />

vulgar y mundano, pues éste se emplea en el ejercicio de vida que le fuerza a tomar la<br />

necesidad, <strong>com</strong>o esclavo reñido con su mala ventura, suspirando por otra suerte mejor que<br />

aquella en que se halla <strong>com</strong>o mula de tahona; tapados los ojos, sin saber levantar su mente a<br />

los principios de la sabiduría que pudieran hacerle discernir los bienes verdaderos y sólidos de<br />

los imaginarios que dependen de la opinión.<br />

Peor al contrario, el hombre que profesa la virtud se emplea en cualquiera estado en que<br />

lo coloca el destino, con alma inflexible y superior a su suerte, sin darle igual en razón de<br />

ocupación de vida el gobernar una monarquía, si lo hiciese, que el conducir un ganado al<br />

pasto; y con la misma satisfacción se emplea en un oficio humilde que en otro de honor y de<br />

lucimiento, porque para sus ojos la vana opinión, que sólo diferencia aquellos ejercicios, no<br />

tiene aliciente alguno; antes bien hácesele sospechosa, y tal vez temible, <strong>com</strong>o principal móvil<br />

de la ambición, causa de mil anhelos y desazones, enemigas de la pura tranquilidad del<br />

espíritu en que sólo coloca su felicidad.<br />

Mientras decía esto Hardyl disponiendo la <strong>com</strong>ida, Eusebio se hallaba embarazado en<br />

algunas de las cosas que hacía por no saberlas él hacer ni manejar, admirando cada día más la<br />

grandeza de ánimo de su maestro, que hacía realzar aquellas cosas humildes con tales<br />

documentos. Hecho esto, le entregó el dinero para que fuese a satisfacer al jifero que con tan<br />

generosa cortesía les había hecho la fianza. Dejóle ir solo para que <strong>com</strong>enzase a despejar más<br />

su ingenio, pudiéndose ya fiar de la circunspección que le infundían los buenos sentimientos,<br />

y para que continuase a ejercitar los actos de virtud sin mezcla de sujeción y de dependencia<br />

de su maestro; frenos que jamás llegan a domar la voluntad de los muchachos mientras<br />

sienten el impulso de sus no domadas inclinaciones, porque su recto proceder siendo sólo<br />

aparente y violentado del temor del maestro, luego que se ven dueños de sus acciones, reputan<br />

la enseñanza <strong>com</strong>o cosa que ya no les toca y <strong>com</strong>o yugo aborrecible lo sacuden.<br />

Poco después de haber partido Eusebio a la carnicería, llegó Henrique Myden a la tienda<br />

con rostro muy alegre, para decir a Hardyl que el gobernador acababa de saber la partida del<br />

cirujano, después de haber tenido otros recursos contra su ruin proceder, y que, habiéndose<br />

certificado de algunas de sus estafas, no le quedaba duda que fuese una semejante la de las<br />

pretensiones sobre la herencia de miss Rimbol, y que, por lo mismo, se creía obligado a<br />

restituirle el dinero que él había dado por el desembargo; y que, de hecho, se le había<br />

entregado, con que quedaba concluido el negocio. Luego pregunta por Eusebio. Hardyl<br />

agradecióle tantas demostraciones de su fina voluntad y le añadió el motivo por el cual lo<br />

había enviado a la carnicería. Afanóse Henrique Myden por ello, pesándole no haberle<br />

ocurrido después de la muerte de miss el ofrecerle criado que los sirviese; pero dijo que partía<br />

para enviarle a Gil Altano. Respondió Hardyl que quedaban provistos los quehaceres<br />

domésticos y que había determinado no proveerse de criado por algunos días, prevaliéndose<br />

de esta ocasión que pudiera servir a Eusebio de algún provecho para ejercitarlo en los oficios<br />

caseros, los cuales eran una buena lección práctica para el hombre que aprendía en ellos a<br />

<strong>com</strong>poner su voluntad con los accidentes de la suerte; pues ablandaban insensiblemente sus<br />

altiveces, tomando tales ejercicios de grado y sin violencia.


Todo va bien, dijo Henrique Myden, y yo no puedo dejar de admirar vuestras<br />

menudencias acerca del adelantamiento de Eusebio; pero no habiendo tenido jamás idea de<br />

estas cosas, permitidme que os diga que el ejercicio de tales máximas me parece que exige un<br />

continuo estudio y reflexión sobre ellas, lo cual no sólo os debe fatigar el alma a vos que las<br />

enseñáis, sino también a Eusebio que las debe ejercitar; y por esto creo que se disgustan<br />

fácilmente del ejercicio de la virtud los que lo emprenden, <strong>com</strong>o cosa pesada y casi imposible<br />

de conseguir. Ese es el engaño, respondió Hardyl, a que nos inducen las pasiones,<br />

representándonos sumamente agrio y escabroso el camino de la virtud; y del primer paso que<br />

en él asentamos con pena, deducimos engañados la aspereza y escabrosidad de su<br />

continuación, <strong>com</strong>o en la subida de un alto monte en cuya cumbre ningún fruto nos<br />

prometemos coger después de habernos afanado para vencer su agria subida.<br />

Mas esta deducción es error de la inexperiencia en aquellos que a los primeros pasos<br />

desamparan el camino de la virtud, semejantes a los muchachos que de la dificultad y del<br />

disgusto que prueban en los primeros rudimentos que aprenden, infieren ser imposible su<br />

adquisición; y que, aun dado el caso que lleguen a aprender las ciencias, ninguna utilidad se<br />

prometen de su dificultoso estudio, del cual los retrae no sólo su errada persuasión, sino<br />

también el amor del juego y del divertimiento que halaga sus genios y que les hace preferir la<br />

holgada ignorancia a la difícil sabiduría. Pero preguntad a los sabios que tuvieron ánimo y<br />

constancia para vencer las primeras dificultades si hay gusto, <strong>com</strong>placencia o divertimiento en<br />

la tierra que iguale a lo que ellos prueban y disfrutan en sus retretes en el ejercicio y posesión<br />

de las ciencias mismas, que tan costosas y pesadas en sus principios les parecían.<br />

Persuadidos, pues, que acontece esto mismo, y con mayores ventajas, en la posesión de la<br />

virtud, por más que sus principios parezcan y sean de hecho más dificultosos y ásperos; pero,<br />

una vez vencidos, su continuación hácese dulce y sabrosa, dando a probar al alma aquella<br />

inalterable seguridad y celestial satisfacción en la tierra a prueba de todos los funestos<br />

accidentes que le puedan acontecer; pues sobre ellos levanta su soberano asiento la virtud,<br />

inflexible a todas las desgracias, en donde da a probar al alma el fruto de la dicha, tras la cual<br />

andan todos los hombres afanados; pero <strong>com</strong>o desamparan el verdadero camino para<br />

alcanzarla y poseerla por seguir el que les enseñan sus pasiones, vagan toda su vida en su<br />

busca hasta que, llegando al paso de la muerte, ésta les hace ver su ilusión e irreparable<br />

engaño.<br />

Vos no necesitáis de estos discursos para convenceros de que esta verdad, ni el ejercicio<br />

en que ocupar pretendo a Eusebio, es absolutamente necesario para la adquisición de la virtud;<br />

antes bien no hubiera tal vez pensado en exigir de él tales ocupaciones, si la muerte de miss<br />

no me hubiese proporcionado la ocasión. Con todo, estad seguro que hay muchas de estas<br />

cosas las cuales parecen menudencias superfluas y pueriles a quien todo lo mira por encima;<br />

pero de ellas se <strong>com</strong>pone la ciencia moral tan mal mirada y desatendida de los hombres. De<br />

esto se sigue que hay muy pocos que quieran hacer estudio de su interior y de los infinitos<br />

siniestros que en él retoñan cada día para sofocarlos o reprimirlos. Por lo mismo veréis<br />

también a muchos que, siendo buenos de <strong>com</strong>plexión, poseen una u otra virtud que tienen<br />

heredada con el genio, pero a pesar de ellas se hallan sujetos a mil sinsabores y disgustos que<br />

las pasiones les acarrean.<br />

Si pudiera reputar bueno mi genio, dijo Henrique Myden, tomaría <strong>com</strong>o dicho para mí lo<br />

que acabáis de decir, pues me tocaría de lleno; mas soy ya demasiado maduro para ser<br />

enderezado de la práctica de esas virtudes o del ejercicio de ellas, bueno sólo para las plantas<br />

tiernas de los muchachos, los cuales se ven en la necesidad de obedecer y de ajustarse a lo que<br />

se les obliga. Verdad es que oímos cada día estas lecciones de moderación, de humillación, de<br />

desprecio de la vanidad, que nos dan los predicantes; pero <strong>com</strong>o sólo son consejos generales<br />

que no nos ponen en necesidad de acostumbrarnos a su ejercicio, y que tampoco convencen


nuestra voluntad, alabamos sus sermones y obramos diversamente; pues estoy persuadido que<br />

tales consejos de nada aprovechan, o aprovechan sólo por momentos, si primero no se quitan<br />

del ánimo y de la voluntad los estorbos que no los dejan arraigar en ella.<br />

Llegó en esto Eusebio con jovial modestia y respeto a besar la mano a Henrique Myden,<br />

manifestando en su rostro y en su circunspecto exterior la dulce satisfacción que le dejaba el<br />

encargo que venía de cumplir. Hardyl esperaba que llegase para contar a Henrique Myden el<br />

miedo que había padecido la noche antes con el ruido de Clu para ver si lo podía avergonzar,<br />

pues es también remedio del temor la vergüenza que el hombre padece en que otros sepan esta<br />

flaqueza suya. Generalmente, la mujer, que sabe que no debe presumir de fuerte, hace<br />

afectado alarde del miedo, para granjearse con ventaja la protección del sexo valeroso; pero al<br />

hombre es siempre vergonzosa esta pasión y halla, tal vez, motivo de vanidad en disimularla o<br />

negarla aunque la padezca. Tal vez también esta misma vanidad, haciéndose pundonor, da<br />

esfuerzo al alma para hacer frente al miedo y destruirlo en su pecho.<br />

Informado Henrique Myden del caso, <strong>com</strong>enzó a motejarlo cariñosamente y Eusebio a<br />

excusarse y prometerle que cuando fuese de más edad vería que no tendría miedo. Animólo<br />

de nuevo Henrique Myden y quiso saber de él el estado en que tenía el azafate que había<br />

prometido llevar a su madre. Eusebio fue inmediatamente a tomarlo y mostrándoselo a más de<br />

medio hacer, dijo que procuraría acabarlo cuanto antes, y si podía, para el día siguiente.<br />

Levantándose entonces Myden, le dijo que no quería retardar a Susana aquella alegre nueva, y<br />

despidiéndose de ellos, se fue. Eusebio, ansioso de acabarle por el deseo de llevarlo al otro día<br />

a Susana Myden, después de haber <strong>com</strong>ido, se fue con el bocado en la boca para proseguir la<br />

obra. Dejóle Hardyl satisfacer sus ansias para reprimir los deseos con mayor ventaja. Pero no<br />

bastándole a Eusebio toda la tarde para concluir el azafate, pidió a Hardyl se lo dejase acabar<br />

con la luz artificial, siendo pocas las vueltas que le quedaban.<br />

Hardyl condescendió de buena gana, queriendo prevalerse de su instancia para dejarlo<br />

trabajar solo en la tienda, diciéndole: Continuad en hora buena, pues entre tanto aparejaré yo<br />

la cena y mesa. El ansia de rematar la obra no le dejaba pensar que quedaba solo, ni llegar a<br />

su memoria ninguna temerosa imaginación; pero de allí a rato, el mismo silencio y soledad de<br />

la tienda se las fueron poco a poco avivando, de modo que llegó a punto de abandonar el<br />

trabajo; mas lo contuvo la memoria de los motejos de Henrique Myden y de los consejos de<br />

Hardyl, teniéndose firme, aunque luchando con el temor, hasta que no vio concluido el<br />

azafate. Entonces, dejando por cortar las puntas sobrantes de los juncos, sin acordarse de<br />

tomar la vela, sube arriba precipitadamente. Hardyl, oyéndole subir tan de priesa, aunque<br />

echaba de ver la causa, le preguntó no obstante qué venía a ser aquella corrida tan arrebatada.<br />

Aunque el rubor y la vergüenza sugerían a Eusebio excusas mentirosas, no se atrevió a valerse<br />

de ellas por el horror que le había inspirado Hardyl a la mentira, y porque siempre lo había<br />

tratado con tal confianza que jamás le había dado motivo para valerse del embuste. Mentimos<br />

cuando queremos encubrir un mal hecho en que incurrimos, o propalar lo que no hicimos, o<br />

cuando queremos decir lo que no somos, lo que prueba vileza de ánimo, que teme los ajenos<br />

juicios. Un corazón recto y firme en su proceder se levanta sobre las ajenas opiniones,<br />

a<strong>com</strong>pañado de la verdad que ilustra y ennoblece sus acciones.<br />

Eusebio, aunque a<strong>com</strong>etido de las sugestiones de la mentira, no tenía por qué cederles los<br />

nobles sentimientos de la virtud, y así, mal grado de su vergüenza, confesó haber sido el<br />

miedo la causa de aquella corrida. Oyendo Hardyl su sincera confesión, en vez de motejarlo le<br />

dijo que nada extrañaba; que antes bien había de padecer muchos de aquellos arrebatos antes<br />

de llegar a sacudir el miedo de su corazón, pues no era obra de dos días; pero que lo<br />

conseguiría tanto más presto, cuanto más se esforzase en vencerlo, puesto que también<br />

contribuía para desengañarse de las vanas ilusiones de la imaginación. Dicho esto, íbanse a<br />

sentar a la mesa cuando repara Hardyl que se había dejado la vela en la tienda y le pregunta


por ella. Responde Eusebio habérsela dejado en la tienda. He aquí, dice Hardyl, que el miedo<br />

te ha dejado arma para que lo venzas. ¿Tendrás ánimo para ir a chamuscarle con ella los<br />

bigotes? Eusebio esfuerza su rubor y le dice que sí. Ea, pues, quiero ir detrás para ver con qué<br />

esfuerzo te portas. Eusebio, llevado de su pundonor, baja a la tienda temblando, confiado en<br />

que Hardyl lo seguía; mas éste no se movió de su asiento, en donde lo halló de vuelta Eusebio<br />

con la victoria alcanzada de la vela. Recíbelo sonriendo Hardyl y le dice: Os manifesté deseos<br />

de seguiros, pero reparé inmediatamente que os iba a quitar parte del mérito del triunfo; ahora<br />

puedo decir que es todo vuestro y así llevaréis a la cama esta mayor satisfacción. Vámonos a<br />

acostar.<br />

Al otro día, conociendo Hardyl que la priesa que se dio Eusebio el día antes para rematar<br />

el azafate procedía de ganas de ir aquella mañana a casa de Susana, quiere quebrantarle estos<br />

deseos, y para hacerlo sin que el conociese su intención, le dice: ¡Gran lástima, Eusebio, que<br />

hicieses una <strong>com</strong>pra tan excesiva de carne!, pues esta mañana pudiéramos ir a <strong>com</strong>er a casa de<br />

tus padres, si no fuera por la necesidad en que estamos de consumirla hoy, no pudiendo durar<br />

tal vez hasta mañana. Sí durará, dijo Eusebio, y cuando no, la podremos llevar de limosna a<br />

casa de Robert. La limosna, hijo mío, dijo Hardyl, es buena, pero conviene también que<br />

contemos con nuestras fuerzas, y Robert se halla hoy día más rico que nosotros. Pero hay otra<br />

razón más fuerte para que quedemos hoy en casa, y es que me han venido ganas vehementes<br />

de ir a casa de Henrique Myden; y para darme un motivo de reprimirlas, poniendo en práctica<br />

la lección de Epicteto sobre el reprimir los deseos, me he dicho a mí mismo: ¿Qué importa al<br />

fin que dejemos de ir hoy a <strong>com</strong>er a casa de Henrique Myden, si podemos ir mañana? Esto no<br />

es más que diferir el cumplimiento de los deseos por pocas horas; y por término tan corto, ¿no<br />

querré vencer las ansias que me molestan? Si dejo pasar estos lances, que son acuerdos de las<br />

pasadas lecciones, ¿cuándo ejercitaré la virtud? Quiero, pues, alcanzar este provecho. ¿No te<br />

parece que he razonado bien? ¿Y si tú tuviste también los mismos deseos, no se te<br />

proporciona ocasión para poner en práctica el consejo de Epicteto?<br />

Eusebio bajó la cabeza, disminuyendo no poco su disgusto la parte que se tomaba Hardyl<br />

en el quebrantamiento de su voluntad; y así, en vez de ir a casa de Susana, debió ir a decorar<br />

su lección. Era ésta sobre los medios de evitar las mociones de la envidia, acerca de lo cual<br />

dice Epicteto: «Cuando veas alguno promovido a dignidades o favorecido o acreditado, no te<br />

dejes llevar de aquella apariencia del honor y aplauso, diciendo: el tal es dichoso; pues la<br />

dicha verdadera consiste sólo en la tranquilidad del espíritu; esto es, en no desear sino<br />

aquellas cosas que dependen de nosotros mismos. Ni debe causarte envidia el esplendor de la<br />

grandeza, ni has de anhelar el ser cónsul, senador o emperador. Lo que mejor te está es el ser<br />

libre, fin principal de nuestras pretensiones; y para alcanzarlo hay sólo un medio que es<br />

menospreciar todo aquello que de nosotros no depende».<br />

Dada esta lección, le dijo Hardyl sobre ella el poco cuidado que tienen los hombres en<br />

desarraigar de sus ánimos las semillas de esta baja pasión de la envidia, porque todos ellos<br />

están persuadidos que no tienen origen en su amor propio y en su vanidad, sino en los objetos<br />

que se la excitan, <strong>com</strong>o son la riqueza ajena, la dignidad, la hermosura, el talento, las cuales<br />

cosas nos pesa ver en otros porque quisiéramos que fuesen sólo nuestras. De aquí es, hijo mío,<br />

le decía, que cuando las oímos alabar en otros, parece que nos resentimos y que nos llenamos<br />

de un amargo rubor, principalmente cuando vemos levantados a dignidades y honores, o bien<br />

muy aplaudidos, aquellos sujetos en cuyo ensalzamiento no nos interesamos; porque<br />

entonces, por lo mismo que interiormente los reputamos felices, la envidia que nos causan nos<br />

roe el ánimo y nos incita a tachar la fortuna de caprichosa y a poner tal vez nuestras lenguas<br />

en las calidades de aquellos mismos sujetos levantados, <strong>com</strong>o si pretendiéramos ofuscar el<br />

lustre de sus honores con nuestra maledicencia.


Este mal procede sólo de la errada opinión que nos forjamos de la felicidad, creyendo<br />

que sola la riqueza, el honor y la opulencia la tienen estancada. Pero si nos llegamos a<br />

persuadir que esta dicha es sólo aparente, nuestros deseos envidiosos no alzarán cabeza para<br />

pretenderla, ni se abatirán a acecharla en quien la posee; porque nadie envidia ni anhela lo que<br />

no ama ni aprecia. Y si no nos persuadimos que esta felicidad no es sólida, ni cual parece, la<br />

causa es porque nos paramos a contemplar el exterior lucimiento de los poderosos y no<br />

penetramos en su interior agitado y roído de los deseos y desazones de la ambición, la cual no<br />

les deja disfrutar lo que nos parece que poseen, por las molestias y desvelos que les acarrea.<br />

Vemos sólo rostros ufanos y las pomposas muestras de su ostentación, y jamás las ocultas<br />

pesadumbres y tormentos de su conciencia.<br />

No es esto decir, hijo mío, que el sabio, el hombre de virtud, no pueda ser<br />

verdaderamente dichoso en la posesión de estos mismos honores, riquezas y dignidades; pero<br />

es difícil que se halle muy bien con ellas, siendo opuestas a la libertad y a la independencia<br />

superior de su ánimo, que consiste, <strong>com</strong>o dice Epicteto, en despreciar, en no poner nuestra<br />

afición en las cosas que no dependen de nosotros mismos. Y así el hombre de virtud no<br />

tomará en ellas ninguna vana <strong>com</strong>placencia y mucho menos se engreirá por poseerlas. Antes<br />

bien, avendráse con las mismas <strong>com</strong>o con un vestido muy estrecho, que no le viene bien y que<br />

no le dará ningún pesar si se viese despojado de él, estando persuadido que su dicha mayor la<br />

tiene colocada en la quietud de su pecho. Tú no estás en estado todavía de probar estas<br />

verdades, no teniendo motivos de sentir los efectos de la envidia; pero estando tu ánimo<br />

prevenido podrá resistir mejor a los asaltos de esta ruin pasión a cuyos disgustos andan<br />

sujetos los hombres, porque no saben despreciar lo que no saben dejar de admirar. A estas<br />

razones añadía otras Hardyl, llenando el tiempo hasta que se acordó de disponer la <strong>com</strong>ida.<br />

Después de ella volvieron a la tienda para continuar su trabajo, viéndose precisado Eusebio a<br />

enmendar algunos entretejos del azafate, que había errado con la priesa y el miedo, teniéndolo<br />

empleado toda la tarde la dicha re<strong>com</strong>posición. Acabada ésta, subieron a preparar la cena, mas<br />

queriendo Hardyl poner en la mesa la limeta de la cerveza, ve que estaba vacía, y así <strong>com</strong>o la<br />

tenía en la mano <strong>com</strong>ienza a zarandearla llamando a Eusebio, y diciéndole: Pues a buen<br />

seguro que pasaré esta noche sin cerveza si no la obtengo a punta de lanza de tu esfuerzo. ¿Te<br />

atreverás a ir por otra botella a la bodega? Eusebio le responde esforzadamente que se<br />

atreverá, yendo con luz. Aquí la tienes, pues, dice Hardyl, he aquí también la llave. Eusebio la<br />

toma, baja la escalera pisando fuerte, dando motivo de reír a Hardyl, abre con ruido la bodega,<br />

entra en ella y toma una botella. Mas <strong>com</strong>o el miedo suele apresurar la salida de los lugares en<br />

donde se padece, Eusebio, que tan esforzadamente había entrado, sale, no por sus pasos<br />

contados, sino muy apriesa; y queriendo cerrar de corrida y golpe la puerta, da con la botella<br />

en la esquina de la pared, hácela mil pedazos y se derrama encima la cerveza, quedando<br />

estático y confuso de aquel funesto accidente.<br />

Oye el ruido Hardyl, baja, y viendo a Eusebio parado con la luz en la una mano y con el<br />

cuello de la botella en la otra sin saber lo que le pasaba, le dijo sonriendo: Bandera rota, honor<br />

de capitán. Ánimo, Eusebio, que de vidrios rotos huyeron los enemigos. A buen seguro que<br />

podrás dormir solo esta noche; y sobre mi palabra que no se atreva a darme el miedo<br />

encamisada. Verás qué poder tuvo el estruendo de esa botella. Y entrando a tomar otra él<br />

mismo se subieron a cenar, quedando Eusebio muy mortificado por el accidente, y dispuesto<br />

por lo mismo a pasar por la determinación de Hardyl de hacerle dormir solo en su cuarto<br />

aquella noche, <strong>com</strong>o sucedió después de haberle pasado la cama.<br />

Después de tales esfuerzos, preparaba en el ánimo de Eusebio la confusión y tristeza del<br />

accidente más que el miedo que sentía, pero que no le impidió el dormir toda la noche.<br />

Llegado el día en que había de llevar el azafate a Susana Myden, sentía Eusebio disminuidos<br />

sus deseos por la gran mancha de la cerveza que cabalmente le cogía la delantera de la chupa<br />

y de los calzones, sobre lo cual mostraba alguna repugnancia. Hardyl le dijo que toda la culpa


la tuvo el miedo, y que así <strong>com</strong>o el esfuerzo que hizo para entrar en la bodega se lo había no<br />

poco disminuido, así también el vencimiento de aquella repugnancia que sentía en dejarse ver<br />

manchado por la calle, contribuiría para más disimularlo o para acabarlo de perder, pues así lo<br />

humillaría. Hubo de pasar por ello el pobre Eusebio y algo avergonzado, procurando llevar al<br />

descuido el azafate delante de la chupa para esconder la mancha, se encaminó con Hardyl<br />

hacia casa de Myden.<br />

Susana, que amaba sumamente el aseo, viéndolo <strong>com</strong>parecer muy alegre con el azafate,<br />

con el cual encubría su mancha, recibiólo con cariñosa afabilidad, alabándole mucho aquel<br />

trabajo; pero luego que lo descubrió tan manchado y hediondo trocése su placer en alteración,<br />

pidiéndole la causa de aquella suciedad. Hardyl le cuenta entonces la desgracia; mas Gil<br />

Altano, que estaba presente, le dijo: No dude vmd. mi señora, que no salga don Eusebio de la<br />

escuela del señor Hardyl tan buen tabernero, <strong>com</strong>o buen oficial de cestos, y muy avispado<br />

esportillero, pues el otro día lo vi en la tabla <strong>com</strong>prando carne que pudiera darme quince y<br />

falta. Habíase resentido Altano del reproche moderado que le hizo Hardyl cuando se le ofreció<br />

para llevarle la espuerta, y reservó a esta ocasión el contárselo a Susana, sabiendo que lo<br />

había de llevar a mal, para que diese que sentir a Hardyl, <strong>com</strong>o si éste fuese hombre de<br />

resentimientos; pero consiguió en apariencia su intento, porque Susana, algo alterada, le dijo<br />

que extrañaba que hubiese mandado acción tan indecente.<br />

Hardyl, superior a todas estas pequeñeces, sin mostrar la menor alteración, ni al reporte<br />

de Altano, ni a la extrañeza de Susana, con todo le respondió con afable moderación que<br />

jamás mandaba; pero sí hacía esas cosas en <strong>com</strong>pañía de Eusebio, porque no reputaba ninguna<br />

acción ignominiosa sino las ruines y deshonestas; que otras muchas pudieran parecer bajas a<br />

los ojos de la ambición y de la vanidad, pero que no lo eran en sí; mucho menos siendo<br />

voluntarias y animadas de la virtud y no desemejantes en su género a las de servir en los<br />

hospitales y al lavar los pies a los pobres; no habiendo entre ellas otra diferencia que la que<br />

les pone la opinión y la idea que nos formamos de tales actos de virtud que el uso canoniza.<br />

Añadió Hardyl a estas otras razones, las cuales, aunque movieron el ánimo de Susana, no<br />

pudieron recabar de ella que dejase volver a Eusebio aquella tarde con Hardyl, queriendo que<br />

quedase en casa hasta que tuviese acabado otro vestido.<br />

Esta razón dio Susana a Hardyl en presencia de Henrique Myden para que Eusebio no<br />

fuese a la tienda; y Henrique Myden, que no había estado presente a la disputa de Susana,<br />

vino bien en ello muy alegre porque la mancha le proporcionaba la quedada de Eusebio, sin<br />

penetrar el resentimiento de su mujer. Pero Hardyl, a cuyos ojos no se encubrían los ajenos<br />

sentimientos, debió moderar los suyos; calló y se fue sin su amado Eusebio, resuelto a hacer<br />

triunfar su desinterés y moderación de los resentimientos de Susana. De hecho, creyendo<br />

Henrique Myden que Hardyl volvería a su casa por su discípulo, viendo que no <strong>com</strong>parecía,<br />

después de llevar Eusebio el vestido nuevo, determinó ir a verle. Hallóle ocupado en su<br />

trabajo, y alegrándose con él porque el motivo de no venir por Eusebio no hubiese sido su<br />

salud, le preguntó por la causa de su tardanza. Hardyl, sonriéndose modestamente, le<br />

respondió haberle parecido que su mujer Susana quería encargarse de la educación de Eusebio<br />

y que siendo al parecer opuestas las máximas de entrambos, creía superflua su enseñanza.<br />

Myden, que ignoraba lo pasado, oyendo con sorpresa el discurso de Hardyl, suplicóle le<br />

aclarase un misterio que no <strong>com</strong>prendía.<br />

Contóle entonces Hardyl la disputa y el resentimiento de Susana, y aunque Henrique<br />

Myden lo torció a bulla, culpando los antojos de las mujeres, no dejó de sentirlo,<br />

interesándose el afecto y veneración que al carácter de Hardyl profesaba. Éste le dijo que no<br />

extrañaba el modo de opinar de su mujer, al cual por lo mismo no debía ningún resentimiento;<br />

pero bien hubiera podido dárselo el afecto que Eusebio le merecía a títulos mayores que los de<br />

discípulo; mas que le había costado poco sacrificar su cariño a la tranquilidad de su corazón;


lo que, unido a su desinteresada conducta, esperaba que serviría de razón a Susana para<br />

convencerla, en vez de entrar en ridículas disputas, las cuales de nada aprovechan y que, antes<br />

bien, son dañosas a los muchachos que las saben o que las escuchan, haciéndoles más<br />

desabrido el yugo de la educación si ven hacerse sus padres los patrocinadores de sus<br />

siniestras inclinaciones.<br />

Voy, pues, a enviároslo, dijo levantándose un poco alterado Henrique Myden, con el<br />

mismo vestido manchado con que vino; haré que lo a<strong>com</strong>pañe Altano y con este motivo daré<br />

orden al mismo para que se quede a serviros. Hardyl le respondió que no se fiaba todavía<br />

enteramente de los tiernos sentimientos de la virtud de Eusebio para que pudiese sobreponerse<br />

a los modos truhanescos de Gil Altano y, callando el cuento que había llevado a Susana,<br />

prosiguió diciendo: Pues aunque no lo creo hombre viciado, sino antes bien de buenas<br />

entrañas, con todo, los muchachos contraen insensiblemente las maneras libres y<br />

des<strong>com</strong>puestas de los criados; las cuales, siendo contrarias a la circunspección y modestia,<br />

infunden disgusto y enfado a las máximas de la virtud, y una pesada resistencia para ajustarse<br />

a ellas; de donde imperceptiblemente les nace el anhelo de la libertad para dar suelta a sus<br />

oprimidas inclinaciones, perdiendo en un día el fruto de muchos años de educación.<br />

Añádese a esto las bellaquerías y trampas que les sugieren o que les fomentan al<br />

escondite, para congraciarse más con los muchachos, desahogando con ellos la sujeción de su<br />

servidumbre. Y aunque esto sea en bagatelas, engendran con todo en ellos una astuta<br />

desconfianza que poco a poco degenera en manantial de embustes y de sagaces desvelos, para<br />

eludir lo que se les manda o para negar o fingir lo que quieren que no se sepa o que se ignore.<br />

Y el muchacho que llega a este extremo está perdido. No es posible que preste su corazón a<br />

los severos sentimientos de la virtud y es vano el trabajo que se emplea en sugerirlos. Y así os<br />

ruego suspendáis por ahora enviarnos a Gil Altano, no siéndonos necesario, y esperando yo<br />

una ama que me prometió un vecino a quien encargué antes de ayer que me la buscase.<br />

Mi deseo, dijo Henrique Myden, era sólo aliviaros de las molestias caseras; mas ya que<br />

tenéis mayores miras que yo sobre el adelantamiento de Eusebio, no hay para qué insistir en<br />

mi oferta; pero sí persistiré en enviaros a Eusebio con el mismo vestido manchado con que<br />

vino. También debo rogaros, dijo Hardyl, que desistáis de ese empeño, no sea que eche de ver<br />

Eusebio que nace de obstinación por parte vuestra y por influjo mío, pues podemos<br />

desmerecer su confianza en cotejo de Susana que quiso hacer el cortejo a su tierna ambición;<br />

y éste es un punto no menos delicado que esencial. Nada se consigue con la obstinación<br />

declarada y con la violencia. Con ésta podéis bien sí hacerle poner el vestido sucio, cediendo<br />

el muchacho a la fuerza, pero su ánimo no se convencerá del bien que se le desea; y es el<br />

ánimo el principal objeto de la instrucción, no el cuerpo ni la apariencia exterior, pues ésta, ya<br />

sea pobre, ya rica, llega a ser indiferente para un ánimo ya amoldado a la virtud.<br />

No es prueba de vana ambición el llevar un rico vestido, sino el preferirlo a otros<br />

decentes; y quien se avergüenza de llevar una casaca pobre, ése pretende ir muy ufano y<br />

presumido con otra recamada. Ni creáis que yo apruebe que lleve Eusebio ese vestido sucio<br />

en cotejo de otro aseado; pero <strong>com</strong>o vi su repugnancia en llevarlo manchado, quise que pasase<br />

por la vergüenza de ir él mismo a buscar otro, sin hacerlo traer de vuestra casa para<br />

acostumbrarlo a moderar su ambicioncilla tan natural a los muchachos y de la cual, si ellos<br />

mismos no se desengañan a fuerza de oír y practicar buenas máximas, por más que se les haga<br />

llevar la túnica de un dumplers, tarde o temprano, luego que se ven dueños de sí mismos, les<br />

vuelve a retoñar.<br />

Persuadido Henrique Myden de las razones de Hardyl, se fue a su casa y envió a Eusebio<br />

con otro criado suyo llamado Juan Taydor. Eusebio llegó a tiempo que Hardyl aparejaba la<br />

<strong>com</strong>ida. Adelantóse Eusebio, apresurado, para manifestarle con su confuso y respetuoso


silencio el sentimiento que le había causado su ausencia. En el asomo del llanto a sus ojos<br />

leíanse las sospechas de su afecto, que dudaba de la correspondencia del cariño de Hardyl.<br />

Éste, queriendo poner a logro del mismo Eusebio las demostraciones de su amor, lo recibe en<br />

sus brazos y lo tiene apretado en ellos; luego lo aparta un poco de su pecho para reparar en las<br />

lágrimas que le salían de los ojos y, poniéndose él también a llorar, vuelve a cogerle entre sus<br />

brazos, diciéndole: Hijo mío Eusebio, ¿merece por ventura ese tu llanto la correspondencia<br />

del de tu Hardyl? ¿Acaso te lo arranca el sentimiento de dejar la casa de tus padres y la<br />

tristeza de entrar en ésta mía, o bien la <strong>com</strong>placencia de volver a ver al que más que ellos te<br />

estima? ¿Podré lisonjearme que no sea vana esta confianza que mi consuelo te manifiesta?<br />

Eusebio, sin darle respuesta, continuaba con su tierno llanto, imitando, <strong>com</strong>o suelen hacerlo<br />

los muchachos, la vergüenza de las mujeres, que rara vez confiesan amar a los mismos a<br />

quienes aman.<br />

Pero tampoco Hardyl exigía de él esta confesión, <strong>com</strong>o suelen hacerlo los necios<br />

amantes, que pretenden a fuerza de insulsa y enfadosa importunidad, sacar esta declaración<br />

del rubor de la persona amada. Antes bien, se contentaba del tierno y confuso silencio de<br />

Eusebio, mucho más que si se lo declarase de palabra, viendo que lo penetraba su<br />

demostración; con la cual imprimió de nuevo en su pecho sus santos y piadosos sentimientos.<br />

Mas conociendo por lo pasado que la pasión más arraigada, a pesar de su buen carácter, era la<br />

vanidad, y temiendo que Susana se la hubiese fortalecido con el pretexto del aseo, puso su<br />

mira principal en <strong>com</strong>batirla con máximas adaptadas a su capacidad, haciendo recaer los<br />

discursos sobre ella en las lecciones que daba y citándole ejemplos de antiguos filósofos, todo<br />

a fin de recabar de él la exterior moderación en el vestir. Y buscando en su imaginación<br />

ocasiones para que la practicase, se le proporcionó una sin pensar, una tarde en que más<br />

inculcaba sobre los motivos de oprimir los vanos sentimientos del corazón, diciéndole que la<br />

causa de la ambición del hombre en vestir ricamente era el ansia de ser tenido en algo de los<br />

otros y el temor de desmerecer su aprecio. Lo que hacía al hombre esclavo dependiente de la<br />

ajena opinión, teniendo atada su noble libertad interior a lo que pueden pensar o decir los que<br />

lo miran y a lo que tal vez ni piensan ni dicen; o porque mirándolo no reparan o porque<br />

reparándolo no lo conocen.<br />

Pero demos el caso, continuaba a decirle Hardyl, que te vean vestir pobremente; los que<br />

advierten en ello y no te conocen, pueden pensar o decir: este muchacho es hijo de padres<br />

pobres; de donde se seguirá que no se dignarán a<strong>com</strong>pañarse contigo, o no te convidarán a su<br />

mesa. ¿Mas te parece que estos motivos deban empeñar una alma grande para que fomenten<br />

la vanidad? Mas demos también el caso que los que reparan en tu vestido pobre, te conozcan;<br />

si ellos saben que haces estudio de la virtud, tendrán motivo de alabarte por ello y dirán en su<br />

interior: este muchacho ha de ser muy honrado; la entereza del alma échase de ver también en<br />

el vestido, a la verdad promete mucho su tierna moderación. Esto dirán, no hay duda, los<br />

hombres cuerdos. Verdad es también que los presumidos y vanos dirán tal vez: ved este<br />

mueca y simplón cómo anda haciendo el Democritillo, pudiéndolo lucir y tratarse <strong>com</strong>o<br />

conviene; por cierto que es muy ridículo y gran necio. ¿Necio que quieras parecer pobre?<br />

¡Locos! Pero enhorabuena. Para que seas dichoso, solía decir Sócrates, conviene que parezcas<br />

necio. La dicha verdadera tiene otros visos diferentes de aquellos que creen los ambiciosos; y<br />

en tal caso, poseyendo tú la verdadera felicidad, ¿qué te debe importar que te tengan por necio<br />

los que de hecho lo son?<br />

Añade a esto, hijo mío, los daños que acarrea al hombre este vano prurito de parecer lo<br />

que es y lo que no es en sus vestidos, los afanes y desazones que padece si le faltan modos<br />

con que satisfacer su ambición, los engaños y estafas viles que ella les induce a <strong>com</strong>eter, los<br />

desvelos en acortar imaginarias cuentas que el corte y tijera del artesano hace salir fallidas, las<br />

importunidades de préstamos, empeños y deudas que le hace contraer la servil dependencia en<br />

que lo pone de seguir las modas, los caprichos y devaneos de los otros. ¿Qué más? Hijo,


familias enteras ricas y a<strong>com</strong>odadas he visto yo caídas en necesidad suma y en miseria por<br />

esta loca ambición; y otras no poder por la misma levantar cabeza, prefiriendo antes satisfacer<br />

los ojos de la opinión ajena que sus propias <strong>com</strong>odidades y bienestar. Los mismos señores<br />

poderosos y ricos llegan a resentirse de los daños que la misma les causa, sacándolos de la<br />

esfera de su posibilidad.<br />

Esto iba diciendo Hardyl al tiempo que entró un muchacho que le proporcionó la ocasión<br />

de que Eusebio pusiese por obra estas mismas máximas. Su estatura era poco más o menos<br />

igual a la de Eusebio y entró en la tienda a <strong>com</strong>prar una cuna de juncos, pidiéndola con tal<br />

desenvoltura y despejo, que no pudo dejar de llamar la atención de Eusebio. Admiraba éste su<br />

singular descaro en tanta pobreza de su vestido, el cual se reía por los codos hasta mostrar las<br />

carnes, y por delante bailábanle dos remiendos prendidos de los sobacos de color más vivo<br />

que el del paño de la raída casaca. En su sombrero mugriento parecía haberse cebado algún<br />

perro, por los bocados que llevaba, y por las que fueron puntas de sus rotos zapatos asomaban<br />

la cabeza las de los dedos de sus pies entre las deshiladas medias <strong>com</strong>idas del lodo.<br />

Hardyl, oyendo que le pedía una cuna, se levanta para descolgarla y se la presenta,<br />

diciéndole que valía diez reales. Esos tuviera yo, dice el muchacho, y plantara buque en el<br />

astillero; diez reales, dijo, con ellos iba yo a contratar en perlas a la california. Esto decía<br />

mirando por todas partes la cuna. Hardyl continuaba en su trabajo sin responderle, dejándole<br />

decir El muchacho, insistiendo en su regateo, continuó diciendo: Ea, partamos por mitad el<br />

cohombro; cinco reales y los paro limpios por la boca de este bolsillo; tocándose el codo.<br />

Hardyl, sin darle tampoco respuesta, se vuelve a Eusebio y le pregunta: ¿Conoces, Eusebio, a<br />

este muchacho? No, no lo conozco, respondió Eusebio. Pues si no me engaño, dijo Hardyl, es<br />

hermano de Pedro Robert. ¿No es así? ¿No eres hermano de Pedro Robert, el carpintero? ¿No<br />

te llamas Luis? Sí señor, tal nombre me puso mi mala ventura, dijo el muchacho. ¿Tu mala<br />

ventura, dice Hardyl, por qué? La razón os la dice con cien bocas este mi sombrero, respondió<br />

el muchacho, mostrando el sombrero al aire. Pero según veo, le dijo Hardyl, estás muy bien<br />

avenido con tu pobreza, de modo que me excitas la curiosidad de preguntarte si te<br />

avergüenzas de llevar ese vestido. ¿Vergüenza?, respondió el muchacho, ni en la cara, ni en el<br />

corazón. Este andrajo es de los días de hacienda, otro a quien no le da gana todavía de reír<br />

tanto, me lo guarda en un rincón un garabato para los días festivos; pero ni en uno ni en otro<br />

pienso que lo llevo después de metidos y encajados.<br />

¿Llevarías de mejor gana, volvió a preguntarle Hardyl, un vestido rico que ese pobre?<br />

¡Oh, sí lo llevara!, dijo el muchacho. ¡Oh, esto sí que es bueno! ¡Y quién no quiere llevar<br />

antes un vestido rico que uno andrajoso! ¡Yo que le tuviera! Volviéndose entonces Hardyl a<br />

Eusebio, le dirigió la palabra diciéndole: ¿Y tú, Eusebio, eres del mismo parecer que Luis<br />

Robert? ¿Gustarías más de llevar un vestido rico que otro roto? Dime sinceramente tu sentir.<br />

Mayor repugnancia me parece que tendría, dijo Eusebio, en llevar un vestido roto que vanidad<br />

en llevar uno rico. Has vencido, pues, dijo Hardyl, el prurito de parecer rico y te dejas<br />

sojuzgar de la vergüenza de parecer pobre. A la verdad esto cuesta mucho más, pero quien<br />

venció lo primero, ¿no podrá alcanzar lo segundo? Una firme y pronta resolución puede<br />

recabarlo; y ésta podrá encenderse en tu ánimo si llamas a tu memoria las máximas de la<br />

moderación, los ejemplos que te conté y los daños que te dije acarreaban al hombre los<br />

anhelos de la vanidad y los bienes que con su vencimiento consigue. Si animado de todas<br />

estas memorias te atrevieras a trocar tu vestido con ese que lleva Luis Robert, no dudes, hijo<br />

mío, que tu pecho llegaría a poseer aquella sublime libertad del ánimo que tú mismo<br />

mostraste deseos de poseer.<br />

Eso haré yo, si gustáis de ello, dijo algo encogidamente Eusebio; pero mi madre Susana<br />

se resentirá de nuevo si me ve <strong>com</strong>parecer con esa casaca. Madres, ved aquí los efectos de<br />

vuestro vano y ambicioso amor. ¿Y os quejaréis después si vuestros hijos ya grandes os son


ingratos? Vuestra madre, respondió Hardyl, no tendrá ya más justo motivo de resentimiento;<br />

vuestro padre proveyó sobre ello. Yo tendría gusto que lo hicieses, mas sentiría fuese sólo por<br />

darme gusto, antes que por el bien que se te puede seguir. Si estás persuadido que te ha de<br />

venir provecho de la heroicidad de tal acción, por el vencimiento de tu vergüenza y por la<br />

caridad que ejercitas al mismo tiempo con este pobre hermano de Pedro Robert, a quien me<br />

sugeriste llevásemos la carne el otro día, no tienes por qué detenerte; antes bien, hazlo, hijo<br />

mío, hazlo.<br />

A estas voces deja caer Eusebio el trabajo que tenía entre manos, desnúdase con modesto<br />

denuedo de su casaca, y se la presenta a Luis con tal finura que tuvo parado y atónito al<br />

muchacho, dudando éste si era verdad lo que veía. Hardyl, notando la suspensa admiración de<br />

Luis Robert a la oferta de Eusebio, le dice: Ea, toma lo que te dan. ¿Dudas de trocar tus<br />

andrajos por esa casaca nueva? ¿Pues qué, va de veras?, dijo Robert. Bien, ¿quieres trocar tu<br />

casaca por esta mía? Si la deseas, dice Eusebio, ahí la tienes, tómala. Luis Robert entonces,<br />

recobrando su desenvoltura, quítase la casaca que entrega a Eusebio, y ambos a dos se visten<br />

las trocadas.<br />

Eusebio, sin mirarse, vuelve a tomar su asiento y trabajo. Robert se mira una y otra vez<br />

diciendo: Hola, que me viene pintada. Hardyl rebosaba de dulce <strong>com</strong>placencia, pero sin<br />

manifestarla; antes bien, encubriéndola con despegada severidad, dice a Luis Robert: Nada<br />

más tienes que ver aquí, toma tu cuna y parte; sin quererle hacer mención del precio, del cual,<br />

olvidado el muchacho, ufano con el vestido nuevo, carga con la cuna, y sálese de la tienda a<br />

saltos.<br />

Eusebio y Hardyl continuaron su trabajo en silencio, atando sus lenguas el delicioso<br />

consuelo que suele dejar un acto de heroicidad; en Eusebio por haberlo ejecutado, en Hardyl<br />

por ver cumplido lo que no le parecía tan fácil; pero en vez de alabarle el hecho, aunque lo<br />

admiraba, temiendo que la vanidad se apropiase parte del vencimiento, le preguntó si sentiría<br />

ir a casa de sus padres con aquella casaca. Nada me parece que lo sintiera, dijo Eusebio, antes<br />

me parece que con la casaca me desnudé de toda repugnancia, y en el interior siento una dulce<br />

satisfacción y <strong>com</strong>placencia que hasta ahora no había jamás probado. Ves, pues, hijo mío, le<br />

dice Hardyl, el ventajoso procedimiento de la práctica de la virtud: adquirida una, dispone<br />

insensiblemente el ánimo para la adquisición de otra; y tal vez el vencimiento de lo que más<br />

arduo nos parecía, obtiene el alma el señorío de las demás pasiones, <strong>com</strong>o si quedasen éstas<br />

humilladas, de modo que no se atreven a levantar la frente. Y si quieres consultar tu corazón<br />

sobre el mismo miedo que poco antes señoreaba tu pecho, verás que éste se siente fortalecido<br />

contra la vana ilusión de la fantasía, <strong>com</strong>o si el quebrantamiento de la vanidad y de la<br />

ambición hubiese también quebrantado el triste ceño al miedo.<br />

Cortó este discurso de Hardyl la entrada en la tienda de una moza bien parecida y<br />

agradada, aunque mostraba ser labradora, la cual preguntó por el dueño de la casa. Dícele<br />

Hardyl que el dueño le tenía presente y qué era lo que quería. Me envía, dice ella, míster<br />

Hoode para serviros de criada. Hardyl, aunque la reprobó desde luego en su interior por haber<br />

pedido a míster Hoode una mujer anciana y le enviaba una cuya presencia agradable era lo<br />

que menos le convenía, estando especialmente con Eusebio, quiso con todo darle largas con<br />

varias preguntas para ver qué impresión hacía su presencia halagüeña en los ojos de su<br />

discípulo. Pero viendo que éste no los levantaba de su trabajo, la despidió con buenos<br />

términos, resolviendo desde entonces servirse de uno de los criados de Henrique Myden, por<br />

las dificultades que veía en hallar criada de las calidades que deseaba para su casa.<br />

Conociendo Hardyl la buena disposición en que dejó al ánimo de Eusebio el trueque del<br />

vestido, no le quiso dejar enfriar para que no le fuese sensible la prueba que le quería hacer<br />

tomar en el ejercicio de la sobriedad y templanza. Para esto <strong>com</strong>enzó a disponer su ánimo,


encareciendo las ventajas que se le seguían al hombre de la moderada abstinencia y los daños<br />

que se ahorra cuando llega a dominar el apetito de la gula. Yo, hijo mío, le decía, para<br />

disfrutar los bienes que engendra la templanza, acostumbro ejercitarme en ella algunos días<br />

del año, pasándolos a pan y agua. Tú, si quisieres tenerme firme <strong>com</strong>pañía en este banquete de<br />

la salud, mañana es uno de los días destinados. Mañana, si gustares, podrás decir con Átalo:<br />

tengamos pan, tengamos gazpacho, y disputemos la felicidad a los poderosos. Y diciéndole<br />

Eusebio que se tendría firme, remitió la prueba al otro día.<br />

Llegado éste, fue Hardyl a despertar a Eusebio para reconvenirlo sobre su propósito y le<br />

dice: No quieras engañarte, hijo mío, sino consulta con tu apetito tu determinación, pues<br />

vengo para esto; porque si no te sientes con voluntad de ponerlo por obra, iremos a proveer la<br />

<strong>com</strong>ida. Sí la tengo, dice Eusebio, os haré <strong>com</strong>pañía. Bien, pues, dice Hardyl, pero entre tanto<br />

que te vistes voy a preparar el té, porque aunque yo suelo privarme de él en estos días, no<br />

quiero que tu primer ensayo sea tan riguroso; bébelo y ve a decorar tu lección. Hízolo así<br />

Eusebio: tomó el té de mejor gana que los otros días y después de haber decorado su lección<br />

fue a darla a la tienda. Era ésta cabalmente el capítulo de Epicteto en que trata de la sobriedad,<br />

diciendo: «Si aprendiste a sustentar tu cuerpo con poco, no te gloríes por ello interiormente, ni<br />

andes alabándote por haberte acostumbrado a ser abstemio. Si te ejercitas en tales cosas, hazlo<br />

a solas, sin desear ser visto de los demás, <strong>com</strong>o suelen hacerlo aquellos que siendo<br />

perseguidos corren a refugiarse a las estatuas, abrazándose con ellas para convocar al pueblo y<br />

hacerlo sabedor de que les hacen violencia. Cualquiera que por tal vía busca la gloria tan<br />

livianamente, pierde el fruto de la paciencia y templanza; haciendo fin de estas excelentes<br />

virtudes el concepto de los otros; y toda ostentación es vana y de ninguna utilidad.»<br />

Oída la lección sonrióse Hardyl, diciendo: Parece que el buen Epicteto nos quiere poner<br />

la bola en el emboque. A mejor tiempo no pudieran venir sus consejos, ni yo supiera darles<br />

realce con la amplificación. Sobrada fuerza tiene su exposición sencilla para que pueda<br />

recibirla mayor de mis razones. Bastan esas pocas líneas para desmentir a los que, llevados de<br />

su liviano modo de juzgar, tachan de soberbio a ese sublime estoico, <strong>com</strong>o si ellos dejasen de<br />

ser soberbios con hacer mofa de aquellos a quienes no son capaces de imitar. Lástima que<br />

dejase Hardyl de continuar sobre esto por deber atender a Luis Robert, que entraba en la<br />

tienda con su hermano mayor, el cual quiso informarse de Hardyl si era verdad el trueque<br />

hecho de la casaca. Díjole éste ser mucha verdad, y para confirmársela le mostró a Eusebio<br />

que estaba allí de pies con la casaca rota, que causaba <strong>com</strong>pasión al mismo Pablo Robert. Él<br />

replicó luego que aunque tenía mucho que alabar a Eusebio por el trueque, pero que con todo<br />

le suplicaba se hiciese el destrueque, pues no permitía que su hermano llevase un vestido que<br />

no convenía a su pobreza, y volviéndose a él le manda quitar la casaca y entregársela a<br />

Eusebio.<br />

Hácelo así Luis Robert y presenta, aunque de mala gana, la casaca a Eusebio, que ya<br />

contaba por suya. En este ademán los sorprendió Henrique Myden, que entraba en la tienda al<br />

tiempo que decía Eusebio a Luis Robert, que le presentaba la casaca, que lo que había dado y<br />

había sido admitido, no lo reconocía por suyo. Admirado estaba Henrique Myden de aquel<br />

espectáculo, chocándole sobre manera ver a Eusebio con aquel andrajo y al otro muchacho<br />

que tenía en la mano la casaca en ademán de ofrecérsela. No lo había visto entrar Eusebio por<br />

cogerle de espaldas, ni tampoco Hardyl, porque los oía y los dejaba hacer, prosiguiendo en su<br />

trabajo, hasta que oyeron la voz de Henrique Myden que preguntaba admirado: ¿Qué viene a<br />

ser esto? Pablo Robert, que le conocía, lo saluda haciéndole lugar. Eusebio se vuelve a él<br />

sonroseado y confuso, y Hardyl levanta los ojos a su voz, y sonriéndose le cuenta el trueque<br />

de la casaca y las pretensiones con que venía Pablo Robert para que se destrocasen.<br />

Henrique Myden, que conoció que Hardyl había salido con la suya, preguntó a Pablo<br />

Robert si el trueque se había hecho con consentimiento de las partes. Sí, señor, según parece,


dice Pablo Robert; mas mi hermano debe contar conmigo. Enhorabuena, replicó Henrique,<br />

pero habiéndoos tocado la parte mejor, ¿de qué os quejáis? Las pretensiones que traigo,<br />

respondió Pablo, no llevan por mira el interés, sino que nacen del disgusto de que mi hermano<br />

haya aceptado una casaca que no le <strong>com</strong>pete y sólo le ha de servir para fomentarle<br />

pensamientos que no sufre el estado en que la suerte nos puso. Luis Robert miraba a su<br />

hermano de reojo y con aire indignado. Preguntó entonces Henrique Myden, que también<br />

conocía a Pablo Robert, si eran hermanos de Pedro Robert el carpintero. Y diciéndole Pablo<br />

que sí, quiso informarse del oficio que había dado a Luis. Pablo le dice: Señor, lleva ya<br />

ensayados tres oficios, pero su genio y condición perversa hízoselos abandonar. Malo, dijo<br />

Henrique Myden, malo; pero eso será tal vez porque no acertasteis en la elección; y si no<br />

yerro, su genio inclina a la mercaduría. Si así fuere, puedo yo emplearlo y ponerlo en camino<br />

de su fortuna. ¿Se os asienta esta ocupación, Luis? Se me asienta tan bien <strong>com</strong>o esta casaca;<br />

levantándola con la mano.<br />

Henrique Myden se aficionaba más a su despejo y franqueza, y Pablo estaba alborozado<br />

de aquella proporción tan inesperada que se le ofrecía a su hermano; y volviéndose a él le<br />

instó para que hiciese alguna demostración de agradecimiento a tal bienhechor. Henrique<br />

Myden, que no gustaba de ceremonias, díjole: La mayor demostración que recibiré con gusto<br />

es que se ponga la casaca. Apenas oye esto Luis, dice inmediatamente: Pues la ofrezco y no se<br />

acepta, razón es que me la meta; y terciando la casaca sobre la cabeza, se la puso con una<br />

desenvoltura que no pareció bien a todos, especialmente a Eusebio, que veía de mal ojo la<br />

<strong>com</strong>placencia que Henrique Myden tomaba por el descaro de Luis. Pablo Robert, dirigiendo<br />

la palabra a Hardyl, le pide el precio de la cuna que se llevó Luis olvidándose de pagarla.<br />

Hardyl le pregunta para quién había de servir. Respondió Pablo que para un hijo suyo, si<br />

llegaba a buen término el vecino parto de su mujer. Pues bien, dice Hardyl, quiero ser<br />

acreedor al hijo que os naciere; con él ajustaré cuentas, si es varón. Pablo, que conocía su<br />

intención, se la agradeció, y volviéndose a Henrique Myden le pidió licencia para llevarse a su<br />

hermano, a quien procuraría enseñar la aritmética, para que pudiese emplearse en su<br />

escritorio. Henrique Myden le dijo que podía partir sin Luis, pues desde aquel instante<br />

quedaba a su cargo su instrucción. Partió con esto Pablo Robert, rebosando de contento por<br />

aquel feliz accidente.<br />

Luego Henrique Myden dijo a Hardyl: Espero que no dejaréis desairado este nuevo<br />

huésped en mi mesa, y que vendréis a participar de las quejas de Susana por mi<br />

consentimiento al trueque de la casaca. Hardyl, que veía la buena ocasión para que Eusebio<br />

saliese con aquel vestido de triunfo, no queriendo dejarla pasar, le respondió: Aunque<br />

habíamos destinado este día para ejercitarnos en la templanza y frugalidad, con todo, <strong>com</strong>o no<br />

lo hacemos por obligación, sino de grado, podremos diferirlo a otro día, a más de que la<br />

templanza se puede ejercitar en el más opíparo convite. ¿Y a qué se reduce ese ejercicio?,<br />

preguntó Myden. A pan y agua, dijo Hardyl; y quedando Henrique Myden con la boca abierta<br />

de risa, continuó a decirle Hardyl: ¿Sin duda os imagináis que crío a Eusebio para bonzo? A<br />

buena cuenta, replicó Myden, hacéis lo que ellos hacen. Hicíéramoslo del mismo modo si<br />

ellos no lo hicieran, y hacémoslo con diverso fin: ellos para mortificar sus cuerpos, nosotros<br />

para adquirir la frugalidad. Ejercitamos la moderación, no la penitencia, y hacémoslo para ser<br />

mejores y estar más sanos y para que nos sea tan indiferente una pechuga de faisán, cuanto la<br />

de una cerceta, y para <strong>com</strong>er con el mismo ánimo un pedazo de pan prieto que otro floreado.<br />

En fin, imitamos a los persas y lacedemonios, de quienes dice Jenofonte que criaban así a los<br />

muchachos para ser buenos ciudadanos, y no imitamos a los bonzos y bracmanes, para no ser<br />

buenos para ninguno.<br />

Bien, bien, <strong>com</strong>o queráis, dijo Myden, basta que lo dejéis para otro día, pues hoy os<br />

espero en casa. Me adelanto para prevenir el ánimo de Susana, que bien será menester, no sea<br />

que se resienta demasiado de ver a Eusebio con esa casaca, que a la verdad es algo indecente.


Dicho esto, parte con Luis Robert, el cual se despidió de Hardyl y de Eusebio haciéndoles<br />

saludo con la pierna, arrastrándola tiesa hacia adelante con risa fisgona, haciéndose aire con el<br />

sombrero. Ya de espaldas diole Eusebio tal mirada que parecía que con ella quisiera<br />

arrancarlo del lado de Henrique Myden.<br />

¡Oh miserable humanidad! ¿No se agotarán jamás tus siniestras y malas inclinaciones?<br />

¿No podrá recabarlo la virtud? Destroncada una pasión, ¿habrá de retoñar luego otra nueva?<br />

Mas ¿cómo fuera tan admirable y digna del acatamiento de los hombres la virtud, si no fuesen<br />

tan costosos sus vencimientos? ¿Quién se hubiera persuadido que después del heroico trueque<br />

de la casaca y acabando de oír Eusebio tales consejos contra la pasión de la envidia, se<br />

rindiese a su primer asalto? Notó Hardyl la ceñuda tristeza que de repente se apoderó del<br />

rostro de Eusebio, ocupando el lugar de la sublime y candorosa alegría con que lo había<br />

bañado el trueque de la casaca. Y no dudando que fuesen causa las demostraciones que había<br />

hecho Henrique Myden a Luis Robert, le dijo: ¿Podré saber, hijo mío, de dónde procede ese<br />

abatimiento que descubro en tu rostro? ¿Es acaso arrepentimiento del trueque de la casaca, o<br />

bien disgusto por ver favorecido de tu padre ese muchacho?<br />

No lo sé, dijo Eusebio. Siento bien sí que su ida con mi padre me deja triste y mi corazón<br />

abatido. Parecía que Luis Robert me miraba con desprecio y superioridad después que mi<br />

padre le dijo que quedaba a su cargo su fortuna, de modo que casi me lo hace odioso. Hardyl<br />

se levanta de repente e inclinándose para abrazarlo sentado <strong>com</strong>o estaba, exclamó: ¡Oh cielos!<br />

¡Cuánto vale esa tu ingeniosa confesión! Yo no sé apreciarla bastantemente. He aquí, amado<br />

Eusebio, cómo brotan insensiblemente las pasiones en el corazón sin que tal vez lo echemos<br />

de ver. Así se apodera del alma y la avasallan si no acudimos al remedio. Nada extraño, hijo<br />

mío, ese disgusto y tristeza que te ha dejado el favorecido Robert. Pero, ¿conoces a lo menos<br />

que esos son efectos de la envidia? ¿Estos son efectos de envidia?, dijo Eusebio. ¿Pues qué, se<br />

te olvidó tan presto, dijo Hardyl, la lección de Epicteto? Epicteto, replicó Eusebio, sólo dice<br />

que no debemos llamar dichosos a los que son promovidos a dignidades, ni desear ser<br />

cónsules ni emperadores. Pero deduje esto, prosiguió Hardyl, a otros casos particulares y, si<br />

no me engaño, te hablé del resentimiento que probamos cuando vemos hacer aprecio de otros,<br />

o por su talento, o por su virtud o riquezas, o porque los vemos favorecidos; pues la envidia a<br />

nada perdona, <strong>com</strong>o lo pruebas tú mismo, envidiando a ese pobre muchacho la conmiseración<br />

que usa con él tu padre.<br />

Mas a poco que reflexiones verás cuán ruin y ratera es esa tristeza que padeces, la cual es<br />

bien que conozcas para que te sirva de acuerdo en otras ocasiones, echándola de ti <strong>com</strong>o<br />

indigna de la nobleza de un alma libre y superior a tales bajezas. No digo yo que sea cosa ruin<br />

el sentir esos bajos afectos, sino el dejarse avasallar de ellos; y así, para que esto no nos<br />

suceda conviene conocerlos. Examinemos, pues, ese resentimiento que pruebas por la<br />

generosidad de tu padre con ese muchacho. Para esto pasa los ojos por la generosidad que tú<br />

mismo con él usaste dándole tu vestido. ¿Hale dado más tu padre? No por cierto; pues tú le<br />

diste lo mejor que tenías; y tu padre no dio otra cosa que demostración de afecto. ¿Qué hay<br />

aquí que envidiar? Nada para un corazón que está sobre sí, y mucho para el amor propio, que<br />

todo para sí lo quisiera; y <strong>com</strong>o las demostraciones de tu padre son señales de afición, temes<br />

que Luis Robert no te usurpe el amor que tu padre te profesa o bien que éste no lo divida. He<br />

aquí la fuente del mal que conviene desviar. Mas, ¿cuál remedio? El que has oído tantas veces<br />

y el que importa llevar siempre en la mano para aplicarlo en la ocupación en que a cada paso<br />

nos ponen las pasiones. No desear sino aquello que depende de nosotros. Esto lo tienes fresco<br />

en la memoria; pero por no haber conocido la envidia, no has sabido aplicarlo, y te dejaste<br />

vencer de sus ruines recelos y temores. Combatámoslos, pues, de cerca, y para esto<br />

supongamos que todo lo que puede temer tu envidia está ya cumplido.


Demos que tu padre, llevándose a su casa a Luis Robert, lo ame más que no a ti; que a<br />

instigación de Susana lo adopte por hijo, y a ti te desherede. Que Luis entra en la posesión de<br />

los bienes que habían de ser tuyos; y que tú en vez de disfrutarlos quedes en la calle pobre y<br />

desnudo <strong>com</strong>o saliste del mar. ¿La envidia puede acaso temer mayores rayos? No ciertamente.<br />

¿Pero todos ellos podrán envilecer el ánimo de Eusebio? Eusebio, que aprende a mirar con<br />

indiferencia todos los vanos bienes de la tierra, ¿temerá con ruindad que otro le usurpe la<br />

parte que le puede usurpar antes la muerte? Mas, ¿cómo lo tomará el que armado de un fajo<br />

de mimbres puede atreverse a provocar la suerte y a decirle: este hacecillo es mi hacienda y la<br />

insignia de mi consulado? Ve, busca otro Sila y Mario en quien cebes los caprichos de tu<br />

liviana inconstancia; no depende de ti el que lleva su hacienda en sus brazos y su mayor bien<br />

en la virtud. Si tales reflexiones no sofocan la envidia en tu corazón, hijo, te lo arrancas antes<br />

que <strong>com</strong>o a esclavo lo traten sus viles sentimientos.<br />

Sin añadir más, Hardyl deja su obra, se levanta y manda tomar el sombrero a Eusebio<br />

para ir a casa de Myden. La seca energía con que acabó su discurso y la impresión que hizo en<br />

el ánimo de Eusebio, no dejó a éste mucho lugar para reflexionar en los andrajos de su casaca<br />

que iba a sacar a la calle, y para que ya en ella disminuyese su vergüenza, respecto de los que<br />

conocía, en quienes excitaba conmiseración viéndolo hecho un harapo. Llegado a la presencia<br />

de Susana, anticipóse a decirle Hardyl: Os traigo a vuestro hijo, pobre voluntario, <strong>com</strong>o lo<br />

veis. Si os parece mal, toda la culpa es mía; pero si un acto de virtud merece alabanza, esa no<br />

se me debe a mí sino a Eusebio que la ejercitó. Susana, aunque prevenida del hecho de su<br />

marido, y aunque se le echaba de ver que contenía con aspecto severo su resentimiento,<br />

respondió a Hardyl que ella no sabía alabar una indecencia, mucho menos habiéndose hecho<br />

publicidad; y diciéndole que pasase adelante, quedó con Eusebio, a quien mandó fuese<br />

inmediatamente a ponerse la casaca manchada de la cerveza, que había mandado lavar.<br />

Hardyl, insensible a la severa demostración de Susana, pasó adelante a la estancia en<br />

donde lo esperaba Henrique Myden en <strong>com</strong>pañía de Guillermo Smith (aquel cuáquero que le<br />

aconsejó a tomar a Hardyl por maestro de Eusebio), de su mujer y de una hija suya muy<br />

agraciada, a quienes había convidado a <strong>com</strong>er Susana aquel día sin saber la venida de Eusebio<br />

y de Hardyl; la cual hízosele sólo sensible por temor de que Eusebio <strong>com</strong>pareciese con aquel<br />

andrajo delante de los convidados; y para evitarlo, después que su marido le hizo saber la<br />

venida de Eusebio, lo estuvo esperando un gran rato para hacerle poner el otro vestido con el<br />

cual pudiese <strong>com</strong>parecer ante los huéspedes. Tampoco sabía de éstos Eusebio, y así, después<br />

de haberse mudado la casaca, cuando entró en la estancia y se vio delante de Guillermo<br />

Smith, de su mujer y de su hija, la confusión y vergüenza lo sorprendieron de modo que no<br />

sabía a quién atender ni acudir primero.<br />

Habíalo dejado Hardyl hasta entonces en su natural rudeza y sencillez, sin haberle dado<br />

ninguna regla sobre el trato, persuadido que la sola moderación y modestia eran el cimiento<br />

de la urbanidad, que después con la práctica del mundo de por sí se desenvuelve y toma los<br />

trazos que le <strong>com</strong>peten, sin tener necesidad de estudiadas maneras; las cuales degeneran en<br />

afectación con que desmienten los hombres su interior, cargándolo de embarazos, tal vez<br />

molestos a los mismos que los echan menos si no los sufren.<br />

La urbanidad, ¿qué es si no el retrato simbólico de los sentimientos de la virtud? No decir<br />

ni hacer cosa que ofenda, guardar la debida conveniencia con quienes tratamos. Y esto, ¿quién<br />

lo observa mejor que el hombre moderado, sincero, frugal, modesto y circunspecto? Todo lo<br />

que a esto se añada son vanos dijes que hacemos servir de suplemento a la sinceridad que falta<br />

al corazón. ¿Quién hay que prefiera los afectados modos de un francés, o los ceremoniosos y<br />

viles de un soplado romano, a la rústica integridad, si así se puede llamar, de un cuáquero que<br />

pasa delante de un rey con su sombrero calado?


Pero Eusebio, sin saber el galanteo, será descortés. No será tal mientras sepa el de la<br />

virtud. La prudencia, la circunspección y modestia, si no le enseñan a inclinarse cien veces<br />

antes de llegar a la mitad de una sala para darse después aires de franco, descarado y<br />

presumido, no importa; le instruirán por lo menos a cumplir con la urbanidad con un saludo,<br />

pero sincero. No sabrá hacer el importante ni el ledo espíritu, ni degollará con importuna<br />

parlería a los que estén lejos y cerca, ni querrá meter en todo su cucharada, ni temerá parecer<br />

ignorante por su silenciosa reserva; pero responderá y preguntará a tono y sazón. Haráse<br />

admirar por su recato y por su ciencia, sin mostrar que la posee. Adaptará sus discursos al<br />

carácter y condición de las personas con quienes trata sin afectadas y molestas expresiones.<br />

Ahora todavía es muchacho y la primera vista de gente que no conoce, especialmente de<br />

mujeres, lo tiene atado y encogido; ni Hardyl hace con él el importante, ni el dómine,<br />

exigiéndole ceremonias y cortesías que los cuáqueros no sufren. Henrique Myden, viéndolo<br />

entrar con el otro vestido, le pregunta por el trocado. Eusebio le dice que su madre se lo había<br />

mandado mudar. Pues os aseguro, le dijo Myden, que estos señores, principalmente esta<br />

señorita, señalando a la hija de Smith, hubieran gustado veros con el vestido de pompa de la<br />

virtud. Si queréis, le responde Eusebio, me lo iré a poner. Pero Henrique Myden, aunque la<br />

mujer de Smith y su hija habían aprobado su dicho, por no renovar el disgusto a Susana, le<br />

dijo que no importaba. Entró a este tiempo Gil Altano a servir el té y, después de servido,<br />

dícele Henrique Myden: Ve a llamar al muchacho con quien Eusebio trocó su casaca.<br />

Eusebio, al oír nombrar al muchacho, quita los ojos que tenía absortos en Henriqueta Smith,<br />

éste era el nombre de la muchacha, para ponerlos en Hardyl, el cual hacía rato que reparaba en<br />

la atención con que estaba mirando a Henriqueta; y al encontrarse sus ojos, le carga Hardyl<br />

una mirada sobre el llamamiento de Luis Robert, que le quitó las ganas de envidiarlo.<br />

Vuelta en sí su alma de este extravío, mientras los convidados hablaban, pone otra vez<br />

los ojos en el tierno y dulce objeto que los llamaba. La naturaleza infundió a los sexos esta<br />

simpatía, y el genio la particulariza. La hermosura, las gracias y la edad ya núbil de la<br />

doncella, atraían insensiblemente la inocencia de Eusebio, el cual estaba a oscuras todavía<br />

sobre los secretos del amor. Hardyl procuró tener siempre alejada su mente y su curiosidad en<br />

tales materias. Por querer hacer castos antes de tiempo a los muchachos con piadosos consejos<br />

y ridículas advertencias, despertamos sus incentivos; y antes de ser viciosos dejan de ser<br />

inocentes. Las mismas instrucciones aceleran la corrupción de sus costumbres.<br />

Hardyl, teniendo alejado a Eusebio del trato y malos ejemplos de los otros muchachos y<br />

de los criados, sin aclararle secretos que debía ignorar, obtuvo lo que de pocos otros de la<br />

edad de Eusebio se recaba: que conservase puro su candor. Era modesto, casto y virgen, sin<br />

haber jamás oído tales nombres y sin saber su significado: dejará de ser inocente si lo supiera.<br />

Y si estaba mirando a Henriqueta Smith <strong>com</strong>o quien contempla a una hermosa aurora, cuyo<br />

dulce esplendor lo arrebata y suavemente lo enajena. De esta amable contemplación lo<br />

distrajo de nuevo la respuesta que traía Gil Altano a Henrique Myden sobre Luis Robert,<br />

diciéndole: Señor, ese bribón de Luisillo no parece, y lo peor es que con él desapareció una<br />

azucarera con sus tenazas de plata, que no se encuentran; y apostaré que hizo salto de mata<br />

con ellas. Linda pieza trajo vmd. a su casa; ya se vio por el vestido. Henrique Myden hizo<br />

buscarlo de nuevo; pero siendo vana toda pesquisición y en hora que los esperaba la <strong>com</strong>ida,<br />

se fueron a sentar a la mesa, distrayendo de Luis Robert la atención que se debía a los<br />

convidados.<br />

Henriqueta, que había oído de sus padres las calidades de Eusebio y que se sentía<br />

aficionada a la tierna y garbosa presencia del mismo, le daba cara siempre que podía, con que<br />

empeñaba mucho más su inocente afecto. Creció éste al verse colocado Eusebio al lado de la<br />

muchacha a tocar ropa, habiendo destinado los puestos Henrique Myden con su acostumbrada<br />

sinceridad. Hardyl sentía la colocación, pero debía pasar por ello. La amable doncella, que era


de la edad de Eusebio poco más, no podía ocultar su <strong>com</strong>placencia a pesar del disimulo del<br />

sexo; decíanlo sus ojos por más que los recataba volviéndolos siempre a la parte de Eusebio; y<br />

si el modesto rubor de éste no le permitía manifestar su contento, echábase de ver su tierna<br />

afición en las continuas y largas miradas que le pedían los dulces y graciosos modos de<br />

Henriqueta.<br />

El café después de la <strong>com</strong>ida llegó a encender más la llama de su afición, con el motivo<br />

de haber puesto Susana los dos solos en una mesa en que tuviesen las tazas para que no se<br />

derramasen. ¡Qué miradas suaves, aunque inocentes! ¡Qué elocuente silencio sin saberse qué<br />

decir! ¡Cuán cortas fueron aquellas horas para Eusebio! ¡Qué novedad de blandos<br />

sentimientos sentía su corazón sin conocerlos! ¡Cuán amargas las disposiciones para la<br />

despedida! ¿Ausentarse de aquella imagen celestial para ir a ocupar sus manos en el trabajo de<br />

pobre cestero? ¿Romper aquel delicioso enajenamiento para oír las austeras lecciones de la<br />

virtud? ¿Cómo podía dejar de suceder a su desvanecido contento una tristeza que lo<br />

anochecía? Avivóse ésta en el acto de moverse Hardyl para partir. El amor y el respeto que<br />

Eusebio le tenía refrenaban sus lúgubres pensamientos, para que no le arrancasen el llanto, ya<br />

pronto a prorrumpir. La contemplación de Susana hizo dar al través el resto de su firmeza, y<br />

los halagüeños esmeros para acallarlo, acrecentaron sus sollozos.<br />

Creía Susana que su tristeza procedía por el trueque del vestido y por volver a la tienda; y<br />

<strong>com</strong>o se había formalizado con Hardyl, resintiéndose de su severa educación, llamó a Eusebio<br />

a otra estancia para consolarlo; y a este fin le dijo que no dudase que la escuela de Hardyl le<br />

duraría poco, pues estaba resuelta a tenerlo en su casa; advirtiéndole que nada de esto dijese a<br />

su maestro, porque no convenía. Con éstas y otras razones logró serenarlo, y pudo partir con<br />

Hardyl, arrancándole el alma la hermosa hija de Smith al despedirse.<br />

¡Oh Eusebio, Eusebio! ¿Do están los santos sentimientos, las severas máximas, los<br />

repetidos consejos? ¿Dónde el desprecio de los bienes de este suelo y el heroico ardor que te<br />

animó para preferir un andrajo a tu vestido? ¿La vista de una doncella echó a tierra por<br />

ventura el edificio de la virtud? No; pudo ser <strong>com</strong>batido. Pueden flaquear sus cimientos a un<br />

terrible impulso, faltándoles todavía consistencia. La santidad no es obra de un día. Mas la<br />

constancia de Hardyl y la fuerza de su enseñanza podrán más que el breve deslumbramiento<br />

de una superior hermosura.<br />

No dudaba Hardyl que la declarada tristeza de Eusebio naciese de la impresión que<br />

habían hecho en su alma los atractivos de la graciosa hija de Smith; con todo, no quiso<br />

tomarle cuenta si él mismo de por sí no se descubría. Y aunque ni por la calle, ni después de<br />

llegados a casa nada le dijo, quiso callar también él, esperando que aquella tristeza se<br />

desvanecería con la noche. Mas haciendo vana al día siguiente su esperanza el triste<br />

abatimiento que lo cargaba, en vez de hacerle ocupar aquella mañana en su lección<br />

acostumbrada, hízolo bajar a la tienda para que trabajase. Era ya Eusebio bastante diestro en<br />

el oficio, y pudiera ganarse con su trabajo el sustento sin las asistencias de Henrique Myden.<br />

Tomó ocasión de esto mismo Hardyl para preguntarle cuál de los dos estados prefería, si el de<br />

trabajar en la tienda, probando ya que era tan útil para el hombre, o bien de la ociosidad en<br />

casa de Henrique Myden. Quería con esta pregunta darle materia para que viniese a explicarse<br />

sobre su tristeza, y sobre lo que se la había causado; pero la respuesta inesperada de Eusebio<br />

hízole mudar de rumbo, cuando le dijo que no dudaba preferir el estado de su trabajo, <strong>com</strong>o<br />

más provechoso en caso de una desgracia; pero que teniendo ya casi aprendido el oficio,<br />

temía quedar poco tiempo en su tienda.<br />

Quedó cortado Hardyl oyendo esto, y extrañándolo sumamente en la boca de Eusebio, le<br />

preguntó: ¿Pues de dónde os viene ese temor? Eusebio, viéndose en precisión o de decir una<br />

mentira o descubrir el secreto y la confianza que le hizo Susana, después de haber sudado


interiormente, tuvo por mejor evitar la mentira y caer en la confesión del secreto, diciendo a<br />

Hardyl que le había confiado su madre que presto le sacaría de la tienda, encargándole que no<br />

se lo dijese a él. Aunque Hardyl tenía ya bastantes motivos para resentirse de las intenciones<br />

de Susana, era grande su moderación y superioridad de sentimientos, no menos que las miras<br />

de su prudencia y talento para resentirse tampoco de los nuevos designios que le daba al ver la<br />

respuesta de Eusebio. Y así, en vez de mostrar hacer caso de ella, hízola servir para corregir a<br />

Eusebio de la violación del secreto que le había encargado Susana. Para esto volvió a<br />

inquirirle si era verdad que su madre le hubiese dicho que no se lo dijese; y aseverándoselo<br />

Eusebio, le dijo entonces: ¿Pues cómo es que habéis faltado a tal encargo?<br />

Eusebio, que nada menos se esperaba que esta pregunta, encoge su corazón, y no sabe<br />

qué responder. Entonces le dice Hardyl: Yo os <strong>com</strong>padezco, debiendo recaer en mí mucho<br />

más que en vos la culpa, por no haberos instruido todavía sobre esta excelente práctica de la<br />

social fidelidad; y así no lo extraño en ti, sabiendo cuán pocos son los hombres que estudien<br />

en adquirirla. Parece que la vanidad nos infunde este prurito de revelar a otros lo que se nos<br />

encarga, por lo mismo que se nos encarga; <strong>com</strong>o s, el secreto fuese un peso que nos<br />

molestase, si no lo descargásemos en ajeno oído. De esta manera, por querer mostrar que<br />

hacemos confianza de otro, hacemos traición a quien se fió de nuestra entereza. Semejante en<br />

esto a las tejas, que el agua que recibe la primera la <strong>com</strong>unica a su vecina, y ésta a las demás,<br />

hasta que el secreto se hace público. Por esto debes guardar <strong>com</strong>o máxima principal de tu<br />

conducta entre los hombres, que lo que no quieres que se sepa a ninguno lo <strong>com</strong>uniques, sea<br />

quien fuere. Esto se entiende en todas las cosas que son propias tuyas, y que no se te<br />

encargan; porque si fuese secreto que te confían, entonces debes guardarlo por obligación,<br />

haciendo a tu silencio ley severa de prudencia y de integridad; lo que te será fácil de conseguir<br />

si <strong>com</strong>ienzas a ejercitarlo en cosas de poca monta, en que parece que se te encarga el secreto<br />

por sola costumbre, bastando a quien te lo encarga que se calle su nombre; pero si <strong>com</strong>enzases<br />

a callar uno y otro, el nombre y la cosa, podrás entonces llegar al estado a que muy pocos<br />

llegan, de no serles costoso el callar.<br />

Aunque otro mal no llevara la traición de una confianza que se nos hace, que el<br />

arrepentimiento que luego prueba el que la descubre, esto sólo debiera bastar para que<br />

estemos siempre sobre nosotros mismos; cuanto más pudiéndose seguir otros disgustos y<br />

daños que <strong>com</strong>únmente a<strong>com</strong>pañan a tal traición. Y si no, dime: ¿si yo, prevaliéndome de tu<br />

respuesta, fuese a dar quejas a tu madre y pedirle razón de sus intenciones, qué motivo de<br />

disgusto no tendría ella contra ti y contra sí misma por su indiscreción? ¿Y qué motivo no te<br />

diera yo para quejarte de mí y de ti mismo por la facilidad en habérmela <strong>com</strong>unicado? Pero yo<br />

me guardaré bien de hacerlo, no sólo por el amor que te tengo, sino también porque siempre<br />

anduve muy mirado en esto. ¿No se lo diréis pues, a mi madre?, dijo Eusebio. No, hijo mío,<br />

tengo motivos, le dijo Hardyl, para amarte mucho más que no ella. ¿Para amarme más que<br />

ella?, dijo Eusebio; pues ¿por qué? He aquí, respondió Hardyl, que me pones a prueba de la<br />

máxima que te acabo de insinuar: lo que no quiero que se sepa no lo digo a quien más amo.<br />

Pero tal vez lo sabrás algún día, y entonces no te estará tan a cargo mi confianza.<br />

Comparece en esto Henrique Myden, que venía a contarles el hurto de Luis Robert,<br />

consistente en algunas alhajas de plata que le acababa de traer a su casa Pablo Robert el<br />

mayor, habiendo sorprendido a su hermano con el hurto al tiempo que lo escondía en su casa.<br />

Hardyl le dijo: Sin duda os servirá de escarmiento este caso para que en adelante no sea tan<br />

pródiga (si me permitís que así la llame) vuestra piedad, pues también las virtudes pueden<br />

padecer excesos. A esto aludía el dicho de los antiguos: «Nada demasiado.» Lo más difícil de<br />

la ciencia moral es señalar el término a nuestras acciones, bien así <strong>com</strong>o el notar los extremos<br />

de las mezclas de los colores del iris, que todos distinguimos sin poder fijar el punto en que<br />

rematan; pero siempre es preferible la demasía en las obras buenas a la de las malas. Por lo<br />

mismo que quedo escarmentado, dijo Henrique Myden, vengo a tomar consejos de vos, pues


el llanto y protestas de Pablo Robert para que no desamparase a su hermano menor, me<br />

conmovieron tanto, que casi estoy propenso a volverlo a recibir en mi casa. No hagáis tal, dijo<br />

Hardyl. La conmiseración es buena, pero declina en floja facilidad si no la sostiene la<br />

prudencia. Ejercitad en él vuestra generosidad, favorecedlo en hora buena, pero jamás en<br />

vuestra casa; procurad darle otro oficio, asistidlo con vuestras limosnas, pero desconfiad de tal<br />

serpiente. Nada me prometí de su descaro, y mucho menos os podéis prometer de la ingratitud<br />

en su delito.<br />

Resuelto a seguir Myden el consejo de Hardyl, antes de partir tomó ocasión del hurto de<br />

Robert para encarecer a Eusebio la estima que le granjeaba su buen proceder y adelantamiento<br />

en la virtud, haciéndole ver el mal fin de los muchachos por falta de educación, o por no<br />

querer aprovecharse de ella.<br />

Estos son los consejos generales que se dan <strong>com</strong>únmente a los muchachos en tales<br />

lances. Consejos a la verdad, pero que dejan más satisfacción a quien los da, que provecho en<br />

quien los recibe: son <strong>com</strong>o lluvia de nube pasajera, que baña la tierra sin fertilizarla. Hardyl,<br />

que ponía su esmero en penetrar los pliegues del corazón para desarraigar sus siniestros, luego<br />

que partió Herinque Myden, preguntó a Eusebio si había sentido <strong>com</strong>placencia con la nueva<br />

del hurto y de la huida de Luis Robert. Y sin esperar su respuesta, continuó a decirle: Porque<br />

si la sentiste no sería de extrañar, no la culpo, pues sería el residuo de la envidia, de la cual el<br />

hombre no se cura tan presto. De la desgracia de los que envidiamos, suele nacer júbilo en el<br />

corazón; pero conviene sofocarlo, hijo mío, no porque se nos siga algún daño, sino porque la<br />

moderación cobra mayor señorío con tal represa, y el hombre hácese con ella más<br />

severamente honrado. Omito ponerte ante los ojos la ruin maldad de ese muchacho, pues<br />

estoy seguro que la nobleza de tu ánimo no te dejará abatir a tan detestable vileza. Pero si<br />

jamás llegases a olvidarte de ti a tal grado que llegases... ¡cielos! pueda yo verte antes<br />

aniquilado.<br />

No, Eusebio, el hurto de Robert no es aquello a que quiero que atiendas, sino a la fea<br />

ingratitud que su alma infame y baja manifestó a las generosas demostraciones de tu padre; y<br />

te la hago advertir para que <strong>com</strong>iences a no extrañarlo en el mundo, en donde pocos llegarás a<br />

conocer que sean agradecidos. Para serlo, <strong>com</strong>o es justo que el hombre lo sea, conviene tener<br />

su pecho exento de interés, de ambición y de codicia; vicios que no sólo sofocan los<br />

sentimientos de gratitud, sino lo que peor es, la mudan en odio; y no hay odio más ruin que el<br />

que nace de la ingratitud. Todo beneficio se aprecia antes de recibirlo, porque se desea; luego<br />

que se recibe, en nada o poco se considera porque parece que se nos debe; y si nos queda<br />

algún residuo de conocimiento, sentimos que nos acuerde que dependimos de quien nos<br />

obligó con sus beneficios. Éstos dejan deuda en quien los recibe; mas <strong>com</strong>o son un préstamo<br />

sin alvalá de pago, los acreedores son muchos, y pocos los buenos pagadores. Créeme, hijo<br />

mío, cuesta bastante el ser grato y por lo mismo conviene que sea el hombre virtuoso si ha de<br />

ser agradecido.<br />

El que pospone la riqueza a su reconocimiento, ese sólo socorrerá con ella a quien con<br />

ella le ayudó; quien antepone su gratitud a la codicia, a la ambición, a las <strong>com</strong>odidades, ese<br />

sólo se in<strong>com</strong>odará para corresponder con buenos oficios al que en su favor los empleó. El<br />

hombre verdaderamente agradecido olvidará antes una injuria de su bienhechor, que sus<br />

favores; porque lo que más aprecia no es el beneficio, sino el haberlo recibido.<br />

Por el contrario, hijo mío, si no quieres echar menos la gratitud en los hombres, no<br />

pongas jamás a logro ningún favor. Hazlo, sí; mas no para ser correspondido, sino para<br />

satisfacer a la buena inclinación de hacer bien porque es bien, y en esto coloca toda la<br />

re<strong>com</strong>pensa. En vano esperas otra si la esperas del reconocimiento entre los hombres. Tal


esperanza acusaría de interesada tu virtud, y su entereza se resentiría de ella. Quien se queja<br />

de un ingrato, ese culpa inadvertidamente el interés que ponía en su beneficencia.<br />

Basta de esto por ahora, pues me parece que es tarde y la venida de tu padre con la<br />

noticia del hurto, no me dejó pensar en la <strong>com</strong>ida. Lo peor es que no tenemos hecha<br />

provisión; pero podremos hacer muy bien virtud del descuido; ejercitémonos hoy en la<br />

frugalidad a pan y agua <strong>com</strong>o teníamos resuelto el otro día. ¿Te sientes con ganas para ello?<br />

Haced lo que os agradare, respondió Eusebio. No, dijo Hardyl, ocúrreme otra cosa; y es que,<br />

para que nos nazca de mayor voluntad tan solemne día, será mejor que nos acostumbremos a<br />

él por grados. Los actos mayores y singulares de virtud parece que nos dejan mayor<br />

satisfacción de nosotros mismos, tal vez porque nos infunden mayor concepto de nosotros;<br />

aunque yo no veo qué concepto tan sublime pueda formar el hombre por vivir un día a solo<br />

pan y agua. Mas en eso se ve cuán vanos y pequeños son nuestros corazones.<br />

A buena cuenta ahí tenemos jamón de repuesto, harémosle pagar nuestro descuido; en<br />

adelante queda a tu voluntad el destinar el día de la abstinencia; y el que tú deteminares ése se<br />

celebrará. Toma, ahí tienes dinero para pan; velo a <strong>com</strong>prar. Entre tanto haré yo lonjas de<br />

jamón y aparejaré la mesa. Traído el pan, sentáronse a la mesa, y luego preguntó Hardyl a<br />

Eusebio: ¿Cuántos millares de hombres, no digo mendigos, sino artesanos y labradores, te<br />

parece que hay en el mundo, los cuales nos envidiarían nuestro solo jamón por verse<br />

reducidos a sólo pan y cebolla? Pero para hacer este cálculo necesitarías de tener<br />

conocimiento del mundo, de su extensión y de la miseria de las naciones, lo que es fácil de<br />

saber; pero servirá de consuelo para muchos esta reflexión, los cuales sin ella se creen los<br />

hombres más desdichados de la tierra, y se enojan y entristecen si alguna vez les llega a faltar<br />

o la olla o el asado o algún otro plato de costumbre. Yo puedo asegurarte que cuando me<br />

hallaba en estado de grandeza y de abundantes <strong>com</strong>odidades, solía sacar mucho provecho de<br />

estos pobres hombres necesitados a vivir de su trabajo, viéndolos en las horas en que<br />

restablecían con el sustento sus relajadas fuerzas, llenos de polvo y de sudor sentarse cerca de<br />

un negro hogar, o arrimarse a un arrinconado banco para satisfacer a su apetito con solas<br />

alubias o pan mugriento, <strong>com</strong>iendo con tal gusto y alegría, que casi me sacaban lágrimas de<br />

<strong>com</strong>pasivo consuelo. Las reflexiones que sobre ello hacía contribuyeron tal vez para hacerme<br />

preferir el estado presente de artesano en que me ves, al de la grandeza y riquezas que<br />

desamparé para adquirir, si me fuese posible, aquella dulce paz e inalterable consuelo que<br />

tanto alaban los antiguos filósofos, y que veía confirmado en aquellos hombres necesitados en<br />

quienes lo envidiaba.<br />

¿Erais, pues, noble y rico, le preguntó Eusebio, y habéis querido ser pobre y artesano? Sí,<br />

hijo mío, respondió Hardyl: sabes ahora tú sólo lo que todos ignoran en este país; pero no lo<br />

sabes todo. Te sirva no obstante esta confianza de prueba del cariño que te tengo, pues te fío<br />

un secreto que es de mi mayor interés que ningún otro sepa sino tú. Soy libre y dueño de<br />

hacértele, y hágotelo ahora que la ocasión lo lleva, después que quedas instruido sobre la<br />

obligación que te debes hacer en guardarlo. No te pido promesa sobre ello, pues temiera<br />

ofender al concepto que me mereces y agraviar al mismo tiempo no menos la integridad de tu<br />

corazón, que mi misma confianza. Ve a lo que me ha traído el deseo que tengo que ames la<br />

frugalidad y que te acostumbres a ejercitarla, sin que la mires <strong>com</strong>o ingrata austeridad y<br />

penitencia, sino <strong>com</strong>o cosa saludable al hombre, y <strong>com</strong>ún a infinitos a quienes puedes llevar<br />

la ventaja de hacer virtud lo que es en ellos servil necesidad. No es ciertamente cosa muy<br />

agradable un pedazo de pan y un vaso de agua, pero es cosa superior probar en ello celestial<br />

<strong>com</strong>placencia, nacida de la privación voluntaria de las cosas que la templanza niega al gusto y<br />

al apetito.<br />

De este modo iba imprimiendo Hardyl las máximas de la virtud en el pecho de Eusebio, y<br />

haciéndoselas ejercitar con la suave fuerza de su ejemplo. La bondad venerable con que se


a<strong>com</strong>odaba y abajaba sin abatirse a la capacidad de su discípulo, le granjeaba su respeto y<br />

amor, y atraía su voluntad a todo lo que quería, sin asomo de mando ni de violencia, porque<br />

no deseaba sino su provecho. Eusebio no conocía castigo ni colérica reprensión, que por lo<br />

mismo enseñan a los muchachos a ser coléricos y obstinados. Si mostraba repugnancia a lo<br />

que le proponía, lejos de fijarse Hardyl en su empeño para verlo ejecutado, cedía al contrario<br />

sin mostrar que cedía, porque no se lo mandaba; pero no dejaba triunfar su obstinación.<br />

Buscaba caminos y rodeos imperceptibles al muchacho para obtener de grado por otras vías lo<br />

que jamás hubiera hecho bien y con provecho, si lo hiciera por fuerza manifiesta. Las ciencias<br />

pueden sufrir una tiránica enseñanza y un verdugo por maestro; la virtud pide ser enseñada de<br />

la mansedumbre y de una prudente bondad. Todo castigo es imagen de venganza en quien lo<br />

da, y ésta no es medio para enseñar lo que con ella se desenseña. La fuerza y la violencia<br />

llegan a triunfar del exterior, no del corazón del muchacho; y si no se convence el ánimo,<br />

¿qué se consigue si no es la sola satisfacción de haber hecho obedecer a quien de voluntad no<br />

obedece? Se obtiene el medio sin conseguir el fin; quiero decir, toda la enseñanza se pierde.<br />

Eusebio era vano, astuto, ambicioso, pusilánime, soberbio, envidioso, tenía todos los<br />

defectos que contrae el hombre desde la cuna. ¿Ha desarraigado Hardyl tales vicios? No; esto<br />

es imposible en la naturaleza del hombre, pues si fuera posible no necesitaríamos entonces de<br />

virtud; pero bien sí hales disminuido las fuerzas, las ha sujetado y rendido. Podrán aún así<br />

reprimidas las pasiones cobrar nuevas fuerzas de los alicientes del mundo, del mal ejemplo,<br />

de la costumbre y del terrible incentivo del amor que todavía no ha hecho sentir a Eusebio su<br />

suave tiranía; pero Eusebio es todavía discípulo de Hardyl. Bajo de su enseñanza ha cobrado<br />

amor a la virtud y horror al vicio. Arraigó el tronco en su alma la <strong>com</strong>pasión y la humanidad,<br />

y si todavía quedan en ella resabios de vanidad, de ambición, de soberbia y de codicia, tiene<br />

grabados en su voluntad los medios para <strong>com</strong>batirlos, y motivos para ejercitar la moderación.<br />

Tentará de a<strong>com</strong>eter su pecho la envidia, pero desdeñará de haberlas con tan feo vicio,<br />

sabiendo contentar su corazón con los bienes que posee, o con los que sólo dependen de su<br />

virtud. Será poderoso el temor para rendir su pecho en mil accidentes repentinos, pero por el<br />

carácter de la naturaleza, no por vicio de la opinión y de la fantasía, después que aprendió de<br />

Hardyl a no temer la muerte, origen de los miedos en el hombre.<br />

Esto consiguió de Eusebio con su ejemplo y con el ejercicio de las mismas virtudes, no<br />

con solos consejos. Éstos rara vez convencen, y poco o nada con ellos se alcanza. Dad a un<br />

aprendiz todas las instrucciones y reglas necesarias para el arte que debe aprender, y sabidas<br />

por sola especulativa, haced que vaya a ganar su vida con el oficio: no sabrá por dónde<br />

<strong>com</strong>enzar. ¿Qué arte o ciencia más ardua y repugnante a nuestras protervas inclinaciones que<br />

la moral? ¿Y ésta se aprenderá sólo con consejos dados desde los púlpitos, o de los maestros<br />

que con su ejemplo desmienten lo que aconsejan? A fuerza de obrar se contrae la ciencia<br />

práctica, no de otro modo; y hecha ya costumbre difícilmente se desampara. Los vicios<br />

mismos son rudos, por decirlo así, en sus principios, ninguno nace malvado. Mas a fuerza de<br />

ejercitarse el hombre en el mal, va contrayendo la costumbre de ser malo, luego perverso,<br />

inicuo, monstruo.<br />

Los que pretenden que poco o nada se recaba con la educación traerán tal vez por prueba<br />

a Nerón, discípulo de los mejores hombres que entonces conocía el mundo. ¿Cómo es que de<br />

tal enseñanza salió tal aborto de la naturaleza detestable a todos los siglos? Porque Séneca y<br />

Burro sólo podían darle buenos consejos, cuando ya Aniceto había corrompido su infancia, y<br />

a tiempo que Narciso lo ejercitaba en la maldad; sirviendo esto mismo de mayor prueba, que<br />

los consejos mejores por sí solos nada recaban de las perversas inclinaciones. Si no se le<br />

hubiese hecho la forzosa a Eusebio de entrar en la tienda de Hardyl, ¿hubiera jamás sofocado<br />

los sentimientos de la soberbia, de la vanidad y de la ambición? ¿Se hubiera acostumbrado a<br />

la paciencia, a la moderación y la frugalidad? Verdad es que la adquisición de estas virtudes


pide toda la vida del hombre; pero, ¿cuánto menos las ejercitará si no <strong>com</strong>ienza jamás a<br />

ejercitarlas?<br />

Esto es lo que se propuso Hardyl por primera enseñanza de Eusebio. Luego, pues, que<br />

creyó bastantemente fortalecido su ánimo en el ejercicio de la virtud determinó instruirlo<br />

también en las ciencias, pues había venido a su tienda para aprenderlas, siendo ellas ornato de<br />

la virtud y pudiendo contribuir para fortalecerla. Llegó, pues, el tiempo de instruirlo en ellas;<br />

y Eusebio modesto, moderado, frugal, dócil y <strong>com</strong>edido, se prestó mucho mejor a la nueva<br />

enseñanza de su maestro.


Libro cuarto<br />

Desde el día que Eusebio conoció a Henriqueta Smith en casa de sus padres, echó de ver<br />

Hardyl la propensión de su discípulo a los suaves atractivos del sexo. A pesar de la inocencia<br />

que caracterizaba todavía su edad de diecisiete años, no dejó de hacer dulce y profunda<br />

impresión en su alma el talle delicado y el garboso continente de una muchacha linda y<br />

agraciada. ¿Quién no siente el fuego del amor luego que la naturaleza llega a poner en<br />

movimiento sus resortes? Eusebio lo sintió sin conocerlo y probó los tristes efectos de la<br />

pasión naciente sin conocer su malicia.<br />

Esperaba Hardyl que le descubriese sus sentimientos para instruirlo en aquellos terribles<br />

misterios y para prevenir con su instrucción y consejos fatales resultas. Pero viendo que nada<br />

le decía y que su tristeza se había disipado insensiblemente con el trabajo, creyó que no se<br />

había cebado su imaginación en el objeto que se la causó; y así tuvo por más conveniente<br />

dejarlo en su candorosa ignorancia, estando seguro que lejos de todo mal ejemplo y ocasión<br />

no era posible que se amancillase su alma. Pero para dar con todo mayor distracción a sus<br />

ocultos incentivos, no halló mejor medio a la mano, ni más poderoso, que empeñar su<br />

imaginación y mente en el estudio de las ciencias, cuya novedad llama la afición, y cuya<br />

dificultad ocupa y ata la entera atención del alma.<br />

Verdad es que la inocente confianza que le hizo Eusebio de las intenciones que Susana<br />

llevaba de sacarlo de su escuela, pudiera retraer los esmeros de todo otro maestro para<br />

<strong>com</strong>enzar a darle los estudios; pero Hardyl que no tenía otro día que el presente, y que a éste<br />

sólo reducía su vida, sin confiarse del venidero, sólo se aprovechó del dicho de Eusebio para<br />

instruirlo en la guarda del secreto, sin hacer otra impresión en su superior prudencia y<br />

entereza, que pudiese obligarlo a dilatar el adelantamiento y provecho de su amado Eusebio;<br />

bien así <strong>com</strong>o el labrador que por tener sus campos a par del río, no deja de sembrarlos y<br />

cultivarlos por temor de la inundación. Prometíase a más de esto eludir las intenciones de<br />

Susana, teniendo ganada la voluntad de Henrique Myden. Resolvió, pues, poner a Eusebio de<br />

cualquier modo en la carrera de los estudios, abriéndola con el de la lengua griega, la cual<br />

quiso enseñarle antes que la latina, porque no veía otra razón de posponerla a ésta en la<br />

enseñanza, <strong>com</strong>o se hacía <strong>com</strong>únmente, sino la falta de maestros que la enseñasen, viéndose<br />

por lo mismo privados los talentos de conocimientos y erudición no mendigada en su estudio.<br />

Pues aun dado caso que muchos aprendan la lengua griega después de la latina, son raros<br />

los que en su estudio perseveran, o porque fatigados en edad ya adulta del estudio de la latina<br />

les falta ánimo y paciencia para forzar su memoria en más difíciles rudimentos, o porque<br />

tocando con la mano el fruto que se prometían de la latina, temen no percibirlo tan presto si se<br />

enredan en la adquisición penosa de la griega, que poca utilidad les presenta, o no tan segura y<br />

pronta cuanto la latina.<br />

He aquí, pues, a Eusebio muy alborozado y enajenado de todo el mundo, y de la misma<br />

Henriqueta, que desde lejos no trocara por el estudio de la lengua de Atenas. Un resumen de<br />

sus rudimentos que había hecho Hardyl para sí, servía a Eusebio también de gramática o de<br />

copia de ella, pues quería Hardyl que la mano de su discípulo ayudase a su memoria,<br />

haciéndole copiar los nombres y verbos al paso que los había de decorar. Contribuía esto para<br />

que los aprendiese más fácil y tenazmente, haciéndole más clara y ordenada impresión en su<br />

memoria el dibujo de la pluma.<br />

El ansia que padecen los jóvenes de salir cuanto antes de las dificultades y del enfado que<br />

experimentan en las conjugaciones de los verbos, especialmente irregulares, háceles empeñar<br />

antes de tiempo su curiosidad en la traducción de los autores; y el gusto que en ello perciben<br />

les aumenta el apuro y repugnancia en volver a las conjugaciones que dejaron medio


aprendidas, y que para siempre quedan por aprender, lisonjeándose que la misma lectura y<br />

traducción de los libros les proporcionará más agradablemente su adquisición por práctica.<br />

Hardyl estaba firme en ella y hasta tanto que Eusebio no respondía sin cespitar a sus más<br />

intrincadas preguntas, no le puso en las manos libro alguno para traducir. El primero a quien<br />

se debía esta honrosa preferencia era Epicteto. Eusebio sabía su traducción de coro, esto<br />

mismo le facilitaba más su inteligencia y empeñaba más su afición. El estudio de las lenguas<br />

es antes obra de la memoria que del talento, pero si éste a<strong>com</strong>paña a una tenaz retentiva,<br />

acelera su inteligencia. Viva penetración y fácil memoria eran dotes del discípulo de Hardyl,<br />

aunque sin muestras de tenerlas, porque se las encubría su reserva y modesta circunspección.<br />

¿Cuán funestos no le hubieran sido los intentos de Susana si hubiesen llegado a la ejecución?<br />

Meditaba Susana de hacerlo al tiempo que había de ir a la granja y dar este pretexto a su<br />

resentimiento; pero la enfermedad que le sobrevino, y que no la desamparó por algunos años<br />

hasta su muerte, desvaneció su proyecto y ejecución. Dicen que el acaso decide de la<br />

educación de los hombres. Este de Susana decidió ciertamente de la de Eusebio, pudiendo<br />

fortalecer más su pecho contra los reveses de la fortuna y los muchos trabajos que le<br />

esperaban para hacerlo ejemplar de sólida virtud.<br />

Continuaba entre tanto en el estudio de la lengua griega, a la cual dedicaba las mañanas,<br />

pues las tardes estaban indefectiblemente destinadas para el trabajo de la tienda, hasta que ya<br />

práctico en todo el oficio, hacíalo ocupar Hardyl en limpiar, ordenar y regar el huerto de su<br />

casa, y en su plantío y cultivo; empleo a que Eusebio se mostraba aficionado, permitiéndole<br />

ya sus fuerzas ocuparse en aquel ejercicio. Merecíale particular atención un plantel de<br />

diversos frutales que llamaba Hardy el huesal, porque poco tiempo después que Eusebio<br />

estaba con él hacíale plantar los huesos de las frutas que iban <strong>com</strong>iendo en un bancal que<br />

destinó para esto sólo. Ve, hijo mío, a sembrar esos huesos, le decía, y de aquí a pocos años te<br />

sentarás a su sombra, te regalarán nuevos frutos y te calentarás a su lumbre. Si en tu tierra se<br />

acostumbrasen a este juego los muchachos, verían crecer con el tiempo y con su edad un<br />

tesoro mayor que el que se van a buscar con peligro de sus vidas a otras regiones.<br />

Veía Eusebio verificado el dicho de su maestro, deleitándose en ver crecidos aquellos<br />

verdes milagros nacidos de sus manos, y esmerábase en pulirlos de sus inútiles renuevos para<br />

que creciesen rectos los troncos; y se empleaba en trasplantarlos o en injerirlos luego que sus<br />

creces lo permitían, ocupación digna del discípulo de Hardyl y del hombre; sirviéndole al<br />

mismo tiempo de solaz y alivio en sus estudios y de corporal ejercicio a falta de juegos, tal<br />

vez dañosos, tal vez impertinentes en los muchachos.<br />

Si Henrique Myden se <strong>com</strong>placía en verlo trabajar y entretejer los juncos al principio de<br />

su aprendizaje, ahora crecía su <strong>com</strong>placencia con admiración oyéndole pronunciar las<br />

palabras griegas y descifrar los caracteres que a su inédita <strong>com</strong>prensión parecían imposibles<br />

de <strong>com</strong>binar; deleitándose sobre manera en oírle traducir alguna fábula de Esopo en lengua<br />

inglesa, que le procuraba cultivar Hardyl juntamente con la española, empleándose<br />

promiscuamente en el trato familiar, aunque desde que <strong>com</strong>enzó sus estudios quiso Hardyl dar<br />

la preferencia en las traducciones a su lengua nativa, teniendo ya en casa criado inglés con el<br />

cual ejercitaba la del país.<br />

Llamábase este criado Juan Taydor, hombre maduro, taciturno y respetoso, y de aquellos<br />

que parecen nacidos para ser fieles por afecto a sus amos. Y habíaselo pedido Hardyl a<br />

Henrique Myden señaladamente, prefiriendo al socarrón de Gil Altano, el cual sintió<br />

sumamente la preferencia dada a Taydor, por no poder servir a su señorito, a quien amaba<br />

entrañablemente. Recibiólo Hardyl en su casa al tiempo que Eusebio había de <strong>com</strong>enzar los<br />

estudios, no queriendo que se emplease más en los oficios caseros, habiendo ya sacado del<br />

tiempo que lo ocupó en ellos el fruto que pudiera desear, quebrantando los siniestros de la


ambiciosa opinión. Aunque si alguna vez le daba gana de entremeterse en ellos y de ayudar a<br />

Taydor en la cocina o en barrer la casa, dejábalo hacer aunque perdiese la lección de la<br />

mañana, sabiendo que poco o nada se aprende de mala gana, pues si ésta falta hoy en el<br />

estudio, vuelve mañana; contribuyendo también aquella especie de humildad de ánimo para<br />

renovarle los sentimientos de la moderación, sin tomar aire de amo y señor, por sólo<br />

reconocerse con medios de pagar la fatiga y sudores de quien los emplea en su servicio, por<br />

no tener aquellos mismos medios que a él la fortuna le concede.<br />

No se proponía Hardyl otro fin en el estudio de las lenguas griega y latina que había de<br />

aprender Eusebio, sino la sola inteligencia de los autores. Resentíase él todavía del tiempo que<br />

había malgastado en el ejercicio de <strong>com</strong>poner en tales lenguas en su mocedad; y <strong>com</strong>o no<br />

había de hacer alarde al público de los adelantamientos de su discípulo, <strong>com</strong>o se practicaba en<br />

las escuelas públicas, no tenía tampoco motivo para hacer perder el tiempo a Eusebio,<br />

haciéndole hacer pueriles y ridículas <strong>com</strong>posiciones, así en prosa <strong>com</strong>o en verso griego y<br />

latino; ejercicio que conduce muy poco para la mejor inteligencia de dichas lenguas, y que tal<br />

vez con el tiempo es dañoso para el ejercicio del estilo de la propia, <strong>com</strong>o lo veía en muchos<br />

hombres doctos y eruditos contemporáneos suyos, los cuales presumiendo escribir <strong>com</strong>o<br />

Demóstenes y Cicerón, no sabían <strong>com</strong>poner una llana en su lengua nativa, por falta de criterio<br />

y de estilo en ella.<br />

Antes que Eusebio llegase a la perfecta inteligencia de los autores griegos, creyó Hardyl<br />

no dilatarle la enseñanza de la latina, no dañando la una a la otra, <strong>com</strong>o dice Quintiliano,<br />

guardando el mismo método en aprender los rudimentos <strong>com</strong>o lo practicó en la griega y en las<br />

traducciones de los autores. Pero no le daba otros conocimientos en las dichas lenguas que los<br />

que prestaba la gramática y la sintaxis; esto es, traducía a Homero, a Demóstenes, a Cicerón y<br />

a Virgilio, sin saber lo que eran oratoria y poesía. Aprendía en estos autores la sola lengua, no<br />

las artes de los estilos; estudio que quiso darle aparte Hardyl después que entendía bien los<br />

autores, y tal vez mejor que aquellos que hacen muestra de ser oradores y poetas griegos y<br />

latinos, llevando esto más fondo de vanidad y presunción que substancia.<br />

En vez, pues, de hacerle imitar los autores antiguos en sus lenguas, hacíale copiar<br />

traducidos en español los pasajes más sobresalientes en cuadernos limpios, desmenuzándole<br />

en qué consistían sus bellezas, así de lengua <strong>com</strong>o de pensamientos; y en otros cuadernos<br />

hacíale apuntar los dichos y sentencias más notables y los sucesos de corta narración de que<br />

se servían los autores para adorno de sus escritos. Aparejábale así insensiblemente un almacén<br />

de copiosa erudición para la memoria, pues ésta por feliz que sea tiene muchas veces motivos<br />

de quejas contra su vana confianza, por haber dejado de notar lo que después olvida, a tiempo<br />

que lo ha más menester.<br />

Podía entender Eusebio Tucídides, Herodoto, Tácito y Tito Livio; pero así <strong>com</strong>o no le<br />

había enseñado todavía lo que era oratoria y poesía, mucho menos quiso empeñarlo en el<br />

estudio de la historia, que tenía reservado para el postrero estudio del cual descuidan<br />

generalmente los maestros, y que pide más maduro juicio y criterio del que suelen tener los<br />

muchachos cuando la aprenden, y del que entonces Eusebio tenía. Sus ideas en todo lo que<br />

hasta entonces había aprendido eran meramente pasivas. Con ellas no supiera hacer un<br />

exordio, una amplificación, un verso. Hardyl no sabía exigir de su discípulo que emplease<br />

todo un día sobre un asunto oratorio o poético, sin saber qué decirse, aunque lo suministrase<br />

la materia, para llenar un pedazo de papel de pensamientos muchachales e incoherentes. A<br />

Hardyl nadie le corría, mucho menos el enemigo más perjudicial, la costumbre. Antes que<br />

Eusebio produjera sus pensamientos, era necesario que el juicio los madurase, y que supiese<br />

que el hombre piensa y que tiene rectos modos de pensar y juzgar. Esto pertenece a la lógica,<br />

y ésta quiso que aprendiese antes que supiera <strong>com</strong>poner cosa alguna, aun en su propia lengua.


Pero el ánimo de Hardyl estaba resentido del tiempo que le habían hecho perder en el<br />

estudio de la filosofía escolástica, para que se lo hiciese malgastar a Eusebio en el estudio de<br />

la misma. De hecho, ¿qué fruto sacan los ingenios de tantos años de disputas sobre entes<br />

imaginarios, en cuestiones de voces inteligibles, que deben olvidar para no parecer ridículos<br />

en la sociedad? De aquí los genios sofísticos y alteradores en todas materias que ocurren en el<br />

trato, y la ira descortés con que se encienden, sin saber defender la razón sino a gritos, y con<br />

tonos y ademanes des<strong>com</strong>puestos, cosa indigna de un hombre bien nacido, ajena de la<br />

moderación y de la modestia que se debe a la verdad y a la virtud.<br />

Un <strong>com</strong>pendio que hizo Hardyl del libro de Locke sobre el entendimiento humano, que<br />

acababa entonces de publicarse, y algunas otras cuestiones añadidas del mismo, sirvió de<br />

lógica a Eusebio. Luego le enseñó los primeros elementos de geometría antes que la física, y<br />

en ésta se contentó de que supiese Eusebio los sistemas de los filósofos y las cuestiones más<br />

probables, sin empeñarlo jamás en disputas, las cuales no contribuyen para llegar a tocar la<br />

verdad. Así ponía sólo su entendimiento en el camino de las ciencias, para proseguir después<br />

con más intenso estudio aquellas a que su genio más se inclinase; siendo imposible al talento<br />

del hombre abarcarlas todas en su vasta extensión. Ni podía tampoco Hardyl enseñárselas<br />

todas porque no las había estudiado.<br />

Así, en pocos años con el estudio privado y con la aplicación y retentiva de Eusebio,<br />

logró instruirlo Hardyl en las ciencias principales, y conociendo haber con ellas adquirido<br />

luces bastantes para tratar de por sí las materias que le proponía, <strong>com</strong>enzó a darle reglas de<br />

poesía y norma de los mejores ejemplares de los griegos y latinos; le daba asuntos para sus<br />

<strong>com</strong>posiciones, no porque quisiese hacerlo antes poeta que orador, sino que la versificación<br />

contribuye para facilitar el estilo en prosa y para darle más alma y brillantez. Después que<br />

también en ésta lo tuvo ejercitado, haciéndole renovar con el motivo de la imitación la<br />

memoria de la lengua griega y latina, y fortalecido ya su entendimiento y juicio lo bastante<br />

para poder emprender el estudio de la historia, quiso que le diese principio por la sagrada,<br />

sobre cuyo estudio le decía que se había de aprender en tres lecturas. La primera para cebar la<br />

curiosidad, la segunda para retenerla en la memoria y la tercera para sacar el fruto de ella,<br />

conociendo los hombres de los tiempos pasados para <strong>com</strong>binarlos con los presentes y los<br />

hechos que caracterizaban sus pasiones.<br />

Al paso, pues, que Eusebio cobraba mayores luces y juicio, lo ponía Hardyl en estado de<br />

limarlo, llevándolo consigo a las visitas de algunos amigos y conocidos suyos, principalmente<br />

de aquellos que conocía más instruidos en materias literarias; con lo cual conseguía dar mayor<br />

despejo y facilidad a su trato, y al mismo tiempo empeñaba más su aplicación en los mismos<br />

estudios. Entre los amigos que Hardyl tenía de mayor capacidad e instrucción, era cabalmente<br />

Guillermo Smith, padre de Henriqueta. Hardyl no quena privarse de su amigable trato, ni<br />

privar tampoco a Eusebio, pero para no darle motivo de volver a encender su pasión, que creía<br />

enteramente apagada, hizo la confianza a Smith de la inclinación que había notado en Eusebio<br />

a su hija, diciéndole que aunque juzgaba que era sólo una inocente llamarada, con todo creía<br />

no debérsela fomentar antes de tiempo, siendo estas primeras impresiones las más funestas<br />

para un joven; que por lo mismo le rogaba que las veces que llevase a Eusebio a su casa los<br />

recibiese en una estancia aparte en que pudiesen tratar de materias literarias, hasta que<br />

Eusebio estuviese en estado de casarse, tiempo en que se podía permitir algún desahogo a la<br />

pasión.<br />

Alabó Guillermo Smith las intenciones de Hardyl; y vino bien en lo que le pedía,<br />

recibiéndolos en su estudio, sin que jamás Eusebio viese el rostro de Henriqueta, hasta que un<br />

día, o por convención o por pretexto de que quiso valerse la muchacha, o por accidente,<br />

<strong>com</strong>pareció llena de dulce majestad y graciosa <strong>com</strong>postura con que da realce a la naturaleza el<br />

gusto y sentimiento del sexo en sus adornos. Estudios, ciencia, virtud, cielo y tierra, todo


desaparece de los ojos de Eusebio, <strong>com</strong>o huye el día del brillante rostro de la luna en su más<br />

entero y suave resplandor. Tal pareció la doncella al turbado mancebo que, atado de<br />

confusión, apenas correspondió al afable saludo que hizo al entrar la muchacha, dejando<br />

enajenada el alma de Eusebio con su inesperada venida.<br />

Cumplida la <strong>com</strong>isión que parece llevaba para su padre, al tiempo que renovaba el saludo<br />

para irse, viendo Hardyl la inmovilidad de Eusebio, preguntándole si conocía a aquella<br />

señorita, por ver lo que respondía. Paróse ella a tan lisonjera pregunta, haciendo valer su<br />

cortés y amable afabilidad para esperar la respuesta del encogido Eusebio, el cual, saltándole<br />

el corazón del pecho, respondió que la tenía muy presente desde el día que tuvo la fortuna de<br />

conocerla en casa de sus padres. La muchacha, no menos recatada, agradecióle la expresión<br />

con una modesta sonrisa y muy animado saludo por despedida. Et vera incessu patuit Dea.<br />

Hardyl y Guillermo Smith miráronse con afectos diferentes, alusivos a la confianza hecha<br />

sobre la afición de Eusebio. Y aunque procuraron volver a tomar el hilo de sus discursos,<br />

vieron que el ánimo de Eusebio estaba sobrado absorto para continuarlos; lo que sirvió de<br />

motivo para despedirse y para que Hardyl resolviese tomarle cuenta de sus pensamientos. Su<br />

edad era ya madura para que Hardyl se recatase más tiempo de entrar en tales materias. Con<br />

esto, llegados a casa y sentados ya para proseguir su trabajo, sin valerse de preludios y rodeos,<br />

le preguntó si era grande la impresión que dejaba en su alma la vista de Henriqueta. Eusebio,<br />

no sabiendo disimular la verdad de lo que quería saber de él su maestro, le respondió<br />

ingenuamente que su vista lo había dejado en tan grande desazón, que el alma se le iba tras<br />

ella, padeciendo en su interior violencia igual a la que prueban las cosas fuera de su centro.<br />

Entonces Hardyl, arrimando su obra y haciéndole también dejar la suya para que le diese<br />

mayor atención, le habló de esta manera:<br />

Sabe, hijo mío, que la naturaleza nos dio generalmente a los hombres las pasiones para<br />

que animasen nuestra voluntad y encendiesen nuestros deseos hacia los fines diferentes para<br />

que nos formó. Sin pasión el hombre fuera un animal estúpido. Naciera para acabar, moriría<br />

antes que levantar un brazo para llegar a la boca su sustento. Proveyó, pues, el admirable<br />

autor de la naturaleza que diesen vigor las inclinaciones del hombre a los resortes del cuerpo,<br />

no sólo para que mirase por sí y por su conservación, sino también para que con ella<br />

contribuyese a la conservación de toda la prodigiosa armonía del universo, cuyas partes,<br />

siendo perecederas y destructibles, debían reproducirse para la reparación de lo que no podía<br />

ser eterno. El medio, pues, principal de la conservación de la naturaleza es la propagación,<br />

con la cual ella, renovándose, se conserva. Y para que el viviente no pudiese frustrar este fin,<br />

infundióle para ello un dulce fuego abrasador e irresistible, a quien se le dio el nombre de<br />

amor.<br />

El amor, pues, es una ardiente inclinación en todo animal a la regeneración; y <strong>com</strong>o para<br />

que esto se efectuase, dispuso el mismo omnipotente autor de la naturaleza que concurriesen<br />

los dos sexos, así también inflamó en ambos a dos este deseo vehemente de la unión, que es el<br />

término del amor, así del hombre <strong>com</strong>o del bruto. Mas <strong>com</strong>o éste quedó destituido de razón,<br />

la cual pudiese servir de freno para contener este terrible apetito, se lo acotó la naturaleza,<br />

según aparece, de modo que, cumplido el fin, se le agota la concupiscencia.<br />

El hombre, al contrario, padécela sin medida, <strong>com</strong>o si fuese censo de los dones de razón<br />

y entendimiento con que lo ennobleció la naturaleza. Pensión cara y fatal tributo de que no sé<br />

si podrá gloriarse nuestra humillada preeminencia sobre los demás animales. Pero la sola<br />

razón no era freno bastante en los hombres para reprimir los incentivos de la concupiscencia,<br />

si los cielos, que le son desvelados <strong>com</strong>pañeros, no hubiesen aconsejado al hombre social<br />

instigado del amor propio, a poner por intercesora la naturaleza para con la justicia, a fin que<br />

ésta impusiese leyes y penas para legitimar la unión de los sexos y para que no sufriese


violencia. Y he aquí el matrimonio establecido, sobre el cual hubiera mucho que decir<br />

respecto de los ritos diferentes con que lo celebran las naciones; y no es esto de lo que quiero<br />

hablarte, sino proponerte los motivos por los cuales la razón debe refrenar este apetito, cuyos<br />

primeros incentivos avivó en tu pecho la vista de Henriqueta.<br />

A esto debías llegar; has ya llegado. Comienzas a probar el desorden y enajenamiento de<br />

los sentidos que causa la vista de una hermosura; mas todavía no has probado sus fatales<br />

consecuencias, e infeliz de ti si llegas jamás a probarlas por haberte dejado arrastrar de sus<br />

engañosos alicientes y formidables atractivos. Sofocarlos debes desde luego, hasta las<br />

sucedentes memorias que de sí dejan, si quieres que la virtud conserve en tu pecho el<br />

inalterable señorío sobre las demás pasiones. Porque si llegas a rendirte al incentivo del amor,<br />

créeme, Eusebio, éste sólo basta si llega a levantar cabeza en tu corazón para dar suelta a las<br />

demás pasiones y para hacerte esclavo de las mismas. Serás entonces ambicioso, vano,<br />

codicioso, tal vez cruel, tal vez impío e inhumano.<br />

¿Tan funestas consecuencias debe tener el amar a un objeto cuya perfección parece agotó<br />

el poder de la naturaleza? Sí, hijo mío, a extremos tan funestos nos puede arrastrar el amor. Su<br />

apariencia hermosa, dulce y lisonjera no nos lo promete, éste es el cebo con que encubre su<br />

violenta ponzoña y la cruel tiranía con que trata a los que rindieron sus corazones a su<br />

aparente blandura. Con ésta irrita y provoca nuestra concupiscencia e inflama nuestros deseos,<br />

prometiéndonos la suprema felicidad en su posesión. Si el hombre que tal se la representa no<br />

puede conseguirla, veráslo hecho vil esclavo de sus irritados deseos, de crueles desazones y<br />

desvelos que agitan su interior, que atropellan su conciencia, que ofuscan su razón y que<br />

entorpecen su entendimiento. Veráslo suspirar, gemir, envilecerse en los brazos de una<br />

rabiosa desesperación, ultrajando al cielo y su destino, maldiciendo de la luz que no debía<br />

alumbrarlo y detestando de la vida de que se hace indigno. ¿De qué arrojo, de qué delito no es<br />

capaz el hombre en el delirio de esta intratable pasión?<br />

Mas no es ésta la sola haz por lo cual la debemos contemplar. No se aflige ni se desazona<br />

tanto el amor por la dificultad, cuanto se envilece y empalaga por la felicidad de la posesión.<br />

A ésta sigue el sacio arrepentimiento que muerde y roe el ánimo, cubriéndolo de despreciable<br />

e indecoroso rubor. Añade los funestos lances a que anda expuesto y los efectos no menos<br />

fatales a la salud que al honor, y a la propia reputación. Bien es verdad que la riqueza, el lujo,<br />

la vanidad y la ambición parece que quieran autorizar desde sus volantes y dorados carros este<br />

funesto apetito. ¡Mas, ah Eusebio!, su apariencia no hay duda es leda, halagüeña y, al parecer,<br />

envidiable; pero entra, penetra su interior y veras cuanto más elocuentes son sus desengaños<br />

solapados que todos los consejos de la virtud. A su rostro, es verdad, asoma la risa liviana y la<br />

altanera desenvoltura, caen pendientes las rosas de sus sienes perfumadas, parece que el<br />

contento ufano brilla en sus ojos locuaces y desvanecidos, y que la delicia se afanó y sudó en<br />

adornar sus relajados cuerpos, mas cébanse en su interior <strong>com</strong>o víboras las consecuencias del<br />

vicio; las inquietudes y desazones lo despedazan y a despecho de su vanidad les amargan la<br />

risa y les emponzoñan su contento.<br />

Todo esto es sobrado general y ajeno de tus buenas costumbres e inclinaciones, para que<br />

te convenzan de la verdad que te persuado. Deduzcámoslo a un hecho de más de cerca, y que<br />

te interesa, quiero decir, a Henriqueta. Vístela y la amaste. No lo extraño; fue el primer objeto<br />

hermoso que se presentó a tus ojos inocentes. Vuelves a verla y la pasión que antes era tierna<br />

por la edad, ahora con la misma edad ya crecida, cobra mayores bríos y robustez. La virtud<br />

por boca de Epicteto te dice luego: no Eusebio, no desees lo que tal vez no puedes alcanzar.<br />

Lo que de ti no depende no te desazones por conseguirlo. Ese hermoso objeto que te arrebata<br />

y enajena irritando tu concupiscencia, te puede ser funesto. Su exterior es de blanda paloma;<br />

pero ¿quién te asegura que su interior no sea de Esperavan? No te dejes llevar tan fácilmente<br />

de la apariencia de la hermosura. Tal vez bajo exterior modesto y severo encubre la


disolución. La veleidad, la soberbia y el capricho anidan tal vez en su pecho bajo el velo de<br />

una afectada <strong>com</strong>postura. Si no bastan estas razones para dar sofrenada a tu pasión, he aquí el<br />

caballo y flecha; ármate y huye. A guisa del pelear de los partos el amor sólo se vence con la<br />

huida.<br />

Tal vez me estará objetando tu pasión que si el hombre ha de casarse, debe rendir su<br />

pecho a los dulces atractivos de la hermosura que empeñó su amor. Es así, hijo mío. Las leyes<br />

del cielo, las de la tierra, las de la virtud y honor no dejan otro lícito arbitrio a la<br />

concupiscencia que el casamiento. Éste parece ser una obligación que nos pone la naturaleza,<br />

con la cual yo cumplí, y con ella cumplirás tú cuando sea tiempo, conviniendo con tu padre.<br />

Mas ahora, ¿quién te asegura que éste, o bien el de Henriqueta, condescienda a los indiscretos<br />

deseos de tu mal fundada pasión? ¿Quién te promete que la doncella misma no esté prendada<br />

de otro amante más rico, tal vez, y más apuesto que tú? Si tu amorosa presunción te lisonjeó<br />

de su correspondencia por alguna de sus demostraciones, ¿no pudo ser antes efecto de su<br />

buena crianza, que prueba de inclinación que, tal vez, no te tiene? Y si es así, he aquí tu amor<br />

cercado de estorbos y de contrariedades invencibles, y expuesto tu pecho a las crueles<br />

desazones de un desordenado apetito.<br />

Mas no quiero que sea tan difícil su adquisición. Demos que tu padre, que el de<br />

Henriqueta misma, la deseen y te la faciliten, y que la doncella misma arda por ti en mayor<br />

fuego amoroso que el que tú sientes por ella, y que al fin la obtengas por esposa. He aquí<br />

Eusebio sin experiencia y conocimiento del mundo, con la leche todavía en los labios, hecho<br />

amante y marido sin haber visto otro rostro y presencia que la de su Henriqueta. Hete aquí,<br />

digo, que entras en la gran feria del mundo, en que se presentan a tus ojos otras hermosuras<br />

más finas y delicadas, nuevas gracias y talles más bien cortados y zalameros; <strong>com</strong>posturas<br />

más nobles y majestuosas, modestias más afables y atrayentes, dulzura de rostro y de ojos<br />

más insinuantes y elocuentes; discreción y virtud más amable y prendas más cabales que las<br />

de tu esposa, la cual <strong>com</strong>ienza a descubrir sus defectos, luego tal vez los vicios que celaba, y<br />

he aquí a Eusebio disgustado de su elección, poco después arrepentido e infeliz para toda su<br />

vida.<br />

Si te parece que no tienen fuerza estas reflexiones para obligarte a contrastar esa afición,<br />

¿no podré invocar el dulce y suave imperio de la virtud y de la paz de tu inocencia? Ésta ha<br />

desaparecido, lo veo; mas te queda la virtud, la cual puede traer la paz a los santos afectos de<br />

tu pecho. Ella puede volverte aquel celestial consuelo que nacía de la tranquilidad de tus<br />

inclinaciones rendidas al señorío de la moderación y a la fortaleza de tu alma, la cual parecía<br />

que se había de provocar a otra hidra lernea y otro león nemeo. Mas Iole se dejó ver y rindió<br />

con sus ojos al que destrozó con sus brazos las más terribles fieras.<br />

¡Ah!, Eusebio, la fiera más terrible es esta cruel pasión, y la que avasalló y venció a los<br />

vencedores de las naciones; el mayor esfuerzo y fortaleza es la que toma el ánimo de la virtud,<br />

la cual, a pesar del resentimiento del amor, sofoca los incentivos del deleite. La gloria mayor<br />

de Escipión no fue la que le dio Cartagena tomada apenas <strong>com</strong>batida, ni la que le cedieron<br />

Aníbal y Cartago, mas la que venera nuestra admiración cuando lo vemos restituir al joven<br />

Alucio su inviolada esposa. La orgullosa libertad que infunde la victoria, los derechos que<br />

ésta se apropia sobre los vencidos, el llanto de la doncella cautiva que realza sus gracias,<br />

inocencia y hermosura a los ojos de un joven vencedor no fueron motivos bastantes, aunque<br />

fueron los más terribles, para que el moderado Escipión satisfaciese a la libertad de su pasión<br />

provocada. ¿Abtúvose por abstenerse? No; ninguno obra de modo tan insulso, mucho menos<br />

do se interesa esta viva pasión, especialmente en un joven poderoso, general romano y<br />

vencedor. Más preponderaron en su pecho las leyes del honor en cotejo de la violación de una<br />

doncella, la <strong>com</strong>pasión magnánima respecto del amor jurado a un joven amante, y del dolor<br />

de entrambos si les usurpaba tan envidiables primicias. Preponderó el ejemplo que debía al


ejército que quería reformar y a la tierra que quería conquistar, antes con su clemencia y<br />

moderación que con las armas.<br />

Estos motivos fortalecieron su virtud para que triunfase de los incentivos de su pasión; y<br />

a este triunfo debió tal vez el ser el terror del África y la admiración de todos los siglos y de la<br />

misma Roma en el destierro de Literno. ¿Si en lugar de la esposa de Alucio te hubieran<br />

presentado los soldados a Henriqueta Smith estando tú en lugar de Escipión, te hubieras<br />

<strong>com</strong>portado <strong>com</strong>o él? Tal vez los motivos mismos hubieran despertado en tu pecho los<br />

mismos sentimientos de virtud. Hay, pues, motivos y medios para sobreponerse al amor; mas<br />

esto lo creerás tal vez ajeno de tu obligación sobre el casamiento... ¿Dudáis todavía,<br />

interrumpióle Eusebio, que no me convenzan tales razones? Lo creo, respondió Hardyl, pues<br />

lo confesáis, y me persuado que aun sin ellas hubiera quedado firme vuestra virtud a prueba<br />

de las sugestiones, estando aún so el abrigo de la dependencia. Mas el tiempo de la libertad<br />

debe venir, debéis entrar en un mar desconocido y navegar entre escollos y sirenas; y para<br />

entonces debe prevenirse ahora el prudente Ulises. Sin esto vanos fueran mis consejos. En la<br />

ocasión el hombre desprevenido degenera. Por lo mismo sufre que vuelva a tu objeción sobre<br />

el casamiento. Ni trataré ya de Henriqueta; dejémosla ahí, dejemos todas las demás mujeres<br />

para venir después a escoger la que más te convenga, aunque sea Henriqueta misma.<br />

El hombre que ha de casarse debe rendirse a las gracias del sexo que más empeñan e<br />

irritan su pasión. Este poderoso aliciente que dio la naturaleza al sexo, lejos de oponerse a la<br />

virtud, se reconcilia con ella, y con ella apura sus quilates, de modo que el amor más puro y<br />

más delicioso es el que nace y crece con la virtud, y el que con ella se eterniza. Sin ella ama<br />

también el hombre; antes bien este es el amor <strong>com</strong>ún y vulgar entre los hombres. Raros son<br />

los corazones que unan en la tierra un virtuoso amor; y por esto son raros los amantes felices.<br />

Pueden bien sí parecerlo, lo serán por momentos; pero luego los funestos de las otras pasiones<br />

no domadas sofocan los dulces sentimientos del amor, el cual tan feliz parecía. Mas ellas,<br />

quebrantando la constancia, lo disponen al desabrimiento, fomentando a la infelicidad la<br />

ambición, a la cual siguen los cuidados y desazones que desengañan los infelices amantes de<br />

sus lisonjas y esperanzas en que fundaban su felicidad.<br />

¿Pues qué, la virtud tiene poder para eludir estos fatales efectos? Si llega a unir dos<br />

buenos corazones, no hay duda. Esta feliz <strong>com</strong>binación sucede raras veces, mas depende de<br />

nosotros en parte el que suceda; pues es más fácil que logre esta ventura el que lleva al altar<br />

de Himeneo un alma pura y exenta de vanidad, mal avenida con la ambición y severa en sus<br />

obligaciones, que no aquél que lo llevan atraillado sus desordenadas pasiones a prometer<br />

livianamente una fe que no puede mantener. La curiosidad entonces, terrible móvil del amor,<br />

no tarda en apagarse, agotándose los alicientes con ella, y el ardor del afecto se amortigua. Al<br />

empalagamiento suceden los disgustos, y estos crecen a vista de otros nuevos atractivos; y si<br />

la virtud falta, el hombre cae y perece. Oye.<br />

Omfis, joven noble, hermoso y rico amaba ardientemente a la bella Earina. Todos los que<br />

sabían sus amores envidiaban de antemano la suerte feliz de su esperado casamiento; pero<br />

desgraciadamente su mismo padre se lo estorbaba por ciertos disgustos de pundonor, fatal<br />

enemigo que se forja la vanidad. ¿Pero de qué no se lisonjean los amantes? Tienta Omfis de<br />

obtener el consentimiento de su padre; el infeliz no sabía el poder de la enemistad, mayor tal<br />

que el del amor. Mas lo probó en la indignación de su padre a su importuno llanto y en las<br />

execraciones de que lo cubrió si llegaba jamás a ofender su paterno afecto, tomando por mujer<br />

a Earina.<br />

El amor contrastado crece y toma fuerza de la represa misma, <strong>com</strong>o las cobra la corriente<br />

de los obstáculos que se cruzan en su avenida. Omfis gime y se desespera. Su imaginación se<br />

irrita con el temor de perder las gracias y los amores de su amada. Quédanle no obstante


lisonjas de rendir la obstinación de su padre, poniendo por intercesores sus deudos y amigos.<br />

Pero el padre, más duro y sordo que los escollos de Ícaro, se niega a todos y persiste en su<br />

negativa; y el hijo vuelve con mayor encono a sus profanas quejas y lamentos. Acusa al cielo<br />

y tierra de contrarios a su felicidad, y en el exceso de su dolor jura de casarse a cualquier<br />

coste con su amada Earina.<br />

Halla medio de hablarla; expónele su sentimiento y la cruel obstinación de su padre, y<br />

propónele la huida de entrambos, facilitándole los medios para ejecutarla. Earina oye sus<br />

quejas y su proposición; lo aprueba todo, pero el temor y decoro atan las alas a su amor. Dale<br />

con todo por respuesta que, estando la mayor oposición de parte del padre de él, éste no podía<br />

impedir la ejecución de su casamiento si el padre de ella, <strong>com</strong>o lo esperaba, se lo facilitase, o<br />

en caso que también éste se opusiese, recurrirían al expediente de la fuga, pues ella estaba<br />

resuelta a sacrificarlo todo por satisfacer su pasión.<br />

Ufano y sosegado Omfis con tan lisonjera respuesta, oculta sus designios a su padre,<br />

mostrándosele sumiso. Earina entretanto cuenta al suyo, para indagar su ánimo, la indignación<br />

que había manifestado el de Omfis a la proposición que le hizo de casarse con ella. Mas sin<br />

dejarla acabar, creyendo que el padre de Omfis se oponía al casamiento con su hija por<br />

presunción de nobleza, toma su negativa por agravio hecho a su honor, y en el resentimiento<br />

de su vanidad envía al padre de Omfis mensaje de desafío. Lo acepta éste, y entrado apenas en<br />

liza, cae víctima del ciego pundonor, quedando tendido y muerto en el campo.<br />

¡Omfis desnaturado! ¿Calmó acaso tu impío amor a la nueva de la muerte de tu infeliz<br />

padre? ¿El filial amor dio a lo menos sofrenada a tu furiosa pasión? No, pues te desnudaste<br />

del luto para adornarte de las galas del Himeneo. La nobleza, el valimiento y el dinero más<br />

poderoso, echan ceniza a la memoria del delito del padre de Earina; y ésta, coronada de joyas,<br />

se presenta al altar en que jura a su amado Omfis fidelidad eterna entre el festejo y envidiados<br />

parabienes de los que sus bodas solemnizaban. Ves ya los amantes al colmo de su dicha<br />

imaginaria, obtenida al caro precio de la sangre de un padre que pedía al cielo venganza de la<br />

desenfrenada pasión del hijo.<br />

¿Tomóla acaso el cielo? ¡Ah, Eusebio! El cielo abandona al delincuente a su delito; la<br />

misma culpa toma venganza del que la <strong>com</strong>ete. Omfis era ambicioso, presumido y colérico.<br />

Su amor tenía por solo objeto satisfacer a su pasión. Amaba en Earina el solo exterior que<br />

conocía: los alicientes de su hermosa presencia no le dejaron conocer el pérfido corazón que<br />

abrigaba, ni la loca ambición de ser cortejada y adorada de otros amantes. Omfis presumía<br />

sobrado de sí y de su apostura para recelar de su amada estos agravios, <strong>com</strong>o si la hermosura<br />

del hombre fuera el solo señuelo del amoroso capricho de las mujeres. Esmerábase en hacer<br />

alarde de sus riquezas, fomentando más en ellas su vanidad y la de su Earina. Los convites,<br />

los saraos y las superfluas galas acrecentaban sus gastos, y éstos las deudas, que alcanzaban a<br />

sus rentas. El juego, destruidor de las familias, acortó las largas a los acreedores y dio al<br />

través con su ambición.<br />

La vanidad no podía ya suministrarle ingeniosos medios para mantener en boga el tren y<br />

alto trono que había dado a su dita. Convino, a pesar de su humillada ambición, recoger velas<br />

y retirarse a cala. ¿Earina, la vana Earina, podrá reducirse a dividir con su Omfis el grave peso<br />

de sus desaciertos y locuras? ¿Tendrá valor para aliviarle con dulces consejos la aflicción de<br />

sus tardos desengaños? ¡Ah! No es éste el proceder de la vanidad y de las pasiones<br />

desordenadas. Amargas quejas, reproches violentos, importunadas desazones, llantos,<br />

lamentos y desesperación esperaban a Omfis en asechanza para agrazarle su ideada felicidad.<br />

Rebotaban en su intolerante oído los ásperos acentos de su mujer que irritaba su impaciencia,<br />

despertando poco a poco el odio en que se muda el cansado amor, y arrancábale<br />

demostraciones de su entibiado afecto, de aquel afecto que parecía habían de hacer eterno sus


primeros abrazos. Antes su dicha pendía de las dulces miradas de Earina y de su suave<br />

<strong>com</strong>pañía. Ahora las rehuye y abrevia los momentos de la odiosa estada con ella; ni ella echa<br />

de menos la ausencia de su disgustado marido, mostrándole desprecio igual al que éste le<br />

manifestaba.<br />

Silio, su primo Silio, vino a romper enteramente su aflojada unión. El amor que le había<br />

manifestado Earina le dio prendas que no sería desechado en tan oportuno lance, del cual supo<br />

aprovecharse el astuto Silio para cubrir de ignominia a Omfis, a quien con fingidas<br />

demostraciones ocultaba el odio que le profesaba. Era Silio tan bien apuesto y galán de<br />

cuerpo, <strong>com</strong>o feo y de rostro desapacible. Y aunque las frecuentes y largas visitas con que<br />

entretenía el ocio de Earina daban a Omfis sospechas; mas presumido éste de sí mismo y<br />

confiado de la fealdad de Silio, tuerto de un ojo y devorado el rostro de viruelas, hízolo<br />

sobreseer al asomo de sus celos, dejándolo frecuentar su casa. Mas <strong>com</strong>o la curiosidad lleva al<br />

ánimo y a la mente por cerros imaginarios, haciendo posibles las más extravagantes ideas,<br />

despertó en Omfis los deseos de oír lo que los dos primos entre sí trataban.<br />

A este fin levántase un día de la mesa antes de acabada, fingiendo ocurrirle un negocio<br />

perentorio, y en vez de tomar la puerta de la calle, toma la de la estancia en que Earina recibía<br />

a su amante Silio y escóndese en la alcoba agazapado, esperando el momento que había de<br />

apresurar, sin temerlo, su rabiosa ignominia. Confiada Earina en la ausencia de su marido,<br />

cuenta los momentos de la tardanza de su primo, el cual llegó finalmente a saciar de deshonor<br />

la funesta curiosidad del que, palpitando sin cespitar, alargaba atento oído para mejor<br />

satisfacerla, creyendo que tratasen otro asunto que los declarados amores a que sin embarazos<br />

se entregaron. Las caricias y ardientes ósculos eran otros tantos rayos que aturdían y<br />

traspasaban el alma atónita del ultrajado marido, el cual, trémulo de indignación e irritado de<br />

despecho, sentíase impelido a prevenir su entero deshonor. Pero la misma fatal curiosidad lo<br />

contenía para ver si llegaban al increíble extremo, pareciéndole imposible que ninguna mujer,<br />

mucho menos la suya, pudiese avasallar su decoro a la horrible fealdad del rostro de Silio.<br />

Tardó poco a desengañarlo la violencia de éste y la flaca resistencia de su Earina que,<br />

dejándose arrastrar para ser más poderosamente vencida, iba a cederle el triunfo de la jurada<br />

fidelidad a su marido, bien ajena de sospecharlo testigo de su infamia, cuando, bramando de<br />

rabia y de furor, sale de su escondrijo y se manifiesta a los traidores, oprimiéndolos de atónita<br />

confusión y dejándoles cuajados en las venas sus profanos ardores.<br />

Llevado de la sola curiosidad, no pudiendo sospechar tan fiero desacato, no acordó Omfis<br />

de ocultarse armado; y aunque era colérico, faltábale el esfuerzo y coraje para haberlas con el<br />

resoluto y adelantado Silio, el cual, aunque reo y casi cogido en el cuerpo del delito, sacando<br />

más irritado aliento de su aturdida sorpresa, corre a tomar la daga que había dejado, y,<br />

empuñándola, se presenta con ella al desvalido Omfis que, a tal vista, oprimido más del dolor<br />

y de la rabia de su ignominia que del temor de la muerte, déjase caer sobre la cama,<br />

abandonándose a los amargos sollozos con que regaba aquel mismo lecho que antes creyó el<br />

altar de su dicha. Puedes figurarte cuál quedaría Earina, viendo patente su infidelidad el<br />

mismo a quien ofendía, y cuya terrible aparición la oprimió de abatimiento; tal que iba a<br />

entregarse a un fiero desmayo, cuando encendió de nuevo su aliento el resplandor del desnudo<br />

acero en las manos del fiero Silio, en ademán de a<strong>com</strong>eter a su miserable y desarmado<br />

marido.<br />

Corre fortalecida de un resto de <strong>com</strong>pasión a detener el brazo de su primo, ofreciéndole<br />

su interpuesto pecho cual estaba desnudo, para que borrase con su sangre la confusión de su<br />

culpa. Mas Silio la asegura que no ensangrentará su acero en un desarmado; pero que sólo se<br />

lo haría envainar el juramento que pedía a su marido sobre el perdón que para entrambos<br />

requería. Nada de esto oía el infeliz Omfis por los roncos sollozos que exhalaba de su


enconado pecho, teniendo tendidos los brazos sobre la cama, contra la cual oprimía su<br />

confuso rostro, no atreviéndose a levantarlo para no alterarse de horror volviendo a ver<br />

aquellos detestables cómplices de su indeleble ignominia, ni se movía de aquella postura por<br />

más que el atrevido Silio se esforzase a tirarlo del brazo para obligarlo al juramento que<br />

pretendía.<br />

Quisiera la pálida y confusa Earina quedar antes muerta que esperar el fin, creyéndolo<br />

funesto, de las pretensiones de Silio. Tentó evadirse de la estancia, pero Silio le impidió la<br />

salida apoderándose de la llave, resuelto y firme en no dejarlos salir de allí hasta que Omfis<br />

no le jurase el perdón que le pedía. ¡Ah! ¿Quién no tuvo aliento para preferir la muerte en tan<br />

horrible circunstancia, lo tendrá para dejar de ceder a tan oprobiosa violencia? Cedió, pero no<br />

tanto por temor cuanto por sacudir más presto de su presencia aquel detestable violador de<br />

todo derecho, jurando sobre el desnudo acero que no tomaría ningún género de venganza ni<br />

contra él ni contra Earina.<br />

Asegurado de su promesa, parte Silio dejando al infeliz Omfis sumergido en el letárgico<br />

dolor que sucedió a su agotado llanto. ¡Cielos! ¿Dónde está aquel amor ciego, ardiente y<br />

furioso que a trueque de satisfacerlo hubiera atropellado Omfis las leyes humanas y divinas?<br />

¿Dónde aquella terrible pasión, a la cual pospuso la vida de su propio padre? ¿Dónde aquella<br />

eterna fidelidad que le juró su Earina y aquellas caricias y cambiados regalos de sus primeros<br />

amores? ¿Dónde el júbilo y parabienes de sus envidiadas bodas y aquellas dulces y seguras<br />

esperanzas que le prometían una felicidad eterna? Todo desapareció cual humo. Un feliz<br />

sueño no se desvanece tan presto. Al falso gozo, al fugaz deleite, a la vana ostentación de una<br />

aparente dicha, sobrevino el llanto, la amargura, la confusión, el horror y la ignominia que se<br />

emposesionaron de aquella infeliz casa y de sus más infelices dueños.<br />

¿Crees que se limitase a esto sólo la desventura de su inconsiderado casamiento? Escucha<br />

todavía.<br />

Atado de su mismo juramento el enojo de Omfis, y de los recelos que le daba el esfuerzo<br />

del atrevido Silio si tomaba venganza de su pérfida Earina, resuelve a no mirarla <strong>com</strong>o mujer;<br />

sepárase de su cama y de su mesa, y trátala <strong>com</strong>o a cosa que no le pertenecía. Este justo<br />

desprecio y enajenamiento de su marido, peor tal vez que el castigo, fomentaba en ella la fiera<br />

confianza y odioso atrevimiento con que correspondía al desdén que Omfis le mostraba, sin<br />

apagar en su alma la torpe pasión por Silio, con quien continuaba a mantener secreta<br />

correspondencia. Temía éste exponerse a un fatal desafuero y aventurar sus seguros amores si<br />

volvía a dejarse ver en casa de Omfis a la descubierta. Pero teniendo sobradas prendas para<br />

temer que éste diese sobresalto a sus sueños, pasaba algunas noches con Earina, añadiendo el<br />

atrevimiento a la desvergüenza y a la protervia del desacato. ¿Creyéralo esto Omfis? ¿Creyera<br />

que las ardientes protestas y ansiosas demostraciones pudieran llegar a convertirse en odio tan<br />

cruel, que llegase a maquinar con Silio quitarle la vida aquella misma Earina?<br />

Estos horribles intentos iban madurando los traidores, cuando la suerte, queriendo desviar<br />

la muerte de Omfis, le inspira una invencible aversión al país y casa que habitaba, avivando<br />

más en su fantasía la fea opinión de su oprobio, e instigándolo a irse a donde no fuera<br />

conocido. Cede Omfis a estas instigaciones, y aunque procuró ejecutar su salida sin que<br />

ninguno la penetrase, no la pudo ocultar a la sagaz mujer, que se alegró de ella, pues le<br />

ahorraba la terrible ejecución de sus fieros designios. Avisó, pues, a Silio del día de la partida<br />

de su marido y éste, creyendo que ninguno sabía su determinación, salió de su casa para<br />

ausentarse también de la ciudad.<br />

Avisado el impaciente Silio de su ida, vuela a los brazos de Earina para satisfacer su<br />

pasión sin estorbos y sin la enfadosa sujeción de la presencia de Omfis. Era ya tarde y a boca


de noche cuando éste dejó su casa, encaminándose fuera de la ciudad, donde tenía dada orden<br />

que le llevasen el caballo para seguir su viaje. Mas, cansado el destino de la maldad de su<br />

mujer, y queriendo castigar su perfidia, hizo de modo que el esperado caballo no<br />

<strong>com</strong>pareciese ya cerrada la noche, obligándole así a volver a su casa, donde se lisonjeaba que<br />

no sería echado menos. Silio entretanto, arrojado todo respeto, obliga a Earina a retirarse antes<br />

de tiempo, necesitando del descanso del lecho por el dolor que sentía, efecto de haber querido<br />

probar sus fuerzas aquella misma tarde con sus amigos, sobre apuesta de quién de ellos<br />

levantaría mayor peso.<br />

Quedó por él la victoria, pero al caro precio de su salud, quedándole su pecho tan<br />

resentido del violento esfuerzo, que sólo su pasión más violenta pudiera hacerlo entrar en la<br />

nueva lid de amor. ¡Oh locos desvaríos! Mientras se esfuerza en hacer triunfar también su<br />

apetito entre los brazos de Earina, rómpesele una vena, tal vez ya sentida, e inunda el rostro<br />

de su enajenada amante de bocanadas de negra sangre, echando con ellas el alma y dejando<br />

aplomar su cuerpo sin vida sobre el de la misma que, abrumada del difunto peso y del horror<br />

del funesto y repentino accidente, no sabía qué expediente debía tomar en tan horrible<br />

circunstancia. Preponderan en ella el susto y el dolor de aquel fatal acaso que <strong>com</strong>enzó a<br />

sacarle mil dolientes expresiones, al tiempo que Omfis muy paso, por no ser sentido de<br />

alguno, entraba en su casa bien ajeno de aquella catástrofe y de la que él había de añadir.<br />

Habíanse retirado los criados, dejando reinar en la sala un profundo silencio que sólo<br />

rompían las quejas y los lamentos de la desolada Earina. Éstos hieren el oído de Omfis, el<br />

cual, temiendo que su mujer hubiese penetrado su fuga, sospechaba que se afligía por su<br />

ausencia. Un inflexible sentimiento de desprecio hízole proseguir su camino; mas la fatal<br />

curiosidad lo detuvo, haciéndole aplicar el oído a la puerta para ver si su mujer lo nombraba<br />

en sus lamentos. ¡Omfis desdichado! No te llama a ti ni te nombra; mas llama en vano a su<br />

difunto Silio. A tal nombre se escandece y sobresalta de ira. Toda la rabia de su indignación e<br />

ignominia no vengada, enciende ahora con mayor vehemencia los deseos de su venganza y le<br />

impele a ello la vista del acero que llevaba ceñido para el viaje. Echa mano de él y, acosado<br />

de su ciego furor, abre la puerta mal cerrada que le deja entrada libre. Sus ojos centelleantes<br />

de enojo y el funesto resplandor, de su desenvainado acero deslumbran los de Earina que,<br />

arrojando a su terrible e inesperada presencia un seco alarido, cae sin sentidos en el suelo.<br />

Nada menos pudiera sospechar el indignado Omfis que ver su lecho transformado en<br />

funesto cadalso del traidor que lo violó; ni advirtió en ello cegado del enojo hasta que la caída<br />

en el suelo de Earina, enfrenando un poco su furor, dejóle tiempo para descubrir a la luz<br />

escasa que alumbraba la estancia, el yerto cadáver que allí yacía. El terror que le causó tan<br />

horrible sorpresa, no pudo impedir la entrada al furibundo enojo que lo incitó a cebar su<br />

vengativa saña en el pérfido seno de su esposa; vengando así el oprobio de que lo cubrieron<br />

las profanaciones y delitos de la que un tiempo llamaba su adorable Earina.<br />

¿Parécete, Eusebio, que pudieran tener tan desastrado fin tan tiernos y ardientes amores y<br />

los deseos de Omfis para obtener a cualquier coste esa misma Earina? La obtuvo, creyendo<br />

obtener con ella la felicidad que su loca pasión le representaba. Mas ve cuáles fueron sus<br />

quilates. Persuádete, pues, que no inferiores fines, aunque no sean tan horribles y sangrientos,<br />

llegan a tener los casamientos a los cuales no preside la virtud. Extravíos, quejas, desazones,<br />

roimientos de celos, afanes, lloros, disgustos y arrepentimiento son por lo <strong>com</strong>ún las arras que<br />

el indiscreto amor les reparte.<br />

¿Y a qué toque, pues, me dirás, debe quilatarse el santo amor? Al del afecto, contenido<br />

en su mayor ardor de la moderación y de la prudencia; las cuales, antes de fomentar la llama<br />

en un objeto que la enciende, lo miran y examinan por todos sus visos y los <strong>com</strong>paran con sus<br />

sentimientos, sin perder de vista los medios que le presentan el decoro, la reputación y fuerzas


de su estado. Este puro afecto contenido de la descaprichada entereza, prefiere un dulce genio<br />

a una brillante hermosura y pospone una rica nobleza sin virtud a una virtuosa pobreza. Si a la<br />

doncella destinada por esposa se presenta un temor respetoso, contiene el atrevimiento de la<br />

pasión que la blanda flaqueza del sexo le irrita. Antes se abandona a los dulces transportes del<br />

alma bañada de los destellos de la ternura, que al justo deleite robado de un protervo desacato.<br />

La noble reserva, el majestuoso poder y el suave continente de su amada, merecen antes su<br />

aprecio que las gracias zalameras y el suelto despejo que anuncian sentimientos indignos del<br />

rubor adorable y de la inocente vergüenza dada de la naturaleza por dote principal al sexo.<br />

¿Llega por ventura el himeneo a romper los velos con que cubrían sus tiernas frentes la<br />

inocencia y la honestidad? ¿Llega la bendición del cielo a quitar los estorbos a la unión de sus<br />

castos pechos? La virtud, que contuvo sus inculpables afectos, enciende y aviva antes los<br />

tiernos sentimientos de su segura confianza, que los de su concupiscencia. Inunda antes sus<br />

enajenados corazones del llanto de un gozo inexprimible que del fugaz deleite que lo<br />

a<strong>com</strong>paña. Vanidad, ambición, riqueza, lujo, modas, el mundo todo se anonada en cotejo de<br />

los preciosos atractivos de su mutua y sana correspondencia. La casa y la familia de la mujer<br />

fuerte son su templo, su teatro y las delicias de su alma. Su inflexible honor cerró las puertas<br />

con mano firme a las ocasiones en que pudiera ser asaltada su flaqueza; y si es <strong>com</strong>batida a<br />

pesar de su reserva, el fiero pudor y el noble decoro que velan en la defensa de su severa<br />

honestidad, cortan las esperanzas al atrevido enemigo humillando su osadía.<br />

Reconcentrada en los límites de su decente o rico estado, no la tienta ni la provoca la<br />

riqueza mayor, ni las galas y ostentación de sus vecinas. Ama el aseo y la decencia, y<br />

aborrece toda vana superfluidad que pudiera ser gravosa a su estado; y si la tienta alguna<br />

fantasía y capricho, les opone la entereza y moderación, y la memoria de sus dulces hijos. Los<br />

cuidados y desvelos que le piden éstos con su crianza endúlzaselos su virtuoso cariño y la<br />

paciencia que les presta, la suaviza el dulce afecto que no divide entre vanos objetos de lujo y<br />

de ambición.<br />

¿Nace algún contraste de genio, de opinión o de voluntad entre los que no son ángeles?<br />

Su amor mismo se afina en sus mismas diferencias, cortando todo motivo de disensión la<br />

voluntad que cede con nobleza, previniendo todo disgusto y alteración indigna de las tiernas<br />

confianzas de sus corazones. Si alguna falta <strong>com</strong>etió el descuido, o cayó en ella la humanidad,<br />

tócala la moderación y prudencia para repararla, no para realzarla sin provecho, ni para<br />

agravarla con modos altaneros. ¿Propásase tal vez la indiscreción? El pronto y tierno<br />

arrepentimiento hácese acreedor a la ternura de un ánimo <strong>com</strong>pasivo y humano, que perdona a<br />

un inadvertido arrebato.<br />

No, Eusebio; la ira más enconada de la suerte, ni su terrible mano armada de las<br />

necesidades de la pobreza, y si quieres de la ignominia misma, no tendrá poder para<br />

desarraigar el santo amor de los pechos, en que lo fecundó la virtud con los divinos destellos<br />

de su dulzura. El desastre y el oprobio quedan aniquilados en los tiernos y ardientes abrazos<br />

de dos virtuosos corazones. ¡Oh, si todos los amantes llegasen a probar las celestiales<br />

impresiones de la virtud! ¡Ah! Los hombres serían demasiado felices, y no es esta felicidad la<br />

que desean. Quieren establecer su imaginaria dicha sobre la opinión y aprecio de los otros<br />

hombres, y la vanidad les usurpa el precioso y puro contento de la dicha verdadera; la cual no<br />

puede pasar los límites del corazón en que sola la virtud la disfruta.<br />

Según esto, ¿te parecerá, hijo mío, que no habrá felices casados en la tierra? Mas el<br />

mundo no está todavía tan pervertido, y la virtud no dejó la tierra, <strong>com</strong>o se dijo de Astrea.<br />

Cabalmente ella no necesita de suntuosos templos, ni magníficos edificios, ni de dorados<br />

gabinetes. Mas se contenta tal vez de una choza, si la tiene; y una decente habitación es el<br />

mayor palacio a que tampoco aspira; pero está en ella y la goza si la suerte se la presenta. Esto


me trae a la memoria el caso de un dichoso casamiento; y puedes creer que no lo tomo del<br />

tiempo de Filemón y Baucis. Tales historias son demasiado lejanas para que hagan impresión<br />

en nuestros pechos. El caso es reciente, pues es de un joven amigo mío, el cual contribuyó<br />

también para que yo escogiese la vida que llevo. Pero tú estarás ya cansado de oírme y será<br />

mejor que lo dejemos para otra ocasión. No, no, dijo Eusebio, proseguid; dadme este placer,<br />

pues os aseguro que lo tendré en escucharlo por largo que sea.<br />

Prosigo, pues, dijo Hardyl. Era este joven conciudadano mío y de una ilustre familia<br />

bastante rica a la verdad; pero <strong>com</strong>o el mayorazgo absorbe casi todos los bienes de un linaje,<br />

privando de ellos a los segundones, se vio necesitado Isidoro, que así este joven se llamaba y<br />

era el quinto de sus siete hermanos, a vivir a la capa de la fortuna hasta que ésta le abriese<br />

algún camino a las dignidades, o a los cargos y honores de la milicia; pues los claustros, que<br />

son también el otro refugio de la necesitada nobleza, no parece tenían mucho atractivo para<br />

con Isidoro. Su genio tierno, sensible y apasionado se sentía llamado antes para llevar el yugo<br />

de Himeneo, que para padecer la desnaturada crueldad en el templo de Cibeles. Su alma, su<br />

corazón, sus sentidos pedíanle una amante; por ella ardía y suspiraba de continuo, hasta que<br />

ya libre de las cadenas de la pesada educación, voló <strong>com</strong>o sediento ciervo a buscarla en los<br />

retretes que su nobleza frecuentar le permitía.<br />

Lleno, pues, de sí y de sus prendas exteriores, iba en su imaginación entretejiendo palmas<br />

de conquistas, creyendo, <strong>com</strong>o sucede a todos los bisoños en el amor, que el trato y <strong>com</strong>ercio<br />

familiar está cortado a la medida del de Angélica y Medoro, sin que mil desengaños lleguen<br />

jamás a sofocar las falsas lisonjas de sus engañadas esperanzas. Con estos vanos principios<br />

echó la vela al viento, no teniendo otro norte que lo guiase y preservase de los escollos del<br />

vicio que su honrada timidez de genio y bondad de corazón, por la cual era a la verdad<br />

adorable, y su natural inclinación a la virtud, que se le acrecentó con la lectura de Séneca y de<br />

Plutarco, autores que le pusieron en las manos, no sus maestros sino mis persuasiones,<br />

mereciéndome su dulce genio particular afición.<br />

Siendo santas, aunque ardientes, las intenciones de su pasión, llevando por fin el<br />

casamiento y no las indignas asechanzas, a otro lecho ni al honor respetable de las doncellas,<br />

ocupaban éstas los desvelos y esperanzas de su amor, fijándolo en una no menos hermosa que<br />

astuta y prevenida, la cual, dando ojo a su galanteo, cebó las llamas de la presunción de<br />

Isidoro para llevarlo atado al carro de su beldad, y así añadirlo al número de otros tres<br />

amantes cautivos que lo seguían. Era ella de igual nobleza que él, pero rica heredera, lo que<br />

ella no ignoraba y lo que la hizo preferir desacertadamente el más rico de sus amantes,<br />

dejando así sumergido en una rabiosa confusión al pobre Isidoro, cuyo dolor ni pudieron<br />

mitigar mis consejos ni los de otros sus amigos. Estos remedios del amor se los reserva el<br />

tiempo; y éste le curó por la vía más expedita, abriéndole la puerta de otra noble familia,<br />

aunque no muy rica, proporcionándole el conocimiento y amistad de la menor de tres<br />

hermanas, de las cuales el orgullo de la madre había hecho de antemano en su idea tres<br />

ilustres condesas; opinión que no era muy favorable para el amante Isidoro, pero <strong>com</strong>o se<br />

lisonjeaba que la doncella se había de enamorar de su bondad y nobleza <strong>com</strong>o Safo por Faón,<br />

esmerábase en su cortejo, esperando encender a fuerza de insinuantes expresiones y caricias el<br />

fuego que deseaba ver arder en su blanco pecho.<br />

Desgraciadamente un día en que se le proporcionó quedar solo con ella, atrevióse a<br />

doblarle la rodilla para implorar su piedad y para declararle sus intenciones; mas ella,<br />

volviéndole con aire severo la espalda, lo dejó en seco en aquella postura, en la cual le<br />

sorprendió la madre, cuya presencia le cuajó la pasión en las venas; y él quedara allí para<br />

copiar del poder de Medusa, si echándole en cara la misma madre su atrevimiento, no lo<br />

hiciera volver sobre sí, encendiéndolo de confusión y vergüenza con el fiero reproche que le<br />

hizo de su pobreza. Penetróle esto el alma, cubriéndolo de tristeza tal que por mucho tiempo


se negó a la sociedad y a sus más íntimos amigos, desahogando su oprimido pecho con<br />

continuo llanto y quejas contra la desigualdad de la herencia y contra la vanidad y ambición<br />

del sexo.<br />

Para aliviar su mortal pesadumbre en el retiro, recurrió a los libros a quienes era<br />

aficionado; vínole casualmente a las manos Lucano, sin quererlo tomar antes que otro, sino<br />

por mero maquinismo del dejamiento en que la tristeza lo tenía. Abierto, sáltale a los ojos el<br />

paso de César y del buen Amiclas, cuyo contraste de ambición y pobreza, animado del fuego<br />

del poeta, hízole tanta impresión en el alma, dispuesta ya a los sentimientos de la moderación,<br />

que lo preparó insensiblemente para la fuerte resolución que después tomó de preferir la<br />

dichosa quietud de un pobre estado a las desazones y anhelos de buscar otro honroso sobre<br />

sus fuerzas, sin poder tal vez jamás alcanzarlo.<br />

He aquí, Eusebio, cómo la virtud se hace <strong>com</strong>únmente refugio de la desgracia. La<br />

ambición humana humillada de la forzosa necesidad, si desespera de conseguir la dicha que le<br />

presentan las pasiones, se ve forzada a plegarse y a reconcentrarse en su interior para buscar<br />

en él la felicidad que le niega en otra parte la suerte. Mas si desgraciadamente en vez de los<br />

buenos sentimientos de la virtud, halla sólo en su corazón los renuevos de su vanidad<br />

quebrantada, que quieren retoñar con violencia a pesar de la misma desgracia, muerden su<br />

interior y lo exasperan; y excitando en él la rabia y la desesperación, lo reducen a ser el objeto<br />

más infeliz y miserable.<br />

Pero si, al contrario, reconcentrándose en sí mismo, halla en su corazón los santos<br />

sentimientos de la virtud, recibe de ésta <strong>com</strong>pensación bastante de los bienes inciertos y vanos<br />

de que lo priva la fortuna. Entonces sofoca el residuo de sus vanos anhelos, fomentando en<br />

vez de las desazones de la ambición, los consuelos de la tranquilidad de su conciencia que le<br />

da la moderación; de cuya dulzura regalada el alma, goza de aquel estado en el cual sin<br />

desvelos y sin zozobras prueba la dulce satisfacción que le negaba la vanidad y la ambición,<br />

cuando haciéndolo correr tras los honores y placeres, huían de él a paso que esperaba<br />

alcanzarlos.<br />

Por esto, hijo mío, aunque parezca a primera vista extraña la máxima de Epicuro de<br />

preferir que la fortuna lo tuviese a prueba de sus reveses antes que de sus favores; pero bien<br />

considerada se ve que dimana de la persuasión de una acendrada sabiduría, pues la<br />

prosperidad y el favor de la fortuna parece que nos hincha, engríe y enajena, y los trabajos al<br />

contrario nos humillan y nos corrigen infundiéndonos moderados sentimientos. Por esto<br />

mismo, cuando la virtud no fuese buena para más que para hacer felices los desgraciados, este<br />

solo título debiera bastar para empeñar los hombres a ejercitarla, para tener en ella sobrada<br />

re<strong>com</strong>pensa de los bienes que la fortuna por otra parte les niega.<br />

Esto probaba Isidoro, y <strong>com</strong>o sabía que la virtud no se oponía al amor, sino que antes lo<br />

acendraba, determinó casarse con un objeto digno de sus buenos sentimientos, y aunque fuese<br />

pobre, que pudiese contribuir por lo menos a la tranquilidad de la vida, a la cual aspiraba. Con<br />

esta determinación salía una mañana de J... camino de la villa de M... a donde llevado de sus<br />

pensamientos llegaba a hora que tocaban a misa. Ocúrrele que tal vez en la iglesia se le podría<br />

presentar objeto que llenase sus deseos, <strong>com</strong>o le sucedió a Aconcio con Cídipe en el templo<br />

de Diana. Entra, pues, en la iglesia y pónese a tiro de satisfacer sus esperanzas de modo que<br />

no pudiese ser notado. Fluctuaba su inclinación al paso que herían más o menos a su genio los<br />

diferentes objetos que entraban, hasta que la <strong>com</strong>postura y gracioso talle de una que le pareció<br />

doncella, fijó su afición de modo que resolvió seguirla a su casa, acabada la misa, para pedirla<br />

por mujer a sus padres, <strong>com</strong>o lo ejecutó palpitándole el corazón de alborozo.


Entrando en la casa poco después de aquella doncella, pregunta por el dueño a una<br />

atezada labradora que acudió a su llamamiento. Respóndele ésta que su marido, que era el<br />

dueño de la casa por quien preguntaba, estaba fuera. A las instancias del impaciente Isidoro,<br />

que decía importarle sumamente hablar con él, envía la madre a Dorotea, que así se llamaba la<br />

muchacha, a buscar a su padre para que viniese a verse con un caballero que deseaba hablarle.<br />

Entretanto que Dorotea iba en busca de su padre, abrió su pecho Isidoro a la madre,<br />

manifestándola sus intentos. Ella, aunque algo lisonjeada de la presencia de aquel joven<br />

caballero y de sus pretensiones, temió con todo que tan gran desigualdad de estados pudiese<br />

amargar asechanzas al honor de su hija, y en esta suposición, tratando algo despegadamente a<br />

Isidoro, le dijo que a Dorotea le estaría mejor el honrado Antón Rodríguez, que no su señoría.<br />

Golpe fatal y que hirió en lo vivo de sus esperanzas y lisonjas al amante caballero. Pero le<br />

volvió el alma a su ser la cortés rusticidad y los modos afables, aunque abiertos, que usó con<br />

él el padre de Dorotea luego que entró en su casa; y así pudo exponerle con mayor confianza<br />

sus deseos, y el modo de vida que quería llevar, renunciando a los honores y pompa de su<br />

nacimiento.<br />

Damián Valdés, que a la modestia y afectuosas expresiones de Isidoro, conoció que<br />

trataba veras, parecióle verdad lo que oía; y desde luego le dijo que se tendría por muy<br />

contento con tan ilustre parentesco, pero que sólo lo detenía la indignación que debía temer de<br />

parte de sus deudos si condescendía en darle su hija. Abriósele el cielo a mi amigo oyendo la<br />

respuesta del padre; y en el transporte de su alborozo echóle los brazos al cuello. El viejo<br />

Damián, enternecido con tal demostración, lo abrazó también con lágrimas en los ojos, dando<br />

voces a Dorotea para que viniese; y en esta postura tierna los halló la muchacha que acudió al<br />

llamamiento del padre; el cual, desprendiéndose entonces de Isidoro, tomó la mano a su hija,<br />

diciéndole que aquel caballero la pedía por mujer; pero que él, a pesar del honor y<br />

<strong>com</strong>placencia que recibiría de su casamiento, no quería forzar su voluntad; pues si ella no<br />

venía bien, se consolaría con su negativa del honor que pudiera darle aquel parentesco.<br />

La inocente Dorotea condescendió antes con los ojos enardecidos de rubor, que con las<br />

palabras; excita nuevo transporte en el pecho de Isidoro, el cual le dobla inmediatamente una<br />

rodilla, y tomándola por la mano aplica a ella su boca bañándola de lágrimas de consuelo. Y<br />

después de haber renovado su reconocimiento al padre con tiernas demostraciones,<br />

encargándoles encarecidamente el secreto, volvióse a la ciudad para disponer las cosas<br />

necesarias al casamiento. Formó de antemano el sistema de vida que había de llevar casado,<br />

de la tierra que había de <strong>com</strong>prar, que era un pedazo de terreno, parte monte, parte llano, cerca<br />

de la ciudad de M... en donde antes había estado, y cuyo sitio delicioso hirióle tanto el gusto y<br />

fantasía, que por verse en él casado hubiera despreciado el imperio mayor de la tierra. Y ahora<br />

que entraron en posesión sus esperanzas de la prometida Dorotea, levantaba en su<br />

imaginación la casa que había de habitar, el bosque que había de coronar el otero, y a cuyas<br />

plantas había de echar el cimiento de su habitación. Ya le parecía estar dulcemente sentado a<br />

la sombra de los plantíos que le habían de dar sobrados frutos; veíase ya vestido del honrado<br />

sayo que había de tomar, y contaba ya las cabezas del rebaño que había de capitanear por<br />

aquellos herbosos valles.<br />

Mil dulces memorias, mil ideas de una dicha cumplida inundaban de consuelo indecible<br />

su alma, bien ajeno de las dificultades y estorbos que habían de contrastar su ideada felicidad.<br />

Origen de ellos fue la misma madre de Dorotea, mujer de aquellas que se hallan mal avenidas<br />

con la gente principal y que contó a Antón Rodríguez el motivo por el cual había venido<br />

Isidoro a su casa, y cómo su marido le había prometido a su hija por mujer. Cuanto era mayor<br />

el rival de Antón, tanto mayor dolor y envidia excitó en su amoroso pecho la determinación<br />

de Damián Valdés y el odio contra el poderoso usurpador; de modo que resolvió a cualquier<br />

coste no dejarse llevar la presa, ora fuese con buenos términos ora con violencia.


Era sobrino Antón Rodríguez del cura de aquella villa, el cual esperaba tiempo oportuno<br />

para pedir a Damián Valdés su hija para su sobrino; porque siendo Dorotea hija única, y por<br />

consiguiente heredera, esperaba acrecentar con su herencia, aunque pequeña, la hacienda<br />

corta de su sobrino. Informado, pues, el cura por éste de la resolución del padre de Dorotea,<br />

creyó medio oportuno para romperla el hacer sabedor a la familia de Isidoro de las intenciones<br />

que éste llevaba. Y a la verdad no andaba errado el buen cura, pues logró alzar tal polvareda y<br />

alboroto entre los deudos de Isidoro, que no bastando consejos ni amenazas para hacerle<br />

desistir de su empeño, resolvieron hacerle encerrar en un castillo para que se desvaneciese su<br />

pasión.<br />

Llegó a penetrar esto Isidoro y, siendo yo amigo y confidente suyo, vino a <strong>com</strong>unicarme<br />

su aflicción y a pedirme consejo sobre lo que debía hacer en tal lance. Yo, sabiendo que había<br />

ya dado palabra a Dorotea, aconsejéle que pidiese ir a Nápoles a seguir la milicia en aquel<br />

reino, a lo cual condescenderían desde luego sus parientes; y en caso que esto consiguiese, le<br />

di traza de todo lo que debía hacer para efectuar su casamiento, <strong>com</strong>o lo oirás en adelante. De<br />

hecho sus deudos, a trueque de no verse afrentados en su opinión con aquel casamiento,<br />

concurrieron a porfía en equiparlo y en proveer su bolsillo de mayor cantidad de dinero de la<br />

que pudiera esperar y desear. Pero <strong>com</strong>o esta ida a Nápoles era sólo para dar mejor salida a<br />

sus intentos opuestos, llegado el día de la partida, cortejado de sus parientes y amigos, entre<br />

los cuales me hallaba yo, salió de la ciudad, pero para diferente destino. Sabían el cura y el<br />

sobrino la partida de Isidoro y dábanse los parabienes de su acertado consejo, mientras la<br />

triste Dorotea devoraba su dolor, creyendo para siempre perdido su amado Isidoro. Y aunque<br />

Damián Valdés estaba informado del verdadero camino que había de tomar y del modo y día<br />

que había de llegar a su casa, consolaba a su hija afligidísima, en términos vagos sin atreverse<br />

a descubrirle el secreto, temiendo que no se enmarañase de nuevo el negocio, si por sobrada<br />

<strong>com</strong>pasión con su hija se descubría.<br />

Caminaba entretanto Isidoro abriendo su corazón al colmo de la ansiada libertad, la cual,<br />

rotos los fuertes lazos de la vana opinión, llegaba a inundarlo de extraordinario alborozo; y<br />

aunque salió de la ciudad camino de Italia, debía torcerlo para efectuar sus intentos al paso de<br />

un riachuelo, a donde llegó a tiempo que pasaban también unos gitanos que se encaminaban<br />

hacia el mismo lugar para donde Isidoro torcía. Al verlos parecióle que la fortuna se los<br />

presentaba para poder deshacerse más presto del caballo que montaba, y al cual ellos habían<br />

antes echado el ojo que al dueño. Salido apenas del esguazado arroyo, no pudiendo tener su<br />

júbilo a raya el montado caballero, dijo por dos veces gritando: Pasóse el Rubicón, pasóse el<br />

Rubicón. Uno de los gitanos que lo oía, y que otro no veía que el caballo, no entendiendo<br />

tampoco la alusión del dicho de Isidoro, se prevalió de él para echar lance sobre la <strong>com</strong>pra del<br />

caballo, diciéndole: Rubicán querrá decir vmd. señor galán, pues ese nombre tenía el caballo<br />

de Astolfo, si no me engaño, y no Rubicón; y a fe, que si tal fuera el que vmd. fatiga con tanto<br />

garbo, el oro que llevo encima no pagarían sus cernejas.<br />

Fuera largo y ajeno de mi propósito el contarte la gustosa conversación y el remate de la<br />

venta del caballo que Isidoro les hizo. Ellos se lo pagaron a más subido precio que el amante<br />

ya libre pudiera desear, haciéndosele siglos los momentos que estaba ausente de su adorada<br />

Dorotea. Vendido, pues, el caballo y los vestidos de gala que llevaba, se puso el holgado sayo<br />

que tenía prevenido y que besó tres veces antes de ponérselo; luego <strong>com</strong>enzó su viaje a pie<br />

hacia una villa no muy distante de la de Damián Valdés, para disponer con el cura, que era<br />

conocido suyo, el modo y hora de la celebración de su casamiento; y hecho esto pasó<br />

inmediatamente al lugar de Damián, que lo estaba esperando ansioso por su tardanza, pues era<br />

ya noche muy entrada, temiendo que algún accidente no le hubiese impedido la llegada.<br />

Cansado, pues, de esperarlo, había cerrado su casa e íbase a acostar, cuando oyó tocar a<br />

la puerta. Él es, él es, dijo alborozado el viejo. Pero la suspensión en que lo tuvo al verlo con


el sayo, por no reconocerlo a primera vista en aquel traje, quedó <strong>com</strong>pensada con el consuelo<br />

de su descubrimiento luego que se le manifestó quién era. La madre y la hija, que nada sabían<br />

y que extrañaban que Damián tardase tanto aquella noche en ir a la cama, se sorprendieron al<br />

llamamiento de la puerta, y luego que Isidoro entró, no podían atinar en quién fuese aquel<br />

labrador tan bello y aseado, sabiendo de cierto que Isidoro había pasado a Italia, hasta que él<br />

mismo, después de haber abrazado a Damián, echóse a los pies de Dorotea, la cual, enajenada<br />

del repentino gozo al reconocerlo, dio un grito de sorpresa, faltando poco para quedar<br />

desmayada. Después de haberla confortado su amante, satisfechos ya sus tiernos alborozos,<br />

propúsoles las medidas que había tomado para efectuar el matrimonio en la vecina villa de<br />

Ce... y, aprobándolas Damián, partieron todos tres al otro día antes de rayar el alba. La vana<br />

pompa, el gravoso lujo y los molestos parabienes no se atrevieron a profanar el celestial<br />

consuelo que la virtud derramaba sobre aquellos corazones.<br />

Al otro día, después de la celebración de las bodas en casa del mismo cura que les había<br />

prestado alojamiento, el buen viejo Damián, llamando aparte a los venturosos casados sus<br />

hijos, háceles un breve discurso, enterneciéndose el viejo al tiempo de en<strong>com</strong>endar a su hija;<br />

luego le entrega a Isidoro un bolsillo en que iban mil escudos, diciéndole que aquel era entre<br />

tanto el dote de Dorotea. Isidoro, que estaba muy lejos de esperar cosa alguna, al ver la<br />

cantidad tan inesperada, en el fervor de sus heroicos sentimientos y sólo penetrado de la<br />

dulzura de su amorosa pasión, no quería recibir el dinero de ninguna manera. Entonces<br />

Damián le dio el bolsillo a su hija diciéndole que se lo entregase ella, y que así lo aceptaría;<br />

<strong>com</strong>o lo hizo Isidoro con toda la ternura y vivas demostraciones del agradecimiento que<br />

merecía tal oferta de su virtuoso desinterés.<br />

Llegada la hora de la separación para todos sensible, dando suelta a las lágrimas, sin<br />

eximirse de ellas el cura, aunque se esforzaba retenerlas para consolarlos, arrancáronse de sus<br />

padres los dichosos hijos, encaminandose hacia la ciudad de M... donde Isidoro debió tomar<br />

alquilada de antemano una casilla para tratar desde allí la <strong>com</strong>pra del terreno que deseaba, y<br />

no le habían permitido hacer antes del casamiento las oposiciones de sus parientes.<br />

Era dueño libre de aquella porción de terreno que quería <strong>com</strong>prar Isidoro al marqués del<br />

V..., el cual, reputándolo de suelo intratable y estéril, remató a Isidoro la venta por el precio<br />

que le quiso ofrecer. Pero la industria de éste lo transformó dentro de pocos años en sitio tan<br />

ameno y delicioso, que el mismo marqués, pasando acaso por allí un día e informado que<br />

aquel era su jaral vendido: He aquí, exclamó, confirmado el tesoro escondido del labrador de<br />

Esopo. ¡Ciegos que somos! Dejamos el tesoro que tocan nuestras manos y nos vamos a buscar<br />

imaginarios a un nuevo mundo. Era Isidoro muy aficionado a la agricultura, y aunque no<br />

estaba acostumbrado a las fatigas del campo, la virtud recababa de su esfuerzo lo que sin ella<br />

pareciera difícil de alcanzar. Dorotea también, aunque hija de padres labradores, no se<br />

acostumbró a los trabajos del campo; y aunque los deseaba dividir con su adorable marido,<br />

éste no le permitía sino aquellos que pudieran servirle de desahogo a sus tareas domésticas,<br />

mucho menos después que, puestos en auge los plantíos y sembrados, percibían de ellos<br />

bastante renta para llevar una vida más descansada.<br />

No podía olvidar el reconocido Isidoro a su mayor amigo, el cual le había sugerido los<br />

medios para poder llegar a la dicha que disfrutaba; y cuando ya ninguno pensaba en él, mucho<br />

menos sus sosegados parientes, me hallé con carta suya, en la cual con vivas instancias me<br />

convidaba para que fuese a recibir en su yermo las demostraciones de la eterna gratitud que le<br />

debía su joven Coricio, aludiendo al viejo de quien dice Virgilio, si te acuerdas:<br />

Namque sub Oebaliae memini me turribus arcis


Corycium vidisse senem, cui pauca relicti<br />

Jugera ruris erant, etc.<br />

Yo, que conocía sus sentimientos, aunque lo suponía dichoso, no hubiera podido<br />

imaginarme que fuese tan grande su dicha <strong>com</strong>o cuando llegué a verla con mis ojos. Bien te<br />

podré describir el sitio que habitaban, mas no la sublime satisfacción e inexprimible consuelo<br />

de aquellos amantes habitadores. Lejos de la confusión y del tumulto de la ciudad, aunque la<br />

tenían a la vista, y libres de las importunidades y desazones del trato, no menos que de los<br />

perniciosos ejemplos del ocio y del lujo, vivían ceñidos a su tranquila decencia, gozando en<br />

ella de todos los bienes que sólo pueden dar la pura y envidiable felicidad.<br />

Para colmo de su bienaventuranza, habíales dado el cielo a sus amores el fruto deseado<br />

de un hijo, que empeñaba la más pura parte de su afecto, y en el cual <strong>com</strong>enzaba Isidoro a<br />

ejercitar la educación; siendo máxima suya, y creo muy acertada, que los sentidos del hombre<br />

<strong>com</strong>ienzan a recibir impresiones desde la cuna. Y según esta máxima obraba y hablaba en la<br />

presencia de aquel niño, que ya contaba cuatro años, <strong>com</strong>o si lo que decía o hacía debiese<br />

servir de lección a sus sentidos; aunque no necesitaba de mucha advertencia para ello, porque<br />

su dulce porte y modesta circunspección era tal que no debía forzarlo para que el niño<br />

recibiese santos ejemplos.<br />

Mi pecho participaba de las efusiones del tierno contento que veía rebosar por los ojos y<br />

exterior de aquellos jóvenes casados, <strong>com</strong>o si estuvieran en los primeros días de su<br />

casamiento. La dulce languidez y el cariñoso empeño en robarse los quehaceres domésticos,<br />

<strong>com</strong>o a quien más pertenecían, manifestaban el suave fuego del amor que animaba sus<br />

corazones. Ningún ridículo desmán de desvanecida jovialidad, ningún chiste des<strong>com</strong>puesto, ni<br />

resabio alguno de insulsa superioridad vi jamás en aquel dichoso techo. La amable<br />

moderación, la respetosa confianza mezclada a una cariñosa facilidad, la blanda reserva sin<br />

nota de dependencia, ni la gravosa sujeción allí habitaban. El aseo, animado del gusto de<br />

Isidoro en los muebles y alhajas, daba resalte a la decencia de toda la habitación que llenaba<br />

el ánimo sin engreírlo. No se veía mesa ni armario de valor, ni el oro llegó a ensoberbecer<br />

ningún mueble; pero sí para mayor económica pulidez había dado de color el mismo Isidoro a<br />

todo el maderaje movible; y <strong>com</strong>o sabía manejar el pincel, trasladó a las paredes de sus<br />

estancias los más amenos paisajes que hirieron su fantasía.<br />

Una villanica, hija del labrador a cuyo cargo estaba el grueso de la labranza, ayudaba al<br />

servicio de la casa. Toda su lencería era producto del telar de Dorotea, a quien aconsejó<br />

Isidoro aprender aquel oficio en que empleaba las horas deshacendadas del día, sin que jamás<br />

la grave pesadumbre del ocio enfadase aquellos felices casados. En los mismos días festivos<br />

servíales de recreo conducir ellos mismos su manadilla por los romerosos senos de aquellos<br />

valles y playas, haciéndolas tal vez resonar con el son suave de su caramillo el noble pastor<br />

Isidoro y con el dulce canto de su amada Dorotea.<br />

La casa, aunque pequeña, era bastante para la familia que la habitaba. Levantábase al pie<br />

de un montecillo coronado de castaños, <strong>com</strong>o se lo había antes ideado Isidoro, el cual<br />

defendía del septentrión las espaldas de la casa, y ante ella un huerto espacioso cercado de un<br />

verde y florido valladar se extendía hasta donde la tierra fértil se mezclaba con la estéril arena<br />

de la playa, proveyéndolos de todas las legumbres y frutas necesarias en todas las estaciones.<br />

Lo demás del terreno, aunque no muy extendido, servía ya de siembra ya de viñedos,


divididos de hileras de árboles, cuya verdura ocupaba luego la atención de los que salían de la<br />

ciudad, pareciendo que se levantase entre los eriales del contorno el ameno templo de Gnido.<br />

El tiempo que disfruté de la santa <strong>com</strong>pañía de aquellos dichosos amantes, solía subir<br />

frecuentemente, ya solo ya a<strong>com</strong>pañado de Isidoro o de Dorotea, al montecillo de los<br />

castaños, a cuya amena sombra saciaba mi alma con la vista deliciosa que me presentaba, ora<br />

el mar que se extendía a las costas de África, viéndole surcar los bajeles que entraban o salían<br />

del Mediterráneo o de los vecinos puertos, ya a la parte opuesta se me presentaba una dilatada<br />

llanura, sembrada de villas, cuyas torres descollaban entre las arboledas de los campos, los<br />

cuales iban a perderse a los remotos montes, cuya verdinegra perspectiva resaltaba entre los<br />

dulces celajes del horizonte, ya entregaba mi oído al canto de las aves que venían a escoger<br />

aquel sitio para anidar y recrearse en aquellas amenas frondosidades.<br />

Puedes imaginarte los dulces ratos que allí pasé con la honesta Dorotea, oyéndole<br />

encarecer la bondad de su marido y la vida feliz que le daba su <strong>com</strong>pañía. Qué sublimes<br />

discursos no me tuvo Isidoro acerca de la dicha que probaba, en cotejo de aquella tras la cual<br />

andan los hombres afanados, quejándose los más ricos y poderosos de no hallarla ni entre sus<br />

tesoros, ni entre los honores y dignidades, en los cuales se lisonjeaban abrazarla. Un día entre<br />

otros, en que me encarecía su dichosa tranquilidad y la satisfacción de su espíritu, estando a la<br />

sombra de aquel bosquecillo, echóme de repente los brazos al cuello, y llorando tiernamente<br />

me decía: ¡A vos, oh in<strong>com</strong>parable amigo! A vos debo la dicha de que gozo. El acreedor sois<br />

de las santas delicias y del sumo consuelo que divido con mi buena Dorotea. Mi corazón sabe<br />

y siente lo que os debe; mas mi lengua no, mi ruda lengua no puede proferirlo; estas lágrimas<br />

son la prueba mayor que os puede dar mi agradecimiento. Y después de haberlo yo acallado<br />

con tiernas expresiones, continuó a decirme:<br />

Si yo, llevado de los insaciables anhelos de la ambición y de las ideas vanas de mi<br />

nacimiento, hubiese aspirado a cargos y dignidades, ahora me hallaría hecho todavía el perro<br />

de la fábula, arrastrando una vida infeliz, juguete de mis esperanzas, sin llegar tal vez jamás a<br />

verlas cumplidas; o bien me vería hecho esclavo de mis inquietas pasiones, hallando en los<br />

mismos alicientes del mundo invencibles estorbos para satisfacerlas, al mismo tiempo que<br />

más irritarían mis esperanzas, de las cuales, preocupado el corazón del hombre, se esfuerza y<br />

debate en su imaginación para llevar sus deseos a objetos altos, pareciéndole tanto más fáciles<br />

de alcanzar a su vanidad, cuanto más difíciles se le presentan. Pero <strong>com</strong>o dependen del<br />

capricho de la fortuna, o no llega jamás a conseguirlos, o si los consigue, sólo entran en su<br />

corazón para provocarlo a desear bienes mayores, añagaza con que la suerte juega y se burla<br />

de los infelices mortales.<br />

Ved, al contrario, cuán dulce vida me granjearon los sentimientos de la moderación,<br />

luego que ésta encaminó la tierna sensibilidad de mi pasión amorosa por el camino opuesto al<br />

de las vanas opiniones del mundo. Por esto no extrañéis si reputo la grandeza y los honores,<br />

estado violento en la naturaleza, <strong>com</strong>o enemigo de la igualdad en que parece quiso poner los<br />

hombres, dándoles sólo por forzoso empleo la labranza. Y por lo mismo, cuando volvemos<br />

los ojos del alma, fatigada del tumulto y de los engaños de las ciudades, hacia el estado y vida<br />

del labrador, nos parece que él solo goza en la quietud del campo la felicidad que le<br />

envidiamos a pesar del atractivo de la ambición, con la cual quisiéramos ser lo que es el<br />

labrador sin ella.<br />

Bien es verdad que no todos los habitadores de los campos son felices, o porque no saben<br />

apreciar su estado, o porque se dejan deslumbrar de aquella misma ambición que atropella a<br />

los ciudadanos. Sólo goza de la dicha el que la siente y conoce; mas esto es sólo propio del<br />

ánimo aburrido y desengañado de la ostentación del mundo y de sus vanidades, después que,<br />

alumbrado de la virtud, llegó a conocer los bienes sólidos que se esconden a los ojos


ambiciosos, y el hombre que no siente la suave moción de la virtud no es posible que guste el<br />

precio de la felicidad verdadera.<br />

Fuera largo decirte los muchos discursos que me tuvo sobre esto. Mas sólo he querido<br />

darte un bosquejo de la vida dichosa que llevaba con Dorotea, por prueba y ejemplo de los<br />

felices casamientos que, aunque raros, se ven con todo en el mundo. Y si no se cuentan más<br />

frecuentes, la culpa está de parte de aquellos que los contraen faltos de los principios de la<br />

filosofía moral, o por mejor de los de la religión, creyendo cumplir con ella a fuerza de<br />

exteriores devociones y plegarias, que dejan sí satisfecha su opinión, mas no el ánimo que<br />

queda expuesto a los funestos y arrebatados efectos de sus pasiones.<br />

Depende, pues, de ti, hijo mío, el procurarte un casamiento tan dichoso cuanto el de<br />

Isidoro; pues aunque sea difícil hallar también otra Dorotea, dependiendo esto en parte de una<br />

feliz <strong>com</strong>binación; pero con todo ve que no tiene el hombre por qué desesperar, mucho menos<br />

si en su elección prefiere el recato, la modestia y la <strong>com</strong>postura de una amable doncella a la<br />

veleidad y desenvuelto despejo de aquellas que, con tales prendas, si este nombre merecen,<br />

pretenden manifestar lo que valiera más tuviesen recatado, que no que lo llevasen de<br />

manifiesto. Puede bien sí la doncella modesta en apariencia ocultar bajo el velo de pálido<br />

recato una alma proterva, vana y caprichosa, pero ¿qué no podrá la virtud y prudente bondad<br />

del marido? Y si éstas nada consiguen, tiene en su virtud escudo contra tal desgracia,<br />

pudiendo reconcentrarse en su pecho para sacar de su misma integridad y moderación<br />

fortaleza bastante para contrastarla y para gozar en él del sublime consuelo que la suerte no le<br />

permite gozar afuera. No, Eusebio, la víbora de Jantipa no puede emponzoñar el corazón de<br />

un Sócrates, <strong>com</strong>o ni tampoco alterar su felicidad la copa del mortal veneno.<br />

Si estás persuadido de esto, ve y escoge a Henriqueta Smith antes de haber conocido a<br />

otras doncellas.


Libro quinto<br />

Si Hardyl no recabó destruir en el ánimo de Eusebio la afición que había cobrado a la<br />

graciosa hija de Smith, obtuvo por lo menos sosegar su pasión e infundirle temor para no<br />

abandonarse a ella ciegamente, divirtiéndosela también en parte el estudio de la historia que<br />

continuaba, <strong>com</strong>o también el ejercicio del estilo con que la interrumpía, sin perdonarle<br />

Hardyl el trabajo del oficio por las tardes, o el ejercicio de sus fuerzas en el huerto, siendo<br />

ya Eusebio tan crecido que le faltaba poco tiempo para salir de su minoridad. Para este<br />

tiempo había tratado Hardyl con Henrique Myden enviarlo a España, para que tomase<br />

posesión personalmente de sus haciendas, y con este motivo hacerle viajar,<br />

condescendiendo Hardyl en a<strong>com</strong>pañarlo en su viaje.<br />

Después de haber dejado asentada esta resolución, estaban una noche cenando Hardyl y<br />

Eusebio, cuando oyen tocar a la puerta. Era un criado de Henrique Myden que venía a<br />

suplicar a Hardyl de parte de Susana para que al día siguiente no dejase de ir a verse con<br />

ella, importándole hablarle. No atinaba Hardyl con el motivo de un recado tan extraordinario<br />

y tan a deshora; pero sospechando por lo mismo que fuese de alguna consideración, dándole<br />

temores la enfermedad habitual de Susana, fue al otro día en <strong>com</strong>pañía de Eusebio para<br />

informarse de sus deseos. Eran estos nada menos que de llevarse a Eusebio al campo,<br />

habiendo determinado los médicos en la consulta del día antecedente que fuese a tomar los<br />

aires de mar y monte; y no queriendo diferir el remedio no quería tampoco privarse de la<br />

<strong>com</strong>pañía de Eusebio; pero que la suya le sería también muy apreciable; y en caso que su<br />

oficio no le permitiese prolongarle el consuelo que en ello recibiría, le rogaba<br />

encarecidamente se lo diese todo el tiempo que pudiese <strong>com</strong>placerla.<br />

Hardyl le respondió que no le era posible condescender por entonces con sus ruegos<br />

respecto de él, por deberse desempeñar de una <strong>com</strong>isión de cestos que debía remitir a la<br />

Nueva Jersey; pero que entretanto podía llevarse a Eusebio, pues luego que él hubiese<br />

satisfecho su <strong>com</strong>isión, le prometía de ir a estar con ellos en la granja. Llegó en esto<br />

Henrique Myden avalorando las instancias de su mujer, y Hardyl le renovó la misma<br />

promesa, pidiéndole le dejase entretanto a Juan Taydor, con quien iría a encontrarlos luego<br />

que se desembarazase de su <strong>com</strong>isión, pues no necesitaba de coche para hacer el viaje,<br />

teniendo costumbre y mayor <strong>com</strong>placencia de caminar a pie.<br />

Quedó Eusebio en casa de Myden hasta la partida para la granja, la cual hízose<br />

felizmente hasta media legua antes de llegar a Salem, en donde, habiéndoseles roto una<br />

rueda del coche, se vieron precisados a quedar en el camino hasta tanto que de Salem<br />

viniese lo necesario para continuar su viaje. Envían a este fin a Gil Altano, el cual, a pocos<br />

pasos dando con una casa de campo, creyó encontrar más pronto remedio. Hallábanse en<br />

ella los dueños, los cuales, informados por Gil Altano de la desgracia del coche, salieron<br />

para ofrecer en persona habitación a los viajantes. Viéronse éstos obligados a aceptar tan<br />

cortés oferta, especialmente por la indisposición de Susana, que necesitaba de la cordial<br />

hospitalidad de aquellos señores, a cuya casa fue trasladada.<br />

Era el dueño un español rico, mercader de Salem, el cual, por cierto encuentro habido<br />

en su mocedad con un fraile a quien maltrató, debió dejar su patria y retirarse a la América<br />

poco después de casado, estableciéndose finalmente en Salem con su familia, que se reducía<br />

a su, mujer y a una hija suya, que les nació en México, a donde se retrajo en su fuga.<br />

Llamábase la muchacha Leocadia, y era ya de edad de dieciocho años, en cuyos negros ojos<br />

brillaba la modesta vivacidad de una alma ardiente que animaba la dulzura de su noble<br />

circunspección. Su rostro delicado, aunque prendaba a primera vista, empeñaba más la<br />

afición de quien contemplaba sus finas facciones. El talle sutil de su cuerpo daba mayores<br />

quilates, a pesar de la modestia, a un pecho realzado y mayor que el que su edad y talle<br />

pudieran prometer. Su estatura, casi igual a la de Eusebio, que no era pequeña, levantábase<br />

sobre dos pies cortados de las gracias y enseñados de ellas a caminar sin arte, infundiendo a


toda su presencia un atractivo hechicero. Agravaba a su espalda una rica trenza de cabello,<br />

digna de Berenice, hermanando un santo y recatado candor a la discreción de su amable<br />

trato y cortesía.<br />

Viola apenas Eusebio, cuando su corazón se sintió a<strong>com</strong>etido del tumulto de los<br />

sentimientos que le excitaron los atractivos de su hermosura. Adiós Henriqueta. Todas las<br />

instrucciones y consejos de Hardyl preséntanse en confuso a su memoria y refrenan su<br />

conmoción sin destruirla. Sólo en particular se le acuerda, pero vivamente, lo que Hardyl le<br />

dijo acerca de la diversidad de objetos que se le presentarían entrando en el mundo y que<br />

empeñarían más su afición que la hermosura de Henriqueta; y viéndolo confirmado por<br />

prueba con la vista de Leocadia, sirvióle de motivo para contener su alteración, aunque no<br />

podía dejar de empeñar vivamente su genio el dulce objeto que se la causaba y en cuya casa<br />

habitaba.<br />

Un desmayo sobrevenido a Susana, obligóla a hacer cama y diferir por algunos días el<br />

viaje, facilitando a Eusebio el poder hablar a Leocadia, lo que no hizo en los dos primeros<br />

días, aunque se le presentaron ocasiones. El deseo de Susana de querer tener siempre a<br />

Eusebio en su estancia, y la reserva de la misma Leocadia no se lo permitían, y si alguna vez<br />

tuvo proporción Eusebio de paso, la timidez y natural modestia de su genio atábanlo de<br />

manera que sólo se ceñía a medios cumplimientos, supliendo lo demás los ojos de<br />

entrambos, resarciendo con miradas ardientes la elocuencia que faltaba a su atrevimiento.<br />

Esta misma encogida privación alimentaba más la llama de su afecto, dejando mayor campo<br />

a la imaginación para aumentar las calidades y perfecciones de Leocadia, y para admirar<br />

más en provecho de su afición la extraña <strong>com</strong>binación de la suerte que unió en una misma<br />

casa dos jóvenes españoles casaderos, y en país tan lejano a donde los trajo por tan extraños<br />

caminos y accidentes, pues no tardaron a quedar informados de esta circunstancia tan<br />

realzante para su amor. Es siempre dulce la satisfacción de verse los patriotas en países<br />

extranjeros. ¡Cuánto más dos amantes! Leocadia, aunque sabía la lengua inglesa, no había<br />

olvidado la propia, hablando siempre en ella con sus padres; y sabiéndola bien Eusebio,<br />

tenía mayor motivo de <strong>com</strong>placer a su amoroso genio y de merecer la confianza de su<br />

amada; pero el modesto encogimiento de entrambos, le servía al mismo tiempo de irritante<br />

estorbo, hasta que una mañana en que Susana se dejó tomar del sueño, velándoselo Eusebio,<br />

entró en la estancia Leocadia enviada de su madre para informarse de la salud de la enferma.<br />

El justo pretexto de su venida, el silencio y oscuridad de la estancia, tan favorable a los<br />

amantes, el sueño de la enferma, facilitábales una larga conversación, y a Eusebio el lance<br />

de declararle sus sentimientos. Éste, al verla entrar en la estancia, sintióse oprimido de la<br />

palpitación que le causó su vista. Leocadia, que ignoraba las circunstancias del sueño de<br />

Susana y de que estuviese allí solo Eusebio, acercóse a la cama sin distinguirlo por la<br />

oscuridad; mas conociendo por el resuello que la enferma dormía, íbase a retirar pasito,<br />

cuando Eusebio, cobrando aliento, se acerca a ella para ver lo que deseaba. Leocadia<br />

sorprendida dícele su <strong>com</strong>isión, mas sintiéndose asir de la mano y queriendo apartarla antes<br />

por recato que por disgusto, dio motivo a Eusebio para que, apretándosela más, la detuviese<br />

con modesta porfía, diciéndola con voz baja y que más exprimía su ternura: ¡Cielos, huir de<br />

quien os adora! ¡De quien anhela este momento para juraros un amor eterno, si por ventura<br />

mi puro afecto pudiera merecer vuestra correspondencia! ¡Oh Dios! Dejadme, don Eusebio,<br />

dice Leocadia. ¿Pensáis merecer con esta violencia el ser correspondido? Sabéis que tengo<br />

padres, esos solos serán los depositarios de mi afecto; si mis ojos dieron alguna confianza a<br />

vuestra inclinación, tendré motivo de arrepentirme, sin habéroslo dado jamás para abusar de<br />

mi inadvertencia.<br />

Eusebio, que a la primera tentativa de su honesta afición probó tan noble fiereza de<br />

parte de un objeto tan adorable, aunque sintió enfriársele su atrevimiento, se le dobló el<br />

aprecio y el respeto para con ella, sin entibiársele la pasión; antes bien, obligado de esta<br />

misma, la dobla una rodilla diciéndola: No, amable Leocadia, mi corazón no es capaz de<br />

ofender vuestra modestia. Si un transporte de irresistible afecto provocó mi osadía,


hácemela detestar vuestro noble recato. Merezca mi tierna sumisión vuestra piedad, <strong>com</strong>o<br />

vuestra virtud y vuestras gracias obtuvieron mis adoraciones. Si vuestros padres deben ser<br />

los depositarios de un secreto de que depende mi dicha ¿podré atreverme a consultarlos?<br />

¿Obtendrá por lo menos vuestra aprobación este designio de mi amor ardiente?<br />

Don Eusebio, respondió Leocadia, vuestros designios no necesitan de mi aprobación, ni<br />

vuestras intenciones deben depender de las mías; mucho menos debiendo estar éstas<br />

subordinadas a quien puede tener sobre ellas pretensiones opuestas a las vuestras. ¿Opuestas<br />

pretensiones a las mías?, replicó Eusebio. ¡Justos cielos! ¿Por ventura seré tan desgraciado<br />

que otro tal vez usurpe...? ¡Ah!, lo veo. ¡Triste de mí!... El llanto interrumpió sus lamentos<br />

apasionados y Leocadia, sintiéndose también conmovida, tomó el expediente de salirse de la<br />

estancia al tiempo que en ella entraba Henrique Myden para saludar a Susana, y oyendo<br />

sollozar a Eusebio pensó que hubiese sobrevenido algún accidente a su mujer. Sobresaltado<br />

acorre a la cama, pero despertando al mismo tiempo la enferma los sollozos de Eusebio,<br />

pregunta la causa de ellos a su mando que llegaba.<br />

Henrique Myden, sosegados sus temores con la pregunta de su mujer, la dice que lo<br />

ignora; y acércase luego a Eusebio para saberlo de él mismo; mas éste le responde con más<br />

doliente llanto, el cual dio motivo a Henrique Myden para sospechar la causa, acordándose<br />

de la salida de la estancia de Leocadia. Procura Myden el consolarlo, y no sufriéndole el<br />

corazón en tan doloroso estado, previene su vergonzosa confesión preguntándole si era<br />

Leocadia la causa de su tristeza. Porque si lo es, le añade, dilo luego; pues si la amas y<br />

deseas casarte con ella, pronto estoy para pedírsela a sus padres. Eusebio, penetrado de la<br />

fácil bondad de Henrique Myden y del dolor de las sospechas que le había infundido la<br />

respuesta de Leocadia, por temor de que estuviese prometida a otro, prorrumpió en nuevo<br />

llanto y aflige más los ánimos de sus padres, especialmente el de Susana; la cual, llamándole<br />

a la cama, le toma la mano y le ruega con vivas instancias que le descubra su corazón, pues<br />

veía cuán dispuesto estaba su padre para satisfacerle sus deseos. Eusebio, algo confortado,<br />

les declara los temores en que lo dejó la respuesta de Leocadia, cuando le dijo que sus<br />

padres pudieran tener sobre ella pretensiones opuestas a las suyas.<br />

Nada más que temores, dijo entonces Henrique Myden, pues verás, bobillo, cómo se<br />

hace para salir de ellos sin llorar <strong>com</strong>o niño. Y levantándose de su asiento, se fue en busca<br />

del padre de Leocadia, a quien cuenta lo sucedido, deseando saber de él solamente si había<br />

prometido a Leocadia. Diciéndole éste que no, sin inquirir más, vuelve inmediatamente a<br />

Eusebio y lo asegura de la verdad por boca del mismo padre. Aunque quedó aliviado su<br />

pecho de este temor, dando en él la entrada a un consuelo que no esperaba, no se lo dejó<br />

disfrutar todo entero la nueva sospecha que le vino, si por ventura los rigores de Leocadia<br />

procedían de inclinación que tuviese a otro. Recaían estos asomos de celos sobre un joven<br />

francés muy bien parecido y dispuesto, que el padre de Leocadia tenía en su casa, llamado<br />

Orme, y en cuyo talento descansaba su confianza, dirigiendo él con mucho acierto los<br />

intereses de su <strong>com</strong>ercio.<br />

Iban mal fundadas estas celosas sospechas de Eusebio respecto del inculpable corazón<br />

de Leocadia; pero bien se las merecía el amor que el joven Orme alimentaba por ella, y las<br />

esperanzas que tenía de que la misma pusiese el colmo a su felicidad y a su fortuna, y así no<br />

podía ver con ojo quieto a Eusebio, cuyas tiernas miradas encontradas con las de Leocadia<br />

en la mesa, eran tantos rayos que pasaban su corazón y que lo abrasaban vivo, maldiciendo a<br />

sus solas el accidente de la rueda, causa de que Eusebio conociese a Leocadia. Así se<br />

amartelaban por ella los corazones de los dos amantes; y Eusebio, que no podía a su grado<br />

alimentar sus tristes pensamientos en presencia de sus padres que se lo estorbaban, tomó<br />

ocasión de la entrada en la estancia del padre de Leocadia para evadirse y retraerse a la suya,<br />

en donde, libre de testigos, soltó de nuevo la rienda al llanto reprimido y dejó vagar su<br />

imaginación por todas las ideas que su pasión le sugería. Hasta que cansado de trasegarlos,<br />

dio lugar también a los consejos y máximas de Hardyl que le presentó su conciencia; y<br />

después de haberlos rumiado en su pensamiento, decía: ¡Cielos! ¿En qué estado me veo?


¿Yo soy aquel que enardecido de los documentos de mi santo maestro, me lisonjeaba que el<br />

amor no avasallaría mi pecho? ¡Oh desvanecida confianza! ¡Oh Hardyl! ¿Dónde estás?<br />

¡Ah!, si vieras a tu Eusebio hecho juguete vil de aquella pasión misma, contra la cual lo<br />

habían fortalecido tus sabios consejos y precauciones. No, tus ojos no me reconocerían, pues<br />

yo mismo no me reconozco. Dulce tranquilidad del alma, ¿qué te has hecho? ¡Oh paz<br />

inalterable de la virtud, mil veces preferible a todos los atractivos de la belleza! ¿Dónde<br />

estás? ¡Ah!, el solo seno de Hardyl es tu templo y asilo. Allí te reconozco, después que<br />

rindiendo yo mi corazón a los alicientes de la hermosura, te deseché de mi pecho, dejándolo<br />

apoderar de las pasiones, que <strong>com</strong>o en vil esclavo ejercen en mí su desarreglado imperio.<br />

¡Oh si pudiese desprenderme y detestar...!<br />

¡Detestar! ¿Por qué? ¿No me dijo el mismo Hardyl que me acontecería todo esto si<br />

hubiese de casarme? Isidoro, el feliz Isidoro, ¿no sufrió por Dorotea mucho más que lo que<br />

yo padezco por causa de Leocadia? ¿Es ésta acaso inferior en gracia y en belleza a Dorotea?<br />

¡Ah!, no es posible. Ojos teñidos de más ardiente dulzura, talle más fino y más delgado,<br />

majestad de porte más agraciada, facciones mejor delineadas, pecho... ¡Oh Dios, qué pecho!<br />

¡Ah cielos!, no resisto. ¡Oh Leocadia! ¡Oh dulce amor mío! ¡Oh si conocieras el puro y<br />

santo ardor de mi pasión, que tuvo poder para rendir los sentimientos de un alma superior a<br />

toda belleza que la tuya no fuese! Por ti sola puede dignamente abatirse Eusebio, y suspirar<br />

sin bajeza. Tu superior hermosura engrandece la flaqueza de mi pasión, y ennoblece mi<br />

abatimiento. ¡Oh, si estuviera cierto de ser de ti correspondido, si llegase a fomentar ese<br />

adorable pecho algún asomo de afecto por Eusebio! ¿Qué concepto no mereciera tu virtud<br />

armada del fiero recato que humilló mi honesta osadía?<br />

¿Mas la virtud se opone acaso a una honesta correspondencia? ¿Tanto le costaba a su<br />

recato mismo el confesar afecto si lo tenía? No, no rebajemos los quilates de la delicadeza<br />

de sus sublimes sentimientos... ¡Loco de mí!, ¿para qué voy fantaseando perfecciones y<br />

buscando excusas a un corazón que tal vez otro tiene ocupado? ¡Oh Orme! ¡Oh feliz Orme!<br />

¿Por ventura el reconocimiento de Leocadia a tu fidelidad y a tus honestos sudores abrió<br />

brecha en su alto y adorable seno? ¿Tu hermosa presencia y tus atentos esmeros fijaron su<br />

atención con el pretexto de serte agradecida? ¡Ah, si tú fueras el dichoso! Esta felicidad te<br />

envidia Eusebio. Otro objeto no tiene la tierra digno de mi aprecio... ¿Mas yo quién soy,<br />

huésped advenedizo, para contrapesar los derechos que tiene Orme a su posesión? ¡Ah!, lo<br />

veo; puedo amarla, ámola sí, más que tú; mas no soy más digno de poseerla. A despecho del<br />

resentimiento de mi pasión, fuerza es que el resto de la virtud que me queda, use contigo la<br />

forzosa necesidad de cedértela. Devoraré mi dolor, pero sujetaré mi frente a las leyes<br />

irresistibles del destino. Hallaré en ésta mi obligación, <strong>com</strong>pensación bastante a todas las<br />

acerbas penas de perderla. ¿De perderla? ¡Oh Dios!, ¿de perder Leocadia?... ¡Oh Epicteto!...<br />

¿mas no es ésta tu severa sombra que viene a fortalecer mi constancia vacilante? He aquí, he<br />

aquí mi pecho, apodérate de él; ardo ya del deseo de expiar en los brazos de Hardyl mi<br />

indigno abatimiento.<br />

Así iba recobrando Eusebio la entereza de su virtud cuando lo llamaron a <strong>com</strong>er. Entre<br />

tanto que él daba vado a sus amorosos sentimientos en la soledad del cuarto, Henrique<br />

Myden contaba al padre de Leocadia, con la ocasión de la pregunta que le hizo poco antes,<br />

las circunstancias de la venida de Eusebio a Filadelfia, la nobleza de su nacimiento y las<br />

excelentes partidas de su ánimo, la dulzura y docilidad de su genio, y las luces que había<br />

adquirido con la educación de Hardyl. No necesitaba de tanto el padre de Leocadia para<br />

concebir ardientes ansias de casar su hija con Eusebio, bastándole haber oído con<br />

admiración el apellido de su ilustre familia, que él conoció muy bien en la ciudad de S...<br />

para abrazar la suerte que se le presentaba de ennoblecer su casa con tal unión, y para hacer<br />

feliz su hija con un joven de prendas tan singulares. Con esto fue el primero que solicitó el<br />

casamiento. Díjole Henrique Myden que por su parte no quedaba estorbo, pero que<br />

debiendo ir Eusebio a España a tomar posesión de sus haciendas y queriéndolo hacer viajar<br />

con este motivo, podían establecer desde entonces el casamiento para efectuarlo a la vuelta


de su viaje.<br />

Prestóse a estas condiciones el padre de Leocadia, y en ellas quedaron convenidos, al<br />

tiempo que entró en la estancia la misma Leocadia para llamarlos a la mesa. Su padre, sin<br />

poderse contener, transportado del júbilo del efectuado contrato, échale los brazos al cuello,<br />

le da mil parabienes por el noble y rico esposo que el cielo tan inopinadamente le había<br />

traído a su casa, nombrándole Eusebio. Leocadia, sorprendida, aunque procura disimular su<br />

alborozo con modestia, hácele traición el llanto que empañó sus ojos y que procuraba<br />

ocultar con mayor recato, mientras ofrecía a su padre su corazón para que dispusiese de él a<br />

su grado. Susana, oído su tierno y modesto consentimiento, hácela acercar al lecho, donde,<br />

llevada de su mismo padre, hace la demostración de darla un abrazo <strong>com</strong>o estaba desde la<br />

cama y la dice: Hija de mis entrañas, pues tal expresión me arranca la ternura y el gozo de<br />

verte destinada a Eusebio, aunque éste no es hijo mío, sino por adopción, no extrañes que<br />

jubile mi pecho de ver tu amor prometido a quien más que ninguno en la tierra lo merece, y<br />

a quien será entre todos los hombres de ti más digno.<br />

Leocadia llora entonces de ternura. Henrique Myden, para explayar la suya, sálese de la<br />

estancia con el pretexto de llamar a Eusebio, para no diferirle más tiempo tan cumplido<br />

gozo. Y viéndolo en la sala en <strong>com</strong>pañía del joven Orme, a quien tenía de la mano<br />

hablándole cariñosamente, lo llama, bien ajeno del colmo del consuelo que le había de<br />

causar tan serio llamamiento. Entra. Su hermoso rostro todavía conservaba los dejos de la<br />

tristeza a que se había abandonado, aunque mezclados con la dulzura y majestad de los<br />

nobles sentimientos que le había inspirado la virtud y la generosidad de ceder a Orme el<br />

triunfo del corazón de Leocadia. Su afable seriedad se turba al verla asida de la mano de<br />

Susana y rodeada de sus padres, que hacia él volvían sus llorosos ojos. Henrique Myden lo<br />

tomó del brazo, y presentándole a Leocadia, le dice antes: ¿No es esta señorita la que<br />

deseabas por esposa? Eusebio, sobresaltado, dice: ¿Cómo? ¿Qué es? ¡Cielos! ¿Será verdad?<br />

El padre de Leocadia, levantando entonces la mano a su hija, se la ofrece a Eusebio,<br />

diciéndole: Tened, ésta es su mano; recibidla de su amado padre, pues <strong>com</strong>o a esposa os la<br />

presenta.<br />

Eusebio, enajenado, inundado del colmo de tan grande consuelo, imprime en la mano<br />

de Leocadia los labios y la suelta para doblar las rodillas a quien le había ofrecido tan<br />

precioso don. El padre, que lo ve en aquella postura digna de la efusión de su tierno y<br />

agradecido amor, lo abraza y desahoga así su alegre ternura con lágrimas, y la <strong>com</strong>punción<br />

que su postura le causaba. La madre de Leocadia, no pudiendo tampoco contener su ternura,<br />

abraza a su hija también, y ella esconde entonces en el seno de la madre el dulce y tierno<br />

llanto de su modesto contento, teniéndola todavía Susana de la mano sin dejarla.<br />

Almas que no conocéis el sublime consuelo del santo amor, vedlo aquí mal delineado<br />

en los ojos y suave tristeza de los corazones de los padres y de los amantes. La vana risa, el<br />

ufano gozo y el presumido contento con que exhaláis vuestros corazones, reciben sólo<br />

fomento del interés y de la vanidad que presiden a vuestros contratos y que os usurpan las<br />

más puras delicias de la tierra. Ellos os hacen libar la alegría en copa de oro, para amargaros<br />

después con las heces que brinda la ambición a un corrompido himeneo.<br />

¡Oh Myden!, no quieras interrumpir estos deliciosos instantes con el pretexto de la<br />

<strong>com</strong>ida que los espera. Sus almas enajenadas se prestan sólo al sublime consuelo de la<br />

virtud que las tiene absortas. ¿Qué manjar equivaldrá al destello de la ambrosía que regala<br />

sus corazones? Eusebio, a instancias de Henrique Myden, se desprende del padre de<br />

Leocadia y ésta levanta del seno de la madre su lloroso rostro, semejante a la estrella de la<br />

mañana bañada de brillante rocío. Una dulce y serena satisfacción sucede al tierno gozo, sin<br />

privarlos de sus suaves y deliciosos resabios. Susana, que los ve encaminar hacia la mesa,<br />

siéntese con fuerzas para no dejar de asistir a ella, y lo ejecuta sin atender a los que la<br />

aconsejaban lo contrario.<br />

El desgraciado Orme, rabioso y cansado de tanto esperar, viendo a Eusebio que<br />

conducía de la mano en triunfo a su Leocadia para asentarla a su lado, se abandona al furor


de las funestas sospechas que le había causado la tardanza. Los amargos sentimientos que a<br />

tal vista le excitan sus envidiosos celos, acrecientan la rabia de su desesperación y el dolor<br />

de la pérdida de su fortuna con la herencia de Leocadia. Esta terrible idea redobla la<br />

confusión de su estado pobre y dependiente. En el alborozo que veía jubilar en el semblante<br />

de los padres, y en las ardientes y desfallecidas miradas que de soslayo se daban los<br />

amantes, leía la fiera sentencia de su desgracia irreparable. Parábasele la <strong>com</strong>ida en la<br />

garganta; ni las bebidas repetidas sin sed podían humedecerle la seca aspereza que sentía, y<br />

no pudiendo al fin resistir a la rabia y escarbamiento de sus celos ni al dolor de su<br />

desventura, se levanta de la mesa para ir a desahogarlos en secreto.<br />

¡Oh Orme! ¿Dónde vas a fabricar tu perdición? ¿Qué esperanzas dio jamás a tu amor el<br />

recato de Leocadia, para que a tanto grado las fomentase tu codicia? Tu pasión no tiene otro<br />

cimiento que tu vana fantasía. Cede al desengaño, aunque amargo, que no te da la traición<br />

de Leocadia, mas bien sí el cielo que premia la virtud de tu rival. Usa con él de la misma<br />

generosidad que usó contigo y de que te dio pruebas después de su vencimiento, tratándote<br />

<strong>com</strong>o a su más feliz amigo, aunque te ocultó la cesión que te hizo de Leocadia. Pero el tuyo<br />

no conoce la sublimidad de la moderación de los sentimientos y tus pasiones te van a<br />

precipitar en tu ruina.<br />

Enajenados todos los demás del gozo de tan solemne día, no repararon en la ida de<br />

Orme estándose ya para acabar la mesa. Mas Susana, no pudiendo dejar de acordarse del<br />

carácter de cuáquera sacerdotisa, sintiendo su manifiesta mejoría, tomó ocasión de ella para<br />

hacer un breve discurso sobre los medios, al parecer extraños, de que se vale la providencia<br />

para conducir las cosas a sus fines, haciéndolo recaer sobre el accidente de la rueda y sobre<br />

su desmayo, para detenerlos así en aquella casa y concluir el matrimonio de Eusebio y<br />

Leocadia. Recapituló mil menudencias, haciéndolas resaltar de su dulce elocuencia, y<br />

finalmente dedujo de su discurso que quedando cumplido el querer del cielo, no debía<br />

prolongar la in<strong>com</strong>odidad a sus huéspedes, ni el remedio a su mejorada salud,<br />

manifestándoles la intención que tenía de partir al otro día para su granja. No pudiendo<br />

recabar de ella los padres de Leocadia que difiriese por algunos días la partida, pusieron su<br />

hija intercesora, a cuyas instancias no pudo negar Susana otro día más de estancia. ¡Cielos,<br />

qué día este para los amantes! ¡Qué excesos de delicias en los mismos transportes de su<br />

amor refrenado de la virtud! ¿Por ventura igualan todos los deleites de la tierra a la suave<br />

confianza y ternura de un santo afecto reprimido del recato? No, todos los placeres de<br />

Síbaris y los excesos de un Sardanápalo, no son preferibles a un suspiro de un casto pecho<br />

con que exhala el contenido ardor de su pasión un amante que respeta las leyes del honor y<br />

continencia.<br />

La ardiente sensibilidad de Eusebio llevaba todavía el velo, aunque no tan oscuro, de su<br />

inocencia. Leocadia, no menos inocente y sensible, probaba <strong>com</strong>o él los asomos de la<br />

concupiscencia sin conocerla, por más que el recato y la reserva de entrambos se guardasen<br />

provocarla, tratándola <strong>com</strong>o a sospechoso y no conocido amigo, de cuya entereza no se<br />

atrevían fiarse en los cortos momentos que podían robar al afectado descuido de la madre.<br />

Eusebio, lejos de empeñar el afecto de Leocadia con las vanas ideas de riqueza y<br />

nacimiento, que no le ocurrían, procuraba al contrario inspirarle el desprecio de la vanidad y<br />

de la ambición, <strong>com</strong>o enemigos de la pureza y constancia del santo amor, que se afina en la<br />

virtud, <strong>com</strong>o el oro en el crisol. Encarecíale las ventajas de la superioridad del alma, que<br />

levanta su afición y su vista sobre toda la bajeza de la tierra, buscando por digno asiento y<br />

asilo de sus sentimientos el templo de la sabiduría.<br />

Aunque Leocadia no estaba acostumbrada a oír tales discursos, prestábales con<br />

afectuosa admiración su oído, sintiendo con gusto de la boca de su amante las nuevas y<br />

dulces impresiones que en su corazón le hacían, cimentando al mismo tiempo el alto<br />

concepto que el blando y sublime carácter de Eusebio le merecía. Ella, por otra parte, sin<br />

permitirle la menor libertad, aunque decente, lo irritaba más con su severo recato, el cual da<br />

mayores atractivos a la noble flaqueza del sexo, y mayor motivo de concupiscencia al vigor


del sexo de los amantes; y así, decíanse más con los ojos lo que no sabía o no se atrevía a<br />

decir la lengua. A tan dulces transportes y sentimientos debió seguir la tristeza en la<br />

separación forzosa, renovándose en ella todos los huéspedes las demostraciones de su júbilo<br />

y las bendiciones al cielo, <strong>com</strong>o el feliz suceso se lo pedía, hasta que ya montados en su<br />

<strong>com</strong>puesto coche, se perdieron de vista.<br />

Sólo el infeliz Orme, desvanecidas las esperanzas que había puesto en la segura<br />

posesión de Leocadia, quedaba sumergido en una profunda tristeza que irritaba su<br />

desesperación. No acababa de entregarse a ella, porque lo contenían las lisonjas que todavía<br />

fomentaba de poder mover a <strong>com</strong>pasión y de ganar por ella el ánimo de Leocadia. Para esto,<br />

se atrevió un día a declararle sin embozo su ardiente pasión, y le expone los servicios que<br />

tenía hechos a sus padres, encareciendo el esmero y la felicidad de su trabajo, todo animado<br />

del afecto que sus gracias y hermosura habían encendido en su pecho. Rogóla que<br />

considerase el rabioso dolor que lo devoraba, viendo pospuestos su antiguo amor y servicios<br />

al efímero afecto de un huésped pasajero que apenas conocía, y que tal vez burlaría sus<br />

esperanzas.<br />

Leocadia, sorprendida de tan inesperado discurso y atemorizada del ceño triste y de los<br />

ojos descarnados del atrevido Orme, no fiándose del lugar en que se hallaba sola con él, sin<br />

darle respuesta, le vuelve la espalda y sálese huyendo del cuarto, dejándolo encendido de<br />

despecho y de deseos de vengarse del manifiesto vilipendio con que lo trataba. Este justo<br />

desdén de la recatada doncella exasperó tanto su dolor, que juró allí mismo de hacérsela su<br />

mujer por fuerza o violarla aunque debiese costarle la vida. Para poner mejor por obra su<br />

bárbaro juramento, disimula su indignación, de modo que proporcionándosele otro<br />

encuentro, échase a sus pies y la pide perdón de su atrevimiento, mintiendo en su exterior<br />

humilde el horrible proyecto que maquinaba.<br />

Vanas veces quiso ponerlo en ejecución, mas otras tantas la fortuna de Leocadia puso<br />

estorbos que se lo impidieron, hasta que finalmente, cansando a la misma fortuna, le<br />

proporcionó el medio de tentarlo un convite de bodas de un mercader vecino, al cual<br />

debieron asistir los padres de Leocadia, dejándola a ella en casa por no parecer bien las<br />

doncellas en tales regocijos.<br />

Vivía cerca de la casa de los padres de Leocadia en el campo, un labrador a quien Orme<br />

tenía confiado un perro de caza, no permitiéndole la madre tenerlo en su misma habitación,<br />

por el temor que cobró a los perros desde que uno rabioso mordió a un hermano suyo. El<br />

motivo de ir a tomar su perro a la casilla del labrador, todas las veces que Orme iba a cazar,<br />

le granjeó la confianza y respeto del labrador y su mujer, con cuya ayuda meditaba Orme<br />

ejecutar sus traidores designios, y en su misma casa, atrayendo a ella con engaño a la infeliz<br />

Leocadia. Estaba ésta bien lejos de imaginarse tal osadía de parte de Orme, mucho menos la<br />

impía y cruel que urdía, valiéndose del pretexto de que se sirvió. Pues siendo ya algo tarde y<br />

hora en que el convite a que sus padres asistían podía estar acabado, entra Orme en casa de<br />

Leocadia por el postigo que daba al campo y que de propósito dejó abierto, subiendo arriba<br />

en busca de ella; y habiéndola encontrado, la dice que sus padres la esperaban en el fondo de<br />

la alameda.<br />

Leocadia, halagada de tan cariñoso aviso y deseosa de ver a sus padres de vuelta del<br />

convite, sigue al traidor que iba delante algo apartado para quitar toda sombra de sospecha a<br />

su detestable trama. Llegada al postigo, pónese a mirar desde el umbral a una y otra parte,<br />

mas no pudiendo descubrirlos con los ojos y temiendo salir sola con Orme, le pregunta a<br />

éste: ¿Dónde están, Orme? ¿Dónde están? Orme la responde: Allá en el cabo de la alameda<br />

los dejé, sin duda se habrán sentado en algún ribazo para esperaros y tomar entretanto el<br />

fresco. La tarde ya caía, y no fiándose por lo mismo Leocadia, dales voces desde el lintel<br />

diciendo a gritos: Madre mía, madre mía. Orme, car<strong>com</strong>ido de temeroso recelo de Leocadia,<br />

vuélvesela diciendo: ¿Para qué esos insulsos temores? ¿No os dije que están allá bajo? Si<br />

queréis venir, enhorabuena; si no, parto.<br />

Acababa de decir esto cuando unas voces y el eco de una risada de gente que atravesaba


el campo sin ser vista, viene a herir el oído de la doncella, pareciéndole la misma risada de<br />

su padre. Asegurada de este engaño, despidió sus temores y echa a correr avivando sus<br />

pasos la vergüenza de salir sola de casa y el ansia de juntarse con sus padres.<br />

Orme, que ve en su mano la victoria más presto de lo que esperaba, echa también a<br />

correr tras ella para apremiarla, no <strong>com</strong>o Apolo tras Dafne, que no merecían tal<br />

<strong>com</strong>paración sus traidores intentos, sino <strong>com</strong>o lobo rapaz tras la inocente cordera que,<br />

balando y palpitando, corre en pos de la madre, de quien cree ser llamada desde el abrigo del<br />

redil. ¡Mas ay!, cuál fue su confusa sorpresa cuando, andada ya la alameda, volviéndose a<br />

todas partes no ve ninguno, mucho menos sus padres, que respondiese a sus repetidos<br />

llamamientos. Orme, que se la había ya juntado, finge igual sorpresa, va y vuelve <strong>com</strong>o para<br />

ver si los descubría, dando con estas detenciones tiempo a la labradora de la casa que estaba<br />

allí vecina, y a quien tenía instruida de todo lo que debía hacer para que saliese de ella a<br />

decir a Leocadia que sus padres la esperaban allí en su huerto.<br />

Alborozada de este nuevo aviso, corre también hacia la casilla, y apenas puso dentro los<br />

pies llamando vanamente a sus padres, cuando el traidor, alborozado de impío contento, se<br />

precipita tras ella, dejando afuera la labradora, y tira con esfuerzo el cerrojo, cuyo triste y<br />

áspero chirrido, llamando la dudosa atención de Leocadia, excitó en su pecho los mortales<br />

temores y angustias que no tardó a confirmarla la descarada libertad de Orme y el ademán<br />

imperioso con que <strong>com</strong>enzó a tratarla, asiéndola del brazo para descubrirla sin ningún<br />

reparo sus horribles intentos, a los cuales le dijo era forzoso que se prestase.<br />

Pálida y palpitante Leocadia por la descarada violencia de Orme y por la soledad del<br />

lugar donde se veía atraída y encerrada, se esfuerza con todo de desprenderse de la mano<br />

con que asida la tenía del brazo, para acudir a la puerta y tentar descerrajarla, diciéndole:<br />

Dejadme Orme, dejadme. ¡Cielos! ¿Qué intentáis? Orme, sin soltarla, la dice: No Leocadia,<br />

no penséis evadiros de mi poder. Todos los pasos están tomados, y así serán no menos vanas<br />

vuestras tentativas que vuestra resistencia. Sólo os queda el medio de venir bien en casaros<br />

conmigo. El caballo nos está esperando, falta vuestro consentimiento. Prometedme de venir<br />

sobre él a pedirme ante los jueces. Esto sólo podrá eximir vuestro honor de mi violencia, y<br />

os podrá dejar intacta vuestra honestidad.<br />

¡Qué cruel opinión, y en qué lugar! ¡Oh Eusebio! ¿De qué modo se <strong>com</strong>portaría tu<br />

virtud, tu moderación, si vieras los terribles extremos en que se ve puesta tu fiel Leocadia?<br />

Hízole Orme la proposición con un aire y tono de superioridad tan maligna y resuelta<br />

que, irritada Leocadia, mudando su pavor en enojo, atrevióse a decirle: Cómo, ¿pensáis<br />

abusar de mi entereza <strong>com</strong>o abusasteis de mi simplicidad, atrayéndome con tan cruel engaño<br />

a este lugar, para ejecutar en él vuestros infames designios? No, traidor, no te lisonjees ni de<br />

tu poder, ni de la flaqueza de mi sexo. Podrás bien sí, quitarme la vida, ¿mas el honor? ¡Oh<br />

Dios!, ¿y esto se atreve a intentar el que sacado de mi mismo padre del seno de la<br />

mendicidad y de la desesperación, y acogido en mi misma casa, era tratado y mirado en ella<br />

<strong>com</strong>o hijo...? El llanto interceptóla las palabras, mas no por esto se enterneció el cruel<br />

Orme; antes bien, lisonjeándose que aquellas lágrimas eran indicio de titubear y de querer<br />

condescender con su pretensión, soltóla el brazo para abrazar con el suyo la delgada cintura<br />

de Leocadia, <strong>com</strong>o lo hizo sin poderlo ella precaver, y sin poderse desprender después de<br />

cogida, por más que se esforzaba con enojo de paloma que se debate para escapar de las<br />

garras del azor, no dejándole acabar los requiebros de endulzado acíbar con que procuraba<br />

ganarla y rendirla, mezclando la ternura y la violencia.<br />

Mas ella apartaba cuanto podía su encendido rostro de la impura boca, que con<br />

extremado atrevimiento se esforzaba a ponerla en su rostro, diciéndole: Quita allá detestable<br />

y cruel enemigo, no lo recabarás. Y levantando el brazo para defenderse de su violencia,<br />

hiere con el codo un ojo de Orme, el cual, obligado del dolor, la suelta para repararse,<br />

acudiendo con la mano a la herida que lo había deslumbrado. Ella, al sentirse suelta, corre a<br />

la puerta, y cogiendo el cerrojo iba a tirarlo llamando en su ayuda a la labradora para que la<br />

amparase; mas en vano, que Orme, olvidando su dolor, se lanza <strong>com</strong>o herido y provocado


tigre sobre ella, y cogiéndola con los dos brazos por la cintura, quería arrastrarla con todas<br />

sus fuerzas al aposentillo de la labradora, para cebar en ella su venganza. Ella, no viendo<br />

otro medio para defenderse que dejarse aplomar en el suelo y cobrar en él nuevas fuerzas<br />

<strong>com</strong>o Anteo, consigue sentar en él sus rodillas, y en aquella humilde postura con las manos<br />

juntas, procura mover a piedad a Orme con ardientes ruegos y lágrimas diciéndole: No<br />

queráis por vuestra vida amancillar mi honestidad. Pensad los funestos efectos que os puede<br />

causar una violencia tan opuesta a aquella confianza que hicieron mis padres de vuestra<br />

honradez, de la cual les disteis tantas pruebas. Añadid a éstas la mayor, que aquí postrada a<br />

vuestros pies, os pido. Eterno silencio lo ocultará por mi parte; sí, Orme, os lo juro ante el<br />

Dios que nos es testigo, la fuerza de una pasión, de que tal vez no pudisteis eximiros. Fuera<br />

yo de la casa de mis padres, vais a quedar solo en ella y a obtener de ellos todas las<br />

demostraciones de cariño y de estima, que antes profundían solamente en esta hija<br />

desdichada. Si os tientan las riquezas, os prometo de hacer que mi padre os tome a la parte<br />

de sus haberes y ganancias, y si os tienta la hermosura, podréis conseguir otra mayor que<br />

esta mía ya prometida. Otra más hermosa doncella os hará más dichoso con su<br />

correspondencia que no yo, que no puedo, teniendo ocupado el lugar en mi corazón aquel<br />

que quisieron mis padres que lo poseyese.<br />

¡Ah, ingrata y desleal!, exclamó Orme. ¿Para dejarme oprimir de tan cruel verdad os he<br />

dado paciente oído? Mas no, Leocadia, no me dejo alucinar de razones especiosas, ni<br />

prevenir de fingidas lágrimas ni de afectadas humillaciones. Si desistí de mi violencia, no<br />

creáis que fue causa la <strong>com</strong>pasión, a la cual cerré la entrada en mi pecho. Hícelo sólo por<br />

daros otra vez tiempo de reflexionar sobre mi inflexible demanda. Ninguna hermosura de la<br />

tierra, no, la mayor hermosura no envilecerá mi afición en cotejo de la vuestra, de esa<br />

vuestra mil veces mayor para mí después que queda a otro prometida. Mas, o ese<br />

advenedizo no la obtendrá, sí Leocadia, os lo juro ante el Dios que nos es testigo, o si la<br />

obtiene, será sólo a cuenta de mi violencia a cuyo arbitrio queda expuesto vuestro honor sin<br />

remedio. Escoged, os lo vuelvo a decir; el caballo está pronto, y yo sólo espero vuestra<br />

postrera determinación. Resolved.<br />

La turbación mezclada de sollozos y lágrimas, preocupaba la mente de Leocadia,<br />

reteniendo aquella humilde postura <strong>com</strong>o la más segura defensa de su honor, hasta que<br />

viendo que Eusebio sólo la obtendría con menoscabo de su virginidad, enardecióse en tan<br />

grande enojo, que prorrumpió en injurias y amenazas contra el descarado Orme. Éste, rota<br />

enteramente su paciente esperanza, dándole nuevas fuerzas su desesperación y lujuria,<br />

arrebata con ella y arrastrándola sin respeto alguno con vehemencia, la llega a tender sobre<br />

el infeliz lecho de la labradora, procurando poner a prueba todo su esfuerzo para ejecutar sus<br />

horribles intentos.<br />

En tal estado, no dejando conocer a Leocadia su inocencia el poder que tiene una<br />

doncella contra un hombre solo, creyóse perdida sin remedio; y aunque oponía esfuerzo<br />

igual de resistencia al del furor de Orme, el ignorante temor a la vista de la fealdad del<br />

peligro, la obligó a escoger antes la promesa del casamiento, que le dio, para que desistiese<br />

de su deshonesto empeño. Orme, que mejor que ella sabía y probaba lo imposible de<br />

haberlas con el inflexible honor de una resoluta doncella, al oír promesa de casamiento,<br />

desiste de sus vanas tentativas y empeño; pero sin soltarla las manos, la pide juramento, y<br />

obtenido ya con todas las solemnes propuestas, la ayuda a levantarse de la cama, trocando<br />

su violento furor en respetuosa ternura y a<strong>com</strong>páñala de la mano al lugar donde el labrador<br />

lo esperaba con el caballo, sin poder agotar Leocadia sus gemidos y lamentos.<br />

Muy extraña parece a primera vista la ley de la Pensilvania sobre el rapto de las<br />

doncellas, pero que, bien considerada, prueba las grandes miras del legislador. Deja esta ley<br />

en todo su vigor las penas contra los raptores criminales, dejando al mismo tiempo arbitrio a<br />

la violentada libertad de los amantes, para usar de ella con las condiciones prescritas de la<br />

ley misma. Son éstas: que todo joven que enamorado de una doncella, y ésta de él, la pidiese<br />

a sus padres, y éstos se la niegan, puede sacarla de la casa paterna montada a caballo, y el


amante detrás de ella en la grupa para presentarse así ante el tribunal de los jueces, <strong>com</strong>o<br />

haciendo el oficio la doncella de raptora de su amante, pidiéndolo por marido; lo que<br />

obtiene de la justicia, sin incurrir en pena alguna, no habiendo faltado a estas condiciones.<br />

Con el pretexto de la ley, mal entendida de su ciega y violenta pasión, creía Orme<br />

forzar de grado la libertad de Leocadia para poderla obtener en casamiento y quitársela a<br />

Eusebio. Los contrastes y resistencia que ella opuso a la violencia del traidor, habían dado<br />

tiempo a la noche para cubrir con sus tinieblas la ejecución de sus designios, aunque la luna<br />

menguada daba luz bastante para poderla colocar en el caballo; lo que Orme solo no hubiera<br />

podido ejecutar sin la ayuda del labrador, a quien tenía apalabrado de antemano, el cual, mal<br />

grado de Leocadia, cogiéndola con su robusto brazo, recabó, aunque con fatiga, ponerla<br />

sobre el caballo a horcajadas, dándola la mano Orme, que montó luego tras ella, y picando<br />

de trote, teniéndola bien asida con un brazo, llevósela por sendas extraviadas hacia<br />

Filadelfia, evitando cuanto podía el camino real.<br />

La madre de Leocadia, vuelta del convite a casa, llama y hace llamar a su hija para<br />

regalarla con algunos dulces que la traía. Mas llamada y buscada Leocadia, no se encuentra.<br />

Buscan de nuevo por toda la casa, y haciéndose vana toda diligencia, da motivo a la madre<br />

para entrar en mil funestas dudas y temores. Piensan en Orme, y no encontrándose éste<br />

tampoco, recaen sobre él todas las fatales sospechas. Los padres, fuera de sí, agravando sus<br />

angustias las circunstancias del establecido casamiento con Eusebio, envían recados y<br />

mensajes por la ciudad y requisitonas a todas partes, sin omitir aviso a la granja de Henrique<br />

Myden, en caso que la pasión la hubiese encaminado hacia aquella parte. Pasaron toda<br />

aquella infausta noche en claro con continuos sobresaltos, fomentado su duelo con llantos, y<br />

pidiendo al cielo su perdida Leocadia, mientras ésta por las tinieblas de la noche era llevada,<br />

gimiendo el forzado casamiento, oprimiendo su corazón la memoria de Eusebio, e<br />

invocándolo a veces sin temor del traidor, el cual a su nombre también gemía y suspiraba.<br />

La oculta confianza que, sin conocerla, tenía puesta Leocadia en la justicia de los jueces<br />

y que le hizo preferir en el peligro la promesa del casamiento, la confortaba más entre los<br />

temores del camino, lisonjeándose que los jueces se persuadirían de su padecida violencia y<br />

la devolverían a su Eusebio. Orme, que no tenía mucha práctica del atajo, piérdese en el<br />

camino, ni echó de ver su error, hasta que se lo hizo advertir el nuevo día hallándose en la<br />

carretera de Salem a Filadelfia, que debió seguir para no perderse de nuevo.<br />

Aquella mañana misma había salido Hardyl de Filadelfia en <strong>com</strong>pañía de Juan Taydor,<br />

encaminándose a pie hacia la granja de Henrique Myden; y habiendo caminado <strong>com</strong>o una<br />

hora, ven venir hacia ellos a todo trote un caballo, distinguiendo de allí a poco una doncella<br />

montada y un hombre que la conducía. Eran cabalmente Orme y Leocadia, la cual, viendo<br />

desde lejos aquellos caminantes, parecióla ver en ellos sus libertadores; y luego que la<br />

pudieron oír, <strong>com</strong>ienza a pedir amparo con lamentos. Hardyl que sospechó lo que era,<br />

determina socorrer a la doncella y sin decir nada a Taydor párase en medio del camino<br />

esperando a pie firme el caballo, a quien Orme había azorado el galope, pero el impertérrito<br />

Hardyl, tomándole el paso, consigue pararlo del diestro.<br />

Orme, viéndose detenido, le dice encolerizado: Suelta, infame, ¿qué atrevimiento es<br />

ése? Leocadia, prosiguiendo en sus sollozos, dice a Hardyl: Oh buen hombre, <strong>com</strong>padécete<br />

de esta infeliz que contra su voluntad, engañada, arrastran a un violento casamiento. Toda<br />

violencia, dijo con mucha mesura Hardyl, es injusta, ni la fuerza la autoriza, y por lo mismo<br />

debo oponerme a ella, y puesto que la suerte me proporciona este buen oficio, de aquí no<br />

pasaréis si no dejáis libre esta doncella. Orme, irritado, pica de nuevo su caballo para huir,<br />

pero en vano, que Hardyl le tenía la mano en el bocado. Entonces Orme salta de la grupa y<br />

desenvainando el cuchillo de monte que ceñía, lo levanta contra Hardyl diciéndole con voz y<br />

gesto amenazante: Suelta o te parto por medio. Hardyl, inmóvil e impertérrito <strong>com</strong>o una<br />

piedra, sin soltar el caballo, le dice con mucha frialdad: Si me partís por medio, no habrá<br />

más que hacer, pero si cortáis este brazo que detiene el caballo, queda estotro para hacer el<br />

mismo oficio.


Taydor, que se había adelantado algunos pasos, viendo a Orme que se encaraba con el<br />

cuchillo levantado contra Hardyl, acude a él en ademán de defenderlo con el palo que<br />

llevaba. Orme, atemorizado del rostro feo del resuelto Taydor, y parado mucho más de la<br />

inalterable pertinacia de Hardyl: Tomadla pues, les dice, ahí la tenéis. Leocadia, al ver el<br />

cuchillo desenvainado en manos de Orme, <strong>com</strong>enzó a gritar sollozando, e iba a precipitarse<br />

del caballo a tiempo que Taydor, previniendo su arrojo, acudió a recibirla en sus brazos.<br />

Hardyl, viendo ya en pie a Leocadia, entrega el caballo a Orme sin decirle palabra, el<br />

cual, envainando su acero con rabia y vomitando mil denuestos y blasfemias, vuelve a<br />

montar y a todo correr desaparece metiéndose por una senda.<br />

Leocadia, aunque gozosa en su interior por el júbilo de su recobrada libertad, pero casi<br />

desfallecida de tanto apremio, trabajo y temores de la noche y del camino, apenas podía<br />

estar de pie, ni responder a las preguntas de Hardyl. Pero penetrada de reconocimiento<br />

besábale la mano, a la cual debía su libertad, dándole mil gracias con interrumpidos<br />

suspiros. Hardyl la consolaba y la pedía buen ánimo, aconsejándola a tomar descanso sobre<br />

el herboso ribazo del camino para donde la encaminaba, sosteniéndola del brazo, mientras<br />

Taydor iba a una casa que se descubría en el campo para ver si encontraba un jumento con<br />

que conducirla a Salem, de donde decía que la había sacado el traidor Orme. La tardanza de<br />

Taydor dio ocasión a Hardyl para preguntar a Leocadia quién era y el modo <strong>com</strong>o Orme<br />

pudo sacarla de aquella manera. Ella le hace relación de todo, añadiéndole que su dolor<br />

había llegado al exceso por la circunstancia del establecido casamiento con un joven español<br />

de singular circunspección y de carácter adorable, el cual, yendo con sus padres a Salem,<br />

habiéndoseles roto una rueda del coche, viose precisado a detenerse en su casa, lo que dio<br />

motivo para que se enamorasen y se estableciese casamiento.<br />

Hardyl, que a pesar del abatimiento de Leocadia echaba de ver sus singulares gracias y<br />

hermosura, no menos que la de su buena alma, al paso que oía de su boca las circunstancias<br />

del coche y del casamiento con un joven español y las alabanzas que le daba, sentía una<br />

dulce conmoción en su pecho, no dudando que hablase de Eusebio. Con todo, la dijo: ¿Y no<br />

se puede saber el nombre de ese joven adorable? Sí, responde Leocadia, llámase Eusebio<br />

M... Al oír confirmadas sus sospechas Hardyl, no puede contener su alborozo, saliéndole por<br />

los ojos transformado en llanto, exclamando con lágrimas: ¡Oh hijo, oh hijo mío! Leocadia,<br />

que no conocía a aquel hombre, maravillándose que lo llamase hijo suyo, le dice: ¿Cómo,<br />

hijo vuestro es Eusebio? Hijo mío puedo llamarle, responde Hardyl, <strong>com</strong>o os puedo llamar a<br />

vos desde ahora hija mía. Pueda la virtud, a prueba de todas las desgracias, cimentar la dicha<br />

en vuestros amantes corazones. ¡Oh sabiduría infinita!, adoro los admirables medios de que<br />

se vale tu mano para conducir las cosas a sus fines. Quiera esta misma llevar estos mis<br />

dulces hijos por la senda de la verdadera bienaventuranza.<br />

Leocadia, sorprendida de oír hablar aquel hombre de este modo, tenía fijos en él sus<br />

ojos sin saber <strong>com</strong>binar lo que decía con el humilde traje en que iba, por más que su<br />

presencia <strong>com</strong>enzase a infundirla veneración, y extrañando sobre manera de haberle oído<br />

decir que podía también llamarla hija suya, le dice: Aunque os admiro no os entiendo. ¿Hija<br />

podéis llamarme <strong>com</strong>o podéis llamar hijo vuestro a Eusebio? ¿Le sois acaso verdadero<br />

padre? Pues, a lo que entiendo, Henrique Myden lo ahijó; y habiendo sabido que su padre<br />

había naufragado, ¿seríais vos ése por ventura que quiso librar el cielo, para que por tan<br />

extraña <strong>com</strong>binación vinieseis a ser mi libertador y me restituyeseis a vuestro hijo, mi<br />

amado Eusebio? ¡Ah!, si es así, oh adorable padre mío, dejad que mi reconocimiento...<br />

Iba a ponerse de rodillas Leocadia para besarle la mano en aquella reconocida postura;<br />

mas, deteniéndola Hardyl, la dijo: No, hija mía, sosegaos. No soy su padre naufragado, pero<br />

le soy poco menos que padre. Tal vez un día llegaréis a saber quién soy; entretanto sabed<br />

que de padre le he servido desde su infancia. Yo le he criado y conmigo ha vivido hasta su<br />

salida de Filadelfia para la granja, y a verle me encaminaba cuando por tan impensado<br />

accidente llego a saber de su misma esposa el concertado casamiento. ¡Cielos!, derramad<br />

sobre ellos las bendiciones a las cuales son sus virtudes acreedoras.


Acababa de decir esto Hardyl, cuando ven <strong>com</strong>parecer a Taydor con un jumentillo<br />

conducido de un labrador, que no lo había querido fiar a cuerpo ausente. Sentaron en él a<br />

Leocadia a mujeriegas, cuya vergüenza al verse conducida de aquel modo de hombres<br />

extraños, <strong>com</strong>o fugitiva de la casa de sus padres, la templaba el conocimiento y la confianza<br />

que la daba Hardyl, el cual procuraba sosegarla yendo arrimado a su lado, llevando de la<br />

siniestra el cabestro, y teniendo apoyada la diestra sobre la albarda, a la cual se tenía asida<br />

con las dos manos Leocadia. De este modo iban camino de Salem, guardando Hardyl con<br />

suma <strong>com</strong>placencia el mayor tesoro de su amado Eusebio.<br />

Podía éste en aquella hora estar informado de la desaparición de Leocadia por el<br />

mensajero que el día antes habían enviado sus padres. ¡A qué terribles y congojosas dudas<br />

no va a quedar expuesto su amor! ¡Qué contraste de acerbos sentimientos no va a sufrir su<br />

pecho! Pura felicidad, ¿do estás? ¡Ah!, la tierra no es tu asiento. La virtud sola nos deja<br />

probar el destello de tu ambrosía con que confortas nuestros corazones. ¡Oh Eusebio!, ésta<br />

sola puede templar tu dolor, y contener tu desesperación. Aprende desde ahora a purificar tu<br />

afecto y no a colocar tu mayor dicha en perecedera hermosura; pues estando expuesta a mil<br />

fatales accidentes, te puede hacer esclavo de tu pasión, si la moderación no la refrena.<br />

El padre de Leocadia, desvelado toda aquella noche enviando y recibiendo recados y<br />

mensajes vanos, confirmándose en las sospechas que Orme pudo robarle su hija, determina<br />

encaminarse a Filadelfia para implorar el brazo de la justicia. Su corazón agitado no le<br />

permitía sosiego en el coche en que iba, volviendo a una y otra parte de los campos su vista<br />

y oído para recibir algún indicio, si acaso le venía, de su perdida Leocadia. Había ya dejado<br />

atrás casi la mitad del camino, cuando le advierte el cochero que descubría una mujer<br />

conducida de algunos hombres. Todo lo que se espera se cree; y asaltado del júbilo de tal<br />

aviso, se asoma y le parece que la reconoce. Vuelve a mirar, y duda; teme, y cree de nuevo,<br />

influyendo en sus ojos los sentimientos de su alma. Leocadia al mismo tiempo, viendo el<br />

coche, espera que viene en él cosa que la pertenece. La esperanza mezclada del rubor y del<br />

júbilo conmueve y agita su pecho, hasta que la cercanía, quitando a entrambos las dudas,<br />

especialmente al padre, lo obliga a saltar del coche no parado todavía, y corre<br />

precipitadamente hacia su reconocida Leocadia.<br />

Ella, conociendo a su padre, déjase caer del jumento y se arroja en sus brazos. El júbilo<br />

y la ternura átanles las palabras, quedando abrazados en silencio y absortos bañándose de<br />

lágrimas, hasta que, rompiendo el silencio el padre, la dice: Sí, te tengo hija mía, te tengo;<br />

apretándola a su seno. Leocadia, ansiosa de quitar a su padre toda duda sobre su inocencia,<br />

le decía: El traidor Orme no pudo salir con su malvado intento. Volvíala a apretar el padre a<br />

su seno y volvía a decirle: Sí, Leocadia, te poseo. ¿No eres tú mi dulce hija? Sí, el cielo te<br />

me devuelve. Hardyl dejóles desahogar su alborozo, y mirando al labrador que les había<br />

alquilado el jumento, quiso pagarlo para que volviese a su trabajo, dándole una guinea de<br />

regalo a más del precio concertado. El ruido de la moneda llamó la curiosidad del padre de<br />

Leocadia, y desabrazándola la dice: ¿Qué hace, hija mía, quién es ese hombre? Y diciéndole<br />

Leocadia que era su libertador, va hacia él penetrado de su generoso reconocimiento, y<br />

echando mano de su bolsillo, cual estaba lleno, se lo presenta, diciéndole: Toma, buen<br />

hombre, págate de lo que diste por la caballería, y recibe lo demás de mi agradecimiento por<br />

la libertad de mi hija.<br />

Hardyl, haciendo ademán de retraerse un poco, lo rehúsa diciéndole: Quedo ya pagado<br />

de mi misma obligación; la parte mayor de la libertad de vuestra hija la tiene ese hombre,<br />

señalando a Juan Taydor, pues sin él, tal vez hubiera yo quedado víctima del traidor.<br />

Saltábale a Taydor, oyendo la noble peroración de Hardyl en su favor, el alma por los ojos<br />

tras el bolsillo, que el padre de Leocadia, sorprendido de la recusación, tenía todavía<br />

pendiente de la mano, no sabiendo qué lugar dar en su concepto a aquel hombre a pie y<br />

humildemente vestido, que había pagado por su hija después de haberla libertado; pero<br />

haciendo fuerza a su reconocimiento su insinuación en favor de Juan Taydor, que tenía el<br />

ojo hito sobre el bolsillo, se lo entrega. Éste lo recibe de mil amores, dando repetidas


demostraciones a su generosa cortesía, haciendo también a Hardyl una profunda inclinación<br />

de cabeza y brazos, <strong>com</strong>o para decirle que de su más generoso desinterés lo recibía.<br />

No hay cosa que nos dé más alta idea de la nobleza y superioridad de un alma que el<br />

desinterés; porque la opinión y alta confianza que los hombres ponen en el dinero,<br />

haciéndolo mirar <strong>com</strong>o el instrumento mayor de su dicha, repútase heroicidad la acción de<br />

aquel que a tal opinión se sobrepone, sobreponiéndose a la codicia, que parece imposible<br />

poderse desarraigar del corazón. Y si este desinterés procede de quien vive en pobre estado,<br />

hácese más de admirar; dando más viva idea del carácter excelso que menosprecia los<br />

bienes que se pudiera granjear.<br />

Esto mismo hizo recelar al admirado padre de Leocadia que aquel hombre a quien<br />

había tuteado fuese persona principal, pues, cuanto más lo contemplaba, mayor respeto le<br />

infundía, y aunque se sentía movido a ofrecerle lugar en el coche, lo detuvo el traje humilde<br />

en que iba Hardyl y que lo hacía parecer un hombre vulgar. ¡Oh vanidad!, ¿más poderosa<br />

has de ser que el agradecimiento? ¡Oh cuántas veces somos más generosos de bolsa que de<br />

opinión! Contentóse pues de renovarle mil demostraciones de su gratitud, rogándole que<br />

llegando a Salem fuese a su casa a recibir las pruebas que su reconocimiento no podía darle<br />

en aquel lugar. Leocadia, aunque quiso tomarle la mano para besársela, no se lo permitió<br />

Hardyl. Entonces ella le renovó las instancias de su padre para que viniese a su casa, y<br />

prometiéndoselo Hardyl, ayudándola a subir en el coche, volaron a Salem para llevarse el<br />

padre e hija las albricias de su madre.<br />

Estaba ésta sumergida en profundo dolor, impetrando al cielo con plegarias y llantos<br />

por el hallazgo feliz de su hija, sirviéndole de nueva agitación la ida del padre a Filadelfia, a<br />

la cual se oponía, temiendo que, interpuesto el brazo de la justicia, no llegase su hija a<br />

probar alguna ignominia, si por ventura hubiese padecido fragilidad a que pudiera quedar<br />

expuesta. Idea aguda que le pasaba el alma y que la sacaba fuera de sí, yendo y viniendo por<br />

la casa, pidiendo a todos los objetos que se le presentaban su perdida Leocadia, cuando un<br />

ruido de ruedas hácela parar, y pareciéndola que había cesado en su puerta: Es ella, es ella,<br />

exclama; y corriendo desalada, baja la escalera y, aún no acabada, descubriendo su hija que<br />

la llamaba, tomóla un desmayo y cae sin sentido en el suelo.<br />

A la vista de su desmayada madre, el dolor y el espanto sofocado del gozo de Leocadia,<br />

hácenla también desfallecer. Toda la casa adolorida acude en ayuda de sus amas y del<br />

afligido padre, testigo de aquel lastimoso accidente. A fuerza de alivios vuelven finalmente<br />

en sí, pudiendo ser conducidas a tomar descanso, del cual sumamente necesitaba Leocadia.<br />

El padre, entretanto, entregándose al sosiego que le había restituido el dichoso hallazgo de<br />

su hija y el restablecimiento de los desmayos, no pierde de vista enviar luego aviso a la<br />

granja de Henrique Myden del hallazgo de Leocadia; y <strong>com</strong>o ésta durante el viaje habíalo<br />

informado de quién era Hardyl y del modo <strong>com</strong>o la libró de Orme, hizo volver<br />

inmediatamente el coche para obligarlo a venir a su casa. Pero habiendo despedido Hardyl al<br />

cochero desde el lugar en que lo encontró, no queriendo entrar en el coche, sino proseguir su<br />

viaje a pie, llegó a Salem a hora en que Leocadia y su madre, después de haber restablecido<br />

un poco sus fuerzas de sus afanes, no dejándolas sosegar los deseos de verse y hablarse, se<br />

entretenían desahogando sus alborozados corazones con tiernas demostraciones de cariño,<br />

principalmente la madre oyendo la relación que la hacía Leocadia de la traición de Orme, de<br />

los peligros en que se vio y del modo <strong>com</strong>o Hardyl la libró de las manos del traidor. De él<br />

hablaban al tiempo que entraba en la estancia a<strong>com</strong>pañado del padre, que con duplicados<br />

esmeros quería suplir la cortedad en que había quedado en el camino.<br />

Leocadia, al verlo, corre hacia él y lo toma de la mano, renovándole los títulos de padre<br />

y de libertador; luego, lo coloca entre ella y la madre a quien se lo mostraba, dándoles<br />

Hardyl al mismo tiempo mil parabienes. La madre, por no saber bien el inglés, quedaba<br />

corta y atada en sus expresiones, pidiéndole perdón de esto mismo por ser española.<br />

¿Española?, preguntó Hardyl, pues vuestra hija no me dio a probar esta <strong>com</strong>placencia.<br />

También sé yo explicarme algo en esa lengua, y así no os embaracéis con la inglesa;


hablemos español. ¿Mas no pudiera yo saber vuestra gracia y patria? Mi patria, dijo ella, en<br />

S... y O... mi apellido. Al oír uno y otro, el gozo mezclado de sorpresa arrancó una<br />

demostración a Hardyl que, a pesar del esfuerzo que hizo para reprimirla y disimularla, fue<br />

notada de Leocadia y de su madre, que a una le preguntaron: ¿Pues qué, sois también vos<br />

español? Hardyl interrumpió su pregunta exclamando: ¡Cielos!, sabe el hombre donde nace,<br />

mas ¿quién le dirá el lugar de su sepulcro? El padre de Leocadia, que también estaba<br />

presente, viendo que eludía una pregunta que le picaba su curiosidad, sacóle de nuevo a<br />

plaza e insistió en ella preguntándole si era él también de S... Pero Hardyl, que conocía el<br />

apellido de la madre y de su familia, <strong>com</strong>o dependiente que había sido de la suya, estuvo<br />

sobre sí, haciéndose superior a un afecto, tan dulce y tan natural al hombre de manifestarse;<br />

mucho más cuanto su ilustre nacimiento puede granjearle la veneración de quien lo pudiera<br />

reconocer.<br />

Este modesto silencio de Hardyl hacía más venerable su carácter, especialmente<br />

después de saber el concertado casamiento de Eusebio con Leocadia, la cual le era tan<br />

inferior en calidad; pero el alma grande de Hardyl, superior a estas vanas ideas, y que tuvo<br />

fuerza para ocultarse en tantos años a Eusebio, halló menor dificultad en celarse al padre de<br />

Leocadia, a cuya nueva instancia respondió que su vida era un tejido de extraños accidentes,<br />

por los cuales se vio precisado a vivir algunos años en S... en donde aprendió la lengua<br />

española; y empeñándose en las alabanzas de dicha ciudad y en otras particularidades,<br />

divirtió de tal modo la curiosidad de los oyentes, que fueron llamados a mesa sin ocurrirles<br />

que quedaba por satisfacer la pregunta.<br />

En la mesa no pudieron dejar de tocar el punto del casamiento de Eusebio, sabiendo<br />

que Hardyl había sido su maestro y lo había criado desde su niñez. Esto sirvió de motivo<br />

para que Hardyl se extendiese en las alabanzas de su discípulo, que deseaban oír de su boca<br />

y que contribuyeron para hacerles apreciar mucho más el casamiento, y para que Leocadia<br />

más se le aficionase, hinchándose su pecho de <strong>com</strong>placencia por los elogios que le daba<br />

Hardyl, teniéndola colgada de sus labios y bien ajena de sospechar que el mismo Eusebio<br />

llegase a su puerta. De hecho, no estaban aún a la mitad de la <strong>com</strong>ida, cuando uno de los<br />

criados los avisa de su llegada. La sorpresa, la conmoción y el alborozo, unidos a la<br />

prevención de sus elogios que acababan de oír, hácenlos suspender la <strong>com</strong>ida y levantarse<br />

de la mesa al tiempo que entraba Eusebio precipitadamente diciendo: ¿Hardyl libertador de<br />

Leocadia? ¿Hardyl en su casa? Y diciendo esto, abrázase con él.<br />

El mensajero que el padre de Leocadia enviaba con la noticia del hallazgo, habiéndolo<br />

encontrado en el camino, se la dio; y Taydor, a quien habló en el zaguán, habíalo informado<br />

de su venida. Mas viendo Hardyl que Eusebio no lo soltaba, prosiguiendo en sus tiernos<br />

sollozos, le dijo: Pues qué, ¿no queréis que acabe de <strong>com</strong>er? ¡Ah!, sí, respondió Eusebio, y<br />

dejándolo, se acercó a Leocadia para darla el parabién y el júbilo que sentía en su hallazgo;<br />

mas el padre le dijo: Tiempo habrá para eso, ahora lo es de <strong>com</strong>er; volvámonos a sentar.<br />

Habían entretanto añadido los criados asiento y cubierto para Eusebio. Los celos que en<br />

aquella misma mesa le había dado la presencia de Orme, aviváronse más amargos con el<br />

motivo de la ausencia, dándoselo también para hablar sobre el asunto que tenía clavado en<br />

su corazón, pero lo contuvo la prudencia y se lo impidió la pregunta que le hizo Hardyl<br />

sobre la salud de Susana Myden. Leocadia, que estaba sentada a su lado, en vez de<br />

manifestar ansiosa jovialidad por su venida, se revistió, al contrario, de afable aunque<br />

afectada seriedad. Las dudas en las cuales temió dejar a su padre sobre su inocencia, quiso<br />

dejarlas todas para Eusebio, haciendo punto de honor la reserva de su entereza para con su<br />

amante. ¡Oh impenetrables corazones! Contribuyó también a fomentarle la seriedad del<br />

rostro la preferencia que había dado Eusebio a Hardyl cuando entró en la estancia,<br />

pretendiéndola para sí <strong>com</strong>o debida a su hermosura.<br />

Eusebio notó a primera vista la suave sequedad de Leocadia; pero, ¿cómo podía<br />

penetrar un amante bisoño tan profundos y delicados sentimientos? Antes bien, despertando<br />

aquella dulce austeridad de su amada las terribles sospechas de sus celos con la idea de la


violencia de Orme, e irritadas mucho más de los presentes atractivos de su hermosura,<br />

dejábale en el alma una cruel car<strong>com</strong>a que lo trastornaba. ¿Qué no diera por poder penetrar<br />

este fatal secreto y por callar tan acibaradas sospechas? Estas teníanlo a ratos tan absorto<br />

que le hacían importunas todas las preguntas a las cuales sólo forzado respondía. Notóselo<br />

Hardyl <strong>com</strong>o quien más que todos lo conocía; y suponiendo que aquel enajenamiento le<br />

naciese de deseos de hablar a solas con Leocadia, luego que se levantaron de mesa, dijo:<br />

Eusebio sabe pasar sin café; a lo menos pasará sin él de buena gana a trueque de decir una<br />

palabra al oído de Leocadia.<br />

Pues qué, dijo la madre, ¿no se la podrá decir bebiendo a solas el café con ella?<br />

Saltábales el alma a los amantes que oían esto callando. ¿Cómo pudieran exprimir mejor sus<br />

recatados deseos? Leocadia sonrióse viendo que Hardyl la miraba <strong>com</strong>o dándola a entender<br />

que lo había penetrado. ¡Qué dulce sonrisa para Eusebio! Fue para su alma <strong>com</strong>o blanda<br />

lluvia de primavera que baja a recrear los nacientes verdores. ¡Oh hechizos in<strong>com</strong>prensibles<br />

del sexo! Ellos son las delicias y el tormento de los mortales.<br />

Habiendo, pues, quedado a solas los amantes <strong>com</strong>o lo deseaban, dijo suspirando<br />

Eusebio a Leocadia.<br />

EUSEBIO.- ¡Cuánto <strong>com</strong>enzáis a costar, adorable Leocadia, a este corazón que os<br />

tengo consagrado! ¡Mi lengua no hallará expresiones al mortal dolor en que los dejó la<br />

nueva de vuestra desaparición! ¡Qué día aquel para mí! ¡Cielos! ¡Qué infernales sospechas<br />

hijas del delirio de mi amor! Pudiera ser otra la causa... Mas no, Leocadia. Pudo mi mente<br />

enajenada delirar; pero el alto concepto que vuestra virtud cimentó en mi pecho, no padeció<br />

alteración ni tacha, antes bien, él mismo tuvo a prueba mi alma de aquel rabioso dolor que,<br />

pronto a perder la moderación contra la osadía de Orme, mantuvo con todo entera la<br />

memoria de vuestra inflexible honestidad. El torpe atrevimiento del vicio, si hubiese<br />

profanado el santuario ¿debiera por eso merecerme la deidad que en él preside menor<br />

adoración?<br />

LEOCADIA.- Cuanto creéis bien merecido ese concepto que mi honor os debe, creo<br />

también yo tener tanto derecho de dispensarme de la obligación, que parece pretendéis<br />

imponerme, de daros inútiles declaraciones que ofendieran tal vez mi recato.<br />

EUSEBIO.- ¿Yo imponeros obligación? ¡Ah! Leocadia, son bastantes las de la virtud,<br />

para que vuestro amante quiera cargaros con la de la indiscreción. Mas si tal es vuestra<br />

delicadeza que se empañe al leve aliento de un amoroso recelo, podrá mi acendrado afecto<br />

echar el velo a memorias que no merecen vuestra aprobación.<br />

LEOCADIA.- Don Eusebio, no es sobrada la delicadeza cuando faltan títulos a la<br />

honesta confianza para declararse; y en el santuario donde no debe penetrar la profanación<br />

del vicio, no sé si es lícita la entrada a sospechas ofensivas, tal vez siendo injustas.<br />

EUSEBIO.- ¿Injustas mis sospechas? ¡Oh amable Leocadia! Mi amor, mi respeto, mi<br />

corazón, fueran insensibles si a vuestras plantas no expiase con la más ardiente veneración<br />

la nota de una flaqueza que, siendo de vos declarada injusta, hace vuestra sentencia<br />

inestimable.<br />

LEOCADIA.- ¿Qué hacéis don Eusebio? No lo sufro, alzaos, o si no parto.<br />

EUSEBIO.- ¿Y en qué os ofende una tierna demostración del más reconocido afecto,<br />

que no exige una declaración que me asegura de la entereza de mis desdichas?<br />

LEOCADIA.- ¿Y no es ofensa querer lisonjear mi vanidad para que padezca la<br />

sensibilidad de mi am...; de mi afecto?<br />

EUSEBIO.- ¿De vuestro amor queréis decir? ¡Oh cielo! ¡Oh cielo! ¿Y tanto debe<br />

costar una confesión que sólo confirma el consentimiento a la voluntad de vuestros padres?<br />

¿Creéis acaso que se ofenda mi sensibilidad <strong>com</strong>o se resintió la vuestra? ¿O bien teméis que<br />

se lisonjee sobrado mi vanidad a costa de vuestra sobrada reserva?<br />

El café que les vinieron a presentar interrumpió el dulce contraste de sus tiernos<br />

afectos; y la madre, que creyó haberles dejado sobrada oportunidad para desahogar sus


corazones, entró poco después para rogar a Eusebio se quedase aquella noche en su casa.<br />

Mas éste le dio por excusa la salud alterada de Susana Myden, la cual sólo le dejó venir a<br />

Salem con la condición de que volviese aquella misma noche a la granja. Insta la madre de<br />

Leocadia y pone también la hija por intercesora. Pero Eusebio se afirma en su palabra dada.<br />

Llegan Hardyl y el padre de Leocadia, y éste, viendo la resistencia de Eusebio, dícele: No<br />

hay que hacer, sois esta noche mi prisionero, y el coche y caballos quedan embargados.<br />

Hardyl callaba, ajeno de desmentir con ninguna demostración exterior las severas máximas<br />

que había impreso en el alma de Eusebio sobre la soberanía de las promesas, y su modesto<br />

silencio no podía dejar de confirmar su discípulo en su resolución; y así, cuando dijo el<br />

padre de Leocadia que quedaban embargados los caballos, eso será sólo motivo, dijo<br />

Eusebio, para obligarme a volver a pie. ¿Queréis que por <strong>com</strong>placeros sin necesidad, haga<br />

sufrir mil afanes y faltas a mi obligación para con quien tiene sobre mí los más sagrados<br />

derechos? No; permitid que sacrifique a mi gratitud el mayor gusto que tuviera de aceptar<br />

vuestra oferta y el dolor de negar a Leocadia lo que por ningún otro título debiera.<br />

Dicho esto, iba a tomar el sombrero resuelto de marchar a pie antes que rendirse a la<br />

necesidad de faltar a su palabra, lo que obligó al padre de Leocadia a mandar disponer el<br />

coche. Hardyl se resolvió a a<strong>com</strong>pañar en él a Eusebio, <strong>com</strong>o lo ejecutó; recibiendo mil<br />

bendiciones de aquellos huéspedes a quienes era por tantos títulos acreedor, especialmente a<br />

la reconocida Leocadia; la cual, aprovechándose de la partida de Hardyl para desahogar más<br />

su sentimiento en la de Eusebio, le renovó con llanto todas las tiernas expresiones de su<br />

gratitud, pues aunque todas ellas iban dirigidas a Hardyl, no era él solo a quien todas se<br />

dirigían, principalmente el llanto.<br />

El mensajero que el padre de Leocadia envió a la granja de Henrique Myden, <strong>com</strong>o<br />

encontró a Eusebio en el camino no se curó de pasar adelante, con lo cual quedaban todavía<br />

inciertos Henrique y Susana Myden del hallazgo de Leocadia, hasta tanto que el mismo<br />

Eusebio y Hardyl se lo contaron. Henrique Myden, aunque era hombre lleno de bondadosa<br />

indiferencia hasta en los mismos intereses de su <strong>com</strong>ercio, y de genio blando, fácil y liberal,<br />

sin mérito de serlo, y sin que hubiese cosa alguna que lo sacase de su paso, sentía con todo,<br />

por solo Eusebio, todo el empeño y pasión que no le debiera tal vez un hijo propio,<br />

llegándose a revestir de sus mismos sentimientos y afectos; de modo que el desconsuelo que<br />

le infundió el de Eusebio por la desgracia de Leocadia, fue igual a la alegría que se vio<br />

brillar en su rostro cuando Eusebio le contaba su hallazgo.<br />

Susana amaba más entrañablemente a Eusebio; pero este mismo amor, por demasiado,<br />

declinaba en importuno y molesto para un joven a quien quería tener día y noche a su<br />

cabecera, sin darle sino rara vez tiempo de desahogo, y aunque Eusebio no le diese jamás<br />

demostración alguna de enfado; pero muchas veces necesitaba llamar a consejo sus buenos<br />

sentimientos para tener en freno su paciencia, pues siendo muy aficionado al campo, no le<br />

permitía Susana explayar en él sus deseos. Y para contenerlos sin murmurar, decíase a sí<br />

mismo muchas veces: esta inquietud y desazón que siento no me nace ciertamente de estar<br />

en esta estancia, pues aquí está Susana, y aunque enferma y en el lecho, no los padece.<br />

Luego es siniestro de mi voluntad que rehúsa prestarse a lo que le viene cuesta arriba. Mas<br />

si llego a vencer esta repugnancia, cumpliré con la gratitud que debo a quien me mira <strong>com</strong>o<br />

madre afectuosa, <strong>com</strong>placiéndola en esto; y a más adquiero la virtud de la paciencia que<br />

tanto cuesta de adquirir. Si la venzo en esto poco, ¿no me será más fácil el adquirirla en<br />

otras ocasiones de mayor importancia? ¿No se me seguirá consuelo mayor de haberme<br />

vencido, que no gusto en dejarme llevar de mi desazón? ¿Qué <strong>com</strong>placencia iguala a la que<br />

otras veces he probado, sujetándome al suave imperio de la virtud? ¡Oh sublime<br />

moderación! ¿Qué males hay que no alivies o molestias que no endulces? He aquí mi pecho<br />

rendido: ven, emposesiónate de mi voluntad y amóldala a mayores sufrimientos.<br />

Hardyl, que conoció poco después de la llegada lo que Eusebio padecía, sin que éste le<br />

diese motivo para que lo penetrase, quiso echar el corte a la sujeción en que Susana lo tenía,<br />

haciendo ver a ésta que Eusebio necesitaba en su edad de divagarse, pudiendo serle


perjudicial tan frecuente estada en su aposento, y que por el mismo amor que le profesaba<br />

debía permitirle a lo menos las tardes enteras para que se solazase; pudiendo también<br />

servirle esto mismo de instrucción, viendo él por sus ojos las labores del campo y poniendo<br />

en práctica los conocimientos que ya tenía sobre la agricultura. Rindióse Susana a las<br />

razones de Hardyl, y así pudo <strong>com</strong>enzar a disfrutar en su <strong>com</strong>pañía de la amenidad del sitio<br />

que habitaban; sirviendo esto para que Hardyl diese nueva forma a las haciendas que el<br />

descuido de Henrique Myden tenía abandonadas y en gran parte incultas.<br />

Hardyl hizo praderías dilatadas de los campos alindados al río en que pudiesen<br />

alimentarse vacadas y ganados menores; dividió cada cuatro yugadas en caseríos en que<br />

pudiesen también establecerse familias de labradores que atendiesen mejor a su cultivo;<br />

ahondó fosos que recibiesen el sobrante del agua de los campos, y éstos los dividió con<br />

hileras de árboles, haciendo por ello plantíos, y ocupándose él mismo en hacerlos en<br />

<strong>com</strong>pañía de Eusebio, mezclados con los mismos labradores <strong>com</strong>o si trabajasen <strong>com</strong>o ellos<br />

a destajo. ¡Cuántas veces renovaban en aquel ejercicio la memoria de Isidoro y de Dorotea!<br />

¡Cuántas divertían también su trabajo diciendo de coro los pasajes pertenecientes a la vida<br />

del campo de Virgilio y de Teócrito! ¡Cuán dulce era entonces a Eusebio la memoria de su<br />

Leocadia, <strong>com</strong>o si con aquel trabajo hubiese de ganarle el mantenimiento! ¡Qué cumplida<br />

felicidad no le prometían sus enajenados pensamientos!<br />

Otras veces se encaminaban a la playa, y sentados sobre una roca o sobre la arena,<br />

renovaban la memoria de su naufragio en aquel lugar mismo en que lo recibió la tierra.<br />

Tomaba Hardyl ocasión de esto para ensalzar y bendecir la poderosa mano de la providencia<br />

que no sólo lo sacó del furor de la borrasca, sino que también en vez de impelerlo a una<br />

playa desierta, lo puso en los brazos de tan piadosos libertadores; dándole en ellos padres,<br />

tal vez más cariñosos que aquellos a quienes dejó tragar de las mismas olas, sobre las cuales<br />

lo sacó salvo. Hacíale ver la obligación en que estaba de fortalecer su alma con los buenos<br />

sentimientos de la virtud <strong>com</strong>o el mayor reconocimiento que podía mostrar a su criador.<br />

Sirvió esto mismo también a Eusebio para avivarle el agradecido amor que debía a Gil<br />

Altano, <strong>com</strong>o principal instrumento de que quiso servirse Dios para salvarlo; y aunque<br />

entonces en el fervor de su gratitud hubiera deseado hacerle un establecimiento en que<br />

pudiese pasar su vida con <strong>com</strong>odidad exentándole del servicio; pero <strong>com</strong>o se reconocía<br />

dependiente de Henrique Myden, remitió sus intentos a tiempo en que pudiese disponer de<br />

su hacienda, contentándose entretanto de contribuir a su buen estar, regalándolo <strong>com</strong>o lo<br />

hacía frecuentemente con sus aguinaldos y con otras larguezas con las cuales empeñaba más<br />

el sumo cariño que Altano le profesaba. Éste, con el trato quieto y asentado de los<br />

cuáqueros, iba perdiendo aquel aire truhanesco y avillanado del cual quiso precaver Hardyl<br />

a Eusebio en su niñez y juventud.<br />

Contribuyó también la frecuentación de la playa y la memoria de su naufragio para no<br />

omitir Hardyl enseñar a nadar a Eusebio, no sólo <strong>com</strong>o preservativo que le pudiera ser en<br />

desgracias semejantes, sino también <strong>com</strong>o remedio de su salud en muchas destemplanzas;<br />

pues el cuerpo se corrobora y fortalece con el baño, no ofreciendo tal vez la naturaleza<br />

ningún remedio más sencillo y blando para la vida, no porque ésta se pueda prolongar y<br />

hacerla exceder los términos a que la ciñe la organización del cuerpo, sino porque sin<br />

excederlos, puede el hombre llegar a ellos exento de muchos ayes y dolores a que se ve<br />

sujeto <strong>com</strong>únmente, <strong>com</strong>o efectos necesarios de la excedencia y derramamiento de los<br />

malos humores y de los encendimientos de la sangre que templa y consume el baño,<br />

reponiendo las masas en su equilibrio y devolviendo el proporcionado vigor y elasticidad a<br />

los vasos y fibras, a cuya diversa configuración difícilmente llegan las virtudes de las<br />

pócimas de la farmacia; virtudes tal vez inciertas, tal vez erradas a los fines para que se<br />

recetan, supliendo mucho mejor a todas ellas el baño.<br />

Bien tenemos los ejemplos de los antiguos, pero los miramos con indiferencia <strong>com</strong>o<br />

otras muchas cosas de sus excelentes prácticas, reputándolas, principalmente sus baños,<br />

efectos de delicia y del lujo, y no <strong>com</strong>o efecto de sus mayores conocimientos en la


medicina. Verdad es que se llega a abusar de lo bueno, pero por ventura, ¿el abuso<br />

desmiente o disminuye las calidades? A los enfermos rematados vemos prescribir <strong>com</strong>o<br />

último remedio el uso de los baños. Los vemos ir a remotas tierras, con peligro de no llegar<br />

a ellas, para probar su beneficio. Lo que es último expediente a la quiebra de la salud, ¿no<br />

sería mejor que fuese preservativo? ¿Pero quién cree caer mañana en un mal que hoy no<br />

siente, y que por lo mismo no recela? ¿Ni quién querrá preservarlos con gastos excesivos y<br />

con muchas in<strong>com</strong>odidades para bañarse en las aguas de Spa o de Pisa? Yo no entiendo<br />

hablar de estos baños, ni pretendo tampoco renovar el uso casero de los antiguos, mas<br />

cíñome a la playa y prefiero el uso frecuente, y si pudiera a diario, del baño marino a todos<br />

los demás. Los que pueblan las playas pudieran suplir con ellos a todos los médicos y<br />

medicinas, que tal vez entonces no echarían de menos.<br />

Eusebio probó también en esto el efecto de la enseñanza y de los consejos de Hardyl,<br />

no sólo aprendiendo a nadar <strong>com</strong>o un buzo, sino también fortaleciendo su salud; siéndole<br />

más provechoso este ejercicio que los consejos que dieron los médicos a Susana, la cual fue<br />

cada día empeorando, de modo que llegó a término de hacer temer de su vida. Esto impidió<br />

la vuelta de Hardyl a Filadelfia el día que la tenía determinada, debiendo condescender con<br />

las instancias de Henrique Myden, el cual sentía que se ausentase en el crítico estado en que<br />

se hallaba su mujer. Ésta también deseaba retenerlo por las sospechas que tenía de su vecina<br />

muerte, esperando que la confortase con sus máximas e instrucciones. Éstas las recibimos<br />

con mejor ánimo de las personas que veneramos; y siendo grande el concepto que Susana<br />

había cobrado a Hardyl después de sus pasadas diferencias, escuchábale <strong>com</strong>o a su Sócrates.<br />

Procuraba éste consolarla en sus penas y prestábale toda la asistencia que podía en<br />

<strong>com</strong>pañía de Eusebio. Cesaron todos los paseos y trabajos campestres y dedicaron sus<br />

esmeros en alivio y consuelo de la moribunda; pero ésta, que sentía acercársela la muerte,<br />

volviéndose a su amado Eusebio, le dice: Eusebio, va a separarnos para siempre la voluntad<br />

inescrutable de aquel Señor que te me presentó para que fueses el colmo de mi dicha en este<br />

suelo.<br />

Supla la virtud, hijo mío, a los cariñosos esmeros de quien te fue madre y que se lleva<br />

de este suelo las esperanzas de que tu corazón, fortalecido, no se dejará avasallar de los<br />

incentivos de las pasiones que deslumbran la mente y la razón, sin que se desengañen de las<br />

vanidades del mundo, sino en la hora en que ahora me veo, y en que se presenta a la vista el<br />

abismo interminable de la eternidad, ante el cual la más larga vida parece un sueño,<br />

sirviendo de solo consuelo la virtud. Ésta es la más rica herencia que te en<strong>com</strong>iendo y la que<br />

sólo puede hacer tu felicidad. No añado más porque no puedo, y porque fuera superfluo<br />

habiéndote dado el cielo tan sabio consejero. Ve Eusebio y llama a tu padre, pues siento...<br />

Eusebio, enternecido de las palabras de Susana, hacíase fuerza para contener su llanto,<br />

y aunque se apresuró para ir a llamar a Henrique Myden, no pudo dejar de prorrumpir en<br />

sollozos al salir de la estancia. Óyelo Henrique Myden, y creyendo por su llanto que hubiese<br />

fallecido Susana, entra fuera de sí en el cuarto; y aunque contuvo de repente su dolorosa<br />

turbación la sorpresa de ver su mujer hablando con Hardyl, se llegó a la cama enternecido, y<br />

tomando la mano a su mujer, <strong>com</strong>enzó ésta por dar gracias al cielo de los bienes de que los<br />

había colmado, y a él de los esmeros y cariño que le debía; y pasando a en<strong>com</strong>endarle<br />

Eusebio. Parecióle a Hardyl el dejarlos en libertad en momentos tan preciosos y se salió para<br />

ver de allí a poco con Eusebio, deseando que estuviese éste presente a la vecina muerte de<br />

Susana, conociendo que declinaba por momentos. Pero al volver a entrar con él, ve el rostro<br />

de Susana pendiente sobre la almohada hacia la cabeza de su marido, el cual tenía aplicado<br />

su inclinado rostro sobre la mano de la enferma, puestas las rodillas en el suelo.<br />

Y aunque la palidez del rostro de la enferma le hizo temer al entrar que hubiese<br />

expirado; pero el silencio y postura de Myden hízolo dudar de modo que, acercándose a la<br />

cabecera, preguntó a la enferma si quería un sorbo de agua; mas no dándole ella respuesta ni<br />

señal de vida al movimiento que le hizo con la mano, acabóse de certificar de su trance, del<br />

cual cerciorados también Henrique Myden y Eusebio, dieron rienda a su dolor <strong>com</strong>o


muchachos. No pudiendo resistir Henrique Myden a quedarse en la estancia, salióse afuera a<br />

desahogar su acerbo sentimiento. Pero Eusebio, en quien el duelo recibía las mayores<br />

fuerzas de su gratitud a tan buena madre, arrójase de rodillas ocupando el lugar que había<br />

dejado Henrique Myden, y besando la yerta mano de la difunta, decía con lágrimas: Estos<br />

insensibles restos que beso, porque los venero; ¡ah!, bien sé que no me oyen ni sienten,<br />

¿pero cómo puedo dejar de expresar mi dolor en estas demostraciones de gratitud, con las<br />

cuales confirmo la promesa que no pude hacerte en vida, de conservar la virtud que me<br />

encargaste <strong>com</strong>o la más rica herencia?<br />

Viendo Hardyl empeñado a Eusebio en un acto tan piadoso, salió de la estancia<br />

dejándolo solo, para ver si había perdido el miedo al cadáver y para consolar también a<br />

Henrique Myden, que necesitaba de tan caritativo oficio. Media hora después quiso volver a<br />

la estancia para ver si estaba todavía en ella Eusebio; y hallándolo en la misma postura,<br />

aunque llorando en silencio, le dice: Basta, hijo mío, basta; la deuda del dolor queda ya<br />

satisfecha, lo demás, ni la naturaleza te lo pide, ni te aprovecha a ti ni a la difunta. Obtenga<br />

tu razón el mérito que te deberá usurpar el tiempo, si no lo previenes con la moderación.<br />

Ésta debes también a tu sentimiento, aprovechándote del duelo, para no poner la dicha en<br />

ninguna cosa que tarde o presto has de perder; y haciéndolo levantar se lo llevó sollozando<br />

fuera de la estancia.<br />

Habían llegado algunos vecinos para informarse de la salud de Susana, y poco después<br />

llegó el padre de Leocadia informado por las cartas de Eusebio del peligro de su madre.<br />

Contribuyó su venida para aliviar al inconsolable Henrique Myden y para condecorar el<br />

funeral, al cual dio más digna pompa el llanto, que la bondad y virtudes de Susana se<br />

granjeó de los asistentes, especialmente de sus criados y labradores, que no el vano aparato<br />

y lujo con que sabe conciliar la ambición las ideas de la bajeza humana, con las de la<br />

grandeza que representa.<br />

Henrique Myden quiso volver inmediatamente a Filadelfia, resuelto a poner en<br />

ejecución los pensamientos que llevaba de liquidar las cuentas de su <strong>com</strong>ercio para retirarse<br />

enteramente. Lo cual, no siendo de fácil condición por la vasta extensión de sus intereses en<br />

países extraños, dejaba tiempo bastante para que Eusebio hiciese su viaje de modo que a su<br />

vuelta pudiese efectuar su casamiento con Leocadia y acabar en el seno de un dichoso<br />

descanso sus días en <strong>com</strong>pañía de tan buenos hijos, y que tanto podían contribuir para darle<br />

una consolada vejez. El padre de Leocadia quiso retenerlos a <strong>com</strong>er en su casa al pasar por<br />

Salem en donde Eusebio y Leocadia renovaron sus ardientes sentimientos, avivándoselos la<br />

tierna tristeza que dejaba en sus amorosos corazones la memoria de la muerte de Susana y la<br />

de la pronta partida de Eusebio para España, a cuyo tiempo prometió de venir a despedirse<br />

de ella.<br />

Llegado a Filadelfia, Hardyl debió atender a despachar las obras y materiales que le<br />

quedaban en la tienda para poder alquilar su casa. Eusebio quedó en casa de Henrique<br />

Myden prosiguiendo su estudio de la historia, que podía continuar sin estorbo en el viaje. En<br />

esto atendían Hardyl y Eusebio, cuando Henrique Myden dio a éste la noticia que estaba<br />

para partir un bajel para Porstmouth, en el cual podía pasar a Inglaterra para ver aquellos<br />

países, y desde allí continuar su viaje a España, a cuyo gasto supliría con treinta mil libras<br />

esterlinas que creía le quedaban de fondo, y con setenta mil duros que tenía recaudados y<br />

que había cobrado por cédulas de cambio, según las remesas que le venían de los<br />

apoderados de sus haciendas. Añadióle que antes de partir era muy justo hacer un presente a<br />

Hardyl de ocho mil duros, ya los quisiese recibir en dinero o en fondos, <strong>com</strong>o mejor le<br />

pareciese.<br />

Saltábale a Eusebio el corazón de júbilo a la proposición de Henrique Myden, y<br />

quisiera desde luego tener el dinero en su poder para entregárselo. Pero no estando aprestada<br />

la cantidad, le dejó tiempo para reflexionar, que sería mejor que el mismo Henrique Myden<br />

le hiciese la oferta, pues temía no poder recabar de él que los recibiese de su mano.<br />

Pareciéndole bien a Henrique Myden la reflexión de Eusebio, esperó que Hardyl viniese de


asiento a su casa; y estando ya en ella, después de haber alquilado la suya, llamándole a su<br />

escritorio con Eusebio, le dijo: No puedo encareceros, Hardyl, la admiración en que me dejó<br />

vuestro desinterés cuando proponiéndoos paga por el trabajo de la educación de Eusebio,<br />

rehusasteis dar oídos a mi proposición, queriéndoos encargar no sólo de su crianza, sino<br />

también de su manutención, <strong>com</strong>o si Eusebio fuese hijo vuestro y no discípulo.<br />

Por efecto de esta misma admiración, condescendí yo con un silencio que hubiera sido<br />

estúpido y feo, si no hubiese remitido a tiempo y lugar satisfacer antes a mi propia gratitud,<br />

que a las obligaciones en que os estamos, así yo <strong>com</strong>o Eusebio; y para daros una prueba de<br />

esto, os rogamos queráis aceptar estos ocho mil duros que aquí he juntado, para que con<br />

ellos podáis suplir a las necesidades que se os ofrecieren en caso que os llegue a cansar el<br />

oficio.<br />

Al oír Hardyl esta proposición tan inesperada, sin dejar continuar a Henrique Myden,<br />

dijo: Presérveme el cielo de llegar jamás a envilecer mis desinteresadas intenciones,<br />

corrompiendo el puro consuelo que me da la memoria de los cuidados y esmeros que tan<br />

bien merecidos me tiene Eusebio. No, amigo, no esperéis que flaquee mi resolución; volved<br />

ese dinero a su fondo y no queráis avergonzar ni mi amistad, pues os la tengo, ni el amor<br />

que me debe Eusebio. Si jamás el querer del cielo redujere mis brazos a la imposibilidad de<br />

poderme ganar el sustento, me queda la dulce esperanza y alta satisfacción de veniros a<br />

pedir entonces lo que ahora no debo aceptar. A vos, Eusebio, os perdono esta generosa<br />

ofensa a mi concepto, y perdonad también el disgusto que os puede causar mi<br />

desaprobación. Y dándole un abrazo, lo besó en la frente, demostración que jamás hasta<br />

entonces no le había dado Hardyl. Quedó así confirmada tal confianza entre los tres, <strong>com</strong>o si<br />

fueran miembros de una misma familia.<br />

Concertaron luego entre sí el plan del viaje, en el que entraban los criados que se habían<br />

de llevar; lo que quedando a la elección de Eusebio, mostró deseos que fuesen Gil Altano y<br />

Juan Taydor. Debía también tomarse tiempo Eusebio para cumplir con la promesa hecha a<br />

Leocadia de ir a despedirse de ella; y no quedándoles más que cuatro días, aceleró su ida a<br />

Salem en <strong>com</strong>pañía de Hardyl. Las demostraciones con que fueron recibidos se resentían del<br />

oculto sentimiento que les causa el motivo de su venida, y aunque la madre de Leocadia<br />

resolvió no dejar ocasión a los amantes para que se hablasen a solas, <strong>com</strong>o se lo dijo a<br />

Hardyl, éste se lo disuadió, asegurándola no sólo de la modesta reserva y del recatamiento<br />

de Eusebio, sino también del provecho que a éste le podía resultar, convalidando su<br />

felicidad para tan larga ausencia contra los riesgos y ocasiones que se le pudieran presentar<br />

en el viaje.<br />

Persuadida la madre, revocó el orden que tenía dado a Leocadia e hizo nacer la ocasión<br />

para que se viesen a solas poco tiempo antes de la partida. Al verse Eusebio con Leocadia<br />

sin testigos, sintióse asaltado de un mudo encogimiento que enfrió los transportes de su<br />

alborozo; mas pudiendo finalmente dar orden a la confusión de sus afectos, dijo así:<br />

EUSEBIO.- He aquí el momento tanto más agradable, cuanto menos esperado, ¡oh<br />

dulce Leocadia!, para declararos lo que mejor os dijeron mis ojos y lo que no podéis ignorar<br />

si conocisteis a Eusebio. ¡Ah!, yo parto porque de mi amor no depende la quedada. La sola<br />

esperanza de volver más digno de vos templa al grave dolor que pruebo en mi partida.<br />

LEOCADIA.- ¿Podré lisonjearme que vuelva ese corazón vuestro, no de mí más<br />

digno, mas cual es y cual sólo lo quisiera antes de la partida? ¡Oh!, cuánto vale más una<br />

segura posesión aunque mediana, que una magnífica promesa, tal vez incierta, tal vez... ¡Oh<br />

cielos!<br />

EUSEBIO.- ¿Cómo? ¿Llegaron a poner duda vuestras sospechas en la pureza de mi<br />

afecto? ¿Vuestro injusto temor, no ofende antes a vuestra sinrazón que al concepto que de<br />

vos no tengo merecido, cual lo manifestáis? ¿El tiempo corto que debiéramos emplear en<br />

desahogar nuestros pechos con tiernos y dulces afectos, lo deberemos despreciar en buscar<br />

excusas a vanas sinrazones? No, suavísimo amor mío; dejad antes que imprima en esa<br />

mano...


LEOCADIA.- No lo esperéis a solas. Jamás el tiempo llamará a engaño mi sobrada<br />

confianza, mucho menos en una separación en que mi recato queda a cargo de la<br />

incertidumbre...<br />

EUSEBIO.- ¿Mas, por qué? Declaraos; a soslayo de vuestra injusta severidad, ¿no<br />

descubro por ventura una muda desconfianza, que ofendiendo a mi amor, amartela también<br />

nuestros corazones? ¿Teméis acaso que alguna beldad extranjera deslumbre una alma que os<br />

queda consagrada? ¿O bien que el tiempo y la ausencia amortiguen el santo y puro afecto<br />

que vuestra sola memoria hará sólo inextinguible? Porque ¿qué significa esa mediana<br />

posesión preferible a una magnífica promesa?<br />

LEOCADIA.- ¿Y por ello podéis acusarme de celos? ¿Debo fundar mi sola<br />

desconfianza en beldades que no sé si me la merecen? ¿No hay peligros, no hay lances en<br />

los caminos y poder en el cielo para hacer tal vez infeliz con el tiempo a la que pudiera tocar<br />

con la mano su presente felicidad?<br />

EUSEBIO.- ¡Ah! Perdonad, perdonad, excelso amor mío. Mas ¿mi error no se<br />

arrepentirá de haber dado motivo a una confesión que inunda de delicias mis oídos? ¿Yo<br />

hacer vuestra presente felicidad? Dígolo; ¿y sufriré que se difiera? No resisto; venid,<br />

Leocadia. Obtenga vuestro llanto suplicante a los pies de nuestros padres lo que no querrán<br />

negar y lo que no podíamos obtener a pesar de nuestra dicha sin su consentimiento.<br />

LEOCADIA.- ¿Yo oponerme a su determinación? Antes devoraré mi dolor que oponer<br />

a su respetable voluntad un revoltoso afecto. Si me descubrí indiscreta, tengo todavía valor<br />

para sobreponerme a mi culpable ligereza.<br />

EUSEBIO.- ¿Culpable? ¿Y en qué lo es? ¡Ah Dios!, ¿habráme de ser siempre contraria<br />

vuestra severa delicadeza? ¿Vuestra austera obligación, no me condena antes a la partida<br />

que no la voluntad de quien no la determinó con mando?<br />

LEOCADIA.- ¿Y una voluntad expresa, no debe tener fuerza de mando para con mi<br />

respeto? ¿Pretendéis acaso quebrantar una delicadeza que parece os es sensible, pues la<br />

acusáis de severa? No, Eusebio, partid; robaos a mis ojos, a mi dolor, aunque sea al precio<br />

del sacrificio de mis esperanzas, antes que mi obligación y vuestra virtud se desmientan.<br />

EUSEBIO.- Si llamé severa, y si no deja de ser sensible vuestra delicadeza a mi amor,<br />

¿no es por lo mismo más digna de mi adoración eterna? ¡Oh fortaleza que confunde la mía!<br />

¿Que yo parta y me robe a vuestro dolor? ¿Esto me mandáis, y no sacrificaré la dicha...?<br />

¡Ah!, no. Toda la tierra, sus riquezas todas, mas Leocadia... ¡Oh poderoso imperio del amor!<br />

¿Qué dura obligación habrá que no se someta a tan suave poderío? ¿Y temeréis que el cielo,<br />

testigo de vuestra excelsa resignación, no la acepte en favor mío? Sí, Leocadia; él desviará<br />

de mis pasos los peligros, y a la fidelidad que me merece vuestra virtud abreviará el camino<br />

para darle la re<strong>com</strong>pensa mayor en vuestros rendidos brazos, en ese seno, adorable<br />

manantial ardiente de los poderosos atractivos...<br />

Cuán importuna debió ser la entrada de la madre para decir a Leocadia que miss Leden<br />

venía a saludarla. De este pretexto se sirvió para interrumpirlos y para decirles que la dicha<br />

miss Leden la traía la noticia que Orme se había embarcado para Inglaterra <strong>com</strong>o lo acababa<br />

de oír de su mismo padre; y volviéndose a Eusebio, le dijo: A vos toca, ya que vais hacia<br />

aquellas partes, el perseguir y hacer castigar la fea ingratitud y la maldad que contra<br />

nosotros ha <strong>com</strong>etido. ¿Que yo lo persiga, señora?, dijo Eusebio. ¿No nos vengó bastante su<br />

frustrado delito? ¿Y éste mismo no es mejor que le persiga, que no yo que le debo más<br />

<strong>com</strong>pasión que odio? Perdonad, oí siempre decir que al ladrón y al enemigo puente de plata.<br />

Diciendo esto, llegan a la sala donde miss Leden los esperaba en <strong>com</strong>pañía de Hardyl.<br />

Éste, viendo rotos los más preciosos instantes para Eusebio, y que todo el demás tiempo<br />

sería gravoso para diferir la partida, esperó que llegase el padre de Leocadia para partir y<br />

encaminarse a Filadelfia. Y aunque cuando éste llegó quiso poner estorbos, Hardyl insistió<br />

en la necesidad de los preparativos para el viaje, de modo que llegaron a la despedida.<br />

Eusebio abrazó tiernamente al padre de Leocadia y besó la mano a la madre sin poder


proferir palabra. Una desfalleciente palidez ocupaba su rostro sin asomársele ninguna<br />

lágrima, hasta que llegando a Leocadia, pálida y muda <strong>com</strong>o él, la tomó la mano, en la cual<br />

imprimió sus labios; y arrimándosela luego al corazón: ¡Oh Dios!, dijo; y torciendo la<br />

cabeza, prorrumpió en un amargo sollozo y tomó precipitadamente la puerta. Hardyl se vio<br />

precisado a seguirlo, dejando a Leocadia penetrada del interno enajenamiento de su amante.<br />

FIN DE LA PRIMERA PARTE


Parte segunda<br />

Libro primero<br />

Embarcado Eusebio, apenas podía ya discernir los más elevados montes de la América<br />

desde el alto mar, que con viento fresco la embarcación sulcaba; pero su mente notaba todavía<br />

el sitio en que le parecía que dejaba a su amada Leocadia. Ella ocupaba continuamente sus<br />

agitados pensamientos; y el temor que sentía al verse llevado de aquellos instables elementos,<br />

no era tanto por el riesgo que podía correr su vida, cuanto que con ésta perdería también el<br />

adorable objeto que sólo tenía su temor en sobresalto, haciéndole recelar de una hora a otra un<br />

naufragio más temible y funesto que aquel de que lo libró la providencia.<br />

Hacíase notable a todos los que conocían la suave serenidad de su rostro, la congoja que<br />

lo perturbaba. Hardyl, que más que los otros lo conocía, echó de ver el primero su temor y le<br />

aconsejó que dejara la cámara de popa y saliese afuera para que se familiarizasen sus ojos con<br />

el embate de las olas, remedio el mejor para hacerle perder el miedo al agua, y que él solo<br />

suple a todos los inútiles consejos que se suelen dar a los que temen el mar para que no le<br />

teman.<br />

Gil Altano rebosaba ufano de contento al verse en el centro de su profesión, sin haberla<br />

de ejercitar por necesidad, haciendo ver a Eusebio la práctica y los conocimientos que había<br />

adquirido en la náutica, diciéndole los nombres de los arreos del navío; poniendo otras veces<br />

su vanidad en ayudar a los marineros en sus maniobras; lo que contribuía para divagar los<br />

temerosos pensamientos de Eusebio, especialmente con los dichos truhanescos y con las<br />

narraciones falsas y verdaderas de encuentros de navíos y de batallas navales que le hacía.<br />

Juan Taydor estaba por lo <strong>com</strong>ún con la Biblia en las manos metido en un rincón, sin cuidar<br />

mucho de los cuentos de Altano, que no entendía por hablar siempre con su amo en español.<br />

Duróles varios días el viento próspero que los dejó en pesadas calmas, obligando a<br />

Eusebio a recurrir al estudio de la historia, o a la lectura de los autores griegos y latinos a<br />

ejemplo de Hardyl que, estando ya sin trabajo, hacía de su lectura en el ocio del viaje su<br />

principal ocupación, mientras el viento blando o la tranquilidad del mar se lo permitía. Pero<br />

<strong>com</strong>o no hay cosa más mudable que el viento, llegó éste de nuevo, no sólo a interrumpir sus<br />

estudios, sino también a desasosegar el ánimo de Eusebio, cuando ya le parecía que<br />

<strong>com</strong>enzaba a perder el miedo al agua.<br />

Montes de negras nubes se acumulaban en la turbada atmósfera; el sol pálido y temeroso,<br />

parecía cubrirse de espeso velo para no ver las desgracias que amagaban los elementos. El<br />

viento cobraba fuerzas; las más vigorosas amarras vibraban con temblor a sus silbidos; el mar,<br />

tanto más embravecido, bufaba y batía con mayor ímpetu la frágil embarcación, cubriéndola<br />

de sus olas. Eusebio no puede resistir a tan horrible espectáculo que le presentan los sañudos<br />

elementos y éntrase en la popa a molestar al capitán con mil preguntas.<br />

Estaba éste tendido en su asiento apurando una larga pipa; y no haciendo mucho caso de<br />

las preguntas de Eusebio, le respondía, sí, no, viniese o no viniese a cuento. Hardyl, que<br />

estaba allí ocupado en su lectura, oyendo las preguntas que Eusebio hacía al capitán y viendo<br />

la palidez de su rostro, echa de ver el miedo que le sobrecogía, y le dice: Pues qué, ¿también<br />

os halláis, Eusebio, con el temor, que en vez de sacudirlo de vos, procuráis fomentarlo? ¿Y lo<br />

fomento?, le responde. No hay duda, le dice Hardyl, ¿creéis evitar la muerte por temerla?


Venid conmigo, vamos a hacer frente a la tempestad; así disfrutaréis del más majestuoso<br />

espectáculo que la naturaleza puede presentar a los ojos de los hombres.<br />

Diciendo esto, se lo lleva al castillo de popa, y haciéndole sentar junto a sí, <strong>com</strong>ienza a<br />

mostrarle el cielo cubierto ya de amontonadas nubes, que parecían servir de firme y sólido<br />

pavimento al sonoroso carro de fuego en que, montado el Omnipotente y tirado de los dos<br />

vientos, caminaba con todo el terrible aparato de su fulminante majestad por la extensión<br />

inmensa de las regiones del Olimpo.<br />

Ahora le hacía tender sus impresionados ojos a una y otra parte del mar enfurecido, que<br />

parecía reamontonar con porfía en torno del bajel sus irritadas olas para tragarlo, abriéndose<br />

en profundos valles para sumergirlo en el abismo. Luego, levantándolo sobre montes de olas<br />

más embravecidas, parecía que iba a estrellarlo en las nubes; pero él se abría con obstinada<br />

seguridad el camino, contrastado por los embates, <strong>com</strong>o si dominase los elementos, dando<br />

argumento a Hardyl para encarecer a Eusebio la poderosa industria de los hombres y para<br />

acallar con esto sus zozobras, acostumbrándolo poco a poco a contemplar sin temor el rápido<br />

curso del navío, que avasallaba los mismos peligros que le cercaban, caminando sobre ellos<br />

<strong>com</strong>o sobre el más firme pavimento.<br />

Mucho más que las razones de Hardyl contribuía para sosegarlo la intrépida desenvoltura<br />

de Gil Altano, viendolo Eusebio discurrir sin temor por las entenas, plegando o desplegando<br />

velas con los otros marineros, y que decía gritando: Dure este bullicioso amiguito tres días<br />

más y sobre mi palabra que avistemos a Inglaterra. ¿Pues qué, es viento favorable?, le<br />

pregunta Eusebio en voz alta desde la popa. Y cómo si lo es; ¿no ve usted, mi señor, que<br />

caminamos más de cien leguas por hora? Eso si que no lo veo, dice Eusebio. Pues suba vmd.<br />

aquí arriba y lo verá, le responde Altano, poniéndose caballero sobre una entena y asiéndose<br />

de un envergue, lo arreaba con los chasquidos de la boca, <strong>com</strong>o si fuera una cabalgadura. Cien<br />

leguas por hora no, dijo entonces Hardyl a Eusebio; pero que caminamos bien no hay duda.<br />

Con esto, en medio del resto del temor que le quedaba a Eusebio, ya casi deseaba que el<br />

viento que antes temía, durase el tiempo que Altano pronosticaba. Pero al otro día, todo aquel<br />

inmenso y temible aparato de nubes, vientos y tempestad, desapareció enteramente, quedando<br />

despejada la atmósfera para recibir el sol con toda su alegre y esplendorosa majestad; y<br />

aunque el viento no era tan recio, continuaba en serles favorable, persistiendo así, ya más ya<br />

menos, por algunos días, hasta que un grumete avisó desde la gavia que descubría la<br />

Inglaterra.<br />

El gozo fue general en todos, pero mucho más en Eusebio, pareciéndole haber perdido<br />

enteramente el miedo con tan alegre nueva; de modo que ya se atrevía a subir al árbol, a<br />

caminar sobre el borde de la embarcación, exponiéndose a otros riesgos en ausencia de<br />

Hardyl, para manifestar por juego el esfuerzo que no debiera, pues insensiblemente se<br />

preparaba la desgracia que tardó poco a experimentar cuando ya estaban a vista de<br />

Portsmouth.<br />

El viento era fresco y tirado, rizando el mar sin alterarlo, y el navío iba a toda vela.<br />

Eusebio estaba en pie esperando de un instante a otro poder entrar en el puerto, pareciéndole<br />

que podía tocarle con la mano; pero <strong>com</strong>o tales perspectivas, sobre llano sin estorbos,<br />

engañan la vista, cansado de esperar en pie, se sienta sobre el borde de la embarcación<br />

tendiendo una pierna. Cansado de esta postura y embobado con los edificios de la primera<br />

ciudad que descubría, quiere tender la otra pierna para contemplarlos más a su placer; pero<br />

perdiendo con el impulso de levantarla el equilibrio, y no pudiéndose reparar con las manos,<br />

dio consigo en el mar.


El piloto, que lo vio caer, <strong>com</strong>ienza a gritar desaforadamente: ¡Amaina, amaina!<br />

¡Pasajero al agua, pasajero al agua! El espanto, el sobresalto y la confusión, se apoderan de<br />

todos. El capitán, al oír los gritos del piloto, sale asustado para informarse del caso. Hardyl<br />

sale también tras él, medio muerto, temiéndose el mal que sospechaba, buscando con los ojos<br />

y con toda el alma a Eusebio. ¡Eusebio, Eusebio! Mas Eusebio no le responde. No viéndolo, y<br />

cerciorado que era él el que había caído, corre a la popa para ver si lo descubría. Gil Altano,<br />

que dormía bien descuidado del caso, despierta conmovido de los gritos y de la confusión, y<br />

oyendo que su amo había caído al mar, despojábase con furia de la chupa y zapatos, y arrójase<br />

tras él en el mar para socorrerlo.<br />

Otros marineros subían a plegar las velas para torcer la embarcación. El capitán echaba al<br />

agua las pipas vacías que le venían a la mano. Mientras Hardyl y Taydor se esforzaban en<br />

precipitar al mar una media entena que allí sobre la popa estaba, trepaba entre tanto Altano<br />

por las olas con ardiente esfuerzo en busca de su señor don Eusebio, lisonjeándose ser otra<br />

vez su libertador; pero <strong>com</strong>o el bastimento iba viento en popa y a todo trapo, hizo mucho<br />

camino antes que pudiese torcerlo el piloto para contener su curso.<br />

Eusebio no se descubría. Hardyl, desamparado de su filosofía, no resiste a su sentimiento<br />

natural, ni puede contener sus lágrimas. No quedándoles ya quehacer a ninguno, estaban<br />

atónitos en su triste y silencioso espanto; ocurrióle sólo al enajenado capitán mandar echar el<br />

batel al agua, cuando un grumete dijo desde lo alto que los veía venir a nado. Manda con todo<br />

el capitán proseguir la maniobra de echar el esquife y, lanzado ya al agua, métese en él,<br />

siguiéndole el agitado Hardyl, haciéndose bogar de dos marineros hacia Altano y Eusebio que<br />

se iban llegando a nado. Hardyl, impaciente, afanado y gozoso al mismo tiempo, llamaba a su<br />

Eusebio tendiéndole el brazo para que se asiese de su mano.<br />

Llega finalmente Eusebio y ayudado entra, aunque con fatiga, en el esquife; Hardyl se<br />

abraza con él sin reparar en su mojado vestido sin poder proferir palabra, hasta que diciéndole<br />

Eusebio: Aquí estoy, no me perdí. Os recobré, hijo mío, le dice Hardyl. Esto os sirva de<br />

recuerdo para otras ocasiones, pues no debemos menor circunspección a los otros que a<br />

nosotros mismos. El capitán lo reprendía por su poca consideración, y Altano, que dentro ya<br />

del esquife estaba atereciendo de frío <strong>com</strong>o Eusebio, le dijo: Puede dar mi señor don Eusebio<br />

gracias al cielo que supo nadar, porque si no, vive Dios, que lo sacara del hondo del abismo.<br />

Ayudándolos a subir al bastimento, recibió Eusebio los parabienes de los alegres marineros y<br />

de Taydor, que con lágrimas le besó la mano.<br />

Eusebio, después de haberse mudado de ropa, entregó dos guineas a Gil Altano por<br />

prueba de su reconocimiento a tan grande fidelidad; y aunque no las quería recibir, le obligó a<br />

que las tomase, queriendo Eusebio dejar satisfecha su gratitud. Esta desgracia sirvió para que<br />

probasen mayor gozo, viéndose entrar todos en Portsmouth; de donde pasaron a Douvres<br />

sobre un yach que estaba para hacer vela.<br />

Un nuevo mundo parecía que se presentaba a los ojos de Eusebio; hombres de diversa<br />

especie que aquellos que dejó en la Pensilvania. El boato, la confusión, la ostentación, el lujo<br />

en el trato, traje y porte de los moradores y forasteros, le hacían mucha impresión,<br />

cotejándolos con la quietud, circunspección y modestia de los cuáqueros, entre quienes había<br />

pasado su vida. Hardyl, que siempre le a<strong>com</strong>pañaba, le hacía notar esta diferencia y todo lo<br />

que podía contribuir para que su alma no se disipase con la primera impresión de los objetos<br />

opuestos que recibían sus ojos, pudiéndole enajenar el corazón. A este fin también antes de<br />

dejar a Douvres para <strong>com</strong>enzar su viaje a Londres, le habló Hardyl de esta manera:<br />

Hasta ahora, Eusebio, no supisteis lo que era el mundo. Varias veces os hablé sobre la<br />

malicia, los engaños y las perversas pasiones de los hombres, sobre los riesgos y los


accidentes temibles que ocurren con su trato; mas éstas os parecerán vanas especulaciones<br />

mirándolas desde lejos. En el lance veréis que no hay elocuencia que las pueda precaver.<br />

Sirven con todo algunas veces de lección para ser cautos; pero veréis cuánto más os enseñará<br />

la experiencia. Ésta es la gran maestra del mundo, por cuya enseñanza debéis pasar. Basta que<br />

os sepáis aprovechar de ella, pues no todos saben hacerlo, aunque reciban en sí mismos sus<br />

más funestas lecciones.<br />

Yo procuraré infundiros buenas máximas y sentimientos, y aún puedo lisonjearme de<br />

haberos puesto en el camino de la virtud; mas dejé de ser pedagogo y vos discípulo. En<br />

adelante os seré <strong>com</strong>o amigo y padre, si así lo queréis; y <strong>com</strong>o tal, me atreveré a daros buenos<br />

consejos si los necesitáis, y si me los pedís. Aprendisteis conmigo a congeniar con un pobre<br />

estado y condición. Ésta es la primera escuela de la sabiduría, pero <strong>com</strong>o la fortuna os dio<br />

medios prestados para poder llevar una vida holgada sin los apremios de la necesidad, es justo<br />

que sepáis usar de ellos y que <strong>com</strong>encéis a ser virtuoso en la riqueza, <strong>com</strong>o aprendisteis a<br />

serlo en la pobreza de mi tienda.<br />

El estado pobre es sólo penoso y aborrecible al que lo coteja con el rico, seducido de su<br />

holgura y vanidad. Un eskimés, un hurón sin bienes, sin utensilios y sin casa no echa de<br />

menos ni las exquisitas <strong>com</strong>odidades de un europeo, ni el oro con que éste se las procura.<br />

Ninguno se reputa infeliz sino por cotejo; tal origen tienen las quejas del pobre en sus<br />

necesidades. ¿Pero quién duda que la pobreza es la mejor maestra de la virtud?. Ella,<br />

humillando la presunción del hombre y atando su ambición al cepo de la necesidad, pone mil<br />

obstáculos a las otras pasiones, las cuales se encogen y contienen forzosamente en los<br />

estrechos límites de la miseria.<br />

La riqueza y la fortuna, al contrario, allanando los más arduos caminos a los ciegos<br />

deseos y caprichos de los hombres, fomentan su codicia y altanería, halagan su vanidad y<br />

provocan todas sus siniestras inclinaciones. ¿Cómo es posible que éstas quieran obedecer al<br />

freno de la virtud que las contiene en su ardor o que las guía por el opuesto camino al que<br />

debían seguir? Es forzoso que el hombre se acostumbre desde niño a llevar el yugo de la<br />

virtud, si no quiere que se le haga con el tiempo intolerable. Conviene que le ejercite en la<br />

escuela de la virtud, en humillar sus pasiones, pues voluntariamente jamás lo hará; mucho<br />

menos, retrayendo la <strong>com</strong>odidad y la riqueza que no sufren ningún freno y ninguna sujeción.<br />

Por lo tanto permitidme, Eusebio, que os acuerde todo vuestro pasado estudio, pues para<br />

ahora más que para entonces lo hicisteis. Vas a entrar dueño de vos mismo en un nuevo teatro<br />

que no conocéis, y entráis en él para no conocerlo. El hombre nació para la sociedad, no para<br />

sí solo; aunque esto le fuera tal vez mejor. Pero ahora no tratamos de hacer el mejor mundo<br />

posible, sino de vivir del mejor modo que podamos en el que nos colocó la Providencia.<br />

Mejor norte, para caminar sin riesgo y sin temor por entre sus continuos peligros y<br />

precipicios, no podéis tener, que la virtud. Ésta se ha de ver puesta a prueba de mil funestos<br />

alicientes con que querrán seducirla el mal ejemplo, el mundo, la vanidad y ambición de los<br />

hombres, a despecho de todos los documentos y máximas de la filosofía moral y de todos los<br />

consejos de la sabiduría, entre los cuales quisiera que ahora grabarais en vuestra memoria<br />

aquel que debieran esculpir en letras de oro los grandes en la frente de sus casas y palacios.<br />

Bene ferre magnam<br />

Disce fortunam


¿Pero quién cree que necesita de aprender a vivir en la riqueza? Una gran fortuna es un<br />

peso con que todos quieren cargar y que pocos saben llevar; por esto veréis a tantos que dan<br />

con la carga en el suelo y a otros gemir y congojarse por sustentarla, y a ninguno que se exima<br />

de los cuidados, solicitudes y desvelos que le acarrea, ni de los peligros a que le induce, si no<br />

lo alumbra y le da fuerzas la virtud.<br />

Ésta os dice: en vos está, Eusebio, el ponderar lo que debe acarrear mayor bien; si la<br />

sublime satisfacción y tranquilidad santa de vuestro interior, sobreponiéndose a los desvaríos<br />

y locos deseos que fomentan la riqueza en el hombre, allegando sus protervas inclinaciones, o<br />

bien si la inquietud, la desazón y desasosiego que le causan corrompiendo su espíritu y<br />

avasallándolo a sus desvanecidos antojos, o a los siniestros modos de obrar y de pensar del<br />

mundo y de su vanidad.<br />

Pues si vos mismo no os llegáis a persuadir de este sólido y sincero bien de la sabiduría<br />

por más que os esté siempre al lado y os importune con repetidos consejos, probaréis la<br />

rebeldía de vuestras malas inclinaciones en el interior, en donde sólo puede dominar y triunfar<br />

la virtud, no la violencia exterior. Por esto me lisonjeo, Eusebio, que no haréis que haya yo<br />

perdido tantos años de esmeros y de amorosos cuidados, y que no se desmienta jamás vuestro<br />

aprovechamiento.<br />

Os lo digo esto, no porque crea que necesitáis de tales consejos, sino porque quiero que<br />

quede más satisfecho mi amor y mi confianza.<br />

Ahora bien, <strong>com</strong>o debemos hacer el viaje a Londres, no a pie, sino en coche, ya que<br />

tenéis medios para ello, será mejor que os proveáis de un coche cómodo aquí en Douvres, que<br />

no que estemos atenidos a los de las postas, que suelen ser siempre malos y expuestos a mil<br />

engorros. Altano os es fiel, pero no siendo práctico en los caminos y posadas, podéis dar a<br />

Taydor el encargo de los gastos.<br />

Trataban de esto al tiempo que Altano entraba diciendo a Eusebio: Si vmd. quisiere<br />

<strong>com</strong>prar caballos para el viaje, acaban de llegar cuatro al mesón, que no hay más que pedir.<br />

Son de un coronel que viene a embarcarse para la América. Eusebio pide consejo a Hardyl;<br />

éste le dice que le parecía buena la ocasión y que sería bien se aprovechase de ella. Dicho esto<br />

van a ver los caballos. Eran todos cuatro overos, rabones y fuertes, sin discrepar de un pelo.<br />

Eusebio los ve, le parecen bien, y no hay precio que le parezca excesivo en su estimación.<br />

Era el camarero del coronel el que tenía el encargo de venderlos. Éste, midiendo a<br />

Eusebio de arriba abajo de una mirada, conoce que es tordo nuevo que tenía el pico por<br />

embeber, y <strong>com</strong>ienza a cebarle las ganas con mil adulaciones. Teniéndolo a tiro, le pide otro<br />

tanto precio del que valían. Hardyl estaba presente, pero callaba, esperando que Eusebio le<br />

pidiese su parecer. Eusebio, enajenado de la <strong>com</strong>placencia de verse dueño de cuatro caballos<br />

que le parecían dados de barato por aquel precio, después de haberlos palpado y acariciado a<br />

su satisfacción, dijo al camarero que lo siguiese, sin decir nada a Hardyl, determinado a darle<br />

el precio que le pidió. No dudando Hardyl que quisiese entregar el dinero sin regatear la<br />

<strong>com</strong>pra, iba buscando medios para impedirla, antes que Eusebio echase mano del bolsillo. No<br />

halló otro mejor que preguntar al camarero si su amo tenía también coche y si quería<br />

deshacerse de él. No sé, señor, le responde; pero si queréis, iré a informarme si lo quiere<br />

también vender. Id, pues, le dice Hardyl, esperaremos en nuestro cuarto la respuesta.<br />

Partido el camarero, Hardyl, que había conseguido su intento, pregunta a Eusebio si<br />

había resuelto dar el precio que le habían pedido por los caballos. Voy a contarlo, le responde<br />

Eusebio; me agradan sobremanera. Al primer vuelo vais a dar en el lazo, le dijo Hardyl. Cómo<br />

así, le replica Eusebio, ¿no habéis oído lo que dijo, que no los diera el coronel por ese precio


si no se viese precisado a embarcarse para la América? Lo oí, Eusebio, lo oí; ese es el cebo<br />

que os han puesto, pero sabed que los caballos no valen la mitad; si queréis salir de ese<br />

engaño dejádmelos ajustar a mí. Hacedlo, no tengo dificultad, respondió Eusebio.<br />

Tocan a la puerta. Era cabalmente el mismo coronel que venía a verse con ellos para<br />

tratar de la venta del coche y de los caballos. Pide por ellos el mismo precio que les había<br />

pedido su camarero prevenido de él sobre ello; y por el coche un precio harto moderado.<br />

Hardyl, encargado ya del contrato, le dice haber tenido ocasión de <strong>com</strong>prar caballos en<br />

Inglaterra, y mejores que los suyos, por precio muy inferior; haciéndole ver también que no<br />

tenían necesidad de cargar con tal <strong>com</strong>pra, pudiendo servirse sin tantos embarazos de los<br />

caballos de las postas; y así le rogó no llevase a mal si le ofrecía la mitad del precio que le<br />

pedía, pareciéndole ser el justo y que a ambas partes podía cuadrar muy bien.<br />

El coronel, que lisonjeado de su camarero no esperaba tal rebaja, pensó hacerles la<br />

forzosa tomando la puerta. Eusebio, viendo desaparecer el coronel, se deja vencer de la<br />

pesadumbre y se arrepiente de haber encargado a Hardyl el contrato; y aunque nada le decía,<br />

su mismo silencio descubría su tristeza. Hardyl se la conoce y tomando motivo de ella para<br />

hacerle volver sobre sí, sin valerse de los consejos que entonces fueran inútiles e importunos,<br />

echa la cosa a bulla diciendo: Apostaría, Eusebio, que valen más esos caballos que la hermosa<br />

trenza de Leocadia. ¿Que la trenza de Leocadia?, pregunta Eusebio tocado en lo vivo con un<br />

dicho tan impensado.<br />

Sí, que la trenza de Leocadia, replica Hardyl; porque demos el caso que sobreviniese a<br />

Leocadia una enfermedad que le hiciese perder (<strong>com</strong>o acontece muchas veces) su hermoso<br />

pelo; ¿vuestro sentimiento fuera por ventura entonces tan grande, cuanto el que tenéis ahora<br />

por no haber <strong>com</strong>prado con tanto desacierto esos caballos? Eusebio no sabe qué responderle.<br />

Hardyl continúa: Ved cuán presto os dejaste enajenar de vuestros vanos deseos. Creéis que la<br />

moderación sea una cosa imaginaria y sólo aplicable a los ejercicios de la niñez.<br />

El mundo os pondrá a cada paso en mil lances semejantes, y si no estáis sobre vos, os<br />

dará mil motivos de arrepentimiento. Bueno es que no pongamos sobrada afición en el dinero;<br />

pero no por eso se debe despreciar. Si hoy sois rico, mañana os podéis ver pobre; entre la<br />

profusión y la avaricia, encamina la moderación al sabio; y si alguna vez debe ser sobrado<br />

liberal, se vale de la mano de la <strong>com</strong>pasión y de la misericordia para socorrer al desdichado.<br />

Para que tales consejos fuesen más provechosos a Eusebio y sacase mayor desengaño de<br />

su desacertada facilidad, vino muy a propósito la vuelta del coronel, ofreciéndoles coche y<br />

caballos por la tercera parte menos del precio que les había pedido. Pero hallando firme a<br />

Hardyl en su rebaja, hubo de convenirse con ella y rematar la venta. Bien que les suplicó que<br />

si habían de servirse de cocheros tomasen los que él había traído consigo y que le habían<br />

servido fielmente, pues sentiría haberlos de dejar en la calle. Hardyl le dijo que no tendría<br />

dificultad puesto que fuesen hombres fieles. Asegurándoselo el coronel, después de haber<br />

recibido de ellos protestas de fidelidad, los admitió para que sirviesen a Eusebio.<br />

Éste, que no hubiera cabido en sí mismo de contento si hubiese <strong>com</strong>prado los caballos<br />

por el primer precio, al verse dueño de ellos y del coche por la mitad menos, sentía contenida<br />

su <strong>com</strong>placencia del desengaño y de las reflexiones de Hardyl, sirviéndole al mismo tiempo<br />

de recuerdo y de moderación para contener su vana jovialidad en adelante. Los hechos<br />

confirmaban sólo los consejos de palabra. Entregado pues el dinero al coronel y recibido el<br />

albalá de pago, dispusieron las cosas necesarias para su ida a Londres. El coche era cómodo;<br />

los caballos lozanos, fuertes, andadores y briosos. Eusebio, al verse tirado de ellos y caminar<br />

con tal tren, no podía impedir que no le a<strong>com</strong>etiesen algunos asomos de vanidad, aunque se<br />

esforzaba en sacudirlos cuando lo advertía.


Antes de salir de Douvres, Hardyl sin decir nada a Eusebio <strong>com</strong>pró las epístolas de<br />

Séneca y apenas hubieron salido de la ciudad, saca el librito de la faltriquera y se pone a leerlo<br />

permitiéndolo el camino llano y buen movimiento del coche. Eusebio, curioso, le dice: ¿qué<br />

libretín es ése? Jamás os lo he visto. Pues qué pensáis, le dice Hardyl, ¿que sólo atiendo a<br />

<strong>com</strong>pras de caballos? A buen seguro que no dé yo por ellos este librito viejo <strong>com</strong>o lo veis y<br />

roído de la polilla. ¿Pues qué es?, le dice Eusebio, alargando la mano, ¿qué es? Dejádmelo<br />

ver.<br />

Hardyl, que se lo quería hacer desear, retrayendo la suya, le dice: Dejadme acabar esta<br />

epístola y os le daré luego. Eusebio espera; recibiendo luego el libro que Hardyl le daba<br />

cerrado, ábrelo con ansia, ve lo que era y exclama con júbilo inocente: ¡Oh Séneca, Séneca!<br />

¡Cuántas ganas tenía yo de leerlo! Ahí lo tenéis pues; hay paja, no hay duda, pero ella esconde<br />

más granos de oro que lo que muchos piensan. Leedlo con reflexión y con el tiempo me daréis<br />

más gracias por él que por los caballos.<br />

Podía Hardyl decir claramente a Eusebio que había <strong>com</strong>prado aquel libro para que le<br />

conservase sus buenos sentimientos, <strong>com</strong>o lo hubiera podido hacer en tiempo de su primera<br />

mocedad; pero tenía sobrada prudencia y discreción para no usar del mismo modo con un<br />

joven que, aunque dócil y bien inclinado, conocía muy bien no ser ya discípulo ni<br />

dependiente, sino dueño de sí mismo y de sus acciones; y por lo mismo, más delicado de<br />

manejar en las circunstancias en que se hallaba, en las cuales, todos los objetos halagaban y<br />

encendían sus pasiones con la novedad, contra la cual de nada aprovecha el consejo, si echa<br />

de ver un joven que procede de un pedante magisterio.<br />

De mejor modo, ni a tiempo más oportuno, no pudo Hardyl ponerle en las manos un<br />

freno más suave contra los alicientes de las pasiones, ni más blando y eficaz remedio contra la<br />

desgracia que les había de suceder. Eusebio se empeñaba en la lectura de las epístolas de<br />

Séneca, embebiendo insensiblemente sus máximas. Pero a pesar de todos los buenos y fuertes<br />

sentimientos que le avivaba la lectura, sentía a<strong>com</strong>etido su corazón de los asomos de la<br />

vanidad, especialmente cuando entraba y salía por las villas y ciudades por donde pasaban.<br />

Llegaron a ser tan vivas aquellas impresiones vanas que al salir de Cantorberi no pudo<br />

dejar de decir a Hardyl: No sé lo que es, que luego que entro o salgo en coche por los lugares<br />

poblados y de concurso, parece que me lleno de un aire de engreimiento que no puedo<br />

contener aunque me esfuerzo en sacudirlo; y esta interior jactancia, pues no acierto a darle<br />

otro nombre, parece que se aumenta al paso que es mayor el número de gente que me mira.<br />

¿Qué os mira? preguntó Hardyl. A la verdad, la vista ajena es el alma de nuestra presunción.<br />

Ninguno presume de sí a solas; nada extraño esa jactancia, <strong>com</strong>o decís muy bien, pues no es<br />

otra la causa de esa vana <strong>com</strong>placencia que sentís. ¿Creéis acaso, Eusebio, que os mire ir en<br />

coche con tanta admiración la gente con cuanta visteis que atendía en la plaza de Douvres al<br />

que hacía los juegos de manos? Pero el hombre, ¿de qué no se ensoberbece? Nada menos<br />

desvanecido anda el villano con su sayo nuevo, gallardeándose sobre un avispado jumento,<br />

que un lord galoneado sobre un ardiente potro enjaezado de oro. ¡Mísera humanidad! Cuando<br />

lleguemos a Londres, podréis cotejar vuestro coche y caballos con los de aquellos señores, y<br />

entonces tendréis motivo para rebajar un poco de vuestra presunción, pues ésta es el origen<br />

del mal, <strong>com</strong>o os dije.<br />

Sin que lo echéis de ver, os imagináis que los que os ven tendrán en algo viéndoos en<br />

coche, porque os creerán rico y noble. ¿No os parece que es este un lindo motivo para<br />

ensorberbecerse y presumir el hombre de sí? Como si a la gente se le diera mucho que un tal<br />

de tal vaya en pies ajenos. Pero tal es la vanidad; prueba que estimáis todavía el ser tenido en<br />

algo de los otros. Bien veo que el adquirir esta sublime indiferencia del aprecio o desprecio de<br />

los hombres, es el más arduo de la filosofía moral, ni el hombre lo puede conseguir


enteramente, hasta que con el tiempo y a fuerza de domar con el desprecio sus vanas<br />

imaginaciones, no se sobrepone a estas niñerías, que aunque tales, son poderosas para<br />

sojuzgar su corazón.<br />

Para cortar de raíz esta interior jactancia que sentís, se me ofrece un medio que creo sería<br />

bastante eficaz, aunque no sé si tendréis ánimo para ponerlo en ejecución. ¿No tendré ánimo?,<br />

dijo Eusebio. Proponedlo, y veréis si soy capaz de ejecutarlo. En hora buena, respondió<br />

Hardyl. El medio es que media legua antes de llegar a las ciudades por donde debemos pasar,<br />

bajemos del coche y entremos en ellas a pie enviando el coche adelante. En él van Altano y<br />

Taydor, a quienes lo podemos fiar descansadamente, puesto que no tengamos igual confianza<br />

de los cocheros.<br />

¿Y no es más que esto lo que me proponéis? Nada más. Dadlo, pues, por hecho. Esta<br />

misma mañana quiero ponerlo en ejecución antes de llegar a Cottimbourg, a donde vamos a<br />

<strong>com</strong>er. Dicho esto, se asoma a la portezuela y encarga a Taydor que avise al cochero para que<br />

media legua antes de llegar a la ciudad, se pare. Hardyl se <strong>com</strong>place de la determinación de<br />

Eusebio y éste <strong>com</strong>enzó a probar el gozo que le había de causar el ver puesta en práctica su<br />

resolución.<br />

Hardyl continuaba su conversación sobre la vanidad, tachando de bajos y pueriles todos<br />

sus sentimientos, pues avasallaban al hombre, haciéndolo depender de la ajena opinión.<br />

Ensalzaba, al contrario, el alma que se levantaba sobre tales bajezas y hacíale ver la noble<br />

superioridad que adquiría el ánimo de la persona que disfrutaba de la <strong>com</strong>odidad del coche, y<br />

de todas las otras inventadas de la industria y de la riqueza, desdeñando de sacar de ellas<br />

motivo de engreírse, porque la fortuna le concedía usar de tales medios, que negaba a otros<br />

por opuesto capricho y <strong>com</strong>binación.<br />

Con estos discursos entretenían el ocio del camino, hasta que llegaron al lugar en que<br />

había avisado Eusebio que parase el coche; donde desmontados, dan orden vaya a parar al<br />

Mesón del Sombrero Verde. Hardyl y Eusebio lo seguían a pie. El día era bello y claro; el<br />

céfiro <strong>com</strong>enzaba a avivar con su templado aliento los despuntados verdores de los árboles y<br />

campos; el ruiseñor celebraba con sus dulces y requebrados trinos la venida de la primavera.<br />

Las vacadas esparcidas por los verdes prados, el eco de sus mugidos, los pastores que las<br />

guardaban apoyados en sus cayados, y el silbido del que llamaba al descarriado novillo, eran<br />

objetos hechiceros para el alma de Eusebio, el cual con aquel acto de vencimiento de su<br />

vanidad, percibía más dulce satisfacción con tan alegre vista, disfrutándola mejor a pie que<br />

encarcelado en el coche, proponiendo continuar aquel ejercicio, ya no tanto por sacudir los<br />

sentimientos de presunción, cuanto por percibir aquella pura <strong>com</strong>placencia.<br />

Hardyl, mucho más alborozado que Eusebio, no sólo porque gustaba de caminar a pie,<br />

sino también por ver puesta en práctica su resolución, le decía: Si encontrásemos ahora alguno<br />

de esos señores que creen ser algo en la tierra, porque pueden alimentar animales que les<br />

ahorren el caminar a pie, echarían sobre nosotros, <strong>com</strong>o suelen, una mirada desdeñosa; o bien<br />

si fueran <strong>com</strong>pasivos, ignorando que tenemos coche y caballos a nuestra disposición, se<br />

apiadarían en su interior de nuestro estado infeliz. ¿Mas os parece, Eusebio, que podamos<br />

merecer su <strong>com</strong>pasión? A buen seguro, dijo Eusebio, que no prueban ellos el dulce alborozo<br />

del alma que yo siento, mil veces preferible a la impresión que hacía en mi pecho el inspirado<br />

engreimiento de la vanidad cuando me a<strong>com</strong>etía en el coche.<br />

Dicho esto, alcanzan un viejo pastor que iba también a pie, a quien Hardyl y Eusebio<br />

saludaron afectuosamente. Él, con la risa en la boca, les vuelve el saludo, preguntándoles si<br />

eran cuáqueros. Aunque lo parecemos, dijo Hardyl, no lo somos; bien sí venimos de la<br />

Pensilvania. ¡Buena gente!, exclamó el viejo, ¡buena gente! Me acuerdo todavía del origen de


esa secta. Si todas las que fueron naciendo en Inglaterra hubieran tenido el mismo espíritu, a<br />

buen seguro que no hubiera sido este país el más sangriento teatro del furioso fanatismo;<br />

porque, ¿de qué horrores no fui testigo?<br />

¿Conocisteis pues, a Jorge Fox?, le pregunta Hardyl. No sólo lo conocí, dijo el viejo, sino<br />

que también lo oí predicar, siendo yo muchachuelo, en la plaza de la ciudad de Lancastro. Iba<br />

vestido con una media casaca de vaqueta y la cabeza cubierta de un ruin sombrero que no se<br />

quitaba a ninguno. Vi también atormentar en Londres a otros cuáqueros, sus discípulos,<br />

perseguidos de Cromwell, y os aseguro que era espectáculo digno de admiración la paciencia<br />

y constancia con que sufrían todo género de injurias y malos tratamientos, aunque después<br />

Cromwell, cuando le pareció que le podía traer cuenta, los favoreció.<br />

¿También conocisteis a Cromwell?, preguntó Eusebio. ¡Y cómo si le conocí! ¿Y os<br />

hallabais por ventura en Londres (volvió a preguntar Eusebio) cuando cortaron la cabeza a<br />

Carlos primero? Me hallaba entonces en Londres; llevóme en brazos mi madre a la plaza de<br />

Whitehall, en donde se la cortaron. Mi padre sirvió al parlamento, bajo el lord Fairfax, y<br />

murió en la batalla de Marston, que decidió de la suerte de ese infeliz rey. Me hicieron servir<br />

después de grumete en la marina; y halléme en la expedición en que Venables y Penn se<br />

apoderaron de la Jamaica.<br />

Mas a lo que entiendo, dijo Hardyl, esa fue una injusta usurpación que hizo Cromwell a<br />

la España sin haberle declarado la guerra. Yo no me entiendo de eso, respondió el viejo, ni<br />

quise saber más de marina luego que volvimos a Inglaterra. Mi genio era aficionado al campo;<br />

y habiéndoseme proporcionado servir de zaga a un rico labrador en las cercanías de<br />

Cantorberi, me asenté a su soldada, y en ese ejercicio me mantengo. ¿Vivís, pues, contento en<br />

él?, dijo Eusebio. Os diré, respondió el viejo. Cuando estoy entre mis vacas, no me acuerdo<br />

que haya otro mundo; y las veces que voy a la ciudad a vender mi esquilmo, a otro no atiendo<br />

que a mi ganancia. Sucedíame algunas veces en los principios, cuando pasaba por algunas<br />

casas grandes de Londres, pararme a contemplar aquellos magníficos edificios, diciendo a mí<br />

mismo: ¡Ah! ¡El mundo se hizo para los ricos, y no para los pobres infelices <strong>com</strong>o yo!<br />

Así andaba yo engañado, quejándome de la fortuna porque no me hizo nacer lord, <strong>com</strong>o<br />

lo hubiera podido hacer pues de una misma harina se hacen tantas especies de panes; pero un<br />

día después de haber vendido mis quesos, volviendo a mis vacas, al pasar por la casa del<br />

marqués S... me dio la gana de entrar en el patio a contemplar una estatua que desde la calle<br />

descubría, cuando oigo de repente un gran alboroto de gritos y lamentos de mujeres y<br />

hombres que me asustó; y viendo bajar y subir algunos lacayos consternados, impelido de la<br />

curiosidad, me acerco a un lacayo viejo que bajaba la escalera llorando y le pregunto la causa<br />

de su aflicción.<br />

Él me responde que habían encontrado a su amo muerto habiéndose cortado él mismo la<br />

garganta con una navaja. ¿Cómo?, dije yo entonces; ¿el señor más rico de Cantorberi se da la<br />

muerte, pudiendo satisfacer a todos sus deseos y caprichos, respetado de todo el mundo en el<br />

seno de la grandeza, y de todas <strong>com</strong>odidades? Éstas, pues, deben hacer más sensibles los<br />

males, pues jamás oí que ningún labrador ni pastor se quitase la vida. Volvamos a nuestras<br />

vacas.<br />

Esto me bastó para tomar cuenta a mis deseos y para volver más que de paso a mi<br />

alquería, y tan desengañado, que desde entonces jamás me volvieron las ganas de envidiar la<br />

suerte a ninguno. Pero a lo que veo, ¿vosotros os encamináis a Cotrinbourg? Allá vamos, dijo<br />

Hardyl. Buen viaje, pues, dijo el viejo, que yo me voy por esta senda. Eusebio y Hardyl<br />

prosiguieron su camino, entreteniéndose sobre el viejo y sobre las noticias que les había dado,<br />

hasta que llegaron al mesón, donde hacía rato que Altano y Taydor los estaban esperando.


De allí pasaron a Rochester, bajando de la misma manera, media legua antes de llegar a<br />

la ciudad, dando Eusebio a los cocheros el nombre del mesón a donde habían de parar,<br />

llevándolo escrito en un libro de memoria. Hicieron lo mismo antes de llegar a Dartford,<br />

<strong>com</strong>placiéndose Eusebio de hacer aquellos cortos tramos a pie antes de llegar a las ciudades.<br />

Su alma <strong>com</strong>enzaba a revestirse de los nobles y superiores sentimientos que le infundía el<br />

desprecio con que miraba su pasada vanidad, especialmente cuando entraba a pie en las<br />

ciudades; contribuyendo para ello las reflexiones y máximas de Hardyl, <strong>com</strong>o también la<br />

lectura de Séneca, solos confortativos que le habían de quedar en la desgracia que<br />

<strong>com</strong>enzaron a probar luego que llegaron a Dartford.<br />

Entraron en ella más cansados que los otros días en las otras ciudades porque los<br />

cocheros, maquinando de antemano lo que ejecutaron, en vez de pararse media legua antes de<br />

llegar a las ciudades, según el orden que tenían, lo hicieron mucho tiempo antes de llegar a<br />

Dartford, para poder ejecutar más a su salvo la traición que habían maquinado, <strong>com</strong>o lo<br />

hicieron. Hardyl y Eusebio, llegados a la posada y no viendo <strong>com</strong>parecer Altano ni Taydor, ni<br />

menos el coche, preguntan por ellos al mesonero; y oyendo que no había visto tal coche ni<br />

criados, enviaron a preguntar por ellos a los otros mesones de la ciudad, por si acaso hubiesen<br />

ido a parar a alguno de ellos. ¿Cómo podían sospechar ninguna traición de los cocheros,<br />

yendo con ellos Altano y Taydor? Pero la vuelta del mensajero y la respuesta que traía de no<br />

haber llegado tal coche a ninguno de los mesones de la ciudad, <strong>com</strong>enzó a despertar en sus<br />

pechos algunos temores, principalmente en Eusebio, por más que los acallase la confianza que<br />

ponían en sus criados.<br />

Pregunta con todo al pensativo Hardyl qué era lo que debían hacer en tal lance. Hardyl,<br />

vuelto de su enajenamiento, le dice: ¿Cuánto dinero os queda en la faltriquera? No sé, ahora<br />

lo veré. Echa mano a el bolsillo y cuenta hasta veinte guineas. Entonces Hardyl le dice que,<br />

mientras disponían la <strong>com</strong>ida, esperase en el cuarto, entretanto que iba él a informarse por sí<br />

en los mesones, no fiándose de la respuesta del mensajero.<br />

Eusebio, cansado del largo camino, quedando solo y triste en el cuarto, acudió a la<br />

lectura de Séneca, contribuyendo las sospechas de la desgracia, para que hiciesen mayor<br />

impresión en su ánimo las máximas de constancia en los trabajos; metido en la lectura lo halló<br />

Hardyl de vuelta, y sin mostrarle alteración en su tono y semblante, confirmó la respuesta del<br />

mensajero que el coche no había <strong>com</strong>parecido en ningún mesón, lo que causó notable<br />

mudanza en el rostro de Eusebio. Advirtiéndola Hardyl, continuó a decirle: Esto con todo no<br />

nos ha de quitar las ganas de <strong>com</strong>er, pues os aseguro que tengo valiente hambre. Vamos a<br />

ello, Eusebio.<br />

El criado del mesón, que traía la <strong>com</strong>ida, les dice: Ahí hay un caballero que llegó poco<br />

tiempo antes que vmds. y dice que encontró un coche vacío con cuatro caballos media legua<br />

antes de llegar a Dartford, que iba camino de Londres. Sin duda, pues, dijo Hardyl a Eusebio,<br />

que no entendieron bien el orden los cocheros; <strong>com</strong>amos. Y vos entretanto, amigo, dijo al<br />

camarero, haced venir luego una silla de posta con buenos caballos, pues importa que<br />

vayamos pronto. Aunque Eusebio se sosegó algo con esta noticia, sentía revelársele<br />

interiormente la tristeza, contra las máximas de la constancia en las desgracias que la lectura<br />

de Séneca y la presencia de Hardyl le fomentaban. Éste, que conocía al mundo, aunque tenía<br />

casi por cierto el mal alzado de los cocheros, se esmeraba en disimular sus temores con dichos<br />

festivos para disipar la tristeza de Eusebio, sin olvidar el remediar el caso, si se podía, <strong>com</strong>o<br />

lo hizo desde luego haciendo venir la silla de posta.<br />

Estando ésta pronta, luego que acabaron de <strong>com</strong>er, montan en ella; Hardyl hace avivar el<br />

paso al postillón, esperando alcanzar el coche antes de llegar a Londres; pero descubriendo ya<br />

la ciudad, sin haber podido tener noticia de él a cuantos preguntaban, perdió enteramente las


pocas esperanzas que le quedaban. Conservando con todo la misma presencia de ánimo, dijo a<br />

Eusebio: A buen seguro que entremos en Londres sin ningún residuo de vanidad. Eso os lo<br />

aseguro yo también; mas ¿a dónde se habrán ido esos cocheros? Paréceme imposible que<br />

hayan podido hacer tanto camino de una tirada desde Rochester hasta Londres sin reventar los<br />

caballos.<br />

Allá lo veremos, dijo Hardyl. Lo malo es que no sabemos a qué mesón han ido a parar.<br />

Eso lo podremos saber presto en llegando a la ciudad. ¿Presto decís?, vais a ver qué laberinto<br />

es Londres. Entraban en ella, y, aunque la magnificencia de sus edificios y principalmente la<br />

del puente de Westminster y el numeroso concurso de la gente, divagaban un poco las tristes<br />

sospechas de Eusebio, se dejó apoderar de ellas luego que llegó al mesón no viendo ni su<br />

coche ni sus criados, ni habiendo parecido en él. Hardyl, necesitando también entonces de<br />

ponerse sobre sí y de acudir a las reflexiones de moderación sin perderse de ánimo, hízose dar<br />

la nota de los principales mesones de Londres; pero siendo muchos y queriéndolos recorrer<br />

todos en aquel mismo día, se hubo de valer de la posta para ello.<br />

Van, pues, de mesón en mesón, teniendo la advertencia de dejar en cada uno las señas del<br />

coche, caballos y criados. Recorridos todos, volvieron entrada ya la noche al primero en<br />

donde pararon, sin saber qué hacerse ni que consejo tomar. Eusebio <strong>com</strong>enzó entonces a<br />

sentir los funestos efectos de tal desgracia; Hardyl, que ya no dudaba de ella, iba pensando en<br />

los expedientes que podía tomar para remediarla, no sufriendo dilación. Túvolo esto<br />

desvelado casi toda la noche, en que resolvió delatar el caso a la justicia, <strong>com</strong>o lo hizo el día<br />

siguiente, yendo en <strong>com</strong>pañía de Eusebio a dar parte del accidente al juez de paz. Vueltos a la<br />

posada, Hardyl, que conocía más que Eusebio la desgraciada situación en que se hallaban, le<br />

habló de esta manera:<br />

Para poder hallar más eficaz remedio y alivio a los males que se temen, conviene,<br />

Eusebio, suponerlos cumplidos. Demos pues el caso que los cocheros, siendo hombres<br />

malvados con deseos de robarnos el coche, caballos y dinero, hayan tomado otro camino,<br />

llevando a Altano y a Taydor a paraje seguro, donde los hayan podido matar impunemente<br />

para robarlos... Mas, ¿qué haremos, dijo entonces el afligido Eusebio, sin dinero y sin cédulas<br />

de cambio, que todo va en los baúles? ¿Cómo qué haremos?, ¿pues qué, os olvidáis por<br />

ventura que la educación que tuvisteis había de servir para sobreponer vuestro ánimo a<br />

cualquiera desgracia que con el tiempo os pudiera a<strong>com</strong>eter? Vednos puestos en el lance.<br />

Yo no digo que el caso sea desesperado; mas suponiéndolo tal, ¿no nos daría ocasión<br />

para que tocásemos con la mano la utilidad de la educación que recibisteis? Bien veo que<br />

cuesta mucho aplicar las buenas máximas a los siniestros accidentes; las pasiones se<br />

exasperan a la vista de la adversidad, que las humilla y amenaza. La virtud misma se altera<br />

viendo el duro ceño de la desventura, mas el ánimo, que se armó de fuertes sentimientos,<br />

¿deberá por eso desfallecer? ¿creéis que el llanto, la tristeza, el abatimiento y la desesperación<br />

os volverán el coche, caballos y baúles, si se perdieron?<br />

Ved, Eusebio, cuánto conviene llevar siempre frescos en la memoria los consejos de<br />

Epicteto sobre la necesidad que tiene el hombre de tener siempre en freno sus deseos, y de<br />

apartar su afición de las cosas de la tierra, que hoy disfruta y mañana puede perder; para no<br />

depender de ellas, ni colocar la dicha en bienes tan inciertos y perecederos, que sin hacer<br />

dichosos a los hombres, que con afición los poseen, los pueden hacer, si los pierden,<br />

sumamente desdichados.<br />

Esto lo sabéis, y me atrevo a decir que estáis persuadido de ello. ¿No me atreveré pues a<br />

esperar que volviendo sobre vos mismo, no os sobrepongáis al sentimiento de esa pérdida, en<br />

caso que la hayáis hecho? De <strong>com</strong>bate necesita la fortaleza para ejercitarse. La virtud sin


prueba, se reduce a sólo especulación que poco o nada cuesta; los hechos solos la<br />

caracterizan. No quiero pretender que no sintáis tal pérdida; hombres somos, y ninguna<br />

flaqueza nos debe parecer ajena de la humanidad. El corazón más esforzado se asusta de<br />

cualquier improviso y violento ademán; pero recobrando luego su valor y entereza, hace<br />

frente a mil muertes, si cara a cara lo embisten.<br />

Ved aquí el caso de la virtud: la suerte pretende amedrentarla y abatirla armando la mano<br />

de la desgracia con el trabajo, con la ignominia, con la necesidad, que la están amenazando;<br />

¿qué mucho que se amedrente y conmueva a primera vista de su impensado y repentino<br />

a<strong>com</strong>etimiento? Pero reflexionando luego sobre sí misma, recobra su entereza, se arma de sus<br />

buenos sentimientos y del escudo de la sabiduría, la cual le hace ver que aquellos bienes que<br />

pierde era cosa prestada de la fortuna, no suya, pues no estaba en su arbitrio el dejarlas de<br />

perder.<br />

Esta reflexión engendra en el ánimo la indiferencia, que nace de la conformidad; y ambas<br />

a dos fomentan en el corazón el desprecio de la cosa perdida; de donde procede<br />

insensiblemente la <strong>com</strong>placencia de la virtud, cuando advierte que puede y sabe pasar sin tales<br />

cosas, las cuales son sólo cargas apetecibles en aparencia a la ambición y a la vanidad, e<br />

indiferentes para la sublime y noble libertad de los sentimientos del alma.<br />

Y si no, decidme: ¿nos son absolutamente necesarios el coche y caballos para caminar; el<br />

dinero y cédulas de cambio para vivir? ¿No nos sabremos servir sin los brazos de Altano y de<br />

Taydor? ¿No llevamos nuestra hacienda en las manos? El oficio de cestero, que nos daba en<br />

Filadelfia una honrada subsistencia, ¿no nos la dará mejor aquí en Londres? Y preguntaréis<br />

ahora afligido, ¿qué deberemos hacer en tales circunstancias, <strong>com</strong>o si el mundo se hubiera<br />

acabado para nosotros? Pecho a la desgracia y manos al remedio. Ved a quién iban dirigidas<br />

las cédulas de cambio.<br />

Eusebio, que llevaba escritos los nombres de los mercaderes a quienes iban dirigidas en<br />

el libro de memoria, lo saca y ve que eran Daniel Black y Oliver Horrison. Este paso, dijo<br />

entonces Hardyl, es necesario. Vamos a vernos con esos mercaderes para prevenirles de la<br />

pérdida de las cédulas y con esta ocasión tentaremos si nos quieren adelantar algún dinero;<br />

cuando no, los juncos serán nuestra libranza.<br />

Van, pues, a verse con los dichos mercaderes, y aunque éstos se les mostraron muy<br />

atentos y <strong>com</strong>pasivos por tal pérdida, la respuesta que dieron fue encogerse de hombros a la<br />

petición del dinero adelantado.<br />

Hardyl esperaba esta respuesta, pero quiso hacer la petición para que Eusebio viese mejor<br />

el desengaño y para que no sintiese tanto la necesidad en que se hallaban de volver al oficio<br />

de cesteros; solo refugio que les quedaba en tan fatales circunstancias, porque ¿a quién apelar<br />

y acudir desconocidos de todo el mundo? ¿Qué empleo tomar para vivir, ni en qué ejercicio<br />

ocuparse, si no era el de la mendicidad?<br />

En esto insistía Hardyl de vuelta al mesón; y llegado a él, hace contar otra vez a Eusebio<br />

el dinero que le quedaba. Viendo que eran once guineas, le dice: No hay pues, Eusebio, por<br />

qué perder tiempo; ni nos queda más que hacer que llevar la virtud por el camino de la<br />

necesidad. Veis que es cosa muy incierta el que se encuentre el coche; y aunque lo halle la<br />

justicia, a quien dimos parte, Dios sabe cuánto tiempo podrá pasar antes que se nos restituya.<br />

Entretanto, si gastamos el dinero galanamente aquí en el mesón, dentro de dos días nos<br />

hallaremos sin un chelín.


Mi parecer es, pues, que nos acojamos a una pobre habitación, donde podamos<br />

proporcionar el gasto a las circunstancias. Con parte del dinero que nos queda, proveámonos<br />

de instrumentos y materiales para poner tienda, en donde podamos ganar con nuestro oficio el<br />

sustento, sin ninguna servil dependencia, hasta que se mude la fortuna. No hay otro remedio,<br />

lo veo; conviene a<strong>com</strong>odarnos a las circunstancias. Hagámoslo, pues, con esfuerzo y sin<br />

abatimiento, dijo Hardyl, y llamando al criado del mesón, le paga todo lo que le pidió por el<br />

alojamiento.<br />

Luego le pregunta si por allí cerca habría algún aposento que alquilar, pues no podían<br />

llevar el gasto del mesón. Sí lo hay, dijo sonriéndose con fisga el criado; aquí cerca<br />

encontraréis una pobre viuda que alquila camas a pordioseros. Nos haréis un singular favor,<br />

dijo Hardyl, si quisieseis enseñarnos esa casa. Quien tiene lengua a Roma va, le respondió con<br />

desdén el criado. ¿Creéis que me hallo tan desocupado que haga también de criado a<br />

mendigos? No está malo eso; y habiendo cobrado ya su dinero, les vuelve la espalda y<br />

desaparece.<br />

¡Oh Eusebio! Tus oídos acostumbrados al halago de los títulos honoríficos que te daban<br />

en los otros mesones, y tus ojos a los profundos y respetosos saludos, ¿cómo llevan ahora la<br />

desdeñosa petulancia del que ni aun se digna de ejercitar contigo un acto de humanidad?<br />

¡Cuán liviana es la pompa y cuán mentirosa! Mira la adulación y <strong>com</strong>ienza a conocer al<br />

hombre en ese insolente criado que te da motivo para conocerlo. Aprende a no engreírte en<br />

mejor estado de las aparentes demostraciones y a desconfiar de la adulación, hija del sórdido<br />

interés y de la codicia que a todo se presta.<br />

Hardyl, sin alterarse por la respuesta del criado, antes bien, haciendo del que no había<br />

reparado en ella, se vuelve a Eusebio y le dice: A buena cuenta no tenemos fardo que llevar a<br />

cuestas; vamos, pues, a buscar esa casa. Eusebio, vuelto en sí del abatimiento en que lo dejó la<br />

respuesta del doméstico, sigue a Hardyl que había tomado la escalera, y al salir del mesón le<br />

dice: Valiente desengaño nos ha dado ese hombre. Ayer nos trataba con respeto y hoy nos<br />

echa con desdén en el rostro nuestra miseria, y nos envía enhoramala. ¿Pues qué esperáis en el<br />

mundo?, respondió Hardyl. Sólo el dinero es el bien venido y el acatado en la tierra.<br />

¿Os hubierais imaginado jamás, Eusebio, en medio de las ansias que padecíais de<br />

<strong>com</strong>prar los caballos y el coche, y del gozo de haberlos <strong>com</strong>prado, que pudierais recibir<br />

dentro de tres días una lección tan acerba? Tales son las lecciones que da el mundo; nosotros<br />

que lo estudiamos, debemos sacar de ellas provecho y no resentimiento, <strong>com</strong>o les sucede a la<br />

mayor parte de los hombres que, irritados de respuestas semejantes, sólo sacan de ellas<br />

desazones y pesadumbres.<br />

Sin insistir más Hardyl sobre esto, iba de puerta en puerta y de tienda en tienda,<br />

preguntando por la casa de la viuda que les había dicho el criado del mesón. Y no sabiendo<br />

ninguno de cuantos preguntaba darle razón, echó de ver que el criado los había querido<br />

engañar. No importa, Eusebio, no importa, le decía; paciencia y esfuerzo, que esto es el<br />

mundo; conocedlo, y aprended a estimar más la virtud, pues ésta sola lo hace todo llevadero,<br />

supliendo a todo lo demás que falta al hombre, o que le quita la desgracia. Continuaba así a<br />

caminar de calle en calle y de puerta en puerta, informándose Hardyl si habría algún cuarto<br />

desalquilado, sudando Eusebio de congojosa vergüenza; hasta que viendo Hardyl una casilla<br />

baja, con encerados rotos en las ventanas, dijo a Eusebio: Me parece, si no me engaño, que<br />

hallaremos aquí aposento, veámoslo. Aunque la ruin puerta estaba medio abierta, tocó a ella<br />

con la mano por faltarle aldaba; y oyendo que respondían de dentro, entraron.<br />

Sale a la puerta de la cocina, que estaba al mismo piso, una mujer anciana, armada de su<br />

rueca, y les pregunta qué querían. Hardyl la dice que iba en busca de un cuarto por alquilar, y


que si lo tenía y se lo quería dar, a más del debido agradecimiento, le pagarían el alquiler<br />

adelantado. Eso se entiende, dijo ella. Cuarto lo hay y no lo hay; esto es, tenemos un aposento<br />

vacío, pero dependiente del que habitamos mi marido y yo; debiendo servir de paso para éste.<br />

Pero hay otras dos dificultades: la una, que no tengo cama que daros, y la otra, que no sé si mi<br />

marido tendrá a bien el alquilarlo.<br />

En cuanto a la cama, dijo Hardyl, se puede remediar; y la voluntad de vuestro marido la<br />

podremos saber de él mismo. ¿Está en casa por ventura? Poco puede tardar en venir; si os<br />

queréis sentar entretanto, aquí tenéis sillas. Eran cabalmente dos las que había, y esas no<br />

enteras. Siéntanse con tiento; luego Hardyl pregunta a la vieja qué oficio tenía su marido.<br />

Ésta, habiéndose sentado también en un poyo cerca del hogar, le responde que era zapatero<br />

remendón, pero que ya por su edad no estaba para ello y que se vería necesitado dentro de<br />

poco a pedir limosna y a morir en el seno de la miseria, siendo así que nació noble y en medio<br />

de la riqueza.<br />

Eusebio, que extendía los ojos por las desmesuradas y negras paredes de aquella cocina y<br />

por los rotos cachivaches que yacían en los rincones, oyendo decir a la vieja que su marido<br />

había nacido rico y noble, volvió hacia ella toda su atención, <strong>com</strong>o buscando <strong>com</strong>pañeros en<br />

su desgracia. Hardyl, maravillado también de lo que acababa de decir la vieja, le pregunta la<br />

causa de la mudanza de estado de su marido; y al tiempo que iba a darle razón, se ven<br />

<strong>com</strong>parecer un viejo parándose en la puerta, <strong>com</strong>o sorprendido de ver allí a Eusebio y Hardyl.<br />

Éstos, atentos y prendados del aspecto venerable de aquel anciano, levantáronse de las<br />

sillas para saludarlo. Su mujer le dice entonces que aquellos hombres pedían un cuarto por<br />

alquilar, y que les había dicho las circunstancias del que tenían vacío; y que lo esperaban para<br />

saber su voluntad. La mía es, dijo el buen viejo, de favorecer a quien puedo, y puesto que la<br />

suerte me proporciona en mi miseria esta ocasión de hacerlo, la abrazo de buena gana; mucho<br />

más diciéndome vuestro traje lo que sois; cuáqueros, ¿no es verdad? Llevamos el traje, dijo<br />

Hardyl, mas no lo somos. No importa, tened por vuestro el cuarto que hay en casa, si os<br />

contentáis con él; pero será necesario proveer de cama.<br />

¿Qué es, pues, lo que os debemos dar por el alquiler? dijo Hardyl. Nada, hijos, nada; pues<br />

de cualquier manera pago el alquiler, si me faltase esta posibilidad, contaré entonces con la<br />

vuestra, si la tenéis, y si no, cualquiera lugar será bueno para acabar una vida miserable.<br />

Penetrado estoy de vuestro noble desinterés; por lo mismo, os debo decir que no somos tan<br />

pobres que no podamos adelantar el dinero del alquiler. Bien pues; valdrá más que me prive<br />

de la <strong>com</strong>placencia de usar con vosotros de mi buena voluntad, que no que padezcáis la<br />

vergüenza de aceptarla; me daréis cuatro chelines al mes.<br />

¿Cuatro chelines solos? Vuestra petición realza más la nobleza de vuestro ánimo. Los<br />

daremos, pero sabed que no nos dejamos vencer en generosidad. Dejemos todos esos<br />

cumplimientos; la casa, cual es, ya que no puedo ofrecer otra mejor, reconocedla por vuestra.<br />

¡Ah, la fortuna me privó de todo, de todo; veis al hombre más infeliz de toda la Inglaterra!<br />

¿Cómo es posible, habiendo sido este reino el teatro de los más horribles excesos? Con todo<br />

me dierais razón, si supieseis todas mis desgracias.<br />

Habíase levantado del poyo su mujer para tomarle una pequeña espuerta en que traía un<br />

poco de bacalao, y lo iba a disponer para cocerlo. Hardyl, que sabía los sucesos atroces del<br />

fanatismo y las maldades a que había inducido los ánimos de los ingleses y escoceses, no<br />

dudando que si el viejo no exageraba sus desgracias habían de ser muy grandes, le dijo<br />

movido de curiosidad: Si no fuera por renovaros el sentimiento que os deberá causar la<br />

memoria de vuestras desventuras, os rogaría nos hicieseis la relación de ellas, pues tal vez nos<br />

pudiera ser útil en las circunstancias en que nos hallamos. Aunque es preciso renovar, no hay


duda, mi acerbo dolor con la narración de ellas, tendré a lo menos la dulce <strong>com</strong>placencia de<br />

granjearme vuestra <strong>com</strong>pasión, satisfaciendo a vuestros deseos. Sentaos, os ruego, y oíd, ya<br />

que nos da tiempo la <strong>com</strong>ida; y perdonad si mis lágrimas se anticipan a la relación.<br />

Hardyl y Eusebio se sientan; se sienta también el viejo en el poyo que había dejado su<br />

mujer, preguntándoles si tenían noticia de la batalla de Sedgemoor. ¿No es, dijo Hardyl, la<br />

que perdió el duque de Monmouth? Esa misma, dijo el viejo; y Eusebio que no tenía de ella<br />

noticia, los interrumpe diciendo: Yo no sé qué batalla es esa. Oídla pues, hijo mío, dijo el<br />

viejo, que <strong>com</strong>enzó a decir así: Después que el duque de Monmouth, hijo natural de Carlos<br />

segundo, intentó quitar la vida y la corona a su padre, haciéndose para ello cabeza de una<br />

conjuración que fue descubierta; perdonado con todo de su padre, se ausentó de Inglaterra<br />

hasta que, habiendo fallecido éste y sido coronado su hijo el duque de York, volvió a ella el<br />

duque, esperando atraer gente a su partido para hacerle guerra y quitarle la corona.<br />

Habiendo desembarcado a este fin en el condado de Dorset, <strong>com</strong>enzó a juntársele tanta<br />

gente que, cuando entró en la ciudad de Bridgewater, contaba ya seis mil hombres con los<br />

cuales hubiera podido desbaratar al lord Abermale, que le presentó la batalla. Pero la<br />

obstinación del lord Gray, que seguía su bando y que rehusó darla, dio tiempo al ejército<br />

realista para engrosarse, de modo que cuando vinieron a las manos, fue vencido el duque de<br />

Monmouth; y hecho prisionero, pagó su temeridad con la cabeza, que le cortaron en la plaza<br />

de Londres.<br />

Irritado el rey contra todos los que habían seguido el bando del duque, mandó a Jeffreys<br />

y a Kirke persiguiesen de muerte a los rebeldes, sin perdonar a ninguno, para hacer sentir a<br />

todos el furor de su venganza. Lo primero que hizo el coronel Kirke luego que entró en<br />

Bridgewater, fue mandar ahorcar veintiséis nobles de la ciudad, sin hacer proceso a ninguno;<br />

y pareciéndole ésta poca crueldad, hizo traer bien maniatados delante de su habitación ciento<br />

cincuenta ciudadanos, contra quienes hizo embestir sus soldados con arma blanca, mirándolo<br />

él desde la ventana, sin que pudiesen conmoverlo los gritos y lamentos de aquellos infelices<br />

que veían cortados a pedazos sus cuerpos antes de recibir herida mortal.<br />

¡Ah!, pasemos por encima de otras horribles crueldades que mandó ejecutar ese cruel<br />

tigre, para venir a la que obró conmigo y con mi familia. ¡Cielos! ¡Dadme esfuerzo para<br />

acabarla!<br />

Un hijo y una hija eran los solos frutos que concedió Dios a mi feliz casamiento; pues<br />

pude llamarlo feliz hasta la venida de ese feroz Kirke. Mi hijo había cumplido los veinte años<br />

y mi hija tocaba a los dieciséis de su edad. Todas las alabanzas que pudiera darles parecerían<br />

exageraciones del amor de padre; dejaré, pues, de encarecerlas para no disminuir cosa alguna<br />

del sumo y extraordinario cariño que se profesaban los dos hermanos; pues no creo que haya<br />

habido jamás otros que se hayan amado tanto, <strong>com</strong>o lo echaréis de ver por mi narración.<br />

Antes de darse la infeliz batalla, luego que el duque de Monmouth entró en la ciudad,<br />

temiendo yo que Guillermo, mi hijo, tomase las armas para seguir el partido del duque, se lo<br />

prohibí a instancias de lady Lisle, tía suya, que me disuadió seguir el bando de un joven<br />

temerario e inconsiderado cual era Monmouth. Pero mi hijo Guillermo, atraído de la pompa y<br />

festejo con que fue recibido el duque en Bridgewater, y mucho más de sus promesas, quiso<br />

seguirlo, ocultándonos a todos su determinación y dejándonos sumergidos en llanto luego que<br />

lo supimos; especialmente a Elena su hermana, que estuvo a pique de morir de dolor cuando<br />

nos llegó la nueva de la pérdida de la batalla, temiendo que Guillermo hubiese perecido.<br />

Pero volviendo ella en sí a su inesperada vista, pudiendo escapar sano de la batalla, nos<br />

vimos precisados a esconderlo en casa de su tía lady Lisle, porque siendo mujer de un lord,<br />

creímos que su casa se eximiría de la pesquisa de los realistas. ¡Ah! no fue así, no fue así.


Kirke llegó a saberlo, y no sólo sacó presto a mi hijo de la casa de su tía, sino que también<br />

mandó arrestar a la misma lady y hacerle el proceso por haber dado asilo a un rebelde.<br />

Aunque ella defendió su inocencia y los jueces decidieron en su favor, nada valió para<br />

quien no quería perdonarla. Kirke, a instigación del cruel Jeffreys, resolvió condenarla a<br />

muerte, <strong>com</strong>o lo ejecutó juntamente con mi hijo Guillermo. No pude resistir al dolor de tal<br />

nueva. En la silla donde estaba quedé sin sentidos, presente mi mujer, que no podía<br />

socorrerme sino con gritos y lamentos, a los cuales acudieron los criados. Me llevaron a la<br />

cama, creyendo que hubiese fallecido, pues no daba ninguna señal de vida. Elena, la infeliz y<br />

deplorable hija mía, llegando a saber la causa del mortal dolor de sus padres, que era la<br />

pronunciada sentencia de muerte contra su hermano y tía, después de haber padecido los<br />

violentos efectos del dolor acerbo de tal noticia, siente avivársele una fuerte esperanza de<br />

obtener de Kirke el perdón de su amado hermano, si intercedía por él.<br />

No pudiendo resistir su inocencia a los impulsos del atrevimiento que le daba su afecto,<br />

vino a mi cama a pedirme licencia para ejecutarlo, después que la obtuvo de su enajenada<br />

madre. Pero el mismo estado en que me vio privado de sentidos, encendió más en ella las<br />

ansias de ir a presentarse al inhumano Kirke para implorar la gracia. Vístese de luto<br />

despeinada <strong>com</strong>o estaba y, haciéndose a<strong>com</strong>pañar de una criada, se encamina con intrépido<br />

dolor a la casa de Kirke y, arrojándose a sus pies, dícele ser ella la hermana de Guillermo<br />

Bridway y la sobrina de lady Lisle. Los sollozos no la dejaron proseguir.<br />

Kirke, recibiendo con risa su doliente y humilde postura, le dice: Y bien, ¿qué queréis,<br />

hija mía? Ella, creyendo sin duda que el llamarla hija era efecto de la <strong>com</strong>pasión, sintióse<br />

confortada, y continuó a decirle: ¡Oh señor!, cuanto el nombre de hermana y de sobrina de<br />

esos infelices, no os declarara bastante mis ardientes y respetosos deseos, mi dolor, mi sumo<br />

dolor, sobrado os lo manifestará. No vengo triste e infeliz suplicante a desarmar en favor de<br />

esos reos la justicia; sólo sí a implorar vuestra piedad para que se suspenda hasta que la<br />

confirme el soberano.<br />

La oía y miraba Kirke con risa silenciosa, continuando ella a decir: Conceded, os ruego,<br />

por lo que más amáis en este mundo, el tiempo necesario a mis infelices padres, enajenados<br />

del dolor, para que puedan implorar la demencia del monarca en favor de un hijo a quien,<br />

antes el ardor de una edad inconsiderada que la voluntad de rebelarse, impelió a un exceso<br />

que, aunque digno de castigo, realzará por lo mismo la demencia del ofendido soberano.<br />

Kirke, que en vez de dar atención a la súplica de Elena, devoraba con los ojos sus gracias<br />

y su hermosura, <strong>com</strong>enzó a concebir en su infame pecho deseos de gozarla, bien ajeno de<br />

rendirse a la piedad, que no conocía. Para esto, luego que acabó de decir Elena, mostróle una<br />

floja resolución de ejecutar la sentencia de muerte, para hacerse más de rogar; tomando cruel<br />

<strong>com</strong>placencia de las instancias en que Elena persistía, con tanto mayor ahínco, cuanto era<br />

mayor la flojedad que Kirke manifestaba en la sentencia, sonriéndose, paseando el cuarto y<br />

teniéndola a ella de rodillas con los brazos levantados en acto de implorarlo.<br />

Pero de repente, acercándose a ella, le dice: Esa postura, hija mía, no conviene a tan<br />

grande hermosura; sentaos aquí y trataremos con mayor <strong>com</strong>odidad ese negocio, que a la<br />

verdad es muy delicado; mas, ¿qué no consigue en este mundo una hermosa? Todo, sí, todo.<br />

Vamos, deja de llorar, que el amor no gusta de visajes; dadme acá esa manita digna de un<br />

cetro.<br />

Elena, que a pesar de su inocencia echaba de ver que aquel modo truhanesco e<br />

indecoroso no decía bien con la seriedad que requería su súplica, retrayendo su mano de la de


Kirke, pónese otra vez de rodillas diciendo: ¿Me concedéis, pues, la gracia? ¡Qué<br />

agradecimiento pudiera igualar al mío! ¡Qué no diera por salvarlo!<br />

Veamos, pues, dice Kirke, qué darías. Pero levántate y toma asiento, que el amor que<br />

concibo por tu hermosura no sufre esos humildes acatamientos. Dime, pues, ahora, ¿qué<br />

darías por salvar la vida a ese tu hermano? Si no bastaran los bienes de mi padre, responde<br />

ella, resuelta estoy a ofrecer mi vida por la suya; no me fuera sensible la muerte, si por<br />

salvarle la vida la padeciera.<br />

Aquí Kirke da una carcajada y luego dice: Ve cuán bobilla eres; querer morir por otro,<br />

aunque sea hermano, es lo sumo de la necedad, pues es principio de rematada locura. De<br />

locura, no hay duda. ¿En tan poco tienes ese delicado corte de rostro? ¿Esos dulces y vivos<br />

ojos que forman tan hechicero contraste, siendo negros, con ese cabello rubio, que te hace<br />

parecer más blanca y delicada que la cuajada servida en plato de oro?<br />

Coteja todo esto con el feo espectáculo que darías a la gente, si te mandase ahorcar en<br />

vez de tu hermano. ¿Qué horror no padecerías antes de ser llevada a la horca ignominiosa? Y<br />

cuando te pusieran la áspera soga a ese tu cuello tan delicado, qué agonías, qué mortales<br />

angustias no sentirías al subir la escala, arrastrada sin <strong>com</strong>pasión de la infame mano del<br />

verdugo que te quitaría la vida, quedando tú en el aire, fea, horrible, espantosa... no, no paso<br />

adelante; me siento estremecer de sólo decirlo; yo mismo me horrorizo. ¿Y todo esto quisieras<br />

padecer por salvar la vida a tu hermano? ¡Oh Dios! ¡Oh Dios!, exclamó ella no menos<br />

horrorizada. Pero sin dejarla pasar adelante, añadió Kirke: Ea, pues, no se te pide tanto; por<br />

mucho menos, ¡oh! infinitamente menos, ya se ve, lo podrás librar de la muerte; puesto que<br />

sobre los bienes de tu padre, que me ofreciste, no hay que contar; quedando confiscados por el<br />

rey, <strong>com</strong>o bienes de un rebelde. ¿Confiscados?, exclamó ella, poniéndose a llorar<br />

amargamente.<br />

No hay que poner duda en esto, hija mía, pero con todo lo podremos <strong>com</strong>poner. Basta<br />

que quieras condescender con lo que te pida y todo quedará arreglado, ajustado, liquidado, y<br />

todo cuanto quieras.<br />

(Permitidme, dijo aquí el viejo, que os haga estas menudas relaciones, pues ellas os harán<br />

ver mejor el brutal, descarado y abominable carácter de aquel monstruo.)<br />

La inocente Elena, alborozada tal vez de que sólo dependiese de su voluntad la gracia de<br />

su hermano, de su tía y la restitución de los bienes a su padre, le responde: Sí, señor, todo<br />

cuanto queráis haré, aunque me deba reducir a trabajar vuestros campos, apacentar vuestros<br />

ganados. ¿Qué campos, ni qué ganados te vas a buscar ahora? No tienes necesidad de eso,<br />

dijo, para dar envidia a Ceres, a Palas, ni a Diana, ni a todas esas ninfas, partos de los<br />

insensatos poetas. ¿Había yo de permitir que esas tus tiernas y delicadas manos y carnes<br />

fuesen a perder su cándida elasticidad con las fatigas del campo y con los soles? Mucho<br />

menos es lo que pido.<br />

¿Qué queréis, pues, señor? Te lo voy a decir con todo el ardiente amor que me infunde tu<br />

hermosura. ¿Pero no sabremos qué quiere ahí en pie ese estafermo? Señor, es Cecilia, mi<br />

criada, que me a<strong>com</strong>paña. Pero lo que quiero pedirte no necesita de testigos; y así, Cecilia,<br />

anda allá fuera, que aquí nada tienes que ver. Cecilia, afligida y temerosa por su amada Elena,<br />

se sale; Kirke continúa.<br />

Ahora que estamos solos y sin testigos, te diré lo que vivamente deseo; y es... ya me<br />

entiendes. No, señor, no os entiendo. ¿Cómo no? ¿Tan tiernecita eres? Vales otro tanto.<br />

Señor, no os entiendo. Bien, pues me explicaré un poco más; y echándola los brazos... Ella,


espantada cotejando tales cosas, sin duda con las máximas virtuosas en que la había imbuido<br />

su madre, <strong>com</strong>enzó a conocer el horror de su fatal situación; y palpitando le dijo si era aquello<br />

lo que quería.<br />

Esto es una parte solamente, dijo Kirke. ¡Oh cielos!, <strong>com</strong>padeceos de mí, exclamó Elena.<br />

Y él, creyendo que este lamento fuese efecto de que ella flaquease, se levanta de su asiento<br />

para asirla con sus brazos y poner sus torpes labios en su rostro; mas ella, resistiendo con<br />

porfía, evitaba encontrar el rostro de Kirke, el cual, dejándola con despecho, le dice: No, no<br />

gusto de hacer violencia a nadie. Idos en hora mala que yo extenderé el brazo de mi rigor<br />

sobre esos rebeldes, y soltaré el freno a toda mi exasperada indignación. Mueran de mala<br />

muerte.<br />

Ella, atemorizada de esta amenaza, échase otra vez de rodillas en el suelo, diciéndole con<br />

lágrimas: ¡Oh, señor!, haced que triunfe vuestra magnánima piedad sin perjuicio de mi<br />

decoro. ¡Qué decoro!, sois todas las mujeres unas embusteras, unas taimadas, unas... sí, lo<br />

sois. Hacéis valer el decoro, el honor, la honestidad y todos esos mamotretos, <strong>com</strong>o queréis y<br />

cuando queréis; os conozco. ¿Una negativa al coronel Kirke? ¿Y de quién? De una paja, que<br />

al soplo de mi furor puede quedar aniquilada.<br />

¡Oh cielos!, ¿mas qué os he hecho?, ¿en qué os ofendí? Cómo, ¿qué habéis hecho? ¿Te<br />

parece pequeña injuria, leve delito, el no condescender con mis deseos? No se pasará así.<br />

Ahora mismo voy a mandar que se le haga tragar plomo derretido a ese traidor de tu hermano,<br />

y para que veas que no me burlo, voy a llamar al criado. Kem, Kem. ¿Qué hacéis, señor, qué<br />

hacéis? Por vuestra vida, piedad os pido, un poco de piedad.<br />

¿Piedad? La habrá si veo condescendencia. ¡Oh Dios! ¡Oh Dios! ¡Infeliz de mí! No, no;<br />

moriré antes mil veces. Quitadme antes la vida, cualquiera muerte me será preferible. ¡No ves,<br />

no ves cuánta algazara! Bien se ve que eres muy simplecilla. No, no; la horca, el plomo<br />

derretido. ¡Oh cielos! ¡Oh cielos! El llanto la sofocaba.<br />

Enhorabuena; vas a quedar satisfecha. Kem. Llamad a Kem cuanto queráis; no temo la<br />

muerte. Primero verás la que daré a tu hermano, y entonces veremos si la temes. No, no la<br />

temeré; me será de consuelo verme unida para siempre con ese adorable hermano. Oyendo<br />

esto el cruel Kirke, se levanta enfurecido, va a la puerta, y llamando desde ella al criado, le<br />

habla a la oreja, sin poder oír Cecilia, que estaba de pies allí fuera después que la hizo salir del<br />

cuarto, lo que decía. Vuelve a entrar y <strong>com</strong>ienza a pasearse por el cuarto, diciendo: ¡Voto a tal<br />

que me la pagarán todos esos pérfidos rebeldes! ¡Vivos los he de mandar quemar! El horror<br />

agota a Elena de repente el llanto y, aunque fortalecida de su honor, quedaba <strong>com</strong>o enajenada,<br />

teniendo los ojos clavados en el suelo, sin atreverse a levantarlos para no abatirse de nuevo a<br />

tentar la vía de los ruegos con su declarado tirano.<br />

Mas éste, encendido ya de amor por ella y temiendo que no quisiese condescender ni con<br />

sus ruegos ni con sus amenazas, tentó violarla sin hacerla violencia por su parte y sin que ella<br />

pudiese oponerle resistencia que dejase dudoso su triunfo, o no tan cumplido <strong>com</strong>o el impío y<br />

bárbaro lo deseaba; usando del más detestable engaño contra la inocente doncella que os<br />

podéis imaginar.<br />

Para esto, después que la tuvo amedrentada con mil demostraciones de cólera y de<br />

venganza, caminando arriba y abajo del cuarto a largos pasos, llega a pararse de repente; y<br />

cubriéndose los ojos con la mano, quedó así buen rato <strong>com</strong>o pensativo. Luego, <strong>com</strong>o si se<br />

hubiese arrepentido de lo pasado, rompe el silencio, diciendo: Me propasé, lo veo. Soy una<br />

bestia, un monstruo, un impío; lo confieso, lo debo confesar. ¡Oh hermosa Elena!, perdóname;<br />

aquí a tus pies quedaré de rodillas hasta que perdones mis locos, mis furiosos desvaríos.


¿Señor, qué hacéis?, dijo ella, conmovida de la postura del arrodillado Kirke. Éste le<br />

toma entonces la mano, diciendo: Hago lo que debo; lo que por todos títulos estoy obligado a<br />

hacer. De aquí no me levantaré, no, no me levantaré hasta que te dignes perdonarme. Te<br />

prometo, te juro, divina Elena, que no me verás más prorrumpir en esos bárbaros excesos,<br />

dignos solos de un Nerón, de un Fálaris, de un Procustres; me avergüenzo yo mismo de ellos;<br />

una paloma quiero ser en adelante; tierna, cariñosa, dependiente en todo de ti, de tu voluntad.<br />

Di sólo que me perdonas.<br />

¿Qué yo os perdone, señor? Antes bien perdonad a mi infeliz hermano. Sí, pero primero<br />

quiero obtener tu perdón; éste será el preludio de todas las demás gracias que queráis obtener<br />

de mí; mi esposa quiero que seáis, mi dulce, mi tierna esposa. ¿Cielos, qué proferís? Lo que<br />

acabas de oír: la esposa del coronel Kirke. Aquí a tus pies de rodillas, te pido, hermosa Elena,<br />

el consentimiento. De otro modo, no, no podré reparar mis arrojos y descaro, solicitando a una<br />

honrada doncella, <strong>com</strong>o lo hice temerariamente, inicuamente, bárbaramente. Me arrepiento,<br />

espejo de virtud. Esta misma noche quiero que seas mi esposa; sólo depende mi dicha, mi<br />

suma dicha, de vuestra voluntad.<br />

La pobre Elena, que por las sumisas y ardientes demostraciones del traidor Kirke, no<br />

dudó que se hubiese enteramente mudado, aunque maravillada de tan súbita mudanza, se<br />

lisonjeó con todo que de veras efectuase lo que al parecer con verdad le proponía; y así, le<br />

dijo: ¿Cómo queréis, señor, poner los ojos en mí? En vos, en vos sola, adorable Elena,<br />

exclamó él, levantándose <strong>com</strong>o tigre alborozado. No tiene la Inglaterra, entre todas sus<br />

delicadas hermosuras, modelo igual a la tuya; a esa tuya, por la cual moriré si esta misma<br />

noche no la cuento por mía, si no la poseo enteramente.<br />

Permitidme, pues, dijo ella oyéndolo, que Cecilia vaya a informar a mis buenos padres y<br />

a pedirles su consentimiento. No, no puede ser; no sufro ninguna dilación. Su gozo será<br />

mayor cuando te vean sin pensar, sin poderlo imaginar, esposa del coronel Kirke. Resucitarán<br />

de muerte a vida; no lo dudéis. ¿Pues y tu hermano y tu tía? ¡Qué júbilo van a tener!<br />

Será inexplicable. Porque, ¿qué no hay más que verse hoy aherrojados en un calabozo,<br />

esperando a cada instante la fatal intimación, y en vez de ella verse de repente restituidos a la<br />

vida, a la libertad, a sus bienes, al mundo?<br />

¿Y esto por quién? Por la esposa del coronel Kirke, por Elena Kirke, por lady Kirke.<br />

¡Oh!, yo me enajeno. El gozo, el júbilo me trastorna y me saca fuera de mí. Luego, luego.<br />

Kem... es un sordo, un atolondrado este Kem. Dejad que vaya a llamarlo. Quiero que avise<br />

luego al ministro para la ceremonia del casamiento y para que haga venir los testigos<br />

necesarios. ¿No tendréis dificultad? Haré venir el ministro del regimiento, hombre grave y de<br />

mucho seso; entretanto quedaos aquí en plena libertad, <strong>com</strong>o dueña que sois ya de esta casa; y<br />

para que no quedéis ociosa, aquí tenéis esta cajuela de joyas; vedlas, que son ricas.<br />

Vase el infame a urdir el cruel engaño, dando traza para que uno de sus criados se<br />

vistiese de ministro e instruyendo a los demás sobre lo que debían hacer para representar bien<br />

aquella infernal <strong>com</strong>edia, mientras la incauta y crédula, de sobrada inocente, hija mía,<br />

quedaba a solas confusa y atónita, luchando con el gozo de la vecina libertad de su amado<br />

hermano y con el temor del inminente casamiento, sin poder fijar sus ojos en aquellas joyas<br />

que Kirke le puso delante, infames frutos de sus insolentes desafueros.<br />

Vuelve al cabo de rato muy alborozado, seguido de sus criados que, prevenidos de él, le<br />

hacían sus fingidas zalemas a mi turbada hija. Entra luego a<strong>com</strong>pañado de otros el embustero<br />

ministro, a cuyo severo y obeso aspecto <strong>com</strong>enzó a temblar la inocente víctima; mucho más<br />

cuando empezó a remedar el hipócrita sacerdote las sagradas ceremonias.


Era ya de noche cuando se concluyó todo aquel execrable ceremonial, preparándose poco<br />

después la cena, a la cual asistieron los dos testigos del casamiento, cómplices en las<br />

crueldades del desalmado Kirke.<br />

Ellos no perdonaron a las más sucias lascivias para encender el apetito de aquel bruto<br />

feroz, mezclando tan feos enigmas a sus frases deshonestas, que la infeliz Elena, a pesar de su<br />

inocencia, <strong>com</strong>enzó a sospechar traición, especialmente viendo que no trataba de la libertad<br />

de su hermano y de su tía; de modo que no pudo contener el llanto en que prorrumpió, forzada<br />

de las angustias que a<strong>com</strong>etieron su corazón, a los ademanes y libres indicios de aquellos<br />

malvados.<br />

Entonces, mostrándose Kirke indignado contra ellos, los echa del cuarto, para manifestar<br />

a la llorosa Elena su desaprobación, pero de hecho para dar lugar a que dos criadas la llevasen<br />

al tálamo de su no creído oprobio y de su ignominiosa desventura, por más que oponía los<br />

inocentes y recatados esfuerzos de su honesto pavor.<br />

¡Ah! poco fue que saciase aquel feroz bruto todos los caprichos de su abominable lujuria<br />

en aquel casto y virginal cuerpo... ¡Oh cielos! El corazón se me despedaza... (el viejo no pudo<br />

proseguir, sollozando amargamente). ¡Pobre doncella!, exclamó Eusebio con lágrimas en los<br />

ojos. Entonces, dirigiendo el viejo la palabra a Eusebio, le dijo: ¡Oh, hijo mío!, puedes<br />

imaginarte alguna parte de su barbaridad; mas cómo podrás creer que al otro día, después de<br />

abusar con tales violencias de la doliente y atónita hija mía, la cual apenas podía sosegar al<br />

tumulto de los sentimientos de su vergüenza y de su perdida virginidad, con la idea de verse<br />

esposa de Kirke y con la esperanza de la libertad de su hermano y tía, a los cuales se había<br />

sacrificado, cómo podrás creer, vuelvo a decir, que aquel infernal monstruo de Kirke,<br />

llevándola a una ventana cerrada la dijese, revistiéndose de inhumana severidad: Debo<br />

prevenirte, Elena, que soy un mero ejecutor de los órdenes del rey. Una declarada negativa al<br />

coronel Kirke, lleva ya su re<strong>com</strong>pensa con lo que padeciste esta noche, sin tener nada de<br />

casamiento. Mi primera resolución fue quitarte la vida; pero te tuve <strong>com</strong>pasión y me contenté<br />

de añadir a la venganza que has probado, la ejecución de los rebeldes, si los conoces; y<br />

abriendo la ventana le muestra... ¡Oh cielos!... su hermano Guillermo pendiente de la horca,<br />

juntamente con su tía lady Lisle...<br />

Volvió aquí a interrumpir el buen viejo su narración con llanto, a<strong>com</strong>pañando Hardyl y<br />

Eusebio, estáticos de horror, con sus lágrimas el quebranto del viejo, el cual al cabo de rato,<br />

prosiguió diciendo con palabras interrumpidas de sollozos, los había mandado ahorcar aquella<br />

misma noche. Al impulso del repentino dolor, que causó a la desdichada Elena la horrible<br />

vista de tan increíble y bárbaro espectáculo, hízola caer sin sentidos en el suelo, maltratándose<br />

la cabeza y rostro con la violenta caída; y así <strong>com</strong>o estaba pálida, desfigurada y sin sentidos,<br />

mandóla llevar a sus padres a<strong>com</strong>pañada de Cecilia, a quien no dejaron salir de la casa de<br />

Kirke, teniéndola encerrada toda aquella noche.<br />

Hallábame yo en cama todavía, vuelto apenas en mí del fiero dolor que me causó la<br />

emanada sentencia contra mi hijo, cuando entraron en casa la desventurada Elena. Las fieles y<br />

amorosas criadas la llevan a la cama, procurando ocultarme tan crueles noticias, pues yo<br />

ignoraba que ella hubiese salido de casa para ir a la de Kirke.<br />

Bien sí se vieron precisadas a dar aviso a la madre, que lo sabía; la cual, no viendo volver<br />

a su hija en toda aquella noche, la hubo de pasar entre horribles angustias y temores,<br />

especialmente no habiendo querido dar entrada en casa de Kirke al criado, que envió repetidas<br />

veces para saber de su hija y de Cecilia; y sin duda las mortales congojas que padeció aquella<br />

noche, debieron disponer su ánimo para la funesta catástrofe que la esperaba, pues al ver a su


hija tendida en la cama sin sentidos, amoratado el rostro y ensangrentado, creyendo tal vez<br />

que la hubiesen ajusticiado, cayó allí mismo muerta de repente.<br />

Los lamentos, los gritos y alboroto de los pasmados criados y mujeres, llegan a herir mi<br />

oído y a darme susto; de modo que llamando, y no respondiendo ninguno, me esfuerzo a<br />

levantarme de la cama para ver por mí mismo lo que era. Llego a la puerta y acude a mi voz el<br />

criado de mi mayor confianza; viéndolo llorar, le pregunto la causa del alboroto que había<br />

oído y de su llanto. ¡Ah!, señor, ¿dónde vais?, me dice. Volved a la cama que allí os contaré,<br />

si puedo y si podéis oírlo, el abismo de vuestras desventuras. La nueva de la sentencia de<br />

muerte contra mi hijo, había hecho la mayor prueba del temple de mi corazón; y aunque sentía<br />

desfallecer mi pecho al paso que Souval, mi fiel criado, me contaba la desgracia de mi mujer;<br />

pero luego que <strong>com</strong>enzó a declararme él mismo las iniquidades de Kirke con mi hija Elena,<br />

por lo que Cecilia le había contado, mi acerbo sentimiento, transformándose en rabia, me<br />

impele a tomar una espada que tenía en la cabecera, para vengar con ella mi violada hija.<br />

Pero deteniéndome Souval, me dice: ¿A dónde vais, señor? Esperad, que no sabéis<br />

todavía el exceso de vuestras desgracias. ¿Cómo, quedan todavía rayos que disparar a mi<br />

rabiosa suerte? ¿Mi sufrimiento no agotó toda la saña de su furioso poder? Vuestro hijo...,<br />

milady Lisle... ¿Qué es?, decid, ¿qué sucede? No existen ya; no existen, y vuestros bienes van<br />

a ser confiscados hoy mismo. ¿Hubierais podido sobrevivir al golpe de tantas desventuras que<br />

se desplomaron a una sobre mi cabeza? Caigo otra vez desfallecido y sin sentidos en los<br />

brazos del fiel Souval; el cual, después de haberme arrastrado a la cama para socorrerme,<br />

trabajó en quitarme la espada de los dedos yertos en que quedó agarrada.<br />

Mi infeliz hija Elena, que había dado entretanto señales de vida, las dio también de<br />

locura, diciendo que quería devorar a su marido, que quería ahorcarlo con las serpientes que le<br />

nacían en la cabeza. La desdichada había perdido enteramente el juicio. Pero nada de todo<br />

esto fue bastante para que el feroz Kirke dejase de enviar sus ministros para confiscar todos<br />

mis bienes, hasta la casa, antiguo solar de mis mayores, de donde me sacaron bárbaramente<br />

envuelto en una manta, <strong>com</strong>o estaba desnudo, y sin sentidos; y en otra a la deplorable Elena,<br />

cuya violación no había podido aplacar la cruel venganza de aquel monstruo. Nos llevaron<br />

fuera de la ciudad, y dejándonos expuestos en un muladar, a beneficio de las fieras y aves de<br />

rapiña, si querían devorarnos; intimando a más de esto penas a los criados si se atrevía<br />

ninguno a socorrernos.<br />

Sea que el rocío de la noche o que el aire abierto del campo contribuyesen para hacerme<br />

volver en mí, despierto de aquel funesto letargo; y recobrando poco a poco los sentidos, veo<br />

sobre mí las lucientes estrellas, a las cuales alcé los ojos, tendido <strong>com</strong>o estaba en el suelo,<br />

ladrándome a un lado un perro, y al otro llorando y sollozando un hombre puesto de rodillas,<br />

que se apiadaba de mí. Parecíame haber muerto y que me hallaba en otro mundo. Impelido del<br />

esfuerzo de esta temerosa imaginación, hago un movimiento y arrojo un suspiro, que obligó a<br />

la persona que estaba gimiendo a mi lado a decir: ¡Ah!, ¿vivís, señor mío? ¿El airado cielo os<br />

conserva la vida todavía? Era el fiel, el adorable Souval, el que esto me decía. Lo reconozco.<br />

Mi primer impulso, sin saber lo que por mí pasaba, fue abrazarme con él y él conmigo,<br />

bañándome de lágrimas, sin poder él ni yo proferir una palabra. Pero luego que le pregunté,<br />

¿qué es de nosotros, Souval?, ¿en qué mundo estamos? Huyamos, señor, me dice, huyamos de<br />

este suelo, en donde no sólo no os queda piedra en donde reclinar la cabeza, sino que también,<br />

en la sima de las desventuras en que os han despeñado, me vedan alargaros la mano para<br />

socorreros.<br />

Las potencias de mi alma y mis sentidos parecían quedar embotados, pues sólo <strong>com</strong>o<br />

sueño liviano se me representaba a la memoria lo pasado; y en el estado en que me hallaba, no


econocía mi infelicísima situación, sino que respondía materialmente y <strong>com</strong>o alelado a lo que<br />

Souval me decía. Mas haciendo un esfuerzo para obedecer a las instancias que me hacía de<br />

huir, me reconozco desnudo, envuelto en aquella manta, sin fuerzas para ponerme en pie,<br />

aunque lo intenté dos o tres veces. Echando de ver Souval mi flaqueza, intenta cargar<br />

conmigo, pero la importunación del perro que me ladraba, habiendo atraído dos, movían tanta<br />

algazara con sus ladridos que obligaron a los dueños de aquel campo a salir con escopetas,<br />

creyendo que fuésemos ladrones. Souval, al oírlos venir; me desampara y se aleja.<br />

Ellos se acercan hacia mí, alumbrados de un candil que llevaba un muchacho que los<br />

precedía. Me descubren y me preguntan quién era y quién me había traído allí. Yo les digo mi<br />

nombre, sin saber darles otra respuesta. El más anciano me conoce por el nombre y me dice:<br />

¿Vos sois sir Bridway? ¿Me toca veros expuesto a las fieras, a las inclemencias del cielo?<br />

¿Pobre, desnudo, desamparado de todos los humanos?<br />

Estas palabras <strong>com</strong>enzaron a hacer alguna impresión en mí, de modo que, enmudeciendo<br />

triste a sus preguntas, cruzando mis manos sobre las rodillas y bajando la cabeza, me puse a<br />

llorar sentado <strong>com</strong>o estaba en el suelo y envuelto, <strong>com</strong>o tenía el medio cuerpo, en la manta.<br />

Se <strong>com</strong>padece de mí aquel labrador y me ayuda a levantar; pero viendo que no podía tenerme<br />

en pie, le ayudó el otro labrador que lo a<strong>com</strong>pañaba y entre los dos me llevan a su casa, que<br />

estaba allí cerca.<br />

Souval se había retirado, recelando que aquellos labradores fuesen ministros de Kirke,<br />

pero a paraje desde donde pudiese oír lo que decían, y conociendo que me eran amigos, nos<br />

fue siguiendo a la casa, donde entró poco después que me pusieron en una pobre cama; y<br />

descubriéndose al dueño, éste lo dejó entrar en el cuarto en donde me hallaba.<br />

Él se arroja sobre el lecho y, renovando su llanto, me decía: No os desampararé, señor<br />

mío, pues otro no os queda en la tierra que el desdichado Souval, no os desampararé. Treinta<br />

libras esterlinas que me quedan de las que me entregasteis para el gasto del mes, las pude<br />

encubrir a la pesquisa de aquellos bárbaros, que me lo requerían todo. Con ellas os podré<br />

llevar a Londres con alguna <strong>com</strong>odidad para que imploréis la justicia contra la increíble<br />

barbarie y brutalidad de esos monstruos, de cuyas garras nos conviene escapar. No hay tiempo<br />

de descanso; huir nos importa, mientras nos concede aún la noche sus favorables tinieblas.<br />

Si vuestros corazones son sensibles, podéis imaginaros la fuerte impresión que hizo en<br />

mi pecho, aunque aturdido de tantos males, la fidelidad y el amor del fiel Souval. (Eusebio<br />

había sacado el pañuelo para enjugarse las lágrimas). Me abrazo con él y, apretándolo en mis<br />

brazos, le decía llorando: Oh, mi respetable Souval, haré lo que queráis; mas, ¿a dónde<br />

podemos huir? No me puedo mover. ¿La pobre Elena en dónde está? Hánsela también<br />

arrancado a su infeliz padre? ¡Oh cielos, exclama él, ahora se me acuerda! A vuestro lado la<br />

pusieron también envuelta en otra manta. ¿Qué sé yo lo que pudo ser de ella? Voy a ver si la<br />

encuentro. Souval parte, dejándome sumergido en mayores angustias. Él, sirviéndose del<br />

mismo candil del muchacho, fue en busca de Elena al lugar en donde me encontraron, y<br />

descubriendo algo apartado de allí una manta extendida a lo largo sobre un ribazo que daba a<br />

un foso, le excitó tal vista las tristes sospechas que confirmó el cadáver de la infeliz hija mía,<br />

que hallaron anegada en la poca agua que allí había. Tal vez la locura que había manifestado<br />

engañada de las tinieblas de la noche, debió llevarla a precipitarse en aquel foso. ¡Oh hija<br />

mía! ¡Oh hija mía! ¡Puedas gozar en el cielo el premio de tu martirizada inocencia!<br />

Viendo Souval el mal irremediable, volvió a la casa del labrador, procurando disimular<br />

su dolor y ocultarme el funesto caso. Mas insistiendo yo en querer salir de tan crueles dudas<br />

antes de partir sin ella, lo forcé a que me le contase. ¡Oh providencia! ¡No, no murmuro de tus<br />

inescrutables secretos! ¡Ah! ¡La tierra es el áspero camino por donde llevas al hombre a


merecer la sola y eterna bienaventuranza que le tienes prometida! Aquí Eusebio, el viejo y<br />

Betty, su segunda mujer, que había dispuesto la <strong>com</strong>ida, se abandonan al llanto; y Hardyl,<br />

levantándose de su asiento llevado de su enternecida <strong>com</strong>pasión, va a abrazar al viejo,<br />

diciéndole: Sir Bridway, en el mismo exceso de vuestra desventura, reconozco el alma grande<br />

que os da y sustenta la vida. Recibid el tributo de mi conmiseración, que tan merecida tenéis y<br />

que quisiera os sirviese de alivio.<br />

¡Oh! sí, os lo agradezco, huésped, os lo agradezco; no hay duda que os dé algún alivio en<br />

las desgracias la ajena <strong>com</strong>pasión; pero si supierais también de cuánto mayor consuelo me fue<br />

en ellas la fidelidad que experimenté de Souval, no extrañaríais tal vez que ésta sola fuese<br />

capaz de contener la rabiosa desesperación que excitó en mi pecho la noticia de la pérdida<br />

funesta de mi amada hija, maltratándome yo mismo y pidiendo un acero para matarme.<br />

Souval no sólo contuvo y sosegó mi furor, sino que también me obligó a tomar aquella misma<br />

noche el camino de Londres, habiendo concretado con el labrador llevarme en una carreta,<br />

escondido en el heno amontonado alrededor de mí, y de esta manera me sacó fuera del<br />

condado de Somerset a la casa de un pariente suyo en donde, habiéndome provisto de ropa,<br />

me condujo a Londres para implorar la justicia.<br />

Pero para que ningún género de males dejase de saciarme de toda su amargura, me<br />

sobrevino, llegado apenas a Londres, una larga enfermedad, contraída de tantos dolores,<br />

afanes y congojas; la cual no sólo acabó con el poco dinero que Souval traía, sino también dio<br />

tiempo a mi rabiosa fortuna para levantar entre tanto al impío y desnaturado Kirke y al<br />

inhumano Jeffreys, autores de las más atroces maldades y desafueros, llamándolos el rey a la<br />

corte y haciendo a Kirke, baronet, y a Jeffreys, par de Inglaterra.<br />

Entonces, viendo cerrados para siempre todos los caminos a mis miserables esperanzas,<br />

perdidos sin remedio todos mis bienes y reducido a la mendicidad, sin mujer, sin hijos, me<br />

abandono enteramente a la desesperación e impelido de mi fiero dolor, resuelvo acabar con mi<br />

vida infeliz, dándome yo mismo la muerte. A este fin tenía aparejado el lazo e íbalo a<br />

ejecutar, al tiempo que entrando Souval en el cuarto, viendo el fatal aparejo, conoce mis<br />

funestas intenciones.<br />

Arrebatando entonces el lazo: ¡Cielos!, dice, ¿qué intentáis hacer? ¿Para esto expuse yo<br />

mi vida y empleé el sudor de mi rostro para salvaros y conservaros? ¿Queréis también servir<br />

al furor de vuestra cruel fortuna haciéndoos su verdugo contra vuestra misma vida? ¡Oh<br />

Souval!, le digo, ¿qué bien es para mí una vida aborrecible? No, dejad que acabe con ella; así<br />

tendrán solamente fin los males, cuyo horrible peso no puede soportar más mi flaqueza que<br />

sólo es para vos una importuna carga.<br />

No lo permitiré, me replica, no puedo permitirlo ¡Ah!, si vuestra alma es inmortal y si el<br />

abusar de vuestro albedrío es delito contra las disposiciones de la providencia, ¿pensáis que<br />

acabarán vuestros males con la vida? No lo creáis; pues si ofendéis al autor de la naturaleza,<br />

violando las leyes que le puso, y si os condena por ello al suplicio invisible, ¿no vais a pasar<br />

de estos males, que tal vez mañana pueden tener fin o remedio, a los eternos del alma<br />

inmortal? No, no quiero llamar esa vuestra vida, aunque para mí muy apreciable, un bien. Veo<br />

el colmo de la amargura que os hace probar vuestra cruel suerte; mas, ¿no será por lo mismo<br />

más respetable vuestra paciencia, si toleráis tantas desventuras con resignación? ¿Esta misma<br />

no os será seguro medio para gozar en el cielo de la dulce <strong>com</strong>pañía de vuestros hijos y para<br />

disfrutar con ellos eternamente el premio de vuestra conformidad?<br />

Esta reflexión que me hizo penetró mi alma; y lo que luego me añadió, acabó de disipar<br />

mis funestos intentos; pues me hizo saber que para alimentarme después que se le acabó el


dinero, se había puesto a zapatero, oficio de que lo sacó mi padre en Tauton en su mocedad,<br />

prendado del buen genio de Souval, prometiéndole darle en su casa una vejez descansada.<br />

¡Ah, qué poco pensaba mi padre que la cruel suerte había de reducir a tal extremo de<br />

miseria a su hijo desdichado, y aniquilar tan presto su familia! Pasmado yo del exceso de<br />

amor y de fidelidad del buen Souval, quise saber en qué tienda trabajaba, <strong>com</strong>o lo hice, luego<br />

que la convalecencia me permitió salir de casa. Su vista, unida a la viva idea que me imprimió<br />

de que mis trabajos sufridos con resignación contribuirían para ver mis hijos en el cielo,<br />

despertó en mí una suma aversión a las cosas de este mundo, de las cuales me hallaba ya<br />

privado, sin esperanza de poderlas recobrar, y me resolví a seguir el ejemplo de Souval<br />

trabajando en la misma tienda.<br />

Hube de vencer la suma repugnancia que padecía en tomar aquel oficio, al cual se oponía<br />

el mismo Souval, no sufriéndole el corazón verme reducido a tales extremos; mas esta misma<br />

oposición empeñó mi reconocimiento para poder contribuir con mis manos a ganar nuestro<br />

sustento; cediendo él al cargo que le hice de emplearme en algún oficio para ganarme el<br />

sustento, por si acaso él, siendo más viejo que yo, me llegaba a faltar. ¡Ah! sí, me faltó; me<br />

faltó el adorable Souval. Mis lágrimas y mi dolor fueron la re<strong>com</strong>pensa y tributo que obtuvo<br />

en su muerte ese hombre digno de la adoración de toda la tierra.<br />

Aquí dio fin con llanto el buen viejo a su narración. Hardyl le dijo entonces: Aunque sois<br />

digno a la verdad de la mayor <strong>com</strong>pasión, no sé si prepondera más en mí este afecto, o bien el<br />

de la admiración de vuestra constancia en tantas y tan acerbas desventuras. El caso es que os<br />

debemos y os damos muchas gracias por la relación que nos hicisteis de ellas, pues nos<br />

hallamos también en estado en que nos puede aprovechar vuestro ejemplo.<br />

¿Cómo?, dijo entonces el viejo Bridway, ¿también sois vosotros del número de los<br />

desdichados? Si las desgracias, responde Hardyl, pueden hacer al hombre desdichado,<br />

nosotros nos pudiéramos contar en ese número; pero <strong>com</strong>o colocamos la sola dicha en la<br />

virtud, podemos parecer infelices a los ojos del mundo, sin que de hecho lo seamos. A lo<br />

menos tales no nos reputamos.<br />

¡Oh huésped!, ¿qué decís? ¿Si yo hubiera poseído la virtud, creéis que no fuera<br />

desdichado? La muerte ignominiosa de un hijo, la bárbara violencia y el sufrido deshonor de<br />

una hija inocente, su muerte aciaga, la de mi mujer, la privación de mis bienes, la horrible<br />

miseria y abandono en que me vi, tantos males desplomados a una sobre mi cabeza, ¿no me<br />

hubieran visto infeliz aunque abrumado de todos ellos, si yo hubiese poseído la virtud?<br />

¿Pues qué, esos bienes, le dijo Hardyl, los reputabais vuestros? ¿Estuvo en vuestra mano<br />

el hacer que vuestra inocente hija no fuese violada o que no muriese vuestro hijo en la horca?<br />

El que nace a este mundo, ¿no queda expuesto a todos los accidentes buenos y malos que lo<br />

agitan? Pero todo eso, replicó el viejo, ¿qué tiene que ver con la virtud, para que ésta pueda<br />

impedir que no sean infelices los que prueban las desgracias mayores?<br />

Os lo diré, respondió Hardyl. El alma, alimentada de estas reflexiones que son las<br />

máximas de la sabiduría, va insensiblemente fortaleciéndose con ellas, de modo que puede<br />

llevar enfrenado y regir con vigorosa mano los deseos e inclinaciones del corazón, para que<br />

no se aficione sobradamente a los objetos de la tierra, que de un día a otro puede perder<br />

arrebatados de la misma fortuna que se los dio, o de la muerte que tarde o presto debe llegar.<br />

El hombre, persuadido de esto, no puede dejar de amar, por ejemplo, al hijo o las<br />

riquezas si las tiene. Pero este amor y esta afición contenidos de las máximas de sabiduría, se<br />

templan de modo que las fuerzas que adquiere la desconfianza con la reflexión de la


incertidumbre de tales bienes, las pierde el amor de estos mismos, dando lugar en el pecho a<br />

la moderación y a la constancia; dos nobles sentimientos de la virtud, y más sublimes que los<br />

del afecto y del amor que tales cosas merecen.<br />

¿Llegan a sobreponerse estos sentimientos de moderación y constancia a los demás<br />

afectos del alma? Entonces, si la suerte le arrebata el hijo, o si lo despoja de las riquezas, lo<br />

siente sí, porque son cosas sensibles; pero la virtud, armando su pecho de fortaleza, le dice: no<br />

era eterno, ni menos tuyo el hijo que nació para morir, ni tampoco las riquezas que te dio en<br />

préstamo la fortuna y <strong>com</strong>o ganada al juego de sus caprichos. ¿Querrás oponer, hombre<br />

pequeño, ciego y miserable, tus revoltosos sentimientos al impulso terrible y eterno que dio la<br />

omnipotente mano del Criador a los bienes y males de este suelo, para que revolviéndolos con<br />

ley cierta e invariable, sirviesen a sus fines in<strong>com</strong>prensibles e inescrutables?<br />

¿Qué es tu hijo, su deshonor, el tuyo, tus riquezas, tus desgracias, tu vida y muerte en el<br />

rincón desconocido de una provincia, de una ciudad, en cotejo de los infinitos accidentes que<br />

alterando todos los reinos e imperios de este suelo o de otros si los hay, deben servir a las<br />

miras eternas de aquel que desde el trono, a quien son los astros brillante pavimento, no<br />

pierde de vista al insecto que tus ojos no descubren, o que descubierto, huellas por lo mismo<br />

con planta altanera y desdeñosa?<br />

Los males que padeces limitados a tu miseria y pequeñez son sensibles; pero medítalos y<br />

verás cuánto los agravan tus mismas pasiones, tu vanidad, tu ambición, tu soberbia, tu<br />

opinión. Despójalos de estas ideales circunstancias y dime qué les queda. Perdonad, buen<br />

huésped, continuó a decir Hardyl, pues la materia me llevaría muy adelante, y no quisiera<br />

haceros mala obra, pues es tarde, y la <strong>com</strong>ida os espera.<br />

No, no; continuad, dijo Bridway. Vuestro discurso me es <strong>com</strong>o una nueva luz, de la cual<br />

no tenía ninguna idea y me infunde consuelo. Bien, mas ya que con tan generosa y buena<br />

voluntad nos habéis proporcionado ocasión de disfrutar de vuestra <strong>com</strong>pañía, podemos<br />

renovar estas mismas pláticas en mejores horas y sazón que no en ésta, en que no sólo os<br />

llama la <strong>com</strong>ida, sino que también debemos pensar nosotros en la nuestra.<br />

¡Oh cielos! La mía se reduce sólo a un poco de bacalao, y éste escaso para cuatro; pero si<br />

queréis, tened paciencia, iré a proveer alguna cosa más, ahora mismo, ahora mismo. Betty,<br />

dame la espuerta y la alcuza. No. ¿Qué hacéis, sir Bridway?, no lo permitiré. Perdonad; no es<br />

por rehusar vuestro convite, sino porque debemos ir a otra parte que mucho nos importa. Bien<br />

sí desearía que al favor que nos hacéis de darnos alojamiento, añadierais el otro de buscamos<br />

cama. Aquí tenéis estas dos libras esterlinas; pagad con ellas el alquiler para quince días y<br />

hacedla poner donde gustareis, pues cualquiera lugar en vuestra casa nos será apreciable,<br />

aunque sea aquí mismo. Deseara también saber a qué hora acostumbráis iros a acostar, pues<br />

no sé si podremos volver antes que anochezca. Volved cuando os dé ganas o cuando podáis,<br />

pues la hora en que llegareis esa será para mí la de disponer la cena, pues espero no me<br />

negaréis la <strong>com</strong>placencia de cenar con vosotros. Nosotros la tendremos mayor, sir Bridway,<br />

de disfrutar de vuestra <strong>com</strong>pañía; y así, quedad con Dios, volveremos lo más presto que nos<br />

sea posible. Adiós, mistress Betty.<br />

Fuera de casa de Bridway, Hardyl dice luego a Eusebio: ¿Habéis oído, Eusebio? ¿Qué os<br />

parece de los accidentes que llegan a pasar por los hombres en este mundo? ¡Oh Dios!, dijo<br />

Eusebio, ¿quién creyera tales cosas? Me ha despedazado el corazón ese buen Bridway,<br />

reducido a hacer el oficio de remendón. Pues os aseguro, prosiguió Hardyl, que si así <strong>com</strong>o<br />

dimos en esta casa, hubiéramos entrado en otras de Londres, hubierais oído otras desgracias<br />

que igualmente os aturdirían.


Cuando estemos de asiento y emprendas leer la historia de Inglaterra, verás qué horrores,<br />

qué maldades son capaces de <strong>com</strong>eter los hombres, especialmente animados del fanatismo de<br />

la religión. Pero no dudo que las desgracias de Bridway contribuyan para templar un poco<br />

vuestro sentimiento por la pérdida del coche y caballos. ¿Y qué es esa pérdida, aunque<br />

hubiese sido mucho mayor, en cotejo de las que Bridway padeció?<br />

Me alegro, pues, que su relación haya contribuido para serenar un poco vuestro ánimo,<br />

pues me pareció que lo tenías sobrado turbado. ¿Sabéis a dónde nos encaminamos ahora? No,<br />

por cierto, si no me lo decís. Aquí cerca está la plaza de Spittle-Fields. Ella nos debe servir de<br />

paso para un mesón o taberna; <strong>com</strong>o aquí la llaman, en donde me acuerdo que solían dar de<br />

<strong>com</strong>er a todas horas a los que llegaban; y <strong>com</strong>o no tenemos tiempo que perder, hago cuenta de<br />

matar, si puedo, dos pájaros de un tiro. Iremos a <strong>com</strong>er a ese mesón y de paso daremos una<br />

ojeada a esa plaza para ver si hallamos tienda por alquilar; y si no la encontramos, la<br />

buscaremos en otra parte. Diciendo esto, llegan a ella y después de haberla paseado dos veces,<br />

no pueden descubrir otra tienda que al parecer estuviese desalquilada, sino una que estaba<br />

cerrada. Hardyl se encamina a la inmediata, a cuya puerta había un joven de pie, a quien<br />

pregunta si aquella tienda cerrada estaba por alquilar. Creo que sí, le responde el joven. La<br />

cerró hace tres días el que la tenía por haber hecho bancarrota. ¿Sabéis por ventura qué<br />

alquiler lleva? Caro: cuarenta guineas pagaba por ella el que quebró.<br />

¡Malo! No es hueso para nuestros dientes. ¿Pues qué, queréis poner tienda? Sí; tienda de<br />

cestero. No os trae cuenta tomar tienda en Spittle-Fields para esa mercaduría; aunque sí os<br />

debo decir mi parecer, tampoco tenéis necesidad de poner tienda en otra parte, a lo menos de<br />

tomarla en alquiler. ¿Por qué no? Porque me acuerdo que, pasando yo por una calle de<br />

Westminster, hace dos meses, vi a uno de ese oficio que con cuatro palitroques y dos esteras<br />

ponía su tienda volante, con la cual nada tenían que ver, ni la cuba de Diógenes, ni los carros<br />

de los getas.<br />

Quorum plaustra vagas, rite trahunt domos.<br />

Decís admirablemente, responde Hardyl. Pero, ¿nos será permitido poner tienda<br />

semejante en esta plaza? ¿Y quién es el que lo puede vedar? Si hubiera de haber oposición,<br />

había de ser por parte de los dueños de las tiendas inmediatas. El de ésta, a buen seguro que<br />

no se oponga, pues él está siempre en su casa y yo llevo el negocio. Esa otra tienda está sin<br />

dueño, y ved que queda espacio bastante entre ésta y ésa para poner holgadamente un<br />

armatoste cuan grande lo queráis hacer.<br />

Sobre manera nos obligáis. Y puesto que con tan buena voluntad nos hacéis el favor, nos<br />

prevaldremos de él cuanto antes podamos y no os seremos ingratos. Sí, sí, cuando queráis,<br />

aunque sea mañana. Despídense con esto del mozo prendados de su cortesía, y maravillados<br />

de que se les proporcionase tan presto ocasión de poner tienda, y con ahorro de alquiler con el<br />

expediente que el mozo les había dado, y que a ellos no hubiera jamás ocurrido.<br />

De allí van al mesón que Hardyl había indicado, y aunque ya no lo había después de<br />

tanto tiempo que faltaba de Londres, les enseñaron los vecinos un bodegón allí cerca, en<br />

donde también daban de <strong>com</strong>er. De mesón a bodegón, dijo entonces Hardyl a Eusebio, hay<br />

gran diferencia para los que les sobra dinero y vanidad. Pero para nosotros, que necesitamos<br />

tirar el cordobán para que preste y que nos formamos otras ideas diferentes de las cosas de las<br />

que se forja el mundo, es una cosa misma con otros nombres.<br />

Verdad es también que en los bodegones suele faltar por lo <strong>com</strong>ún el aseo; pero tampoco<br />

lo deberemos pagar, y el aseo es un renglón caro en los mesones. Como quiera, vamos a


<strong>com</strong>er que la buena hambre jamás fue melindrosa. Dicho esto entran en el bodegón que estaba<br />

lleno de gente de la que suele acudir a tales lugares.<br />

Había en la primera mesa dos marineros que jugaban a la morra y dos lacayos un poco<br />

más arriba jugaban a los naipes. Seguía otra mesa atestada de borrachos que se desgañitaban<br />

cantando el dondorrondón, haciendo el uno de ellos el rum rum por bajo, con los carrillos<br />

hinchados, y otro que llevaba el <strong>com</strong>pás con un martillo grande, dando tan recios golpes en la<br />

mesa, que uno de los lacayos que jugaban a los naipes y que perdía le dijo que desistiese, que<br />

le rompería la cabeza, oyéndolo Hardyl y Eusebio que entonces entraban.<br />

El del martillo, sin desistir de los golpes, le responde muy serio: Quien no quiera polvo<br />

que no vaya a la era, señor mío. Y prosiguió en dar golpes más fuertes. El lacayo, enfadado de<br />

tal respuesta, le dispara de revés la baraja de los naipes al rostro. El maestro de capilla irritado<br />

de tan gran desacato, le arroja el martillo, que por buena suerte fue a dar en la botella de<br />

cerveza, haciéndola mil pedazos. Levántanse uno y otro enfurecidos para decidir a puño<br />

cerrado la contienda, al tiempo que Hardyl y Eusebio llegaban a la mesa en donde se había<br />

trabado la riña.<br />

Los otros borrachos, al ver llegar a Eusebio y Hardyl, <strong>com</strong>ienzan a gritar para poner<br />

estorbo a la riña: ¡Cuáqueros! ¡Cuáqueros! Bien venidos sean. Los pleiteantes, en ademán de<br />

salir del banco para emprenderse, se paran, contenidos de los gritos y bulla de sus <strong>com</strong>pañeros<br />

para ver los cuáqueros que pasaban con gran mesura. Pues a fe que no pasarán así, dijo uno de<br />

los borrachos levantándose de la mesa. Quiero enseñarles cortesía. Y deteniendo a Hardyl del<br />

brazo, le dice: Señor Efraín, no es bien que pase vmd. por delante de estos milords sin<br />

quitarse el sombrero, y así volved atrás, y volved a pasar con el sombrero en la mano.<br />

Hardyl, sin despegar sus labios, se quita el sombrero y se encamina hacia la puerta y<br />

luego vuelve hasta donde había quedado Eusebio. El borracho, que no esperaba tan fácil<br />

condescendencia ni con modo tan noble, parece que se avergonzó de su atrevimiento,<br />

volviéndose a sentar en su banco. Los otros mirábanse unos a otros <strong>com</strong>o confusos; y los de la<br />

riña, que se habían sentado por la parte afuera de los bancos para ver pasar a Hardyl,<br />

mostraban haberse olvidado de su cólera. Cesó toda aquella behetría; la deidad del decoro<br />

parecía haber entrado en aquel lugar.<br />

Hardyl y Eusebio pasaron adelante pidiendo un aposento al bodegonero para <strong>com</strong>er;<br />

mientras les traían la <strong>com</strong>ida, Hardyl dijo a Eusebio: Me han hecho pasar por honradas<br />

baquetas pero en re<strong>com</strong>pensa les hice un sermón bien elocuente, sin despegar mis labios.<br />

Dicen que el sabio no padece injuria. Si yo lo fuera me caería bien el dicho, pero no de otro<br />

modo se alcanza la sabiduría. ¿Y vos, Eusebio, habéis padecido vergüenza?<br />

No sólo vergüenza, sino temor también de que os maltratasen esos borrachos; mucho<br />

mejor hubiéramos estado en el mesón. Eso lo creo yo también. Cualquiera hace mejor el<br />

caballero que el pobre, pero la grandeza de ánimo está en saber hacer uno y otro igualmente<br />

cuando la suerte así lo dispone. ¿Pensáis que no hay tal vez más que aprender en estos lugares<br />

que en la escuela de Sócrates?<br />

Allí pudiéramos oír, no hay duda, excelentes consejos de moral; pero aquí los<br />

practicamos y tocamos con las manos al hombre. En primer lugar, ves en esos miserables los<br />

efectos de la falta de educación y los extremos a que los impelen sus pasiones sin freno. Ves<br />

en esos mismos un dibujo grosero de la felicidad que se forman los mundanos: beber, <strong>com</strong>er,<br />

algazara, alegría, buena vida, <strong>com</strong>o dicen, pareciéndoles que con esto matan los cuidados y<br />

desazones de sus ánimos; sin echar de ver que eso es querer matar la lumbre con aceite.


Aquí también nos han dado ocasión de ejercitar la paciencia y la moderación, ¿pero<br />

quiénes?: hombres beodos que no saben lo que se hacen. Mas cotejad, Eusebio, la truhanesca<br />

familiaridad que han querido usar éstos con nosotros, con el desdén insolente y con el engaño<br />

del camarero del mesón que dejamos, tratándonos de mendigos y enviándonos en hora mala; y<br />

decidme si los mesones están exentos de disgustos. Tenéis razón, Hardyl, tenéis razón. Bien<br />

estamos aquí.<br />

Creedme, Eusebio, que no tiene el hombre otro norte más seguro para caminar por los<br />

malos pasos de este mundo, y para no sentirlos, que la virtud. Esta es <strong>com</strong>o la boya; bien<br />

pueden llevarla las olas donde quieran, jamás la anegan. Sobre esto continuó a hablar Hardyl<br />

mientras duró la <strong>com</strong>ida y, acabada ya, le dice a Eusebio: Nos queda toda la tarde por nuestra<br />

y pienso emplearla en provecho nuestro; os diré en qué.<br />

Antes de entrar en Londres, sospechando que no encontraríamos el coche y que nos<br />

habíamos de ver necesitados a volver a nuestro oficio, miraba a una y otra parte del camino<br />

para ver si descubría materiales para la tienda. De hecho, vi en un foso dos grandes matas de<br />

juncos y un eneal, y dije entre mí, éstos no se podrecerán a cielo raso sin recibir nueva forma.<br />

Pudiéramos, pues, ir ahora a darles asalto, pues esos son bienes castrenses ganados en buena<br />

guerra, cuando ninguno los reconoce por suyos.<br />

Enhorabuena, vamos allá. De paso podemos proveemos de una hocecilla para segarlos y<br />

de soga para atar los fajos, y volveremos cada uno con el suyo y con ánimo más esforzado que<br />

un soldado victorioso cargado con los despojos del enemigo. Y os aseguro que éste ha de ser<br />

un triunfo que mirará de reojo y con despecho nuestra fortuna mal que le pese.<br />

Dicho esto, se levanta Hardyl; Eusebio le sigue; van a <strong>com</strong>prar la hoz y la soga,<br />

encaminándose fuera de Londres al lugar en que Hardyl había visto los juncos y la enea.<br />

Llegan allá; Hardyl siega y Eusebio dispone los fajos; atados ya, carga cada uno con el<br />

suyo y vuelven a la ciudad, animando Hardyl a Eusebio para que ejercitase antes con aquel<br />

peso la fortaleza del ánimo en los trabajos, que la del cuerpo.<br />

¡Oh tú, desvanecido con tu linaje y ensoberbecido de tus riquezas! Ven; sigue con la<br />

imaginación a esos dos artesanos cubiertos de su carga; y si por ventura te atreves a jactar que<br />

la suerte te respetará en el asiento del honor en que te ha colocado, aprende por lo menos de<br />

ese noble y rico mancebo, reducido a tal extremo, a moderar tu jactancia y tu necia presunción<br />

y a fomentar en medio de tus riquezas los sublimes sentimientos de la virtud que rige sus<br />

pasos.


Libro segundo<br />

Había ya anochecido cuando Hardyl y Eusebio, cargados con sus fajos, llegaron a casa de<br />

Bridway que los estaba esperando. El buen viejo parecía haberse olvidado de sus desgracias,<br />

con rostro tan risueño los recibió, entrando ellos en la cocina después de haber descargado sus<br />

fajos en el zaguán. Bien venidos, les dice, sentaos, que debéis venir muy cansados. Sí, lo<br />

estoy, dijo Hardyl, la falta de ejercicio debilita al hombre. Y se sienta en la silla que Bridway<br />

le había presentado.<br />

Betty ofrece silla a Eusebio, mas éste, agradeciéndole la atención, se sienta en el poyo<br />

que había junto al hogar, diciendo a Bridway que se sentase en la silla; y aunque le hicieron<br />

instancias para que lo aceptase, no quiso dejar el poyo por usar de esta cortesía con el viejo<br />

que le había merecido respeto. Bridway hubo de ocupar la silla, diciendo a Hardyl: Cuando<br />

queráis cenar, avisad. Cuando queráis, sir Bridway. Tarde, temprano, a cualquiera hora me<br />

viene bien. Si queréis, pues, que sea luego; mientras Betty apareja la mesa, podemos ir a ver<br />

la cama.<br />

Hácenlo así; suben los tres a verla. Se <strong>com</strong>ponía ésta de un jergón tendido en el suelo por<br />

no haberse encontrado bancos en el vecindario. El colchón que lo cubría era algo mayor,<br />

cayéndose por los lados. Sábanas no hay, no me han querido prestar; y el otro par que tengo,<br />

aunque ruin, está en la colada. Hubiera proveído cama entera de los judíos, pero siendo<br />

sábado tienen hoy cerrado el Guetto. Habréis, pues, de tener paciencia.<br />

Sir Bridway, sabemos a<strong>com</strong>odarnos a todo, por el camino se endereza la carga. ¿Cuántos<br />

señores grandes se creerían dichosos si pudieran lograr una cama semejante en campaña, y<br />

aun en muchos mesones? La mayor parte de nuestras desdichas no las forja y agrava nuestra<br />

misma opinión. No toméis pena y vamos a cenar, que yo os prometo de dormir mejor sobre<br />

estos bodoques, que el más rico enamorado sobre plumas de cigüeñas.<br />

Bajan a la cocina; Betty había aparejado la mesa. Dos servilletas poco menos que de<br />

angeo hacían el oficio de mantel, aunque no llegaban a cubrirla del todo; a un lado había una<br />

olla puesta al revés que servía de asiento al candil que los alumbraba. Sobresalían entre las<br />

hojas del plato de la ensalada que había en medio los cuatro mangos de los tenedores de<br />

acero.<br />

Bridway había puesto al lado de su silla, sobre un mal banquillo, la calabaza que servía<br />

de botella en que estaba la cerveza para dar él de beber cuando se lo pidiesen. Cenan, pues,<br />

pero llegando el lance de dar de beber a Betty Eusebio quita a Bridway la calabaza de las<br />

manos, diciendo que él quería servir a mistress Betty. Hardyl, al verlo con tan serena<br />

jovialidad con la calabaza en las manos, no pudo contenerse de no exclamar:<br />

O vitae tuta facultas<br />

Pauperis, augustisque lares! O munera,<br />

nondum intellecta Deum!.<br />

¿Cómo os ocurrieron esos versos?, dijo Eusebio sonriéndose. ¡Ah!, Eusebio; si los<br />

hombres probasen la suave conmoción que siente el alma en estos lances, despojada de las<br />

preocupaciones de la vanidad y de la soberbia, no mirarían con tan gran desdén a los pobres,


ni encontrándose en iguales circunstancias <strong>com</strong>o éstas en que nosotros nos hallamos, se les<br />

angustiaría tanto el corazón, pareciéndoles hallarse fuera de su centro.<br />

Pero decid la verdad sir Bridway; ahora que os habéis acostumbrado a la pobreza, ¿no os<br />

parece que sois más dichoso que cuando erais rico? No, por cierto; no me puedo acostumbrar<br />

a esta vida. La cruel memoria de la pérdida de mis hijos y de mis bienes agraza la<br />

tranquilidad, de la cual gozara sin ella. Verdad es que el fiero desengaño que me dieron mis<br />

desgracias, me hace mirar al mundo y sus cosas con tal aversión que me costará poco<br />

desprenderme de él cuando venga a llamarme la muerte.<br />

¿Y os parece poco dichoso ese estado en que se halla vuestra alma? ¿Cuántos lores de<br />

Inglaterra dieran la mitad de sus bienes para poseer esa indiferencia de vida que vos tenéis?<br />

¿Creéis, acaso, que todas las desgracias de los hombres, o su dicha, se ciñe a perder sus<br />

riquezas o a poseerlas? ¿A cuántos no les son éstas medio para abreviarse la vida o para sentir<br />

mayores desgracias? ¿A cuántos no les hacen la vida más amarga sus hijos díscolos y mal<br />

inclinados? ¿Creéis que el rico no padezca iguales ansias que el pobre? ¡Ah! si supierais cuán<br />

acerbos disgustos y fatales desazones roen el interior de muchas personas grandes y ricas bajo<br />

de sus dorados techos, no envidiaríais tanto vuestros perdidos bienes, porque al fin, ¿no<br />

fueron éstos la causa de todas vuestras desventuras? Si hubierais nacido pobre, ¿creéis que<br />

Kirke hubiera aniquilado vuestra familia? No, ciertamente, y casi me hacéis apreciar mi<br />

presente estado; por lo menos me dais motivo para que en adelante no me sea tan sensible,<br />

cuanto me lo ha sido hasta ahora.<br />

Mas esto tampoco basta, sir Bridway, si el hombre queda destituido de las luces de la<br />

sabiduría, cuyas máximas y reflexiones veis cuánto contribuyen para tranquilizar nuestro<br />

corazón; o por lo menos para que no sintamos tanto los males y desgracias que nos<br />

sobrevienen y que nosotros mismos nos agravamos. Sobre esto continuó a tratar Hardyl,<br />

desmenuzando tanto la materia que al buen viejo le parecía ser otro hombre, levantándose de<br />

la mesa muy consolado y satisfecho de haber recibido en su casa un hombre que <strong>com</strong>enzaba a<br />

infundirle veneración.<br />

El mismo candil que había servido para la cena, sirvió también para alumbrar los dos<br />

aposentos cuando se acostaban; aunque Hardyl y Eusebio, no habiendo de gastar tiempo en<br />

desnudarse, por no tener sábanas, dijeron a Bridway que lo retirase, tendiéndose vestidos<br />

sobre el colchón. Una vieja manta, que se acordaba del último Protógenes, los cubría; y el<br />

ejercicio de aquella tarde contribuyó para que Eusebio, dando vado a sus tristes pensamientos<br />

que le ocurrían, tomase luego el sueño.<br />

Éste le duraba tan fuerte al otro día que Hardyl lo hubo de despertar, diciéndole: Eusebio,<br />

hijo, vamos, que es tarde y nuestros buenos huéspedes hace rato que se levantaron. Esta<br />

mañana debemos ir a ordenar el armatoste para la tienda; pues si hoy se concluye, hago cuenta<br />

de ponerla y <strong>com</strong>enzar mañana nuestro trabajo. Ánimo, hijo.<br />

Eusebio se incorpora, al tiempo que Hardyl con los brazos abiertos decía: ¡Gran Dios!,<br />

<strong>com</strong>padeceos de nosotros. Eusebio a<strong>com</strong>pañó entonces en su interior la exclamación de<br />

Hardyl; y levantados ya, bajaron a la cocina en donde Betty y Bridway los esperaban. El buen<br />

viejo, curioso de saber a qué fin habían traído aquellos juncos y enea, se lo pregunta. Son<br />

materiales para la tienda que queremos poner, le dice Hardyl, ¿habría por ventura aquí cerca<br />

algún carpintero? Sí lo hay; ¿qué os ocurre? Vamos allá, que quiero ordenar el esqueleto de la<br />

tienda.<br />

Llegados a casa del carpintero, Hardyl dice a Bridway que no pierda tiempo por ellos,<br />

pues sabía caminar por Londres. Me voy, pues; pero acordaos que del dinero que sobra del


que me disteis para el alquiler de la cama, lo iré gastando en la <strong>com</strong>ida; y así os esperamos<br />

hoy a <strong>com</strong>er. Iremos, sir Bridway, no lo dudéis.<br />

Hardyl da la idea al carpintero del armatoste para su tienda portátil, de modo que se<br />

pudiese llevar sin mucho embarazo; luego van a verse con el mozo que les había sugerido la<br />

especie, para prevenirlo que al otro día irán a poner la tienda, y a <strong>com</strong>enzar su trabajo. El<br />

mozo quiso informarse del modo cómo lo querían hacer, y diciéndole Hardyl que trayendo<br />

por las mañanas el armatoste y volviéndolo a llevar por las tardes a su casa, el mozo se les<br />

opone diciendo: Eso no, amigos; bueno sería que teniendo yo aquí lugar en el almacén,<br />

permitiese que vinieseis y tomaseis cargados todos los días con ese peso; yo no sé hacer<br />

beneficios a medias; disponed de mí y de mi tienda <strong>com</strong>o queráis. Amo a los cuáqueros y<br />

deseo que se me haya proporcionado esta ocasión para manifestarlo.<br />

¿Quién pudiera creer que con la capa de tan ingenuo y manifiesto favor, en apariencia,<br />

encubriese el infame mozo una diabólica traición?<br />

Hardyl y Eusebio, después de haberle dado sinceras muestras de su agradecimiento, se<br />

despiden de él. Hardyl dice entonces a Eusebio: Si el carpintero nos cumple la palabra que nos<br />

ha dado de concluir mañana el armatoste, pondremos la tienda, pero para ello conviene que<br />

tengamos trabajados algunos cestos y espuertas que sirvan para muestra por lo menos, pues<br />

tienda sin mercadería se me antoja bolsa sin dinero y vaina sin espada.<br />

Podemos, pues, emplear esta mañana y toda esta tarde en trabajar alguna cosilla. De la<br />

enea haré yo espuertas que aquí suelen tener despacho, y de los juncos haréis vos cestos o<br />

azafates, lo que más gana os diere, pues aunque son verdes los juncos, en Londres todo tiene<br />

despacho; y cuando no, podremos buscar materiales preparados, pues también los hay.<br />

Volvamos a casa por aquella otra calle en donde vi ayer en una tienda esteras de venta, y de<br />

paso <strong>com</strong>praremos dos para llevarlas a casa, pues serán a propósito para defender nuestro<br />

armatoste de las inclemencias del tiempo.<br />

Compran de hecho las esteras, y cargando cada uno con la suya vuelven con ellas a casa.<br />

Bridway no estaba en ella y Hardyl dice a Betty si llevaría a mal que trabajasen allí en la<br />

cocina. ¿Qué decís? ¡Cielos!, le responde la oficiosa Betty. Antes bien, con mucho gusto,<br />

disponed <strong>com</strong>o queráis; y desembarazando ella misma un rincón de trastos viejos, Hardyl y<br />

Eusebio se ponen a trabajar.<br />

Ella volvió a tomar la rueca que había dejado para desocupar el rincón, y <strong>com</strong>o la<br />

curiosidad de las mujeres es la misma en todas partes, <strong>com</strong>enzó a preguntarles quiénes eran,<br />

de dónde venían y cómo era que habían venido. Hardyl satisface buenamente a sus preguntas,<br />

hasta contarle el caso del coche. Ella <strong>com</strong>ienza a formar alto concepto de aquellos artesanos,<br />

<strong>com</strong>binando en su mente los discursos de Hardyl, la magnanimidad que conservaban en tal<br />

desgracia, y en el trabajo que les veía emprender; de modo que cuando oyó que su marido<br />

abría la puerta de la calle, se dio priesa para salirle al encuentro fuera de la cocina, llevada de<br />

su admiración, y le dice con voz baja, pero no tanto que no lo oyese Eusebio: ¿Sabéis,<br />

Guillermo? Los cuáqueros que tenemos en casa son caballeros.<br />

No puede ser; los cuáqueros no tienen tales distinciones. A lo menos son señores muy<br />

ricos; decidles que os cuenten su desgracia y lo veréis. Dicho esto le toma la espuerta que<br />

traía el viejo y entran los dos en la cocina.<br />

¡Oh!, sir Bridway, bien venido, le dice Hardyl, y lo saluda también Eusebio. ¿Cómo<br />

ponerse a trabajar tan presto, dijo el viejo, apenas llegados a Londres? Este trabajo, <strong>com</strong>o<br />

veis, no da gran cansancio, le responde Hardyl, y necesitamos de trabajar para poner tienda


mañana. ¿Necesitáis de trabajar y me disteis ayer dos libras esterlinas? Bien; pero acabadas<br />

esas, ¿quién nos dará otras para podernos mantener, si no trabajamos? ¿Queréis que vayamos<br />

pordioseando por las calles de Londres, pudiendo emplear nuestra industria y trabajo mientras<br />

tenemos fuerzas para ello?<br />

Tenéis razón, aunque a la verdad no os creía tan pobres que vuestro caudal se redujese a<br />

dos libras esterlinas. Ocurrió entonces a Hardyl preguntar a Bridway si había cesteros en<br />

Londres, no habiendo visto ninguno en las calles por donde había pasado. Cabalmente, le<br />

responde el viejo, hay uno en este barrio, y cerca de mi tienda. Me haríais, pues, un singular<br />

favor, si os informaseis de él del lugar en que se provee de materiales. Eso lo haré yo con<br />

mucho gusto, y esta noche os daré la respuesta. Luego <strong>com</strong>enzó a hacer algunas preguntas a<br />

sus huéspedes, pero viendo Bridway que Hardyl no le daba pie para entrar, sin curiosidad<br />

manifiesta, en lo que Betty le había dicho sobre su desgracia, desistió por entonces de sus<br />

preguntas y fue a ayudar a su mujer, poniendo sobre las parrillas cuatro costillas de ternera<br />

que había traído. Luego pone en un plato unas rajas de salchichón y en otro pedazo de queso;<br />

y de que estuvieron asadas las costillas, llamados a la mesa, Hardyl y Eusebio dejan su trabajo<br />

y se ponen a <strong>com</strong>er.<br />

Betty mostraba en su mayor encogimiento el mayor concepto que había formado de sus<br />

huéspedes; y Bridway, que iba buscando motivos para poder satisfacer sin nota su curiosidad,<br />

les dijo: ¿Pues es bueno que después de un día que honráis mi casa, haya yo de ignorar<br />

todavía vuestros nombres? El mío, dijo Hardyl, es Jorge Hardyl, y el de este joven es Eusebio<br />

M... Apellido español me parece. Cabalmente, dice Eusebio. Pues yo os había tenido por hijo<br />

de míster Hardyl. No lo soy; pero desde niño me sirve siempre Hardyl de buen padre.<br />

¿Vuestro padre, pues, está en España? Naufragó yendo a la Florida. ¡Gran desgracia!<br />

¿Era tal vez capitán de navío? Iba sólo de pasajero. Nada de todo esto satisfacía los deseos de<br />

Bridway, que quisiera saber si era verdad lo que Betty le había dicho; y no atreviéndose a<br />

preguntarlo por lo claro, sentía que sus huéspedes anduviesen tan modestos en sus respuestas,<br />

acortándolas de propósito Eusebio, y evitando satisfacer por entero a Bridway para contener<br />

el sentimiento de vanidad que le excitó Betty cuando dijo a su marido que eran caballeros.<br />

Pero Hardyl, que llegó a sospechar la curiosidad del viejo, queriendo sonrosear un poco a<br />

Eusebio, tomó ocasión del vaso que tenía en la mano, ocurriéndole beber a la salud de sus<br />

huéspedes, y luego a la de Altano y de Taydor. Eusebio oyendo nombrar a Altano, exclamó:<br />

¡Pobre Altano! ¿Qué será de él? ¿Pues y Taydor, dónde lo dejáis? Taydor está en su patria,<br />

tiene conocidos y parientes en ella; pero el pobre Altano se ha de ver desesperado, ¿quién<br />

sabe lo que será de él?<br />

¿Quiénes son esos hombres?, pregunta inmediatamente el viejo. Son, dijo Hardyl,<br />

mirando a Eusebio y sonriéndose, los criados de Eusebio. Bridway y Betty fijan en él sus<br />

ojos, bajando Eusebio los suyos. Bridway prosigue: ¿Pues y dónde han ido esos criados?<br />

Hardyl le cuenta entonces la doliente historia. ¡Oh cielos!, exclama Bridway, no me habéis<br />

contado antes esa desgracia. Ahora ya la sabéis. La sé, sí, con disgusto; lo siento sobremanera.<br />

¿Y este joven señor se ve reducido a hacer el cestero?<br />

Sir Bridway, dice Eusebio, es menester a<strong>com</strong>odarse a las desgracias. ¿No fuera mucho<br />

peor si me viese reducido a pedir limosna por no saber hacer ningún oficio? Es así; pero os he<br />

visto trabajar con tanta conformidad, sin dar la menor muestra de sentimiento, que estoy<br />

admirado de vuestro ánimo; pues yo después de tantos años, no acabo de quejarme con todo<br />

de mi contraria fortuna. ¿Pero queréis cotejar vuestras sumas desventuras con esta mi<br />

desgracia? Sobre ella añadió Hardyl algunas reflexiones morales y en estos discursos<br />

acabaron de <strong>com</strong>er. Bridway dijo entonces que se iba a su tienda y que no se olvidaría de


informarse del cestero sobre los materiales. Hardyl y Eusebio volvieron a su trabajo, y Betty<br />

se puso a lavar los platos. Metido Eusebio en su trabajo, le ocurre otra vez Altano, y mueve<br />

sobre él la conversación: Dos contra dos, dice, bien se habrán sabido defender; y no creo que<br />

los cocheros se hayan atrevido a Taydor, pues aunque es tan bueno cuanto honrado, es<br />

también hombre de pelo en pecho y valiente <strong>com</strong>o el que más.<br />

Eso lo creo yo también, dijo Hardyl, los más esforzados son <strong>com</strong>únmente los que menos<br />

manifiestan su valor. ¿Pero no sabéis cuánto puede a veces la maligna superchería? Yo no<br />

quiero formar mal agüero; antes bien, me persuado que los cocheros tiraron sólo a los<br />

caballos, pues el coche no es aguja que se pierda en un pajar. Lejos no han podido ir, porque<br />

Altano y Taydor no habrán querido partir del lugar en que hayan parado sin vernos llegar a él;<br />

y <strong>com</strong>o si lo viese, los cocheros, con el pretexto de dar pienso a los caballos, se habrán ido<br />

con ellos a otra provincia, aunque ésta de Middlesex es bastante extensa; pero a caballo se va<br />

al cabo del mundo.<br />

Gil y Taydor se habrán visto muy embarazados y llenos de congojas al verse sin caballos<br />

e ignorando nuestro destino, no sabrán qué partido tomar. En fin allá lo veremos. La justicia, a<br />

quien dimos parte, habrá ya tomado sus providencias. Luego que hayamos puesto la tienda,<br />

iremos a ver al juez de paz, con quien hablamos, para ver qué respuesta nos da.<br />

Betty, habiendo puesto en arreglo su menaje, acudió a la rueca y, mojando la hilaza con<br />

la saliva, llegóse a Eusebio y Hardyl que trabajaban; su curiosidad no había quedado del todo<br />

satisfecha. Comenzó, pues, a ensartar preguntas a las cuales respondía ya el uno, ya el otro,<br />

acerca de su viaje, de los cuáqueros, de Filadelfia; y habiendo suscitado Hardyl con sus<br />

preguntas la especie de John Bridge, aquel joven a quien Hardyl dio en Filadelfia sesenta<br />

guineas, le pregunta si sabía que en Londres hubiese un mercader que se llamaba Pablo<br />

Bridge.<br />

Murió hace dos años, dejando inmensa riqueza. ¿Y tuvo hijos? Uno dejó, el cual hace<br />

algunos años que se restituyó a Londres después de haber corrido el mundo y de haber dado<br />

mil pesadumbres a su padre. ¡Oh! Conozco bien esa casa. ¡Bueno si la conozco! Serví algunos<br />

años en otra que, aunque algo distante de la de sir Bridge, tenía mucha amistad con ella.<br />

¿Sin duda debe ser muy mala cabeza ese su hijo? Muy travieso fue en su mocedad; basta<br />

deciros que mató al hijo del lord H... ¿Y pudo finalmente restablecerse en Londres? ¡Ah!,<br />

míster Hardyl, el dinero todo lo <strong>com</strong>pone. Pero, ¿sabéis de qué modo se <strong>com</strong>puso ese<br />

negocio? No lo sé; me casé poco después y no supe más del caso.<br />

¡Cuánto me alegro, dijo entonces Eusebio, de saber que John Bridge esté en Londres!<br />

Hasta ahora no me había ocurrido. Podemos ir a verlo, Hardyl; tal vez se acordará de<br />

nosotros. Eso no lo sé, Eusebio; el rico suele siempre desconocer al pobre, a quien desdeña. Si<br />

volvemos a encontrar el coche, entonces podremos darle parte de nuestra llegada y veremos<br />

cómo lo recibe. Pero antes no es prudencia exponernos a recibir un sonrojo sin necesidad. De<br />

esto nos exime nuestro oficio.<br />

Acabado de decir esto llega el carpintero con el armatoste concluido. Hardyl lo coloca en<br />

pie allí mismo en la cocina y lo cubre con las esteras. Eusebio coge entonces la silla y,<br />

llevándola dentro de aquella barraca, se sienta, poniéndose a mirarla de arriba a abajo, <strong>com</strong>o<br />

<strong>com</strong>placiéndose de verse abrigado de aquel portátil edificio. Betty se <strong>com</strong>punge al verlo,<br />

cotejando la modesta serenidad que conservaba en aquel humilde estado, después de haber<br />

perdido su coche, caballos, criados y dinero.


Hardyl paga al carpintero con el dinero que le entregó Eusebio; luego suplica a éste le<br />

quiera dar una mano para rollar las esteras y disponer el armatoste para llevarlo al otro día a la<br />

plaza. En esta maniobra los sorprende Bridway, que volvía de su tienda, y les dice: ¿Pues qué,<br />

esto va de veras? ¿Es posible que no haya de parecer el coche?<br />

Mañana mismo, responde Hardyl, puede muy bien suceder; pero puede también no<br />

parecer jamás. ¿No habéis oído decir que la esperanza del desidioso es el anzuelo de su mala<br />

ventura? Si parece, arrimaremos entonces estos trastos y os quedará memoria de nosotros en<br />

esas espuertas y cestos que hemos trabajado. ¿Pero os acordasteis de preguntar por los<br />

materiales? Me dijo el cestero que los hace venir de un almacén de Southwark.<br />

Os agradezco la noticia; mañana iremos, pues, a proveernos. Veo que es hora de cenar,<br />

pero permitidme que acabe esta espuerta, pues me falta poco. Entre tanto Betty puso la mesa<br />

y, acabada la espuerta, se pusieron a cenar, tratando mientras duró la cena del modo y lugar en<br />

que habían de colocar la tienda y del generoso ofrecimiento que les hizo el mozo de la plaza<br />

de Spittle-Fields. Al otro día, después de haberse levantado, antes de cargar con las esteras y<br />

máquina de la tienda, Hardyl hace tomar a Eusebio un zoquete de pan y un trago de agua. Lo<br />

toma también él en presencia de Betty y de Bridway, que los estaban contemplando; luego<br />

<strong>com</strong>ienza a poner manos a la obra. Eusebio se había arrodillado en el suelo para atar con la<br />

soga las arrolladas esteras, después de haber alargado el cabo por debajo de ellas para que<br />

Hadyl lo tomase.<br />

Éste notó entonces que Bridway hacía señas con la cabeza a Betty, su mujer, para que<br />

mirase a Eusebio en aquella postura, <strong>com</strong>o queriendo que ella participase de la <strong>com</strong>pasiva<br />

admiración que a él mismo le causaba; pero al tiempo que Hardyl se bajaba para tomar las<br />

esteras, se ofreció Bridway a llevar una de ellas; mas Hardyl no lo consintió, diciéndole que<br />

tenía fuerzas para llevar las dos. Quedaba el armatoste para Eusebio, y al tiempo de cargar<br />

con él <strong>com</strong>enzó a palpitarle un poco el corazón; pero después que Bridway y Betty se lo<br />

a<strong>com</strong>odaron sobre los hombros y se vio en la calle, camino de la plaza, se sosegó<br />

enteramente.<br />

El mozo de la tienda, que contaba los momentos de su tardanza, luego que los vio<br />

<strong>com</strong>parecer, entra a llamar al hombre que los servía, para que saliese a ayudarles a descargar<br />

y plantar el armatoste. En un instante se hizo visible a toda la plaza de Spittle-Fields aquel<br />

humilde templo de la virtud industriosa. Hardyl quiere poner por muestra las espuertas y<br />

cestos ya trabajados, pero se los había dejado en casa.<br />

Bien notó Betty antes que saliesen de su casa este descuido de Eusebio, a quien Hardyl<br />

los había encargado; pero le tuvo sobrada <strong>com</strong>pasión para avisarlo, habiendo determinado<br />

llevarlos ella misma, <strong>com</strong>o lo hizo, llegando a la tienda con los cestos al tiempo que Hardyl<br />

los echó de menos. Pero <strong>com</strong>o se habían dejado también los fajos de juncos y enea, hubo de ir<br />

Hardyl por uno de ellos, dejando a Eusebio en<strong>com</strong>endada la barraca.<br />

El mozo, a quien importaba hacerles todas las posibles demostraciones, luego que vio<br />

solo a Eusebio, le hizo entrar en su tienda, en donde <strong>com</strong>enzó a preguntarle sobre su venida a<br />

Londres, sobre el tiempo que se detendrían y la casa en que moraban. Eusebio satisfacía a<br />

todas sus preguntas, cobrándole mucha afición, por la que el mozo le manifestaba. Hardyl<br />

llega con un fajo; y luego dan principio a su trabajo.<br />

Eusebio <strong>com</strong>enzaba a desahogar su pecho, algo oprimido hasta entonces de todas<br />

aquellas menudencias y engorros necesarios para llegar a ganarse el sustento y que son<br />

<strong>com</strong>únmente los mayores embarazos que atan los brazos a la desidia. ¡Pero qué pura y sincera<br />

satisfacción no gustaba entonces en su trabajo <strong>com</strong>enzado! Sintiéndose, sin echarlo de ver,


hecho superior a su desgracia, a su fortuna, sin servil dependencia de los demás hombres y<br />

confortado de los sentimientos de su resignación, su alma quedaba inundada de alborozo<br />

celestial al conformarse con las supremas determinaciones, gozando de tener en sus manos el<br />

remedio contra la necesidad, a que lo exponía su contraria fortuna, y <strong>com</strong>placiéndose de que<br />

su industria y trabajo le sirviesen en lugar de los bienes que había perdido.<br />

Hombres de negocios, desvalidos pretendientes de empleos y dignidades; cortesanos<br />

caídos, desatendidos militares, quejosos escritores: venid y atreveos a decir a vista de<br />

Eusebio, que trabaja, que son más envidiables vuestras ansias vuestros anhelos, vuestras<br />

congojas y amargas desazones, que la soberana tranquilidad y sublime grandeza de ánimo de<br />

ese joven, empleado en un oficio al parecer tan despreciable.<br />

Verdad es que la suerte les está amenazando un golpe más terrible que el que acaban de<br />

sentir con la pérdida de su coche. Pero Hardyl preso y Eusebio maniatado entre los horrores<br />

de una cárcel, desdeñarán trocar sus heroicos sentimientos con los viles y bajos que os hacen<br />

someter vuestra noble libertad a los pies del altanero, cuya desdeñosa protección adoráis,<br />

antes que formaros con un industrioso trabajo una independiente soberanía que os exima de<br />

las ambiciosas humillaciones con que mendigáis un favor arrogante, a costa de un vergonzoso<br />

abatimiento.<br />

El mozo de la tienda, queriendo tomar también el tiento a Hardyl, con el pretexto de ver<br />

los trabajos, hízole casi las mismas preguntas que a Eusebio; y pareciéndole que ambos a dos<br />

le venían de molde para las intenciones de su maligno corazón, resolvió ponerlas cuanto antes<br />

en ejecución.<br />

Era este mozo de Bristol, llamado Felipe Blund, hijo de honrados padres y él mismo muy<br />

fiel y honrado antes que viniese a Londres, habiendo hecho notables progresos en sus<br />

estudios, que desamparó por aprovecharse de la ocasión de servir al mercader que era amo de<br />

la tienda en donde entonces se hallaba. Pero de dos años que estaba en ella, habiéndose<br />

enamorado de quien no debía, fue perdiendo insensiblemente los sentimientos de fidelidad y<br />

honradez, dando al mismo tiempo entrada en su corazón, <strong>com</strong>o sucede, a todos los vicios que<br />

a<strong>com</strong>pañan a un amor ilícito y desordenado.<br />

Cuanto más hermosa es la mujer prostituida, tanto más caros vende sus favores. La de<br />

Blund lo era; mas era al mismo tiempo una de las muchas Caribdis, ídolos de los fáciles y<br />

desdichados necios, que andan muy desvanecidos con su pasión por verse acariciados de una<br />

blanca mano, sin echar de ver que es ella cabalmente la del más sórdido interés y no la de<br />

correspondencia de un puro amor, <strong>com</strong>o se imaginan.<br />

No le bastaba al insensato Blund lo que honradamente ganaba en su empleo para<br />

satisfacer a la codicia y a la vanidad de su amada, y aunque su honrada fidelidad resistía al<br />

principio a las sugestiones del vicio, pasando por la mortificación de pedir prestado antes que<br />

tocar al dinero de su amo; pero acosado finalmente de sus acreedores, hubo de atrasar<br />

pagamentos, y de deshacer cuentas enteras para soldar las quebradas.<br />

No bastando tampoco estas marañas para los desperdicios de su empeñado amor, viose<br />

precisado a romper con la vergüenza que le quedaba y con los restos de su honor, luego que<br />

vio en su poder de un golpe trescientas libras esterlinas que acababa de cobrar; fabricando en<br />

su imaginación mil trampantojos y ensayando medios para defraudarle a su amo aquella<br />

cantidad sin perjuicio de su crédito y estimación.<br />

Allanáronsele todas las dificultades con la vista de los cuáqueros, que tales creía a<br />

Eusebio y Hardyl cuando se le presentaron para informarse de la tienda, pues si podía


educirlos a que aceptasen el expediente que les daba de venir a poner tienda al lado de la<br />

suya, daba por hecho el lance, pudiendo achacarles el hurto, que hacía tan probable la<br />

frecuencia de entrar y salir en su tienda aquellos hombres advenedizos.<br />

Viendo, pues, ahora que le había salido tan bien su diabólico engaño, saltaba de contento,<br />

no perdonando demostración ni agasajo para aficionárselos, siendo él el primero en<br />

<strong>com</strong>prarles las espuertas que habían trabajado y que estaban allí por muestra; aunque para que<br />

no quedase la tienda desairada las dejó allí hasta que hubiesen trabajado otras.<br />

Formó Eusebio buen agüero del despacho que había de tener su trabajo con esta <strong>com</strong>pra<br />

de Blund. Confirmóselo, también la venta que hizo por la tarde de un cesto y de un azafatillo<br />

de juncos a un niño, hijo de un caballero que pasaba por la tienda, y que no quiso moverse de<br />

allí, regañando, hasta que su ayo se los <strong>com</strong>pró.<br />

Llegada la hora de cerrar la tienda, estuvo pronto el criado de Blund para ayudarles a<br />

deshacer la barraca y colocarla en el almacén. Hardyl y Eusebio le agradecieron de nuevo<br />

tantas demostraciones de cordialidad que con ellos usaba y se volvieron a casa con la<br />

ganancia de aquel día, bendiciendo Eusebio la providencia, que <strong>com</strong>enzaba a re<strong>com</strong>pensar su<br />

industria y trabajo.<br />

Bridway, que ya estaba en casa, los recibió con alborozada afabilidad; y Hardyl, que nada<br />

perdía de vista, dijo a Eusebio delante de sus huéspedes: Veis, Eusebio, que hemos<br />

enderezado nuestra desgracia, gracias al oficio que aprendimos; pero conviene que pensemos<br />

también a la conveniencia y a las obligaciones que tenemos contraídas con nuestros más<br />

allegados, y que cumplamos con ellas. Prometisteis a Henrique Myden darle parte de vuestra<br />

llegada a Londres e hicisteis, si no me engaño, la misma promesa a Leocadia. No hay por qué<br />

diferirlo. Sir Bridway os permitirá que les escribáis antes de la cena. Con mucho gusto, dijo<br />

Bridway, voy a la casa inmediata a pedir recado pues yo no tengo; y vuelvo luego, luego.<br />

Bridway vuelve con tintero, pluma y papel, y Eusebio se pone a escribir. Hardyl,<br />

Bridway y Betty se ponen a conversar algo apartados con voz baja, mientras Eusebio escribía,<br />

para no distraerle. La curiosa Betty, que había oído nombrar a Leocadia, preguntó a Hardyl<br />

con voz baja si era la madre de sir Eusebio. Hardyl, queriendo tomarse inocente solaz de su<br />

curiosidad, le responde: No es sino la prometida esposa de sir Eusebio; doncella rica y la más<br />

hermosa y cabal que haya yo visto en todos cuantos países he corrido, que son muchos.<br />

¡Pobre señorita!, exclama Betty. ¡Cuántas lágrimas no le costará la desgracia de sir<br />

Eusebio cuando la sepa, pues a mí me las saca! En verdad que es un joven adorable. ¡Qué<br />

paciencia tan jovial! ¡Qué dulce serenidad en medio de sus trabajos! Esta mañana se me<br />

quebraba el corazón al verlo en el suelo de rodillas arrollar las esteras y me hube de hacer<br />

fuerza para no prorrumpir en llanto cuando le cargamos sobre los hombros el armatoste. Sin<br />

duda que os debe ser muy suave su <strong>com</strong>pañía.<br />

El viejo Bridway alargaba ojos y oídos para entender lo que Hardyl y Betty se contaban<br />

en voz baja, <strong>com</strong>prendiendo por las medias palabras que oía que hablaban de Eusebio. Mas no<br />

pudiendo sacar en limpio el discurso, se acercó con la silla. Hardyl, dando entonces un poco<br />

más de cuerpo a la voz, satisfacía a las preguntas de Betty y de Bridway, a quienes hizo larga<br />

relación de la patria, padres y riquezas de Eusebio; de la adopción que hicieron de él Henrique<br />

y Susana Myden, de su establecido matrimonio y de todo cuanto a Eusebio concernía; pues<br />

aunque se hubiera dejado la mitad, las preguntas de sus buenos huéspedes le hicieron apurar<br />

la materia, de modo que Eusebio pudo acabar sus cartas antes que Hardyl dejase plenamente<br />

satisfecha la atención de los que pendían de sus labios al oírlo.


He concluido, Hardyl, dijo entonces Eusebio, ¿queréis ver las cartas? Sí, veámoslas. Y<br />

tomando la que había escrito a Henrique Myden, leyó:<br />

«Eusebio a su buen padre Henrique Myden:<br />

»Cincuenta y tres días después de nuestra sensible separación, llegamos a Douvres,<br />

donde me proveí de coche y caballos para continuar por tierra hasta Londres nuestro viaje.<br />

Llegamos a ella, pero en muy diferente estado del que nos podíamos prometer. Caballos,<br />

coche, Altano y Taydor que iban en él, cédulas de cambio y todo el dinero que llevábamos,<br />

desaparecieron antes de llegar a Dartford, a donde quisimos encaminarnos a pie, enviando el<br />

coche adelante, sin que sepamos hasta hoy día su paradero.<br />

»Un encanto no tuviera tanta fuerza en mi imaginación, cuanta la realidad de lo que os<br />

cuento. ¿A qué accidentes no está expuesto el hombre en la tierra? Todo lo ha remediado el<br />

in<strong>com</strong>parable Hardyl. Hoy hemos puesto tienda de nuestro antiguo oficio en la plaza de<br />

Spittle-Fields y salgo de ella para participaros nuestra situación.<br />

»Os ruego, padre mío, no queráis anticiparos el sentimiento que no nos causa a nosotros<br />

esta desgracia, pues nos hallamos en el mismo estado que profesábamos en Filadelfia cuando<br />

hacíamos los cesteros; y si os fuese sensible la pérdida del coche y dinero, tened presente que<br />

tal vez mañana lo podemos recobrar todo, andando en ello la justicia, a quien dimos luego<br />

parte. Si fuera así, vuestro sentimiento sería por un motivo muy atrasado y por causa que ya<br />

no existiría.<br />

»El buen Hardyl tuvo luego la precaución de avisar a los mercaderes a quienes iban<br />

dirigidas las letras de cambio, por si acaso se hubiesen alzado con ellas los cocheros, a<br />

quienes atribuimos el robo del coche. Pero para precaver toda contingencia posible, os ruego<br />

nos remitáis otras, que esperamos sin ansia y sin desasosiego, pues os aseguro que goza mi<br />

corazón de mayor tranquilidad que el del rey en su trono.<br />

»En Douvres <strong>com</strong>encé a sentir la vana <strong>com</strong>placencia de las <strong>com</strong>odidades de un rico<br />

estado. Las pasiones, no hay duda, se huelgan más en la riqueza, porque ésta ensancha más la<br />

confianza del corazón; pero al mismo tiempo lo avasalla a mil afectos y solicitudes, cuya<br />

momentánea <strong>com</strong>placencia, aunque muy lisonjera, no equivale a la santa y pura satisfacción<br />

del alma, que se reconcentra en sí misma, sacando de la humillación de su pobre estado un<br />

consuelo tan suave y tan noble superioridad de espíritu, que parece le hacen reina del<br />

universo.<br />

»Os digo esto para que, sabiendo vos la quietud que disfrutamos en medio de nuestra<br />

desgracia, no os toméis ninguna pesadumbre por ella, pues queda ya remediada. Así<br />

aprenderé a regularme mejor en la riqueza, la cual había <strong>com</strong>enzado a engreír mi ánimo,<br />

enajenándolo de la virtud, de modo que sin el ejemplo y máximas del respetable Hardyl, no sé<br />

si hubiera podido resistir así a las instigaciones de mi vanidad antes de la desgracia, <strong>com</strong>o al<br />

abatimiento que ésta me causó.<br />

»Hardyl supo levantar mi afligido espíritu del enajenamiento que padecía y me condujo<br />

<strong>com</strong>o por la mano otra vez al camino que desamparaba; donde si llego a dar el temple a mis<br />

sentimientos con el ejercicio de la virtud, de modo que me sea lo mismo vivir pobre que rico,<br />

no dudo que será entonces mi estado muy envidiable, pues creo que no puede haber en la<br />

tierra más superior bienaventuranza. Ésta os deseo con la salud, para poderos dar prueba con<br />

muy tiernos abrazos del eterno amor, agradecimiento y respeto que os conservará siempre.<br />

Vuestro hijo Eusebio».


Dad acá la pluma, dijo Hardyl, acabada de leer la carta, y en posdata escribió:<br />

«Hardyl, que os ama, confirma todos los sentimientos de la carta e insiste en que no<br />

toméis pesadumbre por el accidente del coche, pues sabéis que no necesitamos de ruedas para<br />

navegar por el mundo: el mismo os abraza».<br />

Luego tomó la carta de Leocadia, que decía:<br />

«Eusebio a su adorable Leocadia:<br />

»La ausencia, ¡oh mejor parte de mí mismo!, la dura ausencia, a la cual vuestra severa<br />

virtud me condenó, fuera la sola pena a que pudiera sujetarse un corazón que os adora, si la<br />

suerte no me hubiese puesto a prueba de muy fatales accidentes. Mas vuestro Eusebio<br />

precipitado en el mar, sacó ardientes fuerzas de su amor para luchar a brazo partido con las<br />

olas y triunfar de ellas para llegar a Douvres con la vida, que sólo me hubiera sido sensible<br />

perder, porque con ellas ¡oh dulce amor mío!, os perdía.<br />

»Añadid a esta desgracia la del robo del coche, caballos y dinero en la ciudad de<br />

Dartford; mas con todo no ha podido merecer en mi pecho pena y sentimiento igual a los que<br />

me fomenta de continuo la privación de un amable objeto, que sólo pudo enajenar los sentidos<br />

de Eusebio.<br />

»No, Leocadia: reducido a granjearme el sustento con el sudor de mi rostro y ocupado en<br />

la tienda que hemos puesto en Spittle-Fields para no morir de hambre, ninguna hermosura de<br />

la tierra adornada de todas sus riquezas, llegaría a deslumbrar mis ojos que, fijos en vuestra<br />

presencia, recibe de ella consuelo para fortalecer mi pecho en la miseria y para no ver sino en<br />

vos sola, ¡oh eterno amor mío!, el colmo de la felicidad a que aspiro.<br />

»¿Cuál, cuál será el suceso infeliz, ni la promesa halagüeña, ni el amenazado tormento<br />

que puedan torcer la eterna felicidad, ni apagar el ardiente amor que inflama a vuestro amante<br />

en la contemplación de vuestras perfecciones? ¿Aunque la muerte enviada de lo alto viniera a<br />

destruir mis felices esperanzas pudiera por ventura robarme la dicha de haber merecido<br />

vuestra correspondencia?<br />

»¿Qué pudiera faltar entonces para el colmo de la felicidad de Eusebio correspondido?<br />

¿Qué faltará?... ¡Oh cielos!... ¡Oh terribles atractivos de aquellos dulces ojos, fraguas de<br />

ardientes rayos que llegan a inflamar mi memoria y los deseos que debo sofocar todavía! ¡Oh<br />

irresistibles alicientes de aquellas tiernas y severas gracias, de aquel honesto y hermoso<br />

rostro!... ¿Mas dónde me arrastra mi enajenada fantasía?<br />

»¡Oh virtud adorable! Ven, opón a mi memoria descarriada el espejo de tus divinas<br />

perfecciones. Chupen mis labios en tu sagrado seno el destello celestial que de vigor a mi<br />

postrado espíritu y fortaleza a mis desfallecidos sentimientos. Sosiegue tu suave mano el<br />

tumulto de mis palpitantes afectos, ciña mis lomos tu casta severidad, y tu sacrosanto velo<br />

cubra mi frente para que tu grabada imagen borre las ideas de las cuales me requieres tú<br />

misma al sacrificio.<br />

»Perdona, Leocadia, este enajenamiento, a un inflamado amante que te adora, que te<br />

amará eternamente,<br />

Eusebio».


Extraña carta es ésta, dijo Hardyl, pero el amor se entiende. Veremos cómo la lleva<br />

Leocadia.<br />

Eusebio cierra las cartas y da lugar para que se prepare la mesa. Siéntanse luego a ella.<br />

Leocadia ocupó la <strong>com</strong>pasión de Betty, la <strong>com</strong>placencia de Eusebio y el discurso de todos el<br />

tiempo de la cena, empeñando a más de esto la memoria y afectos de Eusebio la mayor parte<br />

de la noche, sin dejarle descansar sus pensamientos.<br />

Al otro día, antes de encaminarse a la tienda, llevaron las cartas al mercader que se<br />

encargó de remitirlas. De allí pasaron a verse con el juez de paz para informarse del coche.<br />

Pero sólo supieron de él que había tomado todas las posibles providencias para encontrarlo; y<br />

con esta sola noticia fueron inmediatamente a la plaza de Spittle-Fields para aderezar su<br />

barraca.<br />

Experimentaron la misma atención cariñosa que el día antecedente de la parte del mozo,<br />

que los esperaba con impaciencia, habiendo <strong>com</strong>enzado a poner en ejecución la noche antes<br />

su detestable maldad, disponiendo de las trescientas libras esterlinas que había cobrado; pues<br />

se lisonjeaba poder achacar aquel hurto a los cesteros, acusándolos de ladrones, sin temer que<br />

pudiera descubrirse su engaño. Con todo, luego que Hardyl y Eusebio se pusieron a trabajar,<br />

acudió a la barraca y fijó en ellos sus ojos, particularmente en el joven Eusebio, cuya dulce<br />

modestia y suave serenidad parecía le reprobasen su infame traición, representándole la<br />

fealdad de su delito la inocencia de entrambos, oprimida con la ignominia de la cárcel y con la<br />

muerte infame que había de seguir a su acusación.<br />

¿Pero cómo reponer cien libras esterlinas tragadas la noche antes de su voraz Euripo?<br />

¿Qué excusa, qué trampantojo idear para encubrir su delito al dueño que sabía la cobranza<br />

hecha y cuya entera suma esperaba al otro día? ¿Querrá descubrirse antes reo el traidor Blund<br />

y padecer la ignominia de la prisión y una muerte infame, que dejar de acusar a los inocentes?<br />

¿Se atreverá a perder su establecida reputación a los ojos del mundo y de su amada? ¿Querrá<br />

renunciar y romper para siempre un trato que arrancó de su pecho los sentimientos de la<br />

honradez? ¡Oh amor infame! Ve a qué mortales congojas, a qué delitos induces un corazón<br />

honrado que se horroriza de sí mismo de haber podido llegar a tan funestos extremos.<br />

Avasallaron al infeliz Blund estas terribles zozobras de su amor propio y de su vanidad,<br />

mas a pesar de sus interiores angustias y de los remordimientos de su conciencia, se esforzó<br />

en llevar adelante su infame resolución, acusando a Hardyl y a Eusebio, <strong>com</strong>o lo había<br />

determinado.<br />

Para dar mayor probabilidad a la acusación del robo, después que aquella misma tarde<br />

acabaron su trabajo y que pusieron la barraca en el almacén, les rogó se quedasen allí en la<br />

tienda hasta que él volviese, que sería luego. Ellos condescendiendo con los ruegos de quien<br />

tanto les favorecía, esperaron que Blund volviese, pagados de la confianza que mostró hacer<br />

de ellos, en<strong>com</strong>endándoles la tienda <strong>com</strong>o les dijo, por no tener entera satisfacción del<br />

hombre que le servía.<br />

Al cabo de buen rato llega Blund a<strong>com</strong>pañado de dos amigos suyos, a quienes ocultó las<br />

intenciones que llevaba de hacerles servir de testigos en caso de necesidad de cómo habían<br />

visto los cuáqueros en su tienda; y a éstos les vendió la cruel fineza de traerles aquellos<br />

amigos suyos para hacerlos sus parroquianos. Eusebio quedaba asombrado de la cariñosa<br />

propensión que Blund les manifestaba; pero Hardyl <strong>com</strong>enzaba a descubrir en ella una<br />

afectación que conmovía su desconfianza; y aunque no pudo dejar de manifestarle su<br />

agradecimiento al nuevo favor, se despidió de él resuelto a penetrarle todas sus intenciones y<br />

a recatarse de todas sus afectadas finezas.


Ellos volvieron a casa de Bridway y el traidor Blund dirigió sus mal asegurados pasos a<br />

la del mercader, su amo, para contarle el fallo que había encontrado en su tienda de las<br />

trescientas libras esterlinas, diciéndole las sospechas que tenía de que se las hubiesen robado<br />

dos cuáqueros cuya circunstancia de la inmediación de la tienda y de la frecuencia que les<br />

había permitido en la suya, le contó por menudo, acusándose de necio por haberse fiado de<br />

dos hombres desconocidos, que no debía.<br />

El mercader, irritado sobremanera por tal pérdida, prorrumpiendo en baldones y<br />

denuestos contra el necio atolondramiento de Blund, el cual los engullía con tanto mayor<br />

gusto, cuanto mayor era la seguridad que para sí se prometía, viendo que su amo se había<br />

mamado el embuste. Éste lo echa de allí, jurando de delatar el hurto a la justicia, <strong>com</strong>o lo<br />

ejecutó al otro día.<br />

Aún no había amanecido éste, ni Bridway ni Betty se habían levantado todavía, cuando<br />

Hardyl despierta a Eusebio diciéndole: Eusebio, levantaos, que hemos de ir a Southwark para<br />

proveernos de materiales. Eusebio, soñoliento, se levanta y sigue a Hardyl que bajaba la<br />

escalera a tientas por falta de luz, pues la del día apenas <strong>com</strong>enzaba a rayar; y aunque a<br />

Eusebio se le hacía algo duro, la presencia de Hardyl y sus máximas, disiparon luego su<br />

sentimiento.<br />

Salen de casa, habiendo prevenido de ello la noche antes a sus buenos huéspedes, y se<br />

encaminan a Southwark de donde volvieron cargados con sus fajos más tarde de lo que<br />

creyeron y a hora en que los esperaban Betty y Bridway con solicitud a <strong>com</strong>er por haber<br />

pasado mediodía, porque a más de ser largo el camino, viéronse obligados a esperar al<br />

mercader que les había de vender los materiales; lo que fue causa de que perdiesen aquella<br />

mañana y de que no pudiesen poner la tienda ni trabajar en ella.<br />

Había también madrugado el amo de Blund para delatar el hurto a la justicia, sin ponerlo<br />

en solas sospechas, <strong>com</strong>o Blund lo había insinuado, sino que acusó de hecho a los cesteros de<br />

ladrones; de modo que el juez de paz envió los alguaciles a la plaza de Spittle-Fields para<br />

prenderlos. Pero <strong>com</strong>o los cuáqueros no habían <strong>com</strong>parecido en toda aquella mañana por<br />

haber ido a Southwark a proveerse de materiales, los esbirros o alguaciles, no viendo la tienda<br />

de la cual les dieron las señas, hubieron de acudir a la de Blund para informarse en ella.<br />

¿Quién pudiera pintar al vivo las terribles angustias y congojas que roían el corazón de Blund,<br />

no viendo <strong>com</strong>parecer en aquella mañana los cuáqueros y viendo entrar en su tienda los<br />

alguaciles para informarse de ellos? Blund, no sabiendo darles razón de su ausencia en aquella<br />

mañana, hubo también de hacer de espía, diciéndoles el barrio y casa en donde habitaban,<br />

habiéndose informado de ellos mismos de esta circunstancia.<br />

Los alguaciles, con los informes de Blund, se encaminaron a casa de Bridway para<br />

prender a Hardyl y a Eusebio si los encontrasen en ella, al tiempo que éstos, después de haber<br />

<strong>com</strong>ido, se iban cargados con sus fajos hacia la plaza de Spittle-Fields; pero por calle<br />

diferente de la que habían tomado los alguaciles y bien ajenos de la desgracia que les estaba<br />

amenazando. Llegados los alguaciles a casa de Bridway, preguntan por los cesteros a Betty;<br />

que se hallaba sola en casa. Ésta, asustada de ver delante de sí la justicia que preguntaba por<br />

Hardyl y Eusebio, no sabía qué pensar, cotejando en su turbada mente las santas costumbres<br />

de sus huéspedes con las opuestas sospechas que la venida de los alguaciles le infundía. Ella,<br />

enderezando la rueca y el huso, que casi se le había caído de las manos por el susto, les dice<br />

que acababan de salir de casa cargados con sus fajos para la plaza de Spittle-Fields. El<br />

capataz, haciendo señas de reojo a sus fusileros, dales orden de registrar toda la casa, y no<br />

encontrándolos en ella, toma el camino de la plaza en donde Hardyl y Eusebio, acabando de<br />

poner su tienda, se habían puesto a trabajar.


Cuando Hardyl llegó a la tienda de Blund para sacar del almacén su armatoste, viendo la<br />

seca palidez de su rostro y el desabrimiento con que los recibía extrañó sumamente la<br />

repentina mudanza, y aunque daba mil vueltas a todas las sospechas que le nacían no<br />

pudiendo dar en la causa, ni fijar su temor, debió acudir a su virtud y poner en ella sola su<br />

confianza. Eusebio también había extrañado el seco recibimiento de Blund, pero sin hacer alto<br />

en ello <strong>com</strong>enzó su trabajo.<br />

Todos los mercaderes y mozos de las tiendas de la plaza, que antes que llegasen Hardyl y<br />

Eusebio a ella habían visto entrar los alguaciles en la tienda de Blund, acudieron a informarse<br />

de lo que era aquella novedad. Blund, para sacudir toda sospecha ignominiosa que podía ser<br />

en detrimento de su opinión, procuró divulgar el hurto de los cuáqueros, de modo que no<br />

quedaba ínfimo mozo en las tiendas, ni mujercilla en la casa que no se asomase a las puertas y<br />

ventanas señalando con el dedo la tienda de los cuáqueros luego que la vieron levantada.<br />

Creció la general curiosidad al ver de nuevo en la plaza los alguaciles que se<br />

encaminaban hacia la barraca. Un sordo murmurio, un general llamamiento de unos a otros,<br />

puso a todos en movimiento y consternación, siguiendo unos con los ojos a los alguaciles y<br />

otros más curiosos y atrevidos a<strong>com</strong>pañándolos para ver de cerca cómo prendían a los<br />

cuáqueros.<br />

Bien notaron Hardyl y Eusebio el general movimiento de la plaza, pero muy ajenos de<br />

sospechar la desgracia que estaba para caer sobre ellos, proseguían plácidamente su trabajo,<br />

cuando de repente se ven encima aquellos hombres armados, que con voz ronca y<br />

amenazadora les decían que se tuviesen a la justicia.<br />

Eusebio, aturdido, enajenado de aquella terrible aparición, deja caer de las manos el cesto<br />

<strong>com</strong>enzado, echándosele al mismo tiempo encima los alguaciles para maniatarlo. Su rostro se<br />

cubre de palidez, una tristísima noche ocupa su mente y corazón. Hardyl, superior a todos los<br />

accidentes de la vida, levantó sin alteración los ojos a la voz de los alguaciles prosiguiendo su<br />

trabajo, hasta que uno de los corchetes se lo quitó de las manos para maniatarlo, haciéndole<br />

levantar de su asiento.<br />

El primer movimiento de su alma fue volverse con toda la efusión de su cariño para ver a<br />

su amado Eusebio, y viéndolo pálido, triste y que volvía hacia él sus ojos preñados de susto,<br />

dolor y lágrimas, le dice:<br />

Nunc animis opus, AEnea, nunc pectore firmo. Hablad jerigonza cuanto queráis, dijo uno<br />

de los corchetes mientras los maniataba, allá os lo dirán; y luego que los tuvieron atados, se<br />

los llevan. Un inmenso pueblo llenaba ya la plaza, atraído de la novedad, abriéndose el paso<br />

los alguaciles entre la gente y siguiéndolos luego ésta misma hacia Newgate. Los coches se<br />

paraban en las calles para no atropellar a ninguno. Las ventanas no bastaban a la curiosidad de<br />

los que llamados a ellas las oprimían para ver dos cuáqueros presos; novedad muy extraña en<br />

Londres por la buena opinión que aquella secta se granjeó siempre de los ingleses.<br />

Mano de Apeles, préstame tu pincel para retratar el sublime ánimo de Hardyl, los<br />

sentimientos de Eusebio y las congojas de su infame delator.<br />

A pesar del terror y pavor que asaltaron el ánimo de Eusebio al verse prender de los<br />

alguaciles, sintióse <strong>com</strong>o llamado de muerte a vida, a la fuerza de la enérgica y alusiva<br />

exhortación que le hizo Hardyl con aquel verso de Virgilio. Su alma, aunque cedió a todas las<br />

funestas ideas que te excitó tan inesperado y terrible accidente, cobró con todo confianza al<br />

volver los ojos sobre su inocencia prestándose a las impresiones de las máximas que había


hecho en su mente y corazón la lectura de Séneca y las que habían hecho de antemano las<br />

instrucciones de Hardyl.<br />

Parecía que éstas le infundían fortaleza y nuevo aliento para sobreponerse a la vergüenza<br />

e ignominia que lo cubría; de modo que a pocos pasos pudo sufrir con blanda y serena<br />

modestia las miradas del pueblo que vibraba contra él las ansias de su segura curiosidad.<br />

El magnánimo e imperturbable Hardyl iba atado a su lado, confortando de cuando en<br />

cuando a su amado Eusebio del mismo modo que si fuera con él en el coche. Su modestia<br />

severa, mezclada con los blandos extremos de la afable confianza de su conciencia, arrancaba<br />

<strong>com</strong>pasivo respeto de cuantos fijaban en él sus ojos. La sublime tranquilidad de su ánimo<br />

hacía asomar a su rostro, sin muestra alguna de alteración, tan noble constancia que, lejos de<br />

asemejarse al atrevido descaro y a la insolencia del vicio, se revestía al contrario de la suave<br />

fiereza de la virtud que huella con pie firme las fantásticas opiniones de los hombres, sin<br />

hacer alarde de arrogancia, antes bien exigía <strong>com</strong>pasiva veneración de los que no podían dejar<br />

de reconocer la entereza de su virtud por el exterior que admiraban.<br />

Blund, lejos de alegrarse, <strong>com</strong>o poco antes se prometía, del triunfo de su maldad, estaba<br />

escondido en su tienda para ver desde ella cómo los prendían, <strong>com</strong>enzando a sentir los fieros<br />

remordimientos de su arrepentimiento por más que se esforzase su maldad misma en<br />

consolarlo, aconsejándole a sofocar todo susto con el desprecio que miraban aquellos<br />

miserables artesanos que le ofrecía la suerte por víctimas de su pasión.<br />

Con estas imaginaciones luchaba su corazón desasosegado, andando a una parte y otra de<br />

la tienda sin parar y sin saber lo que se hacía, mientras duraba el susurro de las hablillas de la<br />

gente en la plaza después que se llevaron los presos. Mas luego que en ella sucedió la quietud<br />

a la pasada confusión, <strong>com</strong>enzó a pensar seriamente sobre el caso, representándosele que los<br />

presos inocentes podían muy bien justificarse y quedar su engaño descubierto. Sintió entonces<br />

inflamársele toda la sangre, quitándole de los ojos la luz del día y abriendo la entrada en su<br />

agitado pecho a todos los temores que despedazaban su ánimo; <strong>com</strong>enzó a fomentar en él una<br />

rabiosa desesperación.<br />

Bridway, el buen viejo Bridway, informado en su tienda de la misma Betty de lo que<br />

había pasado en su casa luego que los alguaciles salieron de ella, ajeno de creer ni sospechar<br />

reos a sus huéspedes, no dudó que la suerte quería oprimir su inocencia, <strong>com</strong>o se lo dijo a su<br />

mujer; y movido a <strong>com</strong>pasión, quiso salirles al encuentro para manifestarles su tierno afecto,<br />

usando de la libertad que se da en Londres a los que quieren hablar con los presos.<br />

Al descubrirlos de lejos por el tropel de la gente que los seguía, prorrumpe en llanto, y al<br />

llegar a ellos se inclina para besar el vestido de Hardyl, pues las manos las llevaba atadas a las<br />

espaldas. Mas <strong>com</strong>o caminaba siguiendo la <strong>com</strong>itiva por no poder detenerse los empujados<br />

alguaciles, Bridway estuvo a pique de ser atropellado, sin que por eso dejase de decir llorando<br />

que eran inocentes, que sobradas pruebas tenía de sus costumbres y respetable conducta y que<br />

debían ser sin duda calumniados. Esto decía Bridway desde la bocacalle en que se había<br />

refugiado del tropel <strong>com</strong>o queriendo excusarlos con la gente que iba pasando y siguiendo a<br />

los presos. Pero el populacho, que sólo juzga por lo que ve, al pasar por delante del callejón<br />

en que Bridway estaba parado repitiendo esto, volvían hacia él sus fisgonas cabezas<br />

teniéndolo por viejo insensato.<br />

Eusebio, enternecido de la demostración del <strong>com</strong>pasivo Bridway, no pudo contener las<br />

lágrimas; pero, <strong>com</strong>o se las arrancaba el agradecimiento al buen viejo antes que la flaqueza de<br />

ánimo al verse en tal estado, el llanto hermoseaba su <strong>com</strong>pungida modestia dando a su joven<br />

rostro tan dulce y tierno realce, que las mujeres y hombres que fijaban en él sus ojos los


apartaban de mala gana para enjugarlos del llanto que les sacaba. Hardyl, penetrado también<br />

de la ternura de Bridway, aunque se sintió reciamente conmovido, esforzóse con todo en<br />

recobrar la entereza de su constancia con los ejemplos de Sócrates y de Foción en caso<br />

semejante.<br />

De este modo eran conducidos a la cárcel de Newgate, a<strong>com</strong>pañados y seguidos de<br />

inmensa gente, la cual se asemejaba a un río que aumenta sus raudales de los riachuelos que<br />

se le juntan; porque la fama esparcida por Londres de que llevaban a la cárcel dos cuáqueros<br />

por ladrones, excitaba la curiosidad del pueblo para ir a ver dos presos cuáqueros, por lo<br />

mismo que parecía a todos imposible que fuesen ladrones tales hombres, desamparando sus<br />

tiendas y casas para verlos y seguirlos.<br />

Entre los muchos coches que se pararon en la calle para dejar pasar la gente hubo uno,<br />

cuyo dueño, que iba dentro, movido de curiosidad, dejó caer el cristal de la portezuela para<br />

ver si por ventura podía conocer los presos; pues <strong>com</strong>o había estado en Filadelfia, se<br />

lisonjeaba de ello. A este fin púsose a mirarlos con mayor atención y cuidado, especialmente<br />

cuando pasaban por el lado de su coche. Como el modesto despejo y serenidad que Hardyl<br />

conservaba le hacía levantar algunas veces los ojos, los alzó casualmente hacia el coche al<br />

tiempo que pasaban junto a él mirando, sin conocer al caballero que lo miraba. Éste al<br />

contrario sintió una gran conmoción al ver a Hardyl, pareciéndole que reconocía las facciones<br />

de su rostro y su continente, sin poder atinar entonces en quién pudiera ser; pero avivándosele<br />

más esta curiosidad, dio orden al cochero para que fuese volando a Newgate.<br />

Hácelo así el cochero, luego que se lo permitió el gentío, a la cárcel poco antes que los<br />

presos, colocándose en paraje en que su amo pudiese aclarar sus sospechas; pues<br />

recapacitando en su imaginación por el camino la idea de Hardyl y del joven que iba preso<br />

con él, le ocurrió si serían los cesteros que había visto en Filadelfia. Avivósele mucho más<br />

esta especie, cuando los vio pasar la segunda vez para introducirlos en la cárcel; de modo que,<br />

sin poderse contener, salta del coche queriendo entrar en la cárcel para informarse de ellos<br />

mismos; pero los alguaciles, habiendo cerrado el paso a la gente, no le quisieron dejar pasar,<br />

sin que los ruegos de aquel caballero bastasen para que el condestable condescendiese por<br />

entonces, diciéndole que volviese al otro día y que entonces los podría ver.<br />

¡Oh inescrutables accidentes! ¿Abatida, oprimida la inocencia? ¿Perseguida y apremiada<br />

la virtud? ¿Mas por ventura la virtud espera premio o ensalzamiento en el mundo de los<br />

altivos mortales? No; la virtud se basta a sí misma. Ella es su misma re<strong>com</strong>pensa; nada espera<br />

ni busca. De nada se lisonjea, ni anhela favor ni lo desdeña. El mayor bien de la tierra, la<br />

virtud, don divino y celestial, superior a todos los bienes perecederos, ¿se abatirá jamás a<br />

mendigarlos? No.<br />

Podrá bien sí parecer humillada y abatida a los ojos de aquellos que la ven precipitada en<br />

la sima de un horrible precipicio; pero de su misma caída se levanta con esfuerzo tomando<br />

alas de Cóndoro*, con cuyo vuelo majestuoso mira con ojos <strong>com</strong>pasivos los pasmados<br />

mortales que, con curioso pavor, contemplan al cuerpo que animaba hollado de la ignominia y<br />

despedazado de la calumnia.<br />

Con igual majestad entraba Hardyl en aquel negro techo de oprobio juntamente con<br />

Eusebio; el cual hallaba en la vista y <strong>com</strong>pañía de Hardyl el mayor consuelo que podía tener<br />

en tan terrible desgracia. Pero ¿cuál fue su dolor al verse separar de él para ser conducido a<br />

diferente calabozo? No pudiendo resistir al fiero sentimiento que parecía le arrancaba el alma,<br />

prorrumpe en llanto y en ruego a los alguaciles para que le pusiesen en el mismo lugar a<br />

donde llevaban a Hardyl.


Mas, dándole un empujón por respuesta uno de los corchetes, le añadía con tono<br />

insolente: Ve allá, bribón; miren cómo berrea la ternerilla porque le quitan la madre. ¿Tan de<br />

leche con tanta picardía? Hardyl, que miraba su muerte, aunque fuese la más atroz, con ojo<br />

enjuto, no pudo resistir tampoco a la separación de su Eusebio, dos lágrimas se le escaparon.<br />

¡Oh qué dos lágrimas!<br />

Los diferentes calabozos en que los encerraron no estaban vacíos. Los miserables que los<br />

habitaban, especialmente aquel en que pusieron a Hardyl, lo recibieron con mucha algazara; y<br />

por cumplimiento digno de su cortesía, uno de ellos le asió de la oreja, ceremonia amigable,<br />

<strong>com</strong>o decía, para colocarle en el mejor sitio de aquel palacio, que era la reja; pues asiento,<br />

añadió, no se lo podía ofrecer porque no había.<br />

¿Cómo que no hay asiento?, decía Hardyl, dejándose conducir de la oreja. Donde el<br />

hombre está en pie, puede también estar sentado. El tono con que Hardyl decía esto y su noble<br />

presencia, sin manifestar descaro ni bajeza, hizo perder la fuerza a la mano del preso que lo<br />

conducía, soltándolo antes de llegar al sitio en que pretendía colocarlo. Los otros<br />

encarcelados, que creían también a Hardyl su semejante, lo rodean, pidiéndole nuevas de la<br />

gaceta de la garrapiña. Hardyl se a<strong>com</strong>odaba sin abatimiento a la infeliz situación en que lo<br />

ponía la suerte; y lejos de excusar los delitos, que suponían en él aquellos infelices, tratábalos<br />

al contrario con noble y superior formalidad; por la cual echaron bien de ver que nada<br />

ganaban en triscar con aquel hombre que infundía respeto, sin pretenderlo.<br />

Eusebio fue recibido con modos semejantes en el otro calabozo en que lo encerraron; y<br />

aunque sufría con paciencia aquel truhanesco recibimiento que le hacían aquellos descarados<br />

galeotes se hallaba abatido de su desgracia y afligidísimo por la separación de Hardyl;<br />

acrecentándole su abatimiento aquellos modos picarescos que con él usaban, no menos que el<br />

horror que le infundían aquellas negras paredes en que cobraba cuerpo el eco lúgubre del<br />

ruido de las arrastradas cadenas y los lamentos de aquellos infelices, que acabando de reír con<br />

desvergüenza, se ponían a remedar la aflicción verdadera para implorar la piedad y la limosna<br />

de los que pasaban por la calle.<br />

Uno de los encarcelados, viendo tan abatido y triste a Eusebio, queriéndolo consolar a su<br />

modo, se acerca a él y le dice: ¡Pues no está malo eso, querer dar que reír a nuestra señora la<br />

justicia! Porque ¿qué otra cosa pretende, si no es vernos domados <strong>com</strong>o panes para enhornar?<br />

Voto a tal, que no ha de probar ese gusto. Ea, ensanche vosoasted ese pecho, dé entrada en él<br />

a la fortaleza contra la maligna adversidad y muera Sansón con todos los filisteos. Romp,<br />

Coack, príncipes mercuriales, venid acá e infundir vuestro noble aliento y espíritu a este pobre<br />

manteca.<br />

Romp acude, pero al estar cerca de Eusebio, se para un momento suspenso, <strong>com</strong>o si fuera<br />

detenido con fuerza. Luego se va a otra parte, mirando a Eusebio con ceño. Coack llega<br />

diciendo: Aquí estoy, aquí estoy; y levantando con la izquierda por debajo de la barba el<br />

rostro de Eusebio, extendiendo hacia atrás el otro brazo, movió adelante el pecho y con cara<br />

fisgona y <strong>com</strong>pasiva le dice: ¡Pobre mancebo!, ¿tan poco os quedó para el escote? ¿Ni aún del<br />

queso os dejaron disfrutar en la ratonera? ¡Eh!, dejémoslo, que pague el tributo a la<br />

inexperiencia: el zurrido de las tripas de Newgate lo tiene enajenado, pero mañana será de día.<br />

Llamado entonces de otro preso a la reja, deja a Eusebio para ir a pedir limosna.<br />

Eusebio, viéndose libre de aquellas desvergonzadas caricias, busca alivio en su<br />

imaginación contra el horror de su fatal estado. Confortábalo en parte la memoria y los<br />

ejemplos de Hardyl, <strong>com</strong>o también los consejos que tantas veces le había dado éste. ¡Pero<br />

cuán diferente rostro tiene la desgracia vista de lejos que de cerca! ¿Cómo se pudiera imaginar


que en algún tiempo había de experimentar aquélla en que se hallaba, la más terrible tal vez<br />

para un ánimo honrado, virtuoso y sensible?<br />

Pero, aunque se veía en tan tristes circunstancias, ¿cómo podían dejar de volar sus<br />

pensamientos a los brazos de su Leocadia? Aquí fue el tumulto de sus afectos, revolviéndose<br />

sucesivamente la más fuerte tristeza con el más suave consuelo, la desesperación con la<br />

confianza, los horribles temores con la esperanza que sacaba de su inocencia. En ésta<br />

encontraba algún alivio, pero luego que volvía sus ojos al rencor y extravagancias de la suerte,<br />

el temor acrecentado con la dulce memoria de su amada, si llegaba a perderla con muerte<br />

ignominiosa, le arrancaba mayor llanto y lo oprimía con más fiero abatimiento.<br />

Fatigado de luchar con tan contrarios pensamientos, le ocurre el Séneca, que le habían<br />

dejado los alguaciles, contentándose de quitarle las guineas que le quedaban en la faltriquera.<br />

Echa, pues, mano de él y arrimado de espaldas a la pared, cerca de la reja, se pone a leerlo. En<br />

la continuación de su lectura, su tristeza parecía que tomaba otro aire mas sosegado y que su<br />

espíritu se desprendiese de sus afectos para reconcentrarse todo en el corazón.<br />

Allí recibía la fuerte influencia de la severa doctrina estoica que daba vigor a sus<br />

sentimientos, regalándolos al mismo tiempo con una dulce y suave ternura, de modo que la<br />

ignominia y el horror de la cárcel mudaban de aspecto a sus ojos, infundiéndole la<br />

mansedumbre y la constancia, que arrojaban insensiblemente de su pecho la tristeza y el<br />

abatimiento, disponiendo su corazón para todos los funestos accidentes que le pudieran<br />

acontecer en tal estado.<br />

El juez de paz, a quien había dado parte el condestable de la ejecutada prisión de los<br />

cuáqueros, sospechando si serían los mismos que le habían hecho instancia sobre la pérdida<br />

de su coche, quiso satisfacer a sus curiosas dudas, destinando hacer el día siguiente el<br />

interrogatorio en el tribunal. Llegada la hora, manda que se le presenten los presos uno<br />

después de otro. Eusebio fue el primero que entró a este efecto. El juez echa sobre él una<br />

severa mirada; lo reconoce. El escribano había ocupado su tarima. Eusebio, temblando aunque<br />

se esforzaba en contener su agitación, confortado de la confianza que le inspiraba su inocencia<br />

y fortalecido de las máximas de la lectura, se reviste de modesta entereza; el juez, rompiendo<br />

el silencio, le pregunta:<br />

JUEZ.- ¿De dónde sois? ¿Cómo os llamáis?<br />

EUSEBIO.- Soy español; mi nombre Eusebio M...<br />

JUEZ.- ¿Vuestro oficio?<br />

EUSEBIO.- Cestero por necesidad.<br />

JUEZ.- ¿A qué viene esa añadidura de por necesidad?<br />

EUSEBIO.- Señor: venía de Douvres con mi coche y caballos y antes de llegar a<br />

Dartford, queriendo caminar a pie, envié el coche adelante, pero cuando llegué a dicha ciudad<br />

no lo encontré, ni he sabido más de él. Y <strong>com</strong>o llevaba en los baúles el dinero y cédulas de<br />

cambio, perdidas éstas, me hallé en la necesidad de ejercitar el oficio de cestero.<br />

JUEZ.- ¿Con este motivo robasteis, pues, las trescientas libras esterlinas en la tienda de<br />

Felipe Blund?<br />

EUSEBIO.- Nada robé a Felipe Blund, mucho menos trescientas libras esterlinas.


JUEZ.- ¿Cómo es que pusisteis tienda junto a la de Blund?<br />

EUSEBIO.- Él mismo nos lo aconsejó y nos instó para que lo hiciésemos, dándonos la<br />

traza.<br />

JUEZ.- Notad, escribano, lo que dice, que Felipe Blund fue el que instó y aconsejó a los<br />

cuáqueros el poner tienda junto a la suya. ¿Cuántos días hace que la pusisteis?<br />

EUSEBIO.- Tres días hace.<br />

JUEZ.- ¿Y ayer mañana por qué dejasteis de ponerla?<br />

EUSEBIO.- Porque fuimos a Southwark a proveemos de materiales para trabajar.<br />

JUEZ.- ¿De quién los proveísteis?<br />

EUSEBIO.- De Tomás Clomdel, si no yerro el nombre.<br />

JUEZ.- ¿Disteis o prometisteis dinero a Felipe Blund para que os dejase poner la tienda<br />

en su almacén?<br />

EUSEBIO.- Antes bien fueron tales sus corteses y generosas instancias para que la<br />

dejásemos allí, que hubimos de ceder a ellas.<br />

JUEZ.- Notad también esto, escribano; que Blund les hizo corteses instancias para que<br />

pusiesen su tienda en el almacén. ¿Mas cómo es que viniendo a Londres con coche y caballos,<br />

<strong>com</strong>o gran caballero, sabéis hacer cestos? ¿No parece que diga bien lo uno con lo otro?<br />

EUSEBIO.- Jorge Hardyl, con quien me prendieron, me acostumbró a ese oficio desde<br />

niño en Filadelfia.<br />

De éstas y otras ingenuas respuestas de Eusebio, dadas con suave modestia e inocente<br />

tranquilidad, <strong>com</strong>enzó a sospechar el juez la traición y la calumnia de Blund. No obstante,<br />

para mayor certidumbre, después de haberle hecho otras preguntas, mandó que lo registrasen<br />

de nuevo. El alguacil no le encontró otra cosa que las epístolas de Séneca, que entregó al juez.<br />

Éste, viendo lo que era, dijo dentro de sí, <strong>com</strong>o después se lo confesó al mismo: Hombre que<br />

lleva a Séneca encima no es posible que sea ladrón.<br />

Pero ocurriéndole que podía llevarlo sin entenderlo, quiso satisfacer esta curiosidad<br />

haciéndole traducir un pedazo en inglés, y abriéndolo en medio se lo envió para que tradujese<br />

el principio de la epístola que le había salido. Era cabalmente la 82, que dice:<br />

«Desii jam de te esse solicitus. Quem, inquis, deorum sponsorem accepisti? Eum scilicet,<br />

qui neminem fallit, animum, recti, ac boni amatorem. In tuto pars tui melior est. Potest fortuna<br />

tibi injuriam facere: quod ad rem pertinet, non timeo, ne tu facias tibi», etcétera.<br />

El juez reía interiormente de aquella contingencia del sentido de la epístola, tan aplicable<br />

a la inocencia y ánimo de Eusebio, y así, sin más inquirir, mandó que lo llevasen a una<br />

estancia decente, mientras hacía el interrogatorio a Hardyl.<br />

Éste <strong>com</strong>parece poco después que retiraron a Eusebio; el juez conoce ser el mismo que le<br />

hizo la instancia sobre el coche perdido; pero, haciéndose el desentendido, <strong>com</strong>enzó a hacerle<br />

preguntas que coincidiesen con las respuestas de Eusebio, para carearlas con las que le daba


Hardyl, especialmente las que tocaban a Blund, cuya maldad acabó de conocer el juez a pesar<br />

de las modestas respuestas de Hardyl. Pero para <strong>com</strong>probar la calumnia y declarar los<br />

cuáqueros inocentes convenía prender a Blund, cuya prisión ordenó sobre la marcha a los<br />

alguaciles.<br />

En el tiempo que estaba Hardyl en el tribunal llegó a Newgate el caballero que quiso<br />

entrar el día antes para certificar sus dudas, y que no pudo hacerlo entonces por habérselo<br />

prohibido el condestable; y llegando ahora, <strong>com</strong>o se lo insinuó él mismo, pregunta al<br />

carcelero por los cuáqueros que habían prendido el día antes, y diciéndole el carcelero que<br />

estaban en el tribunal, esperó que saliesen, poniéndose al paso.<br />

El ruido de la puerta del tribunal, que abrían, llama la atención del caballero y fija los<br />

ojos en Hardyl, que salía desatado, aunque a<strong>com</strong>pañado de dos alguaciles. El caballero se le<br />

pone delante; aunque le pareció reconocerlo, le pregunta con todo si se llamaba Jorge Hardyl,<br />

cestero que era en Filadelfia. Hardyl, sorprendido de la pregunta, fija también sus ojos y<br />

memoria en las facciones del que se la hacía y, aunque le parecía también reconocerlo, no<br />

atinaba. Dícele con todo: Jorge Hardyl soy, que os quiere reconocer y no acaba de atinar.<br />

El caballero, echándole con gran júbilo los brazos al cuello, le dijo: ¡Cómo! ¿No<br />

conocéis a John Bridge? Hardyl, al oír su nombre, se abraza con él inundado de tan grande<br />

alborozo su corazón, que solía decir no haberle tenido igual hasta entonces en su vida. El juez,<br />

que salía del tribunal, viendo al preso detenido de John Bridge, a quien conocía, quedó<br />

maravillado. Mucho más al oír que le decía, teniéndole abrazado: ¡Oh mi singular bienhechor!<br />

¡Oh respetable Hardyl! ¿En este lugar me toca reconoceros? ¡Todo, todo lo debo a vuestra<br />

in<strong>com</strong>parable beneficencia! ¿Y vos aherrojado <strong>com</strong>o ladrón? Todos mis bienes, cuanto soy,<br />

doylo en confianza por vuestra libertad.<br />

Dicho esto, lo suelta, y viendo al juez que hacia ellos se encaminaba, le dice las<br />

circunstancias de Hardyl y el socorro que recibió de él en Filadelfia, acabando con salir fiador<br />

a la justicia de la supuesta cantidad robada. El juez aceptó de buena gana la fianza que Bridge<br />

le ofrecía y manda poner luego los presos en libertad.<br />

Bridge hubo de quedarse en la cárcel con Hardyl y Eusebio, aunque libres, para satisfacer<br />

a todos los gajes de la cárcel y alguaciles, pequeñas car<strong>com</strong>as que engendran los delitos en los<br />

bolsillos de los miserables reos. Hecho esto, en que empleó no poco tiempo, púsose a<br />

desahogar de nuevo su júbilo con Hardyl y Eusebio, abrazándolos y dándoles otras ardientes<br />

demostraciones de su afecto.<br />

A Eusebio le parecía renacer de muerte a vida, viéndose en libertad y en la presencia de<br />

John Bridge, de quienes tales demostraciones recibía y de quien ninguna idea le quedaba.<br />

Bridge, tomando a uno y otro de la mano, los sacaba de la cárcel para llevárselos a su casa en<br />

el coche, que lo esperaba al tiempo que llegaban a la puerta de Newgate los alguaciles que<br />

traían preso a Blund, <strong>com</strong>o lo había mandado el juez de paz. Todo el inmenso gentío que<br />

había seguido a los cuáqueros, atraído de la novedad de ver preso a Blund, quiso también<br />

seguirlo.<br />

John Bridge, no pudiendo ir a tomar el coche impedido de la tropa de alguaciles, hubo de<br />

pararse en el umbral para que entrasen a Blund, el cual, al descubrir a Hardyl y Eusebio,<br />

arguyendo de su libertad su cierta condenación, estuvo a punto de desfallecer en los brazos de<br />

los alguaciles; pero éstos, impeliéndolo con vehemencia, lo metieron dentro, moviendo a<br />

<strong>com</strong>pasión los ánimos de Hardyl y Eusebio, por delante de los cuales pasaba Blund, aunque<br />

tan gravemente los había ofendido.


Como la mayor parte de aquella gente que venía siguiendo a Blund era la misma que<br />

había seguido a los cuáqueros, al descubrirlos ahora a la puerta de la cárcel para salir libres y<br />

cortejados de aquel lord, que tal parecía Bridge, <strong>com</strong>ienzan a señalarlos con el dedo y a<br />

decirse unos a otros: Son sin duda inocentes. Otros, llevados del gozo de verlos declarados<br />

tales, <strong>com</strong>ienzan a gritar: ¡Vivan los cuáqueros, vivan los cuáqueros!<br />

El entusiasmo de la libertad fermentando en las mentes de otros, los incita a reparar el<br />

agravio hecho al honor y opinión de aquellos buenos hombres; y el atrevimiento, excitando<br />

sus exaltadas fantasías, los impele el fanático desenfreno, al cual suele entregarse tantas veces<br />

el pueblo de Londres, determinándose muchos entre ellos a conducirlos en triunfo a la plaza<br />

de Spittle-Fields por las mismas calles por donde habían sido conducidos con injusticia hasta<br />

Newgate.<br />

Luego, pues, que los alguaciles dejaron libre la salida a Bridge, y que éste se encaminaba<br />

con Hardyl y Eusebio hacia su coche, llegan a Hardyl dos capataces del pueblo y le ruegan a<br />

él y a Eusebio que los sigan. Hardyl se excusa con modestia, diciéndoles que aquel caballero,<br />

señalando a Bridge, los quería llevar en su coche; pero ellos instan en que los sigan, gritando<br />

todo aquel tropel de pueblo para que lo hiciesen; y viendo que Hardyl lo rehusaba, se dejan de<br />

ruegos e instancias y arrebatan con ellos; y cargándolos sobre sus hombros se los llevan en<br />

triunfo.<br />

Una horrible grita de vivas recibe su ensalzamiento y con ellos desfilaba la muchedumbre<br />

hacia la plaza de Spittle-Fields. La solemne algazara tomando cuerpo con la gente que se iba<br />

llegando, resonaba en los vecinos barrios y llamaba mayor gentío. Las ventanas y puertas<br />

ocupadas de los mismos que habían <strong>com</strong>padecido la prisión de los cuáqueros, al verlos ahora<br />

libres, dan muestras de su alborozo, aplaudiendo a su inocencia, queriendo coronarla muchas<br />

blancas manos con las flores que arrojaban desde las ventanas.<br />

El eco llegó también a los oídos del viejo Bridway, el cual nada sabía de su libertad; pero<br />

atraído de la extraordinaria algazara del pueblo, sale a la calle por donde pasaban sus buenos<br />

huéspedes y al verlos llevados en hombros del pueblo, no dudando que fuese aquella una<br />

demostración de su inocencia, inundado de alborozo, corre con todo el esfuerzo que sus años<br />

le permitían hacia su casa para avisar a Betty de la novedad, que les hizo prorrumpir en llanto<br />

de alegría; y con las lágrimas en los ojos va a <strong>com</strong>prar lo necesario para aparejarles la <strong>com</strong>ida,<br />

esperando que el pueblo los llevaría a su casa.<br />

Entretanto, prosiguiendo el pueblo el camino hacia la plaza de Spittle-Fields, los llegan a<br />

poner delante de la tienda de Blund, que por buena suerte estaba cerrada, después que se<br />

llevaron a Blund los alguaciles. Esto contuvo la indignación de los alborotados, desahogando<br />

su furiosa jovialidad con mayores vivas por los cuáqueros, abriendo camino a la carroza de<br />

John Bridge, que iba siguiendo el tropel para ponerlos en ella, <strong>com</strong>o lo hicieron.<br />

No abatiré mi pluma en hacer el cotejo del triunfo de la ambición y codicia, coronadas en<br />

soberbios carros grabados de sus rapiñas y seguidos de los lamentos de la oprimida<br />

humanidad, con este de la virtud y de la inocencia de unos hombres desconocidos a los<br />

mismos que los ensalzan. La virtud no necesita de tan opuestas sombras para hacer resaltar el<br />

dulce y amable colorido de las adorables calidades que la caracterizan.<br />

Eusebio, enajenado de vergonzosa confusión sobre los hombros de aquellos furiosos,<br />

padecía casi igual humillación, aunque no tan abatida <strong>com</strong>o cuando era llevado preso a<br />

Newgate; animaba su pecho un júbilo interior que le infundía su proclamada inocencia,<br />

aunque contenido de la modestia que su corazón conservaba. Hardyl, desde aquel trono en<br />

que se veía elevado con violencia sobre los demás, contemplaba la instabilidad de las cosas


humanas y la alteración sucesiva a que la suerte las sujeta, mirando con la misma indiferencia<br />

y superioridad aquel triunfo de su inocencia, <strong>com</strong>o su condución a Newgate.<br />

No había otra diferencia en sus sublimes sentimientos, que sentían en uno y otro lance,<br />

que la de la magnánima severidad que oponía al aprobio de su prisión y de su ignominia a los<br />

ojos del pueblo; y la de la <strong>com</strong>pasión reconocida que le merecía el entusiasmo de aquellos<br />

hombres que ensalzaban su inocencia.<br />

John Bridge, al verlos ya en su coche, no hallaba términos ni expresiones para<br />

manifestarles todos los afectos de su alma; ya se informaba del motivo de su prisión, ya de su<br />

venida a Londres, y sin esperar respuesta cabal de lo que preguntaba, prorrumpía en nuevas<br />

demostraciones de júbilo por verlos en Londres, en su mismo coche, y por haberlos<br />

reconocido por tan extraña <strong>com</strong>binación y en circunstancias en que podía manifestar mejor su<br />

agradecimiento al singular favor que recibió de Hardyl en Filadelfia, al cual debía sus<br />

riquezas, sus conveniencias y su vida, pues todo lo había recobrado por su medio. Aunque<br />

Hardyl iba penetrado de las demostraciones de Bridge, no se olvidaba del viejo Bridway;<br />

antes bien, ocurriéndole que pudiese estar solícito por ellos si llegaba a saber su libertad, rogó<br />

a Bridge que, antes de llevarlos a su casa, los hiciese llevar a la de Bridway, diciéndole el<br />

barrio y calle en que vivía y las circunstancias del viejo; las cuales empeñaban su<br />

reconocimiento a las atenciones que debía a tan buen huésped.<br />

Bridge, que por satisfacer los deseos de Hardyl hubiera ido en aquel instante al cabo del<br />

mundo, da orden al cochero que tuerza hacia la calle que Hardyl le indicaba y, llegando a la<br />

puerta de Bridway, hácelo parar. Betty se hallaba sola en su casa atendiendo al hogar y<br />

<strong>com</strong>ida en que el buen Bridway había echado el resto de su pobreza para solemnizar tan<br />

alegre día ayudando también él en la cocina; pero pareciéndole hora en que sus huéspedes<br />

podían estar de vuelta a su casa, temiendo que el pueblo los detuviese todavía en la plaza de<br />

Spittle-Fields determinó encaminarse a ella para a<strong>com</strong>pañarlos él mismo a su casa; pero<br />

informado allí que un caballero se los había llevado en su coche, volvía muy desconsolado, al<br />

tiempo que vio entrar en su calle uno, y lisonjeado que fuese el del caballero que se los llevó<br />

consigo, apresuró el paso, pero no lo pudo hacer de modo que no llegasen antes los que iban<br />

en ruedas.<br />

Betty, al ruido del coche que paraba a su puerta, sale a ver lo que era; y descubriendo a<br />

Hardyl que se apeaba cortejado de aquel caballero, el júbilo mezclado con la vergüenza de su<br />

pobre estado, hácele prorrumpir en llanto que enjugaba con su delantal, mientras extendía el<br />

otro brazo en ademán de respetosa veneración hacia Hardyl, que fue el primero que entró en<br />

su casa, diciéndole: Ea, buen ánimo, mistress Betty, que pasó ya la nubada. ¿Dónde está mi<br />

buen Bridway? ¿Dónde está?<br />

Decía esto Hardyl pasando adelante a la cocina, creyendo que Bridway estuviese en ella;<br />

pero diciéndole la llorosa Betty que había ido a la plaza a buscarle, Hardyl rogó a Bridge<br />

quisiese esperar un poco mientras llegaba el dueño de aquella casa. Bridge condesciende con<br />

gusto. Betty, después de haberles alargado las sillas que había, dijo a Eusebio: ¡Ah!, sir<br />

Eusebio, ¡cuánto me <strong>com</strong>plazco de vuestra declarada inocencia! ¡Si supierais cuántas lágrimas<br />

me costó vuestra prisión! Os lo agradezco, mistress Betty, le dice Eusebio, sumamente os lo<br />

agradezco.<br />

¿Y cómo es que vinisteis a parar a esta casa?, les pregunta Bridge. Hardyl le cuenta<br />

entonces el caso que les pasó con el criado del mesón a donde fueron a parar llegados a<br />

Londres, y que la necesidad los había reducido a buscarse una pobre habitación donde<br />

pudiesen medir las expensas con su posibilidad; y que casualmente habían dado en aquélla, en<br />

que experimentaron todos los esmeros de la humanidad de Bridway y de esta nuestra


espetable patrona, señalando a Betty. Diciendo esto llegó el viejo interrumpiéndoles el<br />

discurso con sus sollozos y diciendo desde la puerta: ¿Dónde están? ¿Dónde están mis buenos<br />

cuáqueros? Hardyl se levanta con los brazos abiertos para recibirle, y Bridway se echa en<br />

ellos llorando y diciendo: Firmemente lo he creído; dije siempre que erais inocentes. ¡El<br />

júbilo no me cabe en el pecho! Recibidlo, Hardyl, recibidlo. Con toda el alma lo recibo, sir<br />

Bridway; a este fin vine a vuestra casa y os esperé en ella, para daros pruebas del eterno<br />

agradecimiento que debemos a la suma bondad con que nos disteis tan buena acogida en ella.<br />

Mañana volveremos Eusebio y yo, para daros nuevas pruebas de nuestro reconocimiento.<br />

¿Cómo, os queréis ir? ¿Me queréis dejar? ¿Me queréis privar del sumo contento y<br />

consuelo que tenía con vuestra respetable <strong>com</strong>pañía? En ella, en vuestros santos discursos,<br />

<strong>com</strong>enzaba a reconocer mi alma el mayor bien que podía esperar en mi miserable estado. ¡Oh<br />

cielos!, ¿esto también me faltaba?... decía esto Bridway llorando. Hardyl, para consolarlo, le<br />

dijo que Bridge quería usar con ellos de la autoridad que le daba su buen corazón para<br />

llevarlos a su casa; pero que con todo, si Bridge se lo permitía, quedarían allí en su habitación<br />

todo el tiempo que se detuviesen en Londres.<br />

Eso no, dijo entonces Bridge levantándose del asiento, perdonad, Bridway; no tenéis los<br />

justos motivos que yo tengo para la misma pretensión. Sabed que hallándome yo pobre y<br />

desesperado en Filadelfia, Hardyl me socorrió con sesenta guineas, para que me pudiese<br />

restituir a Inglaterra. Las circunstancias en que me encontraba, hicieron este singular favor<br />

inestimable. Si es grande vuestro disgusto en perder a vuestros huéspedes, esto mismo os debe<br />

servir de prueba de cuánto mayor deberá ser el mío, dejando de disfrutar de su <strong>com</strong>pañía, de<br />

la cual, habiendo ya vos gozado y siéndoos sensible perderla, debéis condescender por lo<br />

mismo en que yo la goce.<br />

Añadid a esto la palabra que me han dado de venir a estar conmigo, lo que es para ellos y<br />

para mí nueva obligación para que sean mis huéspedes, <strong>com</strong>o lo fueron vuestros. El favor y<br />

cordialidad que con ellos habéis usado, haced cuenta que lo pongo en el número de mis<br />

obligaciones, a las cuales no acostumbro satisfacer con solas palabras; y así quedad con Dios,<br />

pues es tarde y nos esperan a <strong>com</strong>er.<br />

Veo, veo, sir Bridge, dijo entonces Bridway, que no soy digno de llevar adelante mis<br />

pretensiones, atendidas las <strong>com</strong>odidades y conveniencias que pueden lograr en vuestra casa,<br />

mientras que mi miseria no presta ni aun para una decente cortesía. No, sir Bridway, dijo<br />

entonces Hardyl, persuadíos que todos los regalos y <strong>com</strong>odidades que podamos disfrutar en<br />

casa de sir Bridge, no preponderan en nuestra estima en cotejo de vuestra buena voluntad.<br />

Mucho más que todas las riquezas de John Bridge apreciamos su buen corazón, e igualmente<br />

que éste, sir Bridge, apreciamos el vuestro.<br />

Bridway, no queriendo oponerse más a la pretensión de sir Bridge, cediendo a las<br />

generosas intenciones de Hardyl, lo abraza de nuevo llorando <strong>com</strong>o un niño. Betty, viendo<br />

sollozar otra vez a su marido, acudió a su delantal; y Eusebio, enternecido de aquellas<br />

demostraciones, no pudo contener el llanto al recibir en sus brazos por despedida al sollozante<br />

viejo. Y satisfechas todas las demostraciones del afecto y agradecimiento de unos y otros,<br />

dando prisa John Bridge, subieron Hardyl y Eusebio en el coche, llevándolos Bridge a su<br />

casa.


Libro tercero<br />

Las tiernas y afectuosas demostraciones de Bridway, las desgracias que había padecido y<br />

el infeliz estado a que lo había reducido la suerte, fue la materia de sus discursos en el coche<br />

mientras se encaminaban a casa de Bridge, interrumpiendo la sucinta relación que Hardyl<br />

hacía de las desgracias del buen viejo el eco del pavimento oprimido del coche, que<br />

resonando con mayor ruido en el gran patio de la casa de Bridge, lo advirtió de su llegada;<br />

entonces él sin querer saber más de relaciones, vuelve a las afectuosas demostraciones de su<br />

gratitud, bajando el primero del coche para dar la mano a sus huéspedes e introducirlos en su<br />

casa.<br />

En ella había gastado tesoros el padre de Bridge, hombre esplendidísimo, que así en la<br />

arquitectura <strong>com</strong>o en sus adornos había hermanado la magnificencia inglesa al gusto y primor<br />

de la Italia y Francia y al aseo de la Holanda. La elegancia <strong>com</strong>petía con la riqueza en<br />

muebles y alhajas y la industria de la China campeaba en sus ricas tapicerías, no menos que<br />

los pinceles de Italia y Flandes en los admirables cuadros que adornaban las piezas.<br />

Eusebio recorría con ojos atónitos todos aquellos objetos de maravilla siguiendo a John<br />

Bridge, que por una hilera de estancias los precedía para presentarlos a su mujer. Ésta,<br />

advertida de la llegada de los huéspedes, se les presenta ataviada sin afectación, supliendo su<br />

noble presencia a la hermosura de que no la dotó la naturaleza, aunque tampoco tenía motivo<br />

para quejarse de sus agraciadas facciones. Ella se adelantó con afable cortesía al<br />

cumplimiento de Hardyl y la cortesía de Eusebio, el cual se avergonzaba de verse tan sucio en<br />

aquel templo del gusto y de la grandeza, y en la presencia de la perfumada deidad que los<br />

recibía con majestuoso agasajo.<br />

Poco era el ir vestido de cuáquero, traje que Eusebio ya prefería por inclinación a todos<br />

los otros que había visto desde Douvres hasta Londres. Mas la pérdida del coche y de sus<br />

baúles en que iba toda su ropa, privándole mudarse de camisa, fue causa también de que<br />

estuviese muy mugrienta la que llevaba, habiendo dormido con ella todos aquellos días y<br />

llevado las cargas de los juncos y enea por la tienda. Sus zapatos se resentían de la misma<br />

indecencia, y sus medias echaban menos alguna mano piadosa que les remediase las llagas.<br />

Aunque Eusebio había reparado en su suciedad, aun cuando en casa de Bridway no había<br />

tenido motivo para sentirlo en su estado pobre, <strong>com</strong>o lo sentía ahora en el centro del primor,<br />

del lujo y magnificencia de la casa de John Bridge; especialmente a los ojos de su mujer, los<br />

cuales oprimían el corazón de Eusebio de vergüenza y encogimiento, reconociéndose tan mal<br />

parado en su exterior; motivo para que suspirase interiormente por la dulce libertad y por el<br />

libre desahogo de la pobreza de casa de Bridway, exenta de la sujeción que afana y mortifica.<br />

Lady Bridge, pues era hija de un lord, aunque casada con un mercader, notaba y<br />

<strong>com</strong>padecía la vergonzosa confusión de Eusebio, atribuyéndola al sentimiento de la padecida<br />

desgracia de la cárcel, habiéndola prevenido de ella su marido por las sospechas que concibió<br />

cuando vio llevar preso a Hardyl a Newgate, y confirmándoselo ahora al tiempo que se los<br />

presentaba, diole motivo para que después de congratularse con ellos de su venida y de su<br />

libertad recobrada, les manifestase con afectuosas expresiones el gran sentimiento que así ella<br />

<strong>com</strong>o su marido habían tenido por tan siniestro accidente.<br />

Hardyl le agradeció los afectos de su corazón <strong>com</strong>pasivo, pero le añadió que no los<br />

merecía su desgracia, porque tal no la reputaba, no habiéndole causado ni desazón ni<br />

sentimiento. Y con esta indiferencia continuó a hablar después que tomaron asiento hasta que,<br />

contando la manera cómo los prendieron y cómo se dejó prender, no pudiéndose contener<br />

John Bridge, exclamó: Voto a tal, que hallándome yo en ese lance, <strong>com</strong>o vos, inocente, no me


hubiera dejado prender. ¿Y qué hubierais hecho para ello?, le preguntó Hardyl. No hubiera<br />

dejado alguacil a vida. ¿Ser preso por ladrón injustamente, con pérdida del honor, de la<br />

estimación y del decoro? Eso no. ¡Vive Dios, primero me hubiera dejado hacer mil pedazos!<br />

Pero entonces lo hubierais perdido todo, dijo Hardyl; la vida, porque os hubieran<br />

despedazado, y el honor y estimación, porque no se hubiera podido verificar vuestra<br />

inocencia. A buena cuenta, yo no creo haber perdido nada de todo eso en la cárcel. Decís muy<br />

bien, dijo entonces lady, mi marido se arrebata fácilmente. Lo sé, señora, lo sé, respondió<br />

Hardyl; sin hacerle pedazos, le dieron lección sobre ello los iroqueses. Bridge al oír esto se<br />

levanta y, poniendo las manos sobre los hombros de Hardyl, exclamó: ¡Oh, Hardyl, me seréis<br />

siempre respetable; os entiendo, os entiendo. ¡Oh qué ideas me renováis!<br />

En esto los llaman a <strong>com</strong>er. Lady, viendo empeñado su marido con Hardyl haciéndole<br />

exclamaciones sobre su antiguo estado y sobre la liberalidad que usó con él en Filadelfia, sin<br />

que acabase de desprenderse, rogó a Eusebio que pasase adelante hacia el <strong>com</strong>edor,<br />

haciéndole ademán con la mano. Pero Eusebio se excusaba, no sólo por respeto, sino también<br />

por la vergüenza que padecía, temiendo que lady Bridge reparase en los agujeros de sus<br />

medias si iba él delante. Desprendido entonces Bridge de Hardyl, al tiempo que lady renovaba<br />

sus instancias a Eusebio para que pasase adelante, va hacia él diciendole: Estos se llaman<br />

cumplimientos, a los cuales tengo desterrados de mi casa. Y cruzándole el brazo sobre el<br />

hombro, vuelto a su mujer, le dice: ¡Oh si supierais qué joven es éste! No sabe él cuánto le<br />

estimo. Y de esta manera se lo llevó abrazado a la mesa, colocándolo al lado de su mujer.<br />

Sentado también él, pregunta luego si habría alguno en Londres que tuviese igual<br />

<strong>com</strong>placencia a la que él sentía, manifestando a tan respetable bienhechor <strong>com</strong>o lo era Hardyl,<br />

el agradecimiento que le debía. No hay duda que debe ser grande vuestra <strong>com</strong>placencia,<br />

respondió lady, si la deduzco de la que yo siento en mí por lo que me intereso en vuestros<br />

sentimientos. ¿Cuál será, pues, la mía, dijo Hardyl, al verme cortejado de quien después de<br />

tantos años se acuerda de un favor que yo tenía olvidado? Sabed, pues, ahora, sir Bridge, el<br />

motivo que no os dije entonces porque os entregué las sesenta guineas. ¿Cuál es, cuál es?<br />

Oigámoslo. El haber conocido a vuestro padre la primera vez que estuve en Londres y en esta<br />

misma casa, recibiendo de él el dinero que me venía librado en letras de cambio.<br />

Esto fue motivo para que Bridge tuviese nuevo gozo en su agradecimiento, holgándose<br />

mucho más de tenerlo y cortejarlo en su casa; y motivo también para que en el transporte de<br />

su alborozo, diese orden a su mayordomo para que sobre la marcha enviase sesenta guineas al<br />

viejo Bridway en memoria de las que Hardyl le había dado en Filadelfia y en atención a la<br />

tácita promesa que hizo al buen viejo cuando éste le quería disputar la quedada de Hardyl y de<br />

Eusebio en su casa, sobre la cual recayó de nuevo la conversación, y sobre el motivo que los<br />

había obligado a recogerse en ella.<br />

Lady Bridge quiso entonces informarse de la desgracia del coche. Eusebio se la cuenta<br />

por entero; y <strong>com</strong>o llevaba sobre hito la suciedad de su camisa y vestido, no pudo contenerse<br />

su vergonzosa vanidad para dejar de buscar excusas en la repetición de la pérdida de los<br />

baúles en los cuales llevaba toda su ropa y dinero, a fin que lady no atribuyese su suciedad a<br />

verdadera pobreza. Pero luego que estuvo a solas, ocurriéndole la mezquindad de este vano<br />

sentimiento, fue causa de que se avergonzase mucho más por ello que por su vestido.<br />

Entretanto que Eusebio contaba la pérdida del coche a lady, John Bridge reparaba que Hardyl<br />

miraba con frecuencia un cuadro que había en la pared de enfrente, <strong>com</strong>o si le robase la<br />

atención. Los personajes principales que el cuadro representaba eran dos mujeres. La una de<br />

ellas ricamente ataviada y que hacía alarde a la otra de las muchas joyas, de las cadenas de oro<br />

y de otras preseas que iba sacando de una cajuela, mirándola la otra con indiferencia y


señalando con la mano izquierda un hombre anciano vestido a la griega, que estaba pintado en<br />

el medio fondo del cuadro, con los pies y piernas desnudas y coronado de laurel.<br />

Notando, pues, Bridge el enajenamiento de Hardyl en mirar aquella pintura, le pregunta<br />

si le agradaba. Excelente cosa, responde Hardyl, ¿parece del Ticiano? Por tal la <strong>com</strong>pró mi<br />

padre a peso de oro en Venecia, pero jamás me ocurrió preguntarle lo que significaba, ni yo<br />

advertí en ello, hasta que lo quiso saber de mí un caballero alemán que vino a ver mis<br />

pinturas, y a quien no supe darle respuesta. Haced cuenta le dice Hardyl, que estaba también<br />

pensando en ello; pero os confieso que tampoco atino. Eusebio, ¿sabréis decir lo que<br />

representa este cuadro?<br />

¿Qué cuadro?, pregunta Eusebio, volviéndose para mirarlo porque le caía de espaldas; y<br />

habiéndolo contemplado atentamente, estando esperando la respuesta con ansia John Bridge,<br />

le dice: Si no me engaño representa al amor conyugal por el caso de la mujer de Foción.<br />

Decid, decid qué caso es ése, insta Bridge deseoso que Eusebio atinase. Tiene razón, dijo<br />

luego Hardyl, no puede ser otro; pero contad el caso. Entonces Eusebio cuenta cómo habiendo<br />

ido una dama principal de Atenas a ver la mujer de Foción, se jactaba de las muchas joyas y<br />

preseas que poseía. La mujer de Foción le respondió que ella sólo tenía una joya, pero que ésa<br />

sola valía más que cuantas ella le pudiera mostrar. Picada entonces la vana curiosidad de la<br />

dama ateniense, le instó ara que se la mostrase. La mujer de Foción la llevó a donde estaba su<br />

marido y mostrándoselo con la mano, le dijo: Ésta es, vedla aquí.<br />

Otro tanto más lo aprecio ahora, dice Bridge. ¡Lástima que todos los casados no tengan<br />

un cuadro de esos en su casa! Y dirigiendo la palabra a su mujer exclamó: ¡Oh lady, si fuerais<br />

vos la mujer de Foción! ¡Oh, sir Bridge, si fuerais vos el marido de la mujer de Foción! Pero<br />

ya no se ven de esas joyas, dijo Bridge. ¿Y por qué no?, pregunta entonces Hardyl, yo hago<br />

cuenta de haber labrado una de esas. Bridge lo entendió, y Eusebio no era tan lerdo que no se<br />

sonrosease del dicho de Hardyl. Bridge, que reparó que Eusebio se ponía colorado, no se<br />

recató de decirle: ¿Os sonroseáis, don Eusebio? Sabed, pues, que gusto mucho de ver teñido<br />

de púrpura el rostro de un modesto mancebo.<br />

Eusebio, para sacudir la confusión que Bridge le agravaba, no halló mejor expediente que<br />

decirle: El gozo que tuve, sir Bridge, cuando os reconocí en la cárcel, después que os<br />

nombrasteis y os disteis a conocer por aquel joven que vimos en Filadelfia años hace, me hizo<br />

venir deseos de saber el modo cómo os restituisteis a Inglaterra, pues aunque no me quedaba<br />

especie de vuestra fisonomía, me acordé siempre de vos y del saludo que me hicisteis en la<br />

plaza de Filadelfia. A la verdad, dijo Bridge, no quería renovar esa memoria, aunque me<br />

acuerdo de la moderación con que llevasteis aquel mi saludo; pero vale más que lo olvidemos<br />

y que satisfaga a vuestros deseos sobre mi vuelta a Inglaterra, <strong>com</strong>o lo tenía determinado<br />

hacer para desempeñar también por esta parte mi gratitud. Debisteis hallar sin duda muchas<br />

dificultades que vencer, preguntó Hardyl, por parte de la justicia por la muerte que disteis al<br />

hijo del lord H... De hecho las hallé, pero la fortuna me abrió todos los caminos. ¿Qué no<br />

podía esperar de ella después que me hizo encontrar en vos y en vuestra liberalidad el remedio<br />

de todas mis desventuras? Creed, dijo entonces lady, que mi marido tiene a lo menos esta<br />

buena partida que jamás olvida beneficios, y el que vos le hicisteis lo lleva siempre en la boca<br />

y en el corazón. Esa a lo menos no parece que venga bien al dicho de la mujer de Foción; pero<br />

ya me hice justicia, confesando que eran raras tales joyas. Dejemos todo esto y vamos a<br />

nuestro cuento, que es lo que interesa a don Eusebio.<br />

Sabed, pues, que habiendo salido con próspero viento del Delaware, no dejó de sernos<br />

casi siempre propicio el tiempo hasta que avistamos las costas de Francia, y cuando nos<br />

lisonjeábamos de entrar dentro de pocas horas en Havre, nos vimos a<strong>com</strong>etidos de una fragata<br />

holandesa, de la cual no nos recatamos porque llevaba bandera francesa y porque


ignorábamos que se hubiese declarado la guerra. Nuestro capitán, hombre esforzado, aunque<br />

iba desprevenido y su buque era inferior, quiso disputar la victoria y, animando a los suyos,<br />

quiso hacer frente a la fragata que se declaraba enemiga, la cual después de habernos dado<br />

caza, teniéndonos a tiro, nos disparó una andanada que nos hizo algún daño, y antes que<br />

nuestro capitán se pudiese poner en defensa, nos disparó la otra tan a tiempo que se llevó el<br />

trinquete e hirió algunos marineros de la tripulación.<br />

A vista de este estrago, cayendo de ánimo el capitán, hubo de rendirse; y en vez de entrar<br />

libres, <strong>com</strong>o esperábamos, en Havre, entramos prisioneros en Ostende, en donde,<br />

proporcionándoseme medio para avisar a mi padre de mi situación, me consiguió la libertad<br />

con el favor de algunos amigos poderosos que tenía en Amsterdam; pero no atreviéndose a<br />

llamarme a Londres, me hizo pasar a Escocia bajo otro nombre, en<strong>com</strong>endándome a un<br />

pariente suyo.<br />

Allí viví algún tiempo desconocido, pero inquieto; tal era mi genio. De suerte que,<br />

sabiendo que se aprestaba una fuerte armada contra los holandeses, resolví tentar fortuna en el<br />

mar, sirviendo de voluntario bajo el mando del príncipe Roberto, el cual se lisonjeaba acabar<br />

con las fuerzas de la Holanda. Lo hubiera tal vez conseguido si no hubiese tenido los<br />

franceses por aliados y si la Holanda no hubiera tenido por generales los mayores hombres<br />

que salieron de sus lagunas y cuyos nombres les son su mayor elogio, Ruyter y Tromp. Estos<br />

mandaban las dos divisiones de la armada enemiga y Branker la tercera.<br />

Las de nuestra armada las mandaban el príncipe Roberto la una, Sprague la otra y<br />

D'Estrées, el aliado francés, la tercera. Encontráronse las dos armadas enemigas casi enfrente<br />

del Texel y allí mismo <strong>com</strong>enzó el <strong>com</strong>bate, el más sangriento y obstinado que jamás vieron<br />

aquellos mares. El príncipe Roberto hacía frente a Ruyter, Sprague a Tromp, D'Estrées a<br />

Branker.<br />

El valor que <strong>com</strong>bate desde lejos no se puede quilatar por las fuerzas del cuerpo, sino por<br />

las del ánimo en despreciar la muerte; prueba de que la pólvora no destruyó enteramente al<br />

valor, <strong>com</strong>o pretenden; pudiendo también animar su corazón impertérrito a un brazo flaco,<br />

que se rindiera tal vez al golpe de un cobarde Milón; necesitándose de mayor ánimo para<br />

hacer frente al fuego, especialmente en una batalla naval. En ésta que os cuento se vio<br />

también cuánto mayor coraje infunde el patriotismo a los corazones republicanos de dos<br />

naciones rivales de su honor, de su gloria y de su acrecentamiento, estando todos resueltos a<br />

morir o a vencer. La animosidad empeñada se convirtió luego en rabiosa obstinación que les<br />

hizo cerrar de más cerca el <strong>com</strong>bate. Entonces Ruyter puso todo su empeño en cortar la<br />

división del príncipe Roberto, y lo consigue, separándolo de su almirante Chichely. Esta<br />

maniobra del esfuerzo de Ruyter sirvió sólo para dar mayor realce al valor y talento del<br />

príncipe Roberto, desembarazándose no solamente de Ruyter y uniéndose otra vez a su<br />

almirante, sino que también luego que se juntó con él, acudió a socorrer a Sprague, hallándose<br />

éste apremiado del fuego y del valor de Tromp, continuando así por una hora el <strong>com</strong>bate.<br />

Sprague, viendo su navío, el, Príncipe Real, casi destrozado, debió pasar su bandera al<br />

San Jorge para mantener su división en batalla. El holandés Tromp, no menos maltratado que<br />

Sprague, hubo de pasar también su bandera sobre el navío Cometa, desamparando al León de<br />

Oro que se iba a pique. El <strong>com</strong>bate se renueva con mayor furia de ambas partes. La gloriosa<br />

desesperación de los que quedaban en los bordos suplía al número mayor de los muertos y<br />

heridos que faltaban. Tromp las había de empeño y de rencor contra el solo Sprague, y éste<br />

parecía no tener otro enemigo que Tromp. El fuego mayor que vomitaban sus navíos,<br />

caracterizaba el de sus ánimos; pero Sprague se vio obligado a desamparar también el San<br />

Jorge a donde había pasado su bandera para llevarla a otro navío.


Era almirante de la división de Sprague el joven Ossory, hijo del conde de Ormont, el<br />

cual, viendo la rabiosa tenacidad con que Tromp <strong>com</strong>batía a Sprague, llevado del ardor de su<br />

ánimo juvenil, resuelve abordar al holandés Tromp y decidir la batalla espada en mano. Pero<br />

al tiempo que movía de su fila, le advierte el piloto que Sprague quitaba la bandera del San<br />

Jorge para pasarla al caballo marino.<br />

Esto lo hizo retroceder a su fila para protegerla de la animosidad de Tromp, a cuyo valor<br />

parece que el destino había reservado por víctima al esforzado Sprague; porque al tiempo que<br />

pasaba la bandera de su navío sobre una lancha, una bala enemiga la hiere de lleno y la<br />

sepulta en el mar con todos los que iban en ella. El bravo Ossory sustituye en el mando de la<br />

división al anegado Sprague; y aunque algunos de sus navíos se hallaban fuera del <strong>com</strong>bate,<br />

Ossory lo renueva con mayor fuerza haciendo frente a Tromp, que se hallaba superior en<br />

navíos y que parecía prometerse la victoria, no sólo por el general muerto, sino también por el<br />

joven que sustituyó.<br />

A este tiempo llegaba el príncipe Roberto desprendido otra vez del fiero Ruyter para<br />

proteger al joven Ossory; y cargando sobre la división del impertérrito Tromp que más que<br />

ninguno les daba que entender, lo desordena echándole dos brulotes. El francés D'Estrées que<br />

desde el principio del <strong>com</strong>bate parecía que peleaba por cumplimiento, echando de ver ahora el<br />

desorden y confusión que habían causado los brulotes en la división de Tromp, temiendo la<br />

total destrucción de la armada holandesa, hace señal a su almirante Martel para que se retraiga<br />

de la batalla.<br />

El príncipe Roberto, muy ajeno de la fría política de sus aliados, dejó a Ossory y el<br />

cuidado de acabar con la división de Tromp, mientras él hacía de nuevo frente al embarazado<br />

Ruyter. Branker, que mandaba la tercera división holandesa contra D'Estrées, conociendo la<br />

oficiosa intención del aliado enemigo, se la quiso agradecer dejándolo de atacar, seguro de<br />

que no le molestaría, y acude a socorrer a Tromp y a Ruyter, que se esforzaban en reparar el<br />

desorden, y contrastar al príncipe Roberto, a Chichely y Ossory que peleaban <strong>com</strong>o leones.<br />

El príncipe Roberto, viéndose la victoria en el puño si podía empeñar a D'Estrées a que<br />

cargase sobre la armada holandesa desordenada, le da la señal para ello; pero D'Estrées, que<br />

era sordo de ojos, no quiso entender la señal, dejando patear su bordo al príncipe Roberto y a<br />

Ossory; el cual se <strong>com</strong>ía los puños de rabia viendo la fina traición que les quitaba de las<br />

manos la victoria.<br />

Ruyter y Tromp, socorridos tan oportunamente de Branker con todas sus fuerzas enteras,<br />

reparan el desorden de sus divisiones y renuevan otra vez la batalla <strong>com</strong>o si entonces<br />

<strong>com</strong>enzase. Mas viendo el príncipe Roberto todos sus navíos maltratados y que apenas le<br />

quedaba gente bastante para las maniobras, sin poder esperar ayuda de D'Estrées, se hubo de<br />

retirar <strong>com</strong>o lo hicieron también los holandeses por el mismo motivo, quedando ambos<br />

destruídos y muerta la mayor parte de su gente.<br />

Yo salí herido en este brazo, y <strong>com</strong>o fueron tantos los muertos pude fácilmente ascender<br />

de grado, protegido del conde de Ossory, en cuyo navío servía de voluntario; y <strong>com</strong>o le debía<br />

particular afecto, me determiné a confiarle mis circunstancias para ver si podía por su medio<br />

obtener el perdón del rey y de la familia del lord a quien maté. Iba a<strong>com</strong>pañada mi<br />

declaración con un rico presente que me envió mi padre a este fin, pero que sólo sirvió para<br />

darme mayores pruebas de la nobleza de ánimo del in<strong>com</strong>parable Ossory, el cual no quiso<br />

recibirlo por ninguna vía, aunque era una cédula de diez mil libras esterlinas en una caja de<br />

oro con la cifra de su nombre en diamantes.


La respuesta con que me a<strong>com</strong>pañó sus repetidas excusas fue que jamás había vendido<br />

favores, los cuales daba de barato cuando podía. Él tenía a la verdad y felizmente encaminado<br />

el negocio, pero la muerte que le sobrevino en la flor de su edad, echó a tierra con él todas mis<br />

esperanzas, arrebatando a la Inglaterra un joven digno de su admiración y adoraciones.<br />

Faltándome su amparo, me hube de retirar a Francia donde, apenas llegué, me abrió la<br />

fortuna el más seguro camino para volver a mi patria, y fue la causa del lord Danby, tesorero<br />

que era de la Corona, puesto en la torre de Londres por los Comunes; y <strong>com</strong>o éste era cuñado<br />

del lord H... a quien maté, no quedaba oposición en la corte para solicitar la gracia del rey, si<br />

la solicitaba la duquesa de Porstmouth, a quien mi padre miraba <strong>com</strong>o el más seguro medio<br />

para obtenerla.<br />

Era esta duquesa una señorita francesa, camarera de la duquesa de Orléans, llamada Ana<br />

Kerouet, de la cual quiso servirse la infatigable la política ambición de Luis XIV para tener<br />

una secreta mano en el gabinete de Londres, enviándola <strong>com</strong>o en regalo a Carlos segundo; el<br />

cual se le aficionó tanto, que poco después que ella llegó a Londres, coronó el rey sus gracias<br />

y hermosura con el título de duquesa de Porstmouth que le dio. El regalo, pues, que rehusó el<br />

generoso Ossory, sirvió a la petición de mi padre para obtener en respuesta de la duquesa la<br />

gracia firmada del rey. Aquí tiene vmd., mi señor don Eusebio, el modo cómo me restituí a mi<br />

patria; lo cual debo atribuir principalmente al singular beneficio recibido en Filadelfia, que os<br />

vuelvo a repetir que mi desesperación era tal, que me habría vuelto a las selvas o echado en el<br />

río, si tan oportunamente la beneficencia de este mi respetable bienhechor no me hubiese<br />

socorrido.<br />

¿Y no me sabréis decir, preguntó Hardyl, en qué paró aquel cirujano que se embarcó con<br />

vos, y que pretendía de mí una igual suma a la que os entregué? ¡Ah!, sí, dijo Bridge; no me<br />

acordaba más de él; me confesó que todo lo que había urdido fue trampantojo para sacaros el<br />

dinero, pero lo pagó bastante en el encuentro que tuvimos con la fragata holandesa que nos<br />

apresó antes de llegar a Francia, porque a la segunda andanada que nos disparó, una bala<br />

encadenada le quebró las dos piernas, de cuya herida murió poco después en Ostende.<br />

Pero basta de charlar después de <strong>com</strong>er, continuó a decir Bridge; mañana es el día que<br />

nos dio el juez para saber de vuestro coche; esta tarde, pues, podemos ir a vernos con uno de<br />

esos señores Clearke o Horrison para mortificarlos un poco, sacándoles el dinero de que<br />

necesitáis, si no queréis valeros antes del mío; escoged. Eusebio agradece a Bridge su<br />

generosa oferta, resolviendo tomar dinero de uno de los dichos mercaderes, temiendo abusar<br />

de la generosidad de su huésped.<br />

En esto llega Vimbons, criado de Bridge, con la respuesta de haber entregado a Betty<br />

Bridway las sesenta guineas, dándoselas a ella por no estar en casa su marido. Bridge le da<br />

orden de poner el coche y entre tanto él y su mujer hacían ver a sus huéspedes algunos de sus<br />

cuadros. A Eusebio le robaba parte la <strong>com</strong>placencia de ver aquellas pinturas y muebles<br />

magníficos, el tener atada y encogida su atención, la vergüenza que padecía por la suciedad de<br />

su ropa y por los agujeros de sus medias; sin poder sacudir de sí esta molestia que lo<br />

angustiaba, llegando finalmente a aliviársela en parte el aviso de Vimbons de que el coche<br />

estaba pronto. Eusebio lo recibe con gozo para salir cuanto antes de la presencia de lady,<br />

cuyos ojos apremiaban su encogimiento vergonzoso; y despidiéndose de ella, se encaminan a<br />

la casa de Clearke, el cual contó a Eusebio, bajo la fianza de Bridge, mil libras esterlinas que<br />

le pidió; y recibidas, se los lleva Bridge en el mismo coche al paseo de Vauxhall.<br />

Apenas había un cuarto de hora que andaban, cuando Eusebio <strong>com</strong>ienza a gritar desde el<br />

coche sin poderse contener: ¡Gil Altano! ¡Gil Altano!, vedlo allí, Hardyl, vedlo allí que va<br />

pidiendo limosna. Bridge que no <strong>com</strong>prendía tan extraordinario transporte de Eusebio, ni lo


que decía, pregunta lo que era. Hardyl se había asomado a la portezuela para ver si descubría<br />

a Gil Altano, y Eusebio, sin oír lo que Bridge le preguntaba, se esforzaba en abrirla para saltar<br />

del coche, que iba andando, e ir a buscar a Altano.<br />

Esperaos, le dice Hardil teniéndolo del brazo. ¿Dónde está Altano que no lo veo? Vedlo<br />

allí entre aquella gente con el sombrero en la mano que pide limosna; y Eusebio lo señala con<br />

el brazo y dedo tendido. Pero temiendo perderlo de vista, <strong>com</strong>ienza otra vez a gritar: Altano,<br />

Gil Altano. Hardyl no podía dejar de reír al ver la fuerza de su inocente afecto; y Altano,<br />

oyéndose llamar de la voz de su ansiado don Eusebio a quien no podía descubrir por los<br />

muchos coches, iba y venía volviendo a todas partes su azorada y aturdida cabeza, hasta que,<br />

dando con las señas y voces de Eusebio, se arroja hacia el coche que Bridge había hecho<br />

parar; y agarrándose a la portezuela, le toma la mano a Eusebio llorando de gozo y<br />

besándosela mil veces, le decía: ¡Oh mi señor don Eusebio, qué desgracia ha sido la nuestra!,<br />

¡pero cuán grande alborozo es el mío de encontrar sano y salvo a vmd.! Todos mis pasados<br />

afanes quedan re<strong>com</strong>pensados con este feliz encuentro. ¡Oh señor mío! El gozo no me cabe en<br />

el pecho.<br />

Bridge, a quien Hardyl dijo ser aquel uno de los perdidos criados de Eusebio, admiró la<br />

ternura de éste para con aquel hombre, viendo asomar a sus ojos el llanto, y que le decía: ¿Y<br />

Taydor? ¿Dónde queda el pobre Taydor? Allá en Timtom, o <strong>com</strong>o diablos se llama, quedó<br />

malherido de los cocheros de un pistoletazo que le dispararon. ¡Ah!, ¡si supiera vmd. lo que<br />

nos ha pasado! Vamos a casa, dice entonces Hardyl, y allí nos podremos informar mejor.<br />

Bridge da entonces orden al cochero que vuelva a casa y a Gil Altano le dice que siguiese al<br />

coche.<br />

Llegados a ella, Bridge, debiendo ir a otra parte, después de entrarlos en el cuarto que les<br />

tenía preparado, los deja en libertad; y Eusebio, impaciente por saber la historia de la<br />

desgracia de Taydor, pregunta por él a Gil Altano, sin acordarse ni de sus baúles, ni de su<br />

coche y caballos. Altano le responde: ¿Pues qué, cree vmd. que sólo Taydor es el<br />

desgraciado? ¿Y el coche y caballos, dónde los deja? Yo estuve a punto de ser atropellado de<br />

ellos y Dios sabe dónde infiernos se los llevaron aquellos demonios de cocheros.<br />

Vaya, dejémonos de preámbulos impertinentes, le dijo Hardyl, y contad sucintamente el<br />

caso <strong>com</strong>o pasó y el lugar donde fuisteis a parar desde donde nos separamos. Lo diré del<br />

mejor modo que sepa y no de otro modo, señor Hardyl. ¿Pasasteis por Dartford, le preguntó<br />

Eusebio, la mañana que nos separamos? Sin duda pasamos por ella; y por más señas, vimos el<br />

mesón que vmd. nos dijo del caballo blanco; y no dudando nosotros que fuese aquel, por<br />

delante de cuya puerta pasábamos por la enseña de un mal caballo blanco que había en el aire<br />

con una piernas que parecían de camello, dijimos a los cocheros que parasen; mas ellos,<br />

haciendo oídos de mercader, tiraron adelante diciendo que no era Dartford.<br />

Al verlos salir fuera de la ciudad les preguntamos qué ciudad era aquella. Oates nos<br />

responde que era la ciudad de Chikirichie. Taydor se desatinaba porque decía que jamás había<br />

oído decir que hubiese por aquellos contornos una ciudad que se llamase Chikirichie; pero<br />

confiados en aquellos demonios de cocheros, nos dejamos tirar adelante, esperando que a un<br />

cuarto de legua daríamos con esa Dartford. Camina que camina, jamás llegábamos a<br />

descubrirla, aunque iban más que de trote los caballos. ¿Cuándo llegamos a esa Dartford?, le<br />

pregunté yo a Oates, y él me responde: Luego, luego. El luego fue que, ya cerca del<br />

anochecer, llegamos a una villa llamada Timtom, o qué sé yo, un nombre tiene así, porque a la<br />

verdad, aseguro a vmd. señor don Eusebio, no tuve tiempo, y mucho menos ganas, de<br />

aprender su nombre de memoria por lo que vmds. oirán.


Taydor no dejó de conocer que íbamos fuera de la carretera de Londres; pero <strong>com</strong>o no<br />

estaba asegurado de ello, aunque le vinieron varios impulsos de hacerlos parar para<br />

informarse de los labradores que veíamos trabajar en los campos, se contuvo con la esperanza<br />

de saber la verdad en el primer lugar por donde pasásemos; pero antes de pasar por ninguno,<br />

nos vimos entrar en un mal mesón de esa villa que he dicho y cuyo nombre no sé decir.<br />

Taydor, viendo que no era ciudad una villa donde pararon los cocheros, no dudó que era<br />

Dartford la ciudad que habíamos dejado atrás; luego que apeamos, pregunta a Oates por qué<br />

no había parado en Dartford. Él le responde con aire de taco, sin mirarlo al rostro, que nada le<br />

habían dicho de Dartford. ¿Cómo no?, dice Taydor, bien claro lo dije. Tan claro, dijo entonces<br />

Trombel, su <strong>com</strong>pañero, que no lo entendimos. A buena cuenta, el yerro se <strong>com</strong>etió y los<br />

caballos no pueden más. El amo supondrá que hemos tirado adelante y por el hilo sacará el<br />

ovillo.<br />

Taydor, poco satisfecho de esta respuesta que llevaba aire de desvergüenza y de<br />

declarada traición, calló con ánimo de indagar la verdad del mesonero. Éste no estaba, y<br />

entrando en la cocina para ordenar la cena, pues <strong>com</strong>ida no había que esperar por ser casi de<br />

noche, le preguntó a la mesonera que estaba sentada delante del hogar, más gruesa y<br />

reverenda que la tía Robles, una mesonera que conocí en Cádiz, si aquella villa estaba en la<br />

carretera de Londres. De aquí, respondió ella, a Londres se va. También se puede ir, dije yo<br />

entonces, a Cantacucos y más allá del infierno. Id en hora buena, hermano, me respondió ella,<br />

y que buen viaje tengáis.<br />

Dicho esto se levanta y se sale de la cocina con paso de pato cebado, que apenas puede<br />

caminar, y nos deja a Taydor y a mí. ¿Qué hacemos, Taydor?, le digo; esa bruja de mesonera<br />

se me antoja ave del mal agüero, y quiera Dios que no lo sea también de rapiña. Taydor,<br />

después de haber estado un rato pensativo, me dice: Quédate aquí en el mesón y no pierdas de<br />

vista el coche y caballos hasta que yo vuelva, pues voy a informarme por el lugar para salir de<br />

las sospechas que me dan los cocheros; y se va y me deja.<br />

El hambre me aquejaba, pues no habíamos <strong>com</strong>ido todavía. Salgo de la cocina y veo a la<br />

mesonera que estaba mirando al coche. No es menester llamar al herrero, tía Juana, la digo; y<br />

dadme algo que mascar, porque a la verdad estos bellacos de cocheros no quisieron que<br />

probásemos los pollos de Dartford. ¿Pues qué, no los hay aquí tan buenos <strong>com</strong>o en Dartford?,<br />

me dice ella. Y yo: Mascar quiero, y no hablar, señora <strong>com</strong>adre; queso, rábano, o lo que sea;<br />

venga luego, que estoy <strong>com</strong>o lámpara de ermita.<br />

Ella me da un panecillo con un pedazo de queso que me puse a devorar, yendo y<br />

viniendo del coche a la caballeriza, al establo quise decir, y desde el establo al coche, hasta<br />

que llegando Taydor más malhumorado de lo que estaba cuando se fue, me dice: Altano,<br />

estamos más mal parados de lo que podéis pensar; y así, amigo, conviene que nos demos aire.<br />

Los cocheros nos hicieron manifiesta traición. ¿Cómo?, ¿cómo?, le digo yo alterado, ¿de qué<br />

manera? Callar y obrar importa, continuó a decirme, y ojo alerta; voy a despachar un propio a<br />

Dartford para avisar a el amo de nuestro paradero si por ventura lo encuentra en aquella<br />

ciudad, pues era Dartford y no Chikirichie <strong>com</strong>o nos dieron a entender. Estad atento al coche<br />

y caballos mientras vuelvo.<br />

Puede vmd. figurarse, mi señor don Eusebio, los afanes y congojas en que me dejó<br />

Taydor y el enojo que me encendió, diciéndome la manifiesta traición de los cocheros.<br />

Enfurecido contra ellos, me determiné ir a molerlos a palos. Busco furioso un palo; no lo<br />

encuentro. Dándome entonces una palmada en la frente, ¡pesia tal!, exclamo: He aquí que mi<br />

señor don Eusebio no quiso que nos proveyésemos de cuchillo de monte para el camino,<br />

siendo así que ahora venía más pintado que matraca en semana santa. Juro a tal que me tengo


de <strong>com</strong>prar uno, más que le pese a mi señor, de un tomo y lomo mayor que el que empuñaba<br />

Abderramán en la batalla de Clavijo.<br />

Dicho esto, me resuelvo ir a hacer desembuchar sus intenciones a los cocheros de<br />

cualquier modo que fuese; si a palos no, a mojicones. Con esta resolución me encamino al<br />

establo para ver si los encontraba; uno y otro se guardaron bien de hallarse en él. Eso ya lo<br />

esperaba yo, dijo entonces Hardyl, que no los hallaríais en el establo. Pues no lo esperaba yo,<br />

dijo Altano. Cuento por dos veces los caballos, para ver si eran cuatro, no sea, me decía yo a<br />

mí mismo, que ande por aquí Satanás. De los caballos voy al coche y del coche a los caballos,<br />

siempre temiendo que la bruja de la mesonera hiciese alguna de las suyas, pues según oí decir,<br />

también hay brujas aquí en Inglaterra <strong>com</strong>o en España.<br />

Qué ha de haber, bobo, le dijo entonces Hardyl; eso queda para las consejas de tu tierra.<br />

¿Cómo?, dijo Altano, ¿y pondrá vmd. duda en lo que yo mismo vi? ¿En dónde?, ¿cuándo las<br />

viste?, replica Hardyl, ¿de día o de noche? De noche y bien de noche, respondió Altano, las vi<br />

desde una casa de Triana cuando estuve en Sevilla. Y si era tan noche, dijo Hardyl, ¿cómo las<br />

pudiste ver? No pude dudar de ello, dice Altano, pues las oí repicar por el aire las castañetas.<br />

¿Y oír es ver? Vamos, dijo Hardyl, pasa adelante y no destripemos cuentos, si no no<br />

acabaremos jamás con tu eterna narración.<br />

Señor Hardyl, dijo entonces Altano muy alterado, vmd. es el que los destripa, y si no<br />

quiere oír cómo lo cuento, ahí hay otro cuarto. Vamos, pasa adelante te digo, dice Hardyl, y<br />

sepamos en qué paró el mensajero de Taydor. Taydor, continuó Altano, volvió al mesón<br />

después de haber despachado el propio a Dartford y, teniendo por seguro que vmds. no<br />

llegarían aquella noche, ordena la cena para nosotros y para los cocheros. Yo le dije entonces:<br />

¿Quién cuidará de los caballos mientras cenamos? Pues el coche lo tenemos aquí cerca y las<br />

ruedas no son de algodón.<br />

Los cocheros, me responde Taydor, no se los llevarán, pues cenarán con nosotros. Aquí<br />

le repliqué algo de mis temores de brujas; pero puesto que el señor Hardyl no gusta de oírlas<br />

mencionar, me las dejaré en el tintero. Hardyl no pudo contenerse de no decirle: Gran tintero<br />

debía ser ese en que hubiese brujas por algodones. Pues cabalmente, dice Altano, si vmd. no<br />

lo sabe, es la caldera de Pero Botero. Ya se echa de ver, dijo Hardyl, la larga pluma que moja<br />

en él. Mi señor don Eusebio, dijo Altano, dejaré de contar la historia, porque no hay aguante<br />

para más. Vamos, pasa adelante, dice Eusebio; no te detengas por eso, pues al cabo nada<br />

significa el que te interrumpa Hardyl. Pasaré adelante, mi señor, pero si a cada instante nos<br />

hemos de tirar las greñas, vale más que se lo cuente a vmd. cuando esté solo. No te<br />

interrumpirá más, dice Eusebio, prosigue tu narración.<br />

Dispuesta ya la cena, los cocheros no parecían. Pues juro a tal, dijo impaciente Taydor,<br />

que no dejaré este puesto hasta que no vuelvan. Lo decía esto paseándose por delante del<br />

establo; yo repliqué que podíamos cenar uno después de otro, pues así no quedarían sin<br />

guardar los caballos; pero diciendo él que no quería, me contenté de decir dentro mí: A buena<br />

cuenta el queso y pan en buen sitio están. Pero finalmente llegaron los cocheros cuando les<br />

dio gana, y nos llaman a cenar. Taydor me dijo que disimulase y lo dejase hablar a él. Yo aquí<br />

no veía razón, pero creí que tendría algún motivo particular para ello, y así, callé.<br />

La mesa estaba dispuesta en la misma cocina, y cuando llegamos Taydor y yo vimos que<br />

ya estaban en ella muy de asiento los señores vellidos, con rostros tan descarados y socarrones<br />

que parecía que nada supieran del hecho. ¿Pues qué, dice Trombel, no esperamos al amo?<br />

¡Ah!, traidor, estaba yo para decirle, y para echarle tras esto el plato en los bigotes; pero me<br />

contuve, y callé, por lo que Taydor me había insinuado, respondiendo éste a Trombel: No hay


para qué esperarlo más, no habiendo llegado ya; pero más tarde sí vendrá, pues le he<br />

despachado un propio.<br />

Aquí noté que Trombel se turbó no poco, pero el descarado Oates dijo luego: Temo<br />

mucho que no lo encuentre en Dartford ese propio. ¿Por qué no?, pregunta Taydor un poco<br />

alterado. Por vuestro descuido, respondió Oates, en no decir que quedásemos en Dartford; o si<br />

lo dijisteis, no os entendí; ver qué consecuencia lleva el no hablar claro. Aquí se me encendió<br />

en ira toda la sangre viendo el descaro de Oates; y sin duda me contuvo para no abrumarlo el<br />

juro redondo que echó Taydor entonces, diciendo tras él a Oates: Hablo y veo más claro que<br />

lo que vos pensáis, y reportémonos, porque si no, ¡vive Dios...!<br />

Oates enmudeció y Trombel no se atrevió a chistar viendo el manifiesto enojo de Taydor.<br />

Entonces el mesonero, temiendo alguna reyerta, dejó la mesa en donde acababa de cenar y<br />

vino a la nuestra metiendo su cuba de barriga entre mí y Taydor, y moliendo con los dedos un<br />

polvo de tabaco con la caja abierta. Yo me volví a mirarlo, al tiempo que hacía de ojo a<br />

Trombel, diciendo: ¿Tuvisteis buen viaje, señores? ¿Buen viaje?, y tan bueno, le digo yo, sin<br />

acordarme más, ni por pienso, del encargo que me había hecho Taydor de que no hablase y así<br />

continué a decirle: Y si no, dígalo el dromedario blanco de Dartfotd que nos vio pasar debajo<br />

de sus luengas patas, pareciendo que nos quería atropellar desde el aire, echándonos en rostro<br />

el sahumerio del pingado rosbif que perdíamos en su cocina.<br />

No entiendo eso de dromedario blanco, dijo el mesonero, haciendo señas a los cocheros,<br />

pues aunque yo lo tenía de espaldas, estaba frente a frente de Trombel, con quien se entendía<br />

el mesonero, y por el espejo vi el reflejo; y a lo que preguntó de no entender lo del<br />

dromedario blanco, le dije: Lo entenderéis mañana, <strong>com</strong>padre; ¿pues qué, no habéis estado en<br />

Dartford?, ¿ni visteis jamás aquel aguilucho que hay por enseña de caballo blanco en un<br />

mesón?<br />

Toma, sí estuve en Dartford y sí sé de ese mesón; cabalmente es un hijo mío el que lo<br />

tiene de su cuenta. Lástima que pasaseis sin entrar en él, pues hubierais visto una moza<br />

retozana, blanca, rubia y colorada, de un dengue y zalamería sin par. Para mocitas blancas y<br />

rubias estamos, le dije yo, qué le queréis hacer si estos infiernos de Trombel y Oates llevaban<br />

los oídos en los talones. Mientes, voto a tal, dice Oates enfurecido al oír esto, y yo,<br />

poniéndome en pie y devorándolo con los ojos encendidos, cojo el plato con las dos manos<br />

para echárselo, diciendo: ¿Cómo que miento? ¡Traidor, bellaco! Pero antes de echárselo a las<br />

muelas me detuvo del brazo el mesonero diciendo: Vaya, sosiéguense, señores, y siga la fiesta<br />

en paz, que en honrado mesón están, y no en un bodegón. Ea, Oates, las manos en la<br />

faltriquera.<br />

La mesonera, al verme tan montado, vino también a sosegarme, diciéndome: Sin duda<br />

sois español. Esto me olió a la pregunta de la moza de Pilatos; con todo la dije: Lo cantaré yo<br />

antes que el gallo, tía Juana, pues me precio de serio y para que no ignoréis de dónde, sabed<br />

que del Puerto de Santa María. ¡Buena tierra, a fe mía!, dijo aquí el mesonero. ¿Pues qué<br />

estuvisteis en ella?, le pregunto; y él <strong>com</strong>enzó a darme tales señas que no pude dudar de ello.<br />

La picarona de la mesonera dijo entonces: Pues por vida mía que le tengo de dar una<br />

cama a mi españoleto, que tal no la tenga su amo en el mejor mesón de Londres. Eso sí que yo<br />

os agradeceré mucho, le digo. Pues venid a verla, me dice; y si no es <strong>com</strong>o lo digo, no <strong>com</strong>a<br />

yo pan a manteles por muchos días. Vamos allá, le dije; y ella, tomando una vela, me<br />

a<strong>com</strong>paña al cuarto, queriendo también que viniese Taydor. Había de hecho en el cuarto dos<br />

camas que más bien aderezadas no las vi en todos los mesones desde Douvres hasta allí.<br />

Vueltos a la cocina, no vimos más los cocheros, ni el mesonero. Taydor me dice entonces:<br />

Altano, esta noche no hay que pensar en cama. Los cocheros nos trajeron aquí con el fin de


obarnos el coche y caballos; y lo peor es que, según noté por ciertas señas, se entienden con<br />

ellos los mesoneros; me confirma en ello el habernos hecho ver las camas la mesonera, con el<br />

fin de cebarnos más las ganas de dormir, para que mientras dormimos a sueño suelto, puedan<br />

hacer ellos salto de mata con todo el bagaje; y así en vez de ir a dormir a esas camas,<br />

dormiremos en el coche.<br />

Por mi señor don Eusebio, le digo yo, aunque sea en el duro suelo todos los días de mi<br />

vida, y váyanse en hora mala las mejores camas del mundo. No hay, pues, que perder tiempo,<br />

dice él; ahora que no te ve ninguno, ve, métete en el coche y déjame hacer a mí. Yo me voy al<br />

coche y apenas estuve dentro, cuando veo la mesonera entrar en el zaguán por la puerta del<br />

corral con su vela encendida en la mano; y al entrar en la cocina oigo que decía a Taydor, que<br />

había quedado en ella: ¿Pues qué, no es hora de irse a la cama? ¿Dónde se fue el españoleto?<br />

Aquél, responde Taydor, es un echacuervos que no sabe hacer más que dormir. Voto a tal,<br />

decía yo en el coche al oír esto, aquel bribón de Taydor miente por las barbas, pero a su<br />

tiempo se lo diré.<br />

La bruja de la mesonera le respondió a tono: Eso lo digo yo también; son unos poltrones<br />

soberbios esos españoles, ¿pero a dónde está? Aquí creía que Taydor la deshiciese las muelas<br />

de un revés por la respuesta desvergonzada y ultrajante a la memoria de vmd., pues yo no me<br />

hubiera contentado con eso sólo. En vez de esto la dijo Taydor: Le aparejasteis tan buena<br />

cama que no se le cocía el pan para ir a probarla y se fue allá. Tan bien <strong>com</strong>o hizo, dijo ella, y<br />

extraño que no le hayáis imitado. Dadme, pues, una vela, le dice Taydor; y tomando la vela<br />

que ella le dio, le veo salir de la cocina, pasar muy serio por delante del coche y subir arriba<br />

sin decirme palabra, ni hacer algún ademán, aun con los ojos, aunque casi sacaba yo la cabeza<br />

para que me viese. Esto me hizo sospechar si quería engañarme, para dejarme solo en la<br />

pelota; y estaba a punto de llamarlo, al tiempo que veo salir de la cocina la mesonera que<br />

seguía a Taydor, el cual había subido la escalera a cuyo pie se paró alargando el cuello de<br />

lado, <strong>com</strong>o esperando oír el ruido de la puerta cuando la cerrase Taydor; lo que hizo él con tal<br />

golpe que vino a herir mi corazón, confirmándome en las sospechas de que quería burlarme,<br />

figurándome yo allí en el coche <strong>com</strong>o gorrión en loseta, estando, <strong>com</strong>o estaba, muy metido de<br />

espaldas en el rincón sin menearme, para no ser visto ni oído, aunque podía ver los ademanes<br />

y posturas de la mesonera.<br />

La cual, muy alegre al parecer con el golpe de la puerta que había cerrado Taydor,<br />

deshizo la atenta postura en que estaba, alargando el cuello, dando un brinco (a lo menos lo<br />

quiso dar) que si no hubiera sido por la inmensa masa de su cuerpo, el contento a lo menos...<br />

¡Válgame el cielo, dijo aquí Hardyl, por cuentos eternos e insulsos! ¿A qué viene tanta<br />

menudencia y tanto dije y dijo y tomó a decir y responder, ni esos brincos ni descripciones,<br />

que no montan un bledo? Señor Hardyl, ya le dije que si no gustaba de oírme se fuese a otro<br />

cuarto; y si no, hago punto redondo y lo cuente quien quiera, pues no hay paciencia para con<br />

un oyente tan importuno. Vmd. sería el primero a echar fallo, y a no creer la relación si dejase<br />

de contar todas esas insulsas menudencias <strong>com</strong>o dice, en las cuales está el toque que muele<br />

los oídos de vmd. y con que me muele a mí; pero ya que no gusta de oírlas, ni yo de pasarlas<br />

en silencio, quede ahí el cuento y vmd. con Dios, mi señor don Eusebio, pues se acabó aquí la<br />

narración.<br />

No, Altano, ven acá y prosigue, dijo Eusebio, pues si Hardyl no gusta de oírte, gusto yo;<br />

pasa adelante y veamos lo que hizo la mesonera. Altano, que ya había vuelto la espalda para<br />

irse, detenido de la instancia de su amo, le dice: Bien, pues, proseguiré por <strong>com</strong>placer a vmd.,<br />

pero si el señor Hardyl vuelve a romperme el hilo y la paciencia daré al diablo la narración.<br />

La mesonera, pues, después de haber dado aquel asomo de brinco de contento, se vino hacia<br />

el coche y <strong>com</strong>enzó a examinar y a forcejear los baúles con la mano, a mirarlos por arriba y<br />

por abajo. ¡Que se quema, que se quema!, decía yo dentro de mí palpitándome el corazón y


temiendo que viniese a registrar dentro y dar conmigo. De hecho, ella se acercó a la<br />

portezuela, pero fue al tiempo que entraba su marido en el zaguán.<br />

Entonces se va hacia él y oigo que le decía paso: Ya están en el cuarto, ya están en el<br />

cuarto, podemos quitar el baúl. No es tiempo todavía, le responde él, hasta que no vuelva<br />

Oates con las pistolas que fue a buscar. ¡Cuerpo de tal!, ¿qué has dicho?, decía temblando<br />

<strong>com</strong>o un azogado, ¿pistolas tenemos? Somos perdidos. ¡Qué sudores! ¡Qué angustias<br />

mortales fueron las mías! ¡Qué enojo contra Taydor, al verme burlado y desamparado de él, y<br />

sin armas para poder resistir a aquellos declarados ladrones!<br />

Ya me venían impulsos de saltar del coche para oprimirlos con mi repentina presencia;<br />

ya se me ofrecía esperar a Taydor, lisonjeándome que bajaría a tiempo para pedirle consejo,<br />

creyendo éste el mejor partido. Pero me sacaron de afán los mesoneros, viéndolos subir juntos<br />

la escalera, diciendo el marido: Hagámonos sentir que entramos en el cuarto, porque así<br />

quitaremos toda sospecha que les haya podido venir, y desde la ventana esperaremos la señal<br />

de Oates cuando vuelva con las pistolas.<br />

Parecióme ésta buena ocasión para ir a avisar luego a Tarydor de todo lo que había visto<br />

y oído; sin detenerme más, salto del coche y <strong>com</strong>ienzo a subir la escalera sobre las puntas de<br />

los pies para no ser sentido. En el primer descanso me paro para ver si podía oír alguna cosa,<br />

y de hecho oigo las pisadas de persona que al parecer bajaba la escalera tan paso, cuanto yo la<br />

subía haciendo rugir el suelo, <strong>com</strong>o si pisasen arena.<br />

¡Cielos!, ¿quién será éste?, me decía yo casi sudando de temor, no pudiendo conocer si<br />

era el mesonero o bien Taydor el que bajaba, pues no había oído ningún ruido de puerta; mas<br />

fuese quien fuese, me determino a esperarlo con el puño cerrado, teniendo enarbolado el<br />

brazo para descargarlo contra quien bajaba luego que me estuviese a tiro. Mas quiso la fortuna<br />

que, cuando le podían faltar dos o tres escalones para llegar al descanso en donde yo estaba<br />

con el brazo en alto y apretando los dientes para descargarlo con mayor fuerza, Taydor tosiese<br />

con reprimida violencia para no ser oído, y lo reconozco.<br />

¡Oh Taydor!, le digo en voz baja. ¡Somos perdidos! Oates fue a buscar pistolas para<br />

matarnos sin duda, pues esos no son instrumentos para hacer rizos. A esto añado todas las<br />

insulsas menudencias, gestos y meneos que había visto hacer a la mesonera, y que no<br />

parecieran impertinentes al señor Hardyl si se hubiera visto en mi lugar. Taydor, sin alterarse,<br />

me responde: Vamos al coche y déjalos venir. ¿Cómo dejarlos venir?, le digo yo, ¿qué<br />

podremos hacer sin armas contra las suyas de fuego? Yo me previne con este alfange, me<br />

responde, que <strong>com</strong>pré a un labrador de la villa, después que despaché el propio a Dartford y lo<br />

escondí en el coche, temiendo algún mal alzado de esos traidores; pero jamás creí que<br />

hubiesen pensado en las armas de fuego, porque si hubiera dado en ello, tal vez me hubiera<br />

sido más fácil el encontrar pistolas que otro alfange para vos, que no pude hallar. Pero no<br />

importa, éste bastará para amedrentarlos en caso que lleguen a poner en ejecución sus<br />

malvados intentos.<br />

Mas ya que no lo pudisteis encontrar, le digo yo, ¿no fuera mejor que fuésemos ahora a<br />

apoderarnos del Trombel, antes que llegue Oates y que se junten los dos con los dos<br />

mesoneros? No, me responde él, no hago violencia a ninguno, si primero no me la hacen. Esta<br />

sobrada confianza de Taydor nos perdió por no querer seguir mi prudente consejo, el cual vale<br />

más a las veces que cien picas y cien pistolas. Apenas digo esto, cuando oímos caminar los<br />

caballos. ¡Se los llevan! Taydor, se los llevan, exclamo yo. Taydor iba a salir del coche con el<br />

alfange desenvainado, pero <strong>com</strong>o con la prisa quiso abrir con la izquierda la portezuela, se le<br />

resistió tanto la manecilla, que al tiempo que se determinó pasar el alfange a la izquierda, para


abrir con la derecha, llegan los cocheros uno tras otro con los caballos del diestro para<br />

ponerlos al coche y llevárselo en cuerpo y alma.<br />

Consiguiendo Taydor abrir la portezuela, sale del coche con el alfange desnudo diciendo:<br />

Traidores, dejad esos caballos; ¿qué vais a hacer?, y se echa sobre ellos, cogiendo del diestro<br />

a uno de los caballos; yo que salí tras él, acudo también al otro y lo así del freno. Trombel y<br />

Oates, asustados de aquella inesperada y repentina aparición, no sabían qué decir. Nos vamos<br />

a Londres, dice Oates, que es hora de partir. De aquí no partiréis, dice Taydor, echando un<br />

voto a tal, hasta que el amo no venga o nos avise de lo que debemos hacer, y así volved los<br />

caballos a la cuadra.<br />

¿Pues qué, pensáis tener vos sólo órdenes del amo?, dice Trombel, sabemos lo que nos<br />

hacemos; e impele los caballos hacia el timón del coche. Yo tenía del freno al que Trombel<br />

arreó para ponerlo en el coche, pero sintiendo la resistencia de mi mano, no se movió. Oates,<br />

que estaba detrás de Trombel con los otros caballos, echando de ver nuestra defensa:<br />

Adelante, dijo, con esos caballos y echad de revés esos follones Voto a...; dijo Taydor<br />

levantando el alfange, que de aquí no partiréis, traidores declarados. Trombel le respondió con<br />

otro voto redondo y dio una recia patada en el suelo, al tiempo que Oates, disparando la<br />

pistola por detrás de Trombel contra Taydor, lo hiere en el brazo.<br />

Los caballos, espantados del fuego y del estampido del tiro, parten <strong>com</strong>o rayos<br />

enfurecidos y me arrebatan a mí y Taydor, que los teníamos asidos, y nos atropellan,<br />

haciéndome dar tan recio golpe en el eje delantero, que creí que me hubiese descoyuntado. Al<br />

ruido, alborozo y voces del zaguán -acuden los mesoneros tan vestidos <strong>com</strong>o subieron, al<br />

tiempo que Oates, habiéndose apoderado del alfange que perdió Taydor, iba hacia él para<br />

acabarlo de matar.<br />

¿Qué hacéis, qué hacéis?, grita la mesonera, detente, Oates; y lo detiene del brazo. Su<br />

marido y el mozo del mesón lo desarman y acuden luego a Taydor que estaba, <strong>com</strong>o yo,<br />

tendido en el suelo; y tomándolo en brazos lo suben arriba para ponerlo en la cama, dando<br />

orden al mozo para que fuese a llamar al cirujano de la villa. Luego vienen por mí, que hacía<br />

el muerto en el suelo, aunque estaba bien vivo, lo que creo me libró de la muerte; porque<br />

luego que los mesoneros subieron arriba con Taydor, los cocheros, que habían quedado en el<br />

zaguán, después que recobraron y ataron los caballos, vinieron a mí, diciendo Oates a<br />

Trombel: Capemos a este marrano.<br />

Quita allá que está muerto, le dice Trombel, y dándome un puntapié, callando yo <strong>com</strong>o<br />

un puto y sudando angustias mortales, me dejaron estar. Inmediatamente vuelve el mesonero<br />

por mí y luego su mujer; viendo que respiraba, me levantan, ayudándome yo también, y me<br />

llevan a un cuarto diferente del que me había mostrado antes la mesonera, en donde había<br />

aquellas dos buenas camas, sino una y bien ruin, en la que me dejaron tendido, lamentando mi<br />

desgracia; luego se salen del cuarto, oyendo yo que me cerraban con llave. Al verme allí solo<br />

y dolorido, <strong>com</strong>encé a quejarme no solamente por los dolores que padecía del golpe del eje,<br />

sino también por la pena que sentía, temiendo que hubiesen muerto a Taydor. La mesonera<br />

volvió de allí a un rato haciéndome el llanto del cocodrilo y diciendome que no temiese, que<br />

luego vendría el cirujano. No pudiendo contener más mi enojo: ¡Ah! bruja infame, le dije,<br />

embustera, ladrona, ¿pensáis que no os vi, ni os oí, y que no sé que mojabais en el mismo<br />

infernal plato de los cocheros? No hay tal, decía ella, ¡cielos!, ¿qué decís?, y <strong>com</strong>enzó una<br />

retahíla de excusas, acabando con salirse del cuarto, dejándome otra vez cerrado bajo llave<br />

para que no pudiese salir, viendo que estaba con fuerzas y no tan muerto <strong>com</strong>o me había<br />

creído.


En esta sospecha me confirmó el ruido que de allí a poco oí del coche y caballos, que<br />

salían del mesón; y no dudando que se los llevaban impunemente, salto de la cama impelido<br />

de furor y rabia, olvidado de mis dolores y, abriendo la ventana, <strong>com</strong>ienzo a dar tales gritos,<br />

llamando ayuda que creo que hubieran podido oír desde Londres.<br />

A los gritos que daba acuden algunos vecinos al mesón para ver lo que era; el mesonero,<br />

el mozo y la mesonera, para sosegarme, entraron también en mi cuarto. Enfurecido <strong>com</strong>o<br />

estaba, no pudiendo dudar que se llevan el coche y caballos los cocheros y que los mesoneros<br />

les habían facilitado el robo, eché mano de un martillo o brazo de silla rota con que tropecé al<br />

acudir a la ventana, y echándome sobre el mesonero que venía con luz para informarse de qué<br />

era lo que me sucedía, le descargo tal martillazo, que si no hubiera reparado el golpe con la<br />

vela y candelero, lo dejara allí descalabrado. La mesonera, que venía con él, <strong>com</strong>ienza a<br />

gritar; gritaba yo también, y así a oscuras daba tales palos de ciego por aquel cuarto, que si<br />

por buena suerte no se me hubieran escapado con el favor de las tinieblas, les hubiera hecho la<br />

cuenta con paga cabal.<br />

Pero <strong>com</strong>o huyeron dando horribles gritos e implorando auxilio, a sus voces acudieron<br />

cinco o seis hombres de los vecinos, que habían entrado en el mesón, pues a la verdad le<br />

debió parecer sin duda que nos matábamos. El mozo del mesón, que escapó el primero de mi<br />

descarga, tuvo la advertencia de ir a tomar otra vela, y con ella subía al tiempo que ya los<br />

vecinos se hallaban en la sala; los cuales, al verme en medio de ella con el brazo de la silla en<br />

la mano, me preguntan qué era lo que me sucedía.<br />

Yo les digo, furioso <strong>com</strong>o estaba, que nos robaban el coche los cocheros y que habían<br />

muerto a mi <strong>com</strong>pañero. No hay tal, salía diciendo del cuarto en que se había refugiado el<br />

mesonero; no hay tal, que ahí en ese aposento está ese hombre herido del tiro accidental de la<br />

pistola. ¡Accidental!, traidor, infame y ladrón, le digo yo. ¿Pues qué, no vi cómo asestó la<br />

pistola contra Taydor? Como quiera, responde él, ese hombre no está muerto y si no vengan a<br />

verlo. Diciendo esto se encamina al cuarto, abre la puerta, y oigo entonces los lamentos y<br />

voces de Taydor, que decía: Altano, por Dios, que me desangro, id a llamar al cirujano. Yo<br />

entro a tiempo que le decía el mesonero que el cirujano no podía tardar a venir, pues hacía<br />

rato que lo había mandado llamar. La dolorosa situación de Taydor no pudo desarmar ni mi<br />

cólera ni mi brazo y allí mismo, delante de Taydor y de dos o tres de los vecinos que entraron<br />

tras mí en su cuarto, <strong>com</strong>ienzo a tratar de ladrón al mesonero, atribuyéndole el robo del coche;<br />

y se hubiera renovado la refriega si por buena suerte no hubiese llegado el cirujano, el cual,<br />

después de habernos sosegado y examinado la herida, se puso a hacer su oficio, en que<br />

empleó una buena media hora. Pero finalmente nos consoló a mí y a Taydor, diciéndonos que<br />

la herida no era de peligro y que curaría dentro de pocos días.<br />

Partido el cirujano, cuento a Taydor el robo del coche y de los caballos, que también él<br />

había oído salir del mesón, y lo consulto sobre el partido que debíamos tomar en tan funestas<br />

circunstancias; si debíamos dar luego e a la justicia, para que enviase gente tras los cocheros,<br />

o riel si debía ir yo a Dartford para dar parte a vmd. de lo sucedido. Aunque Taydor no estaba<br />

para darme consejos, me dijo, con todo, que lo mejor sería tomar cuatro o cinco hombres bien<br />

armados, para ir inmediatamente tras los cocheros, y así que viese el dinero que le quedaba en<br />

el bolsillo para pagarlos, pues creía que le quedaban catorce o quince guineas. Meto la mano<br />

en una y otra faltriquera de sus calzones, los tiento bien, los sacudo dos y tres veces, pero el<br />

bolsillo no parecía.<br />

La sangre se me hiela y Taydor, echando de ver que lo habían robado, me dijo tuviese<br />

paciencia y callase, y que viese el dinero que a mí me quedaba. Aquí fueron mis sudores,<br />

metiendo la mano en mi bolsillo, <strong>com</strong>o si fuera nido de alacranes. Pero luego que llegué a<br />

tentar mi bolsa, me volvió a su lugar el corazón, y aunque sabía que tenía en ella cuatro


guineas, me las puse a contar a vista de Taydor, temiendo siempre que me las hubiese<br />

mermado la bruja; pero estaban cabales. Viendo, pues, Taydor que cuatro guineas no bastaban<br />

para la empresa de enviar gente armada contra los cocheros y que en aquella villa no había<br />

tribunal <strong>com</strong>petente para implorar la justicia, me rogó que fuese cuanto antes a verme con el<br />

cura o ministro de la parroquia, <strong>com</strong>o lo llaman, para suplicarle quisiese venir a verse con él.<br />

Hágolo así y al tiempo de salir, viéndome la mesonera, me pregunta muy afligida que a dónde<br />

iba. La necesidad de que alguno me enseñase la casa del cura, hizo que le dijese el lugar a<br />

donde me encaminaba, pidiéndole señas de la casa del ministro. Entonces ella llama al mozo y<br />

le manda que me a<strong>com</strong>pañe.<br />

El día <strong>com</strong>enzaba a alborear cuando me encaminaba con el mozo a casa del cura. Aunque<br />

éste estaba en cama todavía, se levanta a los golpes que daba yo a la puerta, y acudiendo a la<br />

ventana, le pude dar idea del estado en que se hallaba Taydor, que deseaba hablarle. El cura<br />

condescendió bajando de allí a un rato para venir conmigo; por el camino le cuento toda la<br />

doliente historia, confirmándola el mozo que me a<strong>com</strong>pañaba, por lo cual eché de ver que no<br />

estaba bien con sus amos; pero llegados al mesón, la mesonera infame, que nos estaba<br />

esperando a la puerta, llama aparte al ministro y se lo lleva a la cocina.<br />

Yo subo al cuarto de Taydor para avisarlo de la llegada del ministro, y veo con él el<br />

expreso que el día antes había despachado él mismo a Dartford, el cual trajo la noticia que<br />

vmds., sin detenerse en aquella ciudad, habían ido a Londres. Se le hubieron de pagar otras<br />

dos guineas a más de las dos que le entregó Taydor antes de partir; las que hube de aflojar de<br />

mi bolsillo.<br />

El propio, recibida la paga, se fue; y Taydor me aconseja ir inmediatamente a Londres y<br />

buscar a vmds., diciéndome que los hallaría en uno de los mesones. ¡Y qué tal que adivinó!<br />

Pero ya se sabe que una desgracia jamas viene sola; todo parece que se conjura en salirle al<br />

revés al desgraciado. Me despedía de Taydor con todo el sentimiento que requerían las<br />

infelices circunstancias en que nos hallábamos, cuando entró el ministro a verle, y conociendo<br />

que yo me despedía para partir, me pregunta que a dónde iba. Le dije iba a ver si podía<br />

encontrar a vmd. en Londres. Él entonces <strong>com</strong>enzó a decirme en tono muy grave de esta<br />

manera:<br />

Sabéis cuán poderosas son las tentaciones y que no siempre el hombre resiste a ellas.<br />

Esos bribones de cocheros cohecharon con promesas la honradez de estos mesoneros, si les<br />

facilitaban el hurto del coche, diciéndoles que vosotros os habíais apoderado antes de él dando<br />

a traición la muerte a vuestro amo antes de llegar a Dartford, pero sabed que también los han<br />

engañado a ellos, llevándoseles el baúl que pactaron darles y que habían depositado en un<br />

cuarto.<br />

Señor ministro, le digo yo, sepa vmd. que no me trago tortas tamañas, ni <strong>com</strong>o piruétanos<br />

por zanahorias; puede decir esa bruja lo que quiera, que no me dará papilla. Con todo, replica<br />

el ministro, os he de deber un favor, y es que cuando contéis a vuestro amo el hurto del coche,<br />

no hagáis mención de los mesoneros, pues esta pobre familia... No pase vmd. adelante, le<br />

interrumpo yo, colgada cabeza abajo vea yo a esa bruja endemoniada con el trasero al aire,<br />

picada de todas las avispas y tábanos de la tierra. No, voto a tal; los perseguiré aunque estén<br />

tocados de la peste.<br />

Sosiégate, Altano, me dice entonces Taydor, y condesciende con la súplica de este señor<br />

ministro; hazme también a mí este favor. Debí ceder a la instancia de Taydor para sosegarlo,<br />

pero no para mantener la palabra que le di, pues ya ve vmd. que tal que la he cumplido. Fue<br />

con todo otro tanto oro esta promesa para Taydor, por lo que añadió el ministro, que los


mesoneros procurarían resarcir su yerro con los mayores esmeros y asistencia que prestarían<br />

al enfermo.<br />

Con esto partí más alegre y confiado, tomando las de villadiego, pues en ruedas ni a<br />

caballo no había que pensar, no permitiéndolo la bolsa. Iba, pues, yo mi camino, haciendo<br />

cuentas galanas y avivando el paso con el ansia de verme en Londres al mediodía para contar<br />

a vmd. el caso, preguntando a cuantos encontraba si habían visto un coche vacío con cuatro<br />

caballos, diciéndoles pelos y señas; pero ninguno me sabía dar razón hasta que, habiéndome<br />

puesto a descansar a la sombra de un árbol, veo venir un caballero a caballo con dos criados a<br />

quienes hice la misma pregunta; los cuales me dijeron que sí, que los habían encontrado en un<br />

paraje que no pude entender por ir ellos a galope.<br />

Lo mismo nos tenemos, me dije yo, aquí no hay más que apresurar el paso y seguirles,<br />

figurándome que irían derechos a Londres; pero habiéndolos perdido de vista y sintiéndome<br />

cansado, hube de volver a mi paso. Parecíame que era ya muy entrado el mediodía, y no<br />

viendo poblado ninguno, me determino preguntar a un jornalero que trabajaba cerca del<br />

camino cuántas millas estaba distante Londres. Hermano, me dice él, si vais a Londres, vais<br />

errado; debíais haber tomado el camino de la derecha, que se separa allá bajo de éste.<br />

¡Cuerpo de tal! Qué maldiciones eché sobre mi cabeza al oír esto; pero no había otro<br />

remedio que desandar una buena legua que había caminado. Pero, ¿cómo hacerlo con el<br />

hambre y sed que llevaba? Me resuelvo a quedar en alguna de aquellas alquerías que por allí<br />

veía, preguntando al jornalero si en alguna me darían de <strong>com</strong>er por mi dinero, y diciéndome<br />

que tal vez sus amos lo harían, me encamino hacia la casa que él mismo me enseñó.<br />

Estaban cabalmente sentados en el zaguán los dueños, que me parecieron antiguos<br />

patriarcas; cabe ellos estaba trabajando en randa una hija suya muy bien parecida. Yo los<br />

saludo y les hago mi petición diciéndoles la desgracia que nos había sucedido y el error de mi<br />

camino. El viejo da entonces orden a la muchacha que me diese de <strong>com</strong>er. El cielo se me<br />

abrió de par en par al oír esto, y mucho más cuando me veo <strong>com</strong>parecer la angélica criatura de<br />

su hija, que con sus blancas y aseadas manos me presenta en un plato un pedazo de fiambre y<br />

otro de queso con dos panecillos.<br />

Mil bendiciones derrame el cielo sobre esta casa, le digo al recibir el plato, y a vos, dulce<br />

señora mía, dé suerte igual a vuestra hermosura y beneficencia. Ella se entró en el zaguán<br />

muy modesta y yo me fui a devorar mi ración, sentado a la sombra de un coposo nogal que se<br />

levantaba delante de la casa. Aún no había acabado de <strong>com</strong>er, cuando veo llegar un joven a<br />

caballo, hijo del dueño; y yo, llevando siempre en la memoria el coche y caballos, después<br />

que me dieron de beber, quise preguntar al joven que acababa de llegar, si por ventura los<br />

había visto, y diciendo él que sí y el camino que llevaban los cocheros, del cual me olvidé dos<br />

días después, quise satisfacer el precio de la <strong>com</strong>ida para partir luego; mas no queriendo<br />

recibir cosa ninguna el buen viejo labrador, me despedí de ellos renovándoles las bendiciones.<br />

El aviso del joven y del nombre del camino que tomaron los cocheros, del cual me<br />

acordaba entonces, fue de mucha importancia; porque ya cerca de Londres, viendo venir hada<br />

mí siete hombres a caballo y muy armados, me dio un golpe el corazón, <strong>com</strong>o diciéndome lo<br />

que era. De hecho, al emparejar con ellos, me preguntó el capitán que de dónde venía y si<br />

había visto un coche ceniciento con cuatro caballos, cabalgados de dos cocheros. ¡Y cómo si<br />

sé de ese coche!, le digo yo, pues soy uno de los criados a quienes lo robaron. Luego, in capite<br />

libri, le digo el cohecho de la mesonera, y tras esto el camino que habían tomado los cocheros,<br />

según me dijo el hijo del labrador. Ellos partieron de carrera con mis informes y yo proseguí<br />

más alegre hasta Londres, donde llegué al anochecer, yendo al primer mesón que me<br />

enseñaron y remitiendo al otro día el buscar a vmd.


Todo él lo empleé en ir de mesón en mesón, hasta que por las señas que di de vmd. en el<br />

de La Fuente de Oro, me dijeron que vmd. había estado, pero que se había ido al otro día sin<br />

saber adónde. ¡Oh cuitado de mí!, exclamé, ¿cómo encontrar ahora a mi señor don Eusebio en<br />

esta babilonia?, ¿a quién preguntar? No dejé rincón ni bodegón en que no diese señas de<br />

vmd., caminando por Londres tres días enteros para ver si por ventura lo encontraba, pero<br />

todo en vano. Creció mi desesperación después que un tahúr me ganó el poco dinero que me<br />

quedaba, viéndome reducido a pedir limosna, hasta que la fortuna me llevó al Vauxhall,<br />

donde encontré a vmd., que instante mejor no le tuve en mi vida; tal fue el gozo que llenó mi<br />

corazón.<br />

No hay, pues, para qué perder tiempo, dijo entonces Eusebio, ya que sabemos el paradero<br />

de Taydor, podemos ir luego a verlo, si os parece bien, Hardyl. No me opongo, Eusebio, le<br />

responde Hardyl, a tan buen sentimiento para con Taydor, pero conviene que tampoco<br />

perdamos de vista la conveniencia que debemos a quien nos hospedó. Bridge no está en casa y<br />

sin participárselo no parece bien que nos ausentemos; mucho más no siendo tan necesaria<br />

nuestra presencia para el herido Taydor, pudiendo llevar Altano el dinero que necesite para su<br />

cura y alojamiento.<br />

Además de esto, mañana es el día que nos dio el juez para saber de nuestro coche y no es<br />

bien que faltemos. Sea así, pues, dice Eusebio; y entregando cincuenta guineas a Altano, le<br />

mandó tomar la posta para que pudiese llegar cuanto antes e ir con <strong>com</strong>odidad para socorrer a<br />

Taydor. Hardyl dice entonces a Eusebio: Deseaba este rato de quietud, después del tumulto de<br />

tan extraños accidentes <strong>com</strong>o hemos padecido este día, para desahogar con vos mi corazón<br />

que se halla <strong>com</strong>o aturdido de todos ellos.<br />

Haced cuenta, le dice Eusebio, que pasa lo mismo por el mío, sin acabar de salir de mi<br />

enajenamiento. Tantas veces os oí decir que el hombre debe estar prevenido para todos los<br />

funestos accidentes que le pueden sobrevenir, que me parecía que no habría ninguno, por<br />

adverso que fuese, que me pudiese sorprender inesperadamente. Pero el caso de nuestra<br />

prisión me hizo ver la diferencia que hay de la persuasión mental a la del hecho. Porque,<br />

¿cómo podía imaginarme yo que me pudieran prender por ladrón, y hacerme pasar por tan<br />

grande ignominia?<br />

No hay duda, le dice Hardyl, que todos los males hacen más viva impresión de hecho que<br />

vistos de lejos y <strong>com</strong>o si los tocásemos con la mente. Pero esta previa persuasión sirve no<br />

poco para soportarlos con mayor fortaleza cuando vinieren a a<strong>com</strong>eternos, porque el ánimo<br />

contenido de la persuasión de la inconstancia de la fortuna, y de cuán sujetas están todas las<br />

cosas de este suelo a las más extrañas e inesperadas variaciones, no se deja disipar de la<br />

confianza que le fomenta la fortuna favorable y, por consiguiente, no deja enflaquecer en ella<br />

sus buenos sentimientos, y con la lisonja que no les sucederá lo que a muy raros sucede en la<br />

vida, o lo que a ninguno sucedió tal vez.<br />

A muchos he conocido víctimas infelices de esta vana confianza, y entre ellos me<br />

acuerdo de un caballero francés a quien robaron aquí mismo en Londres todo su equipaje<br />

pocas horas después que había llegado al mesón. Forzado de la necesidad, mientras iba y<br />

venía de su tierra el medio para remediarla, hubo de reducirse a pedir limosna si no quería<br />

morir de hambre. La <strong>com</strong>binación de los fatales accidentes fue tan perversa, que habiéndolo<br />

prendido por sospechas de ladrón, lo pusieron en la cárcel, <strong>com</strong>o nos sucedió a nosotros.<br />

Aunque sus parientes, sabido el caso, alborotaron la corte de Londres por medio del ministro<br />

de Francia, y aunque obtuvieron que el preso saliese de la cárcel, fue tan grande el dolor que<br />

le causó el oprobio de la prisión y la ignominia de verse preso y llevado <strong>com</strong>o nosotros a vista<br />

del pueblo a Newgate, que sólo salió de allí para ir a morir a un mesón dentro de pocos días.


A otros he visto tan abatidos y congojados por otros semejantes accidentes, que les alteraron<br />

la salud, viviendo enfermizos y perdidos todo el resto de su vida.<br />

A vista de estos casos, me decía yo a mí mismo cuando <strong>com</strong>encé el estudio de la filosofía<br />

moral: los males del cuerpo todos procuran remediarlos y prevenirlos, ¿por qué, pues, no se<br />

deben prevenir y remediar los del ánimo que a las veces, o casi siempre, son más funestos? A<br />

muchos, es verdad, veo acudir en sus desgracias a las súplicas y oraciones y votos a los<br />

santos, o para que los libren de ellas, o para que no llegue el caso de sentirlas. Remedio bueno<br />

en cierta manera, porque deja algún género de satisfacción en el alma, especialmente cuando<br />

se ve humillada de la desgracia que impensadamente le sobrevino.<br />

Pero echando de ver que estas súplicas y oraciones, en vez de minorarlas la tristeza y el<br />

abatimiento que causa generalmente la opinión de la ignominia, les aumentaba el llanto y<br />

congojas, me persuadí que, estando el origen del mal y del sentimiento en la vanidad y<br />

presunción del hombre, el mejor remedio era cortar las raíces de la vanidad y filaucía para no<br />

sentir sus efectos. Y así me puse luego a <strong>com</strong>batir de recio con reflexiones y máximas de la<br />

sabiduría los siniestros sentimientos del ánimo, y a proponerme muchos funestos sucesos para<br />

meditarlos por todos sus visos y por todos los éxitos que pudieran tener, acostumbrando así a<br />

mi espíritu para recibirlos con constancia y fortaleza, caso que viniesen.<br />

La pérdida del coche pudiera no serme tan sensible <strong>com</strong>o a vos, mirándolo <strong>com</strong>o cosa no<br />

mía; pero el oprobio de la prisión, la ignominia de la cárcel era un accidente que igualmente<br />

nos tocaba a entrambos. Con todo, os aseguro que cuando vi sobre mí los alguaciles, los miré<br />

casi con los mismos ojos con que miran los muchachos a sus semejantes cuando remedan la<br />

justicia y hacen burla y por juego lo que hicieron de veras con nosotros los alguaciles.<br />

Mi mayor sentimiento fue cuando os vi quedaros blanco <strong>com</strong>o un papel, al tiempo que os<br />

ataban, revistiendo mi corazón de vuestros afectos; pero luego descansó mi cuidado sobre los<br />

buenos consejos y máximas que os procuré insinuar y que podían fortalecer vuestro ánimo<br />

abatido en un lance tan terrible. A la verdad fue terrible la primera impresión que me causó;<br />

de modo que casi me privó de sentidos. Pero el tono con que me dijisteis el verso de Virgilio,<br />

me hizo volver sobre mí; y aunque luego siguió a mi pavor una fuerte tristeza y abatimiento,<br />

mas el ir a vuestro lado me infundía confianza, y las máximas de Séneca parece que me daban<br />

un animoso consuelo, que me confortaba a pesar de las miradas de la inmensa gente que nos<br />

contemplaba y nos seguía.<br />

¡Oh!, no dejaré jamás a Séneca. ¡Qué vigor infunde al ánimo en la desgracia! Lo infunde,<br />

no hay duda; ¿pero sabéis cuan pocos aprecian a ese autor?, ¿cuántos menos se aprovechan de<br />

él? En los trabajos y desgracias sólo conoce el hombre la instabilidad de las cosas humanas, y<br />

prueba el acíbar que dejan tocando con las manos el engaño de la vanidad y de la ambición.<br />

Esto lo confiesan casi todos los desgraciados; pero <strong>com</strong>o se lo hace decir el abatimiento, la<br />

tristeza y el disgusto que sienten cuando se ven acosados de la desventura y del contratiempo<br />

que los humilla, y no la persuasión del ánimo; luego que el trabajo o desgracia se desvanece,<br />

vuelve a cobrar el imperio en su corazón la confianza de su vanidad dejándose llevar y engreír<br />

de sus engañosas insinuaciones.<br />

A más de esto, los continuos ejemplos de la prosperidad ajena, o por lo menos el alegre y<br />

resplandeciente exterior que ven en ella, los deslumbra; triunfa la antigua opinión y confianza,<br />

que los hace engolfar de nuevo en las veleidades y divertimientos del mundo, dejándose llevar<br />

de sus insulsos pasatiempos, hasta que la suerte contraria los llega a zambullir otra vez con un<br />

zarpazo improvisto en las olas del mundo, en que los engolfaba su vanidad y en que tal vez<br />

los anega.


Ese mismo Séneca, que con tanta razón apreciáis, ¿sabéis a cuántos empalaga? Unos se<br />

paran en el estilo, prevenidos del dicho de Quintiliano, y a pocas hojas, viéndolo de algún<br />

modo verificado, tienen bastante para decir que lo han leído y seguir la moda de despreciarlo.<br />

Otros pasan más adelante; pero tropezando con las cuestiones científicas de los estoicos, sin<br />

atender a si Séneca las admite, o sin saber prescindir de ellas, tienen sobrado para reputarlo<br />

tan ridículo, cuanto lo son aquellas mismas cuestiones de que se burla el mismo Séneca.<br />

Otros, que pretenden hermanar la virtud con las pasiones y con todos los placeres y<br />

diversiones del mundo, luego que ven que Séneca los <strong>com</strong>bate de recio y con austeridad, y<br />

que aprieta sobre la moderación, sobre la templanza, sobre el vencimiento de los vicios;<br />

¡buenos estamos!, dicen, se conoce que a este insensato le costaba poco predicar la austeridad<br />

desde el trono de la grandeza a que lo levantó Nerón, yo también sabría predicar la sobriedad<br />

con medio millón de renta.<br />

No faltan tampoco algunos que, sin haberlo jamás visto ni leído, remitiéndose al juicio de<br />

los que dicen o escriben mal de él, se apropian a aquel juicio, pues también hay ecos en el<br />

tribunal de la literatura que repiten los juicios y dichos que otros profirieron <strong>com</strong>o si les<br />

nacieran del buche. Oyendo, pues, decir que Séneca era un avaro, llámanlo avaro sobre su<br />

palabra y esto creen que les basta para despreciar no sólo su memoria, sino también sus<br />

escritos. Mas vedlos a todos esos cuando los sobreviene alguna desgracia, ya sea en sus<br />

bienes, ya en su reputación o en sus escritos, ¡cuán angustiados, cabizbajos, envilecidos<br />

andan, <strong>com</strong>o si estuvieran mortalmente heridos en su corazón! Y si algunos, especialmente los<br />

presumidos de su saber y de su ingenio, quieren esforzarse a levantar su frente altanera, pero<br />

abatida, delante del público que los despreció, no hacen más que remedar los esfuerzos de la<br />

culebra cortada por medio, que lidia con el aire para arrastrarse al agujero en que se sepulta<br />

para morir de rabia y dolor.<br />

Estos mismos son los que, mirando con desprecio las máximas de la sabiduría y el<br />

vencimiento de sus siniestras inclinaciones, ensalzando la gloria y la ambición <strong>com</strong>o nobles<br />

sentimientos del ánimo, exclaman con entusiasmo presumido y con jovialidad inconsiderada<br />

O cives, cives quoerenda pecunia primum est;<br />

Virtus post nummos.<br />

Pero luego que truena la desgracia y que, armada del azote de la humillación e ignominia,<br />

echa de revés su vana predicación, les hace ver el engaño de su vanidad y de sus atronadas<br />

pasiones; las cuales, no estando de antemano convencidas de lo poco que hay que fiar de las<br />

cosas de la tierra, ni fortalecidas de los sentimientos de la moderación, se dejan tratar <strong>com</strong>o<br />

viles esclavos de su enemiga suerte o <strong>com</strong>o mulos de reata. O bien, si algún aliento les queda<br />

es aquél que sacan de su misma ambición, no extinguida todavía, la cual les hace implorar el<br />

favor del caballero, que los enfrene para correr parejas con el ciervo.<br />

Cotejad ahora con éstos los que, no parándose en el solo estilo de Séneca, sino<br />

atendiendo a la sustancia de sus máximas y consejos, procuran fortalecer con ellas sus ánimos<br />

contra la inconstante fortuna. ¡Qué soberanía la del alma cuando, levantada de su mismo<br />

abatimiento sin daño, ve sin alteración la desgracia que abre la boca para devorarla!<br />

Persuadida que todos los adversos accidentes de la tierra son sólo sombras y espectros<br />

terribles en apariencia, las mira <strong>com</strong>o tales, con risa imperturbable; y poniéndoles el pie en<br />

sus mismas bocas, echa de ver que no muerden, <strong>com</strong>o parecía, sino que se desvanecen <strong>com</strong>o


humo, siendo sólo espantajos formados de la opinión y de las vanas preocupaciones de los<br />

hombres.<br />

Pero para llegar a adquirir esta superioridad y soberanía de sentimientos, ¿cuánto estudio<br />

no debe hacer el hombre?, ¿cuánta violencia no debe hacer a sus desvanecidos modos de<br />

pensar y obrar?, ¿de qué fuerza y constancia de ánimo no necesita para resistir al torrente del<br />

<strong>com</strong>ún trato, de los ejemplos y opuestos sentimientos de los demás? Y esto es cabalmente lo<br />

que a casi todos acobarda y lo que raros consiguen; no porque les falten fuerzas, sino porque<br />

los retrae la misma dificultad, o porque lisonjeados de su confianza, no temen que las<br />

desgracias vengan; o si vinieren, creen que no les faltarán medios para destruirlas o que no les<br />

serán sensibles.<br />

Vimbons, enviado de John Bridge, llega para decirles que su amo vendría aquella noche<br />

más tarde de lo que pensaba y que, suponiendo que necesitarían de descanso, los aconsejaba<br />

el cenar e irse a la cama. Esta libertad, dice Hardyl, vale más que todos los agasajos de<br />

nuestro huésped. ¿Queréis, Eusebio, que nos aprovechemos de ella? De buena gana. Ea, pues,<br />

Vimbons, cuando queráis poned la mesa; y luego que estuvo pronta, se pusieron a cenar. El<br />

discurso interrumpido con la venida de Vimbons, recayó sobre la generosidad de John Bridge<br />

y sobre su gratitud; infiriendo que no todos los hombres eran ingratos, ni todos inhumanos y<br />

desatentos, <strong>com</strong>o el criado del mesón a donde fueron a parar luego que llegaron a Londres,<br />

pues habían encontrado en Bridway toda la acogida de la humanidad. Acabaron la cena,<br />

tratando de la que tuvieron a pan y agua en la cárcel, y con esta ocasión contó Hardyl a<br />

Eusebio el recibimiento que le hicieron los perros en el calabozo en donde le pusieron y las<br />

reflexiones que hizo, las que le sirvieron de meditación todo el tiempo que estuvo en él.<br />

Eusebio contóle también lo que le pasó con los presos; los temores y angustias que le había<br />

causado aquel sitio, especialmente con la memoria de Leocadia, y lo mucho que le aprovechó<br />

el tener consigo las epístolas de Séneca para aliviar el terrible abatimiento que padecía.<br />

Después de todo esto, le dijo que había visto un preso en aquel calabozo cuya presencia y<br />

fisonomía le parecía haber visto de antemano, sin poder atinar a conocerle; pero que después<br />

de haber pensado, le ocurrió si sería Orme, aquel joven que quiso robarle a Leocadia y que<br />

estaba en casa de sus padres; pues aunque había oído darle el nombre de Romp, su presencia,<br />

aunque algo desfigurada, se asemejaba a la de Orme, confirmándolo en esta opinión el<br />

ademán violento que le vio hacer cuando lo llamó el carcelero para llevarlo al tribunal,<br />

diciéndole con los ojos encendidos y con voz acerba: ¡Que no tenga un rejón para pasarte el<br />

alma!<br />

Puede ser muy bien Orme con otro nombre, y no me causara maravilla que fuese él<br />

mismo, pues antes de partir de Salem nos dijeron que había partido Orme para Inglaterra; y si<br />

es así, no nos debe merecer menor <strong>com</strong>pasión que el infeliz Blund. Ved aquí una materia que<br />

llaman digna de una alma grande. ¿Qué queréis decir? Quiero decir que llaman acción heroica<br />

la de perdonar a los enemigos, y de hecho, lo es muy grande, y tanto mayor cuanto es mayor<br />

el agravio y cuanto más siente la ofensa el ofendido; especialmente si éste no está doctrinado<br />

en los preceptos y consejos de la sabiduría, porque entonces debe vencer de un golpe la<br />

irritada fuerza de la opinión y del sentimiento, lo que parece casi imposible en una alma<br />

abandonada a la fuerza de sus pasiones.<br />

Pero no sé que deba costar tanto este vencimiento al que se acostumbra a mirar con<br />

indiferencia y desprecio la injuria y ofensa, <strong>com</strong>o meros actos accidentales, entre los infinitos<br />

que dan impulsos a las cosas de este suelo. Porque si yo miro la ofensa y la injuria que me<br />

hacen <strong>com</strong>o un recio empujón que recibo en un lugar de mucho concurso, sentiré del mismo<br />

modo el agravio y el daño que me hace <strong>com</strong>o el accidental empujón que me dan.


Verdad es que la injuria y el agravio declarado lleva también consigo la maligna y<br />

dañada voluntad de quien lo hace; pero si reflexiono que esta maligna voluntad es error de<br />

entendimiento del que quiere ofender, cuando no ofende, me parecerá ver en el ofensor un<br />

loco que pretende herirme con una arista, <strong>com</strong>o si fuese un cuchillo acicalado. Otros, sin esta<br />

dañada voluntad, ofenden y calumnian con el solo fin de librarse ellos del daño que les<br />

pudiera redundar del delito que <strong>com</strong>etieron, y no por odio ni enemistad que tengan a la<br />

persona que calumnian; pero en uno y otro caso, si yo me acostumbro a no sentir la ofensa,<br />

miraré la calumnia <strong>com</strong>o un efecto del inmoderado amor propio del calumniador; y en vez del<br />

resentimiento y odio, me merecerá sólo desprecio o <strong>com</strong>pasión.<br />

Cuanto más medito los sentimientos del corazón del hombre, tanto más echo de ver que<br />

él mismo es el que se fabrica todos sus males; principalmente los del alma, y éstos mismos se<br />

le hacen los más difíciles de vencer por la falsa opinión que los acrecienta, siendo así que son<br />

los más fáciles de destruir, destruyendo esa errónea y engañosa opinión. Este es el fin que nos<br />

propone la filosofía: la perfección y bien del alma, desarraigando de ella las falsas ideas y<br />

sustituyendo las de la sabiduría, que no son otras que las de la naturaleza perfeccionada de la<br />

razón. ¿Pero quién es el que nos asegura de la verdad de las máximas y de los consejos de<br />

ésta? Id, corred el mundo, diría yo a los que esto preguntan, frecuentad las naciones,<br />

examinad al turco, al egipcio, al chino, al persiano, al europeo más remoto y decididme si<br />

entre todos ellos se deja de admirar y de venerar un acto de heroica virtud. Esa admiración,<br />

pues, y esa veneración es la que atestigua la verdad de las máximas de la sabiduría,<br />

caracterizadas en los hechos heroicos que admiramos <strong>com</strong>o superiores a las acciones <strong>com</strong>unes<br />

de los hombres, los cuales ponen en el número de los hechos heroicos, coronados de su<br />

admiración, el desprecio, perdón de la ofensa y de la calumnia, porque por lo mismo que<br />

conocen cuán arduo es y cuánto cuesta al hombre de conseguir esta virtud, por eso mismo la<br />

canonizan.<br />

Pero <strong>com</strong>o nosotros tenemos el medio fácil que nos sugiere la filosofía de destruir las<br />

ideas falsas de la opinión para ejercitar esa virtud, poco nos deberá costar <strong>com</strong>padecernos de<br />

esos miserables que nos ofendieron, mirándolos <strong>com</strong>o a hombres privados del juicio, que nos<br />

quisieron herir con una paja. ¿Cómo?, ¿paja llamáis la infamia de ladrón, la ignominia de la<br />

cárcel, el oprobio a vista de un inmenso pueblo? En todos esos nombres de cosas no veo sino<br />

motivos para que se ejercite la virtud y para que el hombre se levante sobre la opinión del<br />

vulgo; especialmente para que el sabio vilipendiado y deshonrado en apariencia, repita el<br />

antiguo dicho: el sabio no padece injurias.<br />

Os aseguro, dijo Eusebio, que no tendré ninguna repugnancia de interceder mañana con<br />

el juez por ese infeliz Blund. ¿No? Demos, pues, fin con tan generosa resolución a nuestro<br />

discurso y acabemos tan felizmente un día de tan extraños accidentes.<br />

Dicho esto, vanse a sus camas, dignas del magnífico huésped que les hospedó. Colchones<br />

de pluma, sábanas de holanda, cobertores de la China, objetos que ocupaban la atención de<br />

Eusebio, especialmente una camisa fina que había tendida sobre la cama que denotaba<br />

haberse puesto allí adrede para que se mudase. Esto le hizo ocurrir si Bridge había reparado<br />

en su camisa hedionda y en los agujeros de sus medias, que tanto lo habían molestado y dado<br />

que entender a su confusión.<br />

Púsose, pues, a cavilar sobre esto en vez de dormir, diciéndose a sí mismo: ¡Cosa<br />

extraña, por cierto, que después de haberme casi sobrepuesto a la ignominia y oprobio de mi<br />

prisión, a vista de un inmenso pueblo, me haya visto más avergonzado y encogido delante de<br />

una mujer por los agujeros de mis medias! ¿Esto quién lo creyera si yo mismo no lo<br />

experimentara?, ¿con qué afán buscaba yo el tiempo, el lugar, la postura, para que lady Bridge<br />

no reparase en mis medias? Pues cuando su marido me hizo pasar delante de ella para ir a la


mesa, ¿no parecía que la vergüenza aguijonease mis encogidas piernas <strong>com</strong>o si las llevase<br />

trabadas?<br />

En fin, yo he padecido no poco, luego esto es un mal que nace de la vanidad. Mas de la<br />

vanidad, ¿cómo?... No hay duda en ello. Temiendo que lady me reputase pobre y me<br />

despreciase en su ánimo por ello. Esto es; esto es. ¡Oh miserable vanidad, y por dónde llegas a<br />

meter la cabeza! ¿Pero qué habrá de avasallarse mi ánimo a ella?, ¿y mi quietud y felicidad<br />

interior habrá de depender del calzado? ¡Cielos!, si Hardyl supiera esto, ¿con cuánta razón se<br />

reiría de mi necedad?<br />

Si yo, llevado tontamente del espíritu ambicioso o del deseo de adquirir favor o<br />

protección, o amistad de ricos, me avergonzase de <strong>com</strong>parecer delante de ellos con medias<br />

rotas, tal vergüenza sería entonces justa pena de mi vil ambición. Mas yo, que nada de esto he<br />

buscado en casa de Bridge y que antes que mendigar desdeñosa protección de soberbios<br />

poderosos, me ciño a la honesta y tranquila libertad de mi oficio, ¿habré de padecer molestia<br />

vergonzosa por ir roto?<br />

¡Oh!, no, no será así. Piense lady Bridge lo que gustare, me repute pobre, me desprecie<br />

por ello; me avasallaré mi ánimo a tan baja opinión, no debe depender mi libertad de tan<br />

ruines sentimientos. ¡Un hombre hacerse esclavo de sus medias! He aquí la grandeza de la<br />

vanidad y de la gloria y decoro del mundo. Pero una vez que yo venza este ruin temor de<br />

parecer pobre a los ojos de la lady, recobro mi señorío. Y así, antes que avergonzarme de<br />

<strong>com</strong>parecer delante de ella con estas medias, haré alarde de llevarlas, poniéndome de modo<br />

que las vea y que cuente los agujeros. ¿No parece que se trata de defender el paso de las<br />

Termópilas?, ¿y esto por tres agujeros? ¡Oh Dios!, ¡oh Dios!, <strong>com</strong>padeceos de mí, de mi<br />

bajeza. Durmamos.


Libro cuarto<br />

Dicho esto, el bueno, el amable Eusebio, durmió plácidamente. Hardyl se había<br />

entregado luego al sueño, reconciliándoselo la morbidez de la delicada cama que le dio John<br />

Bridge. Éste volvió muy tarde a casa aquella noche por haberse empeñado en una partida de<br />

juego en que perdió mil libras esterlinas. Pérdida que le fue muy sensible y que lo tuvo<br />

desvelado toda aquella noche, sin que su cama, más rica y mullida que la de sus huéspedes, le<br />

reconciliase el sueño, con el cual están siempre reñidos los cuidados y los inquietos<br />

pensamientos.<br />

Entrando ya el día siguiente, no pudiendo sosegar Bridge en la cama que tan dura le<br />

parecía, salta de ella instigado de la esperanza de poder divagar su ánimo pesaroso con la vista<br />

de sus huéspedes. Creyéndolos ya levantados, se encamina a su apartamento para saludarlos.<br />

El ruido de la puerta, que Bridge abría, despierta a Hardyl, y Vimbons, que estaba allí cerca,<br />

acude; mas viendo que era su amo, le dice que los huéspedes dormían todavía. No duermo,<br />

no, dice Hardyl, Vimbons, adelante. Con Vimbons entra también John Bridge diciendo:<br />

¡Cómo se conoce la poca mella que hizo en vuestros ánimos la desgracia! ¡Oh, sir Bridge!,<br />

¿vos aquí, dice Hardyl, y tan de mañana? Buenos días, vuestra mullida cama tiene la culpa.<br />

Tan buena es la mía, y con todo no pude pegar los ojos en toda la noche, ¿y don Eusebio<br />

duerme? Me levanto, sir Bridge, me voy a vestir.<br />

Decía esto Eusebio al tiempo que John Bridge tiraba la cortina de su alcoba, queriendo<br />

usar con él de esta familiaridad; y llamando a Vimbons le pregunta si había puesto la ropa<br />

limpia. Eusebio se había incorporado en la cama en aquel punto con su camisa sucia, por no<br />

haberse atrevido a tocar la limpia. Vimbons, <strong>com</strong>o buen criado, viendo la intención de su<br />

amo, acude a la cama de Eusebio y tomando la camisa limpia que estaba todavía tendida sobre<br />

ella <strong>com</strong>o la dejó la noche antes, la pliega en disposición de ponérsela a Eusebio esperando<br />

que se quitase la sucia.<br />

Eusebio, vergonzoso de dejarse ver en carnes de John Bridge y de su criado, dijo a<br />

Vimbons: Dejadla aquí que yo me la pondré. Vimbons obedece dejándola sobre la cama,<br />

presente Bridge; el cual, reparando que Eusebio lo hacía por encogimiento, <strong>com</strong>o esperando<br />

que él se fuese para mudarse de camisa, <strong>com</strong>enzó a motejarle sobre su vergüenza.<br />

Hardyl, que lo oía desde el cuarto inmediato, dice a Bridge: Dejadlo estar, pues vale más<br />

vergüenza en cara que mancilla en el corazón. Si fuésemos mujeres lo <strong>com</strong>padeciera; mas<br />

delante de hombres me parece encogimiento pueril. Demos que sea así encogimiento, pudor,<br />

rubor pueril, replicó Hardyl desde su cuarto, pero vos mismo que parece lo notáis de defecto,<br />

¿prefirierais la inmodesta libertad de los que de nadie se recatan, a ese modesto rubor? Bridge<br />

entonces, dejando a Eusebio, se encamina hacia Hardyl, diciéndole: Esos son extremos y los<br />

extremos son siempre viciosos, y no veo por qué se deban alabar y mucho menos fomentar.<br />

Son extremos, pero con esta diferencia, que el sobrado recato es extremo de la virtud, si así lo<br />

queréis llamar, y la sobrada inmodestia extremo del vicio; escoged. Escojo un medio entre el<br />

sobrado encogido y el libre demasiado. Si vuestro genio sufre ese medio, y os está bien, no<br />

tengo qué oponer. ¿Pero para qué queréis violentar el recato y modestia ajena que a nadie<br />

ofende y que, antes bien, manifiesta mayor respeto a la persona con quien se usa?, ¿os es<br />

menos amable Eusebio porque quiere recatarse de vuestros ojos? No, por cierto. No hay, pues,<br />

para qué llevar adelante la cuestión. Ecce Paloemon.<br />

Entraba entonces Eusebio dándoles los buenos días y poniendo fin a la disputa. Bridge<br />

manda traer el té y dice a sus huéspedes qué destino querían dar a aquella mañana, pues él<br />

necesitaba de pasarla toda en su <strong>com</strong>pañía para disipar el sentimiento que le causó la noche<br />

antecedente el juego en que perdió mil libras esterlinas. Hardyl, después de haberle


manifestado disgusto por su pérdida, le dijo que habían determinado ir aquella mañana a ver<br />

al viejo Bridway, y luego al juez de paz para saber si el coche había aparecido.<br />

Hecho esto, continuó a decir Hardyl, quiere Eusebio ir a ver a su criado, que quedó<br />

herido en una villa cerca de Kingston, que por las señas que dio Altano, parece que es Telton,<br />

según nos dijo Vimbons.<br />

Iré, pues, con vosotros. El ánimo apesadumbrado necesita de movimientos. Vimbons<br />

entra con el té, diciendo que Bridway deseaba saludar a los huéspedes. Que pase adelante,<br />

dice Bridge, aquí los tiene; y manda traer otra taza. Eusebio se levanta para saludarlo y para<br />

darle silla. Bridway los saluda muy alborozado, y muestra deseos de saber si eran ellos los<br />

que le habían enviado sesenta guineas. Bridge había mandado a su criado cuando se las envió<br />

que no dijese al viejo quién era el que se las enviaba.<br />

No hemos sido nosotros, le responde Hardyl, sino este caballero, señalando a Bridge, el<br />

que os las envió. El viejo, confuso, después de haber agradecido a Bridge con embarazadas<br />

palabras tan generosa demostración, prosiguió diciendo: Os aseguro que no podemos aliviar<br />

nuestro sentimiento Betty y yo por vuestra ausencia; día y noche los pasamos haciendo<br />

continua mención de vosotros. La pobre Betty quería venir conmigo a saludaros y veros, pero<br />

la detuvo su encogimiento.<br />

Cabalmente, dijo Hardyl, tratábamos de ir allá esta misma mañana. ¿A casa queríais<br />

venir? Iremos otro día, puesto que hoy tenemos el gusto de veros y de manifestaros nuestro<br />

agradecimiento. Bridge, que sabía ya la desgracia del viejo, le preguntó por qué no ponía<br />

demanda en la corte sobre sus bienes perdidos. ¡Lo hice tantas veces!, dijo él, y todas tan sin<br />

fruto, que me resolví a conformarme con la desgracia, y a no pensar más en ello, <strong>com</strong>o caso<br />

enteramente negado; y ahora háceme ya imposible, habiendo obtenido en feudo de la corona<br />

el lord Der... mis haciendas.<br />

¡Cielos, cómo va el mundo!, exclamó Bridge, ¡qué mudanzas tan extrañas de estados y de<br />

familias no se han visto en este siglo en Inglaterra. A lo menos, dijo Bridway, no acabé en el<br />

cadalso <strong>com</strong>o otros muchos; y al fin de mis años he tenido el consuelo en mi desgracia de oír,<br />

ver y tratar a estos vuestros buenos huéspedes, y de aprender de ellos a no mirar con los<br />

mismos ojos mi infeliz estado con que antes lo miraba.<br />

Sobre esto y sobre otras desgracias de familias que Bridge les contó trataron largo rato<br />

hasta que Bridway se despidió. Eusebio fue a tomar un paquetillo de papel en que había<br />

puesto otras sesenta guineas para el viejo y, llamándolo aparte, se lo entregó diciéndole que<br />

recibiese aquello en prueba de la obligación en que le quedaban él y Hardyl. Bridway le<br />

agradeció la demostración con entrañable afecto, no creyendo que fuese tanta la cantidad,<br />

pues no podía imaginarse que Eusebio hubiese llegado a ser tan rico de repente que se la<br />

pudiese entregar.<br />

Ido el vicio, se fueron ellos en derechura a casa del juez que, <strong>com</strong>o conocido de Bridge,<br />

los recibió con amistad, excusando su procedimiento en hacerlos llevar a la cárcel <strong>com</strong>o<br />

indispensable a la justicia que debía ejercitar. Entonces le dijo a Eusebio las sospechas que le<br />

hizo nacer de su inocencia el Séneca que llevaba consigo, de quien le dijo ser él también<br />

aficionado. Eusebio tomó ocasión de esto para interceder con el juez por el infeliz Blund y por<br />

otro preso que había en la cárcel, y que sospechaba que fuese un joven que había conocido en<br />

Filadelfia; pero, aunque el juez alabó sus generosas intenciones, le respondió que no podía<br />

admitir tales súplicas en tan grave caso; y para cortar las instancias de Eusebio pasó a darle<br />

noticia que el coche acababa de llegar a Londres y, según le habían referido, sin faltar cosa


alguna del equipaje, pero que con todo podían ir a certificarse de ello al mesón del Yach, en<br />

donde había parado.<br />

Hardyl y Eusebio agradecieron al juez sus atenciones y la noticia que les daba del coche<br />

y, despidiéndose de él, se fueron al indicado mesón para reconocerlo. Eusebio, al verlo,<br />

experimentó un movimiento de alegría que participaba más de la admiración del feliz hallazgo<br />

que del interés que en ello tenía, pareciéndole que el coche le dijese a su alma, amaestrada de<br />

la desgracia, que era cosa en que tenía sus derechos la fortuna y que si lo halló una vez<br />

perdido, podía también perderlo otra vez para siempre.<br />

Esto se lo hacía mirar con alguna indiferencia, quedando allí de pie sin moverse, mientras<br />

Bridge y Hardyl le daban vueltas: Bridge por curiosidad, Hardyl para ver si faltaba alguna<br />

cosa; pero, no pudiendo registrar los baúles por tener las llaves Altano, se fueron a ver los<br />

caballos que también se habían recobrado con el coche. Eusebio no tuvo con ellos la misma<br />

indiferencia que con el coche, pero las mismas caricias que les hacía con la mano se resentían<br />

de la moderación de su afecto, mereciéndole antes afición aquellos objetos animados, capaces<br />

de algún género de reconocimiento, y acreedores por lo mismo a su cariñosa sensibilidad, que<br />

no el coche; lo que era prueba que su corazón no se dejó llevar de la vana <strong>com</strong>placencia de tal<br />

hallazgo. ¡Lindos caballos son!, dijo Bridge al verlos, podéis estar contentos de vuestra<br />

<strong>com</strong>pra; pero aquí están mal y convendrá ponerlos en mejor sitio; vamos a casa, y enviaré por<br />

ellos, pues tendré el gusto de verlos en mi caballeriza.<br />

Va bien, señor, dijo entonces un condestable que estaba presente y que quedó encargado<br />

de ellos y del coche; pero antes debo cobrar los gastos que han ocurrido. ¿Cuánto montan?<br />

Ochenta guineas. Se os enviarán. ¿Pero me sabréis decir cómo se encontraron? Sí señor, pues<br />

me tocó a mí el arrestar a los cocheros. Decid, pues, cómo fue. Luego que vmds. hicieron el<br />

recurso al juez, éste despachó inmediatamente veinte y cuatro hombres a caballo, divididos en<br />

cuatro patrullas, para que tomasen todos los caminos desde Londres a Dartford y sus<br />

alrededores, cada una el suyo. A mí me tocó el camino de Kingston; pero poco después que<br />

salí de Londres, tomando lengua por el camino de cuantos encontraba, di con un hombre que<br />

me dijo ser criado de vmds., el cual relató que el robo se había <strong>com</strong>etido en Telton, y que le<br />

habían dicho que los cocheros tomaban el camino de Kingston. Pero para precaver cualquiera<br />

engaño que pudiera llevar tal noticia, sin despreciarla, envió a Telton tres hombres; y yo, con<br />

otros tres, seguí el camino de Kingston, a donde luego que llegué, antes de entrar en la ciudad,<br />

pregunté por el coche, dando todas las señas a los guardas de la misma puerta; y habiendo<br />

sabido que el coche había entrado antes hice mudar caballos a mi gente y, entretanto, procuré<br />

informarme por qué puerta de la ciudad había salido y el camino que había tomado.<br />

Asegurado entonces del camino que llevaban los cocheros, aquella misma tarde pudimos<br />

alcanzarlos a tres leguas de Kingston. Había dado orden a mi gente que, pasando delante de<br />

los caballos, encarando las escopetas a los cocheros, se parasen, lo que se hizo. Después de<br />

bien examinado el coche, no pudimos dudar ser el mismo que buscábamos. Los cocheros,<br />

turbados al verse tan de repente a<strong>com</strong>etidos de quienes menos esperaban, no se atrevieron a<br />

mover contra las bocas de fuego que les encaramos y se dejaron atar sin dificultad. Así los<br />

condujimos presos a Londres, sin que falte cosa ninguna del coche, <strong>com</strong>o ellos mismos<br />

confesaron. Eusebio, oída la relación, le entregó seis guineas para él, diciéndole que el<br />

importe de los gastos se lo enviaría aquella misma mañana, <strong>com</strong>o lo hizo por medio del<br />

mayordomo de Bridge, a quien entregó el condestable el coche y caballos.<br />

En esto emplearon toda aquella mañana. Lady Bridge se alegró con Eusebio del hallazgo;<br />

la <strong>com</strong>pra del coche y caballos que hicieron en Douvres y su pérdida les sirvió de materia de<br />

discurso el tiempo de la mesa. Pero Bridge, que a pesar de las idas y venidas de aquella<br />

mañana llevaba atravesado en su corazón el dardo de la pérdida de mil libras esterlinas, sin


poder sosegar, antes que se acabase la <strong>com</strong>ida, dijo que aquella tarde podían ir a Telton a ver<br />

a su criado. Hardyl y Eusebio lo deseaban. Acabada la <strong>com</strong>ida, mandó Bridge poner su coche,<br />

no teniendo el de Eusebio sino dos asientos; pero excusándose lady Bridge de a<strong>com</strong>pañarlos,<br />

partieron ellos tres.<br />

Fuera de Londres, Hardyl, a vista de los verdores de los sembrados y arboledas con que<br />

mucho se recreaba, movió la conversación sobre el adelantamiento de la agricultura en<br />

Inglaterra, atribuyéndolo no sólo a las luces y patriotismo de algunos ministros y a las<br />

franquezas concedidas a los labradores, sino también a los asuntos propuestos y a los premios<br />

dados de las academias sobre ello. Mas Bridge, que no se entendía ni gustaba de tal materia, y<br />

que por otra parte iba amargado con la memoria de su pérdida, quiso desahogar su corazón<br />

sacando a plaza su majadería, pues tal nombre daba a la necia condescendencia que usó con<br />

dos caballeros que, hallándose sin tercero, lo convidaron a la partida, admitiendo él el convite.<br />

Hardyl, que parecía no haber hecho caso de la pérdida de Bridge la primera vez que se la<br />

contó apenas levantado de la cama, conociendo ahora que Bridge buscaba desahogo a su afán,<br />

quiso aliviárselo, diciéndole: Vos debéis sentir esa pérdida mucho más de lo que yo la siento;<br />

pero no veis los mismos motivos que yo veo para tal sentimiento, ni las otras pérdidas que<br />

a<strong>com</strong>pañan a la del juego. ¿Y qué pérdidas son esas? La primera de todas, la quietud de<br />

vuestro corazón; la segunda, la de vuestra noble independencia, sujetándola a un vano respeto<br />

no menos dañoso; la tercera, la de vuestra honradez, fomentando un vicio sórdido por más que<br />

se le ponga la capa del divertimiento, excediendo los límites de un honesto empeño; y la<br />

cuarta, la de vuestra integridad, exponiéndola a una pasión que puede impeler al hombre a mil<br />

bajezas y ruindades.<br />

Pero el catálogo de los daños que os pudiera hacer ¿de qué freno es a la pasión de un<br />

rico?, ¿no habéis oído alguna vez cómo discurren los ricos apasionados? Un lord, que dispone<br />

de diez mil libras esterlinas de renta, ¿qué empeño, dice, puede tener en jugar a corto interés?<br />

Empeño ninguno, lo veo; quisiera ganar sobre un naipe veinte mil libras esterlinas. Pónese a<br />

jugar con esta ansia, a<strong>com</strong>pañada de mil zozobras y palpitación; el naipe lo burla, y en vez de<br />

ganar, pierde.<br />

Un lord no se debe acongojar por diez mil libras esterlinas de pérdida, ¿qué son al cabo?<br />

Mañana me desquito. ¡Oh! sí, seguramente. Después de los padecidos desvelos y angustias<br />

por tal pérdida, suspira y anhela la hora de poderse desquitar.<br />

Ésta llega; mil votos necios y vulgares siguen al buen agüero que se forja él mismo por el<br />

sitio mudado, por el lado que tiene, por la baraja nueva, por barajarla de este o de este modo.<br />

Mayores afanes y angustias aprietan su corazón, hecho juguete de un ridículo accidente.<br />

La fortuna <strong>com</strong>ienza a mostrársele favorable: gana ocho mil libras esterlinas de las diez<br />

que llevaba perdidas el día antes. ¿Qué son ocho mil libras esterlinas de ganancia? No me<br />

hará más rico ni más pobre. Envidémoslas sobre esta primera que pinta. ¡Ah!, ¡malditos<br />

naipes!, ¡juego detestable! Lo <strong>com</strong>padezco Un lord debe resentirse por ello; porque si mañana<br />

pierde igual suma, la renta de un año se le fue en dos días y a cuenta de tan mal rato.<br />

Esto lo lleva angustiado, pero la esperanza del desquite lo tienta. Si gano, me rehago; y si<br />

pierdo me retiro a la granja del Devonshire y allí pasaré tres años de vida filosófica lejos del<br />

tumulto de la ciudad, ocupado en la caza y en los libros; así pagaré cómodamente a mis<br />

acreedores. Llega el conde de Buck... que le dice haber juego aquella noche en casa de lady<br />

Will... ¿seréis de la partida? No puedo; debo partir mañana a Devonshire. ¿Y no podéis venir<br />

esta noche porque partís mañana? Pues la duquesa de D... os esperaba. Ea, pues, iré. ¿Quién<br />

sabe que mi suerte no dependa de aquella mano?


Aquella mano es cabalmente la que le acarrea su ruina; pierde por desquitarse de las diez<br />

mil libras esterlinas la renta de tres años. La oculta desesperación se apodera de su pecho;<br />

pierde el sosiego; la vida hácesele amarga; se ve obligado a retirarse, no a llevar una vida<br />

filosófica, sino a maldecir de su locura y de los daños que se causó a sí y a su familia,<br />

defraudando a su vida y a sus descendientes las <strong>com</strong>odidades que recibió de sus mayores.<br />

¿Creéis, sir Bridge, que suceda esto? Demasiado sucede, y no lo digo por mí, pues esas<br />

voluntarias desgracias son frecuentes. ¿Pero me sabríais decir por qué razón apenas hay<br />

ninguno que se enriquezca con el juego, siendo así que se ven los más de los jugadores<br />

arruinados? Dos razones principales, entre muchas, puede haber: la una, porque lo que uno<br />

solo pierde se reparte entre muchos; la otra, porque se hace más visible la ruina de un<br />

perdidoso que la ganancia del afortunado, y porque lo que mal se gana, presto se disipa. Pero<br />

prescindamos del interés y no miremos al juego por la parte de la pérdida o de la ganancia. Os<br />

aseguro que no sé concebir cómo los hombres encuentran divertimiento en unas<br />

<strong>com</strong>binaciones de signos que, en vez de aliviarles el ánimo y recrearlos, los agitan, los enojan,<br />

los desazonan y entristecen. Las pocas veces que me sucede sentarme cerca de una mesa de<br />

jugadores, paréceme que veo representar en títeres las pasiones. Veréislos sentarse al juego,<br />

animados todos de la ansia de ganar, o por codicia o por <strong>com</strong>placencia, esto se supone. Luego<br />

levantan cabeza en sus pechos la agitada esperanza, la temerosa incertidumbre, animadas del<br />

afanado anhelo de la ganancia y del deseo de que vengan los naipes escogidos.<br />

Éstos llegan, son malos; primer disgusto. La otra mano vendrán mejores; esperemos.<br />

Pero pierde la otra partida; segundo disgusto. No importa; mejor juego lo reparará. El juego<br />

viene, pero para burlar otra vez su vana esperanza y para dar a su disgusto una punta de enojo.<br />

Paciencia; esta vez me llega la mano; barajaré a mi modo los naipes. Los baraja, los da; ni por<br />

esas. ¡Naipes malditos! ¿Es posible que siempre he de ser desgraciado? Esta maldición<br />

amedrenta a su mala ventura y la suerte se le muestra favorable.<br />

¡Qué gusto! un bello juego promete resarcirle sus pasados afanes y pérdidas. ¡Qué capote<br />

les vamos a dar si me ayuda bien mi <strong>com</strong>pañero!<br />

Una inadvertencia, un manifiesto desatino de éste, echa a tierra sus vanas lisonjas. Éstas<br />

se transforman en mayor enojo y rabia, que lo enciende y lo hace prorrumpir en indignos<br />

denuestos. ¿No es este un lindo divertimiento y pasatiempo? Pero reparad en aquel jugador<br />

afortunado que gana. ¡Qué contento es el suyo! Mas ved también cuán ufano se pone. No es<br />

siempre la suerte, dice, la que es propicia al que gana. Si no hay habilidad, ¿cómo se ha de<br />

esperar fortuna? Comienza a engreírse. Notad cuán neciamente insulta a los que pierden. Sus<br />

ansias no son menores por alzarse con toda la ganancia, pues la que hizo poco le consuela.<br />

Los que pierden, a más de resentirse de aquel ridículo engreimiento, añaden a su desazón y<br />

disgusto la oculta envidia y el enojo que se asoma a sus rostros y que les fomenta aquel que, a<br />

más de ganarles el dinero, los insulta con protervia.<br />

A esto se allega el indiscreto, el parcial mirón que sugiere o previene un descuido al que<br />

juega a su lado y acaba con la paciencia mal retenida del jugador contrario que tira de revés<br />

los naipes, dando al diablo el hato, el garabato y el bellaco que el tal juego inventó.<br />

El jugador de corazón noble y mirado, que mira con indiferencia su pérdida, y su suerte<br />

siempre contraria con muda constancia, es ciertamente digno de loar; ¿mas qué recreo y<br />

divertimiento puede tomar de las descorteses desazones y de los arrebatos coléricos de<br />

aquellos con quienes juega? Yo no lo sé, amigo. Veo introducidas en toda la Europa todas<br />

especies de juegos; en todas partes veo que causan en todos los mismos disgustos, pero con<br />

todo se juega. ¿Cómo se han de pasar las dos, las tres horas de la visita? ¿En qué se ha de<br />

emplear la noche para aliviar el ánimo de las tareas del día? La materia del discurso luego se


agota, principalmente entre aquellos que se ven todos los días. ¿Mascaremos oraciones, dando<br />

sobre ellas cabezadas de sueño?<br />

Sir Bridge, ¿qué responderíais vos a estas objeciones? No sé qué responder, mucho<br />

menos estando tan autorizado el juego de la pasión de los hombres. Los dados eran el juego<br />

favorito de los antiguos, aunque también prohibido por las leyes. Ahora ninguno piensa en los<br />

dados. ¿Quién sabe que de aquí a un siglo no toque la misma suerte a los naipes, arrinconados<br />

de algún genio feliz que invente otro divertimiento que empeñe su interés y divierta una<br />

<strong>com</strong>pañía sin tedio y sin enfado?<br />

Entretanto, estoy bien lejos de creer que se pueda contener un torrente con una<br />

encañizada. La paz y sosiego del ánimo del hombre me interesará; mas, siendo negado el<br />

esperarlo de todos, retraigo mis deseos a vuestro solo bien, pues éste lo tengo de cerca; y<br />

perdonad cuanto dije al sentimiento que vuestra pérdida me causó. La desazón que sentís<br />

todavía os podrá persuadir que no es el juego entretenimiento de solaz, <strong>com</strong>o pretenden,<br />

llevando consigo tantos motivos de afanes y de disgustos. Me tocó demasiado en lo vivo tal<br />

pérdida para que me exponga otra vez a tomar naipes en la mano. Hice ya firme propósito.<br />

¿Pero creéis que basta esta resolución para dejar de jugar? Apenas hallaréis un jugador<br />

que no haya hecho mil veces tal propósito. Si no os sobreponéis a lo que puedan decir o<br />

pensar de vos los otros, si no sustituís al deseo de la codicia el desinterés de la moderación, si<br />

no preferís la paz y quietud del ánimo con el sosiego del espíritu a todas las alteraciones y<br />

disgustos que causa el juego, si no hacéis alarde de no saber jugar cuando os instan para ello,<br />

tened por seguro que jugaréis a pesar de vuestro propósito.<br />

Eusebio oía este discurso de Hardyl con admiración por serle tan nuevo, no habiéndosele<br />

proporcionado jugar jamás a los naipes. Bridge continuó el mismo discurso, contando algunos<br />

casos de familias que conocía arruinadas por el juego; pero se lo interrumpió la vista de unos<br />

alguaciles que encontraron y que llevaban presos dos hombres y una mujer, sospechando si<br />

serían los mesoneros, pues la corpulencia de la mujer, que era notable, y la corta distancia que<br />

había de Telton, a donde se encaminaban, hasta el lugar en que encontraron los presos, les dio<br />

motivos para sospecharlo.<br />

Certificáronse de ello al llegar al mesón de Telton, viéndolo cerrado, diciéndoles un<br />

vecino que acababan de cerrarlo los esbirros por haberse llevado presos a Londres los<br />

mesoneros. Hardyl se informó entonces de aquel mismo vecino del paradero de Altano y de<br />

Taydor; pero no sabiéndole dar razón, suplió una mujer que lo oía desde la casa de enfrente<br />

diciéndole que había visto ir aquellos hombres a casa del ministro. Encamináronse entonces a<br />

pie a la casa de éste, siguiendo el coche, y ya cerca vieron que Altano salía de ella; el cual, al<br />

reconocer a su amo, corre hacia él diciéndole: Venga vmd. y bien venido sea, que en hora y<br />

punto llega en que la justicia acaba de cerrar aquel nidal de brujerías. Y qué tal que lloraba la<br />

tía Juana cuando le pusieron las ajorcas, y no de oro ni granates.<br />

Eusebio lo atajó preguntándole por Taydor. Aquí está en casa del señor ministro, que<br />

quiso tenerlo en ella gracias a la generosidad de mi señor don Eusebio, haciéndole yo ver las<br />

cincuenta guineas en el mesón, luego que llegué de Londres. Llegados a casa del ministro,<br />

Altano se adelanta para avisarle de la llegada de su amo; el ministro los recibe con mucha<br />

atención y cortesía, entrándolos en la estancia donde estaba Taydor, por quien Eusebio<br />

preguntó. Al ver a su amo, le agradece con enternecimiento su generosa humanidad,<br />

besándole la mano por fuerza. Bridge se informa del ministro si podrían alojarse aquella<br />

noche con alguna <strong>com</strong>odidad en Telton. El ministro le dice que la cena se podía hacer en su<br />

casa, si gustaban de honrarle, pero que no teniendo sitio, ni camas que darles para dormir,<br />

esperaba poderlos colocar en el vecindario. Salióse a este efecto, y de allí a poco rato volvió


para decirles que un rico aldeano quería tenerlos en su casa y que había encontrado otro para<br />

sus criados; que si querían, los a<strong>com</strong>pañaría.<br />

Brigde apreció la atención del ministro y aceptó en buena gana el embite. A<strong>com</strong>pañados<br />

de él fueron a la casa del aldeano que los había convidado. Llamábase éste Juan Howen,<br />

hombre muy primoroso, de genio alegre y divertido, <strong>com</strong>o lo manifestó luego en el<br />

recibimiento que hizo a sus huéspedes. Su casa era grande y aseada; y aunque sin lujo ni<br />

riqueza, en los muebles y en el aseo manifestaba, con todo, ser su dueño un rico y primoroso<br />

labrador, enemigo de la sujeción y de las ceremonias. Pero era gran hablador,<br />

entreteniéndolos más de dos horas, queriendo informarse de Hardyl y de Eusebio de la<br />

Pensilvania, contándoles cuentos añejos, algunos de los cuales tocaban a la antigüedad de su<br />

familia, que denotaban el aprecio que en todas partes hacen los hombres de su ascendencia.<br />

Esto <strong>com</strong>enzaba a cansar a Bridge; Hardyl, al contrario, gustaba de aquella rancia<br />

sinceridad y franqueza amigable de Howen, pareciendo que fuese la sola persona que habitase<br />

la casa, pues en dos horas y media que estaban en ella, no había <strong>com</strong>parecido mujer ni hombre<br />

de su familia. Salieron de este engaño luego que los llamaron a cenar, al ver entrar en el<br />

cuarto en que estaba puesta la mesa la mujer de Howen, seguida de tres doncellas coronadas<br />

de flores y muy aseadas, llevando cada una su plato, que pusieron sobre la mesa. Los<br />

huéspedes quedaron atónitos de aquella galante sorpresa, y mucho más de la delicada<br />

hermosura de aquellas doncellas, que a Eusebio le parecieron las tres gracias.<br />

Creció su admiración cuando Howen les dijo que la primera era su mujer, y las otras sus<br />

hijas. Bridge, Hardyl y Eusebio, después de haber hecho sus cumplimientos a la madre, se<br />

sientan con ella a la mesa a instancias de Howen, quedando a las hijas la incumbencia de<br />

servir a la mesa. Bridge quería de todas maneras que se sentasen también ellas a cenar,<br />

Eusebio lo deseaba interiormente sin manifestarlo, pero Howen le dijo que a su tiempo se<br />

sentarían.<br />

La madre era mujer taciturna, cuanto su marido donoso hablador, que se las había con<br />

Bridge sobre la hermosura de sus hijas. Eusebio callaba y miraba con atención afectuosa,<br />

especialmente a la menor de las tres hermanas, en la cual le parecía descubrir alguna<br />

semejanza de Leocadia. El amor no podía tomar mejor máscara para empeñar el corazón de<br />

Eusebio y para asaltarlo cuando menos lo pensaba. Las miradas de entrambos se encontraban<br />

frecuentemente, y algunas de ellas con declarado afecto que el amor exprime insensiblemente<br />

y, tal vez, sin advertirlo. Otra circunstancia, pues no hay cosa ninguna pequeña para el amor,<br />

encendía más la oculta afición de Eusebio; la doncella se llamaba Susana, nombre para él muy<br />

amable, por el que tenía su madre, la mujer de Henrique Myden. El mismo Eusebio no podía<br />

tampoco dejar de conocer que la tierna y graciosa Susana correspondía a su oculto afecto,<br />

pues se esmeraba en servirlo con mayor atención que a los demás, por el empeño que ponía en<br />

mudarle luego el plato y darle de beber, aun cuando no lo pedía, fijando en él sus hermosos<br />

ojos cuando le llenaba el vaso.<br />

Una vez, entre otras, empeñaron tanto sus almas en una larga, ardiente y afectuosa<br />

mirada, cuando Susana le ministraba el vino que, olvidándose de lo que hacía, lo derramó por<br />

el suelo, rebosando el vaso. Bridge tomó ocasión de esto para motejarlos y Howen dijo luego:<br />

A buen seguro que no ande Susana conmigo tan liberal. Estos motejos que en otro tiempo<br />

hubieran hecho sonrosear a Eusebio y le hubieran causado vergüenza, ahora, aunque no<br />

dejaron de causarle algún rubor, iba mezclado de <strong>com</strong>placencia interior, la cual preparaba<br />

insensiblemente su ánimo para dar más libre entrada al amor, de cuyas finas insinuaciones no<br />

le ocurría recatarse.


Crecieron éstas con otra nueva sorpresa que Howen había determinado dar a sus<br />

huéspedes cuando ya estaban para acabar de cenar, haciendo sentar a las tres doncellas a la<br />

misma mesa para que cenasen. A este fin había dejado tres puestos vacíos y sin cubiertos para<br />

que no pudiesen sospechar los huéspedes la intención que llevaba, y que les fuese más gustosa<br />

la sorpresa. Al llamamiento de Howen <strong>com</strong>parecen dos criadas que no se habían visto hasta<br />

entonces. Traían ellas los tres cubiertos que habían de servir para las muchachas, poniendo el<br />

uno en el puesto que quedó vacío entre Eusebio y el mismo Howen; el otro entre Howen y<br />

Bridge; y el tercero entre Bridge y Hardyl, quedando la madre entre Hardyl y Eusebio.<br />

Llegadas las tres doncellas para sentarse a cenar, Howen les dice que habían de escoger<br />

el puesto, cada una según su inclinación. Ellas <strong>com</strong>ienzan a reír con inocente modestia y<br />

encogimiento, mirándose unas a otras, y deteniéndose con tanta zalamería que empeñaban<br />

mucho más los ánimos de Bridge y de Eusebio, pues del de Hardyl nada había que esperar.<br />

Eusebio especialmente sentía palpitarle en el pecho una impaciente ansia de que Susana<br />

viniese a ponérsele al lado, fomentándosela mucho más las miradas que ella le vibraba con la<br />

tierna sonrisa de su encogimiento.<br />

Insta de nuevo Howen para que se resuelvan. Susana, entonces, a quien hacía más<br />

atrevida el impaciente afecto, atraída de las ansiosas miradas de Eusebio, se abalanza a<br />

tomarle el lado; pero la sagaz doncella, para quitar toda sombra de sospecha contra su afición,<br />

dijo, al tiempo que se sentaba volviéndose hacia su padre en ademán de hacerle una caricia:<br />

Yo escojo el lado de mi señor padre. El padre, no menos advertido que ella, le responde<br />

sonriéndose: Escoges antes la izquierda que la derecha de tu padre, ¿no es así, hija mía? Ésta<br />

me vino a la mano, dijo ella. Y Bridge: No queda ya qué escoger a las otras dos, habiendo<br />

Susana escogido la primera; pero no importa, a buena cuenta, Anita y Raquel me caen a los<br />

dos lados.<br />

Esto sirvió de nuevo recreo para Hardyl y Bridge, pues Eusebio ya no sentía otra<br />

<strong>com</strong>placencia que la de la llama que acababa de avivarle la declarada demostración de<br />

Susana. Muy sobre sí debe estar, y muy endurecido en la virtud, el corazón sensible para no<br />

dejarse llevar de los terribles alicientes de un manifestado afecto. Eusebio no pudo dejar de<br />

sentir entonces el fuego que atizaba en su pecho la vecindad de Susana, causándole una dulce<br />

palpitación y una desvanecida <strong>com</strong>placencia por haber ella preferido y escogido su lado.<br />

Bien procuraba resistir al principio con la memoria de las promesas hechas a su fidelidad,<br />

creyendo amar sólo en Susana la semejanza de Leocadia, que en ella le parecía reconocer;<br />

mas, ¿cómo podía dar a entender a su corazón estas mentales y vanas precisiones?. El suave<br />

olor de las flores que coronaban una cabellera tal vez más hermosa que la de Leocadia, por ser<br />

más rubia; los ojos, aunque tan ardientes, pero que le hablaban de cerca y en silencio; un<br />

lenguaje más dulce e insinuante que el austero de Leocadia; el blando y notable movimiento<br />

de un pecho que, no estando tan celoso, irritaba y prometía más a sus curiosos ojos, lo<br />

enajenaban poco a poco y trastornaban sus sentidos a pesar de su ideal contraste.<br />

La sujeción y dependencia para con Hardyl no era ya tanta <strong>com</strong>o en otros tiempos,<br />

aunque su alma le conservaba un entrañable y respetoso afecto, mas éste no podía servirle de<br />

freno tan fuerte en la ocasión presente. Bien echaba de ver Hardyl la manifiesta inclinación de<br />

Eusebio a Susana, pero la creía efecto de la natural simpatía del sexo, antes que pasión que<br />

hubiese concebido por ella. Como las muchachas <strong>com</strong>enzaron a cenar cuando estaban para<br />

acabar los huéspedes, éstos tuvieron mayor proporción para hablar con ellas y mirarlas más<br />

holgadamente. Bridge, hombre ya curtido y viejo soldado del amor, se chuleaba con ellas,<br />

pero con mucha discreción y gracia, haciéndolo antes por donaire de honesto entretenimiento,<br />

que por afecto particular. Hardyl se esforzaba en buscar materia de hablar con la madre<br />

taciturna para no dejarla desairada; pues Eusebio, que estaba al otro lado, parecía haberla


olvidado enteramente, enajenado con Susana, devorando sus zalamerías que ella procuraba<br />

acrecentar, por lo mismo que se reconocía mirada del apasionado Eusebio.<br />

Las respuestas que ella daba con mayor gracejo a las preguntas encogidas que él la hacía,<br />

las miradas tanto más ardientes y locuaces cuanto más dadas a hurto y de soslayo de los que<br />

se estaban lado a lado, y con mejor proporción para que Eusebio cebase la irritada curiosidad<br />

de sus ojos en lo que no debía, <strong>com</strong>enzaron a borrar por grados la memoria de Leocadia.<br />

Perdieron las fuerzas los ocultos reproches de fidelidad y su alma atónita y <strong>com</strong>o beoda de los<br />

presentes atractivos, concebía algunas lejanas esperanzas de que Susana condescendería a las<br />

expresiones de su amor, sin echar de ver la malicia de estas ocurrencias.<br />

Así pasaron el tiempo que duró la cena de las doncellas, y, acabada, se levantaron para ir<br />

a ocupar otros asientos y esperar la hora de ir a dormir. Bridge, hombre franco, hizo sentar<br />

otra vez a su lado a Anita y Raquel; Howen se salió afuera; Hardyl, cortejando a la madre por<br />

conveniencia, se sentó también junto a ella; y Susana ocupó el asiento al lado de su madre,<br />

esperando atraer allí a su lado a Eusebio. Pero Eusebio, por efecto natural del ejercicio de la<br />

moderación, había quedado el último en pie, dejando que se sentasen antes los otros, aunque<br />

esta conveniencia, que en otras circunstancias podía ser efecto de cortés atención, en las<br />

presentes participaba más de las ocultas ansias de que le tocase el lado de la doncella, sin nota<br />

de afectación por su parte, esperando que Susana lo convidase con el asiento, <strong>com</strong>o de hecho<br />

sucedió, sabiendo ella aprovecharse de este lance de quedar Eusebio en pie, para empeñarlo<br />

más en su amor, haciéndole sentar junto a sí, convidándolo expresamente y estrechándose ella<br />

con su madre para hacerle lugar.<br />

Eusebio no se hizo rogar segunda vez, abrazando luego aquel gracioso ofrecimiento y<br />

recibiéndolo con tanto mayor gusto cuanto era más estrecho el puesto ofrecido. Pero creció el<br />

tumulto y palpitación de sus afectos; mayor enajenamiento se apodera de sus sentidos con<br />

dulzura más lisonjera. En tal estado y en tan estrecha situación, ¿cómo podía dejar de rendirse<br />

a los impulsos que le venían de asir la blanca mano de Susana, que al descuido y en ademán<br />

de pedirle la suya, sin pedírsela, tenía ella medio caída y tendida entre los pliegues del<br />

delantal, sin ser vista de los presentes?<br />

¡Oh Eusebio!, ¿qué vas a hacer?, ¿tantos severos consejos de Hardyl, sus ejemplos, su<br />

presencia, las máximas de tan continua lectura, tu querida Leocadia, las promesas que poco ha<br />

la hiciste, el tumulto, la palpitación, el enajenamiento que te causan esos impulsos; todo esto<br />

no te dice bastante que te recates y que refrenes el atrevimiento de tu pasión? Mas todo es en<br />

vano. La mano de Susana es más poderosa cuanto se muestra más flaca. Provocado, irritado,<br />

vencido de la ocasión, cede a sus terribles alicientes y se apodera de ella, escapándosele del<br />

pecho un ardiente suspiro.<br />

Mas la mano, prendida con mil temerosas dudas, queda inmóvil en vez de huir, y asegura<br />

la conquista al palpitante usurpador. ¡Ah!, ¡no era aquella la mano de Leocadia!, ¡aquella<br />

mano tanto más digna de poseerse, cuanto más fiera se mostraba en rendirse al que la<br />

pretendía!<br />

Más rápido que un rayo pasó este cotejo por la mente de Eusebio, y <strong>com</strong>o un sueño se<br />

desvaneció esta diferencia que hizo su imaginación. Los halagos lisonjeros de la presente<br />

victoria, obtenida con tanta facilidad, acaban de borrar enteramente la memoria de Leocadia y<br />

enajenan del todo su corazón. No le basta tocar la rendida mano; en ella imprime la fuerza de<br />

su inflamado afecto y la aprieta. Todo el veneno del amor se insinúa rápidamente en las venas<br />

de entrambos. La picadura de la víbora no tiene tan súbito y violento efecto. ¡Oh Dios!, ¿qué<br />

hacéis, don Eusebio?... ¡Oh adorada Susana!... ¡Yo desfallezco! ¡Ah!


Un mudo trastorno de sentidos sigue a la encendida declaración de sus almas en tan<br />

cortas pero tan enérgicas expresiones, dichas especialmente de modo que no fuesen notadas.<br />

Susana se levanta de repente y se sale de la estancia a desahogar su inflamado enajenamiento.<br />

Pretextos para hacerlo, sin que se conociese el motivo, no podían faltarle: era mujer.<br />

Eusebio quedó allí estático, confuso y <strong>com</strong>o transido del veneno esparcido en su corazón;<br />

ni acabará de volver en sí tan presto si Bridge, que echó de ver entre ellos alguna especie de<br />

confianza, no le dijera: ¿Qué es eso, don Eusebio, parece que os caéis de sueño? No me caigo,<br />

sir Bridge, antes bien estoy muy desvelado. Bridge continuó a echarle algunas pullas, ayudado<br />

de Raquel, que era la mayor de las hermanas, sintiendo Eusebio que les distrajesen de aquel<br />

éxtasis amoroso en que la idea de Susana le había dejado.<br />

Howen, entra diciendo que cuando gustasen podían irse a acostar. Hardyl se levanta<br />

inmediatamente y <strong>com</strong>ienza a dar las buenas noches; pero Susana no <strong>com</strong>parece. Eusebio la<br />

busca con los ojos, con toda el alma; pero en vano. Dale pretexto para hacer tiempo de<br />

esperarla la detención de Bridge, que se entretenía todavía con Anita y Raquel, acercándose<br />

para oírlo, después que no pudo dispensarse de dar las buenas noches a la madre. Las criadas<br />

los estaban esperando con las velas encendidas y Hardyl en la puerta les daba prisa. Pero<br />

Susana no <strong>com</strong>parece.<br />

A Eusebio se le iba el alma por verla y saludarla, y no resistiendo a su impaciencia, la<br />

rompe, diciendo a Howen: ¿No podremos saludar a Susana? No importa, no importa, ¿para<br />

qué tanto cumplimiento? Con toda libertad, señores, con toda libertad. Pero Susana no<br />

<strong>com</strong>parece. ¡Qué pena, qué congoja la de Eusebio! Se ve finalmente obligado a ceder a la<br />

necesidad, siguiendo a las criadas que los precedían alumbrando a Hardyl y a Bridge. Eusebio<br />

iba detrás de ellos, pesándole sobrado las piernas y volviendo la cabeza a cada escalón para<br />

ver si descubría a Susana.<br />

Perdidas todas las esperanzas en el primer descanso, prosigue la escalera triste y<br />

pesaroso. ¿Cómo podía imaginarse que Susana estuviese allí arriba en el remate, esperándolo<br />

para darle un saludo más cumplido que el que pudiera en la presencia de sus padres? La voz<br />

de Hardyl, que saludaba a Susana dándole las buenas noches, hace levantar los ojos a Eusebio<br />

y le ve que estaba allí de pies, esperando con sobrada cortesía que pasasen los huéspedes.<br />

Nueva palpitación agita el pecho de Eusebio; y el deseo de poderle tomar otra vez la<br />

mano, le sugiere que suba despacio la escalera para dar tiempo a Bridge de acabar su largo e<br />

importuno cumplimiento. Hízoselo acortar Susana con el seco despego que le manifestó, y<br />

baja para encontrarse con el anhelante y conmovido Eusebio, a quien dice con ternura:<br />

Dormid bien, sir Eusebio, os lo deseo. ¡Oh Susana!, ¡oh dulce amor mío!, la dice Eusebio.<br />

El cual, quedando allí mismo enajenado y enternecido, seguía con los ojos a Susana para<br />

ver si se volvía desde el descanso. Se vuelve, ¡ah Susana!, mas ella desaparece dejándolo con<br />

la expresión en la boca e inficionado todo de la ponzoña funesta que había chupado.<br />

La criada que a<strong>com</strong>pañaba a Hardyl, creyendo que Eusebio hubiese quedado abajo,<br />

vuelve a la escalera para alumbrarle al tiempo que él entraba en la sala y, guiándole hacia el<br />

cuarto en cuya puerta esperaba Hardyl ajeno de sospechar la causa de su detención, se despide<br />

dentro ya; y despedida la criada, Hardyl tira el cerrojo a la puerta y cierra con él todos los<br />

caminos a las imaginarias esperanzas del amor de Eusebio, el cual envidiaba la suerte de<br />

Bridge, a quien pusieron solo en otro cuarto.<br />

Al tiempo que se desnudaban decía Hardyl a Eusebio: ¿Qué os parece, Eusebio, de la<br />

cordial y generosa hospitalidad de sir Howen?, ¿no se asemeja a la franca y sincera


hospitalidad de los antiguos tiempos? Las aldeas de Inglaterra todavía la conservan. ¡Qué<br />

ingenua liberalidad! ¡Qué amigable confianza con personas que no conoce! El interés, la<br />

malicia, el engaño, la traición con la capa de amistad, todos los vicios y fraudes, con el manto<br />

de la cortesía y del agasajo, parece que se va a anidar a las ciudades grandes, dejando exentas<br />

las aldeas de su funesto contagio. ¿No os lo parece, Eusebio?<br />

Eusebio, no atendiendo a lo que Hardyl decía, no le responde. ¿Cómo?, ¿no estáis<br />

persuadido de esto? ¿No habéis notado la candorosa inocencia de las doncellas que con tanta<br />

gracia nos han servido a la mesa? ¿Creéis que un ciudadano igualmente rico que Howen nos<br />

hubiese hospedado con la misma cordialidad que él? No lo sé, Hardyl, ¡ah!...<br />

Inadvertidamente se le escapó el suspiro. Hardyl lo nota, y le dice: ¿Qué es eso, Eusebio?<br />

¿Por ventura Susana encendió alguna pasión en vuestro pecho? ¡Oh! no lo creo; no obstante<br />

que eché de ver que faltasteis a la cortesía con su madre, que teníais al lado ínterin a la cena.<br />

A Eusebio se le enciende el rostro al oír la falta de atención para con la madre, que<br />

Hardyl le notaba. Con todo, le dice: ¿Cómo?, ¿que lo advirtió la madre? Bien lerda sería si no<br />

lo hubiese notado. Las que menos hablan, son las que más advierten. Todos vuestros<br />

movimientos y miradas denotaban inclinación, y tal vez afecto; pero ese suspiro inadvertido<br />

manifiesta pasión, lo que no puedo persuadirme, pues no creo que hayáis olvidado tan presto a<br />

Leocadia.<br />

¡Qué dardo tan penetrante para el corazón de Eusebio! No lo dudéis, Hardyl. Leocadia<br />

obtendrá el señorío en mi pecho. Eso lo creo yo: su hermosura, sus gradas y su severa virtud,<br />

más bella que sus gracias y hermosura; vuestras promesas, vuestra integridad, en fin, todo<br />

concurre para persuadirme que a pesar de vuestra fácil sensibilidad, merecerá siempre<br />

Leocadia todo el afecto de vuestro corazón. Lo tendrá, no lo dudéis. Mas ese lenguaje no<br />

parece que esté animado del mismo ardor que otras veces, ni indica la misma apasionada<br />

fidelidad. ¡Lo decís tan desmayadamente! y lo dejáis para tiempo por venir, que...<br />

El sueño se apodera de Hardyl y no le deja acabar. Eusebio, ya en la cama, nota que<br />

Hardyl <strong>com</strong>ienza a dormir y deja de continuar un discurso que <strong>com</strong>enzaba a serle importuno y<br />

enfadoso. Pero su corazón llevaba ya atravesado el dardo del reproche y su memoria volvía a<br />

cebarse en las gracias y correspondencias de Susana, <strong>com</strong>batidas de la imagen de Leocadia,<br />

que Hardyl le acababa de refrescar, de modo que el descanso le era pesado.<br />

Y duro campo de batalla el lecho.<br />

Leocadia y Susana lo <strong>com</strong>batían. ¡Oh qué terribles enemigos para un corazón tierno,<br />

afectuoso y agradecido, <strong>com</strong>o era el de Eusebio! Pero Leocadia peleaba de lejos, y Susana<br />

oprimía de cerca su pecho, a pesar del escudo de minerva que Hardyl, sin querer, acababa de<br />

darle para <strong>com</strong>batirle; pues el amor se había apoderado de él, consiguiendo aminorarle la<br />

memoria de la ausente Leocadia. Verdad es que Eusebio vuelto en sí, en fuerza del<br />

sugerimiento de Hardyl, se avergonzaba de la facilidad de su amor; pero luego ocupaba y<br />

empeñaba su imaginación el mayor afecto que mostraba tenerle Susana, sus mayores esmeros<br />

en <strong>com</strong>placerlo y servirlo en correspondencia a sus amorosas declaraciones, las cuales le<br />

pedían por lo mismo mayor correspondencia de su corazón, viéndose buscado y pretendido<br />

sin dificultad.<br />

Luego, su enardecida fantasía volvía a cebarse en todos los movimientos, gestos y<br />

miradas con que la graciosa Susana había empeñado su afición; renovaba el lance del<br />

derramamiento del vino y lo que Bridge y el padre de Susana dijeron, sonriéndose Eusebio<br />

con gusto de tales memorias; le ocurre el ofrecimiento que le hizo del estrecho asiento; la<br />

mano, aquella mano puesta allí para que la tomase; cómo se la apretó y la inmovilidad con


que ella le recibió primero, y el extremo con que al instante correspondió al cariño que<br />

acababa de recibir; el suspiro ardiente y tanto más enérgico cuanto más desfallecido con que<br />

ella le hizo aterecer la sangre en las venas, y que manifestaba la sensibilidad de la doncella; su<br />

salida repentina de la estancia, que confirmaba la fuerza y viva impresión que hizo en su alma<br />

el tocamiento de la mano; el sagaz y amoroso expediente de esperarlo en la escalera; y lo que<br />

más es, el modo seco y desabrido con que respondió a Bridge, para ir con afecto y ahínco a<br />

encontrarse con él para saludarlo con mayor libertad; la inclinación de cabeza y cuerpo que le<br />

hizo desde el descanso de la escalera antes de perderlo de vista.<br />

Todas estas memorias atizaban el fuego de su imaginación, sin dejarlo dormir;<br />

arrastrando insensiblemente sus deseos y esperanzas a concebir lo que no debiera. ¡Ah!,<br />

decíase a sí mismo, ¡mi encogimiento me hizo perder el mejor lance! ¿Esperaba yo por<br />

ventura, bobo de mí, que ella me declarase abiertamente sus deseos? ¿Una mujer pudiera<br />

explicarse más, especialmente una doncella?<br />

¿Mas de dónde, de dónde me prometo, loco de mí, que Susana cedería a mi atrevida<br />

declaración? El haberme manifestado su ardiente afecto, ¿es acaso prueba de rendimiento?<br />

¡Oh indiscreta y necia confianza de mi imaginación! ¿Por ventura no se levantó de su asiento<br />

luego que sintió que la tomé la mano?<br />

¡Oh amor!, ¡pérfido amor! ¿Quién se creerá bastante armado contra tus aleves y mortales<br />

tiros? He aquí cruel la profunda herida que hizo tu dardo en mi inocente pecho. Corre, vuela a<br />

Salem y retrata en sueños a Leocadia el triunfo que verifica sobre los justos temores de sus<br />

amorosos celos. ¿Mas podrá ella resistir a la idea amarga de la infidelidad de su amante? ¿De<br />

la perfidia?...<br />

Un torrente de lágrimas brota de repente de sus ojos y los violentos sollozos, resonando<br />

más en el silencio de la estancia, despiertan a Hardyl que, oyendo llorar a Eusebio con tanta<br />

vehemencia, se incorpora en la cama alterado y le dice: Eusebio, hijo, ¿qué es?, ¿qué os<br />

sucede? ¡Oh cielos! Yo muero, Hardyl. Hardyl se arroja con precipitación y acude a la cama<br />

de Eusebio. ¿Qué tenéis?, ¿qué extraño mal os sobrevino?<br />

Eusebio, viendo a su cabecera al buen Hardyl, se abandona de nuevo al llanto y a los<br />

sollozos sin responderle, dejando pensativo y suspenso a Hardyl, el cual se decía a sí mismo:<br />

Dolor no puede ser, pues aún el más intenso no saca tal llanto, ni tales sollozos de quien no lo<br />

padece, si no es en los niños que no tienen otra expresión para indicarlo. ¿Temor?... menos,<br />

pues Eusebio lo perdió. ¿Pasión?..., ¿amor?... mas, ¿cómo pudo causar tan presto un estrago<br />

tal en su pecho? Si es así, será la mayor prueba de su sensibilidad. Eusebio entretanto la<br />

desahogaba, y Hardyl, persuadido que no podía ser otra la causa de tan amargo llanto puesto<br />

que Eusebio nada le decía, se aprovechó de estas reflexiones para dejarlo llorar, quedando un<br />

buen rato a su cabecera sin chistar y sin contemplarle su aflicción, hasta que Eusebio, notando<br />

su silencio, afloja de su sentimiento. Entonces Hardyl, conociendo que escucharía razón, le<br />

dice: Eusebio, hijo mío, gran susto me habéis dado; ¿no podrá saber Hardyl la causa de tan<br />

grande sentimiento?, ¿podré merecer esta confianza?<br />

¡Oh mi envidiable Hardyl!, sí. Sabed toda la confusión y vergüenza que me cubre. ¡Oh<br />

Dios! Susana... ¿Y bien, qué es?, ¿por ventura es Susana la causa de ese alboroto? Si lo es, no<br />

lo extrañaré. Os lo debo confesar... ¡Oh Hardyl, ¡si vierais mi corazón! No necesito de verlo;<br />

sé muy bien los funestos efectos del amor; ni vos los podíais ignorar. ¡Cuántas veces os lo<br />

prediqué! Pero no sé si bastará esta nueva prueba para acabaros de desengañar. Bastará,<br />

bastará, no lo dudéis, Hardyl. Siento demasiado despedazado mi corazón para que me deje<br />

arrebatar otra vez de los engañosos halagos del sexo.


Cuando sea así <strong>com</strong>o decís habréis sacado un gran bien de un gran mal. Pero para<br />

conservar este fruto, conviene, hijo mío, que toméis un continente más noble y severo en<br />

vuestra conducta. Os <strong>com</strong>padezco; salíais del puerto, aunque provisto de ciencia y de<br />

conocimiento, para navegar por el gran mundo; pero, al primer vuelo habéis dado con<br />

Calipso. ¿Por ventura será bastante este escarmiento para evitar el canto de las sirenas y los<br />

engaños de Circe?.<br />

Estas son ficciones de Homero, dicen los enamorados, buenas para ser creídas de los<br />

bobos. ¿Con cera nos hemos de tapar el oído? Pero bien veis que no anda tan material el poeta<br />

<strong>com</strong>o pretenden, mucho menos cuando transforma en puercos a los enamorados. ¿Creéis,<br />

Eusebio, que se alcanza tan fácilmente la virtud y que se posee luego que se <strong>com</strong>ienza a<br />

ejercitar? Luchar, resistir y porfiar conviene para sofocar la concupiscencia; pues sólo así se<br />

llega a enfriar su funesto ardor, el cual sólo presenta a nuestros ciegos e irritados deseos los<br />

deleites, el sumo deleite, encubriéndonos al mismo tiempo todas sus fatales consecuencias.<br />

Mas, Eusebio, ésta no es hora de dar ni de oír consejos. Según veo, no habéis pegado los<br />

ojos en toda la noche y necesitáis de descanso; dormid, pues, las pocas horas que quedan. No,<br />

no podré dormir, creedme, Hardyl; mi mente necesita más de descanso que mi cuerpo. Susana<br />

encendió demasiado mi fantasía para que la pueda forzar a rendirse al sueño. ¿Tanto pudo con<br />

vos esa doncella? Más de lo que os podéis imaginar. ¿Qué es, pues, lo que pretendéis?,<br />

¿casaros con ella? ¿Casarme con ella? ¡Ah! no; Leocadia, la severa Leocadia será la esposa de<br />

Eusebio.<br />

Ea, pues faltáis a la virtud, al honor, a la honradez, a la fidelidad, si pensáis más en<br />

Susana fomentando esa pasión; y os exponéis a mil terribles afanes y desazones, por no decir<br />

delitos, si persistís en ella. A buena cuenta os ha dado una noche bien rabiosa, y peor tal vez<br />

que la que pasasteis en la cárcel entre los horrores del calabozo; pues allí teníais la virtud, que<br />

acariciaba vuestra inocencia y llenaba vuestra alma de dulzura celestial, que no os dejaba<br />

sentir las penas de vuestra situación, aunque en apariencia tan triste.<br />

Mas aquí los atractivos y gracias de Susana halagando vuestros ojos y encendiendo<br />

vuestra imaginación, os metieron el puñal en el pecho hasta la empuñadura, despedazando<br />

vuestro corazón y sugiriendo a vuestros descarriados deseos lo imposible posible, arrastrando<br />

vuestra enajenada voluntad de delito en delito imaginario, para reducir después toda esa<br />

máquina en humo y en funestas sombras que, sin poderlas abarcar, dejan corrompido el<br />

corazón.<br />

Grande es, Eusebio, el engaño que padece la fantasía del hombre. ¿Creéis que el amor, la<br />

correspondencia que prometen las mujeres, sea en efecto cual parece? ¿Sabéis cuán torcidas<br />

pueden ser sus intenciones y qué fines tan opuestos pueden tener? Un corazón sensible, fácil y<br />

sin experiencia de mundo se deja fácilmente deslumbrar de aquella apariencia con que lo<br />

ceban; y si no consulta más que su apetito, se abalanza <strong>com</strong>o pez incauto para quedar<br />

prendido en el anzuelo.<br />

La mayor parte de los hombres que beben <strong>com</strong>o el agua la iniquidad, aunque sea en vasos<br />

hediondos, hacen burla de estas delicadezas morales, persuadiéndose que un trago del deleite<br />

re<strong>com</strong>pensa todos los acerbos afanes, las amargas desazones y cuidados con que lo <strong>com</strong>pran;<br />

porque <strong>com</strong>o no probaron jamás la celestial suavidad de la virtud, no se pueden persuadir que<br />

sea tal <strong>com</strong>o lo oyen decir de quien la probó y, por lo mismo, la desprecian con una jactancia<br />

desvanecida y desenvuelta que causa <strong>com</strong>pasión.<br />

¡Ah! Eusebio, sería nunca acabar si quisiera pintarte los funestos efectos de una pasión,<br />

que los hombres livianos reputan inestimable. Lo es, no hay duda, luego que llega a tiranizar


el corazón; mas esto sólo lo padecen los que, faltos del conocimiento y sentimientos de la<br />

virtud, se prendan y se dejan llevar de las apariencias mentirosas del vicio; los que sin<br />

principios de moderación y de decencia, no consideran las fatales consecuencias del amor; los<br />

ociosos y presumidos libertinos que, haciendo fisga del decoro y de la integridad de la<br />

honradez, huellan tal vez en el lodo del oprobio y de la más ignominiosa miseria las infelices<br />

e inocentes víctimas, después que las hicieron servir al vil engaño de sus infames caprichos.<br />

Los que... Yo me aparto sin querer de tu pasión a Susana, que nada tiene que ver con esas<br />

otras detestables pasiones. Culpable es, hijo mío, la vuestra y pudiera degenerar también en la<br />

especie de aquéllas. ¿Mas por ventura estáis desprovisto del conocimiento de la virtud?, ¿de<br />

principios de honradez, de decencia y de moderación?, ¿sois acaso desvanecido y necio<br />

libertino?, ¿vuestro corazón se atreverá a ejecutar semejantes maldades? No, no, Hardyl. ¡Oh<br />

cielos!, ¿qué decís?... El llanto volvió otra vez a brotar de sus ojos. Hardyl le toma entonces la<br />

mano y, dejándolo llorar, prosiguió en decirle:<br />

No, Eusebio, estoy bien ajeno de creer que las <strong>com</strong>etáis, mas es necesario poner la mano<br />

en la llaga para curarla. Curada está, curada está; no pongáis duda Hardyl. Al honor, a la<br />

virtud, a Leocadia, a su amor, sabré sacrificar esta pasión; la sofocará mi llanto y mi<br />

arrepentimiento.<br />

Bien, pues, dejémosla estar. ¿Mas pensáis que será esta la última prueba en que pondrá el<br />

mundo vuestra virtud? ¿Vuestro presente arrepentimiento juzgáis que será bastante para<br />

precaver otros lances, tal vez más peligrosos? Cuanto más tierno, sensible y apasionado es<br />

vuestro corazón, de tanta mayor reserva os debéis armar para contenerlo. Las gracias, el<br />

donaire y la hermosura de un lindo objeto irritan y provocan necesariamente; ni sois el solo<br />

que sienta la terrible fuerza de sus amables alicientes.<br />

Mas si no estáis sobre vos, cederéis <strong>com</strong>o cedisteis al amor de Susana. La delicadeza y<br />

gracias de su aire hirieron vuestra fantasía y excitaron en vuestro pecho el afecto. Vuestros<br />

ojos se cebaron en ellas y, encontrados con los suyos, reconocieron la amorosa simpatía, que<br />

ésta avivó insensiblemente vuestra mutua correspondencia. Ved aquí la pasión nacida. Una<br />

declaración, un suspiro, un tocamiento de mano la inflama; y ved aquí el incendio de la pasión<br />

formada, que consume y abrasa el corazón en que prendió.<br />

Esto es indispensable, Eusebio; probáis vos mismo que éstas no son cosas ideales. Tal es<br />

el procedimiento y progresos de la pasión. ¿Qué es, pues lo que debe hacer el que no quiere<br />

sentir sus fatales extremos y consecuencias? Cortarla en sus principios, alejarla de sí y<br />

armarse de la modestia, de la circunspección, del temor y del recato severo para <strong>com</strong>batirla.<br />

Pero para esto, diréis, sería necesario que no fuese tan activo y abrasador el fuego de la<br />

juventud. ¡Bueno estaría eso, que sólo los viejos pudiesen ser continentes!<br />

El joven que está prevenido y amaestrado de las infinitas intenciones que puede llevar la<br />

vanidad y presunción de la mujer, de la fuerza de su pasión en ser cortejada y adorada, de su<br />

veleidad, de su zalamería general, del imperioso deseo que la anima a avasallar sus livianos<br />

adoradores; este joven, digo, al ver un objeto hermoso, agraciado y digno de su afición, se<br />

dice luego: linda cosa por cierto y que pudiera empeñar mi afecto, si el ánimo y calidades<br />

interiores correspondiesen a las externas, y si con mi corazón no debiera sacrificarle también<br />

mi paz y tranquilidad.<br />

Ella me promete el deleite en vaso dorado por defuera, ¿mas quién me asegura que no<br />

esté corrompido el licor que contiene? Y si lo bebo, bebo ponzoña en vez de la ambrosía que<br />

me vende. Esta es la copa de Circe. ¿Me atreveré a poner en ella los labios? No, maten su sed<br />

con ella los incautos.


El otro joven doctrinado en la virtud, que añade al conocimiento de estas cosas la<br />

integridad, la honradez de corazón y un decoroso y noble proceder, si se siente aficionado a<br />

una hermosura poderosa para encender su pasión, aparta luego sus ojos de sus gracias para<br />

ponerlos en las consecuencias que puede llevar su desacertado empeño; y viendo que en nada<br />

deben re<strong>com</strong>pensar las penas, los disgustos, las desazones a los livianos placeres que siempre<br />

le promete el amor, y que tal vez tarde, nunca o muy rara vez le concede, se abroquela luego<br />

con el recato y levanta su ánimo en las alas de la moderación sobre los alicientes y halagos de<br />

la belleza.<br />

La prudencia cubre su vista con el velo de la modestia y arma su pecho de<br />

circunspección, sirviéndole de muro de defensa los preceptos de la sabiduría, la cual inspira e<br />

infunde en su ánimo el respeto y veneración a la virginidad e inocencia de las doncellas y al<br />

honor y fidelidad de las casadas, mirándolas <strong>com</strong>o joyas que no le pertenecen.<br />

¿Pone acaso alguna de ellas asechanza a sus recatados pensamientos?, ¿intenta avasallar<br />

su virtud? La sabiduría defiende la entereza de su pecho, haciéndolo preferir la pureza de su<br />

conciencia y la paz y sublime satisfacción de su honestidad a un deleite incierto, pasajero,<br />

liviano, vergonzoso; al que siguen la pena, las zozobras, las angustias, el peligro, el voraz<br />

remordimiento, la enfermedad, tal vez, y tal vez su muerte.<br />

¡Oh! ved, Eusebio, que amanece el día. ¿Según esto, no habéis dormido en toda la noche?<br />

No sólo no he dormido, sino que tampoco os dejé dormir; lo siento, Hardyl, lo siento. ¿Y<br />

creéis que no pasara sin dormir otras noches, a trueque de veros quieto y sosegado? Sí lo creo,<br />

mi buen Hardyl, ¡oh cuánto os lo agradezco! Mas no lo dudéis: lo habéis conseguido, quieto<br />

quedo y sosegado enteramente. Leocadia recobró su señorío en mi corazón; respetaré la<br />

hermosura de Susana; la modestia y circunspección que me habéis sugerido tendrán en freno<br />

mis deseos; y el recato que debo a mí mismo y a mis sentimientos será la guarda de todas mis<br />

acciones.<br />

Acabando de decir esto Eusebio, Bridge toca a la puerta, diciendo: ¿Qué es esto?, ¿ni<br />

dormir, ni dejar dormir? Vamos, que las gracias andan por el jardín cogiendo flores para<br />

coronar el desayuno. Hardyl abre la puerta; Bridge entra y, cruzando sus brazos, dice: ¿Oí, por<br />

ventura, lloros esta noche? ¿Quién queréis que haya llorado?, le dice Hardyl. Pues hubiera<br />

jurado haber oído sollozos. Eusebio, después de haber saludado a Bridge, callaba sin contestar<br />

a cosa alguna. Hardyl fue a abrir la ventana que daba al jardín y Bridge se encamina a ella<br />

para saludar a las muchachas que estaban en él. Ellas corresponden al saludo y a los<br />

requiebros de Bridge, riendo con donaire y bellaquería, haciendo viva impresión la voz y risa<br />

de Susana en el corazón de Eusebio, el cual, por lo mismo, procuraba vestirse despacio para<br />

evitar la ocasión de que Bridge, con su acostumbrada franqueza, lo llamase e hiciese ir a la<br />

ventana para saludar a las doncellas.<br />

Vimbons lo saca de este embarazo entrando en el cuarto para preguntar a su amo a qué<br />

hora quería partir. Luego, le dice Bridge, y tardando poco Eusebio en vestirse, bajan abajo. El<br />

atento y oficioso Howen los recibe con nuevas demostraciones de cordialidad. Eusebio bajaba<br />

temblando y temiendo el primer encuentro de Susana. Ésta no tardó en hacerse presente más<br />

fresca, linda y graciosa que las flores recientes que coronaban su trenzada cabellera.<br />

Sus vivos y brillantes ojos buscaban los de Eusebio para fomentar de nuevo con ellos la<br />

llama de su dulce correspondencia; los encuentra. Pero, ¡cuán mudados y diversos de lo que<br />

ella esperaba! El ardor de su confianza quedó yerto al ver la respetosa tristeza y modesto<br />

encogimiento con que Eusebio la saludaba. Ella no deja de conocer con sorpresa tan notoria<br />

mudanza; mas ¿cómo satisfacer a su curiosidad en la presencia de sus padres, de Hardyl, de<br />

Bridge y de sus dos hermanas?


El corazón de Eusebio padecía sumamente y, aunque no tenía fuerza para abstenerse de<br />

mirarla si alguna vez levantaba hacia ella sus ojos, éstos, <strong>com</strong>o descarriados, iban a buscar<br />

luego los de Hardyl, sabedor de su pasión, holgándose en cierto modo que Bridge y Howen,<br />

con su chistosa locuacidad, distrajesen su pena y lo sacasen del embarazo que la presencia de<br />

la suspensa Susana le causaba.<br />

Avisado el ministro para que viniese a hacer <strong>com</strong>pañía a los huéspedes en el desayuno,<br />

llega. Las oficiosas doncellas, aunque Susana no tanto, se encaminan para traer el té, la leche<br />

y manteca. Se sientan también ellas a la mesa, pues no quedando opción en los puestos, <strong>com</strong>o<br />

la noche antes, no tocó a Susana el lado de Eusebio, sino a Raquel. La urbanidad exigía de<br />

Eusebio hacer con ésta algunas corteses demostraciones, <strong>com</strong>o de cortarle el pan, alargarle la<br />

azucarera. Otros tantos dardos para el corazón de Susana, que echaba de ver al mismo tiempo<br />

el severo enajenamiento de Eusebio, el cual evitaba sus ojos las pocas veces que se<br />

encontraban.<br />

El ruido del coche de Bridge, que llegaba a la puerta, acrecienta la palpitación de la<br />

enamorada doncella. Las rosas que encendió en sus mejillas el sol naciente en el jardín se<br />

cubren de palidez. Los cumplimientos y demostraciones de la gratitud de los huéspedes<br />

<strong>com</strong>ienzan. Las instancias ingenuas y cordiales de Howen no los pueden detener. Es tarde,<br />

nos esperan a <strong>com</strong>er en Londres; no es posible, sir Howen, dice Bridge; os quedamos<br />

sumamente obligados; hace años que no he tenido mejor día. Dios bendiga a estas vuestras<br />

hermosas hijas que con tanta gracia nos han cortejado. Hardyl y Eusebio manifestaron a<br />

Howen su agradecimiento, <strong>com</strong>o también a su mujer y a las muchachas, interrumpiéndolos la<br />

locuacidad de su generoso huésped, que no quería tales cumplimientos de sus forasteros, los<br />

cuales los hacían estando todavía sentados a la mesa del desayuno.<br />

Eusebio, para desahogar las angustias que sufría su corazón, toma el pretexto de ir a ver a<br />

Taydor a casa del ministro para ver si podía volver con ellos a Londres, si la herida se lo<br />

permitía, y para agradecer también al ministro la humanidad que había usado con él, le ruega<br />

quisiese a<strong>com</strong>pañarlo. El ministro lo hace; y con esta ocasión le entregó Eusebio doce guineas<br />

de regalo, a más de los gastos ocurridos en la cura y alojamiento de su criado; el cual,<br />

sintiéndose con fuerzas para hacer el camino, los sigue a casa de Howen. Toda la familia y<br />

<strong>com</strong>itiva los estaban esperando de pies en el zaguán. Bridge había llamado antes aparte a<br />

Howen para saber la deuda en que le quedaban por tan generoso recibimiento; pero echando<br />

de ver que eran nobles y liberales las intenciones del huésped, se reservó a darle desde<br />

Londres las pruebas de su reconocimiento.<br />

Entretanto, la confusa Susana esperaba con ansia la vuelta de Eusebio de la casa del<br />

ministro para confirmarse de nuevo en lo que no acababa de creer. Vuelve finalmente, pero<br />

nota el mismo severo enajenamiento que la trastorna. ¡Cielos!, ¿en que le ofendí?, ¿se pudo<br />

mudar su corazón?, ¿fueron fingidas sus demostraciones? Mas si lo fueron anoche, ¿por qué<br />

no lo son también ahora?, ¿fingimiento en rostro tan dulce y amable? No puede ser. ¿Por<br />

ventura Raquel se llevó la preferencia a la luz del día?, ¿mas por qué deja de usar con ella las<br />

mismas demostraciones que usó anoche conmigo?, ¿sus ojos no lo dirían bastante?<br />

Esto manifestaba decir el rostro pálido y atónito de la desconcertada Susana, mientras<br />

Eusebio sentía en su interior todas las congojas por lo que pudiera pensar ella acerca de la<br />

seca ingratitud, que se esforzaba conservar al exterior contra su inclinación, sufriendo los<br />

amargos reproches de su afecto, reprimidos de tan ingrata violencia. Pero la memoria del<br />

respeto y veneración que le había sugerido Hardyl a la virginidad de las doncellas, mantenía<br />

constante sus buenos sentimientos con el freno de la modestia.


No por esto dejó de a<strong>com</strong>eter a su pecho de nuevo una congojosa palpitación, luego que<br />

<strong>com</strong>enzó a despedirse. Sus ojos enternecidos no pudieron dejar de clavarse en los de Susana,<br />

excitando en ella sospechas diferentes de las que hasta entonces había concebido. Da las<br />

gracias a sir Howen y a su mujer con sincera expresión de agradecimiento por los agasajos<br />

que habían usado con él, y llegando a las hijas les dice en <strong>com</strong>ún, pero mirando más a Susana<br />

que a las otras, que conservaría eterna memoria a sus corteses atenciones, y que desde<br />

Londres les manifestaría su reconocimiento si se dignaban mandarlo, pues tendría mucha<br />

<strong>com</strong>placencia en servirlas; y confirmando con una tierna y ardiente mirada a Susana lo que no<br />

pudiera decir mejor con la lengua, la deja penetrada y enternecida de sentimiento.<br />

A pesar del trastorno y enajenamiento que sentía Eusebio por la separación de la triste y<br />

dolorida Susana, repara, al subir en el coche, que Taydor se había sentado en la zaga, y no<br />

sufriéndole su corazón dejarle en ella, rogó a Bridge quisiese usar de humanidad con su<br />

herido criado, permitiéndole venir dentro del coche. Aunque a Bridge no le pareció muy del<br />

caso aquella sobrada atención con un criado, no se atrevió a negarle lo que no parecía bien<br />

rehusar con un motivo que quitaba todo pretexto a la vanidad.<br />

El modesto Taydor rehusaba dejar el puesto que ya ocupaba en la zaga, pero obligado de<br />

su buen amo, hubo de ceder y entrar en el coche, notando sir Howen, el ministro y las<br />

doncellas aquella prueba de la bondad de Eusebio, especialmente Susana, a quien daba nuevo<br />

motivo aquella acción de su amante para sentir su pérdida. Esto le hizo asomar las lágrimas a<br />

los ojos, buscando los de Eusebio; pero el coche parte y le roba para siempre su presencia.<br />

¡Oh amor tirano de los tiernos y sensibles corazones! ¿A tus breves y rápidas dulzuras<br />

habrán de seguirte siempre duraderas penas y amargas desazones?<br />

Virtud adorable, graba esta verdad en mi mente y arma mi pecho de tu casta sinceridad.<br />

Opón, opón a los incentivos y alicientes del amor, los austeros sentimientos del recato y<br />

modestia que infundieron los consejos de Hardyl al alma tierna y sensible del amable modesto<br />

Eusebio.


Libro quinto<br />

¿Cómo podía dejar de empeñar la hospitalidad generosa de Howen la conversación de los<br />

viajantes? Bridge no acababa de manifestar el contento y <strong>com</strong>placencia que sacaba de aquella<br />

casa y de la vista de las doncellas, de sus gracias y hermosura. Hardyl se guardaba de<br />

fomentar tal discurso, haciéndole caer sobre el genio galante y generoso del huésped. Eusebio,<br />

echando de ver las intenciones de Hardyl, se abstenía por lo mismo de fomentar los discursos<br />

de Bridge, teniéndolo también taciturno la separación de Susana, aunque se esforzaba a<br />

ocupar su memoria con la imaginación de su Leocadia. La misma conversación de Bridge<br />

acerca de las doncellas y de la generosidad del padre, llevó su reconocimiento a tratar con<br />

Hardyl y Eusebio del regalo con que pensaba corresponder a la hospitalidad de Howen,<br />

preguntándole lo que convendría hacer y qué era lo que podría enviarle por demostración de<br />

su gratitud.<br />

Hardyl responde que no entendía de eso y Eusebio le dice lo mismo; pero que lo podrían<br />

determinar en Londres con su mujer. Pareció bien a Bridge la prevención de Eusebio y,<br />

aunque volvió a renovar el discurso de la graciosa cena y las doncellas que la sirvieron,<br />

Hardyl tomó ocasión de esto mismo para hablar de la hospitalidad de los antiguos, buscando<br />

la causa de la pérdida de un uso tan loable, atribuyéndolo a la maliciosa cultura de las<br />

naciones, después que las remiradas costumbres, el lujo, la vanidad y la codicia de los<br />

hombres habían echado a tierra las aras de los lares hospitales.<br />

Llegan finalmente a Londres, donde los esperaba lady con la <strong>com</strong>ida dispuesta por ser<br />

muy tarde; y después de breve descanso, sentáronse a <strong>com</strong>er contando a lady el generoso<br />

recibimiento que habían tenido de Howen, especialmente la cena caprichosa que les dio,<br />

haciéndola servir de sus hijas. Después de esta relación, Bridge consultó a su mujer acerca de<br />

lo que podía enviar a su huésped por regalo. Ella le dice que podía enviar algunas galanterías<br />

para la madre e hijas, y pareciéndole bien a Bridge quiso ir a <strong>com</strong>prarlas él mismo con sus<br />

huéspedes, para hacerles ver con esta ocasión algunas tiendas de mercaderes de Londres.<br />

Emplearon toda aquella tarde en la dichosa provista, admirando Eusebio tanta variedad y<br />

primor en la invención de la industria y del ingenio en tan diversas modas y bujerías. Sentía<br />

mil impulsos de <strong>com</strong>prar en cada tienda lo que más le chocaba. Pero Hardyl, que iba a su<br />

lado, dejaba que aparentase su curiosidad sin decirle nada, para ver si contenía sus deseos y<br />

para avisarlo en caso que se abalanzase a <strong>com</strong>prar cosas superfluas, a fin de que no lo hiciese.<br />

Pero reparando Eusebio en un corazón flechado, engarzado en diamantes, se resuelve<br />

<strong>com</strong>prarlo para enviarlo a Susana y suplir con esta demostración a las que le vedó hacer el<br />

recato con que contuvo sus tiernos sentimientos en la despedida.<br />

¿Qué os parece, Hardyl, podré enviar a Susana esta bagatela? Nada menos que eso. ¿No<br />

fomentasteis bastante su pasión para dejarla después burlada? Comprad cualquier otra cosa<br />

que pueda servir en general para todas y no para Susana en particular. Eusebio, según el aviso<br />

de Hardyl, quiere <strong>com</strong>prar tres flores de diamantes que había allí por muestra. ¿Cuánto<br />

importa esta bagatela? Setenta guineas, señor. ¿Setenta guineas?, ¡cómo es posible! ¿No ve,<br />

vuestra merced, que son diamantes? Repare en el primor del engaste y cuán delicado es el<br />

trabajo.<br />

Eusebio, acordándose de la <strong>com</strong>pra de los caballos y de la rebaja que hizo Hardyl al<br />

coronel, ofrece la mitad de la postura. A buena cuenta se aprovechó con todo rigor de aquella<br />

lección, ni dará en adelante veinte por lo que vale diez. El mercader, oyendo tal rebaja, toma<br />

las joyas sin decir palabra y las vuelve a poner en su lugar, dejando muy frío y desairado a<br />

Eusebio, que no esperaba aquella decisiva y seca respuesta. Bridge, que acababa de <strong>com</strong>prar<br />

tres delantales de gasa, se acerca adonde estaba Eusebio, contemplando las tres flores que el


mercader había vuelto al escaparate, y le pregunta qué era lo que quería <strong>com</strong>prar. Estos<br />

ramilletes de diamantes para juntarlos a vuestro regalo, y me piden setenta guineas. Gusto de<br />

ser generoso, don Eusebio, le dijo Bridge, pero con término y razón. Quiero corresponder con<br />

la liberalidad de Howen. ¿Pero a dónde vamos a parar?, ¿enviarle en reconocimiento de una<br />

cena el valor de más de cien guineas si juntamos esas flores con lo que tengo <strong>com</strong>prado? Eso<br />

no lo haré jamás; tales demostraciones les están bien a los reyes.<br />

Si no os sufre el corazón que me desempeñé yo solo en nombre de los tres, aunque esto<br />

sea un pequeño agravio a vuestro huésped, ahí tenéis cosas de gusto y de moda, que valen<br />

cuatro tarjas y que serán tal vez más apreciadas. Nueva lección para Eusebio, que tampoco<br />

olvidará. Eusebio <strong>com</strong>pra por el valor de dos guineas lo que Bridge le sugirió y, vueltos a casa<br />

con la <strong>com</strong>pra, forman de toda ella una cajuela que envió Bridge por uno de sus criados a<br />

Howen y a sus hijas en nombre de los tres.<br />

Hecho esto, Bridge se despide de Hardyl y Eusebio, re<strong>com</strong>endándolos a lady para que los<br />

llevase al teatro aquella noche, donde prometió irles a buscar para restituirse juntos a casa.<br />

Milady acepta con gusto la re<strong>com</strong>endación, y mientras se disponía para ir al teatro, Hardyl y<br />

Eusebio se retiran a su cuarto para registrar sus baúles y mudarse de ropa, pues no lo habían<br />

podido hacer antes de ir a Telton por tener las naves Altano. Con esto, Eusebio había llevado<br />

todo aquel día las medias rotas, y la vergüenza que pudiera tal vez quedarle de dejarse ver con<br />

ellas de las hijas de Howen se abrigaba con la noche; aunque sin esto se había sobrepuesto a<br />

la vanidad con las reflexiones que hizo la noche antecedente. Nada faltaba a los baúles,<br />

hallando en su ser todo el dinero y cédulas de cambio que Eusebio miró con aprecio y gozo<br />

algo indiferente, enseñado de la desgracia a saber pasar sin ellas. Luego que fueron avisados<br />

de lady, bajan a verse con ella, y estando pronto el coche, se encaminan al teatro que Eusebio<br />

deseaba ver <strong>com</strong>o cosa nueva para él. No habiéndose visto tampoco él mismo en<br />

circunstancias de cortejar ninguna mujer, aunque se hallaba algo encogido, no por eso faltó a<br />

la cortés atención que debía y que la urbanidad y su talento le dictaban en servir a lady. Ésta<br />

fue la primera en mover la conversación sobre el teatro en general, mostrándose más instruida<br />

que su marido; y aunque se echaba de ver por su discurso que tenía alguna idea del teatro de<br />

los antiguos, no podía disimular la pasión que tienen generalmente los ingleses por sus poetas,<br />

dando solamente la preferencia a los magníficos coliseos griegos y latinos, en que sólo<br />

aventajaban a los modernos, diciendo a Eusebio y Hardyl que si tenían alguna idea de los<br />

antiguos anfiteatros, deberían perder mucho en su concepto la construcción y materialidad de<br />

los de Londres, pero que en cuanto a las <strong>com</strong>posiciones teatrales hallarían notable ventaja,<br />

especialmente en la que iban a oír, pues eran del divino Shakespeare.<br />

El discurso de lady sirvió para que Eusebio no extrañase tanto la mezquindad de la<br />

entrada del teatro; pero se le hacía un nuevo mundo el numeroso y magnífico concurso en que<br />

sobresalía con esplendor el gusto, la riqueza y gala de las damas inglesas, no acabando de<br />

saciar sus ojos sorprendidos y maravillados de aquel espectáculo. Finalmente, el sipario se<br />

levanta, la representación <strong>com</strong>ienza y llama toda la atenta curiosidad de Eusebio. Era la<br />

tragedia del rey Hamleto, el cual, después de algunos razonamientos, parte bajos, parte<br />

sublimes, llega a volverse loco allí mismo en el teatro. Su amada adolece luego de la misma<br />

desgracia, y el príncipe se resiente de la misma locura con más funesto efecto, pues llega a<br />

matar a su padre, creyendo matar un ratón. Su cadáver quedaba expuesto en las tablas, hasta<br />

que salen seis u ocho enlutados para abrirle la huesa y sepultarlo allí mismo, cantándole antes<br />

por obsequias unas endechas dignas de poetas enterradores en aquel cementerio. A este<br />

lúgubre aparato sucede inmediatamente un festín en que, después de bien <strong>com</strong>idos y bebidos<br />

los <strong>com</strong>ensales, ensangrientan la fiesta <strong>com</strong>o los lapitas y centauros en el convite de<br />

Hipodamia.


Apenas había acabado la representación, cuando entró John Bridge preguntando a<br />

Eusebio lo que le había parecido, esperando oír maravillas de su boca, haciéndole él mismo de<br />

antemano mil exageraciones sobre la excelencia de Shakespeare, y particularmente sobre su<br />

Hamleto. Eusebio, notando los transportes de admiración con que Bridge quería prevenir su<br />

juicio, creyó propio de la moderación y cortesía no contradecirle sino alabarle lo que le había<br />

parecido bien, sin sacar a plaza los defectos que había notado.<br />

Bridge, viendo que Eusebio le contestaba fríamente y que sus alabanzas no eran hijas del<br />

entusiasmo, le instó para que le dijese su parecer sinceramente. Eusebio le dijo entonces los<br />

defectos de barbaridad, de bajeza, de incoherencia, de extravagancia, con que el poeta<br />

hermanaba algunos sublimes pensamientos y expresiones. Bridge, que no esperaba tal<br />

descarga y que no creía tan instruido y sabio a Eusebio, le opone el gusto y genio de la nación.<br />

Eusebio le replica con modestia que el gusto y genio de una nación no debía ser norma de la<br />

<strong>com</strong>posición y estilo del escritor, sino que lo debía ser la naturaleza, copiada del criterio y<br />

juicio de quien los supo purgar de las bajezas y vulgaridades, que son los vicios y<br />

superfluidades que no faltan a la misma naturaleza.<br />

Bridge persiste, al contrario, en defender su proposición y su poeta. Eusebio calla<br />

entonces y evita el entrar en contienda de opinión, siendo una de las máximas que le había<br />

inspirado Hardyl no entrar jamás en disputa sobre cosas opinables porque la vanidad hacía a<br />

cada cual su propia opinión evidencia y el empeño de querer convencerse mutuamente las<br />

partes contrarias atizaba la contienda y enardecía la presunción de los pareceres, los cuales<br />

empeñados en la disputa despertaban la ira y rompían toda moderada reserva, sin cuyo freno<br />

se propasaba al enojo. Así, sucede, que por un pelo se agrazan los corazones, por no irse al<br />

principio a la mano en semejantes disputas, que jamás llegan a apurar la verdad, ni a<br />

convencer, aunque convenzan, porque la falta de razones que oponer a lo que nos hace fuerza<br />

no lo creemos prueba de evidencia de la verdad o de la proposición que contrastamos.<br />

Por este motivo el hombre circunspecto y prudente, si dice su parecer, hácelo sin empeño<br />

de defenderlo, pues en caso de encontrar ajena oposición, el callar le cuesta poco, prefiriendo<br />

ser tenido en menos del necio obstinado que probar los disgustos que pueden acarrear la<br />

disputa, en la cual, si bien se considera, fuera de satisfacer la propia presunción; y del tonto<br />

prurito de llevar la suya adelante nada puede interesar, ni gana el que en ella se empeña. Pero<br />

<strong>com</strong>o parecía que Bridge quisiese triunfar del modesto silencio y de la prudente moderación<br />

de Eusebio, éste, después de haberle dejado gozar bastante de tan mezquina <strong>com</strong>placencia,<br />

para cortar aquel discurso, no le pudo ocurrir mejor medio decir a Hardyl: Ya que no tenemos<br />

qué hacer mañana, pudiéramos ir a informarnos si es verdaderamente Orme aquel preso que<br />

os dije que llamaban Romp, pues no sosegaré hasta que no salga de las dudas en que me<br />

dejaron así sus facciones y estatura, <strong>com</strong>o el ademán que me hizo cuando me sacaban del<br />

calabozo para presentarme al tribunal.<br />

Milady y Bridge, movidos de la curiosidad por el dicho de Eusebio, olvidados de su<br />

Shakespeare, le preguntan quién era aquel preso de quien hablaban. Eusebio les dice que era<br />

un joven, según sospechaba, que en Salem hacía de mancebo mayor del padre de Leocadia; el<br />

cual, al verla ya prometida esposa suya, quiso hacérsela su mujer por fuerza, sacándola de la<br />

casa de sus padres con abuso de las leyes, con que es permitido el rapto en la Pensilvania.<br />

Luego les cuenta el modo cómo Hardyl la libró del dicho Orme, de lo que se holgaron mucho;<br />

y cómo éste, habiéndole salido vana su tentativa, se había venido a Inglaterra poco antes que<br />

ellos. Empeñada la curiosidad de Bridge con esta relación, resuelve informarse al otro día a<br />

cualquier coste de las sospechas de Eusebio; y con esta determinación, después de cenar, se<br />

fueron a dormir, sin acordarse más de su Hamleto.


Al día siguiente, antes de partir, trataron del modo cómo lo debían hacer para enterarse<br />

de la verdad; pues aunque les era fácil hablar al preso, no así el saber si era Orme, si éste<br />

persistía en ocultarse, <strong>com</strong>o lo manifestaba bastante el haberse puesto el nombre de Romp, si<br />

éste era fingido. A Hardyl no le quedaba ninguna idea del joven, habiéndolo visto solamente<br />

en aquel encuentro en el camino, cuando quiso defender a Leocadia; y de Eusebio se recataría,<br />

para no hacerle tal confianza después del odio que le había manifestado en el calabozo. En<br />

esto, ocurrió a Eusebio valerse de Gil Altano, que lo había visto en Salem los días que allí<br />

estuvieron. Llamado Altano, Bridge le sugiere lo que había de hacer y decir para poderse<br />

introducir en la cárcel y hablar al preso, y hecho esto, se encaminan hacia Newgate. Ellos se<br />

ponen a pasear aquellos contornos mientras se introducía Altano en la cárcel, el cual al cabo<br />

de media hora llega diciendo: ¡Toma si era Orme! Con Altano las había de haber él; y qué<br />

mohíno que estaba el pobre. Cargado vengo de sus súplicas para que mi señor don Eusebio le<br />

perdone.<br />

Él me ha dicho haber conocido a vmd. en el calabozo, pero que el odio y la vergüenza<br />

pudieron más con él que la curiosa sorpresa de verlo a vmd. en aquel lugar, dejando de<br />

preguntarle la causa de su prisión para no descubrirse. Pues aquel ladino de carcelero creyó<br />

que yo me mocaba con el codo, diciéndome que no podía ver al pájaro, porque estaba en la<br />

jaula de los desposados y que esta tarde había de ir en el carro de la boda. Pues aquí tengo una<br />

cosilla, para que pueda lucirse el señor <strong>com</strong>padre, y le muestro una guinea que le puse en la<br />

mano, pues en todas partes dádivas quebrantan peñas.<br />

En resolución, llego a ver al señor Tomp o Comp, que me entendió por discreción, pues<br />

no estaba el pobre para tanta sutileza; y así me dejé de cuentos y lo hablé por lo claro: Señor<br />

Orme, le digo, me envía mi señor don Eusebio, esposo de doña Leocadia, para saber si<br />

necesitáis de algo para pasarlo mejor de lo que estáis; pues ya se sabe que aquí no hay que<br />

esperar cama en toldo, ni faisanes perdigados: éstas son desgracias que pueden suceder a todo<br />

hombre de bien. En medio de la mortal tristeza y abatimiento en que lo vi atado a la argolla, al<br />

oír su nombre verdadero, levantó sus ojos cargados del peso del horror de la vecina muerte; y<br />

aunque pareció que luchando con la sorpresa de oírse llamar, quería defenderse de mi<br />

proposición y conocimiento, el rabioso llanto en que prorrumpió inmediatamente tuvo más<br />

fuerza que su fingimiento y obligólo a que se manifestase. A la verdad, casi casi me llegó a<br />

causar <strong>com</strong>pasión.<br />

¿Compasión con pícaros rematados? Nada menos que eso, me decía yo, luego que lo vi<br />

llorar. El llanto parece que le ablandó los pulmones, pues poco después me respondió: De<br />

nada necesita el que está para morir, sino del perdón de aquel a quien gravemente ofendió.<br />

Ved a qué fin me arrastra una loca pasión, ¡ah! Éste ¡ah! lo echó con tanta vehemencia,<br />

mirándome de reojo, que me atemorizó; luego me dijo lo que conté a vmd. del perdón que le<br />

pedía. Yo le ofrecí entonces las guineas que vmd. me dijo, pero no las quiso recibir. Con esto<br />

le di buen viaje para la eternidad. Esto lo hice con Orme; pero por Dios, mi señor don<br />

Eusebio, ruego a vmd. no me ponga en ocasión de ir a ver esos ladrones de Trombel y de<br />

Oates, ni la bruja de la mesonera, porque, vive Dios, que los ahogaré antes que el verdugo.<br />

Bridge, oída la relación de Altano, quiso ir a certificarse del carcelero si era verdad que<br />

aquella tarde habían de ahorcar a Orme, y sabiendo de él que también ahorcaban a Blund, con<br />

otros tres o cuatro, propone a Hardyl y a Eusebio si querían ir a verlos ajusticiar, pues era<br />

también digno de verse el modo cómo ajusticiaban en Inglaterra; pero Hardyl y Eusebio lo<br />

rehusaron, tomando Bridge su negativa antes por bien parecer, que por verdadero sentimiento<br />

de humanidad. Después de haber <strong>com</strong>ido, da orden al cochero para que los lleve a Tyburn y se<br />

ponga en sitio desde donde pudiese ver bien a los ajusticiados. Un inmenso pueblo, mirón de<br />

aquel triste espectáculo, advierte a Hardyl y a Eusebio de lo que era.


El coche para, Bridge pregunta al cochero qué era lo que hacía, por qué se paraba. Pero el<br />

cochero, embobado en la ejecución, no oyó lo que su amo le preguntaba desde dentro del<br />

coche.<br />

Bridge, llevado de la curiosidad en aquellas circunstancias, se aprovecha de ellas y se<br />

pone a mirar al tiempo que el verdugo ponía el gorro a uno de los delincuentes. ¿Es aquel<br />

Blund?, ¿es aquel Orme?, pregunta Bridge; y volviendo la cabeza hacia Eusebio para ver lo<br />

que le respondía, lo ve vuelto hacia la parte opuesta del espectáculo y sus ojos empañados de<br />

lágrimas. Perdonad, don Eusebio, el cochero tiene la culpa. Ismán, Ismán, adelante, al paseo.<br />

Ismán obedece, dejando pendientes del carro los cuerpos sin vida de Orme y Blund,<br />

mezclados con los de los otros malhechores.<br />

¿Hubieran ellos creído jamás que el amor los había de causar un fin tan funesto e<br />

ignominioso? ¡Oh hombre! El primer delito es el temible y el que lleva al precipicio; una<br />

pasión que no se refrena en sus principios es la sola causa de tu perdición; a ella se puede<br />

resistir antes de ser fomentada, pero sus efectos y consecuencias hácense tal vez necesarias.<br />

Eusebio no pudo disfrutar del paseo de aquella tarde. Bridge conoció su tristeza, pero<br />

esperaba resarcir su desacierto llevándolos aquella noche a la ópera italiana, <strong>com</strong>o lo ejecutó.<br />

Milady no pudo ir con ellos. Creía Eusebio ver una cosa semejante a la tragedia de Hamleto.<br />

La sinfonía lo desengaña, y el canto de la representación acabó de persuadirle lo contrario. A<br />

pesar de las incoherencias de la acción, de la <strong>com</strong>posición y personajes, hallaba con todo más<br />

gusto en la ópera que en la tragedia de Hamleto; a lo menos no se veían en ellas tan zafias<br />

barbaridades. Se acaba el primer acto. ¿Pues?, dice Bridge, ¿qué os parece, don Eusebio, qué<br />

decís a esto? El baile va a <strong>com</strong>enzar; reparad en la primera bailarina, os diré después el por<br />

qué. Bueno, bueno todo; la novedad suele hacer agradables las cosas, veremos el baile. Pero<br />

entretanto, ¿qué tenéis que oponer de vuestros griegos? Mis griegos, sir Bridge, nada me<br />

pertenecen; pero con todo habría algo que decir. ¿Creéis que se pueda cotejar su música con la<br />

italiana? El canto... el baile que <strong>com</strong>ienza, interrumpe a Bridge.<br />

Sale al teatro una tropa de pastores, remedando en su pantomimo el dolor que suponían<br />

tener por una zagala que robaron los piratas; era ésta la primera bailarina. Su amante, que<br />

hacía de primer bailarín, capitaneaba a los pastores, exprimiendo su dolor a fuerza de<br />

cabriolas. El cielo se cubre de repente de nubes, sigue el estampido del trueno a los<br />

relámpagos, crece el viento, la remedada mar se altera, la nao de los piratas naufraga; pero<br />

para la continuación del baile era necesario que viniese a naufragar en aquella playa, y así<br />

sucede. La robada Cleofila, sin mojarse, sin miedo ni sobresalto del pasado peligro, sale de las<br />

olas enjuta y con fuerzas bastantes para cabriolar más que su gozoso amante, a quienes corona<br />

el amor en el altar del himeneo.<br />

No se puede negar, don Eusebio, que estos italianos son los príncipes de estos<br />

divertimientos. Los ingleses ya no sabemos pasar sin ellos. ¿Habéis, pues, reparado en la<br />

primera bailarina? Sí, reparé. Pues sabed que esa vino de Italia cortejada del lord T... y dicen<br />

que lleva gastadas con ella más de diez mil libras esterlinas. Lo peor no es eso, dijo Hardyl al<br />

instante, sino el que crean los tales que semejantes desperdicios y prodigalidades dan tono de<br />

esplendor a su grandeza, pudiendo, con la mitad de esos gastos, hacer obras útiles a su patria y<br />

eternizar sus nombres en puentes, en caminos y en otros monumentos dignos de una<br />

permanente y gloriosa <strong>com</strong>placencia.<br />

Comienza el segundo acto. El teatro vuelve a parecer a Eusebio, <strong>com</strong>o antes, una lonja de<br />

mercaderes; tal era el susurro de la gente que conversaba. El canto apenas se oía, mucho<br />

menos el recitado; pero llega la aria, el dueto, la cavatina: todo el mundo hace punto en boca


y queda estático mientras dura. Acabada la aria vuelve a tomar cuerpo el murmullo, hasta que<br />

llega el último dueto y hasta que la ópera se acaba.<br />

Parece, dice Eusebio, que la gente viene sólo a la ópera para oír arias y duetos. Valiera<br />

más que ésta se redujese a arias, pues así conseguiría atención el poeta; el maestro de música<br />

se ahorraría el trabajo de <strong>com</strong>poner un largo y flojo recitado, y la gente gastaría mejor su<br />

dinero. Concluyamos, pues, que la ópera no os agrada. Me agrada, pero me parece que no<br />

necesitáis de hacer venir, con tanto gasto, de Italia danzantes forasteros, para ver un baile<br />

extravagante y oír arias que vuestras inglesas cantarían tal vez mejor.<br />

Eso no, don Eusebio, con desgrado nuestro lo debemos confesar: nuestra lengua no es tan<br />

dulce y flexible para el canto <strong>com</strong>o la italiana. Aquel dolce amor mío; ídolo mío; mío bene, no<br />

es cosa que admita cotejo con nuestra lengua áspera y silvestre, y muy dura para la<br />

modulación del canto. Perdonad, sir Bridge, si me opongo al poco favor que hacéis a vuestra<br />

lengua. Confieso que parecerá duro y áspero a los oídos forasteros, pero a los vuestros no<br />

tanto; y si he de decir lo que siento, la lengua debe adaptarse más bien a la música, que no la<br />

música a la lengua.<br />

Yo no sé cuán dulce y suave puede ser la italiana. Sé, bien sí, que la griega y la latina<br />

tienen muchísimas palabras ásperas, duras, sexílabas, con terminaciones poco blandas, <strong>com</strong>o<br />

son todas las de los plurales; y con todo, no creo que diesen torcedor a los <strong>com</strong>positores de<br />

música; a lo menos, adaptaban a ellas toda especie de modulación de canto, <strong>com</strong>o se deduce<br />

de las tragedias y de sus coros, que uno y otro cantaban los antiguos actores en la<br />

representación; y si hemos de creer a las memorias que nos dejaron los testigos de vista, eran<br />

maravillosos los efectos de su música.<br />

¿Pero cómo es que ni nosotros, ni los franceses, ni vosotros los españoles, ni los<br />

alemanes, no llevamos la música a la perfección de la italiana? Esa es otra cuestión diferente<br />

de la que tratábamos, y asunto que no tengo liquidado. Pero con todo, no haré jamás agravio a<br />

la naturaleza, ni al genio y talento de las naciones, si entre ellas no florece hoy día una arte o<br />

ciencia que floreció en otros tiempos o que pueden hacer renacer otra vez en los venideros, y<br />

llevarlas tal vez a la perfección de que es susceptible.<br />

Hardyl confirmó esto mismo con algunos ejemplos, a los cuales añadió una breve, pero<br />

enérgica, invectiva contra las óperas, <strong>com</strong>o corrompedoras de las costumbres, de la decencia y<br />

decoro público, que fomentaban insensiblemente tales representaciones, privadas enteramente<br />

de la utilidad moral que podían pretextar las tragedias y <strong>com</strong>edias.<br />

Bridge mostraba <strong>com</strong>padecer los austeros sentimientos de Hardyl <strong>com</strong>o rancios y<br />

aldeanos; pues el mayor divertimiento, gusto, delicadeza y familiaridad de trato, que atribuía a<br />

las óperas, eran razones que preponderaban en su interior a las severas máximas de Hardyl,<br />

aunque sólo las apuntó, sin atreverse a defenderlas, durando este discurso hasta después de la<br />

cena en que se despidieron para ir a acostar. Retirados en sus cuartos, Eusebio, sintiéndose<br />

algo disipado, acudió a su Séneca antes de irse a la cama, leyendo el tratado de la<br />

tranquilidad, sirviéndole su lectura de fomento a sus buenos sentimientos. Al otro día fueron a<br />

visitar a sus antiguos huéspedes Bridway y Betty, de los cuales recibieron mil tiernas<br />

expresiones de agradecimiento por las sesenta guineas que Eusebio entregó al viejo la mañana<br />

que fue a visitarlo a casa de Bridge.<br />

Éste no dejaba cosa visible en Londres, y en sus cercanías, que no hiciese ver a sus<br />

huéspedes. Añadía a la atención de a<strong>com</strong>pañarlos a los lugares que los hacía ver, las visitas de<br />

sus parientes, amigos y conocidos, a donde los llevaba, y en las cuales <strong>com</strong>enzó Eusebio a<br />

tomar el tiento al mundo y a estudiar el hombre en su vida social y privada; en sus siniestros,


en sus preocupaciones y modos, patrocinados de la costumbre, de la opinión, de las leyes, del<br />

genio de la nación, del culto y de la superstición, de donde sacaba nuevos motivos para llevar<br />

adelante el estudio de la virtud y de la sabiduría.<br />

Miraba a los hombres muy diversamente de aquellos vanos troneras que por quererlo<br />

mirar todo nada ven, no teniendo ojos sino para ver y estudiar las modas ridículas y los<br />

caprichos de la vanidad, presentándose antes en las sociedades para ser vistos y conocidos,<br />

que para ver y conocer, sin otras luces que la del galanteo y sin otra ciencia que la que<br />

creyeron aprender por haberla cursado.<br />

Muchas noticias del país, y los sucesos traídos en las conversaciones que Eusebio<br />

ignoraba, lo obligaron a emprender el estudio de la historia de Inglaterra. Esto también lo<br />

retraía algunas veces de asistir al teatro que <strong>com</strong>enzaba a cansarle; mucho más, viajando antes<br />

para instruirse que para divertirse neciamente. Hacía servir a este fin muchas de sus visitas<br />

para informarse del espíritu de las leyes del gobierno y progresos de las ciencias, de la<br />

industria y <strong>com</strong>ercio en que Londres podía suministrar tan abundante materia a su curiosidad.<br />

Tenía también Bridge con esto frecuentes ocasiones de ver nuevas fábricas, máquinas e<br />

ingenios que no sabía hubiese en su tierra y que Eusebio iba a desenterrar para hacer de ellas<br />

modelos, a proporción de su utilidad; pues no hay cosa por pequeña que sea, si es útil, que no<br />

merezca la atención de los ojos del sabio, principalmente aquellas invenciones que<br />

contribuyen al bien general de la sociedad y del hombre en particular, ya sirva para aliviarle el<br />

trabajo, ya para acrecentar sus conveniencias, ya para abrirle nuevos caminos a su industria en<br />

la agricultura, en la hidrostática, en la metalurgia, en la náutica y en todas demás artes<br />

menudas de mero gusto y capricho, que alimentan tantos brazos, que consumen las<br />

superfluidades de los poderosos, las que se hacen necesarias a una culta e industriosa nación,<br />

pues ninguna puede ser feliz, sino en los dos extremos opuestos de gran riqueza o de suma<br />

pobreza.<br />

La nación que se halla en el medio de estos dos extremos será siempre despreciable.<br />

Porque el vecino rico la tendrá abatida y humillada en su inacción; y porque el pobre, que<br />

nada necesita, la tratará con imperio. Tal fue la suerte de los pueblos de la Grecia, hechos<br />

juguete del pobre y valiente espartano o del rico e industrioso ateniense. Roma, pobre,<br />

sojuzgó la Italia; Roma, rica, se levantó con el señorío de la tierra; la misma, descaecida de su<br />

antiguo esplendor, industria y riqueza, se vio esclava del feroz bárbaro que la saqueó y arrojó<br />

al viento sus grandes cenizas. Eusebio, persuadido de esto, hacía caudal de ideas y de<br />

conocimientos, que no sólo le aprovechasen a él, sino también a sus nacionales; no porque<br />

pretendiese levantarlos con ello a la cumbre de la grandeza, sino porque debe ser una la mano<br />

que <strong>com</strong>ience a dar impulso al adelantamiento de la nación; y porque todas las cosas grandes<br />

deben por lo <strong>com</strong>ún su ser a pequeños principios o al concurso de causas que fueron<br />

despreciables miradas cada una de por sí. No tiene otro origen a las veces el bien general de<br />

un pueblo, debido a las solas miras o a la generosidad y amor patriótico de un ciudadano, que<br />

fomenta la industria y el talento de una nación, <strong>com</strong>unicándole sus luces o contribuyendo para<br />

su adelantamiento.<br />

No somos solamente generosos con el dinero. Un útil sugerimiento, un medio de<br />

industria, un ingenio inventado para facilitarla, para simplificar las operaciones de las artes,<br />

contribuyen a las veces para dar una honesta subsistencia a infinitas familias, que antes<br />

perecían de miseria víctimas de su inacción y de la falta de industria, o de los medios que<br />

pudieran fomentarla.<br />

A tan útiles fines aplicaba Eusebio el estudio que hacía en su viaje. No de otro modo<br />

reconocía Sócrates la utilidad en el viajar, cuando preguntado sobre el talento y luces del


joven Nicandro, respondió que daría razón de él después que hubiese viajado. Pues los que se<br />

proponen correr tierras por sola curiosidad, sin hacer o sin saber hacer estudio del mando, y<br />

sin mirar a su aprovechamiento, éstos vagarán <strong>com</strong>o romeros y volverán a su patria con los<br />

mismos ojos con que salieron, deslumbrados solamente de las ideas materiales que<br />

adquirieron y de los ejemplos del lujo y de la vanidad, creyendo que basta para sobreponerse a<br />

sus conciudadanos el volver con el corte del vestido forastero, con darse un aire desenvuelto y<br />

desvanecido y con el acento afectado, pero a éstos les estuviera mejor no haber salido de su<br />

hogar.<br />

Mas antes que quedar en él sepultados <strong>com</strong>o topos, ciegos de mil preocupaciones<br />

nacionales, ¿qué luces, qué conocimientos y provecho no sacarían los grandes y los ricos de<br />

sus viajes, tomados <strong>com</strong>o por término de sus estudios para perfeccionar su educación? ¿Todo<br />

el estudio especulativo de la geografía que hicieron al lado de sus maestros, no les parecerá<br />

una sombra en cotejo del estudio práctico? La historia les daría una viva idea de los hechos<br />

leídos en los libros, <strong>com</strong>o de los sitios en que acontecieron; el estudio de las otras ciencias, el<br />

de la política, hecho entre cuatro paredes; el de la agricultura, ceñido a sus campos, el del<br />

<strong>com</strong>ercio, limitado a los productos de su provincia, ¿qué extensión no tomaría, viendo y<br />

conociendo al hombre con las mismas pasiones, diverso sólo en lengua, traje, ritos, usos y<br />

costumbres?<br />

El adelantamiento y nuevos progresos de la agricultura en tierras más ingratas y estériles<br />

que las que deja, los productos de este país hallados en otras regiones remotas, pero<br />

transformados de la industria y del talento en mil formas diferentes, y destinados para<br />

diversos usos, le suministrarían nuevos conocimientos que pudieran servirle de tesoro<br />

verdadero, sin que la codicia lo estancase ni ocultase bajo de sus cerrojos.<br />

Añádase a esto el mayor tino y aprecio en las artes liberales si a ellas se mostrase<br />

aficionado; el gusto, el discernimiento y criterio en la erudición, en la literatura, en el estilo,<br />

tan difíciles de adquirir en las escuelas patrias entre sus condiscípulos y tan fáciles de<br />

conseguir con el trato, <strong>com</strong>ercio y luces de los forasteros, con la inteligencia y conocimiento<br />

de sus lenguas y escritos. Las rudas preocupaciones de la educación de que se despoja; las<br />

luces que adquiere de los mismos errores y engaños que descubre en los mismos pueblos que<br />

estudia; sus leyes, gobierno, religión, todo le sirve de útil escuela, si la quiere cursar con<br />

provecho, pues no hay mejor maestro que el mundo mismo para quien lo estudia.<br />

Si Hardyl no se hubiera lisonjeado que pudiese ser a Eusebio de mucha utilidad el viaje,<br />

no hubiera fomentado la especie a Henrique Myden ni hubiera dejado su tienda en Filadelfia<br />

para a<strong>com</strong>pañarlo. Mas viendo ahora que su aprovechamiento era mayor que el que se<br />

prometía por el empeño con que tomaba Eusebio su instrucción, hasta en las menudencias que<br />

se le presentaban, se <strong>com</strong>placía sumamente. Bridge, a quien estas mismas cosas tocante a<br />

artes y ciencias, no le venían de genio, procuraba interrumpir el estudio y aplicación que<br />

ponía en ellas Eusebio con otros divertimientos que ofrecía el país, llevándolos ya a Spring<br />

Garden, ya al Vauxhall, con el pretexto de beber la cerveza de Burton, a que añadía <strong>com</strong>o<br />

cosa indispensable las visitas a los cafés.<br />

Un día, entre otros, los introdujo en el café de San James en hora en que estaba lleno de<br />

gente. Aquí había un círculo en donde se trinchaba sobre el gobierno de las monarquías, allí<br />

una mesa de jugadores y de mirones, allá otros que se entretenían con las noticias de la gaceta.<br />

Estábala casualmente leyendo uno, sentado solo a una mesilla, junto a la cual se sentaron<br />

Bridge, Hardyl y Eusebio; servíale de candelero una botella de Málaga, a quien daba de<br />

cuando en cuando un tiento el lector, ceñido de gran valona, dejando entretanto descansar su<br />

pipa mientras bebía. Bridge, Hardyl y Eusebio proseguían su conversación, recreando sus<br />

discursos con el punch que Bridge mandó traer, cuando de repente echa una gran carcajada el


lector de la gaceta. Y dejándola sobre la mesa, echa vino en el vaso, diciendo: ¡Pobres<br />

españoles!, me causan <strong>com</strong>pasión. ¡Eh! Bebamos a su salud. Y dicho esto, apura el vaso.<br />

Eusebio y Hardyl, que estaban a su lado, vuélvense hacia él, mirándolo con sorpresa,<br />

creyendo que lo decía por ellos. Pero viendo que volvía a tomar la gaceta con mucha<br />

gravedad, pensaron que recaía la carcajada sobre alguna noticia que había leído. De hecho, se<br />

acercó al lector uno de los presentes, diciéndole: ¿Qué es eso, sir Brisban?, ¿de qué os reís?<br />

Sir Brisban le llenó el vaso y le dice que beba. Luego le pregunta si había leído en el capítulo<br />

de Madrid el proyecto de poblar la Extremadura. Lo leí, le responde, ¿pero qué hay ahí que<br />

reír? Brisban vuelve a reír, diciendo: No harán nada, no harán nada.<br />

Eso lo creo yo también, dice otro entremetido. La nación española cayó en tal letargo que<br />

tendrá para siglos. No hay duda en ello, dice otro que había acudido a la risada de Brisban,<br />

parece que Felipe segundo dio a beber adormideras a los españoles. ¡Eh!, dejémoslos dormir,<br />

dice Brisban, no sea que se despierten. Por mí, duerman cuanto quieran, dice otro, pero es<br />

cosa que saca de tino que una nación imperiosa, que acababa de amedrentar a toda la Europa,<br />

haya caído en tal letargo y tan universal que todo se resiente de esa misma desidia: ciencias,<br />

artes, <strong>com</strong>ercio, náutica, agricultura, en fin, todo.<br />

Así proseguían hablando los del círculo de Brisban. Hardyl, oyendo aquel<br />

desencadenamiento, dice a Eusebio al oído: Callad y dejar decir, que aquí no vale razón.<br />

Íbanse allegando otros y para todos prestaba la materia. El literato decía la suya, sobre el<br />

abatimiento en que se hallaban las ciencias en España; el marino que había más bastimentos<br />

mercantiles en Plymouth, que en todos los puertos de aquella monarquía desde Creus hasta<br />

San Sebastián. Quiso también echar su cucharada un oficial, diciéndoles que no se cansasen,<br />

que no había ni soldados, ni generales, ni literatura, ni valor y que los frailes lo habían<br />

avasallado todo a la devoción y escapularios. Miente, voto a tal quien tal dice, se levanta<br />

diciendo uno de los que había allí en el café, y aquí estoy para mantenérselo. Páranse todos de<br />

repente fijando la vista, sorprendidos en el ademán, gesto y ojos ardientes del que a su acento<br />

y enojo manifestaba ser español. Brisban fue el primero que, vaciando la botella en el vaso, lo<br />

toma en las manos, se levanta y se lo presenta al enojado español, diciéndole muy serio:<br />

Perdonad, caballero, pero esto os sosegará un poco la sangre; y luego que estéis apaciguado,<br />

trataremos la cosa amigablemente, pues es gran daño alterarse por cosa que no lo merece.<br />

El español, creyéndose insultado de nuevo, da un revés al vaso que Brisban le presentaba<br />

y háceselo saltar de la mano. El oficial, ya del desmentido que le dio el español, toma la<br />

defensa del insulto hecho a Brisban, que pacíficamente volvió a sentarse, y dijo al español que<br />

era un soberbio, descortés y mal criado. Éste prorrumpe en ultrajes contra el oficial y el<br />

remate de la disputa fue salir desafiados a todo trance, saliéndose a este fin del café. Brisban<br />

exhortaba desde su asiento al oficial que bebiese antes una botella de vino de España, para<br />

tener propicio al genio de aquel país a quien había ofendido tan gravemente; pero el oficial,<br />

sin darle respuesta, sigue al español que lo precedía. Varios de los que se hallaron presentes<br />

quisieron ver el duelo; y Bridge instaba a Hardyl y a Eusebio para que fuesen también a verlo.<br />

Hardyl le responde que se iba a casa en derechura; pero Bridge no pudo resistir a la curiosidad<br />

y, cediendo a ella, les dijo: Bien pues, allá nos veremos; y siguió la <strong>com</strong>itiva.<br />

Vámonos a casa, Eusebio, dijo inmediatamente Hardyl, y dejemos a esos locos. Esta es la<br />

sexta o séptima vez que venimos a este café y cada vez hemos tenido nuevo motivo para<br />

conocer cuán insulsas y peligrosas son las reuniones en estos sitios. ¿No habéis notado la<br />

liviandad de los discursos de la gente? ¿El espíritu tonto de alteración que anima la mayor<br />

parte, juzgando cada cual según su capricho? ¿Los aires necios que se vienen a dar los ociosos<br />

y los que pretenden saber de todo?


¿Pues, y esta última contienda, dónde la dejáis? No la paso por alto, antes bien quiero<br />

hablar de ella de propósito; y en primer lugar, ved cuán cautos y circunspectos debemos ser en<br />

hablar y principalmente en hablar mal; porque a las veces decimos mal de los dientes del lobo<br />

mientras nos está escuchando. ¡Qué poco se esperaban ellos aquella tronada en claro! Pero,<br />

¿os parece, Eusebio, que sea esa la manera de defender el honor de la nación? Ese bendito,<br />

dejándose llevar del enojo, no hizo más que dar que reír a esos rancios patriotas, los cuales no<br />

mudarán ciertamente de parecer, aunque vean muerto al oficial que quiso defender su atrevida<br />

proposición.<br />

¿Muerto puede quedar el oficial? Pues, ¿qué van a hacer? Van a probar a matarse; tenéis<br />

razón de preguntarlo pues jamás se ofreció ocasión de hablar de los desafíos. Éstos son una<br />

cosa semejante a la lucha de los gladiadores cuando salían a matarse al anfiteatro. No ignoráis<br />

que éstos tenían sus lanistas o maestros de esgrima, que les enseñaban a eludir la herida del<br />

adversario, a prevenirla y saberla dar a tiempo para que el arte hiciese servir la fuerza de<br />

aquellos hombres de pasto y divertimiento bárbaro a la curiosidad de los mirones; porque sin<br />

el manejo e instrucción de la esgrima, decidirían presto de sus vidas, matándose cara a cara<br />

<strong>com</strong>o puercos.<br />

Haced, pues, cuenta que no hay más diferencia entre el gladiador y el duelista que ser el<br />

gladiador hombre vil, o condenado al suplicio o esclavo <strong>com</strong>prado para dar público<br />

espectáculo, y que ahora este lindo oficio se lo reservó la nobleza <strong>com</strong>o ministerio digno del<br />

honor. ¿Del honor? Sí, del honor. ¿No sabéis cuál sea esa deidad del honor a quien sacrifican<br />

sus vidas tal vez por una paja? No lo sé. Pues id a preguntarlo a ellos, y a buen seguro que no<br />

sepan tampoco lo que es. Dan este nombre al empeño en la reparación de una palabra, de un<br />

gesto, de un ademán que los ofendió. Pero de hecho, veis que este honor no es otra cosa que<br />

vanidad y soberbia, o falta de moderación y magnanimidad bastante para despreciar la injuria.<br />

¿Y esa injuria queda por ventura borrada con la muerte que se dan? ¡Oh!, despacio; no es<br />

cierto que se den la muerte; van resueltos a quitarse la vida, pero esperan que su habilidad, la<br />

suerte o su valor les dará la victoria de su enemigo. ¿Y si queda muerto el que recibió la<br />

injuria? Entonces se va al otro mundo con el mal, y con el mal año, a dar cuenta de sí ante el<br />

tribunal de Radamanto; el cual, sabiendo el motivo porque <strong>com</strong>parece ante él aquella alma<br />

echada con violencia del cuerpo por punto de honor, la pudiera decir:<br />

¿Y de cuándo acá los hombres necios e insensatos dieron tal derecho al honor? Minos y<br />

yo jamás vimos formarse los hombres en la tierra una idea tan extravagante del honrado<br />

sentimiento. ¡Oh supremo juez de las regiones infernales!, yo lo ignoro; hallé ya establecida<br />

esta obligación de matarse por una leve ofensa cuando nací, y por deber cumplirla me veo<br />

ahora privado de mi querida mujer, de mis dulces hijos, de mis bienes y de los honores a que<br />

podía aspirar. De todo finalmente, pues todo lo perdí con la vida.<br />

¿Cómo de todo?; pues qué, ¿no traéis con vos el albalá del honor por pasaporte del<br />

Aqueronte?, ¿no os expusisteis a perder y perdisteis de hecho mujer, hijos, bienes y honores<br />

por ese honor?, ¿dónde está, pues, el billete de seguridad?, ¿se os quedó en la faltriquera allá<br />

en la tierra o lo perdisteis por el camino? ¡Ah! divino legislador del Averno, ahora echo de ver<br />

que todo fue un trampantojo de la opinión de los mortales fabricado de su vanidad, de su<br />

enojo y de su venganza. Compadeceos de mi ilusión, pues ésta se hizo derecho de honor allá<br />

en la tierra.<br />

¿Que os <strong>com</strong>padezca?, ¿habrá de <strong>com</strong>padecer Radamanto a un insensato? A la verdad<br />

<strong>com</strong>etisteis un gran desatino, pero ya que el honor os puso antes del tiempo prefijado de las<br />

parcas bajo mi tenebrosa jurisdicción, lo más que puedo hacer, será no remitiros por ahora al<br />

dios Plutón hasta que no <strong>com</strong>parezca vuestro matador; pero si éste no trae corona o insignia


de la victoria que le dio el honor de vuestra vida por prueba del derecho de esa nueva deidad<br />

que no conocí, ¡vive Proserpina!, que iréis condenados ambos a dos a la zahúrda de los<br />

funestos necios, degradados para siempre de vuestra nobleza.<br />

¿No os parece, Eusebio, que pudiera pasar un coloquio semejante entre el juez del<br />

infierno y esa alma infeliz? Si el español hubiese despreciado, <strong>com</strong>o hicimos nosotros y <strong>com</strong>o<br />

lo debía hacer él, todas esas bobadas, no se expusiera a perder la vida por motivo tan tonto.<br />

Ved por lo mismo cuánto importa tener siempre a la mano la moderación, principalmente en<br />

estos lugares que se hicieron el asilo de la ociosidad y de la majadería de los que parece que<br />

van a descargarse en él del peso de su existencia. No hay duda que es sensible oír despreciar<br />

su nación, porque sin querer y sin advertirlo, se apropia cada uno parte de aquel desprecio<br />

<strong>com</strong>o miembro que se reputa ser de aquel cuerpo nacional. ¿Pero faltan por ventura modos y<br />

razones para defender su patria sin interrumpir en injurias y baldones <strong>com</strong>o lo hizo ése? A<br />

tales excesos impele la presunción y vanidad irritada de un celo patriótico mal entendido.<br />

Acuérdome haber leído que hallándose Anacarsis en un círculo en Atenas, lo motejó de<br />

bárbaro un joven que allí se hallaba. Anacarsis, superior a tan indiscreta injuria, le dijo<br />

solamente: Pues sabe, hijo, para tu instrucción, que lo que yo te parezco en tu tierra, tú lo<br />

parecieras en la mía. ¿Qué podía replicar el joven a tan sabia respuesta? Si en vez de ella<br />

Anacarsis enojado hubiese prorrumpido en dicterios contra el joven indiscreto, lo hubiera<br />

confirmado en su opinión y hubiera dado que reír a los presentes, pues no hay cosa que<br />

provoque más a risa maligna que ver darse al diablo un agarrachonado del enojo.<br />

¿Pero es verdad que esté la España en este estado que han dicho? Lo veremos cuando<br />

lleguemos allá. Pero dad por supuesto que de todo lo que han dicho, se habrá de quitar la parte<br />

que añadió la ignorancia, la presunción y la rivalidad nacional, y el odio general que veo<br />

cundido contra los españoles en casi todas las tierras que he corrido; de modo que, meditando<br />

yo la causa de dónde podía proceder esta aversión de los europeos a los españoles, y no<br />

contentándome ninguna de cuantas me ocurrían, determiné informarme de la gente misma en<br />

todos los países por donde pasaba, para ver si daba con la verdadera.<br />

Como tampoco me supiesen dar razón a cuantos preguntaba, les decía si los españoles<br />

eran honrados; todos me contestaban que por tales los tenían. Si eran sinceros, mantenedores<br />

de su palabra, verdaderos amigos, si jamás faltan a sus promesas y contratos. A todo me<br />

respondían que sí, que sí; pero que eran soberbios, arrogantes, bárbaros, supersticiosos,<br />

ignorantes. A esto yo les oponía que todos estos defectos, supuesto que fuesen verdaderos, se<br />

podían aplicar a otras naciones vecinas, sin que les pudiesen atribuir las buenas calidades que<br />

confesaban en los españoles y sin que por eso tomasen en sus ánimos, contra ellas, el odio y<br />

desprecio que tenían y hacían de éstos; y así que debía ser la causa de su general aversión. A<br />

esto levantaban en silencio sus hombros sin saberme responder, hasta que di con un hombre<br />

anciano, milanés, muy instruido, el cual me dijo que había también meditado sobre ello y que<br />

creía deberse atribuir a muchas causas, tomando el origen desde el descubrimiento del nuevo<br />

mundo; el cual, excitando la envidia general de todas las naciones, por querer cada uno para sí<br />

esta gloria que les parecía usurpada.<br />

Que a esta envidia se añadía la dominación de Carlos quinto que aspiraba a la monarquía<br />

universal, o que por lo menos lo parecía pretender, y que con este motivo los españoles<br />

pujantes, ricos y ufanos con el oro de la América, y victoriosos en todas partes, dominaban en<br />

ellas con imperiosa arrogancia, añadiendo a la altanería de su genio, la del gobierno y mando,<br />

que sin ser tiránico se hacía odioso y aborrecible, por lo mismo que odiaban ya y aborrecían a<br />

sus imperiosos dominadores.


Que a todo esto sucedió el reinado de Felipe segundo y su fiero empeño en avasallar la<br />

Flandes, a las cuales toda la Europa favorecía, por lo mismo que eran los españoles los que la<br />

querían sujetar; y que aunque ellas fueron el escollo en que naufragaron la gloria, la riqueza,<br />

el poder adquirido de los españoles, cayendo de un golpe en la sima de pobreza, de la desidia<br />

y de la miseria; pero que el odio concebido y arraigado en los corazones de los padres,<br />

pasaron <strong>com</strong>o por herencia a los de los hijos, y de éstos a los nietos, hasta que el tiempo lo<br />

acabe de consumir.<br />

Acababa de decir esto Hardyl cuando llegaban a casa de Bridge; y <strong>com</strong>o viesen en la<br />

puerta el coche del lord Hams..., hermano de lady Bridge, muy amigo de Eusebio, quiso éste<br />

ir a saludarlo, suponiendo que hubiese venido a ver a su hermana, <strong>com</strong>o era así. Lady, que los<br />

había visto salir con su marido, viéndolos sin él, les pregunta el motivo. Hardyl le cuenta el<br />

desafío del café y que su marido había querido ir a verlo. El lord Hams... dice entonces a<br />

Eusebio: Pues yo venía a hacer otro desafío diferente. ¿Cuál es, milord? El de una partida de<br />

caza a caballo. Mañana debo ir a mis tierras de Berkshire; si queréis venir me haréis un<br />

singular favor. Me lo hacéis, milord, con el envite, que acepto de buena gana.<br />

Se entiende, milord, dice entonces Hardyl, que yo no quedo <strong>com</strong>prendido. Perdonad,<br />

Hardyl, os supongo una cosa misma con don Eusebio; y <strong>com</strong>o os oí decir el otro día que no<br />

gustabais de ir a caballo, daba por supuesto que vendríais en coche hasta Berkshire y desde<br />

allí entendí hacer el envite a don Eusebio para la partida de caza a caballo. No, milord,<br />

dispensadme esta vez de tal favor, pues tendré mayor gusto de ver dos jóvenes, sin sujeción<br />

de tercero, gozar libremente de tan honesta diversión en la efusión de su tierna amistad.<br />

Lady aprobó la respuesta y determinación de Hardyl, acordando partir al otro día los dos<br />

amigos. El lord, después de haber estado largo rato con ellos, se iba ya, cuando encontró en la<br />

escalera a su cuñado Bridge; y deseoso de saber el éxito del duelo, vuelve a entrar con él.<br />

Hardyl y Eusebio se habían quedado con lady, la cual, al ver a su marido le pregunta cómo<br />

había ido y en qué lugar decidieron la pendencia. Cerca de Hyde Park; vengo muy<br />

desazonado y padecí lo que no creía. Oigamos, pues, dice el lord Hams... Lo diré, dijo Bridge,<br />

pero dejadme tomar aliento. Luego que llegaron al lugar que habían elegido, nos llamaron por<br />

testigos los <strong>com</strong>petidores, y después de haber medido sus espadas, ocuparon sus puestos. La<br />

sangre se me alteró en el corazón, y por la palidez de los rostros de los otros testigos, inferí la<br />

del mío. El oficial se mostraba bastante sereno y superior a la suerte funesta que le esperaba.<br />

El español, que luego supimos ser un gentilhombre del embajador de España, mostraba<br />

intrepidez, pero animada del enojo y del deseo de la venganza.<br />

Tíranse los primeros golpes. El oficial parecía ser más diestro, sea que fuese mayor su<br />

habilidad o mayor su presencia de ánimo, o fuese que nos pareciesen más ciegos los tiros del<br />

adversario, el cual insistía con rabiosa pertinacia. Los fieros rostros de los que se amenazaban<br />

con la ira, el liso resplandor de los desnudos aceros, el triste ruido de las esgrimidas espadas,<br />

que hacía más lúgubre nuestro pánico silencio, me infundían un palpitante temor que me<br />

oprimía el corazón.<br />

Vuelven a tirarse; el español queda herido en la mano. Reparando el oficial en la sangre<br />

que le salía, le dijo si quedaba satisfecho. Adelante, responde el español, y sin decir más,<br />

apresurando con mayor rabia los tiros, hiere en el lado al oficial; éste, pareciendo que hubiese<br />

recibido mayor vigor y esfuerzo de la herida, apremia al español, y lo pasa de parte a parte.<br />

¿Y para qué vais a ver esas barbaridades?, dijo la amedrentada lady a su marido. Mas él,<br />

sin darle respuesta, continuó diciendo: Luego que el oficial vio caer yerto en el suelo a su<br />

adversario, acudió a él para ver si quedaba muerto; pero sintiéndose desfallecer también,<br />

reparando en la sangre que le corría de la herida, nos pidió un carruaje. Uno de sus amigos


estuvo pronto a darle la mano, pero necesitó de apoyarse sobre su hombro para sostenerse en<br />

pie, nos apresuramos los demás a darle ayuda, mas faltándole enteramente las fuerzas, se dejó<br />

caer en el suelo, donde a poco rato expiró, revolcándose en su misma sangre.<br />

¡Buen día se dieron!, dijo el lord Hams... Y tan bueno, dijo Hardyl. Parece, con todo,<br />

replicó el lord, que miráis, Hardyl, la cosa con mucha indiferencia ¿Dónde está vuestro valor?<br />

El asiento del valor, milord, es el corazón, no la lengua; el despreciar la vida es valor, cuando<br />

nos lo pide el destino o la defensa de nuestros hogares, de nuestros bienes y familias, no<br />

cuando se trata de una necia cuestión de voz que se la lleva el viento. ¿Os parece que es el<br />

valor el que califica los desafíos? Así lo pretenden. Preténdalo cuanto quieran, no es así, pues<br />

es sólo pretexto del enojo. Quieren bien mostrar entonces que tienen valor, pero se engañan a<br />

sí mismos. Es el punto de presunción, a quien dan el pomposo título de punto de honor, el que<br />

los empeña, no al verdadero esfuerzo y fortaleza del alma, que se sobrepone a una palabra<br />

necia, a la injuria de un desvergonzado presumido, a una pueril etiqueta de trato o de<br />

ceremonia inventada de la arrogancia y de la ambición. Tenéis razón, dijo levantándose para<br />

partirse el lord Hams... somos los hombres grandes muchachos. Quedad con Dios, que llevo<br />

prisa. Adiós, don Eusebio, hasta mañana; vendré por vos con el coche.<br />

Bridge quiso saber por qué daba la hora a Eusebio, e informado que era la caza, pretende<br />

ser de la partida, pero no fue admitido. Con esto partieron solos al otro día los dos jóvenes<br />

amigos para Berkshire, donde llegaron felizmente.<br />

Suma fue la <strong>com</strong>placencia que probó Eusebio al verse lejos del tumulto de Londres en<br />

aquellas amenas soledades, cerca de los sitios reales de Windsor. Una grande casa a cuyo<br />

serio exterior condecoraba la grave tez de la antigüedad, los recibió en sus aposentos,<br />

hermoseados del gusto del día, aunque sin lujo ni profusión de riqueza. Una dilatada llanura<br />

les presentaba a la vista dos frondosísimas alamedas, que iban a rematar en una cadena de<br />

amenos altozanos coronados de verdor, y a una y otra parte entretenían sus ojos los sembrados<br />

y prados extensos, animados del vivo tinte de la feracidad que da a las plantas el terreno de<br />

Inglaterra. Los ganados diferentes que se recreaban por aquellas amenas llanuras y prados<br />

esmaltados de flores, el canto y música de los pastores y de sus caramillos, que volvían a lo<br />

lejos el eco más dulce en el quieto silencio de aquella suave soledad, eran un delicioso<br />

espectáculo para Eusebio, <strong>com</strong>o lo serán siempre para el alma triste y sensible que sabe<br />

apreciar la más pura riqueza y hermosura de la naturaleza.<br />

Prestábase Eusebio al dulce encanto de aquellos inocentes objetos campesinos,<br />

pareciéndole dilatarse su alma a toda la extensión de los campos y collados que veía desde la<br />

casa. La dulce tristeza que infunde al ánimo la verde y quieta soledad, de cuyo suave sosiego<br />

parece que se revisten las tranquilas pasiones y los afectos del hombre con tal vista, hacían la<br />

más viva impresión en el ánimo de Eusebio. Sólo su amor parecía que cobrase mayores<br />

fuerzas de ternura y sensibilidad con las amenas y silenciosas sombras de los árboles, <strong>com</strong>o si<br />

ellos se las fomentasen y le prometiesen una seguridad más suave e inocente.<br />

Leocadia era el solo objeto que en tan dulce situación echase menos su amor, habiendo<br />

ella recobrado el entero señorío en su corazón arrepentido y desengañado no solamente de<br />

Susana, sino también de todas las demás hermosuras que había conocido en Londres. La<br />

imagen severa de la virtud de Leocadia y de sus gracias no hallaba ya rival, después que<br />

sacudió con los consejos de Hardyl el amoroso prestigio con que lo deslumbró la fácil<br />

correspondencia y el ardiente afecto de la graciosa hija de Howen.<br />

Todas las obras de Séneca que había <strong>com</strong>prado en Londres lo a<strong>com</strong>pañaron al campo,<br />

llevando también consigo algunos poetas griegos y latinos, a los cuales el joven lord se<br />

mostraba muy aficionado. En ellos empleaban las horas que no los ocupaba la caza,


holgándose el lord de disfrutar de la manifiesta superioridad que reconocía hacerle Eusebio en<br />

la inteligencia de una y otra lengua, especialmente en la griega, necesitando de acudir a él<br />

para la explicación de los pasajes difíciles de los autores en que tropezaba.<br />

Quince días había que gozaban los dos amigos del campo y de la caza, cuando saliendo<br />

una tarde para continuarla, ojea uno de los perros una corcilla a quien <strong>com</strong>ienzan todos a una<br />

a dar caza. Las voces y gritos del contento de amos y criados, los ladridos de los perros azoran<br />

los ánimos de los caballos y caballeros, y se empeñan en el alcance de la veloz corcilla que, a<br />

par del viento, volaba por aquellos prados y campiñas, hasta que amparada de un matorral<br />

dejó burlados a sus perseguidores.<br />

Era ya tarde, y aunque se encontraban muy lejos del viejo alcázar, estaban cerca de una<br />

alquería del lord, que tenía en arriendo Felipe Street, su antiguo dependiente. Este recibe con<br />

singular alborozo a su señor, esmerándose en darle el mejor a<strong>com</strong>odo que podía su<br />

cordialidad y respeto en la estrechez de la casa. El lord y Eusebio se ponen a descansar allí<br />

mismo en la entrada, diciéndoles muy afanado Street que esperaba a su mujer para darles de<br />

refrescar. ¿Y adónde fue vuestra mujer?, pregunta el lord. Fue, milord, a a<strong>com</strong>pañar a una<br />

alquería vecina una sobrina suya, que poco hace nos enviaron de Londres sus padres,<br />

queriendo ocultarle la quiebra que hicieron mientras tientan el ajuste con los acreedores.<br />

Decid, Street, ¿es hermosa esa vuestra sobrina? ¡Oh, milord!, y si lo es; no creo que haya<br />

tres rostros más hermosos en todo Londres. ¿Qué decís? Holgaré sumamente de verla.<br />

Eusebio sentíase conmovido de los mismos deseos, pero se los contenía la memoria de lo que<br />

le había pasado con Susana. El lord, alegre e impaciente, bendecía la corcilla que los había<br />

encaminado a aquella casa. Luego se levanta sudando <strong>com</strong>o estaba, va a la puerta, vuelve, se<br />

para, pasea, preguntando a Street el nombre de su sobrina.<br />

Nancy, milord, es su nombre. ¿Y cuándo llega esa amable Nancy? ¿Han ido muy lejos?<br />

No tan lejos, milord, poco pueden tardar en venir. A lo menos tendremos buena <strong>com</strong>pañía;<br />

¿no os lo parece, don Eusebio? ¿No sentís alborozarse, regocijarse ya vuestro corazón al<br />

dulce, al amable nombre de Nancy? ¿Qué techo, qué choza podrá parecer despreciable cuando<br />

la habita una hermosura? Una deidad diré mejor, pues una hermosa doncella tal me lo parece.<br />

Mucho más, milord, dice Eusebio, si a la hermosura se le junta la virtud. ¿Qué virtud?<br />

¿Adónde os vais ahora a encaramar por ese estéril árbol de la imaginación? Virtud y amor es<br />

un Hicocervo, una Esfinge, que podemos dar de barato a los crédulos tebanos.<br />

¡Pero mucho tarda ya esta amable Nancy! Decid Street ¿qué tiene que ver esa quiebra de<br />

su padre con su venida al campo? Os lo insinué, milord, el querer ahorrarle el sentimiento que<br />

pudiera causarle, si la supiera; pues idolatran en ella, especialmente la madre. Han acertado en<br />

enviarla al campo. Ved aquí, don Eusebio, <strong>com</strong>o dice bien vuestro Séneca, que todos los<br />

males de los hombres son de opinión. Lo que es causa del mayor dolor para los padres de la<br />

hermosa Nancy, para mí lo es del mayor contento; atadme esas medidas.<br />

Más digno es de considerar, milord, que aquel mismo objeto que hoy anhelamos con<br />

ansias las más ardientes, mañana lo es de nuestra mayor aversión.<br />

Así son siempre nuestros deseos, juguetes de nuestra fantasía; a nosotros mismos nos<br />

hacemos infelices. Mientras no se trate de amor, sé filosofar, don Eusebio, <strong>com</strong>o el que más;<br />

pero cuando se trata de mis deidades, entonces pierdo la chaveta. ¡Cuándo vendrá esta Nancy!<br />

Street, viendo impaciente a su señor, sale de casa para ver si descubría a su mujer y a<br />

Nancy para darles prisa, y vuelve de allí a poco diciendo que ya venían. El lord se <strong>com</strong>pone la<br />

ropa, el cuello de la camisa, se mira las hebillas, se pasa el pañuelo por el rostro, se prepara


para recibir a Nancy. El primer encuentro de una hermosura es terrible para un amante.<br />

Eusebio repara desde su asiento todos los movimientos del lord y le sirven de espejo para dar<br />

a los suyos más noble superioridad.<br />

Nancy, la graciosa, bella y amable Nancy, llega finalmente. Con las tersas facciones de<br />

su rostro delicado <strong>com</strong>petía la tierna lisura de su candidez, encendida entonces del cansancio,<br />

respirando un aire de tan fina belleza que enamoraba. Su primoroso talle, cortado de las<br />

gracias, prometía creces de su pasada infancia y de su <strong>com</strong>enzada juventud, la cual la revestía<br />

de una suave amabilidad, que exigía respeto del amor mismo que encendía con el modesto<br />

fuego de sus negros ojos, cuyas suaves miradas esparcían en toda su graciosa presencia un<br />

dulce y atractivo señorío.<br />

La aparición en el cielo de una nueva estrella de extraordinario esplendor no causa tan<br />

grande conmoción en los ánimos de los mortales, cuanto la tierna y bella Nancy en el del<br />

joven lord y en el de Eusebio. Ella, no menos sorprendida de ver aquellos jóvenes señores,<br />

siente renacer a su vista, de su mismo gracioso embarazo, el poder de sus atractivos,<br />

hermoseado de la dulce sorpresa que ellos mismos le causaron.<br />

Eusebio se levantó para saludarla; el joven lord se le había adelantado, diciendo a la<br />

sorprendida Nancy: Bella Nancy, la suerte propicia nos encaminó a este lugar para que<br />

conociésemos una deidad, tanto más digna de nuestra amorosa veneración, cuanto más se<br />

aventaja vuestra hermosura al concepto que habíamos formado. La modesta y confusa Nancy,<br />

que no conocía al lord, le dice: Señor, ¿qué decís? No <strong>com</strong>pete ese cumplimiento sino a quien<br />

sobreabunda de cortesía en hacerlo. Street le dice entonces a Nancy, señalando al lord: Este es<br />

nuestro amo respetable, milord Hams... Nancy, al oírlo, pareció revestirse de repente de<br />

circunspección mayor, e inclinándose con modestia le dijo: Vuestra criada, milord. ¿Qué<br />

criada? La hermosura debe aspirar a títulos dignos de ella. ¿No os lo parece, don Eusebio?<br />

A la modestia de esta señorita conviene esa expresión. ¡Qué modestia! ¿Ahora salís con<br />

eso? La modestia es una toca buena para cuando hace frío. Este caballero, bella Nancy, es un<br />

forastero que ignora los trajes que nos convienen a cada sazón. Pero debéis estar cansada.<br />

Venid, Nancy sentaos junto a mí, junto a mí. Nancy obedece y se sienta. Eusebio, a quien el<br />

mismo libre despejo del lord daba mayor encogimiento, se iba a sentar a la parte de enfrente<br />

del zaguán, pero el lord le dice: Venid aquí, don Eusebio, a percibir de cerca el suave aliento<br />

de la deidad.<br />

Eusebio condesciende y el lord, después de haber hecho algunas preguntas a Nancy, le<br />

dice: Ahora desearía saber el nombre de vuestro amante. ¿De mi amante, milord? No tengo<br />

ninguno. ¿Cómo? ¿No tenéis amante? Sepamos qué edad tenéis. Dieciséis años, milord. ¿Y<br />

pues? Dieciséis años con tanta gracia y hermosura, ¿cómo es posible que no hayan excitado<br />

ya algún incendio en algún tierno corazón? Perdonad, milord, no tengo amantes. No es<br />

posible, y aun dado caso que digáis verdad, sé muy bien que tenéis uno. ¿Yo, milord? Sí, vos,<br />

y uno que os ama con toda el alma, con el más intenso amor. Dicho esto, se inclina para<br />

tomarle la mano y besársela. Nancy con respetosa vergüenza la retira, dejando al lord algo<br />

desairado y resentido en la presencia de Eusebio.<br />

Street y su mujer llegan en esto con la cerveza y vasos, que presentan al lord y a Eusebio.<br />

El lord, llenando un vaso, se lo ofrece a Nancy, la cual lo rehusaba con modestia; pero<br />

finalmente lo toma obligada del lord. Street pide luego licencia para ir a disponer la cena, y<br />

Nancy, que se hallaba avergonzada y confusa con las libertades que <strong>com</strong>enzó a tomarse el<br />

lord, se prevale del pretexto de ir a ayudar a sus tíos para desprenderse de él, y aunque éste la<br />

quiso obligar a que quedase allí, no lo pudo conseguir.


Nancy se prevalió de la superioridad que le daba su hermosura para triunfar de la que<br />

quería tomarse el lord sobre su sexo. Si la belleza parece que da derecho a muchas mujeres<br />

para hacer que sus caprichos dominen la pasión de poderosos amantes, ¿no lo dará mayor la<br />

virtud para que haga sobreponer el decoro y la honestidad a las atrevidas declaraciones?<br />

El lord, resentido de la firme y modesta resolución de Nancy, que no quiso quedarse con<br />

él sino seguir a sus tíos, por más que la quiso detener del brazo, se levanta de su asiento y,<br />

alzando en alto los ojos, exclamó a la presencia de Eusebio:<br />

O quae beatam Diva, tenes Cyprum et<br />

Memphin carentem, Sythonia nive,<br />

Regina, sublimi flagello,<br />

Tange Chloen, semel arrogantem.<br />

Os oyó la diosa, milord, dijo sonriéndose Eusebio, van a quedar otorgados vuestros<br />

deseos. ¡Ah!, me lo pagará la esquiva. Tantos asaltos la daré que habrá de rendir la plaza.<br />

Resuelto estoy a no partir hasta que no la consiga, ninguna resiste a largo sitio. ¿Sabéis la<br />

receta de Ovidio? Ella caerá. No me parece digna, milord, esa vuestra protesta del generoso y<br />

noble carácter que en vos reconocí. ¿Por qué no? ¿Qué tiene que ver eso con esotro? ¿Creéis<br />

que tenga ella derecho de defender su honor? Que lo tenga, ¿qué sacáis de ahí? Que lo tiene<br />

también para desechar vuestras declaraciones.<br />

Eso es cabalmente lo que debe <strong>com</strong>batir mi amor. ¿Vuestro amor, milord, o vuestra<br />

concupiscencia? Lo mismo es lo uno que lo otro; ¿qué diferencia le ponéis? Yo tenía más alto<br />

concepto del amor, sentimiento que precede a la concupiscencia y tanto superior a ella, cuanto<br />

lo es la razón al instinto. ¡No está malo eso! ¿Pues qué creéis, milord, que el deleite físico sea<br />

<strong>com</strong>parable con la dulce y suave ternura con que se regala el alma que amando se reconoce<br />

amada? ¿Pero debo privarme del placer, que a vuestro modo de pensar no vale tanto, porque<br />

no puedo obtener el que vale más?<br />

No tuviera que oponer a eso, si estuviera en vuestra mano el conseguirlo; pero<br />

dependiendo de ajena voluntad, os exponeis a una vergonzosa repulsa, después de una vana y<br />

humillante porfía. ¿Humillante? ¿De qué diccionario sacáis esos epítetos? Marte puede llevar<br />

esas humillaciones en sus asaltos rechazados, pero el amor se gloría de esos desdenes; esas<br />

son las espinas de sus rosas y las cáscaras de sus frutos, las cuales los hacen mucho más<br />

sabrosos; se ve que sois bisoño en el amor. A la verdad, milord, no me glorío de esa milicia,<br />

aunque pudiera tal vez tener motivo bastante para ello.<br />

Mas decid, don Eusebio, ¿habláis de veras? Creo milord, que habréis tenido tiempo para<br />

conocer el entrañable afecto que os profeso y que me tenéis justamente merecido. Ni podéis<br />

dudar que os hablo con toda la efusión de mi sincera amistad, que mi misma franqueza os<br />

manifiesta. El lord Hams... que extrañaba desde el principio el lenguaje y tono de Eusebio,<br />

quedó algo sorprendido al verle confirmar tales sentimientos y tan ajenos de su edad; y<br />

aunque quiso echarlo a bulla, se conoció que interiormente le hacía alguna fuerza, moderando<br />

poco a poco sus expresiones.<br />

Nancy atraviesa entonces el zaguán con los manteles y servilletas para ir a poner la mesa<br />

por orden de su tía. El lord no se puede contener y va tras ella para decirle algunas palabras<br />

cariñosas. Nancy, al verse sola y perseguida, deja los manteles medio desplegados sobre la


mesa y escapa con prisa bastante para que el lord pudiese conocer que lo evitaba. Esto mismo<br />

<strong>com</strong>enzó a empeñar más su amor, cebado ya con la primera vista de Nancy, cuya hermosura,<br />

gracia y modestia eran extraordinarias.<br />

El lord, más resentido que antes, deja de seguir a Nancy y <strong>com</strong>ienza a pasear el zaguán<br />

<strong>com</strong>o pensativo. Eusebio desde su asiento mueve la especie de la corcilla, pero no prende.<br />

Street llega en esto, disculpándose con el lord de la escasez y circunstancias en que lo había<br />

sorprendido y le pregunta a qué hora quería cenar. Luego, que tengo hambre. Nancy, que se<br />

había retirado a la cocina y que había dado por excusa a su tío para no poner la mesa el<br />

avergonzarse del lord, le obligó a que la pusiese él mismo, <strong>com</strong>o lo hizo, poniendo dos solos<br />

cubiertos.<br />

El lord lo advierte y le manda poner cubiertos para todos; quería con este pretexto tener<br />

sin nota en la mesa a Nancy. Street obedece. La cena estaba ya dispuesta; se ponen en la<br />

mesa, se sientan. Nancy debió quedar por fuerza colocada entre el lord y Eusebio. Éste trataba<br />

y miraba a Nancy con tierno pero respetoso continente. El lord, al contrario, fomentaba más<br />

su amorosa pertinacia con la severa reserva y miramiento modesto de la doncella que daba<br />

más atractivo a su delicada hermosura.<br />

Aún no había acabado la cena, cuando llega un hombre que pregunta por Street. Traía<br />

una carta dirigida a Nancy. Street la recibe, y viendo que era para Nancy, se la entrega sin<br />

reflexión en la presencia del lord. Éste, curioso, la obliga a que la abra y la lea, no queriendo<br />

que por respeto suyo difiriese satisfacer a la curiosidad que la suponía. Nancy la abre,<br />

<strong>com</strong>ienza a leerla. Un súbito trastorno se apodera de sus sentidos, se desmaya y cae apoyada<br />

en el respaldo de la silla; la carta se le cae de las manos.<br />

¿Qué es? ¿Qué es, bella Nancy? ¡Cielos! ¿Qué os sucede? La tía, Street, Eusebio, todos<br />

acuden para socorrerla, sin saber lo que pasaba. El lord le toma la mano y <strong>com</strong>ienza a<br />

consolarla con <strong>com</strong>pasivos requiebros y tiernas demostraciones. Nancy nada sentía. El lord, al<br />

contrario, sintiéndose inflamar con el tacto delicado de la tersa mano de Nancy, dándole<br />

pretexto su ardiente conmiseración, aplica a ella sus labios y los imprime con fuerza.<br />

Nancy, <strong>com</strong>o si se sintiese picada de una víbora, prorrumpe en sollozos; luego,<br />

levantándose con precipitación, se va a desahogar su dolor a otra parte. Su tía, consternada, la<br />

sigue. Ninguno atinaba en la causa. El lord, extático, quedando sólo con Eusebio, se acuerda<br />

de la carta caída, y recogiéndola, quiere saber por ella la causa del repentino dolor de Nancy.<br />

Era la carta de la madre, en la cual le participaban que acababan de llevar preso a la cárcel a<br />

su padre y que, hallándose desolada, la mandaba se volviese a Londres con su tío Street.<br />

¡Pobre doncella!, exclama el lord, merece <strong>com</strong>pasión. ¡Ah!, milord, tales desgracias son<br />

las más sensibles, principalmente a quien no está prevenido contra ellas. Un amante es el que<br />

puede remediar mejor tales contratiempos. Dejemos que se le pase un poco esta noche el<br />

sentimiento, mañana veréis cómo la consuelo. Mañana me declaro. ¿Reparasteis cuando se<br />

reclinó en la silla, qué seno descubrió? ¡Ah!, no sé cómo me contuve. Pecho más terso ni más<br />

bien formado, no lo vi en mi vida. Muchos rostros finos y elegantes vi dentro y fuera de<br />

Londres, pero uno que junte tan picantes alicientes y tan suaves <strong>com</strong>o el de Nancy, no lo<br />

espero ver. Ella será mía, ¡oh!, lo será a cualquier coste.<br />

Supuesto que estáis tan enamorado de ella, no le podéis dar, milord, mayor prueba de<br />

vuestro afecto que la de vuestra mano, para levantarla de la sima en que la desgracia la<br />

precipitó. ¡Cómo, la mano! ¿Qué queréis decir? Sois soltero, milord, y a lo que veo vuestro<br />

amor os pide... ¿Qué? ¿Mujer queréis significar? Bien se ve que la prudencia no os dejó<br />

acabar de proferir el desatino. ¿Casarse de veinticinco años? ¿Y con quién? Se ve, don


Eusebio, que no tenéis práctica de mundo, ni sabéis el valor de las guineas en manos de quien<br />

las sabe gastar. Perdonad, milord, la misma reserva que me contuvo para no acabar de decir<br />

mi sentimiento, os pudo dar a entender, que si esperaba ya esa vuestra respuesta, me disteis<br />

motivo para que no reputase desatino el casamiento que os quise indicar, después de haberos<br />

oído decir que no esperabais encontrar doncella más cabal, ni con quien más congeniase<br />

vuestro amor. ¿Pero acaso el genio se satisfase sólo con el casamiento? Ese es un campo<br />

reservado para los eméritos veteranos, <strong>com</strong>o premio de sus apuradas fuerzas y valor en las<br />

conquistas.<br />

No sabré abusar, milord, de la confianza de vuestra amistad, pero no por eso aprobaré<br />

vuestro dictamen respecto de esa virtuosa Nancy. Todas ellas son virtuosas, honestas, santas,<br />

si lo queréis, mientras las dejan estar; pero los candados de Acrisio se tornan de cera luego<br />

que a ellos aplica su mano el amor, y si no mañana lo veréis por prueba. ¿Creéis que resistirá<br />

a la oferta de tratarla <strong>com</strong>o a mujer y de reponer en entero crédito a su padre?<br />

No lo sé, milord, pero debo atreverme a deciros que esa oferta os envilece. ¿Cómo así?<br />

¡Ah!, milord, ¿os sufriría el corazón, siendo tan noble y generoso <strong>com</strong>o sois, prevaleros de la<br />

desgracia de una honrada familia para agravarle más el peso de su deshonor? ¿Esperáis<br />

sincera correspondencia de una doncella que, si es honrada, debe resentirse de vuestro<br />

atrevimiento, y si no lo es debe reconocerse envilecida? Si Nancy os hubiera dado la menor<br />

prueba de afecto, o por liviandad o por condescendencia, no me quedara derecho para<br />

patrocinar su virtud. Sé que la más leve des<strong>com</strong>postura y demostración afectuosa de una<br />

doncella da presa a la esperanza de un amante que la solicita. ¿Pero os podéis jactar, milord,<br />

que os haya dado Nancy alguna de ellas? ¿No visteis la fiera resolución con que evitó todos<br />

vuestros encuentros y declaraciones?<br />

Por lo mismo quiero perseverar en mi determinación; sólo dejaré de proponérsela a<br />

Nancy porque veo que el sentimiento la cogió con la leche en los labios, pero el dejarla de<br />

hacer a la madre, no es posible. Lo he resuelto y voy a ejecutarlo. Street. Señor, ¿qué<br />

mandáis? Traed recado de escribir. Street obedece; el lord se pone a escribir a la madre.<br />

Eusebio, viéndolo firme en su resolución, se sale fuera y, encontrando a Street, le pregunta<br />

por Nancy. Street le dice que su tía se había visto obligada a ponerla en cama y a acostarse<br />

con ella.<br />

Eusebio, sin más indagar, se pone a pasear por el zaguán hasta que el lord, escrita y<br />

sellada la carta, la entrega a uno de sus criados para que fuese inmediatamente a Londres y la<br />

pusiese en manos de la señora a quien iba dirigida. Hecho esto, pregunta a Street por Nancy y<br />

sabiendo que estaba con su tía, dice a Eusebio si quería acostarse. Diciéndole Eusebio que sí,<br />

por sentirse cansado de la caza, se fueron a acostar. La falta de camas los obligó a dormir<br />

juntos en una misma, y con esta ocasión le contó el lord el contenido de la carta, que se<br />

reducía a proponer a la madre que sacaría a su marido de la cárcel y le restablecería en su<br />

crédito, si le concedía por concubina a Nancy.<br />

Eusebio, viendo hecho el desatino, no quiso replicar más y se quedó dormido. No así el<br />

lord, el cual, alimentando su fantasía y concupiscencia en la imagen y gracia de Nancy con las<br />

esperanzas de poseerla, no pudo sosegar ni pegar los ojos en toda la noche. Apenas había el<br />

día amanecido, se levanta impaciente y despierta a Eusebio. Es ya de día, don Eusebio, y la<br />

cama es un potro en el campo. Para mí no lo fue, milord, os aseguro que dormí entre flores. Y<br />

yo entre espinas. La respuesta de la madre llevo clavada en el corazón y Nancy en medio.<br />

¡Ah! Voy a verla; quiero saber <strong>com</strong>o pasó la noche.<br />

El lord, desasosegado e impaciente, baja e informado de Street que Nancy se había<br />

levantado, pero que estaba sola en el cuarto, impelido de su pasión, se atreve a entrar en él.


Eusebio, ya vestido, baja también y pregunta a Street por el lord. Oyendo que había entrado<br />

en el cuarto de Nancy, a pesar de la celosa <strong>com</strong>pasión que le causaba la inocencia y virtud de<br />

la doncella, dejó de entrar donde no le tocaba. Bien sí, pregunta a Street si les disponía el<br />

desayuno. Street le dice que su mujer lo estaba ya preparando.<br />

Eusebio se prevale de esto para quitar cuanto antes toda ocasión de arrojo al joven lord<br />

con Nancy, entrando él mismo en la cocina para apresurar el desayuno y atizando él mismo la<br />

lumbre para que hirviese más presto el agua para el té, cuando, al tiempo que la quitaba del<br />

fuego, oye a Nancy que decía: No, no abusaréis de mi desgracia. ¡Cielos! ¿A qué estado me<br />

reducís? El llanto y los sollozos siguieron a su exclamación doliente y enérgica.<br />

Eusebio, palpitando, suponiendo lo que era, sale con la tetera en la mano; ve a Nancy<br />

sentada de lado en una silla del zaguán, cubriéndose con el pañuelo el rostro y el llanto. El<br />

lord estaba de pies delante de ella, pálido, los ojos encendidos, con que parecía querer<br />

devorarla. Eusebio, haciéndose el desentendido, dice al lord: De mi mano está hecho, milord,<br />

cuando queráis. El lord no le da respuesta ni demostración de haberlo oído, quedando allí de<br />

pies. Street acude a consolar a Nancy; pero ésta se levanta y se mete en la cocina, al tiempo<br />

que su tía salía con la leche diciendo al lord que estaba todo pronto. El lord, confuso, estático<br />

y pesaroso, acude a la voz de Eusebio, que le instaba de nuevo para que viniese, diciéndole:<br />

Milord, el té se ha reposado ya bastante. El lord acude entonces, y viendo dos tazas solas<br />

sobre la mesa, dice a Street que traiga otra y que llame a Nancy. Street vuelve con la taza,<br />

pero sin Nancy, diciendo al lord que no tenía gana de desayunarse. Bien, pues, bebámoslo<br />

nosotros, don Eusebio.<br />

El lord no tenía ánimo para sacar a plaza los candados de Acrisio, ni los eméritos<br />

veteranos. Eusebio, que conoció su desazón, quiso dejarlo en su triste silencio, holgándose en<br />

su interior del fiero desengaño que llevaba por la primera de sus pruebas aquella mañana.<br />

Acabado el desayuno, le dice: Vamos a dar un paseo, don Eusebio. Vamos allá, milord, sabéis<br />

que gusto de tomar el fresco de la mañana en el campo; e inmediatamente salen de casa<br />

siguiendo el camino de Londres, antes que otro, para encontrar más presto al criado cuando<br />

volviese con la respuesta. El lord, muy pensativo, nada decía a Eusebio de lo acontecido en el<br />

cuarto con Nancy, y Eusebio se guardaba bien de preguntárselo. Todo punto de vergüenza es<br />

delicado de indagar aun entre amigos.<br />

El sol doraba ya de soslayo los extendidos campos, <strong>com</strong>enzando a despuntar sus rayos<br />

sobre las copas de un espeso bosque que había allí cerca de la casa, oyéndose el bullicioso<br />

canto de las aves que lo poblaban. Corría a lo largo del camino un precipitado arroyo, cuyo<br />

alegre murmullo parecía hacer dulce son al vecino canto de las aves que se recreaban entre la<br />

arboleda. Una boyada, que salía al mismo tiempo de los establos de Street, hacía sentir sus<br />

mugidos. El gallo pintadillo cantaba sobre un arbusto la venida del verano; la veloz cogujada<br />

trepaba al aire con su lento silbido, recreando al ambiente el fresco soplo del blando céfiro en<br />

la alborada.<br />

Eusebio, en cuyo ánimo hacía tan dulce impresión la vista de todos estos objetos que iba<br />

notando con <strong>com</strong>placencia, pregunta al lord si sentía la misma suave conmoción que él. Esa<br />

Nancy me tiene fuera de mí. No esperaba encontrar tan fiera resistencia, veremos lo que dice<br />

la madre. No esperéis, milord, mejor respuesta de la madre: veo retratados sus sentimientos en<br />

los de Nancy. Rara vez desmienten las hijas la severa educación y los ejemplos de las madres,<br />

si se los dieron.<br />

La ambición y la vanidad corrompen tal vez más fácilmente a las mujeres que a los<br />

hombres. Pero la doncella que aprendió a preferir su honesta entereza al vano y engañado<br />

deseo de dar realce con la gala y con el costoso adorno a su hermosura y de recibir concepto


de las joyas y preseas, y de las livianas adoraciones de los amantes, ésta ciertamente no<br />

necesita de la torre de Acrisio para conservar su honestidad intacta y su desinteresada virtud.<br />

No pude importunarla a peor tiempo; el exceso de la pasión me ha precipitado. La desgracia<br />

humilla al corazón y no deja en él presa al amor, el cual nace con el contento y crece con el<br />

halago de la prosperidad, especialmente en el ánimo de la mujer que gusta de huelga y de<br />

divertimiento. ¡Pero desecharme Nancy con tan fiero despego! No os desecha, milord, ella tal<br />

vez os ama en medio de su aparente desdén, que todas las que os manifestaron fácil<br />

correspondencia con interesadas caricias.<br />

¿Creéis que me ame Nancy? No puedo conjeturar, milord, su amor por sus<br />

demostraciones; pero infiero de su virtud que os ama tal vez. ¿De su virtud? ¿En qué la<br />

fundáis? En que os desechó con entereza. ¡Nancy huir de un joven lord, apuesto y rico! Ved<br />

aquí la segura prueba de su virtud. Ésta no permite manifestar amor a quien intenta<br />

envilecerla. ¡Ah, si supiese que me amaba Nancy! Aunque os ame, milord, no esperéis<br />

ninguna demostración de ella si no le dais legítimo motivo para que os la manifieste; pues<br />

veis cerrados todos los caminos de su corazón al poder de la nobleza, de la riqueza y de los<br />

honores, que son los más poderosos alicientes para el sexo.<br />

No, don Eusebio, no lo esperéis, jamás me resolveré a casarme con Nancy por más que<br />

digáis. Hay demasiada distancia entre ella y el lord Hams...<br />

No pretendo, milord, vuestro casamiento con Nancy, ni os lo aconsejo, puesto que no<br />

lleváis tales intenciones; pero acerca de la distancia, me parece que no hay ninguna para el<br />

verdadero amor, y entre ella y vos no veo otra que la de un paso, que es el de la opinión; con<br />

todo, no os aconsejaría a darlo si fuese otra Nancy. La virtud y la hermosura, milord, son dos<br />

joyas que se debieran ir a desenterrar si fuera posible en las entrañas de los montes del Perú<br />

con mayor razón que los diamantes de mayores quilates. Ellas pueden dar lustre a la más<br />

antigua nobleza sin recibirlo, aunque salgan de una choza.<br />

Un hombre a caballo que veían venir hacia ellos a toda rienda, hace suspender la<br />

respuesta del lord, el cual, fijando sus ojos en el que venía, reconoce ser su criado Williams<br />

que había enviado la noche antes con la carta para la madre. Es Williams, saldremos de duda.<br />

Williams llega y dice a su amo que entregó la carta en propias manos de la madre, a quien<br />

había encontrado levantada. ¿Traéis respuesta? La respuesta, milord, va dirigida a miss Nancy<br />

Tomson. ¿Dónde está? Dadla acá. Milord, dice Williams, me rogó la madre que se la<br />

entregase a miss. Bien, pues, se la entregaré yo mismo; dadla acá.<br />

El lord tomó la carta muy solícito e impaciente, diciendo con voz baja: A mí se me debe<br />

la respuesta y no a Nancy; y se adelanta a Eusebio para leerla, bien ajeno de la súbita<br />

revolución que había de causar en sus sentimientos la lectura. Aunque Eusebio no pudo<br />

aprobar la libertad del lord en leer la carta que iba dirigida a Nancy, calló siguiendo de cerca<br />

al lord, el cual, después de haberla leído, volviéndose a Eusebio, le dice: ¡Oh qué carta ésta!<br />

Don Eusebio, leedla también vos, pues antes a mí que a Nancy viene dirigida. Eusebio lee:<br />

«Hija de mis entrañas.<br />

»¿Sueño?, ¿o bien es verdad que el más bárbaro de los hombres quiso insultar al<br />

miserable estado en que nos tiene holladas la suerte? Mas, ¿puedo dudar de la carta que me<br />

entrega un hombre desconocido? ¿Mis ojos empañados del llanto que me saca la más funesta<br />

desventura, se habrán podido engañar leyendo la firma del lord Hams...? Tuve con todo ánimo<br />

para releerla, aunque con horror, para no quedar en la duda que fuese delirio de mi dolor.


»¡Ah, Nancy, Nancy! por ventura... mas no; en medio del amargo abatimiento de mi<br />

acerba desgracia, no dejará desfallecer el honor la mano de tu madre, para indicarte las<br />

horribles sospechas que le causa esa carta detestable. Tu flaqueza, Nancy, o tu liviandad,<br />

habrán dado motivo por ventura al atrevido autor para escribirla y para enviarla.<br />

»Perdona, ¡ah! perdona, oh virtuosa Nancy, este cruel enajenamiento de mi dolor, esta<br />

infame sospecha que fue capaz de excitar la más imprudente osadía. ¿Yo, la madre de Nancy?<br />

¿Tu madre, hija mía, vender tu virginidad, tu honor, tu virtud? ¿Venderla al vicio, al oprobio,<br />

a la disolución, a la más infame ignominia? ¿Nancy, la angélica Nancy, vendida al delito, a la<br />

prostitución, a la más sucia vileza? ¡Oh cielos! ¡Oh cielos!<br />

»Tal es, hija mía, si no deliro, la pretensión de esta carta infernal. Tal el infame artificio<br />

del lord Hams... Tu madre, horrorizada, que no puede dar su muerte por respuesta a tal carta,<br />

¿qué respuesta podrá dar a tan execrable desvergüenza?<br />

»¿Abusar de la desgracia de una víctima inocente para arrastrarla a ser vil esclava de su<br />

lujuria, de sus infames caprichos? ¿De su vil libertinaje para que sacio y empalagado de<br />

abominación, la arroje con imperioso desdén cubierta de la más desolante ignominia en el<br />

sucio cenagal de la más horrible miseria? ¡Yo tiemblo, Nancy!, ¡yo me estremezco! El horror<br />

entorpece mi mano, aunque me esfuerzo en dar vigor al pulso para retratarte mis enajenados<br />

sentimientos y para prevenirte de la resolución en que estoy de ir a pie mañana mismo, si de<br />

otro modo no puedo, para arrancarte del infame precipicio en que te veo.<br />

»No, Nancy, la ignominiosa prisión de tu padre, la pérdida de todos sus bienes<br />

confiscados, las joyas de que me desprendí, las paredes despojadas de sus muebles y cuya fría<br />

desnudez agrava la horrible pobreza en que me veo sin tener que llevar a la boca, no serán<br />

capaces de envilecer el tierno amor de tu madre desolada, a prueba del fiero sentimiento y del<br />

dolor con que acaba de darme ese impío y declarado enemigo de tu virtud, de tu decoro, de tu<br />

hermosura, solo don infausto que me dejó la cruel suerte para más afligirme, asestando contra<br />

él el exceso de su rabiosa saña.<br />

»¡Ah!, deja Nancy que las lágrimas sellen con sus manchas en el papel la fuerza<br />

inexprimible de mi justo terror y sentimiento. La inocente Fanny que quiso velar con su<br />

dolorosa madre y que me ve sollozar, me pregunta si lloro por tu ausencia. ¡Ah! ella ignora<br />

que quedas expuesta al peligro de la más horrible ignominia. ¡Oh suerte!, ¡oh cruel suerte!<br />

Fanny, dulce hija mía, tráeme aquel encaje, dejaremos de dormir esta noche para acabarlo y<br />

venderlo mañana; y si no, iremos a pie pidiendo limosna, para socorrer a tu querida hermana<br />

Nancy. Sí, mamam, iremos por la buena Nancy, me dice. ¡Oh hija mía! ¡Oh dulce Nancy!...»<br />

Tu madre.<br />

Eusebio, cuyo corazón tierno necesitaba poco para llorar, no pudo contener la tierna<br />

conmoción que le causaron los sentimientos de la madre, especialmente el expresivo coloquio<br />

de la conclusión, aunque al parecer, ajeno de una carta. La naturaleza no sigue sino las reglas<br />

del sentimiento cuando se exprime con energía. Eusebio sintió toda su fuerza y lloró, sin<br />

recatarse de los ojos del lord que, estático, miraba sus lágrimas, añadiendo fuerza esta vista a<br />

la viva impresión que hicieron en su ánimo los afectos de la madre que lo trastornaron.<br />

Eusebio, instigado también de la <strong>com</strong>pasión que sentía por la virtud de Nancy, dice al lord:<br />

¡Oh milord!, ¡qué diferente es el lenguaje de la virtud que el del vicio! Lo veo, don Eusebio,<br />

vamos a casa; dadme la carta. Eusebio se la entrega y el lord se pone a leerla otra vez,<br />

manifestando leerla con reflexión a<strong>com</strong>pañándolo Eusebio paso a paso; y después de haberla<br />

leído, caminaba silencioso, meditativo y <strong>com</strong>o fuera de sí, notando Eusebio el manifiesto<br />

trastorno de sus sentimientos.


Llegan a casa de Street y el lord pregunta luego por Nancy, que quiere hablarla. Street<br />

llama a Nancy, pregunta por ella a su mujer, la busca; Nancy no responde, no se encuentra.<br />

Salen a llamarla al campo, la buscan, preguntan por ella, nadie sabe darles razón; Nancy no<br />

parece. Street y su mujer entran en agitación, se la manifiestan al lord y resuelven ir a buscarla<br />

por las vecinas alquerías.<br />

El lord entra en sospecha que la ausencia de Nancy sea fuga manifiesta por su causa. Esto<br />

mismo lo confirma más en la virtud de Nancy, y su hermosura crece en quilates en su<br />

imaginación, al tiempo que le afeaba su atrevimiento. Su amor, hecho más puro, hácele sentir<br />

vivamente la huida de Nancy y empeña mas su pasión en encontrarla. Sus criados van por<br />

caminos diferentes a pie y a caballo, para ver si podían dar con ella; el mismo lord ruega a<br />

Eusebio lo quiera a<strong>com</strong>pañar a este fin.<br />

Eusebio lo hace con gusto y salen los dos, ansiosos y solícitos. Si hubiera tomado el<br />

camino de Londres, dice el lord, la hubiéramos encontrado; por cualquiera de los otros, la<br />

alcanzarán los de a caballo. No creo, milord, que se haya atrevido a tomar, sola y sin avisar<br />

antes a sus tíos, tan largo camino. Sin duda se debió ocultar en alguna de estas casas vecinas,<br />

donde tendrá tal vez alguna conocida de confianza. Veámoslo pues. Se ponen a caminar los<br />

dos con solicitud y, entrando en la alquería más vecina, preguntan por Nancy a los labradores,<br />

que estaban <strong>com</strong>iendo; ellos, confusos y levantados a la vista del lord, con el bocado en la<br />

boca, le dicen que no la vieron. Tiran adelante, entran en otra casa, dan señas de Nancy,<br />

ninguno la conoce, no la han visto. Al salir de allí, descubren un pastorcillo que salía de un<br />

establo conduciendo una manadilla de ovejas y que se venía hacia el camino que ellos habían<br />

tomado. Páranse los dos, esperando que llegase, y el lord le pregunta si había visto por allí a<br />

miss Nancy, la de Street; el zagalillo fija en él sus inocentes ojos y le pregunta si era la que<br />

venía por leche al establo. Sí, le dice el lord sospechando que fuese ella la que indicaba el<br />

pastorcillo. Entonces él le dijo también que sí, que estaba allí con su madre; señalando el<br />

establo. El lord, penetrado de la inocencia de aquel pastorcillo que mostraba tener de cinco a<br />

seis años, y aliviado del afán que padecía, exclamó:<br />

Te felice pastorello,<br />

Che non sai, che cosa è l'amore.<br />

La fuerza del sentimiento le hizo proferir esta conclusión de una elegante poesía italiana<br />

que se le acordó en aquel momento, y que había aprendido en Italia, de donde hacía poco<br />

tiempo que había vuelto; y dicha con enérgica y expresiva ternura, mirando de soslayo al<br />

pastorcillo, voló hacia el establo en busca de Nancy. Eusebio, no menos impaciente, lo sigue.<br />

Entran juntos y ven a una mujer que ordeñaba una vaca, a quien pregunta el lord si estaba allí<br />

miss Nancy. La pastora se sonríe por respuesta, al tiempo que una andrajosa pastorcilla, de la<br />

estatura de Nancy, salía de un camaranchón con un dornajo en la mano. Ésta, a la vista<br />

repentina e inesperada del lord y de Eusebio, da un grito, caésele el dornajo de la mano y se<br />

esconde en el camaranchón de donde salía.<br />

Aunque la estatura y rostro parecían de Nancy, ¿pero cómo podían reconocerla deshecho<br />

el peinado y cubierta con los andrajos de una hija de la pastora que ordeñaba, por mas que el<br />

grito, la caída del dornajo y su rostro la descubrían? Ni acababan de salir de la sorpresa en que<br />

los tenía este accidente y el sonreír de la pastora, hasta que ésta les dijo que aquella era<br />

Nancy.


¿Cómo Nancy? ¡Oh cielos!, exclama el lord, y se arroja en el camaranchón. Nancy, de<br />

pies y temblando, creyendo que el lord fuese con las mismas intenciones de las que le declaró<br />

en el cuarto de Street, le dice con animado decoro: Milord, respetad mi miseria, ya que no fue<br />

bastante mi desgracia para merecer vuestra <strong>com</strong>pasión. ¿Que yo la respete, adorable Nancy?<br />

¡Ah! no basta, no, que yo la respete; aquí a vuestras plantas os doy prueba de que la adoro con<br />

el más puro y tierno acatamiento. Eusebio queda sorprendido al ver al lord doblada una<br />

rodilla, en ademán <strong>com</strong>pungido delante de Nancy. Ésta, instruida de la madre a no fiarse<br />

jamás de tales demostraciones que a las veces son las más peligrosas, sin mostrarse sensible al<br />

arrodillado lord, le dice, al contrario, conservando la misma noble fiereza del sentimiento:<br />

Milord, perdonad, debo ir a mi trabajo. No, respetable Nancy, le dice oponiéndosele al paso,<br />

la esposa del lord Hams... no debe emplearse en tal vil oficio Señor, ¿qué hacéis? Reparar mi<br />

atrevimiento y premiar, si premiar puedo, vuestra virtud. Recibid en esta mano la fe de un<br />

corazón que os adora y con él el nombre de lady Hams... este digno amigo será testigo...<br />

Perdonad, milord, Nancy Tomson es sólo una labradora y no será jamás lady Hams... Sé<br />

lo que conviene a mi desgracia y sé agradecer y apreciar vuestras generosas ofertas, sin<br />

preferirlas a la cruel necesidad a que el cielo me condena. No, divina Nancy, de aquí no<br />

pasaréis sin reconocer los sinceros sentimientos del puro y respetoso amor que me inflama.<br />

Vuestra noble entereza me humilló bastante para que pretenda ser creído, Pero si tenéis<br />

sobrados motivos para recataros de mis ofertas, vuestra virtud me da otros tantos para que no<br />

sufra dejaros en tan fiera desconfianza.<br />

Quedaré en ella, milord; vuestras protestas, aunque sinceras, no me dispensan de la<br />

obligación en que debo mantenerme, después que me la impusisteis; y así permitidme... No,<br />

adorable Nancy, esperad a vuestra madre, ella... ¿Mi madre?, ¡cielos! Ella ha de venir. La<br />

ofendí bárbaramente y quiero reparar mi ofensa. Esta mano y corazón que rehusáis, los<br />

pondré en las suyas. Si ella dispone en favor mío de la vuestra, decid, Nancy, ¿podrá esperar<br />

el lord Hams... que no que dará más fieramente humillado? ¿Podré lisonjearme que no será mi<br />

amor desatendido?<br />

Milord, no llevaréis a mal que desconfíe de mí misma y de mi corazón; éste pide toda la<br />

libertad para ponderar sus sentimientos, y la determinación de los míos no depende de mi solo<br />

consejo; sufrid que la infeliz Nancy quede enteramente libre en el miserable estado a que la<br />

suerte la redujo. No, no es posible, aquí de nuevo a vuestros pies os suplico no queráis<br />

desdeñar el don de mi eterno y sincero afecto.<br />

Street, que había sido avisado de la entrada del lord en el establo, entra al punto en que el<br />

lord, a la presencia del enternecido Eusebio, doblaba otra vez la rodilla a la fiera y noble<br />

Nancy; y corriendo hacia él con los brazos abiertos, le dice: Milord, ¿qué exceso de<br />

dignación?... ¡Ah! Street, venid, sed testigo de mi justa adoración, de la fe que prometo a<br />

Nancy; de aquí no me levantaré sin haber obtenido su consentimiento. Mas, milord, ¿de qué<br />

se trata? De que Nancy decida de mi felicidad; de que sea mi esposa.<br />

¡Oh Dios!, milord, ¿Nancy esposa vuestra?, ¿una criada vuestra? No, nada escucho,<br />

Street, haceos acreedor de mi mayor dicha, de mi suma felicidad. Milord, por lo que de mí<br />

depende, podéis reconocerla por vuestra; ni creo que Nancy dejará de mostrarse reconocida a<br />

tan grande honra. Jamás me reconocí ingrata, dijo ella entonces, y aprecio cuanto debo una<br />

honra que por su grandeza no puede <strong>com</strong>petirme.<br />

¿No os <strong>com</strong>pete, Nancy? ¡Ah! vuestra virtud es digna del imperio de la tierra; ella<br />

honrará a la mano que os ofrezco; Street, vuestro tío Street, será testigo de mi sinceridad<br />

ardiente y pura. Street, viendo que Nancy se obstinaba a no darle la mano de la cual le parecía<br />

que pendiese su fortuna y la de la casa arruinada de la misma Nancy, se la toma por fuerza por


la muñeca y la pone en la del lord diciendo: Me prevalgo, milord, de los derechos de la<br />

sangre, para facilitar a la modestia de Nancy la obligación que le impone su reconocimiento:<br />

tomadla, milord.<br />

El lord la recibe con ardor y la besa con ternura diciendo con los ojos empañados de<br />

lágrimas: ¡Oh mano adorable!, ¡oh divina Nancy!, me reconozco indigno de poseeros; y para<br />

que veáis cuán ardiente y sincero es mi amor, id luego, Street, a llamar al ministro de<br />

Berkshire; tenga el consuelo este digno amigo don Eusebio de ver coronados dos fieles<br />

esposos del fruto de sus santos consejos.<br />

Eusebio, al oír esto, echa los brazos al cuello del lord con tierno transporte, diciéndole:<br />

Oh milord, es vuestro noble corazón el que no puede desmentir su generosa magnanimidad.<br />

La venero, milord, la venero; y el puro y santo gozo de que inundáis mi pecho, será el agüero<br />

cierto de la felicidad con que el cielo y la virtud de Nancy coronará vuestra generosa<br />

determinación con los más puros bienes de la tierra, desconocidos de la ambición y vanidad a<br />

que el santo amor os sobrepone. Nancy, conmovida de la tierna demostración de Eusebio,<br />

desprendido del cuello del lord, se congratula con ella con toda la energía de su tierno<br />

sentimiento; y el lord la ruega con amoroso respeto que tome sus vestidos. Mas ella le dice:<br />

Milord, si mi tío Street me arrancó por respeto una prueba que jamás por ningún título hubiera<br />

podido recabar de mi consentimiento, queda reservada a la voluntad de mis padres la<br />

determinación; y hasta tanto que no venga mi madre, <strong>com</strong>o decís, estos andrajos me serán<br />

fiadores del decoro y de la libertad, que no puede quitarme ni la violencia de mi tío, ni mi<br />

misma desgracia.<br />

Street, que había salido volando por los campos en fuerza del orden que le dio el lord<br />

para que fuese a buscar al ministro, vuelve a entrar en el establo con precipitación, acezando y<br />

diciendo: Nancy, Nancy, vuestra madre llega. Había encontrado Street el coche en que venía<br />

la madre con un pariente suyo y con un ministro de Londres; y habiéndolos hecho bajar con el<br />

motivo de decirles que Nancy estaba allí en el establo, y el orden que tenía del lord para ir a<br />

llamar al ministro, los a<strong>com</strong>pañó hacia el establo en donde entraba la madre, al tiempo que<br />

Nancy, avisada de Street de su llegada, salía desalada del caramanchón, diciendo: ¿Dónde<br />

está?, ¿dónde está?<br />

Su madre no la reconoce a primera vista, por sus andrajos, pero Nancy se deja conocer a<br />

su voz, a su enternecido alborozo, a la precipitación con que se arroja en los brazos de su<br />

madre. Ésta siente sofocado su corazón de las dudas y de los sentimientos diversos que le<br />

excitan la novedad de ver a su hija en aquel traje, y se abraza con ella, llorando las dos, sin<br />

reparar en el lord ni en Eusebio, que tras ella salían del mismo camaranchón.<br />

El ministro, que venía con la madre, conociendo al lord, se acerca para saludarlo. El lord,<br />

que a la vista de aquella virtuosa madre sintió más vivamente los reproches que se había<br />

granjeado su osadía en escribirle aquella carta y la confusión de su arrepentimiento, llama<br />

aparte al ministro, y saliendo con él fuera del establo, le dice la determinación de casarse con<br />

Nancy, rogándole interpusiese su empeño para con la madre.<br />

Sabía éste el contenido de la carta que había escrito el lord y que la madre le había<br />

<strong>com</strong>unicado, para moverlo más fácilmente a socorrer a su hija, y no acababa de creer lo que el<br />

lord le decía. Mas no pudiendo dudar de sus nuevas protestas y de la incumbencia que le daba<br />

de casarlos, allí mismo en el establo, entra dentro y dice a la madre y a la hija, que todavía<br />

estaban desahogando su enternecimiento: Ea, señoras, tiempo es ya que dé lugar el llanto al<br />

gozo que os anuncio. Miss Tomson queda declarada lady Hams... si viene bien en aceptar la<br />

mano de quien se la ofrece <strong>com</strong>o esposo.


La madre, atónita de lo que el ministro le dice, queda en duda si se burlaba o deliraba, sin<br />

darle respuesta. Pero él, viendo su extraordinaria sorpresa, le replica: No tenéis que dudar de<br />

ello; milord Hams... quiere resarcir con esta declaración el arrojo y atrevimiento de la carta<br />

que os escribió, y en prueba de ello me destina para unir su mano con la de Nancy, si venís<br />

bien en ello.<br />

¡Cielos!, ¿qué es esto?, exclama la madre. ¿Mi dulce hija Nancy esposa del lord Hams...?<br />

No es posible. Posible, si lo queréis, pues falta sólo vuestro consentimiento, el cual os piden<br />

todas vuestras funestas circunstancias. La madre queda suspensa, Nancy confusa, con los ojos<br />

empañados de lágrimas, sin que se le echase de ver en su rostro otro sentimiento que el del<br />

tierno respeto para con su madre.<br />

Street estaba con la boca abierta, pendiente del silencio de la madre, esperando con<br />

ansiosa palpitación el momento de ver a su sobrina Nancy lady Hams... El ministro, viendo la<br />

suspensión de la madre, quiere echar el corte, saliendo del establo para llamar al lord y lo<br />

ejecuta volviendo a entrar con él. Éste, animado de su amor, pide perdón a la madre de su<br />

atrevimiento y la mano de Nancy. Ella, después de haberle propuesto en vano la disparidad de<br />

condiciones y de estado, especialmente en la desgracia en que se hallaba, se remite a la<br />

voluntad de Nancy. Ésta, bajando los ojos, le dice que no tenía otra voluntad que la de su<br />

madre y que esperaba su consentimiento. Entonces el lord, sin aguardar más, toma la mano de<br />

Nancy y la besa con ternura, diciendo: Oh divina Nancy, siento el colmo de mi felicidad en el<br />

amor que me corona, queda a cuenta de mi reconocimiento el reparar enteramente vuestra<br />

desgracia.<br />

¿Quién podrá pintar el amor, el temor, el gozo inocente y puro que animaron el hermoso<br />

rostro de Nancy al oír el consentimiento de la madre? El ministro une inmediatamente allí<br />

mismo las manos de aquellos dichosos esposos. El contento, el alborozo de los presentes y<br />

desposados se exhala en tierno llanto, <strong>com</strong>o la demostración más pura del verdadero júbilo del<br />

corazón; y la virtud abrazada con el santo himeneo, sonriéndose en el aire con divina<br />

modestia, recibió en su seno celestial los votos de los felices desposados, revistiendo aquel<br />

infeliz establo del esplendoroso decoro de su adorable majestad y presencia, en cuyo cotejo es<br />

vil el resplandor del oro que brilla en los soberbios palacios de los grandes, que no por eso<br />

destierra de sus techos los disgustos de un ambicioso y los caprichosos desvíos y desazones<br />

de los interesados y vanos casamientos.<br />

FIN DE LA SEGUNDA PARTE


Parte tercera<br />

Aviso<br />

Se representaba en Atenas la tragedia de Eurípides en que es gravemente castigado<br />

Belerofonte por su excesiva y descarada codicia. Para hacer de ésta una viva pintura, el poeta<br />

pone en boca de Belerofonte estos versos:<br />

Si me tiene por rico, aunque malvado<br />

Quisiera llamarme el pueblo, no lo curo.<br />

Todos quieren saber si el hombre es rico,<br />

Ninguno si es honrado, Ni cómo, ni en dónde yo procuro<br />

Acaudalar el oro.<br />

Sólo indagando van cuanto poseo.<br />

El hombre en cualquier parte es grande o chico,<br />

Según es su pobreza o su tesoro:<br />

¿Queréis saber al cabo lo que es feo<br />

Que el hombre tenga?, el que no tenga nada.<br />

O vivir rico, o pobre morir quiero.<br />

Se hizo buena jornada<br />

El que muere en el seno a su dinero;<br />

Pues sólo los caudales<br />

Son el supremo bien de los mortales.<br />

Con él no es cotejable la dulzura<br />

De tierna amante madre,<br />

Ni de graciosos hijos, ni del padre<br />

El carácter sagrado. La hermosura<br />

De Venus misma, si algo semejante,<br />

Respira su semblante,<br />

Con razón los amores arrebata<br />

De hombres y Diosa. ¡Oh divina plata!<br />

Oídos apenas estos versos, todo el pueblo, escandalizado y enfurecido, se levanta<br />

diciendo a gritos que echasen del teatro a Belerofonte y al profano poeta. Fue necesario que se<br />

dejase ver Eurípides para sosegar al pueblo, rogándole que tuviese espera hasta el último acto,<br />

en que vería lo que le acontecía al que así ensalzaba a las riquezas.<br />

Ruego del mismo modo a los que echan menos la religión en las primeras partes del<br />

Eusebio que tengan en suspensión sus quejas hasta la cuarta parte, en que verán suplido con<br />

ventajas este defecto. La <strong>com</strong>edia no es peor porque en el desenlace de su nudo muestre con<br />

sorpresa una imagen no esperada y del todo opuesta a lo que se creía y manifestaba.


Libro primero<br />

Duraba todavía la admiración y el alborozo de los presentes mientras Nancy,<br />

a<strong>com</strong>pañada de su madre, se mudaba el vestido pobre en el camaranchón del establo, después<br />

de la ceremonia del casamiento. Street, llevado en alas de su júbilo por ver ya su sobrina<br />

milady Hams... había partido antes de disponer la <strong>com</strong>ida para los huéspedes por orden del<br />

lord; recibía éste entretanto los parabienes afectuosos del ministro, del pariente de Nancy y de<br />

Eusebio, cuyo pecho disfrutaba más que los otros de la dulzura, del alborozo que le causaba<br />

no tanto el casamiento del lord cuanto los tiernos sentimientos con que él mismo lo había<br />

efectuado, rindiéndose a la noble fiereza del honor de la doncella, a quien poco antes esperaba<br />

avasallar a su disolución con la riqueza. Ni dejaba de juntarse con éste su alborozo la oculta<br />

<strong>com</strong>placencia que le acarreaba la memoria de sus consejos, con los cuales podía tal vez haber<br />

contribuido para ver ejecutado lo que tan fácil no le parecía.<br />

Dejóse ver luego la hermosa Nancy, a<strong>com</strong>pañada de su alborozada madre y de la pastora<br />

que había acudido al camaranchón a darle las enhorabuenas, que no acababa de dárselas aún<br />

fuera de él; y aunque Nancy atendía a mostrársele agradecida, pero la presencia del lord y de<br />

los demás que le estaban esperando, llamó su modestia y casto pudor que tiñeron su<br />

semblante de aquel amable colorido que el arte jamás pudo remedar y que la hacían parecer<br />

más bella, aunque sin ningún aderezo que cuando iba con aquellos mismos vestidos, antes que<br />

los trocase con los andrajos de la pastorcilla. El nuevo encendido rubor, que antes no conocía,<br />

la condecoraba, dando la inocencia a sus gracias un tierno y atractivo realce, efecto de los<br />

temerosos recelos que infunde el amor a la virginidad de las doncellas en tales circunstancias.<br />

El lord, al verla, siente que se le enardecen todos los dulces incentivos de su nuevo poder<br />

sobre ella, que lo impelieron a tomarle la mano; Nancy se la dejó besar sin resistencia y,<br />

después de haber renovado allí los parabienes, se encaminan todos hacia la casa de Street. El<br />

lord despacha inmediatamente un criado a Londres a su mayordomo, para que en su nombre<br />

salga a la fianza de las deudas del padre de Nancy y lo saque de la cárcel. No teniendo Street<br />

en su casa de campo <strong>com</strong>odidad bastante para alojar por la noche a tantos huéspedes, viéronse<br />

estos precisados a partir después de la <strong>com</strong>ida a la granja del lord Hams... en donde se<br />

celebraron las bodas con todo el festejo y solemnidad que el sitio permitía, sin que se echasen<br />

menos las vanas superfluidades de la pompa molesta y del pesado lujo de las ciudades con<br />

que suelen absorber la ambición y la vanidad la mejor parte de aquella dulce satisfacción y<br />

suave <strong>com</strong>placencia, que saca sólo de sí mismo el amor más puro, cuando se ve libre de las<br />

desazones y pensamientos a que lo sujeta la ostentación.<br />

El criado que llevaba el orden al mayordomo para que sacase de la cárcel al padre de<br />

Nancy, llevaba también la noticia del casamiento a los parientes del lord, y entre ellos a su<br />

hermana lady Bridge. Fueron extraordinarios los sentimientos de admiración que excitó en los<br />

ánimos de todos esta novedad, y los diversos discursos que causó en los que conocían al lord<br />

y sabían la desgracia de los padres de Nancy, o en los que la supieron con la ocasión de su<br />

casamiento, alabando unos la resolución del lord <strong>com</strong>o magnánima y generosa, otros<br />

despreciándola por lo mismo <strong>com</strong>o indigna de su carácter y nacimiento. Sobre todos, extrañó<br />

la determinación de su hermano lady Bridge, sabiendo la gran aversión que había siempre<br />

manifestado a casarse tan joven, sin poder atinar la causa de mudanza tan repentina, pero le<br />

dio motivo para que no se maravillase tanto la vista de la misma Nancy, luego que el lord la<br />

llevó a Londres, admirando su tierna y delicada hermosura, adornada de las singulares<br />

prendas de su discreción y virtud.<br />

Tuvo también motivo para extrañarlo menos cuando le confesó el lord que Eusebio era el<br />

que más había contribuido para hacerlo determinar, hallándose ya empeñado su amor con<br />

porfía en la dulce y noble resistencia de Nancy; y <strong>com</strong>o al mismo tiempo se mezclaba la


<strong>com</strong>pasión de la desgracia de su familia, halláse su corazón <strong>com</strong>batido en tal punto de todas<br />

estas <strong>com</strong>binaciones, que dieron con él a los pies de Nancy; siendo tan viva y profunda la<br />

impresión que hizo en él la mudanza de sus vestidos que decía no hubiera podido resistir el<br />

más rematado libertino. ¡Ah, si la hubierais visto arropada de aquellos andrajos y en aquel<br />

lugar! Creedme que los mismos reyes hubieran puesto a los pies de Nancy sus más ricas<br />

coronas. Extendióse aquí el lord en la pintura de todas las circunstancias de la silenciosa fuga<br />

al establo, del verla con el dornajo en las manos, del amable y fiero temor con que rehusaba<br />

hasta la misma mano que le ofrecía; de modo que lady Bridge perdió sin disgusto las<br />

esperanzas que fomentaba de ver casado su hermano con una de las principales señoras de<br />

Inglaterra. Hardyl, sabiendo también las circunstancias del casamiento, <strong>com</strong>placióse<br />

sobremanera, sirviéndole de prueba de lo que podía prometer en adelante de los buenos<br />

sentimientos de Eusebio.<br />

Había ya seis meses que se hallaban ellos en Londres, y en este tiempo, habiendo<br />

adquirido Eusebio aquellas noticias que podían contribuir para la instrucción que se propuso<br />

en el viaje, determinaron continuarlo pasando a Francia, para esperar en París las cartas de<br />

Henrique Myden y de Leocadia; y aunque John Bridge consiguió hacerles diferir su partida<br />

por algunas semanas, hubo de ceder finalmente a las instancias de Eusebio, que deseaba<br />

concluir cuanto antes su viaje. Taydor había sanado perfectamente de la herida, y estando ya<br />

dispuestas todas sus cosas para partir, lo ejecutaron después de haber dejado Eusebio a lady<br />

Bridge una rica prenda del agradecimiento que ambos a dos conservaban a tan largo y<br />

generoso hospedaje, sin olvidarse tampoco de la acogida que les hicieron en su desgracia el<br />

viejo Bridway y Betty a quienes Eusebio entregó otras cincuenta guineas que ellos recibieron<br />

con vivas demostraciones de gratitud y de enternecimiento en despedida de aquellos sus<br />

huéspedes para ellos tan respetables. Bridge quiso a<strong>com</strong>pañarlos hasta Douvres, dándoles esta<br />

última prueba de su ánimo reconocido al antiguo beneficio que recibió de Hardyl en<br />

Filadelfia.<br />

La gratitud y el reconocimiento, aunque se vean raras veces entre los hombres, no están<br />

con todo extinguidos enteramente entre ellos. Así <strong>com</strong>o la naturaleza nos hizo benéficos,<br />

hízonos del mismo modo reconocidos; pero la vanidad y amor propio, que fomentan en<br />

muchos la beneficencia por la buena opinión que les granjean, sofocan en otros los<br />

sentimientos de gratitud, porque los humillan los beneficios y porque el que da espera, y el<br />

que recibe deja de esperar y carga con una obligación gravosa a su soberbia, a quien sólo<br />

aligera el olvido o la correspondencia. Pero <strong>com</strong>o el olvido viene de por sí y la<br />

correspondencia cuesta, de aquí es que los hombres son generalmente ingratos y rara vez<br />

agradecidos, aunque les sea tan familiar y <strong>com</strong>ún esta expresión. Puedan ellos y quieran<br />

reducirla a la práctica y fomentar con aprecio esta honrosa partida del corazón humano, tan<br />

propia de la nobleza de los sentimientos de la humanidad.<br />

Llegaron felizmente a Calais, desde donde prosiguieron su viaje a París con el mismo<br />

coche y caballos con que lo <strong>com</strong>enzaron en Inglaterra, habiéndoles dado John Bridge dos<br />

fieles cocheros. Al salir de Calais renovaron la especie de caminar a pie, <strong>com</strong>o solían hacerlo<br />

algunas veces en su ida a Londres, y lo ejecutaron antes por placer cuando se les<br />

proporcionaban algunos amenos caminos, que por remedio de las vanas impresiones de ir en<br />

coche, a las cuales Eusebio había ya endurecido su pecho mirándolas <strong>com</strong>o efecto de bajos y<br />

pueriles sentimientos. Su principal empeño al entrar en Francia fue el estudio de la lengua del<br />

país, que le facilitaba el mismo Hardyl en las horas ociosas del viaje, aunque sólo la sabía<br />

medianamente, pues era motivo para que saliese Eusebio con las dificultades de la gramática,<br />

remitiendo todo lo demás al oído <strong>com</strong>o a mejor maestro del acento. De hecho, dentro de<br />

pocos meses conoció Hardyl las ventajas que Eusebio le llevaba, así en la pronunciación<br />

<strong>com</strong>o en la facilidad en explicarse, contribuyendo para ello su edad y memoria más tierna, que


es la que más coopera para aprender las lenguas, especialmente si se ejercitan en el país en<br />

que las hablan los nacionales.<br />

Notaba Eusebio por el camino la palpable diversidad del traje, genio y costumbres de la<br />

nación en que entraba y filosofaba sobre esto con Hardyl, si se debía atribuir esta diferencia al<br />

clima, o bien al influjo de las leyes y de la constitución del gobierno. Pero Hardyl no sabía<br />

atribuirlo solamente a una de estas dos causas, sino a las dos juntas, por haber notado a veces,<br />

bajo de un mismo clima, costumbres enteramente opuestas y porque el clima puede producir<br />

antes diferencia en la <strong>com</strong>plexión que en los sentimientos, los cuales son objeto más próximo<br />

y más dependiente de la educación general de las leyes que no de la atmósfera; pues a tenor<br />

de aquellos vemos que se forman las inclinaciones y genios de los pueblos, de donde toman<br />

origen las costumbres, el gusto, la industria mayor o menor de las naciones, su valor y los<br />

progresos de sus ingenios en las artes y ciencias. Todo lo cual vemos que padece gran<br />

mudanza bajo aquellos mismos climas en que antiguamente floreció, sin que haya razón para<br />

decir que se mudaron los climas y no las constituciones de los gobiernos y de sus leyes.<br />

La Grecia fue el emporio de las ciencias y de las artes; Roma del valor; todo lo demás era<br />

bárbaro para ellas: hoy día ninguno se lisonjea ver nacer del clima de aquella misma Grecia<br />

los Homeros, los Platones, los Sócrates, los Fidias, los Apeles; y del clima del antiguo Lacio<br />

los Césares y los Catones, los Fabricios y Pompeyos. Las pasiones de los hombres fueron las<br />

mismas, y lo serán en todos tiempos, en todas partes, bajo todos climas. Éstos pueden<br />

producir alguna diferencia en la <strong>com</strong>plexión y ésta influir en los sentimientos y en las<br />

calidades del ánimo y en el genio, pero no hay duda que pueden recibir mayor vigor y<br />

movimiento de la constitución nacional del gobierno y del espíritu de las leyes; y sobre todo,<br />

de la religión que los pueblos abrazan <strong>com</strong>o el móvil más fuerte y poderoso de sus opiniones,<br />

del cual se sirvieron casi todos los legisladores <strong>com</strong>o del freno más fuerte para regir los<br />

pueblos.<br />

Uno de los principales estudios de Eusebio en el tiempo que estuvo en Londres fue el<br />

conocimiento de las sectas diferentes que veía cundidas y arraigadas en toda la Inglaterra,<br />

procurando informarse de los ministros más instruidos sobre las diversas opiniones que<br />

seguían, sobre sus ritos, sobre su creencia; sacando motivo de esto mismo para <strong>com</strong>padecer la<br />

ceguedad del humano entendimiento y para admirar la fuerza de las primeras impresiones que<br />

recibe el oído catequizado admitiendo el error, tal vez más craso y ridículo por verdad<br />

sacrosanta y divina, y acreedora a que se le sacrifique la vida entre los tormentos más atroces,<br />

de lo cual le ofrecían tan recientes ejemplos las guerras civiles de los ingleses, en los infinitos<br />

daños que les acarreó el entusiasmo y el fanatismo de los religionarios, hasta que llegó a<br />

sosegarlos la benigna y discreta tolerancia del todo necesaria para mantener el buen orden<br />

político y civil en un país en donde reinan muchas sectas. Ella encadenó a la rabiosa<br />

discordia, humanizó los corazones disidentes, trocando su encono insensato en mansa<br />

indiferencia, mil veces preferible al celo furioso que los impelía a la matanza y destrucción de<br />

sus semejantes.<br />

Sobre éstas y otras materias útiles y dignas del conocimiento de Eusebio, <strong>com</strong>o de las<br />

artes, agricultura, <strong>com</strong>ercio y costumbres de la Francia, cotejados con los de Inglaterra,<br />

trataba Hardyl por el camino cuando de repente le sobrevino una recia calentura estando para<br />

llegar a Chantilly, la cual les obligó a detenerse en aquella ciudad por algunos días. Eusebio,<br />

que no lo había visto jamás enfermo, temió por lo mismo que no fuese enfermedad de<br />

cuidado; y aunque le había oído decir varias veces que jamás tomaría médico para su cura,<br />

con todo, viéndolo tan postrado, por más que Hardyl ni se quejase ni manifestase su mal, le<br />

propuso si quería que llamase al médico. Hardyl le respondió que todavía no temía tanto la<br />

muerte que lo obligase a implorar ajena ciencia para un mal que podía remediarle por sí, que<br />

la dieta y purga eran su primer médico y boticario, que no echaba menos donde quiera que


fuese, y que mientras podía conocer su mal no temía que el interés o la ignorancia ajena se lo<br />

empeorasen o prolongasen, aunque pudiesen también sanarlo; pero que esto sabía también<br />

hacerlo la naturaleza sin menjurges, cuando no fuese el mal de que había de morir, porque si<br />

lo fuese, aunque llamase a todos los médicos no lo librarían de la muerte.<br />

Había hecho también Hardyl algún estudio de la medicina, y el mayor fruto que había<br />

sacado decía que era reducir toda aquella ciencia a medio pliego de papel, dividido en dos<br />

columnas, de las cuales la una contenía los nombres de las enfermedades y la otra los<br />

preservativos y remedios que había sacado de las obras de algunos médicos árabes, que tenía<br />

por título Breviario de la Salud, y el primero de todos los remedios era la templanza. Con<br />

esto, sin médicos y sin medicinas, abandonado en quietud a su mal, sin quejas, sin temor,<br />

dejando obrar a la naturaleza, se restableció, pudiendo proseguir su viaje a París, donde<br />

llegaron felizmente. Entre otras cosas que Hardyl prevenía a Eusebio eran los peligros que<br />

podía correr su virtud, si no iba sobre sí en una ciudad que por su constitución, grandeza y<br />

lujo, y por el genio y costumbres de los moradores, le ofrecería tal vez más que ninguna otra<br />

toda especie de alicientes al vicio, a que <strong>com</strong>únmente se entregan los viajeros, no sólo por la<br />

mayor proporción y facilidad que encuentran sus provocadas pasiones, sino también por el<br />

ocio mismo en que se hallan los que emprenden el viaje por mera curiosidad; porque ésta,<br />

quedando satisfecha en pocos días, los dejaba con harto tiempo para aburrirse de sí mismos en<br />

una penosa ociosidad y para desahogar en vanos y perniciosos pasatiempos sus pasiones, si de<br />

antemano no se proponían alguna útil ocupación que pudiese empeñar sus talentos en<br />

provecho propio o de sus conciudadanos.<br />

Por primer preservativo de sus costumbres le propuso Hardyl el serio estudio de la<br />

historia de la nación en que se hallaba, <strong>com</strong>o si estuviese de asiento en París; y por segundo,<br />

el temor de perder tal vez para siempre, o de estragar su salud, si la exponía a la disolución,<br />

aunque en apariencia la más sana; engaño en que había visto caer no pocos que se jactaban de<br />

advertidos en los senderos del vicio. No tardó a echar de ver Eusebio verificados los<br />

prudentes recelos de Hardyl luego que asistió a los concursos de paseos y divertimentos<br />

públicos, notando el exceso de la ostentación y del lujo de aquellos moradores, realzado del<br />

gusto, del primor, de las gracias y caprichos de las modas, especialmente en el sexo, que hacía<br />

alarde de sus incentivos en los mismos adornos y galas, y en el aire de noble zalamería que<br />

daba a su delicado porte y suave desenvoltura más vivos alicientes.<br />

Se hallaba cabalmente entonces París en el auge de la grandeza y brillantez que le había<br />

granjeado la gloria de su rey, adquirida en tantas y tan rápidas victorias. Atenas y Roma<br />

podían presentar un aspecto más sólido y macizo de esplendor y grandeza en los tiempos de<br />

Pericles y de Augusto pero no más vivo ni más luminoso. Calles, plazas, paseos, edificios,<br />

todo parecía que respirase la magnificencia y esplendor de su soberano. Las tiendas de los<br />

mercaderes diversos, las de las modas y caprichos de la industria, todas las oficinas de las<br />

<strong>com</strong>odidades y del gusto manifestaban el glorioso entusiasmo que las animaba. La misma<br />

tropa, condecorada de los primeros uniformes, y mucho más del nombre de su valor y<br />

proezas, tenía embebecidos los ojos de los forasteros que acudían de todas partes y excitaba<br />

en ellos envidiable admiración.<br />

Mas nada de todo esto daba a París alma y espíritu de grandeza y magnificencia a los<br />

ojos eruditos, cuanto las artes liberales y ciencias llegadas al colmo de su perfección. La<br />

soberbia fábrica del Louvre, San Germán, Trianón, Marlí, Versalles; los otros nuevos<br />

edificios de particulares señores, erigidos a ejemplo de los del soberano, hacían revestir los<br />

ánimos de los que los veían de la majestad que respiraban. Los excelentes cuadros del<br />

Poussino, del Le Sueur, del Le Brun, expuestos a pública vista, nada les dejaban que envidiar<br />

a los pinceles de Apeles y de Timante. Ni el famoso Bernini, hecho venir de Roma <strong>com</strong>o


segundo Vitruvio, volvió a llevar a ella sino su celebridad premiada y llena de admiración a<br />

vista de las magníficas obras de Perrault y de Monsard.<br />

Acrecentaba el encanto de Hardyl y de Eusebio, en medio del conjunto de tantos objetos<br />

dignos de su admiración, oír al mismo tiempo en los templos tratada la elocuencia sagrada<br />

con toda la pompa y energía de su grandeza y dignidad por un Bourdalue y por un Bossuet, y<br />

ver llevada a lo sumo la grandilocuencia trágica en los teatros por un Corneille y por un<br />

Racine, y la pintura cómica por un Molière. Las academias de las ciencias y bellas letras,<br />

levantadas sobre el olvido de la Sorbona, la <strong>com</strong>pañía de Indias instituida, mil otros<br />

monumentos de las vistas gloriosas y patrióticas de Luis XIV y de su ministro Colbert, daban<br />

a la gran ciudad de París un alma de esplendor y majestad que arrebataba los ánimos de los<br />

que consideraban la fuerza del poder, del ejemplo y del querer de un monarca que producían<br />

tales maravillas.<br />

Iba disfrutando Eusebio de la vista de todas estas cosas, que se le hacían más útiles con<br />

las reflexiones de Hardyl, el cual, luego que Eusebio satisfizo a su aplicada curiosidad en los<br />

objetos que le presentaba París, quiso también que viese los de afuera y que de ella dependían.<br />

Entre éstos fue uno Bicetra, que dista muy poco de la ciudad y que sirve de hospital a los que,<br />

perdido todo pudor, se encenagan en los vicios; y acaso llegaron a alcanzar dos carros en que<br />

iban algunos inficionados de aquella temible pestilencia, hombres y mujeres, que llevaban a<br />

curar por orden de la policía.<br />

Quiso Hardyl pararse de propósito a la puerta, después que bajaron de su coche,<br />

esperando que llegasen los carros para que Eusebio pudiese empeñar su <strong>com</strong>pasión y horror<br />

en aquellos vivos cadáveres, entre los cuales necesitaban algunos de ajenos brazos para<br />

sostenerse en pie. Otros llevaban en sus rostros abubados y en sus car<strong>com</strong>idas narices todos<br />

los funestos efectos de aquella corrosiva pestilencia que les había taladrado los huesos.<br />

Objetos propios para excitar el terror que Hardyl deseaba en el ánimo de Eusebio. Entre otras<br />

mujeres que sacaban del uno de los carros, avivó sobremanera la conmiseración de éste una<br />

muchacha, al parecer de pocos años, en cuyo lindo rostro no había podido destruir el pestífero<br />

veneno la delicadeza de sus agraciadas facciones, aunque había amortiguado su viveza y<br />

gallardía.<br />

El llanto en que prorrumpió la misma al verse introducir en aquel asilo de ignominia, el<br />

aire noble, aunque humillado, que respiraba su dolor en edad tan tierna, y su agraciado talle, a<br />

pesar de su abatimiento, conmovieron tanto el corazón de Eusebio que, no sabiendo darle<br />

razón ninguno de los asistentes de quién fuese aquella muchacha por quien preguntaba, se<br />

atrevió a llamarla aparte en presencia de uno de los asistentes del hospital, para saber de ella<br />

si tenía padres y cuál era su condición, ofreciéndole su buena y caritativa intención en el<br />

infeliz estado en que se hallaba. Ella, penetrada del modesto y <strong>com</strong>pasivo ademán de Eusebio,<br />

fijó en él por un instante sus grandes y dulces ojos, aunque empañados de lágrimas, <strong>com</strong>o<br />

dudando si se le descubriría. Mas luego volviólos a bajar para descargarlos del llanto, que<br />

parecía haberle reprimido en ellos la novedad de la pregunta de aquel joven misericordioso,<br />

dejándolo sin respuesta.<br />

Hardyl, conociendo por el silencio y llanto vergonzoso de aquella muchacha que quería<br />

ser rogada, hízole nuevas instancias para que abriese con ellos su corazón, pues deseaban<br />

socorrerla. Y para facilitárselo, le iba preguntando si era huérfana o si por ventura sus padres<br />

la habían desamparado, o si era casada o viuda. Todo esto a fin sólo de poderle sacar alguna<br />

respuesta de su silencioso llanto y sollozos, que avivó especialmente luego que Hardyl le<br />

preguntó por sus padres, cubriendo su rostro con el sucio pañuelo que tenía en la mano; con<br />

esto empeñó más la <strong>com</strong>prensión de Hardyl y de Eusebio y los deseos de saber quién fuese,


pues inferían de su mismo dolor y vergüenza que debía ser de algo mejor condición, que la<br />

manifestaba su conducción al hospital.<br />

Estas piadosas dudas y curiosidad obligaron a Hardyl a rogar al asistente que allí se<br />

hallaba que les permitiese retraer aquella muchacha a algún aposento; y habiéndolo obtenido,<br />

obligaron en cierta manera a la infeliz a ir con ellos a la estancia donde el asistente los<br />

conducía. Llegados, hiciéronla sentar, animándola con sus caritativas ofertas e insistiendo<br />

luego para saber de sus padres o de su marido si lo tenía, pues les parecía imposible que,<br />

siendo tan joven, fuese ya víctima de su prostitución. Ella sólo dijo entonces sin desistir de<br />

llorar: ¡Ah, dejad que la muerte oculte para siempre en la huesa mi nombre y mi ignominia!<br />

Pero, hija mía, le dijo Hardyl, ¿si vuestro mal puede tener remedio, y si se puede encubrir esa<br />

misma ignominia a la opinión de los hombres, por qué queréis abandonaros a una desgracia<br />

que podéis reparar con vuestro arrepentimiento? Nosotros somos forasteros y, aunque nos<br />

digáis quién sois, estamos bien lejos de conoceros; ni es esto lo que interesa a nuestra<br />

curiosidad y conmiseración; bien sí, el que nos deis motivo para remediar vuestra miseria y, si<br />

fuere posible, vuestro deshonor también...<br />

¿Mi deshonor? ¡Oh Dios!, exclamó ella. ¿Mi deshonor? No, no tiene otro remedio que la<br />

oprobiosa y miserable muerte que me espera y que me tengo merecida después que me dejé<br />

arrancar del seno de mis amados padres por el pérfido traidor de Lorvál. Sabíale mal a<br />

Eusebio hallarse falto de expresiones en una lengua que aprendía para poder consolar a la<br />

infeliz muchacha que dejaba entrever en lo que acababa de decir la historia de su desgracia,<br />

por más que Eusebio le perdía muchas palabras por su rápida pronunciación confundida de<br />

sus sollozos. Hardyl, viendo que ella <strong>com</strong>enzaba a descubrir, aunque con reparo y<br />

repugnancia, alguna circunstancia de su infeliz estado, halago su vergüenza haciéndose de su<br />

parte, procurando disminuir su culpa y haciéndole recaer sobre el traidor que acababa de<br />

nombrar, todo a fin de que se le descubriese por entero; y así le dijo: No sois la sola de<br />

aquellas, según veo, cuya inocencia engañada de las pérfidas promesas de jóvenes<br />

desalmados, se ve víctima de sus detestables traiciones, y si es así <strong>com</strong>o decís, será motivo<br />

para que yo me encargue de buena gana de restituiros a vuestros padres y de reconciliaros con<br />

ellos, si me decís quiénes son y el lugar en donde moran.<br />

No, no, decía ella, menos sensible me será la muerte y la vil sepultura en un cementerio,<br />

que la presencia de mis padres, a quienes tengo tan gravemente ofendidos. ¡Oh cielos, en qué<br />

abismo de oprobio me veo sumergida! No, señor, quien quiera que seáis, no es posible que me<br />

resuelva a una declaración para mí, para mis padres ignominiosa; dejadme acabar, os ruego,<br />

en la horrible miseria a que la suerte me condena; perezca mi infame existencia desconocida,<br />

si fuera posible, a todos los vivientes; ni queráis encargaros de hacer saber a mis padres el<br />

lugar en que se halla su infeliz hija Adelaida de Arcourt, pues saben, ¡ah!, sobrado la<br />

ignominia de que la misma los cubrió.<br />

No hay más pura y santa <strong>com</strong>placencia para un corazón piadoso y sensible que consolar y<br />

obligar a los infelices, especialmente cuando sus circunstancias son acreedoras a la<br />

conmiseración de la virtud, que halla en ellas motivos de excusar los que las padecen. El<br />

sentimiento <strong>com</strong>pasivo de Hardyl y de Eusebio cobraba fuerzas de las expresiones de la<br />

doliente Adelaida, que casi sin querer había descubierto su nombre y el apellido de su familia.<br />

Esto mismo fomentaba más las lisonjas de Hardyl de que ella continuaría a descubrirles su<br />

entera desgracia; y para recabarlo más fácilmente, le dijo: No veo, hija mía, por qué debáis<br />

recataros tan de quien desea hacer con vos las veces de padre, ni por qué queráis persistir en<br />

ocultar la causa de vuestra desgracia a quien se os ofrece para remediarla. Os lo vuelvo a<br />

decir: no es liviandad de un curioso deseo el que empeña nuestro corazón, sino la piedad que<br />

nos merece el arrepentimiento que manifestáis, pues éste quita ciertamente toda la odiosidad a<br />

vuestra desgracia. Creedme, hija mía, un sincero arrepentimiento llama a sí los ojos


misericordiosos de la divinidad; él es el triunfo de la virtud en un corazón sensible. Hablad,<br />

pues; descubrid enteramente vuestra alma a quien desea aliviarla del peso del dolor y de la<br />

humillación, cuyo oprobio queda ya borrado a nuestros ojos.<br />

Al sincero y afectuoso tono con que Hardyl le decía esto <strong>com</strong>ienza a ceder Adelaida,<br />

penetrada de la confianza que la bondad de Hardyl le infundía; y haciéndose fuerza para<br />

reprimir y enjugar sus lágrimas, empezó a decir así: ¿Cómo podía yo esperar en este asilo de<br />

oprobio tan generosa <strong>com</strong>pasión de quien jamás vi en mi vida? Pero la mayor prueba que os<br />

puedo dar de mi reconocimiento, es el ceder a vuestras piadosas instancias, descubriéndome, a<br />

pesar de toda la oprobiosa confusión que me cubre, con quien se digna mostrárseme padre y<br />

protector. Sabed, pues, que soy hija de muy honrados padres y de antigua familia, a la cual la<br />

fortuna puso en estado de no necesitar del ajeno favor, ni de la propia industria y de sus<br />

sudores para subsistir, a <strong>com</strong>petencia de los nobles, con el producto de sus haciendas; pero<br />

mis padres, queriendo salir de la esfera de la dichosa y rica medianía en que los colocó la<br />

providencia, preferían el trato de la nobleza al de los hidalgos sus iguales, a quienes se creían<br />

superiores.<br />

A esta pretensión ambiciosa debo atribuir mi desgracia, <strong>com</strong>o a origen principal de los<br />

desaciertos de mi conducta, pues insensiblemente me abrió el camino al despeñadero donde<br />

pereció mi oprobio, que no son jamás sobradas las más celosas precauciones para que no<br />

llegue a empañarse el candor de la honestidad de una doncella, mucho más si ésta tiene la<br />

desgracia de ser sensible y ambiciosa, si no defienden a su sensibilidad su sumo juicio y una<br />

superior advertencia.<br />

La corta distancia de París a Linois, donde nací, era causa de que muchos señores<br />

principales viniesen a respirar el aire más puro y despejado en el verano, y a desahogar sus<br />

ánimos aburridos de los vanos ceremoniales y del pesado fasto de la capital. Pero <strong>com</strong>o traían<br />

consigo las pretensiones de su grandeza y los sentimientos mismos, que parecía dejaban en<br />

París, era muy difícil librarse de su contagio; éralo sobre todo a mi padre, que no reparaba en<br />

sacrificar al vano deseo que tenía de que le honrasen su casa, no sólo la paz y la tranquilidad<br />

de su familia, sino también su buena reputación, teniendo ella dos hijas de algún buen parecer,<br />

especialmente mi hermana Rosalía, que era la mayor.<br />

Bien veis que este solo motivo bastaba para que los señores principales, sin que mi padre<br />

fomentase las pretensiones de su vanidad, buscasen introducirse en casa, dándoles más libre<br />

superioridad en su trato la flaqueza que notaban en mi padre de desvanecerse con la honra que<br />

le hacían; con esto conseguía que los señores lo mirasen <strong>com</strong>o a inferior y los hidalgo con<br />

desprecio, y que éstos pusiesen también sus lenguas en su conducta, y tal vez en nuestro<br />

honor, pues no creo que baste para el buen nombre de una doncella que ésta sea de hecho<br />

inocente, si no le granjea esta opinión su recatado proceder.<br />

Yo, a lo menos, os puedo asegurar que lo era entonces, hasta que no <strong>com</strong>pareció en<br />

Linois el infame Lorvál para mi perdición. En vano pretendía mi madre que resistiésemos<br />

armadas de sus consejos a las instigaciones y libre trato de los que frecuentaban nuestra casa.<br />

¿Cómo es posible no rendirse algún día a las continuas sugestiones del vicio padeciendo tan<br />

repetidos asaltos los sentidos? Lo que no consiguieron de mí muchos señores principales, lo<br />

llegó a obtener con arte infame un impostor. Castigo, no sé si diga de la vanidad de mis<br />

padres o de mi poco recato. ¡Ah!, juzgadlo vosotros.<br />

Fuese casualmente o de propósito que Lorvál viniese a parar a una casa en frente de la<br />

nuestra lo cierto es que, apenas lo vi, me debió una fuerte inclinación a su aire modesto y<br />

dulce en apariencia, que condecoraba su noble aspecto y su más cumplido talle y apostura;<br />

prendas a las cuales añadía una elocuencia, tanto más insinuante, cuanto más tiernas y


ardientes eran las sumisas expresiones de su lengua, a<strong>com</strong>pañadas de la viva modestia de sus<br />

ojos con que <strong>com</strong>enzó a declararme su pasión, habiéndose dado antes el título mentiroso de<br />

marqués de Lorvál, con que nos engañó a todos, pero que le abrió más fácilmente las puertas<br />

de nuestra casa, y mucho más mi corazón, a pesar de la advertencia que yo presumía para<br />

perderme para siempre, <strong>com</strong>o os voy a contar.<br />

Estaban inmediatas las fiestas que se habían de hacer en París, y que daba Luis XIV por<br />

las victorias obtenidas en Flandes.<br />

Queriendo asistir mis padres a ellas, nos llevaron también consigo a Rosalía y a mí. No<br />

dejó de conocer Lorvál el tiempo que se detuvo en Linois la afición que yo le tenía, por más<br />

que me esforzase en disimulársela. Los ojos son los primeros que hacen traición a una<br />

doncella, y el esfuerzo mismo del disimulo descubre, a su pesar, su inclinación. El trato nos<br />

hace caer en mil menudas imprudencias que, aunque en sí no sean culpables, nos preparan la<br />

senda para precipitarnos en la desgracia, que parece increíble a quien está bien lejos de<br />

sospechar que pueda tener origen en principios tan remotos.<br />

De esta especie fue la que <strong>com</strong>etí, participando en confianza a Lorvál nuestra ida a París;<br />

y la desenvuelta alegría con que se lo <strong>com</strong>uniqué, dio tal vez ocasión al mismo para que<br />

concibiese los malvados intentos que tardó poco a poner en ejecución después que llegamos a<br />

la capital, a donde nos siguió, y donde no dejaba de visitarnos frecuentemente <strong>com</strong>o lo hacía<br />

en Linois, habiéndole informado yo, antes de partir, de la casa y calle a donde íbamos a parar.<br />

Crecieron allí las demostraciones de su pasión con su cortejo y con los regalos que me hacía,<br />

que por su leve entidad, hízose moda no rehusarlos; pero que, aceptados, hácense otras tantas<br />

ataduras en la correspondencia de un corazón agradecido, transformándose insensiblemente<br />

en obligaciones, a que no pudiendo corresponder las doncellas con otros semejantes,<br />

corresponden con el afecto.<br />

Mi padre, deslumbrado del título de marqués que se daba Lorvál a la vista de todo París,<br />

descuidó enteramente, ni pensó tal vez en informarse de la verdad; antes bien, esperando<br />

empeñarlo en mi casamiento, cuya declaración sabía, no despreciaba sus frecuentes visitas. El<br />

aire mentiroso de bondad y modestia que respiraba su porte, le mereció tan gran concepto de<br />

mi madre, que yo no reparaba en dejarle algunos momentos de libertad, sin tomarse él<br />

ninguna conmigo, dando con esto más sincera apariencia a las ansias que me manifestaba con<br />

ardor de que llegase el momento de verse casado conmigo, luego que hubiese remediado el<br />

desorden, según decía, en que le dejó su padre sus haciendas. Ficciones todas infames y muy<br />

<strong>com</strong>unes a los libertinos, con las cuales abusan de la credulidad de las doncellas poco cautas y<br />

que se dejan deslumbrar de la superior calidad de sus amantes; mucho más si éstos les bailan<br />

el agua delante con la promesa de casamiento.<br />

No podía el traidor echar mano de más poderoso embuste para <strong>com</strong>batir mi flaqueza,<br />

debilitada ya de la vanidad y de la ambición que me habían fomentado los ejemplos de mis<br />

padres. Una hija de un hidalgo queda medio rendida cuando se le brinda con la promesa de<br />

casamiento con un titulado, ¿cuánto más debí yo rendirme a los detestables engaños de<br />

Lorvál, persuadida de su nobleza, confiada en tantas pruebas que me había dado de su<br />

modestia y noble circunspección? Pero el malvado quería triunfar enteramente de mi honor, y<br />

de antemano iba maquinando o esperaba que se le proporcionaría ocasión segura para ello; a<br />

lo menos supo prevalerse de la que le ofreció mi cruel suerte aquella misma noche en que para<br />

siempre me perdí.<br />

¡Ah!, tenedme <strong>com</strong>pasión, pues creo no desmerecerla del todo, a pesar de mi flaca<br />

resistencia, sólo tal vez culpable porque no fue mayor y porque no preferí la muerte, <strong>com</strong>o<br />

debía, al oprobio detestable de que me vi después hecha infeliz juguete. Sabía él que


debíamos ir al teatro para ver la representación de una tragedia del Corneille, intitulada del<br />

Cid, habiéndoselo yo prevenido el día antes. Este indiscreto aviso fue sin duda causa para que<br />

él tomase todas las disposiciones, a fin de ejecutar su maquinada traición aquella misma<br />

noche, y en el teatro mismo, facilitándoselo el inmenso gentío que tenía ocupada la entrada.<br />

Allí estaba esperando que llegásemos, confundido entre la gente y seguido de un criado a<br />

quien sin duda había instruido sobre lo que debía hacer.<br />

Porque luego que nos vio entrar en el zaguán, estando él cerca de la puerta, acudió a mí<br />

la primera, <strong>com</strong>o a la víctima señalada, y asiéndome por la mano, <strong>com</strong>o valiéndose de la<br />

confianza y amistad que le había granjeado el trato, y del derecho que le daba la declaración<br />

de su amor, me lleva consigo adelante, trepando por apiñado gentío, haciéndose hacer lugar<br />

del criado que le precedía, y suponiendo yo que mis padres y hermanas nos seguían; pero<br />

ellos quedaron sin duda atrás, o si pasaron adelante lo ignoro, pues desde entonces, ¡ah!, los<br />

perdieron para siempre mis ojos. Entretanto, con gran empeño y fatiga del criado y del mismo<br />

Lorvál que me llevaba asida del brazo, pudimos llegar dentro del teatro donde tenía cinco<br />

asientos apalabrados, diciéndome que habían de venir allí mis padres, pues por su encargo<br />

había prevenido los asientos en aquel sitio. Pero, <strong>com</strong>o <strong>com</strong>enzase la representación y no los<br />

viese venir, sentía sumo afán en mi interior y me hallaba impaciente y acongojada; hasta que,<br />

acabado ya el primer acto sin verlos, le dije a Lorvál que no podría sosegar si no iba a ver cuál<br />

era el motivo de su tardanza.<br />

Él, entonces, para sosegarme, envía su criado, dándole el recado a la oreja. Al cabo de<br />

rato volvió diciéndome a mí que no pudiendo entrar mis padres en el teatro por el inmenso<br />

concurso, se veían precisados a volver a casa, <strong>com</strong>o lo hacían otros muchos por haber llegado<br />

tarde, exhortándome a que saliese, pues me esperaban a la puerta para partir. La gran fatiga<br />

que tuve para entrar hízome creíble la respuesta del criado, de modo que, sin nacerme la<br />

menor sospecha de la urdida traición, con el ansia de volver a unirme con mis padres, volví a<br />

abrirme el paso entre la gente que lo cerraba, ayudándome Lorvál, no menos ansioso que yo,<br />

pero con intento muy diverso, pues él apresuraba el instante de mi perdición, informado tal<br />

vez del criado de que mis padres no estaban allí <strong>com</strong>o de hecho no los vi fuera del zaguán del<br />

teatro y de la puerta donde me dijo el criado que los había dejado, y que me esperaban; pero<br />

en vez de ellos, me esperaba un fiacre.<br />

¿Y mis padres, dónde están?, pregunto yo al criado, ¿qué se han hecho? -Señora, aquí<br />

mismo los dejé; sin duda habrán ido adelante. -No puede ser, no es posible que me hayan<br />

querido dejar sola, ved si los descubrís por ahí. Tardando a volver el criado con la respuesta,<br />

llegan al teatro dos o tres coches. Lorvál, asiéndome del brazo, <strong>com</strong>o para apartarme del<br />

peligro de ser atropellada de los caballos que venían, me aconseja, para mayor seguridad,<br />

subir en un fiacre que allí había y que tenía prevenido para que pudiese esperar en él sin<br />

ningún riesgo la respuesta del criado. Las tinieblas, el temor y la congoja me hicieron ceder<br />

sin saber lo que me hacía a las traidoras importunaciones de Lorvál; y apenas me veo sentada<br />

con él en el fiacre, cuando éste arranca conduciéndome con tan infame violencia, no a casa de<br />

mis padres <strong>com</strong>o me daba a entender el traidor para acallar mis congojas y sobresalto, sino a<br />

la suya.<br />

Al verme en ella, echéle en rostro su manifiesto y malvado engaño. Las angustias que me<br />

causaba el temor de lo que pudiera intentar contra mí y el sobresalto en que tenía la memoria<br />

de mis padres, llegaron a encender mi enojo contra su pérfido proceder; pero era más fuerte la<br />

confianza de la pasión que se había apoderado de mi pecho. Y aunque el peligro a que veía<br />

expuesto mi honor me daba esfuerzo para negarme a subir la escalera, la seguridad que sus<br />

ardientes protestas me infundieron, diciéndome que sólo se prevalía de aquella ocasión para<br />

hacerme ver su casa y que inmediatamente me restituiría a la de mis padres, desarmó mi<br />

temerosa porfía y me rendí a sus modestas promesas y juramentos. Pero, éstos mudaron de


tono luego que me tuvo en su estancia, y se convirtieron en manifiesta violencia, jurándome<br />

de reconocerme desde entonces por su mujer.<br />

¿Cómo podían, con todo, estas lisonjas acallar las mordaces angustias y fieras congojas<br />

que siguen al delito? La esperanza de poderlo encubrir a mis padres y de que Lorvál me<br />

restituiría a ellos dejaba alguna satisfacción a mi rendido y profano amor en medio del amargo<br />

desasosiego y funesto abatimiento que me causaba la pérdida irreparable de mi inocencia.<br />

¡Mas cuál fue mi rabioso dolor y desesperación cuando, instándole yo para que me llevase<br />

cuanto antes a la casa de mis padres, oí que me respondía con altanera sequedad que era ya<br />

suya, que suya había de ser en adelante y que no debía pensar más en mis padres, pues que<br />

aquella era ya mi casa en donde me había ahorrado de las ceremonias del casamiento!<br />

Entonces, <strong>com</strong>o si despertase de un funesto sueño, llegué a ver y conocer todas las fatales<br />

consecuencias de mi desgracia, perdidos mis padres, mi honor y la libertad, si persistía el<br />

traidor en detenerme con violencia en aquella casa. Y aunque su respuesta excitó en mi pecho<br />

la llama de un rabioso enojo, ¿qué venganza podía yo tomar, ni qué expediente encontrar para<br />

hacerle hacer por la fuerza lo que me era ya imposible recabar con ella si de grado no lo<br />

hacía? Acudí al llanto, a los ruegos más humildes y ardientes, hasta postrarme de rodillas.<br />

Pero era todo vano para con aquel corazón empedernido, a cuyo libertinaje y maldad me había<br />

hecho servir de engañada víctima; y teniéndome ya en su poder, se creía autorizado de mi<br />

culpable y oprobiosa condescendencia para avasallarme a su tiranía, amenazándome con tono<br />

resuelto y descarado que si no me rendía enteramente a su determinada voluntad, publicaría<br />

mi deshonor.<br />

¡Qué noche, oh cielos, qué noche de desesperación fue aquella para mí, viendo<br />

convertida la blanda apariencia de Lorvál en imperiosa crueldad! La herida de un rayo no<br />

pudiera dejarme más atónita y fuera de mí que aquella amenaza de tigre, fulminada de la boca<br />

de aquel mismo que acababa de hacerme tales juramentos y promesas; pues si éstas tenían<br />

engañadas mis esperanzas, su bárbara amenaza las echaba por el suelo, en que veía holladas<br />

las lisonjas que concebí de su amor, de aquel amor que se descubría transformado en feroz<br />

superioridad para tratarme <strong>com</strong>o esclava vil y vendida a sus antojos, sin presentárseme medio<br />

para huir de las garras de aquella fiera abominable.<br />

Esperaba yo, no obstante, que luego que amaneciera el día, podría implorar socorro<br />

contra el traidor si persistía en negarme la salida de su casa. El día, de mí tan ansiado, vino<br />

finalmente; mas fue sólo para agravarme el horror de mi situación y de mi irreparable<br />

desgracia, dándome a ver a la luz escasa que entraba por los resquicios de la puerta, que me<br />

hallaba entre cuatro paredes, sin otra salida ni respiradero que la puerta que Lorvál cerró tras<br />

sí irritado contra mi resistencia, dejándome sola y encerrada y expuesta a su declarada tiranía.<br />

Renováronse entonces mis mortales angustias, sudores y terrible confusión, acordándome<br />

de mis perdidos padres y de lo que podían juzgar de mí. Lisonjeábame, con todo, en mi fiero<br />

dolor que me serviría de excusa la misma violencia de Lorvál, y esperaba de un momento a<br />

otro verlos <strong>com</strong>parecer para librarme de aquella infame esclavitud, porque habiéndome ellos<br />

visto con él, tenía por seguro que le atribuirían mi desaparición y que acudirían a su casa para<br />

saber de él el motivo de mi ausencia. Ellos lo debieron hacer sin duda, ¿pero cómo podían<br />

encontrar la casa del marqués de Lorvál, título mentiroso que se había dado él mismo para mi<br />

ruina y para castigo, tal vez, de la vanidad de mis padres? Pero yo sola fui la víctima infeliz y<br />

el juguete infame de su impío engaño y execrable traición.<br />

¡Ah!, paso en debido silencio todas las violencias que usó conmigo y la manera bárbara<br />

<strong>com</strong>o me alimentaba, teniéndome encerrada en aquella cárcel de prostitución, abusando a<br />

fuerza de golpes y malos tratamientos de mi flaqueza; duro e inflexible a mi llanto, a mis


uegos, a mis lamentos y desolación, pasándoseme los días postrada de mi tristeza en la cama<br />

que allí había, sin ver a otro que al mismo Lorvál y sin poder esperar socorro de la tierra, pues<br />

nadie acudía a los gritos y lamentos que daba cuando me hallaba sola y sin él, inficionada mi<br />

salud del mal de que adolecía su disolución y que me <strong>com</strong>unicó, aunque yo no conocía<br />

entonces sus efectos, <strong>com</strong>o no supe tampoco la ficción del título de marqués de Lorvál hasta<br />

que me sacó de este engaño un joven desconocido, cómplice tal vez de su libertinaje, <strong>com</strong>o os<br />

diré si tenéis paciencia para oírlo sin indignación.<br />

Proseguid, hija mía, le dijo entonces <strong>com</strong>padecido Hardyl, y aseguraos que sois digna de<br />

nuestra conmiseración.<br />

Adelaida, penetrada de la humanidad de Hardyl, después de haberse enjugado las<br />

lágrimas con que había interrumpido su narración, la prosiguió diciendo: Enferma, abatida y<br />

devorada de mortal tristeza y angustias me hallaba yo, cuando una mañana oigo abrir con<br />

porfía la puerta del cuarto inmediato al mío y después la puerta de éste, poniendo dos o tres<br />

veces la llave en la cerradura, <strong>com</strong>o quien era poco práctico, y llamándome por mi nombre<br />

dos y tres veces; yo, sin aliento en aquel estado de oprobiosa y miserable esclavitud, no<br />

respondía sino con suspiros, sin poder <strong>com</strong>prender qué pudiera ser aquella novedad, pues<br />

conocía que la voz no era de Lorvál. Abierta finalmente la puerta, veo un joven apuesto que,<br />

acercándose a mi cama, me pregunta por el estado de mi salud, al parecer, muy <strong>com</strong>pasivo;<br />

luego muestra apiadarse de mi estado haciéndose de mi parte y blasfemando del traidor<br />

Lorvál, añadiéndome que quedaba bastantemente vengada mi paciencia y sufrimiento con la<br />

muerte del traidor, el cual acababa de morir aquella misma noche en un desafío a que él se<br />

había hallado presente, y que con esta ocasión le había <strong>com</strong>unicado antes de expirar su infame<br />

secreto, dejándole en<strong>com</strong>endado que viniese a darme libertad y que lo venía a cumplir. Dicho<br />

esto, desaparece sin oírme.<br />

El tumulto de encontrados afectos y sentimientos que suscitó en mi pecho esta novedad,<br />

y la manera con que me la vino a dar aquel mozo, cedió al repentino gozo que sentí viendo<br />

con alegre sorpresa la luz libre que entraba por la puerta y que la recibía de las ventanas del<br />

cuarto inmediato. Salto entonces de la cama, me arrojo con toda la precipitación que mis<br />

pocas fuerzas me permitían, y corro a pedir auxilio y hacer saber al mundo las horribles<br />

circunstancias en que me hallaba. Impelida de este impaciente anhelo aunque mezclado de<br />

temeroso sobresalto, entro en el aposento inmediato, y viendo también su puerta abierta, corro<br />

a ella para llamar, creyendo siempre que aquella casa fuese de Lorvál. Mas no acudiendo<br />

ninguno a mis voces, me atrevo a salir a la sala y a tocar a la puerta que daba enfrente de<br />

aquélla de donde yo salía.<br />

A mi llamamiento acude una señora algo anciana a quien el atavío y el alto tocado ni<br />

daba decoro ni disminuía el desabrimiento que manifestaba su rostro feo, atrevido y algo<br />

arrugado. Tal vista infundió desaliento a mi abatido espíritu, mucho más cuando oí el tono de<br />

seca extrañeza con que me preguntó qué era lo que quería. Comencé yo a contarle las<br />

violencias que usó conmigo el marqués de Lorvál y el infelicísimo estado en que me dejaba<br />

con su muerte. Ella, maravillada de aquel nombre y título de marqués de Lorvál y de su<br />

muerte, se altera, y sin dejarme pasar adelante en la narración de mis desdichas, me dice que<br />

en aquel cuarto no vivía ningún marqués de Lorvál, sino monsieur de Beaumont, al cual se lo<br />

había alquilado; y dicho esto, se encamina muy solícita hacia el aposento, donde, reparando<br />

que faltaba el baúl, me pregunta con mayor alteración quién era el que me había dado la<br />

noticia de su muerte; y diciéndole yo que había sido un mozo a quien no conocía, prorrumpió<br />

en mil improperios y baldones contra la traición de aquel embustero que se había dado el falso<br />

título de marqués de Lorvál y que se llevaba el alquiler que le debía de todo un año.


Los lamentos y denuestos de madama Hernesta, que así se llamaba aquella mujer, y las<br />

fatales ideas que me excitó con el manifiesto engaño de Lorvál, hirieron tan vivamente mi<br />

imaginación que, no pudiendo resistir a ellas en pie, me dejo caer sobre una silla llorando<br />

amargamente por la suerte infelicísima que me tocaba. Madama Hernesta, más resentida por<br />

su pérdida que conmovida de mi llanto, aunque pretendió consolarme, hízolo a tenor de su<br />

agrio genio, queriéndome persuadir que la mayor desgracia era la que a la le tocaba, pues la<br />

mía podía remediarse; y sin decirme más, se fue blasfemando del embustero de Lorvál,<br />

dejándome sumergida en mi profundo dolor y llanto. Pero de allí a poco veo entrar en mi<br />

cuarto una señorita muy linda y ataviada, la cual, <strong>com</strong>ediéndose con dulce familiaridad con<br />

mi quebranto, esmeráse en consolarme y dispuso mi ánimo para que le contase mi funesta<br />

historia, <strong>com</strong>o lo hice.<br />

Mostrándoseme ella entonces más <strong>com</strong>pasiva y oficiosa, le supliqué quisiese ayudarme a<br />

salir de aquella horrible sima en que me había sepultado mi cruel suerte, informándome si por<br />

ventura estaban todavía mis padres en París para hacerles saber el lugar en donde me hallaba,<br />

pues yo no sabía caminar por la ciudad. Ella me lo promete y, de hecho a poco rato que se fue<br />

de mi cuarto, vuelve con madama Hernesta, dispuesta para salir de casa y hacer esta<br />

diligencia; y tornando por escrito el nombre de la calle y casa en que se alojaban mis padres,<br />

partió, dejándome muy confiada de ver en breve el término de mis desventuras y de hallar en<br />

mis buenos padres la conmiseración que tal vez no había enteramente desmerecido de su<br />

paterno amor.<br />

Quedó también encargada madamoisela Paulina de hacerme <strong>com</strong>pañía. Sus dulces y<br />

afables modos, aunque me empeñaron para que la confiase el abuso que hizo Lorvál de mi<br />

honestidad, no pudieron con todo obligarme para que se la hiciese también del mal de que me<br />

dejó infecta el traidor, porque la vergüenza, mezclada con la ignominia, no me permitía<br />

declararle ni aun los efectos que sentía, no conociendo todavía la causa de que procedían. Tras<br />

esto, obligóme a tomar el desayuno que vino a servirme ella misma con mucho cariño;<br />

términos todos que obligaron mi afecto y agradecimiento, y que sirvieron para que me<br />

encenagase en la prostitución. Para ello contribuyó la respuesta que me trajo madama<br />

Hernesta; pues, mostrándoseme muy dolorida, me dijo que había encontrado a mis padres al<br />

tiempo que estaban para partir de París para Linois, que les había contado la traición de<br />

Lorvál y el triste y miserable estado en que quedaba, sin medios para proveer a mi sustento, y<br />

los deseos ardientes que tenía de echarme a sus pies para borrar con mi dolor y con mi llanto<br />

la ignominia de mi desgracia; pero que ellos, con rostro y ojos indignados, la respondieron<br />

que no querían saber más de mí y que me abandonaban a toda la horrible maldición que me<br />

arrojaban.<br />

¡Ah, vedla, vedla cumplida en mí, arrastrada, <strong>com</strong>o vil y podrida res, a este matadero de<br />

oprobio, confundida con las heces de los hombres infames, víctima de la lujuria, desecho de la<br />

abominación y presa del mal más vergonzoso! Las lágrimas brotaban por los ojos y los<br />

ardientes sollozos del pecho de la desolada Adelaida, haciendo también llorar al enternecido<br />

Eusebio. Hardyl, conmovido también, la procuraba consolar; pero extrañando el verla<br />

conducida a Bicetra sobre un carro <strong>com</strong>o las más viles prostituidas, le preguntó cómo era que<br />

la trajeron allí con aquellas otras mujeres. Adelaida continuó a decirle entonces: No podéis<br />

concebir idea del dolor y de la humillante desolación que me causó la respuesta que me traía<br />

madama Hernesta; maldecía de mi vida; me deshacía en llanto, en gemidos; quería morir<br />

privándome del sustento a que no podía arrostrar, reconociéndome en el más vil y miserable<br />

de todos los estados, atada y oprimida al mismo tiempo de la vergüenza, no atreviéndome a<br />

preferir el pedir limosna por las calles, <strong>com</strong>o lo debiera hacer, y morir antes en ellas de<br />

hambre y de dolor, que ceder <strong>com</strong>o cedí a las insinuaciones de madama Hernesta y a los<br />

ejemplos de Paulina, las cuales <strong>com</strong>enzaron a tachar mi desesperación de poquedad de ánimo


y mi duelo y llanto de puerilidad, teniendo en mi hermosura, <strong>com</strong>o decían, un poderoso medio<br />

para burlarme de mi contraria suerte.<br />

Era casa de prostitución la de Hernesta, y Paulina teníale vendida su deshonestidad. Caí<br />

yo en los lazos de sus persuasiones y de sus mañas, impelida de la necesidad que ellas me<br />

hacían sentir para que me rindiese, <strong>com</strong>o lo hice, ¡infeliz de mí!, familiarizándome con el vil<br />

oficio que había emprendido con horror y forzada de la desesperación, hasta que la<br />

consumada maldad me arrastró a mi perdición entera.<br />

Luego que madama Hernesta llegó a descubrir mi mal por las quejas de los que dejaba<br />

infectos con mi trato, me hizo probar todo lo acerbo de su mal genio y ferocidad,<br />

maltratándome por no haberle descubierto el mal de que adolecía. No contenta con esto, dio<br />

parte a la policía de mi peligroso estado e hízome sacar con oprobio de su casa y, arrastrada<br />

de dos gañanes al carro que partía para este hospital, echáronme en él junto con esas infelices<br />

víctimas del vicio para que viniese a probar un remedio que detesto, pues sola la muerte es la<br />

que puede poner fin a la horrible opresión e ignominia en que me veo, desamparada del cielo<br />

y de la tierra; porque, ¿en quien puedo esperar, si los mismos que me engendraron y que me<br />

amaban tanto, me cubrieron de su terrible maldición?<br />

¡Oh cielos! ¡Ah, si pudiera a lo menos obtener su perdón! ¡Si antes de cerrar para siempre<br />

los ojos pudiera hacerles saber mi dolor y mi arrepentimiento! Pero no los veré ya más. No los<br />

veré ya más. Me echaron su maldición y todo el peso del oprobio y de la infamia que tengo<br />

merecida acabará conmigo, sin poder llegar a tener este solo consuelo que haría mi muerte<br />

menos sensible.<br />

No será así, Adelaida, le dijo Hardyl con las lágrimas en los ojos, si deseáis obtener el<br />

perdón de vuestros padres, me ofrezco a ser el medianero. A este fin os haré prevenir de<br />

antemano un lugar decente y honesto para que podáis restableceros en vuestra entera salud;<br />

nosotros debemos partir a París y, si queréis, os podremos llevar a nuestra posada mientras<br />

que se os provee alojamiento, prometiéndonos de respetar vuestra desgracia. ¡Oh Dios!,<br />

exclamó ella, ¿cómo podré satisfacer a tan grande humanidad y beneficencia? ¿Sacarme de<br />

los horrores del oprobio del más infeliz estado para ponerme en los brazos de mis padres que<br />

me maldijeron? No es posible, no lo será; siento toda la fuerza de su terrible indignación; no<br />

lo conseguiréis.<br />

A lo menos lo intentaremos, dijo Hardyl, nada se pierde en ello; y volviéndose al buen<br />

Eusebio, le dijo en español: Veis aquí, Eusebio, un caso digno de que ejercitemos a medias<br />

nuestra <strong>com</strong>pasión. Dejar aquí a esta muchacha, expuesta a la incertidumbre de una mala cura,<br />

de que pocos escapan, fuera, privarnos del singular consuelo que podremos tener, sacándola<br />

no solamente de este lugar infeliz, sino también devolviéndola a sus padres. Éstos ignoran<br />

ciertamente su paradero, pues la respuesta que le dio madama Hernesta me parece sospechosa<br />

y del indigno oficio que ejercita. Por lo tanto, si os parece bien, la llevaré en el coche, pues no<br />

hay otra proporción en este paraje, y la tendré en la posada hasta que le encontremos<br />

alojamiento. Id en hora buena, le dijo Eusebio, pues yo me encaminaré a pie con Taydor<br />

después que habré visto el hospital. Me la llevaré pues, dijo Hardyl, pero primero veamos si<br />

habrá dificultad por parte de los asistentes de este hospital. Van, pues, a proponer su intención<br />

al asistente principal, el cual, exigiendo ciertas condiciones, les dio la licencia, prometiéndole<br />

Hardyl que atendería a la cura de la muchacha.<br />

Eusebio, después de haber satisfecho su curiosidad con la visita de las miserias de<br />

aquellas hediondas salas y prisiones, en que dejó todo el dinero que llevaba consigo<br />

socorriendo a aquellas infelices víctimas de los vicios, volvió a pie con Taydor, holgándose de<br />

haber sacado de aquellas miserias a la desgraciada Adelaida y <strong>com</strong>placiéndose por su causa


de hacer aquel camino a pie. ¿Pero cuán pocos serán iguales, y no iguales a Eusebio, que<br />

crean los puros y deliciosos sentimientos que regalaban su alma por esto?, ¿y cuán pocos los<br />

que querrán alabarlo por la misma causa? ¿Privarse del coche por una ramera? ¿Querer<br />

encargarse de la cura de una vil prostituta? ¿Por qué no? ¿Vuestras almas endurecidas de la<br />

soberbia y deslumbradas de la vanidad, reputan extraño lo que fuera extraño que el corazón de<br />

Eusebio dejase de sentir? La presunción, el desvanecimiento y bienestar embotan los puros<br />

sentimientos del alma y la ensordecen al llanto de la verdadera miseria. ¿Qué mucho, pues,<br />

que vuestra melindrosa y delicada piedad se persuada acallar las voces de la naturaleza y<br />

quedar muy satisfecha con una mezquina limosna arrojada con <strong>com</strong>pasivo desdén?<br />

Todos los vanos placeres y consuelos de la tierra, apenas sentidos, desaparecen; ninguna<br />

impresión dejan en el alma o, si la dejan, es la del arrepentimiento. Son <strong>com</strong>o las ampollas<br />

que levanta cuando cae la lluvia en el charco: álzanse y se desvanecen. Sólo es permanente y<br />

duradero el consuelo que infunde la virtud, porque es independiente de motivos perecederos.<br />

La memoria, renovada de un acto de humanidad, renueva toda la pura satisfacción y<br />

<strong>com</strong>placencia que excitó la vez primera en el corazón. Ni habrá héroe tan esclarecido que, en<br />

la hora de la muerte, no trocara de buena gana toda la gloria de sus mayores hazañas por el<br />

consuelo de haber socorrido al infeliz en su miseria y de haber apagado la sed del sediento<br />

con sus propias manos.<br />

Una doncella bien nacida que, sin saber cómo, se halla víctima del libertinaje, sacada del<br />

seno de la más horrible miseria y restituida a sus padres, al honor, a la virtud, ¿no es por<br />

ventura objeto digno de una alma grande? ¿Un Apicio, un Lúculo no <strong>com</strong>praran en la hora de<br />

su muerte una semejante acción con la mayor parte de sus tesoros y con todos los placeres de<br />

su opulenta grandeza, que <strong>com</strong>o sombras entonces se desvanecen?<br />

Disfrutando, pues, de la suave <strong>com</strong>placencia que le daba la recuperada libertad de<br />

Adelaida, iba Eusebio camino de París, ansioso no menos de ver el feliz éxito de las<br />

intenciones de Hardyl en restituirla a sus padres. Y aunque llegó tarde al mesón, fue a tiempo<br />

que el médico que mandó llamar Hardyl la visitaba. La llegada de Adelaida a la posada no<br />

pudo ocultarse a los forasteros que estaban de asiento en ella, ni a los que sólo venían a <strong>com</strong>er<br />

a mesa redonda. Entre éstos había un joven de linda presencia y del aspecto blando y<br />

modesto, pero de genio apegadizo. Llamábase Chatél y era uno de los muchos tunos que se<br />

entremeten en los mesones, polillas de forasteros; finalmente, monsieur Chatél era uno de<br />

aquellos que suelen poner a logro sus mañas y ardides en las ciudades grandes para vivir a<br />

costa ajena; ¿qué mucho que sondando el corazón de Eusebio le buscase siempre el lado,<br />

haciéndole de quitapelillos y esmerándose en ganarle la voluntad?<br />

El aire modesto y afable con que le vendía sus esmeros, llegó a merecer la inclinación de<br />

la bondad de Eusebio. ¡Oh cuánto cuesta el conocer a un taimado! Pero aunque Eusebio sentía<br />

afición a su oficiosa modestia, tenía en freno su afecto y se recataba de él, quedándole<br />

sobrado impresa la máxima de Hardyl de no fiarse enteramente de quien enteramente no se<br />

conoce. Mas esto no impedía que en la necesidad en que se hallaban de buscar alojamiento<br />

para Adelaida, no se valiese Eusebio de Chatél, <strong>com</strong>o de práctico que se manifestaba del país<br />

y <strong>com</strong>o a conocido. Él aceptó a dos manos el encargo, mostrándoles al otro día el empeño que<br />

ponía en servirlos, trayéndole el nombre de la calle y casa a donde podía pasar aquella<br />

muchacha cuando quisiese.<br />

Hardyl, con esta noticia, se encamina luego al cuarto de Adelaida para participársela.<br />

Seguíalo Eusebio con Chatél, estando éste muy animoso de conocer aquella muchacha y bien<br />

ajeno de encontrar con el terrible lance que le esperaba. Estaba Adelaida sentada en una silla<br />

bracera, asistida de una hija del mesonero, teniendo apoyada la cabeza con la mano,<br />

descansando de codo su brazo sobre el de la silla y el rostro cubierto con el pañuelo, <strong>com</strong>o


quien se halla muy aquejada de la tristeza y dolor de sus pensamientos. Chatél no pudo verla<br />

ni conocerla hasta que ella, llamada de Hardyl, descubriendo su rostro y levantando sus dulces<br />

ojos, <strong>com</strong>o viese repentinamente y delante de sí a Chatél, arroja un grito, exclamando: ¡Ah,<br />

pérfido Lorvál!; y cae desfallecida sin sentidos en la misma silla.<br />

Lorvál, pues era el mismo que se había mudado el nombre en el de Chatél, enajenado<br />

poco menos que Adelaida al reconocerla, y herido de las ideas temerosas que le excitaba el<br />

descubrimiento de sus maldades, echa a huir de aquel cuarto <strong>com</strong>o acosado de una horrible<br />

visión, robándose a los ojos atónitos de Hardyl y de Eusebio, que apenas acababan de creer lo<br />

que veían. El desfallecimiento de Adelaida y el afán pavoroso de la hija del mesonero,<br />

despertó sus almas de la suspensión en que las tenía aquel extraño accidente, acudiendo<br />

también a socorrer a la desfallecida. Ésta, habiendo vuelto en sí al cabo de rato, prorrumpe en<br />

llanto y en sollozos preguntando si era sueño o devaneo de su imaginación, o bien estuvo allí<br />

realmente el pérfido Lorvál. Pero que si había muerto, cómo era que estaba allí con ellos.<br />

Hardyl, que echó de ver entonces toda la trama infame de la maldad, procuró sosegarla,<br />

persuadiéndola que no había sido aparición <strong>com</strong>o temía, sino que realmente era el mismo<br />

Lorvál, pues, así <strong>com</strong>o se llamó de Beaumont en casa de madama Hernesta y luego marqués<br />

de Lorvál, así también había tomado después el nombre de Chatél, bajo el cual lo habían<br />

conocido. Tomó de aquí ocasión para quitarle todas las sospechas que podía formar Adelaida<br />

contra las buenas intenciones que llevaban en ampararla, <strong>com</strong>o lo pudiera sospechar, viendo<br />

que se servían del mismo Lorvál para un fin tan opuesto. Mas ella, que conoció en la ida<br />

desde Bicetra a París los buenos y santos sentimientos de Hardyl por las máximas y consejos<br />

que le oyó en el coche, le dijo: No queráis, respetable bienhechor mío, hacer agravio a vuestra<br />

bondad, ni al concepto que me tenéis merecido. El acento de la voz más lisonjera con que<br />

adula el vicio, deja siempre alguna oculta sospecha a los mismos que se dejan engañar de sus<br />

falsas lisonjas. La humanidad es tan sincera, su acento tan inteligible, que arrebata toda la<br />

entera confianza de quien experimenta los efectos de su dulce beneficencia.<br />

Viéndola sosegada Hardyl, le dijo: Así pues, <strong>com</strong>o nos prevalimos de Lorvál para<br />

buscaros alojamiento porque no lo conocíamos, así también ahora, que sabemos quien es,<br />

estamos muy ajenos de valernos de tal medio, ni de aprovecharnos del alojamiento que<br />

encontró. Entonces la hija del mesonero, que se había aficionado a Adelaida, les dijo: ¿Y qué<br />

necesidad tenéis de sacarla de nuestra casa? ¿Por ventura no os satisfacen los esmeros y<br />

cuidado que esta señorita me merece? No sé qué oponer, le respondió Hardyl, a vuestro<br />

ofrecimiento; queda a la entera libertad de Adelaida el aceptarlo <strong>com</strong>o yo acepto. Con todo el<br />

corazón, dijo ella, y quedo igualmente agradecida a vuestra beneficencia.<br />

Asentado pues esto, continuó a decir Hardyl: No me parece bien que dejemos pasar el<br />

tiempo sobre lo que más importa, que es el dar cuanto antes noticia a vuestros padres del<br />

estado y del lugar en que os halláis. Y así, decidme la calle y casa en que moraban, pues si no<br />

los encuentro en París hago cuenta de pasar a Linois, de donde sois, si no yerro el nombre. -<br />

No lo erráis; mas ¿para qué tomaros tanto trabajo? ¿Sin ir allá, no los podéis hacer saber mi<br />

estado y situación por carta, en caso que no estén en París? -No, hija mía, no es asunto que se<br />

deba en<strong>com</strong>endar al papel, sino de tratarlo a boca y con suma reserva. No os acongojéis por<br />

nosotros, pues en vez de sernos gravoso este buen oficio, nos será, al contrario, de suma<br />

<strong>com</strong>placencia, especialmente si obtienen nuestros pasos, <strong>com</strong>o lo espero, el éxito deseado.<br />

Un nuevo alborozo hace asomar a los ojos de Adelaida lágrimas de consuelo, abriendo su<br />

corazón a las suaves lisonjas que le excitaba no menos la confianza que ponía en la prudencia<br />

y bondad de Hardyl, que en el amor de sus padres si llegaban a saber la traición en que no<br />

tuvo parte su voluntad, y las violencias padecidas, <strong>com</strong>o también el engaño de madama<br />

Hernesta; pues, aunque fuese culpable su conducta, esperaba con todo merecer el perdón de


su afecto, atendidas todas las circunstancias de los lances en que se vio, confiada<br />

especialmente en su arrepentimiento y en el propósito que llevaba hecho de conformarse con<br />

los santos sentimientos que Hardyl había procurado infundirle.<br />

¡Oh fáciles e incautas doncellas! Reconoced el origen de vuestra perdición en la vanidad,<br />

en el poco recato y en la demasiada confianza de vuestras indiscretas pasiones; pues todo esto<br />

fue causa del miserable y oprobioso paradero de Adelaida. Todo concurre para oprimir la<br />

inocencia, si ésta se expone incautamente a los peligros que la acechan para devorarla. Sólo el<br />

severo pudor y la tímida modestia son las guardas de vuestra honestidad; ellas solas os podrán<br />

librar de los asaltos y trazas de otros Lorváles.<br />

Lisonjeábase Hardyl que los padres de Adelaida estuviesen en París, pues no habían<br />

encontrado todavía a su hija. Con todo, por lo que podía ser, hizo disponer el coche para que,<br />

en caso que hubiesen partido para Linois, pudiese sin pérdida de tiempo encaminarse hacia<br />

allá desde la casa que habitaban en París, a donde hizo primero que parasen los cocheros. Y<br />

aunque lo informaron en ella que habían partido sin saber dónde, resolvió tomar el camino de<br />

Linois; llegó felizmente en <strong>com</strong>pañía de Eusebio y, sabiendo allí que los padres de Adelaida<br />

estaban en su casa, se encaminaron a ella.<br />

Al aviso que monsieur de Arcourt recibe, que llegaban dos forasteros de París que<br />

deseaban hablarte, siente renacer en su pecho las lisonjas y esperanzas que le tenía sofocadas<br />

el acerbo dolor por la pérdida de su amada Adelaida; y no dudando que viniesen a darle<br />

noticia de ella, sale con lágrimas en los ojos, luchando su corazón con los afectos del júbilo y<br />

del temor que le causaba la incertidumbre de lo que le dirían los forasteros sobre su hija. El<br />

traje de cuáqueros en que los vio, túvolo suspenso un momento; pero la fuerza del sentimiento<br />

y de las esperanzas del hallazgo de su hija, que sólo de día y de noche ocupaba su alma y<br />

pensamientos, hízole decir: ¿Señores, qué me queréis? ¿Sois por ventura portadores del mayor<br />

gozo o de la mayor aflicción para un padre miserable que perdió su hija?<br />

Hardyl, por respuesta, échale los brazos al cuello, y le dice: Consolaos; vuestra buena<br />

hija Adelaida...-¿Qué es? Cielos, ¿qué es? ¿Dónde, dónde está mi Adelaida? -En buenas<br />

manos y en lugar seguro. Pónese a llorar <strong>com</strong>o un niño monsieur de Arcourt. ¡El llanto de un<br />

gozo sumo y tierno remeda tanto al de la inocencia! Luego, abrazando también él mismo a<br />

Hardyl, cerrábalo entre sus brazos, sufriendo su venerable rostro ser apretado y besado de la<br />

violencia del consuelo de un alborozado padre. Éste sólo desistió del enajenamiento de<br />

aquella demostración para llamar a voces a su mujer Genoveva, al tiempo que, llevando a<br />

Hardyl de la mano, entraba en su cuarto con él seguido de Eusebio. Les sale al encuentro<br />

madama Genoveva, e informada por los sollozos de su marido de la noticia que les traían<br />

aquellos forasteros, háceles enternecida la misma pregunta por su hija y por el lugar en que la<br />

dejaban. Hardyl, dándole equivalente respuesta a la que dio a su marido, les añadió que si<br />

deseaban ver a su hija, se encargaría él mismo de traérsela. Pero ellos quieren ir por ella sobre<br />

la marcha, instando para saber el lugar en que quedaba, antes de informarse del modo cómo la<br />

perdieron y cómo la hubiese encontrado Hardyl.<br />

Mas esta relación requería toda la cordura y prudencia de Hardyl, ignorando los padres<br />

de Adelaida el exceso del oprobio, de la miseria y abatimiento a que se vio reducida su hija.<br />

Por esto no quiso decirles el lugar donde la había dejado, si no recibía de antemano pruebas<br />

seguras del ánimo con que la recibirían, contándoles primero las circunstancias del rapto la<br />

noche que Lorvál la introdujo en el teatro. Pero <strong>com</strong>o el mal de que adolecía Adelaida no<br />

podía quedar encubierto a sus padres, les cuenta la violación que había padecido, aunque de<br />

modo que recayese toda la culpa sobre Lorvál, haciéndoles ver a su hija acreedora del perdón<br />

y digna de toda <strong>com</strong>pasión; pero calló la prostitución, a la cual se había abandonado en casa<br />

de Hernesta, mucho más el que la hubiesen encontrado en Bicetra.


Al paso que Hardyl les hacía la relación, derretíanse en llanto y en sollozos los padres de<br />

Adelaida, especialmente la madre, la cual prorrumpía en execraciones contra el pérfido<br />

Lorvál; y el padre, cuando llego a oír que le había inficionado la salud, se levantó furioso,<br />

pidiendo armas a gritos para arrancar el alma al detestable traidor. Hardyl procuró entonces<br />

aplacarlo y sosegarlo, exhortándolo a sufrir con constancia toda la entera desgracia, y él le<br />

instaba con impacientes ruegos que lo llevase a donde estaba su hija desdichada; pero aunque<br />

Hardyl podía ya asegurarse de la buena acogida que tendría ella de sus padres, se recató con<br />

todo de decirles el lugar en donde quedaba, dándoles para ello algunos motivos, porque no<br />

habiendo prevenido a Adelaida de lo que debía decir y callar sobre su desgracia, temía que<br />

ella contase su entera ignominia, no habiendo necesidad que sus padres la supiesen; con esto<br />

apresuró su despedida para traérsela cuanto antes.<br />

Ellos debieron ceder a la resolución de Hardyl, de cuya mano no sabía desasirse<br />

monsieur de Arcourt, besándosela mil veces y bañándola de sus lágrimas. Dejólo finalmente<br />

para que volviesen a París donde la impaciente Adelaida los esperaba, agitada de las<br />

esperanzas, de los temores y dudas del éxito de su viaje. Pero cuando oyó que Hardyl le pedía<br />

albricias por su feliz manejo, impelida de su agradecido alborozo, pónese de rodillas delante<br />

de él, diciéndole con lágrimas: Permitidme, respetable Hardyl, que os dé mi reconocimiento<br />

esta corta prueba del exceso lee mi gozo. ¿Cómo es posible que yo lo exprima a medida de<br />

mis ansias, ni que vos conozcáis cuán grande sea? ¡Ah!, sería menester que hubieseis probado<br />

<strong>com</strong>o yo todos los horrores de la desgracia, de la miseria y del oprobio, para que pudieseis<br />

conocer todo el aprecio del júbilo que siento y de la suma obligación en que os estoy.<br />

Nada me debéis, Adelaida, levantaos, pues cuanto hicimos por vuestro bien, obtuvo su<br />

re<strong>com</strong>pensa de nuestros mismos corazones. Sentaos, no estéis en pie, pues todas vuestras<br />

demostraciones nada añaden a la pura <strong>com</strong>placencia que vuestro bien nos causa y a la dulce<br />

esperanza que fomentamos de que toda vuestra desgracia, terrible a la verdad, os servirá de<br />

prueba de los engaños detestables de que está lleno el mundo y de los fatales efectos de la<br />

vanidad y de la ambición, las cuales se lo prometen todo y no llegan a abarcar sino peligros y<br />

desazones; <strong>com</strong>o también conoceréis que el dote más apreciable de una doncella son los<br />

virtuosos sentimientos que le fomentan la modestia y el recato, siendo estos mismos el más<br />

precioso adorno de su hermosura.<br />

Ahora, pues, vuestros padres anhelan el momento de recibiros en sus brazos; pero antes<br />

os debo advertir que sólo quedan informados de la traición y violencias de Lorvál, habiendo<br />

yo creído oportuno ocultarles vuestra quedada en casa de Hernesta y vuestra conducción a<br />

Bicetra. haciendo recaer todo el odio sobre Lorvál y sobre el modo con que os tuvo encerrada;<br />

y a esto sólo debéis ceñir vuestra narración si vuestros padres os la pidieren, porque si les<br />

contaseis toda vuestra desgracia, sólo contribuiría para agravarles el dolor sin necesidad y<br />

para que os desechasen tal vez si llegasen a saber vuestra voluntaria prostitución, sin que os<br />

pudiese disculparos la respuesta engañosa de su maldición que os trajo Hernesta.<br />

La llegada del médico interrumpió su discurso, y aunque después que partió el mismo<br />

quisiese Adelaida darle nuevas y ardientes demostraciones de su gratitud, vedóselo Hardyl,<br />

diciendo que estuviese queda y que al otro día partirían para Linois. Hallábase presente a<br />

todas estas cosas Eusebio, dejando hacer a Hardyl por no saber explicar enteramente en<br />

francés, sintiendo perder de oído muchas de las tiernas y afectuosas expresiones de Adelaida<br />

por su rápida y delicada pronunciación que, a<strong>com</strong>pañada de un agradable gracejo, hacía tomar<br />

mayor interés a un corazón sensible por su desgracia. Toda lengua hácese re<strong>com</strong>endable en<br />

boca de una mujer agradada; y pronunciada de Adelaida, empeñaba mucho más los deseos de<br />

Eusebio para verla restituida a sus amados padres, <strong>com</strong>o sucedió al día siguiente, cediéndole<br />

también su coche y haciendo venir para sí un fiacre en que iba solo, sin cuidar de llevar<br />

consigo uno de sus criados que iban en sus asientos acostumbrados.


Eusebio los seguía en el fiacre; pero si éste era incómodo y malo, los caballos eran peores<br />

y mucho peor el cochero. Para empeorarlo todo, las lluvias habían inundado los caminos. Los<br />

cuatro caballos de Eusebio, frescos y lozanos, volaban, mientras los del fiacre, muertos de<br />

hambre y de fatigas, hallaban a cada paso un atascadero, del cual sólo salían a fuerza de palos<br />

y de conjuros. Eusebio, que perdía su coche de vista, sentía algunos impulsos de impaciencia<br />

que procuraba refrenar volviendo sobre sí. Pero <strong>com</strong>o al pasar un charco algo profundo cayese<br />

en él uno de los caballos y quedase allí, a pesar de mil palos, <strong>com</strong>o en lecho regalado,<br />

<strong>com</strong>ienza a encendérsele la sangre a Eusebio y, exasperado contra el cochero, iba a<br />

prorrumpir en baldones contra él. Pero la memoria de las máximas de la moderación y del<br />

sufrimiento sofocó la palabra ya medio fuera, haciéndose suma violencia y diciéndose a sí<br />

mismo: ¿Contra quién las llevo? ¿Qué culpa tienen los caballos, muertos de fatiga, ni el<br />

cochero que los mata a palos por servirme?<br />

Apenas había dicho esto a sí mismo cuando el cochero, enfurecido, viendo que no podía<br />

hacer mover al caballo, exclama: ¡Voto a tal, que te tengo de matar, bestia traidora, a ti y al<br />

hi... de pu... que está, sentado mano sobre mano! Este lindo conjuro del cochero, a<strong>com</strong>pañado<br />

de mil latigazos que menudeaba con rabia sobre el inmóvil caballo, rompió la reflexión que<br />

iba haciendo Eusebio para no enojarse, dándole al mismo tiempo motivo para ejercitar su<br />

moderación, porque oyéndose injuriar tan villanamente del cochero, en vez de irritarse contra<br />

él, saltó inmediatamente del fiacre con aire jovial de que se revistió, diciéndole: Aquí estoy,<br />

amigo, vamos a mover al caballo. Mas ni por ésas lo recabaran, si dos labradores que<br />

trabajaban en el vecino campo hubiesen el acudido a los reniegos y desaforadas voces del<br />

cochero.<br />

Éste, viendo ya su caballo pie, hizo a Eusebio el nuevo cumplimiento con voto redondo<br />

que no pasaría adelante. Eusebio, aunque se resintió del insolente descaro de aquel hombre y<br />

del tono fiero y firme con que rehusaba andar, viendo a más de esto las duras circunstancias<br />

en que se hallaba, ya volviese a París, pues se privaba del gozo que esperaba tener en el<br />

recibimiento de Adelaida por el cual había emprendido aquel viaje, ya quisiese disfrutar de él,<br />

pues debía hacer aquel camino a pie, se resuelve, contenido de la moderación, a tomar este<br />

partido; y así, sin alterarse, le dice al cochero: Haced lo que os dé gana, pues al cabo no me<br />

faltan piernas para caminar; idos en hora buena. Dicho esto, se pone a caminar, dejando al<br />

cochero en medio del camino.<br />

Pero el cochero, acordándose que Eusebio se iba sin pagarlo, corre tras él y, cogiéndolo<br />

de la abrochadura de la chupa, enarbola el látigo diciendo: ¡Vive Dios, que no os llevaréis la<br />

paga! Soltadla. ¡Qué poco esperaba Eusebio verse reducido a tan terrible aprieto! El dejar al<br />

cochero sin paga no procedía de voluntad, sino de olvido, teniéndole sobrado ocupada el alma<br />

las reflexiones de la moderación; ellas le sirvieron entonces de fuerte freno para no proceder<br />

contra el nuevo desacato del cochero, diciéndole sólo con suma serenidad: Tenéis razón, me<br />

olvidaba; y mete la mano en la faltriquera para satisfacerlo. ¡Pero cuáles fueron sus angustias,<br />

cuando contándole el dinero que llevaba en el bolsillo, halló que no bastaba para pagarlo por<br />

entero! Taydor era el que <strong>com</strong>únmente llevaba el dinero del gasto, y <strong>com</strong>o salieron todos<br />

juntos de París, no pudo precaver aquella fatal contingencia. El feroz cochero, viendo que le<br />

faltaba la mitad de la paga, dobla las amenazas, queriendo que le satisficiese hasta el último<br />

maravedí. En vano el paciente Eusebio le protestaba que no tenía más que aquellos ocho<br />

francos que le entregaba, prometiendo pagarle del todo en París; porque, creyendo el bárbaro<br />

que quería ocultarle lo demás, descarga sobre Eusebio un palo con el látigo, pretendiendo<br />

sacárselo con aquella violencia.<br />

Santo y sublime sufrimiento, desconocido en la ocasión del honor vano y de la soberbia<br />

de los mortales, fortalece el corazón de Eusebio, que siente todo el peso de la fiera injuria,


pero que prefiere al ímpetu des<strong>com</strong>puesto de la venganza, la noble y heroica cordura de la<br />

paciencia y el divino sosiego de los superiores sentimientos de la virtud.<br />

Aunque Eusebio se resintió sobremanera del dolor de aquel golpe, puso con todo a<br />

prueba todo el esfuerzo de su moderación y, levantando solamente el brazo izquierdo para<br />

reparar el otro latigazo que iba a descargarle, le dijo: ¿Qué hacéis? Sosegaos; os protesto que<br />

no llevo conmigo ni un cuarto más de lo que os di; sabéis la posada en donde paro, allí os<br />

satisfaré enteramente luego que vuelva de Linois.<br />

Había entretanto desaparecido de los ojos de Eusebio su coche, lo que acrecentaba sus<br />

angustias y confusión; pero <strong>com</strong>o sus caballos, aunque fuertes, trabajasen en salir del mal<br />

camino, rompieron uno de los tirantes. Pararon los cocheros para <strong>com</strong>ponerlo y con esta<br />

ocasión, volviéndose Hardyl para ver dónde quedaba Eusebio y no lo viendo, le supo mal<br />

habérsele adelantado tanto, y mucho más el que quedase solo tan atrás sin criado; y no<br />

pudiendo sosegar, le dice a Taydor que fuese a ver lo que era y que viniese en su <strong>com</strong>pañía.<br />

Casualmente los avistó Taydor atravesando campos al tiempo que el cochero estaba con el<br />

látigo levantado para descargarlo de nuevo. Taydor, que ya se acercaba, viendo el ademán del<br />

cochero y a los dos labradores que les habían ayudado a levantar al caballo que se estaban allí<br />

de pies junto a ellos, creyendo que su amo fuese salteado, dobló la carrera con la espada<br />

desenvainada, diciendo a gritos: Dejadlo estar, traidores, dejadlo estar.<br />

El cochero, enfurecido, sin poder atender a Taydor ni a sus gritos, persistía en querer ser<br />

pagado. Taydor, tanto más persuadido de la primera sospecha de que querían robar a su amo,<br />

dejándose llevar del ahínco de su amorosa fidelidad, llega y tira al cochero una cuchillada a la<br />

cabeza; mas éste no la pudo eludir tanto, doblándose hacia atrás, que no le llevase media nariz<br />

y parte de la barba; y lo matara al segundo golpe si Eusebio no lo hubiera contenido.<br />

Deslumbrado el cochero de la herida y turbado de la mucha sangre que le salía, <strong>com</strong>enzó a<br />

llorar de rabia y dolor; pero contenía sus fieros la vista de la espada que centelleaba en la<br />

mano de Taydor, retirándose a su fiacre para buscar un trapo con que detener la sangre.<br />

Taydor, enfrenado del respeto de su amo que le mandó envainar el acero, le dice: ¿Pero,<br />

señor, qué pretendía este ladrón? Eusebio, sin darle respuesta, le pide dos luises y, recibidos,<br />

va a entregárselos al cochero, diciéndole: Tomad, amigo, ahí tenéis más de lo que os debo;<br />

volved a París luego, pues veis que aquí no hay proporción para vuestra cura; los gastos de<br />

ésta quedan a mi cuenta y aprended otra vez a fiaros de la palabra de los hombres de bien.<br />

Dicho esto, le entrega los dos luises, que recibió el cochero con rabioso llanto, mirando de<br />

reojo a Taydor, contra el cual arrojaba entre dientes mil blasfemias. Eusebio, no satisfecho de<br />

esta generosidad, viendo que se cogía la sangre con un pedazo de manta de los caballos, le<br />

entrega su pañuelo, añadiéndole que si no se hallaba en estado de poder conducir el fiacre a<br />

París, llevase consigo uno de aquellos labradores, que todavía se hallaban allí presentes, pues<br />

él les pagaría su trabajo; y aunque oyendo esto uno de ellos se ofreciese a llevarlo, enviándolo<br />

en hora mala el cochero, dio motivo a Eusebio para que desistiese de nuevas ofertas y para<br />

que, dejándole tomar el camino de París, prosiguiese él a pie el de Linois en <strong>com</strong>pañía de<br />

Taydor.<br />

Ya en el camino le dice Eusebio: Os habéis propasado Taydor; ved por qué no quería que<br />

os proveyeseis de armas para el camino; me habéis dado mucho que sentir. -¿Pero cómo<br />

podría sufrir yo, señor, el veros maltratado de aquel pícaro con tanta crueldad? No sé aprobar<br />

la sobrada bondad de vmd. -¿Sobrada?¿Por qué? ¿No vale más que obtenga la paciencia el<br />

mérito que debiera apropiarse la necesidad de deber ceder a fuerza superior? Y si no,<br />

decidme: ¿si os vierais asaltado de armados asesinos, el miedo de perder la vida, no os pusiera<br />

tamaño <strong>com</strong>o un cordero, dejándoos maniatar y maltratar tal vez sin chistar, por no poder<br />

resistir a la violencia? ¿No vale, pues, más que obtenga de nosotros la virtud el necesario


sufrimiento que debiera recabar el miedo? ¿Qué hubiera yo ganado en dejarme llevar de los<br />

ímpetus de la cólera y de la venganza? En primer lugar, desazonarme a mí mismo e irritar<br />

mucho más el furor del que estaba en estado de ensayar cualquiera desafuero, dejándome tal<br />

vez aporreado; y en el segundo lugar, haberlas de haber con él a brazo partido, exponiéndome<br />

en el calor de la reyerta, o a que me matase, o a que yo le matase a él, lo que hubiera agravado<br />

mi corazón toda mi vida.<br />

Verdad es que la defensa es de derecho natural; mas el ultraje no es arma que mate y, al<br />

cabo, la virtud la debemos ejercitar cuando nos dan ocasión para ello y no cuando solamente<br />

nos viene a gusto del paladar. ¿Por ventura la moderación y el sufrimiento son virtudes que<br />

sólo se deben remitir a los claustros y a los monjes? ¿Cuánto más necesitamos de ellas los que<br />

andamos en medio del mundo, por las frecuentes ocasiones que se nos presentan? ¿Sabéis<br />

cuántos se ahorrarían de mortales pesadumbres y de muy sensibles desgracias, si se<br />

acostumbrasen a llevar con paciente fortaleza otros lances semejantes al que acaba de pasar<br />

por mí? Pero <strong>com</strong>o están siniestramente preocupados que el sufrimiento es vileza y cobardía,<br />

y la paciencia poquedad de ánimo, repelen amenaza con amenaza y ultraje con ultraje, <strong>com</strong>o<br />

si así quedase desagraviado y vengado su honor.<br />

Pero a más de que no siempre queda vengado el que se venga, sino más ofendido y<br />

aporreado, padece también todos los disgustosos efectos de la ira y de la venganza con<br />

desazón de su ánimo y se expone tal vez a perder la vida o a quitarla, extremos que son<br />

igualmente funestos. Pero al contrario, si el hombre <strong>com</strong>enzase a acostumbrarse desde niño y<br />

a persuadirse de la noble superioridad que infunde al alma el sufrimiento, y la suave<br />

satisfacción que deja la memoria de haber vencido los impulsos de la cólera y del enojo<br />

provocado de un ultraje, no le parecería ni tan poco apreciable, ni tan difícil de conseguir la<br />

moderación ero nuestra arrogancia y vanidad fortalecen la opinión del sentimiento de la<br />

ofensa y del ultraje recibido, porque nos parece que éstos nos humillan y que nos defraudan el<br />

concepto y respeto que creemos merecer o que pretendemos de los otros.<br />

Bien, señor, pero ¿y los palos no duelen? -Duelen; ¿pero no vale más que duelan dos, que<br />

no te puedes quitar de encima que no otros tantos u otro maltratamiento peor, si provocas a<br />

ello al que te ofendió, con ademán de venganza o con palabras resentidas? -Pocos encontrará<br />

vmd. que le aprueben esas máximas. -No lo ignoro; antes bien, si nos oyeran algunos de<br />

aquellos que van muy atiesados con el honor, me tendrían por un simplón y mentecato; ni lo<br />

extraño, pues tú mismo que lees frecuentemente el Santo Evangelio, parece que tienes a estas<br />

mis máximas por extravagantes. ¿Crees que los sublimes ejemplos de paciencia y sufrimiento<br />

que nos propone el divino Redentor, son sólo para que los admiremos o nos contentemos de<br />

meditarlos, sin que os pongamos jamás en práctica? ¿No son ellos la más sublime parte de<br />

nuestra religión? ¿Y el ejercicio de ésta ha de ser mirado del noble y rico presumido y<br />

altanero <strong>com</strong>o vileza y poquedad?.<br />

De esta manera iban conversando por el camino, cuando Hardyl y Adelaida, habiendo<br />

llegado mucho antes a la cruz de Berni donde habían de hacer medio día, y no viendo<br />

<strong>com</strong>parecer a Eusebio y a Taydor, se encaminaron a pie para irle al encuentro; y<br />

descubriéndolo que venía sin el fiacre, no sabían atinar el motivo. Contáselo él luego que<br />

llegó y entretuvo con su dolorosa historia el ocio de la mesa, sintiendo Adelaida que hubiese<br />

padecido tanto por su causa. Allí en la cruz de Berni hubo de tomar la posta para proseguir su<br />

viaje a Linois, donde llegaron todos juntos a casa de los padres de Adelaida.<br />

Sentía ésta su palpitante corazón agitado de todos los afectos del júbilo y del temor que le<br />

robaban casi del todo la respiración, a pesar de los esfuerzos de Hardyl en sosegarla,<br />

necesitando también de su ayuda para sostenerse en pie, luego que entró en la casa de sus<br />

padres. Éstos, no menos agitados las ansias de abrazar a su hija, corrieron a su encuentro


advertidos de su llegada por el ruido del coche que paró a la puerta. Adelantóse el padre hasta<br />

la escalera, donde se encontró con ella, y recibiéndola en sus brazos al tiempo que Adelaida<br />

iba a postrarse de rodillas, desahogaba con llanto el júbilo que le causaba su hallazgo, y el<br />

dolor de su violación, diciéndole entre sollozos: ¡Yo, yo fui la causa de tu desdicha, dulce hija<br />

mía! ¡Tu padre te hizo traición! Y el mortal dolor que me causó tu pérdida, y que fue justa<br />

pena de mis vanos desaciertos, desarmó al cielo que, apiadado de mis fieras angustias, te me<br />

devuelve, amada Adelaida, te me devuelve, valiéndose de este generoso caballero, tu<br />

libertador, dulce amparo y consuelo de una desolada familia. Ven, hija mía, ven, que tu madre<br />

te espera.<br />

Adelaida, sin aliento para proferir una palabra, sollozando amargamente, dejábase<br />

conducir del padre que la tenía medio abrazada, siguiéndolos Eusebio y Hardyl enternecidos<br />

de gozo. La madre, no sufriéndole el corazón hallarse al encuentro con su hija, volvió a su<br />

estancia, oprimida de la terrible idea de su perdido honor, y allí sentada la esperaba, agitada<br />

de los diversos sentimientos que la <strong>com</strong>batían, cubriéndose el llanto con un pañuelo. Rosalía,<br />

hermana de Adelaida, estaba con ella participando de los diversos afectos de sus padres, y<br />

llorando porque veía llorar a su madre, no porque sintiese tanto la desgracia, cuanto porque se<br />

<strong>com</strong>placía del hallazgo de su hermana. Ésta, al entrar en el cuarto, no pudiendo contener los<br />

recelos de su conciencia, viendo a su madre en aquella postura en que parecía se recataba de<br />

verla, exclamó poniéndosele de rodillas: ¡Oh mi amada madre!... Los sollozos interrumpieron<br />

lo demás.<br />

La madre, abrazándola entonces, le dice: ¡Ah hija mía, nos has dado la muerte, pero el<br />

cielo se <strong>com</strong>padeció de nosotros! ¡El pérfido Lorvál!... Levántate, levántate. ¡Oh cielos!, dijo<br />

entonces Adelaida, si merecí vuestra indignación, si os ofendí... El padre, sintiendo la seca<br />

ternura con que Genoveva recibía a su hija, interrumpió el discurso de ésta haciéndola<br />

levantar y diciéndole: No, hija mía, no; en vez de la indignación de tus padres, mereces todo<br />

su amor, toda su ternura. Rosalía, al ver en pie a su hermana, fue a abrazarla, renovándose las<br />

lágrimas y los sollozos, y después de haber desahogado los tiernos afectos de sus corazones,<br />

el padre, volviendo a Hardyl y a Eusebio, les encarece el sumo agradecimiento y la eterna<br />

deuda en que les estaba, abrazándolos con mil expresiones de ardiente y tierna gratitud. ¡Cuán<br />

bien empleados gastos! ¡Qué bien remunerada piedad! ¡Qué santa satisfacción y cuán puro<br />

gozo no probaban los corazones de Hardyl y de Eusebio con aquellos abrazos!<br />

Las criadas no tardaron a venir con lágrimas en los ojos a confirmar el sentimiento que<br />

tuvieron por la pérdida de su señorita y el alborozo por su hallazgo; pero <strong>com</strong>o ésta necesitase<br />

de descanso, fue conveniente llevarla a la cama, hallándose postrada del camino y mucho más<br />

de la agitación de sus interiores afanes y afectos, aunque estos <strong>com</strong>enzaron a sosegarse con<br />

las tiernas demostraciones y caricias de sus padres. Hardyl, sumamente contento por el éxito<br />

feliz de su manejo, quiso despedirse de monsieur de Arcourt para ir al mesón; pero debieron<br />

ceder a las instancias de éste, quedando en su casa en que les tenía dispuesto alojamiento.<br />

Monsieur de Arcourt, después de haberles renovado su sumo agradecimiento, movió la<br />

conversación sobre la desgracia de su hija, contándoles menudamente todos los pasos que<br />

había dado y las infinitas diligencias que hizo para poderla encontrar y para informarse del<br />

marqués de Lorvál, no pudiendo dudar que fuese éste el que la había robado. Pero <strong>com</strong>o<br />

dejase de contar si asistió aquella noche a la representación de la tragedia del Cid y si habló<br />

con el criado de Lorvál, Hardyl se lo pregunta. Monsieur de Arcourt le dice que entraron en el<br />

teatro, que asistieron a la mayor parte de la representación; pero que, recelando siempre de su<br />

hija, salieron antes que acabase la tragedia al zaguán para esperarla allí, mas que no habiendo<br />

podido descubrirla entre la gente, después que toda ella salió del teatro, hubieron de volverse<br />

a su casa, <strong>com</strong>o podía pensar fuera de sí de dolor y sin haber visto ningún criado de Lorvál.


Esto llevó insensiblemente la conversación a los engaños, perfidias y traiciones del trato<br />

de los hombres, especialmente en las ciudades grandes, de que los padres de Adelaida habían<br />

sacado tan funesto escarmiento, diciéndoles monsieur de Arcourt el desengaño que había<br />

sacado de la vanidad de su pasada conducta, admitiendo en su casa la gente que menos<br />

debiera. La condición noble previene en su favor los ánimos de aquellos que se reconocen<br />

inferiores, adquiriendo sobre ellos una entonada superioridad. El sexo principalmente,<br />

ambicioso de cortejo y galanteo, se somete más fácilmente a los halagos y caricias que<br />

acreditan más el poderío de sus gracias y los alicientes de su hermosura. Rara es la doncella<br />

que no prefiera en su corazón un noble a un ciudadano igual.<br />

Concepto ambicioso que ciega a muchas y que, tal vez, les acarrea su ruina o las dispone<br />

para desacertadas elecciones en sus casamientos.<br />

Prosiguió monsieur de Arcourt en decir a sus huéspedes el firme propósito que había<br />

hecho de cerrar las puertas de su casa a toda visita; pues aunque antes era de opinión que el<br />

trato contribuía para hacer más cautas y advertidas a las doncellas y para que adquiriesen<br />

mayores luces y despejo, tenía en la desgracia de Adelaida sobrado argumento para<br />

convencerse que si el trato les infundía un aire más suelto y más adamado despejo, también al<br />

mismo tiempo corrompía sus buenos sentimientos y empañaba el candor de su inocencia,<br />

desmoronando insensiblemente el muro de su recato, irritando su concupiscencia o<br />

debilitando su entereza para rendirse o para perderse en la ocasión menos pensada.<br />

A esto añadió Hardyl el otro daño que padecían también con el frecuente trato,<br />

distrayéndolas de sus labores y haciéndoles concebir, sin advertirlo, suma aversión al trabajo<br />

y a sus caseras ocupaciones, fomentándoles la desidia y la inclinación al ocio y al galanteo,<br />

causas principales de que también se resientan, ya casadas, de estos defectos, padeciendo mil<br />

desarreglos sus familias, y de que sean de doble carga para los maridos. Extendióse al<br />

contrario su elocuencia en las alabanzas del retiro, en el cual fomentaban las doncellas los<br />

severos y nobles sentimientos de un inculpable recato y de una adorable modestia, dotes<br />

preciosas para quien en ellas busca un honesto casamiento. ¿Qué cosa más amable hay en la<br />

tierra que una modesta y angelical hermosura? ¡Doncellas, si supierais la dulce impresión que<br />

hace en el hombre la virtud cuando condecora a vuestro sexo, ella fuera el principal objeto de<br />

vuestros ambiciosos esmeros!<br />

Renovaron varias veces los discursos sobre esta materia en los tres días que Hardyl y<br />

Eusebio se detuvieron en casa de Adelaida, forzados de las instancias de su padre, que en todo<br />

les manifestaba no sólo su eterna gratitud, sino también el singular respeto y veneración que<br />

le merecían los sentimientos de la virtud sólida que en ellos admiraba y que experimentó en la<br />

generosa restitución que le hicieron de su hija. Ésta, a pesar de su quebrantada salud, parecía<br />

haberla recobrado, viéndose ya en posesión de la casa de sus padres y de su antiguo cariño.<br />

¡Qué demostraciones tan afectuosas no hacía ella a Eusebio y a Hardyl las veces que iban a<br />

visitarla! ¡Qué santos discursos no le tenía Hardyl, motivándolos el sincero arrepentimiento<br />

que ella le manifestaba! ¡Qué hermoso llanto no caía de sus ojos, cuando Hardyl llegó a darle<br />

parte de su vuelta a París! ¡Qué indeleble y dulce consuelo no sentía Eusebio, y cuán celestial<br />

<strong>com</strong>placencia por haberla sacado de los horrores y miserias de Bicetra y del seno de su<br />

deplorable desgracia!<br />

¡Todos los actos de humanidad endulzan tanto al corazón del hombre! La blanda lluvia,<br />

que en los ardores del estío cae con suave susurro sobre la selva sombría, no regala tanto sus<br />

verdores, ni se recrean tanto con ella las flores del seco prado, cuanto el alma sensible con el<br />

llanto de la gratitud reconocida.


Sentíanlo Hardyl y Eusebio con el llanto de Adelaida y de sus padres, los cuales, no<br />

pudiendo oponerse más tiempo a la determinación de sus huéspedes de restituirse a París,<br />

esmerábanse en darles las últimas pruebas de su agradecimiento a tan singular beneficio, no<br />

cesando monsieur de Arcourt de besar la mano de Hardyl y de abrazar a Eusebio. Pero al<br />

llegar éstos a dar el último adiós a Adelaida, los padres, la hermana, criados y criadas que se<br />

hallaban presentes, no pudieron contener su llanto, oyendo a la desolada Adelaida manifestar<br />

a sus libertadores, con las más tiernas y vivas expresiones, su eterno reconocimiento. Ellos, no<br />

menos enternecidos, deseándole el entero restablecimiento de su salud, arrancáronse del seno<br />

de aquella consolada y agradecida familia.


Libro segundo<br />

Continuaba a sentir Eusebio la dulce impresión de la ternura que le causaron las vivas<br />

demostraciones de Adelaida, fomentándosela Hardyl que le decía la suma y pura satisfacción<br />

que él mismo también sentía por haberla sacado del miserable estado en que la encontraron y<br />

por haberla restituido tan felizmente a su familia. Renovaron con esto la memoria de la suma<br />

perfidia y maldad del infame Lorvál, extrañando Eusebio que encubriese tan impío y ruin<br />

corazón bajo la mentirosa apariencia de su blanda modestia y circunspección, nuevo motivo<br />

para que procediese Eusebio con mayor cautela y desconfianza en el trato con los hombres,<br />

sintiendo el verse precisado a poner freno a la efusión de su bondad por los dobleces y<br />

engaños de los mismos.<br />

Tratando de estas cosas llegaron al lugar en que le sucedió el caso con el cochero,<br />

contándole Eusebio la manera cómo se había portado con él, dándole dos luises y<br />

prometiéndole, a más de esto, satisfacer todos los gastos de su cura. Esto fue lo primero que<br />

atendió después que llegó a París, procurando informarse del mesonero, que fue el que hizo<br />

venir el fiacre del lugar donde paraba dicho hombre; y sabiendo que había ido a curarse al<br />

hospital, <strong>com</strong>o sentía repugnancia de ir a tales lugares por el asco que le causaron las salas de<br />

Bicetra, creyóse dispensado de la palabra que le dio de satisfacer los gastos de la cura, pues<br />

ésta nada le costaba al herido.<br />

Pero la delicada honradez de Eusebio no podía descansar con esta mezquina excusa, que<br />

le sugería la repugnancia que sentía de ir al hospital, y la miró <strong>com</strong>o indigna de la generosidad<br />

de su corazón; y aunque le ocurrió enviar a uno de sus criados con el equivalente de la cura,<br />

pero por lo mismo que no podía desprenderse de la repugnancia de ir él mismo en persona,<br />

quiso vencerla, <strong>com</strong>unicando a Hardyl esta especie. Hardyl se la aprobó, no porque le<br />

obligase el cumplimiento de la palabra, no subsistiendo el motivo para cumplirla, sino porque<br />

la honradez del corazón se fortalecía con el cumplimiento de tales menudencias, las cuales, si<br />

se dejaban de ejercitar por reputarlas de poca consideración y porque no nos obligan,<br />

engendraban dejadez en el ánimo para cumplir con las de mayor monta; de donde procedía el<br />

sobrado amor de sí mismos en la mayor parte de los hombres, que los endurece para no hacer<br />

ni cumplir sino aquello que les trae cuenta y que les viene bien, o que no les debe costar<br />

ninguna in<strong>com</strong>odidad; porque si ésta les muestra su mala cara, háceles olvidar sus promesas o<br />

no se las deja cumplir.<br />

Esta indiferencia e insensibilidad, principalmente sobre lo que se promete, destruye la<br />

hombría de bien que caracteriza al corazón español, continuaba a decirle Hardyl, por más que<br />

se pretenda atribuir esta buena partida a la soberbia nacional. ¿Pero no vale más que el<br />

hombre sea honrado y cumpla con lo que promete por principios de noble soberbia, hija del<br />

verdadero honor, que no que se muestre sin fe y sin palabra por altanera insensibilidad, hija de<br />

un ánimo ruin y de viles sentimientos? ¡Cuán pocos son los hombres que proceden y obran<br />

bien por solo amor de la virtud! ¿Pero, aunque la honradez deje de tener la virtud por fin,<br />

dejará por eso de ser estimable? Y aun así, ¿no dispone insensiblemente al corazón para<br />

recibir las impresiones de la humanidad?<br />

Después de haberle hecho Hardyl un largo discurso sobre esto, quiso ir con él al hospital,<br />

y habiéndose informado de la cama en que estaba el herido cochero, lo van a visitar. Eusebio<br />

fue el primero a preguntarle por el estado de su salud. La venda que le cubría la cara de medio<br />

abajo, dejando libre la frente desgreñada y los ceñudos ojos, le daba un horrible aspecto; y las<br />

torcidas miradas con que a<strong>com</strong>pañaba las voces roncas e ininteligibles por la venda que le<br />

cubría la boca, manifestaban el rencor con que correspondía a la humanísima atención de<br />

Eusebio. Éste, aunque no pudo <strong>com</strong>prender lo que decía, echó con todo de ver la rabia que le<br />

bullía en el corazón; y así, para no irritarlo más, resolvió entregarle otros dos luises,


diciéndole sólo que había venido a cumplir la palabra que le dio de satisfacer los gastos de su<br />

cura y que allí tenía el equivalente, poniéndole los luises envueltos en un papel debajo de la<br />

almohada, dejándoselos poner el herido sin hacerle ninguna demostración de gratitud.<br />

Eusebio, con todo, se despidió de él con la misma afable humanidad, porque no llevaba<br />

pretensión de ser correspondido, usando sólo con aquel infeliz de su honrada generosidad, por<br />

satisfacer a los impulsos de su bondadoso corazón.<br />

¡Pobre Eusebio, que vas a <strong>com</strong>parecer a los ojos de aquellos que, desde el trono de la<br />

<strong>com</strong>odidad y de la abundancia, engreídos de su riqueza y fausto, adorados de la adulación y<br />

del respeto de sus inferiores, te contemplan tan humano, y <strong>com</strong>edido con quien tan<br />

gravemente te injurió! ¿Querrán por ventura dignarse de aprobar tu sublime paciencia y tu<br />

admirable sufrimiento al golpe del látigo que sobre ti descarga, sintiendo ellos mismos<br />

encendérseles la sangre de enojo y armarse su venganza de rayos contra quien te ultraja? ¿O<br />

bien tacharán tu noble moderación de poquedad de ánimo o despreciable cobardía? ¿Con qué<br />

ojos mirarán tu determinación de ir a ver por ti mismo a tu feroz ultrajador? Como quiera que<br />

la miren, cualesquiera que sean sus sentimientos, ¿equivaldrá por ventura la enardecida<br />

venganza del honor, que hubiesen podido tomar en tal lance, a la respetable mansedumbre de<br />

tu sufrimiento?. ¿Su dura insensibilidad, o su vengada altanería, hubiera probado después el<br />

celestial consuelo y la superior satisfacción que re<strong>com</strong>pensará toda tu vida tu magnánimo<br />

sufrimiento y tu noble beneficencia?<br />

Penetrado del gozo interior que le dejaba el vencimiento de su repugnancia, y de la<br />

limosna que acababa de hacer al enfermo, salía Eusebio del hospital en <strong>com</strong>pañía de Hardyl<br />

para volver al mesón siendo hora de la <strong>com</strong>ida, pero debieron esperar a la mayor parte de los<br />

forasteros que no acababan de llegar. Re<strong>com</strong>pensaron ellos la impaciencia en que tenían a<br />

algunos de los que los estaban esperando con la singular noticia que traían, y que fue la causa<br />

de su tardanza, diciendo a gritos: Milagros, señores, milagros; venimos de ser testigos de<br />

ellos; ciegos que recobraron la vista, tullidos que quedaron sanos. Decían esto pálidos y<br />

acezando, llevando impresos en sus rostros y sentimientos los efectos de la admiración e<br />

infundiendo en los que los oían la misma pasmada palpitación que ellos sentían.<br />

Toda extraordinaria maravilla la causa, especialmente aquella que nos parece participar<br />

del terrible impulso de la mano omnipotente. Una aurora boreal que tiñe la tenebrosa esfera de<br />

su rojo esplendor; un <strong>com</strong>eta que extiende la formidable brillantez de su cola luminosa,<br />

amedrenta los ciegos corazones de los mortales, haciendo en ellos maravillosa impresión. Un<br />

milagro, a vista de inmenso pueblo, trastorna y enajena los ánimos más firmes. ¡Qué mucho<br />

que aquellos forasteros saliesen fuera de sí habiendo sido testigos de tantos <strong>com</strong>o decían!<br />

Eusebio, que estaba sentado en la mesa al lado de Hardyl, cotejando su fría indiferencia<br />

con la sorpresa y agitación que veía en los otros mientras conversaban sobre los dichos<br />

milagros, le dijo al oído con voz baja: ¿Qué, será verdad, Hardyl, todo esto que cuentan? -Lo<br />

veremos; pero me acuerdo haber oído en una <strong>com</strong>edia española:<br />

De las cosas más seguras,<br />

la más segura es dudar.


Tal vez durarán esta tarde los milagros; y si así sucede, podremos ir a verlos también<br />

nosotros. Volviéndose entonces a uno de aquellos forasteros que contaban los milagros, le<br />

preguntó en dónde se obraban. En el barrio de San Marcelo, le respondió él, y en el sepulcro<br />

del diácono Pâris. Hardyl calló y prosiguió a <strong>com</strong>er. Mas otro forastero, al oír esto, le dijo:<br />

¿Cómo es posible que el diácono Pâris haga milagros, si sé muy bien que era jansenista?.<br />

Aténgome a lo que yo mismo vi le respondió el otro. Y aunque el que le hizo la pregunta<br />

sobre la imposibilidad de hacer milagros un jansenista, no acababa de creerlo, se encogió de<br />

hombros, sin saber replicar al terrible argumento de haberlos visto hacer él mismo con sus<br />

propios ojos; siendo así que lo podía aterrar tan fácilmente, negándole que los hubiese visto.<br />

Pero si parece mal desmentir a un hombre honrado en sus barbas, lo es mucho más tratándose<br />

de milagros, cuya maravilla preocupa la opinión del hombre y la avasalla a la admiración.<br />

Esto no impidió que se trabasen de razones sobre el jansenismo y sobre los milagros, sin<br />

tomar partido Hardyl ni Eusebio en tales materias, dejándoles disputar. El empeño hubiera<br />

durado hasta después de acabada la <strong>com</strong>ida, si no los hubiese interrumpido una gran algazara<br />

y vocería. La disputa distraída de estas voces, al tiempo que preguntaban por la causa de ellas,<br />

se ven <strong>com</strong>parecer en la sala en donde <strong>com</strong>ían un ciego a<strong>com</strong>pañado de mucha gente, a quien<br />

acababa de restituir la vista el nuevo taumaturgo. Renuévase entonces la admiración en todos<br />

y el entusiasmo de los apasionados. Hardyl mismo sintió que titubeaba la firmeza de su juicio,<br />

con tanto mayor motivo para ello por cuanto aquel mismo ciego solía estar de asiento a la<br />

puerta de aquel mismo mesón pidiendo limosna, y habiéndosela dado él mismo algunas veces.<br />

Los otros forasteros, que solían verlo también de continuo a la puerta, no contentos de<br />

mirar sanos y abiertos los ojos de aquel hombre, le presentaban varios objetos para quedar<br />

más satisfechos y certificados de aquella maravilla. Saliéronse luego unos tras otros para ir a<br />

fomentar su admiración en el mismo sepulcro. Salió también Hardyl con Eusebio. Las calles,<br />

casas, tiendas y plazas resonaban del eco de los milagros; jamás la gran ciudad de París se vio<br />

tan llena de prodigios. Las gentes salían desaladas de sus casas; ni la edad decrépita ni el sexo<br />

hallaba obstáculos para ser testigos de aquellos portentos. Los mismos enfermos dejaban sus<br />

camas sin ningún reparo, animados de la esperanza y del fervor de su fe para ir a recobrar la<br />

salud. Alquilábanse a peso de oro las sillas de manos, y los imposibilitados a conseguirlas o a<br />

pagarlas hacíanse llevar en brazos.<br />

Era tan grande la afluencia de la gente que por todas partes se encaminaba al barrio de<br />

San Marcelo, que Hardyl y Eusebio llegaron a él sin tener necesidad de preguntar, siguiendo<br />

sólo el hilo de la gente. Mas al acercarse, <strong>com</strong>o se apiñase el gentío impelido de las ansiasde<br />

ver milagros, Hardyl dijo a Eusebio: Escabullámonos de aquí, no sea que nos ahoguen, pues a<br />

buen seguro que no nos restituya la vida ese prodigioso diácono, si la perdemos por tan<br />

inconsiderada curiosidad. Apenas acababa de decir esto, cuando se levanta una gran vocería<br />

de la gente que decía: ¡Un muerto resucitado! ¡Un muerto resucitado! Al oír esto Eusebio, no<br />

puede resistir a los deseos de su curiosidad, y dice a Hardyl, que había doblado una bocacalle<br />

para escapar de aquel tumulto: Esperemos a ver si pasa por aquí ese hombre resucitado.<br />

¿Mas qué esperáis saber de él?, le pregunta Hardyl, ninguno de los que volvieron a la<br />

vida nos dejó memorias de lo que vieron en el otro mundo, ni de cómo les fue por allá; por<br />

esto, sin duda, fingieron los antiguos que las aguas del río Leteo causan olvido; de modo que<br />

ni aun especie les queda de su muerte a los que murieron. Con todo, si queréis satisfacer<br />

vuestros curiosos deseos, nos podremos informar primero quién es ese muerto resucitado, y<br />

luego que el entusiasmo del pueblo se habrá sosegado, iremos a verlo a su casa. Persuadido de<br />

esto Eusebio, sálense a pasear por el Baluarte. El mismo fanatismo, las mismas voces del<br />

pueblo se oían por donde quiera que caminaban. La materia prestaba para largo discurso;<br />

Hardyl la siguió, diciendo a Eusebio: ¿No os parece que tenemos dos buenos casos a la mano<br />

para certificarnos de la verdad de esos milagros? -No sé qué casos queráis decir. -El del ciego


del mesón y el de la cura del calesero sin nariz que dejamos en el hospital, si acaso se la<br />

repone entera el diácono Pâris porque, a la verdad, yo creyera antes al milagro de un miembro<br />

añadido al que está sin él, que a un muerto resucitado.<br />

¿Pero podéis dudar de la vista restituida al ciego del mesón? -De lo que no dudo es de<br />

que últimamente veía. ¿Pero quién me podrá asegurar que estuviese antes ciego? ¿Sabéis<br />

cuántos picarones sacan renta de sus fingidas desgracias? -¿Mas qué necesidad tenía de<br />

fingirlo, o de dejarlo de fingir después, si con esto cesa la renta que decís que podía sacar de<br />

ese engaño? -¡El interés, Eusebio, tiene tantas miras y dobleces! Dios sabe cuánto le valió el<br />

milagro. Lo podéis inferir por las generosas limosnas que sacó en el mesón. A más de que, si<br />

sanó en aquel barrio ¿qué le cuesta ir a cegar a otro, después que se haya disipado el<br />

entusiasmo del pueblo? ¿Sabéis cuántos fines y motivos pueden mover al corazón humano?<br />

Un milagro falso y aparente puede tener resortes tan imperceptibles y tan ocultas manecillas<br />

que sacarían de tino si se llegasen a penetrar.<br />

Mas el pueblo está bien ajeno de ir a indagar tales cosas; y aunque la admiración no<br />

deslumbrara a su rudeza, ¿quién fuera tan atrevido que quisiese poner duda en ellas, creyendo<br />

profanar los arcanos de la omnipotencia, si les ocurre introducir en ellos los recelos de una<br />

prudente reflexión? De aquí tanta caterva de falsos milagros, confundidos con los verdaderos,<br />

introducidos o fingidos del interés, y abrazados de la credulidad del vulgo. De aquí el<br />

confundir la santidad con la maravilla y el quilatar la virtud por los prodigios, con que<br />

insensiblemente se fomenta la hipocresía de los que aspiran a ganarse el concepto de la gente<br />

con exterioridades devotas y penitentes, las cuales pueden ponerlos en lances de hacer o decir<br />

cosas que huelan a milagro, o a revelación y profecía, porque las circunstancias del lugar, del<br />

tiempo, o de las personas que son testigos pueden dar un gran crédito a lo que no hay,<br />

deslumbrados de la veneración y concepto que los tales se granjearon.<br />

¿Pero cómo queréis saber si es verdadero o falso el milagro del ciego del mesón? -<br />

Dejadme hacer a mí, pues por saber una verdad que puede redundar en mayor conocimiento<br />

del corazón humano, bien podremos sacrificar algunos luises. Entretenidos en estos discursos,<br />

se restituían al mesón después del paseo, al tiempo que encontraron al lord Som... que volvía<br />

también a él; e informado de lo que trataban, les dijo con un género de enfadada admiración<br />

que venía de casa de la duquesa de P... la cual acababa de dar mil escudos por los rotos<br />

calzones del diácono Pâris. Eusebio lo extrañaba tanto, cuanto se desatinaba el lord Som... por<br />

la extravagante devoción de la duquesa. Pero Hardyl les dio motivo con otros ejemplos que<br />

les contó de piedades semejantes, para que no les extrañasen tanto; y <strong>com</strong>o el lord continuase<br />

la conversación sobre los milagros que había oído, Hardyl le contó el del ciego del mesón, al<br />

cual no se había hallado presente el lord Som... por haber <strong>com</strong>ido aquel día en casa de la<br />

duquesa. Luego le propuso si quería entrar a la parte de lo que se pudiera gastar para<br />

certificarse de la verdad de tales milagros.<br />

El lord vino de buena gana en ello y remitieron la prueba al otro día. Pero <strong>com</strong>o el<br />

gobierno se asombrase del gran entusiasmo del pueblo, quiso poner la mano mandando cerrar<br />

el sepulcro y prohibiendo que ninguno se acercase a él, con lo cual se agotaron enteramente<br />

los milagros y cesó el fanatismo por ellos, sin pensar más Hardyl en la prueba que había<br />

determinado hacer sobre el ciego. Pero <strong>com</strong>o de allí a pocos días saliese temprano del mesón<br />

del lord Som... y encontrase a la puerta de él al mismo ciego amilagrado, que había vuelto a<br />

su antigua ceguera, sube arriba para avisar a Hardyl de esta novedad, exhortándolo a que<br />

hiciese la prueba que quería hacer. Hardyl condesciende y, llamando a Gil Altano, le da orden<br />

para que vaya a la puerta del mesón a decir al ciego que había unos forasteros que lo deseaban<br />

ver; y que lo ayudase a subir.


Entretanto, el lord, Hardyl y Eusebio esperaban en el cuarto al ciego, que de allí a poco,<br />

a<strong>com</strong>pañado de Altano, arrastrando los pies y haciendo tropezar el palo en las sillas y puertas<br />

que encontraba, entra diciendo Deo gracias, ¿cuál es el alma bendita que desea apiadarse de<br />

este ruin pecador, a quien por sus pecados no permitió el Señor, ni su Madre Santísima que<br />

gozase más tiempo del prodigioso milagro obrado en él por la intercesión del bienaventurado<br />

san Pâris? -¿Tantos pecados habéis <strong>com</strong>etido, hermano, después acá, le dijo Hardyl, que<br />

hayáis desmerecido por ellos no disfrutar más del prodigioso efecto de la intercesión del<br />

bienaventurado diácono? -Dios me libre, señor; pecado, ninguno que yo sepa; pero las<br />

permisiones de Dios son tan inescrutables. A la verdad, le dijo Hardyl, es bien que no nos<br />

metamos en ellas; y, así, dejándolas aparte, desearía saber milord Som... que está aquí<br />

presente, si erais ciego de nacimiento.<br />

Que bien haya su excelencia, mi señor milord Som... pero por gracia de Dios cegué hace<br />

sólo seis meses. -Linda gracia es ésta, le dijo Hardyl, que recae sobre ceguera de seis meses;<br />

pero os entendemos por discreción. ¿Antes, pues, de cegar teníais algún oficio? -Era aguador<br />

para servir a vuesa excelencia. -Lo siento sobremanera, dijo Hardyl, y no sé si será mayor<br />

ahora vuestro sentimiento por haber cegado de nuevo, que la primera vez que cegasteis, tal<br />

vez, por enfermedad.<br />

-Por gota coral, cabalmente. -Cabalmente, hermano, la gota coral no trae consigo tales<br />

consecuencias; pero en vos debió ser sin duda tan fuerte que os debió cegar. -Así es,<br />

excelentísimo señor; y antenoche volví a sentir los malos efectos de esa enfermedad, de donde<br />

me procedió repentinamente esta nueva ceguera. Bendito sea Dios.<br />

De aquí infiero, prosiguió a decir Hardyl, que ese glorioso san Pâris no se cuidó mucho<br />

de curaros radicalmente, porque si hubiese ido a la causa del mal no os vierais ahora otra vez<br />

ciego; y háceseme tanto más sensible esta vuestra nueva desgracia, por cuanto milord Som...<br />

sintiéndose propenso a favoreceros, había determinado poneros tienda en que pudieseis<br />

ganaros la vida muy honradamente si no hubieseis cegado. -(¡Pesia tal, si lo hubiese sabido un<br />

poco antes!) exclamó el ciego entre dientes; e inmediatamente prosiguió a decir: Loada sea<br />

mil veces la generosidad de su excelencia, mi señor milord Som... ¡Ah, altísimo señor,<br />

apiádese vuestra excelencia de este infeliz, que tiene que mantener, a fuerza de<br />

importunidades, su mujer y dos hijas, a las cuales se les abriría el cielo si vuesa excelencia se<br />

dignase ponerles esa tienda que dice!<br />

Bien, dijo el lord Som... pero primero sepamos qué tienda quisierais poner estando ciego<br />

<strong>com</strong>o estáis. -Tienda de perfumador, mi señor; una de mis hijas es muy diestra en hacer<br />

pomadas, polvos, jaboncillos de olor, albayaldes, aguas de la reina y otras cosas que acabadas<br />

de labrar, se despachan luego en París. Con esto pasaríamos una vida decente, sin irme yo<br />

dando de hocicos por esas esquinas e importunando a la gente. -¿Pero deberá costar mucho el<br />

poner esa tienda?, dijo Hardyl. -Ciertamente que necesitaría yo para ello de veinte o treinta<br />

luises, ¿pero qué son treinta luises para su excelencia, mi señor milord Som...? -Son bastante,<br />

dijo Hardyl, para hacer mirar antes cómo se dan. ¿Treinta luises? ¡Como quien nada dice!<br />

Siendo ellos bastantes, con poca industria que tengáis, para enriqueceros dentro de pocos años<br />

y si tuvierais vista y ojos sanos para poder reduplicar tanto el caudal que llegaseis a ser un<br />

rico mercader, y pasar, con el tiempo, de aguador y mendigo a persona principal en el reino.<br />

(¡Cuerpo de mí!, dijo aquí el ciego). Pero, con todo prosiguió a decirle Hardyl: El lord<br />

Som... no tendrá dificultad de poneros esa tienda si le satisfacéis un capricho que le vino. -<br />

¿Un capricho? ¿Nada más que un capricho? Enhorabuena; veamos cuál es ese capricho, y si<br />

lo puedo satisfacer. -El capricho, hermano, es el saber si el milagro que obró en vos el<br />

diácono Pâris es verdadero, o bien hecho a fuerza de soborno. -(¡Cátate aquí, Antón, entre el<br />

martillo y la bigornia!). ¿Mas señor, qué puedo yo saber de soborno? -Lo podéis saber, si se


os dio dinero para que fingieseis el milagro, <strong>com</strong>o se dio a otros que yo sé para este mismo<br />

fin. El tío Antón <strong>com</strong>ienza a rascarse la cabeza y a titubear. Hardyl prosiguió a decir: No veo<br />

por qué debáis tener reparo en confesar la verdad, pues los que estamos aquí somos todos<br />

forasteros. Milord Som... es inglés, que debe partir dentro de pocos días, y nosotros españoles,<br />

que partiremos también presto, prometiéndoos de guardaros un secreto inviolable si nos decís<br />

la verdad; pues <strong>com</strong>o dije esto no es más que un capricho, y si lo satisfacéis, tienda puesta.<br />

¿Pero no vio, vuecelencia, que antes que se obrase en mí el milagro estaba ciego a la<br />

puerta de este mesón? -Podíais hacer el ciego sin serlo de hecho. Esto es cosa <strong>com</strong>ún en las<br />

ciudades grandes, efecto de la miseria y de la necesidad; pues al cabo vale más hacer el ciego<br />

que no alcahuete y capeador. Antes bien fuerais digno de alabanza de haberlo hecho así, <strong>com</strong>o<br />

lo sois de nuestra <strong>com</strong>pasión. Y así veis, hermano Antón, que os es honrosa la palinodia. Ea,<br />

alzad esos párpados; pues si la necesidad os los hizo cerrar, otro mayor y más honrado interés<br />

os los debe hacer abrir. El picarón del ciego <strong>com</strong>ienza a reír socarronamente, diciendo: Señor,<br />

por vida de los treinta luises, que no puedo obedecer a Vuecelencia, si no me manda traer<br />

agua caliente.<br />

Ea pues, Altano, dijo Hardyl, corre a traerla. ¿Pero para qué necesitáis del agua caliente?<br />

-Señor, llevo pegados los párpados con cola de pescado, porque si no, no pudiera recatarme<br />

en muchas ocasiones de parecer ciego. -¿No erais, pues, ciego antes del milagro y fingisteis<br />

serlo, y lo dejasteis de ser porque os sobornaron para ello? -Señores, pactos claros: lo<br />

descubriré todo con la condición que su excelencia prometa darme los treinta luises para la<br />

tienda, pues se trata de dejar un oficio que me vale no poco, aunque a costa de una gran<br />

privación, cual es la de la vista. -Mi palabra la tenéis ya, dijo el lord Som... y si no os contenta<br />

mi promesa, os juro sobre mi honor que os serán pagados los treinta luises para la tienda.<br />

Diciendo esto el lord, entra Altano con un barreño de agua caliente, y dice al ciego: Aquí<br />

tiene el tío Antón el milagroso colirio; mundo es menester correr para saber creer. ¿Dónde<br />

está?, dijo el ciego, dadla acá; y Altano se la presenta. Pero <strong>com</strong>o el ciego metiese la mano<br />

para lavarse los párpados estando hirviendo el agua todavía, la retiró arrojando un ¡ay!<br />

desaforado; y luego, batiendo castañetas en el aire y soplándose los dedos con tan burlescos<br />

ademanes que el lord, Eusebio y Altano, no pudiendo refrenar la risa, prorrumpen en<br />

carcajadas tendiéndose por aquellas sillas; y estuvo a punto de acabar así aquella <strong>com</strong>edia, sin<br />

desata el nudo, que era lo que más les importaba. Porque el ciego enojado, creyendo que le<br />

hubiesen querido dar aquel chasco por la extremada risa de que tanto más reventaban cuanto<br />

eran más ridículos y airados los visajes que hacía, quiso tomar la puerta para irse, diciendo al<br />

aire: Pícaros, bribones: ¿entre vosotros el lord Som...? Un hi... de pu... debe ser él.<br />

Por buena suerte, en vez de tomar la puerta, se encamina hada la ventana, al tiempo que<br />

Hardyl, sintiendo ver al ciego tan enojado, mandó seriamente a Gil Altano que se fuese; y<br />

tomando al ciego del brazo, <strong>com</strong>enzó a sosegarlo diciéndole que estaban bien lelos de<br />

quererle hacer ninguna mala burla con aquel accidente del agua, que había sido sólo<br />

inadvertencia del criado que la trajo; luego le rogaba no quisiese perder aquella ocasión que la<br />

fortuna le presentaba; y que si no se persuadía de su sinceridad, que podía volver con los ojos<br />

despegados para certificarse. El lord acudió también a él, haciéndole las mismas protestas y<br />

renovándole su promesa; Eusebio no estaba para decirle cosa alguna, mordiéndose la risa que<br />

todavía le duraba.<br />

Tanto hicieron y tanto le dijeron que recabaron de él que volvería aquella tarde con los<br />

párpados despegados y que, luego que le contasen los treinta luises, contaría el soborno del<br />

milagro, y no de otro modo. Con esto le dejaron ir, haciendo que Taydor lo a<strong>com</strong>pañase, y<br />

quedando ellos con mayores ansias de saber lo que deseaban admirando el ingenio del ciego y<br />

la fuerza de la cola con que se pegaba los párpados, pues en ninguna ocasión los debiera abrir


más presto, si lo pudiera hacer, que en la del agua hirviendo y en la del enojo que tomó por la<br />

risa de Altano y de Eusebio.<br />

Aquella tarde lo esperaron tanto que el lord Som... temiendo que no viniese más, se<br />

despedía ya de Eusebio y de Hardyl para salir de casa, al tiempo que se lo ven <strong>com</strong>parecer con<br />

un palmo de ojos, pareciendo otro hombre. Diéronle los parabienes por haberse determinado a<br />

recobrar el uso de un sentido tan precioso, y <strong>com</strong>padecieron la necesidad que lo había<br />

obligado a privarse de él. Agradecióles el tío Antón sus buenos términos diciéndoles que el<br />

dinero tenía tanta fuerza para con los necesitados, que no debían extrañar si hacía y deshacía<br />

tales milagros, pues hacía y deshacía otras cosas peores.<br />

Eso lo sabemos, dijo Hardyl, lo que ignoramos es el modo <strong>com</strong>o os sobornaron y lo que<br />

os dieron para que fingieseis el milagro, y quién fue el que os cohechó. Aunque la historia es<br />

algo larga, dijo el tío Antón, cumpliré con mi empeño lo más brevemente que pueda, haciendo<br />

antes solemne protesta: por esa luz bendita de que ahora gozo, que es la pura verdad lo que<br />

diré a vuesas excelencias, con la esperanza de los treinta luises que se me prometió, bajo<br />

palabra de honor. No pongáis duda en ello, dijo el lord; y para quitaros todo recelo, voy a dar<br />

orden a mi mayordomo que me traiga los treinta luises. Dicho esto, vase a la puerta, y<br />

llamando a uno de sus criados, manda que avise al mayordomo que le traigan aquella<br />

cantidad. Luego <strong>com</strong>enzó el tío Antón a decir así:<br />

Lo primero que deben saber vuesas excelencias es que tengo un hermano, el cual,<br />

haciendo el oficio de carbonero, solía llevar algunas veces carbón a los padres del... y <strong>com</strong>o<br />

era devoto, cayó tan en gracia su buen genio y devoción al padre procurador, que quiso<br />

tenerlo en el convento para que sirviese a los padres, y a fuerza de instancias y de promesas lo<br />

consiguió. Después de algún tiempo que estaba con ellos, me encontré con él un día (me<br />

acuerdo que fue en el puente nuevo, frente a la estatua de Enrique cuarto) y me dijo que<br />

deseaba de mí un servicio muy importante y que esperaba que no se lo negaría, pues había de<br />

redundar en provecho mío.<br />

Obtenido mi consentimiento, me propuso si quería hacer el ciego. Al oír una tal<br />

proposición, creí que se hubiese vuelto loco, pero insistiendo él seriamente y proponiéndome<br />

que se me daría un franco diario y que sería mucho más lo que recogería de las limosnas<br />

haciendo el ciego, me resolví a abrazar el partido, pues me ahorraba del trabajo de un oficio<br />

muy cansado y que me daba tan corta ganancia. Él me sugirió también la cola que debía usar<br />

para pegarme los párpados de modo que no se conociese; después de haberlo probado, resolví<br />

venir a este mesón de Luxemburgo, <strong>com</strong>o al más concurrido de París, lisonjeándome de hacer<br />

mejor mi agosto. La elección no me salió vana, ni tenía más que desear, echando de ver en<br />

poco tiempo la mejora del oficio por las abundantes limosnas que recogía y por los ocho<br />

francos al principio de cada semana que me venía a dar mi hermano. Este no quiso con todo<br />

decirme el motivo de tan extraña pretensión e hiciese el ciego, ni quien era el que alargaba<br />

aquella propina. Mas haciéndoseme cada día más extraño el motivo que podía tener mi<br />

ceguera, creció tanto mi curiosidad, que para obligarlo a que me lo declarase, le dije que no<br />

sabiendo yo por cuanto tiempo debía privarme de la luz, se me hacía ya tan pesada aquella<br />

ficción, que me vería obligado a recobrar el uso de tan necesario sentido, si no me decía el<br />

tiempo en que había de persistir en aquella briba, y el motivo por el cual pretendía que yo la<br />

hiciese.<br />

Mi hermano, aficionado entrañablemente a aquellos padres e interesado en sus devotos<br />

designios, me dijo que tuviese paciencia por un poco más de tiempo, pues sólo me duraría<br />

hacer el ciego el tiempo que durase la enfermedad del diácono Pâris, por cuanto hacía algún<br />

tiempo que se hallaba enfermo el mismo, dando pocas esperanzas de larga vida; y que luego<br />

que hubiese muerto, me vendría a dar el aviso, y que me conduciría a su sepulcro, donde


podría publicar a voz en grito mi recobrada vista por el mérito del difunto dejándome de pegar<br />

los ojos aquel día para poder abrirlos en el lance, pues así convenía para la mayor gloria de<br />

Dios y de su santo.<br />

Confieso a vuesas excelencias que me hallaba ya tan bien en aquel nuevo estado, que<br />

sentía que el santo diácono me privara con su muerte de los ocho francos cada semana,<br />

porque, al cabo, la privación de la luz era voluntaria y sentía mayor gozo al ver mis hijas y mi<br />

mujer cuando, vuelto a casa, me despegaba los párpados; pero no pudo dispensarse de morir<br />

el buen diácono, aunque tardó mucho menos de lo que yo hubiera querido. Habiendo venido<br />

entonces a darme el aviso de su muerte mi hermano, debía hacer el papel del milagro que me<br />

valió bastante; mas esto no re<strong>com</strong>pensaba ni los francos, ni la holgura de mi ceguera,<br />

habiendo abierto sólo los ojos para ver con horror el oficio de aguador, al cual debía volver si<br />

quería sustentarme a mí y a mi familia, pues ya sabía toda París que no era ciego.<br />

Arremetí, pues, con mis cubetos, los cuales se me hacían más pesados que si fueran de<br />

plomo; pero esto no era lo peor, sino el haber perdido las casas a las cuales acostumbraba<br />

llevar el agua, sin saber dónde llevarla, hasta que, girando con ella por las calles sin poder<br />

despacharla, me llega la noticia que el gobierno había mandado cerrar el sepulcro. Viendo<br />

agotado con esto el poder del santo, que sólo había contribuido para hacerme perder mi oficio,<br />

me dije a mí mismo: ¿Qué remedio, Antón? Váyase enhorabuena la fama del diácono y<br />

volvamos a nuestras viñas; el milagro se hizo, canonícelo quien quiera. ¿Quién podrá negar<br />

que no abrí los ojos cerrados al tocamiento del sepulcro? ¿Quién creerá jamás que hiciese<br />

desde tanto tiempo atrás el ciego sobornado para recobrar cabalmente la vista en la muerte del<br />

diácono?<br />

Al contrario, si me vuelven a ver ciego, vendrán muy afanadas las devotas y otros buenos<br />

creyentes a decirme. ¿Qué es esto, tío Antón, qué nueva desgracia os acontece? ¡Altos juicios<br />

de Dios, señores míos, les diré yo, altos juicios de Dios! Y cátatelos aquí encogidos de<br />

hombros y sin saber qué decir ni qué pensar, se volverán por donde vinieron, después de<br />

haber dejado su tanto en el gazofilacio. Volviendo pues a casa, pido la cola, vuelvo a pegar<br />

mis pestañas, tomo mi bastón, hágome a<strong>com</strong>pañar de mi mujer y me repongo de mi poste,<br />

donde, apenas llegado, vino a herir tan felizmente a mi oído la voz amable, aunque algo<br />

gruesa y pronunciada a la esguizara... -Miente el grandísimo bellaco, exclamó Gil Altano que<br />

estaba presente, que ningún esguizaro le habló a él, ni a la perra de la bruja que lo parió.<br />

El tío Antón, al oírse esta rociada, se vuelve fríamente a Altano, diciéndole: ¿Pues qué,<br />

fuisteis vos el que me vinisteis a llamar? Sin duda seríais también el del agua caliente. Yo, yo<br />

fui, le dice Altano, y ojalá te hubiera despellejado, pues ni soy suizo, ni lo fue ninguno de los<br />

míos. -Perdonad, amigo, me desdigo y os agradezco que me a<strong>com</strong>pañaseis a este cuarto, en<br />

donde por verdadero milagro de su excelencia mi señor milord Som... abriese para siempre<br />

mis ojos a la luz, para ver y tocar con ella a mi fortuna, <strong>com</strong>o firmemente lo espero de su<br />

palabra de honor y de su generosidad. Per saecula saeculorum amen.<br />

¿Pero todo eso preguntó Hardyl, es verdad? -¡Y cómo si lo es!, dijo Antón, sin duda por<br />

esto el gobierno, informado de otros casos semejantes al mío, habrá hecho cerrar el sepulcro. -<br />

Qué necesidad tenía Antón, dijo entonces el lord Som... de fingir lo que no ocurriera al diablo;<br />

ved aquí las fuentes de gran parte de los milagros. Y habiendo entrado un poco antes su<br />

mayordomo con los treinta luises, hízoselos contar y dejarlos sobre la mesa. ¡Qué vista tan<br />

deliciosa para quien se había privado del uso de sus ojos! ¡Qué miradas tan anhelantes no<br />

vibraba su alma sobre aquel montón de oro que había de ser el cimiento de su fortuna!<br />

¡Cuántos dejan de ser ricos y se quedan pobres por faltarles proporciones semejantes a la que<br />

el lord Som... ofrecía al tío Antón, quedando atascada su industria en su miseria!


No se atrevía tocar Antón aquella preciosa cantidad después que se la alargó el<br />

mayordomo; y pareciéndole un sueño lo que veía, estregábase los ojos <strong>com</strong>o quien dudaba de<br />

haber recobrado la vista. Díjole entonces el lord que se llevase aquel dinero y que cuando<br />

hubiese puesto la tienda, pues sólo se lo daba para esto, viniese a darle aviso porque quería ir<br />

a verla y certificarse si lo había empleado en ella <strong>com</strong>o decía. Antón, recogiendo los luises<br />

con demostraciones de extático reconocimiento y júbilo, prometió hacer lo que le encargaba;<br />

luego, inclinándose para besar la mano a tan generoso bienhechor, rehusándolo el lord, se<br />

salió sin acordarse que estaban allí presentes Eusebio y Hardyl, tan enajenado lo tenía su<br />

alborozo. Partido Antón, Eusebio quiso satisfacer al lord la parte del gasto, poniéndose a<br />

contar sobre la mesa los veinte luises que, a tenor de la proposición que le hizo Hardyl, se le<br />

debían, pues venía a quedar así repartido el gasto entre los tres, diez por cada uno de los<br />

treinta que el lord había entregado al ciego. Mas el lord protestó que no recibiría cosa alguna,<br />

diciendo que quería quedar solo acreedor al que había a él solo agradecido la dádiva. Y<br />

aunque Eusebio, tocado en su pundonor, le hiciese serias instancias para que recibiese<br />

aquellos veinte luises, no lo pudo conseguir.<br />

Esta particularidad contribuyó para que se hiciese más íntima y más familiar su amistad,<br />

de modo que el lord Som... ya no sabía pasarse sin Eusebio. Y aunque Eusebio era serio y<br />

modesto, mezclaba tan dulce amabilidad en su reservado porte que, a pesar del respeto que<br />

exigía de los que le trataban, hacíase acreedor a su cariño, sin dejar él de hacer confianza de<br />

quien podía merecérsela. La experiencia le enseñaba más cada día a estar siempre sobre sí sin<br />

manifestarlo y a respetar a los que no conocía, sin fiarse de ninguno, costándole no poco irse a<br />

la mano por la bondad de su corazón.<br />

Esta justa reserva íbale fomentando insensiblemente la prudencia, hija de la<br />

circunspección, y le enseñaba a tomar tino y conocimiento de las personas con las cuales<br />

debía tratar. Ninguno conoce mejor al hombre que el que se precave de él. Y así, jáctanse<br />

neciamente de conocer al mundo los que se echan de pechos en él, lisonjeándose de saber<br />

nadar en todos sus golfos y de triunfar de sus engaños. Conócelo mucho mejor el que,<br />

advertido de sus traidores bajíos y falsas bonanzas, mira tranquilo y seguro desde la playa a<br />

los que, presumidos de sus fuerzas y discernimiento, luchan a brazo partido con las olas, las<br />

cuales presto o tarde hacen escarmiento de su necia presunción.<br />

La modesta reserva de Eusebio, aunque afable, podía merecer el título de tímida y de<br />

encogida a los ojos de aquellos que piensan valer más por darse un aire libre y desvanecido<br />

que llaman despejo, el cual les fomenta la descarada franqueza con que pretenden<br />

sobreponerse a los demás; dando a más de esto un aire marcial a sus afeminados modos y una<br />

especie de donosa galantería a su afectada presunción, con la cual, en vez de granjearse el<br />

ajeno concepto y estimación, <strong>com</strong>o se lisonjean, hácense al contrario más despreciables, no<br />

habiendo cosa ninguna que se haga más risible y digna de menosprecio que la desvanecida<br />

afectación del necio. Este defecto nace <strong>com</strong>únmente de la opinión que los tales se forman de<br />

sí mismos y del desvanecimiento que les infunde la riqueza por hallarse con medios para<br />

adornar su presencia con el rico traje.<br />

Eusebio tenía dos fuertes preservativos contra estas flaquezas: conservaba el traje<br />

sencillo de cuáquero y el continuo ejercicio de la virtud contenía sus pensamientos en los<br />

límites de una moderada superioridad, la cual no se manifestaba al exterior, reservándola sólo<br />

para los sentimientos de la virtud que no se sujeta a exteriores apariencias. Otra partida que<br />

hacía apreciable su trato y amistad eran las luces y conocimientos que había adquirido con el<br />

estudio y que conservaba frescos su feliz memoria, contribuyendo ésta para hacer más amena<br />

su conversación, y no para afectar que sabía. Calidad rara en un joven dedicado al estudio de<br />

sobreponerse a la vanidad que <strong>com</strong>únmente infunden las letras.


Libre de este vano prurito, no traía de los cabellos lo que no venía al caso ni tomaba la<br />

mano para interrumpir al que la tenía en el discurso, mucho menos contradecía al que erraba o<br />

citaba falso delante de otros; por ansia inmoderada de adquirir concepto a costa de la ajena<br />

humillación prefería el modesto silencio, aunque llevase visos de ignorancia y de<br />

encogimiento, a la molesta descortesía, contentándose de evitar el error que notaba en otros.<br />

Olvidaba que sabía la lengua griega y latina, luego que dejaba tales libros de las manos; y aun<br />

a los que sabían que las poseía, les ahorraba la importuna molestia de citar los autores y de<br />

sacarlos a plaza, viniese o no viniese al caso, si a ello no era incitado. Y aun entonces lo hacía<br />

con tan juiciosa parsimonia, <strong>com</strong>o si el que le preguntaba y el que oía sin haberle preguntado,<br />

estuviera también enterado de lo que decía.<br />

Londres y París le dieron muchas ocasiones de ejercitar en esto su moderación; pero en<br />

especial la posada en que entonces se hallaba por concurrir en ella muchos caballeros<br />

ingleses. Generalmente la nobleza inglesa es la más culta e instruída, efecto ciertamente de la<br />

educación. Mas ésta debe su adelantamiento a la filosofía, después que, desprendida de las<br />

telarañas y sacudido el moho en que por tantos años la tuvo envilecida la barbarie de las<br />

escuelas, dilató sus luces bajo el amparo de la libertad y disipó las tinieblas de las<br />

preocupaciones, las cuales, atando el alma y encogiendo el entendimiento del hombre, no le<br />

permitían alzar el vuelo al templo de la sabiduría, sino que, <strong>com</strong>o esclavo, lo tenían atado a la<br />

argolla de la ignorancia, alimentándolo de sutilezas ridículas y de insulsas puerilidades,<br />

temiendo que con la libertad cobrase fuerzas y alas vigorosas para levantarse en vuelo<br />

semejante al de Ícaro.<br />

No hay duda que son peligrosos los progresos del entendimiento si no los rige la virtud<br />

por el camino de las ciencias. La mente del hombre, exenta y libre de las ataduras de la<br />

ignorancia, cree levantarse sobre la tierra y acercarse al seno de la Divinidad, cuyos secretos<br />

pretende indagar. Desvanecida de las luces que adquiere, fórjase leyes y principios a su<br />

antojo, tomando sus deslumbrados caprichos por norma de la verdad y desdeñando sujetarse<br />

al <strong>com</strong>ún sentimiento de los demás hombres, a quienes mira desde el trono en que le parece<br />

que la colocó la ciencia, <strong>com</strong>o a ganado vil que pace en prado concejil. Su razón altiva,<br />

solicitada y adulada de sus pasiones, déjase llevar de sus presumidos antojos; y éstos, sin el<br />

freno de la virtud que los pudiera contener, arrástranla al despeñadero del error.<br />

Pero al contrario, el alma contenida de la virtud y educada en el seno adorable de la<br />

moderación, de la integridad, del recato, de la templanza y modestia, se levanta, bien sí, en las<br />

alas de sus conocimientos al templo de la sabiduría; pero cubre desde allí sus ojos respetosos<br />

ante el divino acatamiento, y adorando los secretos inescrutables de su poder y de su<br />

providencia, toma nuevas luces de su resplandor para indagar las verdades de la naturaleza,<br />

recibiendo de éstas vigor para sacudir las tinieblas de las preocupaciones y de los perjuicios<br />

de la ignorancia, y para volver sobre sí misma las luces adquiridas. Purifica así con ellas sus<br />

siniestros afectos y sentimientos, y perfecciona su ser, que es la mira principal de la verdadera<br />

filosofía y digno tributo del hombre a su divinidad. Ésta, infundiendo en nuestros corazones<br />

los destellos de sus divinos atributos, fecunda con ellos las semillas de las virtudes para que,<br />

con el uso de la razón iluminada, halle en ellas remedio contra los males que lo cercan y<br />

fomento de la felicidad, que en vano el hombre pretende encontrar fuera de su mismo<br />

corazón.<br />

En estas máximas había sido educado el lord Som... que era uno de los muchos que se<br />

hallaban en la misma posada con Eusebio: pero no tuvo a Hardyl por maestro y no le hicieron<br />

poner por obra los sabios consejos que recibía, y los ejemplos opuestos desmentían a sus ojos<br />

la enseñanza que le dieron sus maestros. Su alma, no estando amoldada a la virtud, se dejó<br />

torcer fácilmente y pervertir de sus ardientes pasiones, provocadas de la grandeza, de la<br />

ostentación y de la fortuna que lo acariciaban desde la cuna. No era, pues, de extrañar que,


cuan culto e instruido era su talento en las ciencias y erudición, tuviese su corazón tan<br />

corrompido y fuesen tales sus máximas que lo hiciesen un consumado libertino. La religión<br />

era para él un espantajo formado para el rudo pueblo. La virtud, sueños de los filósofos y un<br />

ente de razón que no existía sino en las ideas de la gente devota.<br />

Su suma felicidad era el mal interpretado epígrafe de la escuela de Epicuro; la norma de<br />

su obrar, sus antojos. Revestía, no obstante, su conducta con un noble y afable despejo sin<br />

resabios de afectación, conservando en su interior las buenas calidades de humano, benéfico y<br />

generoso, que pueden hermanarse con los vicios. En algunos de éstos no iba tan recatado el<br />

lord Som... que no lo echase de ver Eusebio; pero sabía prescindir en su amistad de la<br />

conducta de su amigo, aunque se aprovechase de las ocasiones que le daba su confianza para<br />

declararle sus contrarias máximas, no sólo acerca de la religión, sino también sobre las<br />

costumbres.<br />

Cuanto más amigable oposición encontraba el lord en los sentimientos de Eusebio, tanto<br />

más se le avivaban los deseos de pervertirlo, llevando a mal que un joven tan instruido se<br />

anduviese por los tristes andurriales, <strong>com</strong>o le decía, de la filosofía moral, y mucho más que en<br />

medio de París fuese con las calzas atacadas de cuáquero. Y sobre esto lo motejaba<br />

principalmente; porque, <strong>com</strong>o hubiese maquinado corromperlo, <strong>com</strong>enzando por el lance que<br />

luego le jugó, quería disponer su ánimo para ello, ocurriéndole el estratagema de Eutrapelo,<br />

de quien dice Horacio que:<br />

Cuicumque nocere volebat,<br />

Vestimenta dabat pretiosa Beatum enim jam<br />

Cum pulchris tunicis, sumet nova consilia, et spes;<br />

Dormiet in lucem; scorto posponet honestum Officium.<br />

Lo que prueba que el interior necesita de tomar exteriormente preservativos contra los<br />

vicios, para fortalecer más los sentimientos interiores del ánimo.<br />

Lisonjeándose, pues, el lord Som... de salir con sus intentos si llegaba a conseguir que<br />

Eusebio dejase su traje de cuáquero, insistía siempre sobre ello. Mas Eusebio, en vez de<br />

mostrarse resentido, le decía al contrario que no tendría ninguna dificultad de dejarlo y de<br />

vestirse a la francesa, ni de llevar el vestido más rico, si no fuera porque estando tan<br />

acostumbrado a vestir sencillamente, le causaría mil engorros el nuevo traje; no sólo por el<br />

perdimiento de tiempo y las molestias que llevaban consigo el deberse peinar, <strong>com</strong>ponerse y<br />

asearse, sino también porque si tomaba el traje francés, lo avasallaría a mil etiquetas e<br />

inconveniencias de que lo libraba enteramente el vestido de cuáquero.<br />

El lord, no encontrando medio de reducirlo, piensa que lo recabaría por vía de apuesta; y<br />

así, <strong>com</strong>enzó a decirle que tales no eran los motivos <strong>com</strong>o decía, sino que era efecto de<br />

preocupación, y que apostaría otros treinta luises para las hijas del ciego que no se vestía a la<br />

francesa.<br />

Eusebio, picado de aquella apuesta, la acepta con el fin de ganar los treinta luises para<br />

aquella pobre familia. Sobre la marcha se llama al sastre; Eusebio se deja tomar medida y el<br />

sastre promete para el otro día el vestido acabado, <strong>com</strong>o lo cumplió. Una de las condiciones


que el lord Som... exigía era que se había también de peinar; y a ella vino bien Eusebio<br />

porque, aunque veía a bulto los engorros que llevaba aquel traje, no creía que le habían de<br />

molestar tanto; pero luego que vio entrar el peluquero con sus hierros, peines, pomadas y<br />

polvos, y que <strong>com</strong>enzó a empapirotarlo y aplicarle los hierros calientes para hacerle los rizos,<br />

sintió haber admitido la apuesta, y hubiera venido bien en perderla antes que dejarse<br />

martirizar, si Hardyl, riendo del antojo del lord, no le dijera que lo más estaba ya hecho, y que<br />

así tuviese un poco más de paciencia y acabase de probar los efectos molestos a que los<br />

hombres se sujetan para no faltar a los caprichos de la moda y de los devaneos a que los<br />

obliga.<br />

Con esto se dejó peinar; se calza de nuevo y pónese finalmente el vestido, que le venía<br />

pintado, diciéndole Altano mil lindezas. Vestido ya del todo, sale para ir a exigir del lord<br />

Som... los treinta luises. El lord lo recibe con grandes demostraciones de alborozo y con<br />

en<strong>com</strong>ios de su bella presencia, dándole los parabienes por haberse despojado del hombre<br />

viejo y del traje ridículo de cuáquero; pero acerca de los treinta luises le dice que no lo creía<br />

enteramente vencedor de la apuesta, pues se debía entender que había de salir fuera de casa<br />

con aquel vestido y dejarse ver en algunas visitas. Que tal había sido su intención en la<br />

apuesta y que para prueba de ello le prevenía que, habiendo estado la noche antes en casa de<br />

la duquesa de la Val... y habiéndole contado su apuesta con él, había ella mostrado deseos de<br />

verlo, y que aquella misma mañana recibiría recado suyo para que fuese a <strong>com</strong>er a su casa.<br />

Aunque Eusebio sostenía que las condiciones de la apuesta debían ser claras y no<br />

interpretativas, quiso con todo ceder a las pretensiones del lord. Llegó entretanto el billete de<br />

la duquesa, que dio motivo para que el lord se lo llevase consigo fuera de casa, convidándolo<br />

a ver aquella mañana, antes de ir a casa de la duquesa, el gabinete del rey de Francia,<br />

preparándolo poco a poco para el terrible lance que había determinado jugarle aquella misma<br />

noche. Estaba bien lejos Eusebio de imaginárselo ni de temerlo; pero por fortuna encontró en<br />

el mismo gabinete del rey un preservativo contra las asechanzas del lord, sin reputarlo<br />

entonces Eusebio por tal, pues ignoraba el peligro que había de correr su virtud.<br />

¿Quién creyera que pudiese conservar tanta fuerza un objeto insensible, hallado acaso en<br />

aquel gabinete, para fortalecer los virtuosos sentimientos de Eusebio en la ocasión más<br />

peligrosa? Así el talabarte que había llevado el joven hijo de Evandro, determinó el ánimo<br />

vacilante de Eneas para triunfar de Turno. Iban el lord y Eusebio cebando su curioso y erudito<br />

gusto en los objetos que se les presentaban. Eusebio mirábalos con reflexión, el lord Som...<br />

con delicada ligereza, creyendo ver bastante lo que miraba. Pero no es lo mismo ver que<br />

mirar; tantas cosas se presentan a los ojos, que no llegan a los del alma. La vista del sabio es<br />

la reflexión.<br />

Como el lord fuese, pues, <strong>com</strong>o ligera mariposa desflorando lo que veía, pasósele por<br />

alto una preciosidad, la cual, fijando la atención de Eusebio, llegó casi a sacarle tiernas<br />

lágrimas. Era un escudo de plata maciza que hicieron labrar, según se cree, los reconocidos<br />

celtíberos a la continencia de Escipión, cuando tomada Cartagena restituyó al joven Alucio su<br />

prometida esposa. Eusebio no acababa de desprender su vista de aquel precioso monumento,<br />

que atestiguaba la gran impresión que hizo en los ánimos de los españoles la generosa virtud<br />

de aquel joven general, mandando labrar aquel escudo para consagrar la memoria de un hecho<br />

digno de la veneración de todos los siglos.<br />

El lord Som que había pasado adelante, viendo que su <strong>com</strong>pañero quedaba extático,<br />

prestándose a las reflexiones que le hacía nacer aquel escudo que con fatiga sostenía en sus<br />

manos, le dijo: ¿Qué viene a ser eso, don Eusebio?-Ved, milord, una adquisición digna de un<br />

rey. -Preciosa cosa, voto a tal, ¡no sé cómo se me pasó! ¿Pero creéis que sea del tiempo que<br />

nos quieren dar a entender? - ¿Qué, milord, os hace fuerza el caso? -Por qué lo decís, don


Eusebio? -Porque parece que no quisierais que se hubiese labrado en aquel tiempo. -¡Qué<br />

modesta malicia! ¿Y aunque yo no lo creyera, que podéis inferir de ahí? -El hecho de<br />

Escipión, milord, nada perdiera; no necesita su excelsa generosidad de escudos de plata para<br />

eternizarse, pero el que se grabase a gasto de los celtíberos o de los romanos de aquel tiempo,<br />

probaría la gran fuerza de la virtud en quien experimenta sus adorables efectos. Consultad<br />

vuestro corazón.<br />

Sutilizáis, don Eusebio, sin desatarme la dificultad, y sois bien bueno si creéis que el<br />

continente mozo, a la vista de seis legiones romanas, lo fuese también en los baños de Baias y<br />

en el retiro de Literno. -Mi malicia fue a lo menos modesta; mas la vuestra, milord...-Cuanto<br />

le falta de modesta, tanto adquiere de verdadera. -¿Pero las pruebas, dónde están? -¡Bueno<br />

está eso! ¿Queréis que los historiadores os vayan a sacar los trapos de sus protagonistas?-<br />

¿Luego queréis atribuir la continencia del Escipión en aquel caso al reparo de ser notado de<br />

sus soldados, siendo así que éstos se la presentaron <strong>com</strong>o de derecho de la victoria, y no a su<br />

virtud? -Me acertáis el pensamiento; y vamos adelante, que la duquesa nos espera.<br />

Eusebio no quiso disputar más; acabaron de ver el gabinete y luego se encaminaron a la<br />

casa de la duquesa. Había varios señores de distinción, y entre ellos algunos que alojaban en<br />

la misma posada con el lord Som... y con Eusebio, los cuales, sabiendo la apuesta y viendo a<br />

Eusebio vestido a la francesa, lo exhortaban a que continuase en llevar aquel traje que le daba<br />

mucho realce. La duquesa se mostraba también interesada en ello; pero Eusebio, después de<br />

haberles dejado decir, se les puso a contar por respuesta un apólogo a que no tuvieron que<br />

responder. Sobremesa, con el motivo contar el lord Som... el escudo que había visto en el<br />

gabinete del rey y de la disputa que tuvo con Eusebio, dio ocasión a algunos de los<br />

convidados para tomar partido en una cuestión que era de suyo tan curiosa, dividiendo sus<br />

pareceres, unos en favor del lord Som..., otros en el de Eusebio.<br />

Pero éste, viendo que las flacas razones que traían sus partidarios en defensa de Escipión<br />

daban presa a las máximas y a los presupuestos del libertinaje con que parecía que triunfaban<br />

los adversarios, entra entonces con modesto calor y empeño a defender la causa, probándola<br />

no sólo por la educación moral, sino también por la física que recibían los romanos con las<br />

severas costumbres de aquellos tiempos de Roma: por el ejercicio continuo de sus fuerzas que<br />

todos hacían y en que se ocupaba el mismo Escipión, por la pasión de la gloria que podía<br />

preponderar en él a los estímulos de la concupiscencia, por el empeño que contrajo con su<br />

patria en las críticas circunstancias en que el formidable Aníbal, habiendo ajado el poder de<br />

los romanos, amenazaba su total destrucción; empeño que, cargando sobre su edad de veinte y<br />

cuatro años, era el objeto de la esperanza de Roma, y que por lo mismo debía ocupar todos los<br />

desvelos y pensamientos de quien se llevó los votos del pueblo y del Senado en tan ardua<br />

pretensión de reparar la gloria de su patria y de ofuscar la de tan terrible enemigo.<br />

El tratarse la cosa en lengua inglesa que hablaban todos los convidados, fue motivo para<br />

que Eusebio pudiese explayarse en otras razones, que tocaban más de cerca la disputa sobre la<br />

continencia de Escipión. La duquesa se holgó que le hubiesen dado motivo a Eusebio para<br />

razonar sobre aquella materia por la <strong>com</strong>placencia que tuvo de oírlo, formando, así ella <strong>com</strong>o<br />

los demás, una opinión ventajosa de sus prendas y talento, sin exceptuar el mismo lord Som...,<br />

el cual sacó de todo esto mayores deseos de probar a Eusebio, para ver si sus obras<br />

correspondían a sus virtuosos sentimientos. Y <strong>com</strong>o tenía ya determinado ejecutarlo aquella<br />

misma noche, deseaba que llegase la hora de llevárselo a la casa de placer en donde el lord<br />

mantenía con grandes gastos una linda cortesana; pues para poderlo efectuar más fácilmente y<br />

sin nota, había tramado el lord que la duquesa convidase a <strong>com</strong>er a Eusebio solo, sin Hardyl, a<br />

fin que éste no pudiese impedirles ni trastornarles la ida a la dicha casa.


Acabado, pues, el convite, se lo lleva el lord a paseo en su mismo coche sin haberle<br />

prevenido antes sus intentos; y para disimularlos más, hízole hacer aquella noche dos visitas a<br />

dos damas inglesas. Luego se lo llevó a su templo de Gnido que así llamaba el lord a la casa a<br />

donde lo llevaba. Entrados en ella, le dice Eusebio: ¿Dónde vamos, milord? ¿Qué casa es<br />

ésta? -Os aseguro, don Eusebio, que salí con hambre del magnífico convite de la duquesa y<br />

véngome a cenar aquí. -Os haré <strong>com</strong>pañía de vista, pues no tengo apetito para gustar el más<br />

exquisito bocado. -Mejor para mí; pero a lo menos tomaréis un trago de Borgoña en honor de<br />

la digestión.<br />

Suben arriba. El primor, el gusto, la elegancia de los muebles <strong>com</strong>petían con los adornos<br />

de los pequeños cuartos. Una suave fragancia, esparciendo sus perfumes, embalsamaba al<br />

ambiente por donde quiera que pasaban. ¡Qué casa tan deliciosa, milord! ¿Quién es el dueño?<br />

-Lo vamos a ver; y dicho esto, les sale al encuentro un portento de hermosura. ¡Qué perfilado<br />

rostro! ¡Qué ojos! ¡Qué primor de talle y de presencia! ¡Qué ternura de juventud! ¡Qué<br />

gracias! ¡Qué atrayente afabilidad, mezclada de dulce insinuación y confianza! Eusebio queda<br />

enajenado y encogido. Adelante, don Eusebio, que aquí están vedadas las ceremonias, le dice<br />

el lord; y asiéndolo del brazo amigablemente, lo introduce y presenta a la deidad, que le<br />

recibe con amable sonrisa.<br />

Los dorados espejos y cornucopias duplicaban el resplandor de las velas encendidas,<br />

venciendo la claridad de los aposentos a la que recibían del día. Aplómanse sus cuerpos en los<br />

mullidos asientos; el lord da orden que cuanto antes traigan la cena. Apenas acaba de salir su<br />

criado Wilks con este orden, cuando otra deidad, no menos peregrina que la primera entra a<br />

recibir el homenaje del admirado Eusebio. Éste, al verla, se esfuerza a levantarse del mórbido<br />

y bajo asiento en que estaba, para saludarla, al tiempo que, advirtiendo el lord su ademán, le<br />

dice: Qué hacéis, don Eusebio, afuera ceremonias, no hay que moverse. Eusebio no sabía qué<br />

pensar de todo aquello que veía, pareciéndole un encanto. La nueva venida diosa, que era la<br />

que le estaba destinada y que de antemano estaba instruida de lo que debía hacer y del modo<br />

cómo se había de <strong>com</strong>portar con Eusebio, se le asienta al lado y lo entretiene con su<br />

encantador discurso mientras llegaba la cena.<br />

Un aire de dulce recato hacía resaltar su tierna hermosura y el modesto continente de su<br />

persona; se excusaba la inmodestia de su vestido. Mas esto ¿qué era en cotejo de lo que estaba<br />

por venir? ¿Hay valor en lo humano para escapar inocente de tales lazos, de tales atractivos?<br />

Eusebio, que no conocía la casa en que se hallaba y que no podía atinar quiénes eran aquellas<br />

señoritas que parecían ser las amas, refrenaba sus provocados deseos; y la memoria de lo que<br />

le pedía el decoro y la modestia hacíale contener sus ojos, esperando de momento en<br />

momento que llegase la cena y que, acabada ésta, se volverían al mesón.<br />

Aunque el lord Som... mostraba en su porte, discursos y agasajos con ellas alguna<br />

superioridad y confianza, no se había hasta entonces propasado en ningún ademán ni<br />

expresión que pudiese dar que sospechar a Eusebio; antes bien, sus discursos coincidían con<br />

los enfados y molestias que lleva consigo la grandeza y todas sus etiquetas, hasta que,<br />

finalmente, presentan la cena.<br />

Siéntanse los cuatro a la mesa, sin que ninguna otra persona de edad, varón ni mujer,<br />

hubiesen parecido. Los mismos criados del lord eran los que servían a la mesa: primera<br />

reflexión que hizo Eusebio para sospechar que el lord lo había traído a casa de sus favoritas.<br />

Aunque Eusebio no creía tener ganas de cenar; pero el haber tardado la cena y los manjares<br />

delicados, servidos con sumo primor en aquel delicioso aposento, <strong>com</strong>enzaron a darle apetito,<br />

y las instancias cariñosas de Hernestina, que era la cortesana que había hecho venir el lord<br />

Som... para vencer a Eusebio, lo empeñaron en probar algunos platos.


Un trago del mejor vino del mundo, don Eusebio, y que tal vez no habréis probado jamás,<br />

le dijo el lord. -¿Qué vino es, milord? -Este es vino de Tokay. -Dad acá, milord, dice<br />

Armanda, que quiero tener el gusto de servir a don Eusebio. Éste quiere muy poco y levanta el<br />

vaso contra la botella que Armanda le servía con empeño; pero el vaso quedó casi lleno.<br />

Eusebio lo prueba, se embalsama. ¡Vino exquisito, dice, no lo probé jamás, ni lo probé igual!<br />

-Creed, don Eusebio, que los antiguos no fingieron deidades iguales a las del vino y del amor.<br />

Y desde que Horacio me hizo saber que Catón enardecía su virtud con el vino, juré de no dar<br />

otro confortativo a la mía. Hernestina, esa botella que tenéis ahí a la mano creo que es Picolit,<br />

si no yerro; otro vino que tampoco probó don Eusebio. -Cabalmente, milord, es Picolit. Y<br />

puesto que Armanda sirvió a don Eusebio de Tokay, quiero yo servirle el Picolit.<br />

Perdonad, señora, dice Eusebio, un trago más será capaz de trastornarme. -¿Y queréis<br />

darme este sonrojo? ¡Oh! no será así; dad acá el vaso, venga el vaso. -Echad aquí un sorbo<br />

primero, Hernestina, dijo el lord, y luego se lo daréis a don Eusebio, pues quiero tocar vaso<br />

con él. -No es posible, milord, dijo Eusebio, no estoy acostumbrado a estos excesos. -¿Exceso<br />

un trago de vino? -Llueve sobre mojado, milord, y la mesa de la duquesa sabéis que no fue<br />

escasa. -¿Pero otro trago qué mal os puede hacer? -El que hace un grano de arena al navío que<br />

no lo puede llevar -¡Linda <strong>com</strong>paración! Pues a fe que Catón no se anegó en una taza de<br />

Falerno. -A lo menos probadlo si no lo queréis beber, dice Hernestina, ¿me negaréis también<br />

esta gracia? -No merece tanto mi obstinación; tratándose de probarlo solamente, aquí estoy.<br />

Eusebio presenta el vaso y Hernestina se lo deja con violencia medio lleno. Eusebio lo aplica<br />

a los labios y lo gusta, diciendo: Sea ésta la última prueba que doy a milord de mi amigable<br />

condescendencia. El temor de dar al través con su razón, hízolo sacrificar el gusto, dejando el<br />

vino en el vaso.<br />

Tantos consejos que había oído y tantas pruebas que había hecho sobre la templanza y<br />

sobriedad, algún efecto debían causar en sus sentimientos. El hombre ejercitado en obrar bien,<br />

obrará bien muchas veces, aunque sea maquinalmente, o por mejor decir, sin pensar obrar<br />

bien. La naturaleza sigue el hábito de la inclinación, según las dobleces que ésta toma. ¿Pero<br />

si entonces se le quiere negar el mérito a una obra buena, se concederá por ventura el<br />

demérito al que por los mismos términos obra mal? ¿Cuándo el ejercicio de la virtud no<br />

acarrease otro provecho al hombre que el obrar bien, aunque sea maquinalmente, desviándolo<br />

del mal, no fuera éste un gran provecho de la educación en la virtud? ¿Cuántos son los que<br />

pecan, encenagándose a las veces en los vicios, no porque los impelan a ello sus pasiones,<br />

sino por sola costumbre de pecar? ¿Dejaron de ser por eso menos culpables o más dignos de<br />

excusa?<br />

Los delitos no son tan temibles por sí solos, cuanto porque insensiblemente llevan otros<br />

tras sí, sin que el hombre los pueda precaver, tragando hasta las heces del veneno que<br />

inficiona su inclinación. Este es el motivo porque causa mayores estragos el vicio, atrayendo<br />

con tanta mayor fuerza nuestros ánimos, cuanto más insensiblemente los induce a mal obrar.<br />

¡La ponzoña del mal es tan dulce!, ¡tan amargo el antídoto de la virtud!, ¡son tan pocos los<br />

que no nauseen la medicina, aunque sepan que les ha de dar la salud!, ¡son tantos los que<br />

tragan la muerte con gusto, porque la beben sin reflexión! ¿Si el hombre antes de ceder a las<br />

fuertes instigaciones del vicio, mirase los funestos efectos que puede tener, se dejaría llevar<br />

por ventura con tanta facilidad de sus dulces, aunque engañosos alicientes?<br />

¿Mas quién es el que reflexiona sobre su obrar? El que ejercitado desde niño en la virtud,<br />

aprendió también con ella a sacudir la falsa opinión que se forman los hombres de su dura<br />

insipidez, porque no llegan a saborearla; el que, conteniendo con el freno del temor sus malas<br />

y torcidas inclinaciones, está siempre sobre sí y no pierde de vista los malos pasos y<br />

despeñaderos a donde lo pueden llevar; el que, fomentando con las máximas de la sabiduría la<br />

integridad de su corazón, previene los lances en que ella puede padecer quiebra y con recelo


los evita; el que, puesto sin culpa suya en la ocasión, conserva en ella los santos sentimientos<br />

y el temor del mal que aquéllos le fomentan. ¿Mas éstos, cuántos son? Pocos, es verdad; mas,<br />

¿esto debe servir de razón para no precaver los males, porque parece arduo y difícil el<br />

precaverlos?<br />

Si Eusebio, halagado y desvanecido de tantos objetos provocativos, les hubiera abierto su<br />

corazón, prestándose por sobrada condescendencia a la libre efusión de una loca alegría, alma<br />

del libertinaje; si la modesta severidad de su genio, contraída a fuerza de irse a la mano de<br />

contenerlo en otras ocasiones, no le hubiera engendrado un cauto encogimiento que lo hiciera<br />

estar sobre sí; si las máximas y el ejercicio de la templanza no le hubieran facilitado la<br />

privación de aquellas cosas que, suaves en apariencia, lo podrían emponzoñar, Eusebio<br />

ciertamente hubiera quedado víctima del engaño del lord Som...<br />

Éste, pues, man<strong>com</strong>unado con Armanda y Hernestina contra él, al verlo tan sobrio y<br />

desganado, instan con porfía con sus ruegos y con su ejemplo. El champaña sucede al vino de<br />

Borgoña. Pero Eusebio estaba firme en su sobria resolución. En vano hacían borbollar en los<br />

vasos la caída del suave Fontiñan para provocarle las ganas; Eusebio se niega a todas sus<br />

instigaciones.<br />

Viéndole el lord tan seriamente desganado, acaba cuanto antes la cena. Los criados<br />

desocupan la mesa y desaparecen. El lord se levanta y toma otro asiento. La instruida<br />

Hernestina va a ocupar el asiento que habían colocado en frente de una de las cornucopias de<br />

la pared opuesta, en la cual el lord Som... había hecho abrir una ventanilla, de modo que desde<br />

el aposento inmediato podía ver todo lo que pasaba en el cuarto de la cena, sin ser, ni por<br />

sueños, notado; porque la ventanilla quedaba cubierta de la cornucopia y ésta tenía raído la<br />

mitad del azogue que formaba el espejo, reducido a transparente cristal. El fin de su loca<br />

curiosidad era ver si Eusebio resistía sin testigos a las solicitaciones de Hernestina, a la cual<br />

había prometido veinte luises si lo rendía. Pensamiento de la más refinada disolución, y antojo<br />

del más descabezado libertinaje.<br />

Vámonos, milord, dijo Eusebio al levantarse de la mesa, Hardyl estará con cuidado. -<br />

¿Ahora salís con el pedagogo? Seguro estará que no habréis ido a echaros en el Sena; ¿no<br />

queréis que cenen los criados? -Voy, voy a darles priesa, dice Armanda, y se sale con este<br />

pretexto. El lord no tardó a seguirle prevaliéndose del mismo motivo, pero con el fin de ir a<br />

ponerse cuanto antes tras la cornucopia, dejando solo a Eusebio con Hernestina.<br />

Contaba ésta dieciocho años. La delicadeza de su agraciado talle y de las tiernas<br />

facciones de su rostro hacíala parecer de menor edad. Aunque muchacha de partido, su<br />

hermosura y las gracias que vencían a su hermosura, habían ennoblecido su vil oficio,<br />

prestándose sólo a personas de alto carácter y riquezas que podían darle trato correspondiente<br />

a su noble hermosura. Revestía su tierna presencia de un aire tan recatado que, a pesar de las<br />

sospechas que le habían causado a Eusebio las circunstancias de la cena, dudaba todavía de su<br />

carácter. A todo esto añadía Hernestina una gran cultura de lenguaje y ternura de<br />

sentimientos, que exprimía con las lánguidas aunque ardientes miradas de sus dulces ojos, sin<br />

que se echase de ver el arte que las animaba.<br />

¡Oh, Eusebio!, ¿con quién las has?, ¿será poderosa tu virtud para resistir a tantos y tan<br />

terribles atractivos? El que se dejó tan fácilmente arrebatar de la vista de Henriqueta Smith, el<br />

que tan presto consagró su corazón a Leocadia, el que se dejó transportar de los agasajos de la<br />

hija de Howen, ¿podrá resistir solo a solo, sin sujeción de dependencia, a las gracias y<br />

hermosura de Hernestina que lo convidan? No pudiera ciertamente, si hubiese buscado él<br />

mismo la ocasión, si el desengaño que sacó de los inadvertidos ímpetus de su amor no hubiese<br />

fortalecido su reflexión; si amedrentado de los funestos efectos del vicio, no hubiese


aprendido a amar y abrazar con preferencia la virtud por íntima persuasión, poniéndole por<br />

guarda el modesto encogimiento, alma del pudor y preservativo más fuerte contra el vicio.<br />

A este modesto encogimiento debió Eusebio la fortaleza de sus buenos sentimientos para<br />

no rendir su corazón a los incentivos de Hernestina. Jóvenes, fomentad esta noble y fuerte<br />

timidez con que armó la naturaleza vuestra inocencia. Ella es mil veces preferible a la<br />

desenvoltura y descarada franqueza a que os exhortan tal vez vuestros padres inconsiderados e<br />

inadvertidos, para que por ellas se eche de ver vuestro ingenio, sin pensar que os fomentan<br />

con ello el atrevimiento y desvergüenza con que buscáis después y encaráis al vicio. Amad<br />

este cauto y modesto recelo que fomenta la virtud y que, lejos de dar a vuestro exterior el<br />

tosco encogimiento <strong>com</strong>o pretenden, al contrario, lo ennoblece con decoro y con suave<br />

majestad, que exigen respeto y veneración, haciéndose ésta más amable en un rostro que<br />

todavía conserva su delicada belleza.<br />

Antes que desapareciese Armanda y el lord, habiendo ido Hernestina a ocupar el asiento<br />

que daba en frente de la cornucopia con el fin de atraer allí a Eusebio, éste, al contrario, por<br />

efecto de su recato, fue a asentarse en una silla que cabalmente caía debajo de la cornucopia,<br />

de modo que el lord y Armanda no podían ver lo que con tantas ansias deseaban, si Eusebio<br />

no se movía. Esto los puso a todos en consternación. Hernestina callaba, esperando el<br />

momento que Eusebio se moviese y pensando a lo que debía hacer para atraerlo. Eusebio no<br />

sabía tampoco qué decirle, teniendo ocupado su pensamiento en la ida del lord con Armanda.<br />

Estábale diciendo esto mismo lo que debía hacer con Hernestina, dándole impulsos para que<br />

fuese a agasajarla.<br />

¿Pero, y si llega el lord, decíase a sí mismo, y me sorprende? ¿Si Hernestina cede a mi<br />

recuesta y está inficionada del mal que tanto horror me causó en la infeliz Adelaida y en las<br />

salas de los apestados en Bicetra? ¿Habrá por ventura ideado el lord esto para probar mi<br />

constancia, después que defendí que el hombre podía sobreponerse a su concupiscencia con el<br />

motivo de la disputa que tuvimos sobre el hecho de Escipión? Porque, aunque él no vea lo que<br />

hago con ella, ¿no puede haberla cohechado para que se lo cuente después? Sobre todo, ¿si<br />

viene en el lance y me coge en él? No; estemos aquí. ¡Oh Escipión, oh Escipión!<br />

Estas reflexiones, que <strong>com</strong>o rápidos rayos pasaron por la imaginación de Eusebio,<br />

fortalecieron su espíritu. ¿Cómo lo hará, pues, Hernestina para atraerlo a su asiento? ¿Qué<br />

medio sabrá ensayar para vencerlo? Estábanse desatinando sobre esto el lord y Armanda<br />

detrás de la cornucopia, ansiosos e impacientes de que tardase tanto el momento. ¿Mas será<br />

fácil a Hernestina el conseguirlo? ¿Tendrá poder bastante para provocar y rendir al que,<br />

armado de su recato y del temor de desmentir sus sentimientos con el hecho si el lord lo<br />

sorprendía, se mantenía firme en la resolución de conservar su decoro? ¿Pero faltan por<br />

ventura expedientes al ingenio y astucia de la mujer? ¡Oh arte in<strong>com</strong>prensible del sexo!<br />

Estos excesos (<strong>com</strong>enzó a decir Hernestina después de algunos suspiros) siempre se<br />

pagan. ¡Tengo tanta experiencia de ello; y jamás escarmiento! Ahora veo, don Eusebio, cuán<br />

bien hicisteis de iros a la mano; sí os hubiera imitado, no me sucediera lo que me sucede, ¡ah!;<br />

y escupe. Luego prosigue: Tengo tan delicado el estómago, que cualquiera exceso me daña.<br />

¡Oh cielos!; suspira y escupe otra vez. -¿Qué es señora?, le dice Eusebio, ¿os hizo mal la<br />

cena? ¡Oh, y si me hizo mal! Me vienen ganas de provocar. Por Dios, don Eusebio, muero...<br />

Eusebio, conmovido, se levanta y se encamina hacia ella, diciéndole que tomase un sorbo<br />

de agua de la reina. Mas ella diole entonces a ver su intención con unos ojos que hacían más<br />

poderosa la solicitación, que toda la elocuencia que pudiera emplear para el efecto. Eusebio lo<br />

conoce; pero todo el horror que le causó la vista de Bicetra preocupa su mente y corazón; es<br />

impelido de la fuerza de su temor, se desprende de ella, fuera de sí, <strong>com</strong>o consternado novillo


que escapa del altar del sacrificio con la herida recibida debajo de la levantada segur del<br />

sacerdote.<br />

La descarada solicitación de la mujer es, tal vez, <strong>com</strong>o la lanza de Aquiles, que puede<br />

curar las heridas mismas que acaba de hacer. La naturaleza les dio las esquivas gracias <strong>com</strong>o<br />

su mayor incentivo. ¿Pero Eusebio irritado y provocado de tan delicada hermosura, que se le<br />

rendía enteramente, pudo sobreponerse a sí mismo? ¿Hay fuerzas en lo humano para ello? Las<br />

hay. Las tiene el que no acostumbró a disputar su ánimo en disolutas liviandades; el que,<br />

apartado de los malos ejemplos y discursos deshonestos, no fomentó con sus alicientes la<br />

libertad del corazón y el descarado atrevimiento del vicio; el que, acostumbrado desde la<br />

niñez al yugo de la virtud, en vez de prestar su ánimo a la desvanecida jovialidad, contrajo la<br />

severa integridad y reserva modesta que engendran al recato y que sofocan al engreimiento de<br />

la disipación.<br />

El lord Som..., viendo desde la cornucopia que Eusebio iba a salir del aposento, corre a<br />

su encuentro, haciendo del que nada sabía del lance, y diciendo con risa: Habéis perdido un<br />

buen rato, don Eusebio, la cena de mis criados, a quienes hice apurar las botellas... -Milord,<br />

por Dios, vámonos que es tarde y siento pena por Hardyl. -Enhorabuena, nos iremos luego<br />

que estén puestos los caballos; he dado el orden para ello. Entretanto sentémonos, pues, al<br />

cabo, no estamos entre espinas. Y encaminándose hacia Hernestina, haciendo del que<br />

reparaba en su desmayo, le preguntó qué tenía, sonriéndose con ella, pues conoció desde el<br />

otro cuarto el arte de que se había valido para atraer a Eusebio.<br />

Hernestina, algo confusa, continuaba en fingir su mal de estómago con tal arte que el<br />

mismo lord llegó a creerlo verdadero, acudiendo él mismo la chimenea para llevarle la bujeta<br />

que le pedía y que hizo servir ella para acabar con su ficción, aunque con los ojos dijo al lord<br />

lo que no podía con las palabras en presencia de Eusebio, que paseaba el cuarto con modesto<br />

desabrimiento. Tardó poco a entrar Armanda, a quien seguía uno de los criados para avisar al<br />

lord que el coche estaba dispuesto. El lord <strong>com</strong>enzó entonces a despedirse de ellas, diciendo a<br />

Hernestina que supiese que había hombres insensibles, pues había venido aquella noche para<br />

darle esta lección, aunque sentía que a ella le hubiese dado el dolor de estómago. A éstas<br />

añadió otras cosas alusivas a la pérdida de los luises, que Armanda procuró cortar para que<br />

Eusebio no conociese la trama, volviéndose a él para ofrecerle su casa.<br />

Eusebio le dio las gracias con seria afabilidad, aunque por ella no pudieran sospechar ni<br />

el lord ni Armanda que salía disgustado, si no hubieran sido testigos de lo sucedido. Salen<br />

finalmente de aquella casa y el lord, aun después de estar en el coche, procuraba mantener su<br />

libre jovialidad, <strong>com</strong>o si nada supiera del hecho ni hubiese tenido parte en él. Eusebio<br />

tampoco quiso mostrársele resentido, no estando cierto que el lord hubiese tramado aquel<br />

engaño, aunque le quedasen vivas sospechas que lo tenían en un silencio que daba a entender<br />

mucho más que cuanto pudiera decir con las palabras. Aunque el lord deseaba que Eusebio se<br />

le explicase, y aunque lo incitaba a ello moviendo por rodeos la conversación sobre<br />

Hernestina; pero viendo que nada le contestaba de cuanto le había pasado con ella, acabó de<br />

confirmarse no sólo de la solidez de sus sentimientos y de su virtud, resistiendo a las<br />

solicitaciones de aquella hermosa cortesana, sino también de su noble honradez y entereza<br />

ocultándole el hecho.<br />

Con este desengaño, viendo el lord impaciente que Eusebio nada le decía, llevado de otro<br />

impulso nacido del mismo principio de su franco y libertino corazón, le toma la mano y,<br />

apretándosela, le dice: Id allá, don Eusebio, que sois digno de la admiración de Som... -Yo<br />

digno de vuestra admiración, milord, ¿y por qué? Entonces el lord Som... le confiesa que todo<br />

lo que pasó con Hernestina había sido trama suya para probarlo y para ver si sus obras<br />

correspondían a sus máximas. Que lo estaba viendo todo desde el cuarto inmediato por una


ventanilla que había hecho abrir en la pared detrás de una cornucopia que estaba enfrente,<br />

habiendo hecho raer al azogue del espejo; y le añadió que su intención era, si se rendía, de ir a<br />

sorprenderle en el lance y hacer bulla del caso.<br />

¿Hay más dulce contento ni más pura satisfacción en la tierra, ni que llene el ánimo del<br />

más sólido consuelo, que el vencimiento de una pasión? Si Eusebio lo probaba en su corazón<br />

por haberse sobrepuesto a los incentivos de su amor ahora que el lord le manifiesta la<br />

intención que tenía de ajarle el placer si se hubiera rendido, siente inundársele el ánimo de<br />

sumo alborozo; ni se acordaba haber sentido jamás tan viva <strong>com</strong>placencia por haber resistido<br />

al lance, pensando a la horrible confusión y vergüenza que hubiera arrastrado todos los días<br />

de su vida si el lord lo hubiese sorprendido.<br />

Lleno de este purísimo consuelo llega al mesón donde el lord se separa de él, pidiéndole<br />

amigablemente perdón con la misma franqueza con que lo había introducido en la casa que<br />

dejaban.


Libro tercero<br />

Era ya muy tarde cuando llegaron al mesón pero Hardyl no se había acostado esperando a<br />

Eusebio. Éste, viéndolo con un libro en la mano, <strong>com</strong>ienza a excusar su tardanza con el<br />

motivo del lord Som... -¿Y qué necesidad tenéis, le dice Hardyl, de darme excusas? ¿No sois<br />

dueño de vuestras acciones? No me debéis dar cuenta ninguna de ellas, ni la quiero recibir -<br />

Enhorabuena, no pasaré adelante; pero mañana os contaré el terrible lance que me jugó<br />

milord, pues ahora es demasiado tarde y querréis ir a la cama. -No, no, contadlo. Entonces<br />

Eusebio le hace entera relación de la cena, del lance con Hernestina y de la confesión que le<br />

acababa de hacer el lord de haberlo tramado todo para probarlo.<br />

Hardyl, habiendo oído esto con suma <strong>com</strong>placencia, le dijo: Nada extraño, Eusebio, de la<br />

cabeza de Som... y si no hubiese estado asegurado de vuestros sentimientos desde el principio<br />

de vuestra amistad, os hubiera aconsejado a romper con él con buen modo. ¿Pero en adelante<br />

cómo pensáis <strong>com</strong>portaros? -Con algo más de reserva, pero no menos amigo, si busca mi<br />

afecto con buenas intenciones. No sé quebrar mi amistad por una ofensa, de que me pidió<br />

perdón a su modo, y que procede antes de liviandad que de mal corazón, que no tiene. -No me<br />

atrevo a desaprobar vuestra determinación; veremos con qué rostro se nos presenta mañana. -<br />

Con la misma franqueza que siempre, no lo dudéis. Su alma está tan disipada que ninguna<br />

cosa le hace impresión, si no es cuando le nace algún capricho que satisfacer.<br />

Diciendo esto, se desnudaban para irse a la cama, y con el motivo de quitarse Eusebio el<br />

traje a la francesa que había llevado todo aquel día, recayó su conversación sobre él, diciendo<br />

Eusebio que aunque perdiese los treinta luises, no se lo pondría al otro día por el embarazo<br />

que le había causado y por no ponerse otra vez en manos del peluquero; sobre estos discursos<br />

dejáronse entrambos apoderar del sueño.<br />

Al día siguiente, después de haberse levantado, mientras renovaba el discurso sobre el<br />

caso con Hernestina, descubriendo Eusebio a Hardyl los diversos afectos que había sentido y<br />

todos los sentimientos de su corazón, se ven <strong>com</strong>parecer al lord Som... en el cuarto, haciendo<br />

sonar en la mano los treinta luises que Eusebio le había ganado por la apuesta sobre el<br />

vestido, diciendo: Creía despertaros al son de estas campanillas, pero me habéis ganado la<br />

mano. Ahí tenéis, don Eusebio, lo que os debo por haber mudado de traje; no hay para qué<br />

exija más condiciones. -A mí nada me debéis, milord, sino a la familia del ciego. -No me<br />

acordaba más de aquel picarón, ni de sus hijas. Vamos, pues, esta mañana misma a llevarles<br />

estos luises, y con este motivo veremos si son hermosas; tengo ganas de ver hijas de un<br />

aguador. -Si hemos de ir con esa intención, milord, podéis dispensarme de a<strong>com</strong>pañaros. -Os<br />

prometo, a fe de mi sinceridad, que no trato engaño. -No lo temo tampoco, milord; pero si<br />

debo ir con vos, ha de ser con el fin de socorrer a una pobre familia. -¿Pues qué, esperáis<br />

indulgencia plenaria para ello? -La espero de la satisfacción y <strong>com</strong>placencia que tendré de<br />

ayudar a una familia menesterosa, y no la espero de la liviandad de ver hijas de un aguador.<br />

Algún desquite había de haber por lo de ayer, pero enhorabuena; si quedáis satisfecho<br />

con ello, lo quedo yo también, y vamos allá. -No es desquite, milord, sino tomar el mismo<br />

tono de franqueza que debe concederme la vuestra. -Eso es cabalmente lo que me agrada:<br />

hombre franco, hombre de bien. Mandad poner vuestros caballos, que hoy quiero ir con<br />

vuestro coche; vos iréis con la pía y devota intención de socorrer a las muchachas, y yo de<br />

verlas y de divertirme un poco con ellas, pero os prometo que la lengua y manos no se<br />

desmandarán.<br />

Eusebio condesciende, manda poner sus caballos y, haciéndose a<strong>com</strong>pañar de uno de los<br />

criados de la posada que sabía la casa del tío Antón, se encaminan a ella. No estaba ni él ni<br />

sus hijas, sino su mujer, la cual, aunque extrañaba la venida de aquellos caballeros que


querían ver a su marido, pero sospechando que fuesen aquellos que le habían dado los treinta<br />

luises, les dice que había ido con sus hijas a <strong>com</strong>poner la tienda que quería abrir. ¿Y en dónde<br />

está esa tienda?, le pregunta el lord Som... -Aquí cerca, responde ella; si queréis, señor, iré a<br />

llamar a mi marido. El lord le dice que sí y da orden al cochero que siga a aquella mujer, que<br />

iba desalada hacia la tienda, y paran a la puerta en que ella entró. El lord, sin esperar, baja del<br />

coche seguido de Eusebio y entra inmediatamente.<br />

Antón, que estaba sobre un banco proveyendo un estante de papeletas de polvos, avisado<br />

de su mujer, se vuelve; y viendo a su bienhechor que entraba, salta del banco y con transporte<br />

de júbilo, le dice, señalándole con la mano los estantes de la tienda: Ved, milord, los efectos<br />

de vuestra beneficencia. ¿Y los efectos de vuestro amor, le dice el lord, dónde están? Antón se<br />

para al oír esta pregunta, y luego le dice: ¿Señor, qué efectos de mi amor queréis decir? -<br />

Vuestras hijas, vuestras hijas. -¡Ah, ah, ah! Aquí dentro, están: Julia, Liseta, venid acá. Julia y<br />

Liseta <strong>com</strong>parecen limpiándose sus rostros enharinados y hacen su inclinación al lord,<br />

diciéndoles su padre, señalándoles con la mano al lord, que aquél era su singular bienhechor.<br />

No, graciosas doncellas, les dice entonces el lord, que vuestro bienhechor es este<br />

caballero, mostrándoles a Eusebio. -¡Yo, milord! No quisisteis que lo fuese. Hijas, no es así:<br />

el dinero que recibió vuestro padre, lo dio todo milord Som... -Bien, sea así; sea Som..., el que<br />

dio el dinero, todo eso no monta un caracol. Pero decidme, Antón, ¿bastaron los treinta luises<br />

para poner la tienda? -Bastaron, milord; ¡pero encuentro tantos agujeros que tapar! -Ved aquí,<br />

dijo el lord, cómo el hombre jamás llega a contentarse. Cuando os di los treinta luises, os<br />

pareció que os daba un tesoro, y ahora no os satisfacen. -Perdonad, milord, no es porque<br />

pretenda recibir más de vuestra excelencia, habiendo recibido sobrado de vuestra suma<br />

generosidad.<br />

¡Voto a tal, que no sé <strong>com</strong>prender cómo os resolvisteis a privaros de la vista por un<br />

muerto, para dejar de ver a estos dos vivos luceros de la mañana! Sin duda tendrán ya las dos<br />

sus amantes, eso ya se sabe; son <strong>com</strong>o pan de diezmo que no puede faltar. -¡Oh!, no señor,<br />

dijeron ellas; y Julia añadió: No tenemos dote. -¿Cómo no?, dice el lord, pues ¿y vuestra<br />

hermosura no es dote bastante para encontrar mil adoradores? -No, señor, dijo Liseta,<br />

mirándose las dos con risa; que somos feas. -¿Os parece, don Eusebio, que sean feas estas<br />

muchachas? -No oísteis, milord, la razón que dieron para serlo, que no tenían dote? Podemos<br />

repartir entre las dos los treinta luises, pues se lo merecen; según veo aman el trabajo y el<br />

trabajo es un gran preservativo para las doncellas. -¿Preservativo? ¿De qué, de mal de<br />

corazón? ¿Pues qué, no queréis que tengan marido? -Antes bien lo digo, milord, para que lo<br />

tengan cuanto antes, y así, no les difiramos este consuelo.<br />

Ved, muchachas, cuán <strong>com</strong>pasivo es este caballero, dijo el lord Som..., pues a trueque de<br />

que no se os difiera el gozo de recibir de su generosidad treinta luises, quiere que me prive del<br />

gusto de oíros y de contemplar vuestra hermosura. Vamos, pues, a contentaros, y hagamos<br />

partes iguales. Al sacar el lord Som... el bolsillo las muchachas mirábanse entre sí por lo que<br />

acababan de oír, centelleando en sus ojos la gozosa admiración de lo que esperaban y no<br />

acababan de creer. A Antón y a su mujer bailábales el alma en el cuerpo, mirando al lord y a<br />

su bolsillo con ojos preñados de sorpresa, de júbilo y de ternura. Eusebio, con gozo<br />

enternecido, contemplaba todos aquellos afectos y movimientos, mientras el lord con<br />

insensible despejo y liviandad contaba los treinta luises sobre el mostrador. Imagen de todos<br />

aquellos que, corriendo en pos de los placeres que, probados, engañan al corazón y que tal vez<br />

lo amargan, pasan después con desdeñosa indiferencia por encima de aquellos que,<br />

apegándose al alma y a su memoria, dejan en ella impresa la dulce <strong>com</strong>placencia que ninguna<br />

desgracia ni contratiempo puede jamás enturbiar.


Divididos los treinta luises en dos porciones, tomólas una tras otra el lord y las puso en<br />

las manos de cada una de las muchachas, apretándolas con la suya. Mas al tiempo que lo hacía<br />

con Julia, entra de repente en la tienda Gil Altano a<strong>com</strong>pañado de otro criado del mesón,<br />

diciendo a Eusebio que lo enviaba Hardyl para darle la noticia que acababa de recibir cartas<br />

de Londres, y que creía que las inclusas eran de la América. No sintió tanto gozo Edipo<br />

cuando le anunció el pastor la elección que hicieron de él por su rey los corintios, cuanto<br />

Eusebio con la noticia que Altano le traía. Agitado de la esperanza de ver carta de Leocadia,<br />

se prestaba al sumo alborozo de su imaginación, bien ajeno del golpe terrible que le esperaba.<br />

-Milord, le dice, no puedo detenerme más tiempo, perdonad; me son de suma importancia las<br />

cartas que llegaron. -Vámonos pues. Adiós, niñas de mis ojos, vendré a ver la tienda cuando<br />

esté acabada y a vosotras también: esto es lo principal.<br />

¡Oh, milord!, exclamó Antón, ¿cómo podré agradecer vuestra real generosidad? -Del<br />

mejor modo del mundo, amigo; os lo diré otro día, pues ahora no hay tiempo para explicarme.<br />

Adiós, adiós. Y diciendo esto, sube al coche en que estaba ya el impaciente Eusebio. La<br />

madre, encogida y alborozada, las hijas, más alegres y agradecidas, y su-padre Antón, salen<br />

todos a la puerta, desde donde con mil inclinaciones respetuosas daban muestras al lord<br />

Som... de su reconocimiento.<br />

Eusebio, enajenado del gozo de la noticia de las cartas, sin atender a lo que el lord le<br />

decía sobre las gracias y hermosura de aquellas muchachas, especialmente de Julia, que decía<br />

agradarle sobremanera, no veía ni oía sino su amada Leocadia, que le hablaba a su exaltada<br />

fantasía e imaginación. Llegados a la posada, el lord deja a Eusebio, que corre apresurado a<br />

verse con Hardyl. Éste le entrega una carta sola que venía inclusa en el pliego que John<br />

Bridge le remitía desde Londres, habiendo querido encargarse él mismo de recoger las cartas<br />

de los mercaderes para darles esta nueva prueba de su afectuosa memoria. Eusebio,<br />

conociendo el sobrescrito de la que Hardyl le entregaba, que era de Henrique Myden; ¿cómo,<br />

dice, no hay carta de Leocadia? ¿Puede ser que esté aquí dentro inclusa? Rompe la nema; la<br />

carta era sencilla, aunque larga. ¡Cielos, Leocadia no responde! Y <strong>com</strong>ienza a leer de pies<br />

<strong>com</strong>o estaba; tiene que sentarse y apoyar los brazos a la mesa: el temblor le turbaba la vista.<br />

«Hijo mío Eusebio:<br />

»En las fatales circunstancias que se acumularon por todas partes en tu daño, sírvenme,<br />

hijo mío, de no poco consuelo, los buenos sentimientos que animan toda la carta en que me<br />

participas tu llegada a Londres. A la verdad, necesitas de gran virtud para acabar de leer ésta<br />

mía sin que padezca quiebra, <strong>com</strong>o lo espero, la constancia de ánimo con que llevaste la<br />

pérdida del coche y de las cédulas de cambio en Dartford. Desgracia que puedo remediar,<br />

<strong>com</strong>o lo hago, enviándote otras cédulas abiertas por los mismos mercaderes para que te<br />

aproveches de ellas, en caso que no hayan <strong>com</strong>parecido las perdidas.<br />

»¡Pobre Eusebio! ¿Reducido otra vez al oficio de cestero en el centro de Londres? ¡Quién<br />

lo hubiera creído ni se lo hubiera podido imaginar, sino ese in<strong>com</strong>parable Hardyl, cuya<br />

prudencia y virtud, precaviendo los lances que pudiesen acontecer, preparó desde la niñez tu<br />

ánimo para llevar con fortaleza las desgracias que te tocan ahora de lleno!<br />

»Te confieso, hijo mío, que cuando él te instruía en aquellas sus severas máximas para<br />

que te acostumbrases a sufrir sin alteración ni abatimiento los trabajos que pudiesen caer<br />

sobre ti, lo tachaba de sobrado austero. Mas ahora veo, por prueba, la sobrada razón que para<br />

ello tenía, no sólo en la pérdida del coche, sino también en las otras desgracias que ignoras y<br />

que no debo ocultarte, asegurándome de la entereza de ánimo con que sabrás recibirlas, sin<br />

que sean capaces de alterar tu salud, que es para mí la más preciosa de todas las riquezas de la<br />

tierra.


»Sabe, pues, lo primero que, aunque vive Leocadia, no responde a tu carta por la grave<br />

enfermedad que le sobrevino hace dos días, y se teme que sean las viruelas. Diferí cuanto<br />

pude el escribir para poder darte más individuales noticias, pero no me permiten más tiempo<br />

las instancias del capitán del paquebot que debe llevar la carta, y que la espera con<br />

impaciencia para zarpar. Yo me revisto de los sentimientos de tu corazón para <strong>com</strong>padecer el<br />

que te podrá causar esta noticia cuando la leas; pero me lisonjeo que sabrás poner esta<br />

desgracia en el número de la pérdida del coche y del dinero, que llevaste con tanta<br />

indiferencia, o a lo menos, sin gran dolor.<br />

(Eusebio deja caer la carta de las manos para cubrir con ellas el llanto que le arrancaba tal<br />

nueva, diciendo: ¡Oh cielos, murió Leocadia! ¡Hardyl, perdí para siempre mi Leocadia!<br />

Hardyl, a quien Eusebio leía la carta en voz alta, se siente conmovido de su llanto y,<br />

dejándoselo desahogar un poco, le dice: ¿De dónde inferís que murió? ¿No dice expresamente<br />

Henrique Myden que vive?-¿Dónde lo dice? -Vedlo donde <strong>com</strong>ienza a hablar de su<br />

enfermedad. Eusebio se enjuga sus ojos empañados de lágrimas y advierte lo que le decía<br />

Hardyl, no habiéndolo reparado por la turbación con que leyó el preámbulo de las desgracias.<br />

Ya algo sereno prosigue a leer la carta.)<br />

»Todos los días va y viene un propio de Salem a Filadelfia para informarme del estado de<br />

su salud; pero <strong>com</strong>o la miro <strong>com</strong>o a hija, me determino a partir mañana para quedarme allí<br />

hasta que se recobre. Llevaré conmigo uno de los médicos más acreditados y, en caso de<br />

necesidad, haré venir al doctor Thaley, que me dicen acaba de llegar con el gobernador de la<br />

Nueva Jersey. Descansa, pues, tu corazón sobre mi afecto por lo que toca a Leocadia y vamos<br />

a encarar el más terrible golpe que la suerte te amenaza.<br />

»Me hallo con carta de tu apoderado en S... en que me da parte de quedar embargadas tus<br />

haciendas, en fuerza del pleito que te puso en la Audiencia un tío tuyo, hermano de tu padre,<br />

que dice haber llegado del Perú. Las razones que alega para pretender la herencia de tu padre<br />

y defraudarte de ella en favor de sus hijos son que, habiendo naufragado el navío en que ibas<br />

con tu padre a la Florida, no era verosímil que solo te hubieses salvado, niño de seis años,<br />

habiendo perecido toda la tripulación. Que es mucho más probable que hayas sido substituido<br />

con otro niño, no bastando el testimonio de un marinero que podía tener interés en la dicha<br />

declaración. Alega otras razones a estas semejantes que, aunque falsas a los ojos de quien te<br />

sacó de las olas con sus manos, pueden hacerse fuertes en las de los abogados para tu daño.<br />

»Mi parecer es, pues, que te embarques cuanto antes para España, en donde encontrarás<br />

orden del padre de Leocadia, enviado a don Juan Sauz para que se te dé todo el dinero que<br />

necesitares; y si el pleito se enmaraña, te ruego, hijo mío, que no difieras a tu padre el<br />

consuelo de volverte a ver cuanto antes en Filadelfia, donde te quedarán bienes bastantes para<br />

llevar una vida descansada con tu Leocadia y con tus hijos, si los tuvieres. Esto sólo te ruega<br />

cuan encarecidamente puede.<br />

Tu padre Henrique.<br />

»P. D. Todos mis cuidados descansan sobre Hardyl, a quien dirás que lo amo, que lo<br />

venero y que en él repongo toda mi confianza. Recibid mis tiernos abrazos.»<br />

Luego que acabó de leer Eusebio la carta, fijando sus ojos turbados en Hardyl, le dice:<br />

¿Cuándo partimos, Hardyl? Hardyl, más turbado y desconcertado que Eusebio, teniéndole<br />

clavados los ojos de hito en hito, no le da respuesta. Eusebio extraña aquella manifiesta<br />

consternación de Hardyl sin <strong>com</strong>prender el motivo. ¿Cómo era posible que lo <strong>com</strong>prendiese,<br />

si Hardyl le ocultaba todavía el gran secreto? Pero de allí a poco, rompiendo su silencio, le<br />

dice: ¿Tenéis, Eusebio, alguna especie de haber visto en vuestra niñez algún tío, o de haber


oído decir que lo tuvieseis? -No, por cierto, ninguna especie tengo de ello; ¿por qué lo<br />

preguntáis? Oído esto, se levanta Hardyl con ímpetu, echa los brazos al cuello de Eusebio y,<br />

con enérgica ternura a<strong>com</strong>pañada de lágrimas, exclama: ¡Oh, hijo mío!<br />

Eusebio, penetrado de aquel enternecimiento de Hardyl, prorrumpe también en llanto. Su<br />

corazón estaba ya tan conmovido con la carta de Henrique Myden, que necesitaba de poco<br />

impulso para llorar Hardyl, sin decirle otra cosa, después de haberlo abrazado, se desprende<br />

de él y se sale del aposento. Quedó Eusebio solo, ocupado de aquella tan extraña<br />

demostración de Hardyl, y mucho más de verlo llorar. Pero <strong>com</strong>o Henrique Myden le hablaba<br />

del pleito que le había puesto su tío, se imaginó que aquella demostración procediese de<br />

afecto <strong>com</strong>pasivo por el riesgo que corría de perder sus haciendas y creyó que su pregunta<br />

sobre el tío procediese sólo de afectuosa curiosidad.<br />

Pero vuelto en sí su amorosa fantasía voló en busca de Leocadia. Ahora le parecía, solo<br />

<strong>com</strong>o estaba y pensativo, que asistía a la cabecera de su lecho, rodeado de sus afligidos<br />

padres; ahora la veía salir sana y recobrada de su enfermedad para recibirlo en sus brazos;<br />

ahora se la representaba el temor afeada de las viruelas. Esta idea terrible, cebándose en su<br />

imaginación, luchaba con su amor y se culpaba a sí mismo por la inconsideración de no<br />

haberse informado antes de enamorarse y de darle palabra de casamiento, si las había tenido;<br />

pues la podían afear horriblemente y hacer funesta su temprana elección.<br />

Esta idea <strong>com</strong>enzó a hacer tan profunda impresión en su ánimo que casi lo sacó fuera de<br />

sí, representándosele vivamente ajada su tierna hermosura y las finas y cumplidas facciones<br />

de su rostro devoradas de un mal tan carnicero. Aquí fueron las angustias y los reproches<br />

amargos que daba a la fatal sensibilidad de su corazón, contra la cual le había predicado tanto<br />

Hardyl; pues debía esperar a hacer la elección de su casamiento después de haber visto los<br />

varios y hermosos objetos que se le hubieran podido presentar en el viaje, <strong>com</strong>o se le habían<br />

presentado. Acuden entonces a su imaginación, en tropa, todas las hermosas doncellas que<br />

había visto en Inglaterra, entre las cuales sobresalía la hija de Howen, mucho más hermoseada<br />

de sus arrepentidos pensamientos.<br />

Luego el mismo amor a su Leocadia, animado de las lisonjeras esperanzas del<br />

restablecimiento de su salud sin tacha, le hacía sacudir todas aquellas representaciones <strong>com</strong>o<br />

enemigas de la palabra que le había dado y de la fidelidad y amor eterno que le tenía<br />

prometido; pero luego, también avivado el temor de aquel mismo mal que podía acabar con<br />

ella, hacíasela ver difunta (¡Qué extravagancias no propone la alterada fantasía!). Difunta, no<br />

<strong>com</strong>o pudiera temerlo, negra y desfigurada de las viruelas, sino cual hubiera podido quedar si<br />

hubiese muerto de amor; revestido su hermoso cadáver del candor de la inocencia y su rostro<br />

de la modestia de la virginidad, <strong>com</strong>unicando el alma al cuerpo antes de desprenderse de él la<br />

hermosura de su pureza, viéndola tendida en el lecho de la muerte con los mismos ojos con<br />

que el sensible Petrarca vio a su difunta Laura.<br />

Pallida no, ma piu che neve bianca,<br />

Che senza vento in un bel colle fiochi,<br />

Parea posar, <strong>com</strong>e persona stanca.


A tan triste representación, el amor, la ternura, el desconsuelo y la flaqueza se apoderan a<br />

una de su conmovido pecho y dan con él en el suelo; y sin levantarse de él, tendiendo el brazo<br />

sobre el asiento de la silla, apoyó sobre el codo su mejilla bañada de lágrimas, sollozando tan<br />

recio que, oyéndole el lord Som... que estaba en el cuarto inmediato pasa al de Eusebio y,<br />

viéndolo en aquella postura, acude a él algo asustado y <strong>com</strong>padecido, diciéndole:-¿Qué os<br />

sucede, don Eusebio?, ¿qué accidente tan extraño ha podido conmoveros tanto? -¡Oh cielos!,<br />

yo muero, milord, perdí mi Leocadia -¿Quién es esa vuestra Leocadia? Eusebio no había<br />

hablado jamás de ella con el lord Som... y éste extrañaba oír tal nombre de su boca; pero<br />

atendiendo antes a consolarlo que a informarse de lo que no entendía, asiéndolo del brazo, lo<br />

exhortaba a que se levantase, diciendo: -Alzaos, don Eusebio, no os es decente esa postura;<br />

alzaos. -¡Ah, milord, si supieseis cuán grande es mi dolor! -Por grande que sea, no lo<br />

remediará, ciertamente, el estar sentado en el suelo.<br />

Hardyl, que entraba entonces, viéndolo también en aquella postura, se asusta y acude<br />

también diciendo:-¿Qué es, milord, qué sucede? ¿Eusebio, hijo mío, qué tenéis?-¡Oh mi<br />

amado Hardyl!... Este y el lord lo reponen en la silla, arreciéndosele los sollozos a la vista de<br />

Hardyl que lo consolaba. -¿Mas se puede saber ahora, dijo el lord, quién es esa Leocadia? -<br />

¿Pues qué, milord, recae sobre ésa el llanto de Eusebio? -A ésa llora según parece. -Eusebio,<br />

hijo mío, ¿es posible que os haya podido abatir tanto vuestra alterada fantasía? El primer<br />

transporte lo <strong>com</strong>padezco: es debido a la naturaleza; mas, ¿la razón y la virtud no han de<br />

merecer antes el lugar en vuestro pecho que el abatimiento y la desesperación? Porque, ¿a qué<br />

fin fomentar un dolor por un mal imaginario?<br />

¿No se puede saber, Hardyl, preguntó entonces el lord, quién sea esa Leocadia? -Es su<br />

prometida esposa, de quien tiene noticia hallarse tal vez con las viruelas. -¿No hay otro mal<br />

que ése? -Nada más. -¡Locura, locura! ¿Desesperarse por una mujer? ¡Quién lo creyera!<br />

¿Teméis acaso, don Eusebio e os falten otras si esa llega a morir? Eusebio, teniendo cubierto<br />

su rostro con el pañuelo, nada respondía. El lord prosigue diciendo a Hardyl: Os confieso que<br />

ayer lo puse en trote de curarle ese mal de amor y desechó la medicina; ahora lo paga.<br />

Eusebio, rompiendo entonces el silencio, dice: Prefiero, milord, el dolor que me devora a<br />

todos los placeres de la tierra a que me podáis convidar. -A eso no sé qué decir, sino que<br />

volváis a tenderos por el suelo y renovéis los sollozos por las viruelas, que tal vez no tiene<br />

vuestra amable Leocadia. Yendo Eusebio a responder, lo interrumpe Gil Altano que entraba<br />

diciendo a Hardyl que había llegado el escribano que mandó llamar. Hardyl dice entonces al<br />

lord Som... si quería ser testigo del testamento que había de otorgar. El lord, aunque extrañó la<br />

petición de Hardyl, condescendió de buena gana. Y <strong>com</strong>o Eusebio había de ser parte<br />

interesada en dicho testamento, no pudiendo hacer de testigo, no quería Hardyl dejarlo solo en<br />

el cuarto, temiendo que fomentase sus melancólicos pensamientos. A este fin, ocurrióle que<br />

Altano era a propósito para divagárselos, y así, le mandó, después que salieron del cuarto, que<br />

fuese a hacerle <strong>com</strong>pañía.<br />

Entretanto la mente afligida de Eusebio, herida de aquella extraña novedad del<br />

testamento que iba a otorgar Hardyl, perdió casi enteramente todas las demás especies que lo<br />

habían entristecido tanto; y formando sobre ella mil nuevos discursos, se decía a sí mismo:<br />

¿Hardyl hacer ahora el testamento que no le ocurrió hacer en toda su vida, ni aún en Chantilly,<br />

cuando parecía que se le agravaba la enfermedad, hacerlo en un mesón, qué viene a ser esto?<br />

¿Qué necesidad? ¿A qué fin? Pero él se conmovió sobremanera al oír el pleito que me puso<br />

mi tío. Luego me preguntó si me acordaba de haber oído decir que tuviese algún tío o de<br />

haberlo visto; y diciéndole yo que no, me vino a dar aquel abrazo tan tierno, tan expresivo,<br />

a<strong>com</strong>pañado de llanto, siendo así que no lo vi llorar jamás. ¿Que sea él tío mío? ¿Mas esto<br />

cómo puede ser? Un cestero en Filadelfia, tío de un español nacido en S... pudo, es verdad,<br />

haber pasado a la América: ¿mas su apellido no es Hardyl? Y aun dado que todas estas


sospechas fuesen verdaderas, ¿cómo era posible que se ocultase un tío a un sobrino por tanto<br />

tiempo, amándome tan entrañablemente y tratándome con tanta familiaridad, si yo fuese<br />

sobrino suyo?<br />

Altano, enviado de Hardyl, entra a cortar estos discursos, diciendo a Eusebio: Muy<br />

impaciente estoy, mi señor don Eusebio, de saber la causa del llanto de vmd. y de tan gran<br />

dolor <strong>com</strong>o padeció. ¿Murió por ventura mi señor Henrique Myden? ¿Qué hace mi señora<br />

doña Leocadia? ¡Qué carta tan dulce habrá recibido vmd. de sus blancas manos! -Carta,<br />

ninguna; antes bien es ella la que causó mi aflicción hallándose gravemente enferma, y se<br />

teme que sean viruelas. -Vale más que las tenga en ausencia de vmd., porque así, cuando<br />

volvamos allá, la encontraremos hecha un pinito de oro acrisolado, que será un encanto el<br />

verla. -¿Mas no puede también morir? -Eso, también pudimos morir nosotros cuando las<br />

tuvimos; y con todo, vamos por ese mundo adelante, que vida mejor no la tuvieron los doce<br />

pares.<br />

Eso queda para vos, que no sentís desazones ni cuidados. -¿Pues qué, vmd. los tiene tan<br />

graves?, ¿tan gran pena le da la enfermedad de mi señora Leocadia? A la verdad, yo sintiera<br />

que se fuese al mundo de allá. Es tan dulce y afable de genio y tan agraciada, que sería lástima<br />

que muriese; pero no hay que temer que muera. -¿Y quién os lo asegura? -No hay sino formar<br />

buen agüero para que salga verdadero, porque el que malo lo toma a ése le asoma. Créame,<br />

vmd., que yerro rara vez si me pongo a pronosticar, o si el pronóstico me sale de la manga sin<br />

pensar en ello, desde que una gitanilla sevillana me enseñó el arte de agorar -No sabía que<br />

poseyeses esa ciencia. -Sépalo, pues, vmd., para su consuelo, pues aunque dicen que es<br />

ciencia de engañabobos, se acierta con ella muchas veces. Me entiendo, señor, de esa ciencia<br />

ligera, que consulta el curso de los astros y los pliegues de la palma de la mano; no la de<br />

aquellos magos endiablados que se meten en las cuevas, en donde los enseña el demonio a<br />

labrar menjurjes, antídotos y melecinas haciéndoles ver en barreños llenos de agua los sucesos<br />

pasados y por venir.<br />

¿Y creéis que haya de esos magos? -¡Y cómo si los hay! Siendo yo rapazuelo oí decir que<br />

había uno muy célebre en los montes de Úbeda, donde habitaba entre riscos en una cueva<br />

llamada Lobona, que después se convirtió en ermita, que se ve todavía blanquear entre los<br />

picachos de aquellas sierras. El mago se llamaba Trigueros, que obró muchos prodigios por<br />

aquellas serranías, en donde era tenido en suma veneración, de modo que lo iban a consultar<br />

en sus cuitas muchos de aquellos rústicos montesinos, y cuando lo hacían era poniéndose de<br />

rodillas sobre una piedra que les tenía allí dispuesta a este fin, distante de la cueva <strong>com</strong>o un<br />

tiro de ballesta, de donde les vedaba pasar adelante. -Eso lo haría él para ganarse mayor<br />

concepto de aquellas gentes y para que ninguno pudiese ver lo que hacía allá dentro. Mucho<br />

es que le dejasen ganar tanta opinión por aquellos contornos sin prenderlo.<br />

Ahí verá vmd., qué tal era él; pues habiendo caído por dos veces en las zarpas de la Santa<br />

Hermandad, ambas a dos se les escapó con un pasagonzalo. ¿Pues qué, no había que querer<br />

prender al mago Trigueros, y prenderle? Oiga, vmd., lo que le sucedió por dos veces a la<br />

Santa Hermandad cuando le vino el desventurado pensamiento de quererlo prender.<br />

Mas primero ha de saber, vmd., que el quedarse aquellos rústicos serranos que lo iban a<br />

consultar algo apartados de la cueva sobre la piedra que dije, no era porque Trigueros quisiese<br />

ganarse concepto, que para nada lo necesitaba, sino por temor que tenían aquellos hombres a<br />

los fieros lobos y osos que siempre lo a<strong>com</strong>pañaban, acariciándolos <strong>com</strong>o cariñosos perros<br />

que se paraban a oírlo con las cabezas levantadas, sentados sobre sus rabos <strong>com</strong>o si oyesen un<br />

sermón cuando entonaba algunas de sus profecías desde la cueva a los que iban a pedírsela.<br />

Éranle muy obedientes aquellos voraces animales, por temor de la vara de ébano reluciente<br />

que llevaba siempre en su mano; y que era de virtud tan singular, que luego que con ella hería


el suelo, salía un denso vapor, el cual extendiéndose por la atmósfera, cuajábase en una<br />

nubada tan terrible, que lanzaba de su negro seno mil rayos, precedidos de truenos tan<br />

horrendos, que parecía que fuesen rodando por las nubes cubas tamañas <strong>com</strong>o la Giralda de<br />

Sevilla llenas de peñascos.<br />

Esto decían que lo hacía solamente cuando quería dar a entender a la tierra su enojo, o<br />

porque habían murmurado de él o porque dejaban de ofrecerle cumplidamente los dones<br />

acostumbrados cada semana, que eran <strong>com</strong>o un diezmo que exigía Trigueros de aquellos<br />

páparos para mantenerse, porque sin duda no gustaba mucho de hacer el aljongero. Y así, lo<br />

primero que enseñaban aquellas gentes a sus hijos era el no decir mal del viejo de la montaña,<br />

que también lo llamaban así por antoniomasa. -¿Antonomasia queréis tal vez decir? -Eso<br />

mismo; el Antonio que se me atraviesa me hace siempre equivocar; pero volviendo a mi<br />

historia, Trigueros llegó a tanta soberbia que era poco menos que un diosezuelo en aquellas<br />

tierras, pues aquellos dones o diezmos, ve vmd. que olían a sagradas ofrendas. -No lo extraño<br />

si lo temían tanto aquellos rústicos, pues el temor es el que hizo tantos dioses. -A la verdad, él<br />

era maravilloso; porque otras veces para ostentar su poder, hiriendo el suelo con aquel mismo<br />

cayado de ébano, hacía brotar de repente de aquellos duros peñascos árboles tan frondosos,<br />

fuentes tan regaladas, prados con flores tan bellas y tan varias, pájaros tan peregrinos y<br />

vistosos, que enamoraban a la vista.<br />

Pues dicen también que lo interior de la cueva era una obra sin igual, por lo maravilloso<br />

de su materia y de su labor, teniéndola dividida en otras espaciosas grutas, que se seguían y<br />

enlazaban unas tras otras, cuyas paredes eran de pórfido tan singular que echaban de sí<br />

claridad igual a la del mediodía. -¡Rara cueva era esa, y muy poderoso ese mago Trigueros!-<br />

¿También lo confiesa vmd.? Pues añádese que todavía no he concluido lo de la cueva. Sus<br />

pavimentos eran de diáspero, <strong>com</strong>o las techumbres de donde se desprendían follajes de oro,<br />

que diz que sacaba de tino su prodigiosa labor. Lo más particular eran las alcándaras de plata<br />

que tenía en cada rincón de las cuevas, donde conservaba pájaros de plumaje y cantos tan<br />

admirables que encantaban los sentidos, sin que <strong>com</strong>iesen ni bebiesen, y por consiguiente, ya<br />

me entiende vmd., pero lo diré de modo que no ofenda a su oído: sin que ensuciasen jamás<br />

aquellos preciosos pavimentos.<br />

Vamos a la manera cómo lo quisieron prender, pues esto es lo que pudiera de algún modo<br />

interesar mi curiosidad; porque de esos y otros tales encantamientos están llenas las novelas y<br />

romances, efecto de la libre fantasía de los autores, que ensayan ficciones insulsas, sin<br />

instrucción ni provecho de quien las lee y de quien las oye. Puesto que vmd. no gusta de cosas<br />

tan bellas y maravillosas, dejaré de decir los deliciosos jardines y viveros, y las hermosísimas<br />

ninfas que allí tenía nuestro mago; aunque estoy seguro que, si las oyese del modo <strong>com</strong>o yo se<br />

lo contase, le supiera mal que no hubiese pasado adelante en mi narración; pero ya que no lo<br />

quiere oír, lo tendré en el buche y diré de su prisión; voy a ello.<br />

Estuvo algunos años encerrada la fama de este prodigioso mago en aquellas serranías,<br />

pero, <strong>com</strong>o sabe vmd. que la Santa Hermandad no duerme, llegó a saberlo y sobre la marcha<br />

envió gente para prenderlo. Esta gente, pues, muy ufana y confiada en su número, en sus<br />

armas y oficio, <strong>com</strong>o si fuesen a prender una zona, trepa por aquellas breñas arriba, guiadas<br />

de algunos serranos prácticos de las sendas. Éstos les avisaron que no pasasen de aquella<br />

piedra donde ellos se ponían de rodillas para consultarlo, pero ellos, riéndose del aviso, iban<br />

con resolución de a<strong>com</strong>eter al mago en su misma cueva. Luego que la avistaron, estando poco<br />

distantes de la piedra que los serranos les decían, he aquí que el mago se asoma a la boca, con<br />

una barba que le pasaba la cintura, vestido todo de negro y cubierta la cabeza con un manto<br />

<strong>com</strong>o el que llevan las mujeres, y empuñando la vara maravillosa, que le aseguro a vmd. que<br />

hacía una figura de reverendo diablo.


A tal vista, páranse de repente aquellos animosos cofrades, temblando entonces <strong>com</strong>o<br />

azogados, sin atreverse a pasar adelante y sin poder volver atrás <strong>com</strong>o lo querían, hasta que,<br />

saliendo de repente de la cueva una caterva de osos y de lobos, <strong>com</strong>o toros agarrochados, los<br />

embisten despedazando a los que pudieron alcanzar y haciendo despeñar a otros por aquellos<br />

cerros abajo para escarmiento de los que intentasen volver a perturbarlo. Pero <strong>com</strong>o los<br />

valientes se esfuerzan tanto más, cuanto es mayor el peligro y mayor la vergüenza que se les<br />

sigue por dejarlo de a<strong>com</strong>eter, ofrécense muchos sabedores del caso a prender nuestro<br />

Trigueros, a pesar de todos los diablos que se pusiesen a defenderlo.<br />

Ármanse todos de cabeza a pies. Llevados de su ruidoso empeño, se encaminan hacia la<br />

sierra, llevando también su insignia delante, que era..., lo tengo en la punta de la lengua, pero<br />

no acaba de salirme... -No importa, abrevia, porque tengo ganas de verlo preso. -Llegan, pues,<br />

a vista de la cueva <strong>com</strong>o los primeros y, antes de pasar adelante, forman una especie de<br />

consejo de guerra para tratar del modo cómo lo podrían prender, teniendo entre tanto todos el<br />

ojo alerta a la cueva por si acaso se asomaba el mago. Pero él estaba tan lejos de temerlos, que<br />

verá vmd. lo que sucedió.<br />

Luego que convinieron en el modo, que sería largo de contar con los dimes y diretes que<br />

tuvieron entre sí, se esfuerza cada uno de ellos para a<strong>com</strong>eter aquella terrible empresa; pero al<br />

tiempo de mover el pie para embestir, oyen de repente a sus espaldas el eco horrible de un<br />

cuerno que, resonando por las concavidades y valles de aquellos montes, los hacía temblar,<br />

infundiendo tal espanto y terror a los armados, que hubieran caído muertos si al mismo<br />

tiempo no los tuviera atado con fuerza oculta y tan prodigiosa, que no los dejaba mover de la<br />

postura en que el sonido los cogió, con el paso adelante <strong>com</strong>o cuando los soldados hacen la<br />

descarga, quedándoles sólo libres las cabezas, las cuales podían mover y volver cuanto se lo<br />

permitía la postura en que quedaron, dándoles angustias mortales el formidable son del<br />

cuerno, que a cada instante cobraba mayor cuerpo, cuanto más se iba acercando el viejo de la<br />

montaña, que él era el que le sonaba, seguido de sus osos y lobos que bajaban por la cuesta de<br />

un monte muy enhiesto, a<strong>com</strong>pañando con sus roncos berridos y aullidos el destemplado son<br />

del cuerno retorcido.<br />

Cuando lo reconocieron de cerca, cuajáseles a todos la sangre en las venas, conservando<br />

sus ojos y bocas abiertas la consternación espantosa que les causaba el no poder huir de aquel<br />

terrible peligro por más que se esforzasen; mucho mas al oír las graves pisadas de los osos y<br />

de los lobos que Trigueros envió delante de sí, habiéndoles tocado antes con la vara para que<br />

no despedazasen a ninguno, con la intención que llevaba de darles doctrina en una juiciosa<br />

arenga que les quería hacer; de modo que aquellos fieros animales iban y venían con terrible<br />

pausa por medio de aquel escuadrón de la Santa Hermandad, sin hacer más que olerles en<br />

cierto paraje para ver si había obrado el miedo; y en algunos obró tanto, que hicieron retirar a<br />

los lobos, que dicen que son de olfato algo delicado.<br />

En esto llega Trigueros, el cual, poniéndoseles delante, después de haberlos mirado con<br />

terrible y silencioso ceño, les dice así: Temerarios mortales, ¿qué os movió tan<br />

desacertadamente a venir a perturbar la tranquilidad de quien gozaba en estos montes, lejos de<br />

vuestros engaños, fraudes y maldades, una vida acreedora a la inmortalidad? ¿Por ventura<br />

creéis que fenecieron los oráculos que tan venerados eran de los antiguos, y que para<br />

consultarlos iban en romería a la Trevede Pifia y a la de Jove Ramón? Eusebio, a pesar de su<br />

tristeza, al oír estos desatinos proferidos con una serenidad sin igual, no pudo contener su risa<br />

y rompió la narración de Altano, el cual muy maravillado, le dice:-¿Cómo, se ríe vmd.? ¿Qué<br />

hay ahí que reír? -¿De adónde habéis sacado esa Trevede Pifia y esa otra de Jove Ramón? -<br />

Pues qué, no lo cree vmd.? -Créalo yo o no lo crea, ese es otro cuento. De lo que río es que<br />

llaméis Trevede Pifia a la Pitia y de Jove Ramón a la de Júpiter Amón. ¿-Pues qué, no hay


mas que acordarse de esos nombres tan raros? -Pero si no os acostumbráis a proferirlos, los<br />

erraréis de nuevo, si se os ofrece contar otra vez ese cuento.<br />

¿Cómo cuento? No es cuento esto, señor, que por cosa muy averiguada me lo contó la<br />

gitanilla. ¿Pues qué, no cree vmd. que hay hombres que tienen pacto con el demonio? -<br />

Primero quiero saber qué viene a ser este pacto; si se hace con juramento de palabra o por<br />

escrito. -Eso sí que yo no sé decirle. -Eso, pues, se llama creer de corrillo; pero prosigue tu<br />

narración, si no, no acabaremos en todo el día. -Enhorabuena, señor, proseguiré. El mago<br />

Trigueros...<br />

Al ir a proseguir Altano entra Hardyl en <strong>com</strong>pañía del lord Som... y con rostro teñido de<br />

la ternura de su afecto, entrega a Eusebio copia del testamento que acababa de otorgar,<br />

diciéndole: Aquí tenéis, Eusebio, el testamento que acabo de hacer en favor vuestro. Otros<br />

bienes no poseo que la casa y huerto que tengo en Filadelfia, pero sabed que son ya vuestros.<br />

No había ninguna necesidad de que yo hiciese por ahora el testamento; pero no pude resistir al<br />

<strong>com</strong>pasivo impulso que me causó la noticia del pleito que os puso vuestro tío; y lo hice<br />

porque siempre es bueno prevenir los accidentes de esta vida, y el testamento es una de las<br />

cosas que jamás se ha de diferir. Ahí lo tenéis, y os lo entrego sellado para que sólo lo abráis<br />

después de mi muerte.<br />

Eusebio, sorprendido de tan extraña resolución, no sabía a cuál de los afectos excitados<br />

de tan singular demostración entregaría primero su pecho. La modesta y agradecida confusión<br />

con que miraba aquel papel, <strong>com</strong>o don sagrado y digno de su veneración por las respetables<br />

manos de quien le venía, preponderó en su agradecimiento, y le hizo decir: Lo acepto, Hardyl,<br />

con todo el tierno reconocimiento de que es capaz el amor y el respeto que os profeso, y os<br />

aseguro que la mayor herencia de la tierra que pudiese venirme de otra voluntad que la<br />

vuestra, no me merecería tan grande ni tan pura gratitud. Proseguía a decirle otras expresiones<br />

a este tenor, pero el lord Som..., que no podía estar tanto tiempo sin hablar hablando otros en<br />

su presencia, movida también su <strong>com</strong>pasiva generosidad de la aflicción de Eusebio, quiso<br />

darle prueba de su garbosa amistad, ofreciéndole una de las tierras que poseía en Inglaterra y<br />

que más le agradase, donde pudiese vivir <strong>com</strong>o dueño de ella en caso que llegase a perder el<br />

pleito con su tío.<br />

Sospechaba el lord Som... que el llanto que vio derramar a Eusebio procedía antes del<br />

temor y aflicción por la pérdida del pleito, que del amor que protestaba a Leocadia, pues no<br />

podía <strong>com</strong>prender tan puro y ardiente afecto en el amor de Eusebio; por lo mismo atribuía su<br />

tristeza a una causa que pensaba remediar con su oferta generosa, dando ocasión a Eusebio<br />

para agradecérsela; y empeñados en estos afectuosos cumplimientos, los llamaron a <strong>com</strong>er,<br />

quedando Gil Altano muy desabrido por no haber podido acabar su cuento.<br />

Con todo, había dejado con él bastante serenado a Eusebio, y la extraña demostración de<br />

Hardyl borró enteramente todas las tristes especies que le había excitado la carta de Henrique<br />

Myden. Al salir del aposento para ir a la mesa, recibe aviso el lord Som... que acababa de<br />

llegar al mesón el duque de D... y <strong>com</strong>o eran amigos grandes, fue inmediatamente a darle la<br />

bienvenida; pero <strong>com</strong>o el duque saliese de su cuarto para ir a la mesa y se encontrase con el<br />

lord, diéronse mutuos abrazos con gran alborozo y jovialidad. Sentados a la mesa, <strong>com</strong>ienza a<br />

preguntar lord Som... al duque nuevas de Londres, de donde venía; y después de haberle<br />

satisfecho sobre ellas, le dijo que le daría otras de París que tal vez él no sabía, aunque hacía<br />

tiempo que estuviese en aquella ciudad. Curioso el lord Som... de saberlas, le pregunta cuáles<br />

eran. El duque le dice entonces que el rey de Francia se casaba con madama Maintenon y que,<br />

a más de esto, se trataba en la corte de tomar una ruidosa satisfacción de la de Roma por una<br />

injuria hecha a su embajador.


Esto dio motivo para hablar de Roma, e insensiblemente vino a caer el discurso, sobre la<br />

religión. El duque era partidario de los delirios de Hobbes y de Spinoza, haciendo, por<br />

consiguiente, ostentación de incrédulo y de despreciador de todo culto. El lord Som... en<br />

medio de su libertinaje, aunque miraba tal materia <strong>com</strong>o indiferente a sus costumbres,<br />

instigado con todo del duque de D... seguía el discurso sin dificultad ni reparo. Sabíale mal a<br />

Hardyl que se hubiese empeñado la conversación sobre tal materia en pública mesa; y por más<br />

que procuró romperla con preguntas extravagantes, viendo que nada aprovechaba para<br />

hacerles desistir, inclinándose algo hacia el lord Som... que le estaba al lado, le dice en voz<br />

baja: Milord, estamos a mesa redonda y alguno de los presentes se escandalizará tal vez de ese<br />

discurso. El sabio, decía Catón, ve, piensa y calla.<br />

No se lo dijo Hardyl con voz tan baja que no lo oyese el duque y no se resintiese<br />

vivamente por ello, tomándolo <strong>com</strong>o dicho para sí; y <strong>com</strong>o no conocía a Hardyl, le pregunta<br />

al lord Som... con altanero desabrimiento: ¿Quién es ese imprudente y atrevido? El lord<br />

Som..., que conocía el genio impetuoso y arrogante del duque, no halló mejor expediente para<br />

sosegarlo que inclinarse hacia Hardyl, poniéndole la una mano en el pecho y la otra a la<br />

espalda, diciendo, vuelta la cabeza al duque: Éste es amigo mío, milord, y tiene autoridad para<br />

acordarme un dicho de Catón. El duque, al ver la demostración del lord Som... calló. Hardyl,<br />

insensible <strong>com</strong>o si no hubiera advertido en el ultraje del duque, dijo sólo al lord Som..., que le<br />

tenía puesta todavía la mano sobre la espalda: Milord, se os enfría el budín, y os aseguro que<br />

es delicado.<br />

Con esto se atajó el discurso sobre la religión y pasaron a hablar de otras noticias, entre<br />

las cuales contó también el duque el casamiento que acababa de hacer el lord Hams... con<br />

Nancy Tomson, tachándolo de insensato por haberse casado con una persona de tan inferior<br />

condición. Eusebio, que tuvo parte en aquel casamiento, oyendo que el duque proseguía en<br />

hablar mal del lord Hams... no pudo contenerse de no decir: ¿Qué importa todo eso, milord, si<br />

milady Hams... es una persona de belleza y virtud cumplida? El lord Som..., temiendo que el<br />

duque se alterase de nuevo, preguntó luego a Eusebio si la conocía. No sólo la conozco, le<br />

responde, sino que también me hallé presente a sus bodas. Cuento al lord Hams... en el<br />

número de mis mayores amigos. Lo podéis contar también, dijo entonces el duque, en el<br />

número de los mayores insensatos.<br />

Eusebio, al oír esto, viendo cuan espinoso y difícil de manejar era el duque, tomó el<br />

partido de callar, dejándole decir algunos embustes sobre aquel casamiento, con que dieron<br />

fin a la <strong>com</strong>ida. El lord Som... se fue en <strong>com</strong>pañía del duque y Hardyl y Eusebio se retiraron a<br />

su apartamento donde, apenas llegados, le dice Eusebio: -Temí mucho, Hardyl, que el duque<br />

se propasase con vos. -Se propasó bastante y, aunque estaba resuelto a sufrir sin alteración<br />

todo exceso de su desvanecido aturdimiento, estaba también resuelto a hacerlo sin bajeza y sin<br />

temor. Estos tales quieren ser mirados <strong>com</strong>o deidades, ante cuya arrogancia deben postrar sus<br />

frentes todos los demás, estando ellos acostumbrados desde niños a recibir adoraciones del<br />

respeto de los que los rodean y que participa de abatimiento adulador, el cual, tanto más los<br />

engríe, cuanto más propenso es su genio a la altanería.<br />

Por lo que visteis y oísteis, habréis conocido cuán odiosa y despreciable se hace a todos<br />

esta imperiosa soberbia con que creen deber mirar a los otros <strong>com</strong>o gusanos, que hizo nacer la<br />

suerte del polvo de la tierra, para hacerlos <strong>com</strong>parecer a ellos mayores en su grandeza y para<br />

hollarlos por capricho si les cruzan el camino. Se persuaden que se adquieren tanta<br />

veneración, cuanto con ceño más erguido miran allá abajo a los demás y cuanto con mayor<br />

dureza los tratan.<br />

A la verdad, ellos lo consiguen exteriormente en cierta manera. El temeroso y forzado<br />

respeto se encoje ante su orgulloso acatamiento; pero sólo es para incensarlos, <strong>com</strong>o decía


Epicuro, con una inmunda ventosidad luego que les vuelvan la espalda, con lo cual vengan su<br />

humillación con más ultrajante desprecio. Así yerran y pierden el fin de su ambición altanera;<br />

pues en vez de granjearse la verdadera adoración y estima, que nace del íntimo concepto y del<br />

amor del corazón, obtienen sólo el aparente y momentáneo respeto, que es la capa con que se<br />

cubre el más fino menosprecio.<br />

¡Qué efectos tan diversos no produce la blanda y afable humanidad en aquellos mismos<br />

hombres, en cuyas frentes parece que grabaron su excelso carácter los honores y la fortuna!<br />

¡Con qué dulce fuerza no arrebata nuestros ánimos aquella adorable bondad con que<br />

condecora su presencia la moderación! La mansedumbre misma con que se presentan a los<br />

humildes que los veneran, infunde a sus rostros un aire de divinidad y de respetable soberanía,<br />

ante la cual se postra con toda la efusión de la voluntad el más tierno afecto del ánimo<br />

reconocido.<br />

Tememos, es verdad, a Dios cuando nos parece que en el exceso de su enojo tiende el<br />

tenebroso manto de las nubes, cubriendo la tierra de terrible lobreguez y levantando su<br />

fulminante brazo para vibrar con mayor fuerza el fuego rápido y devorador, ministro de sus<br />

iras. Los mortales postran entonces sus ánimos amedrentados en el polvo de tierra, en que los<br />

confunde el terror con los más viles insectos. ¿Mas quién es el que entonces lo ama? ¿Quién<br />

es el que siente entonces aquel ímpetu suave, que procede del cariñoso afecto y del tierno<br />

agradecimiento con que quisiéramos tributarle el corazón que se transporta de afectuoso<br />

júbilo, cuando vemos la misma divinidad revestida del luminoso manto de su bondad,<br />

rigiendo al carro del sol por la pura y clara atmósfera, alargando su omnipotente mano para<br />

derramar sobre el suelo los dones de su beneficencia? Parece que vemos brillar entonces su<br />

divino rostro de afabilidad celestial con que infunde vida a todas las criaturas, arrebatando con<br />

la dulzura de su afable majestad, y sin parecer exigirlo, las más tiernas y afectuosas<br />

adoraciones de los hombres.<br />

Ved un bosquejo de esto en el exterior humano y afable de los señores y poderosos,<br />

cuyos amables genios, o por educación o por naturaleza o por máximas de sabiduría, se<br />

granjean la benevolencia y el íntimo y sincero respeto y adoración de todos aquellos con<br />

quienes se humanizan; mereciéndose, al contrario, los altaneros, con sus modos ásperos y<br />

arrogantes, el desprecio y el odio de los que los respetan en apariencia. Esta arrogancia de<br />

trato puede nacer de dos principios igualmente odiosos y despreciables: o de necedad o de<br />

genio ruin. Defectos que pueden prevenirse o moderarse, no cuando cobraron fuerzas en los<br />

adultos, sino cuando la edad tierna deja arbitrio a las máximas de una buena educación para<br />

sofocarlos. De este defecto son generalmente tachados los españoles, mas no sé cómo ha<br />

cundido esta opinión entre las demás naciones, siendo así que entre ellas se ven<br />

frecuentemente de estos defectos de jóvenes capitolinos, que causan risa y <strong>com</strong>pasión al<br />

mismo tiempo, viéndolos ir espetados y más llenos del propio concepto de sí mismos y de su<br />

grandeza que los odres de Ulises.<br />

Insensiblemente me llevó la materia más adelante de lo que hubiera querido:<br />

perdonémoselo al duque de D... y vamos a tratar de lo que nos interesa, que es el viaje; pues<br />

veis que no sólo os lo pide Henrique Myden, sino que también lo exige el pleito que os puso<br />

vuestro tío. Y así no trato de que partamos cuanto antes de París, sino del camino que<br />

debemos tomar para ir a España. Porque, <strong>com</strong>o habíamos determinado pasar a Italia, no sé si<br />

querréis privaros de verla, pudiéndonos ser también camino para España, embarcándonos en<br />

Nápoles después de haberla corrido toda; pero si lo hacemos así, alargamos mucho el camino,<br />

y las ciudades y tierras de Italia son poco más o menos semejantes a las de Francia. El traje, el<br />

genio puede diversificar un poco las naciones, pero los hombres y las pasiones son siempre<br />

los mismos.


Los restos de la grandeza de los romanos atraen particularmente a la Italia los forasteros,<br />

pero para sacar utilidad de todos aquellos desenterrados objetos necesitaríais de más tiempo<br />

de que os permiten las circunstancias del pleito, pues no sé si preponderaría en vos la<br />

curiosidad material a que os deberíais limitar en un viaje arrebatado a las molestias del<br />

camino. -Os aseguro que nada me interesa tanto en la tierra cuanto Leocadia; la pérdida<br />

misma de la herencia, si llego a perderla, no creo que me será tan sensible cuanto la de su<br />

salud y vida. Y si mal no conozco los afectos de mi corazón, poco después que reflexioné<br />

sobre la noticia del pleito, os confieso que sentí impulsos de ceder espontáneamente las<br />

haciendas a mi tío antes que enredarme en pleitos. La interior seguridad que me da de mi<br />

subsistencia el saber un oficio y el haber a<strong>com</strong>odado mi ánimo a él, pruebo que es un gran<br />

preservativo contra el sentimiento y aflicción que pudiera causarme la desgracia.<br />

No hay duda que lo es; pero, ¿ceder la herencia, por qué? No veo ni motivo ni razón;<br />

antes bien debéis seguir el pleito, por la obligación en que os pone el derecho legítimo de<br />

conservarla a vuestros hijos, si los tuviereis, habiendo dado palabra de casamiento; pues sólo<br />

debéis reputar por vuestro el uso de la propiedad, que queda también adjudicada por las leyes<br />

a vuestros herederos. Va bien que sintáis interior confianza y seguridad de saber el oficio de<br />

cestero, pero esto es un bien interior, que sirve de remedio a la virtud contra las mudanzas de<br />

la suerte, contra las cuales es bien que el hombre esté prevenido; pero es un bien mayor la<br />

seguridad de la hacienda, en quien sin anhelarla ni afanarse por conseguirla, la recibe de sus<br />

mayores. Y así <strong>com</strong>o es imprudencia el poner en ella sobrada confianza <strong>com</strong>o si no se pudiera<br />

perder, así es inconsideración abandonarla a quien la pretende, por eximirse de los enfados y<br />

desazones que los pleitos acarrean.<br />

Al cabo, el pleito no es otra cosa que la apelación de los litigantes al tribunal de la<br />

justicia para que éste aclare la verdad del derecho legítimo y la decida. ¿Y quién prohíbe que<br />

esta apelación se haga con toda la amistad y con toda la buena inteligencia y, atrévome a<br />

decir, con todo el sagrado candor y sencillez con que apelaron al juicio de Palemón sobre su<br />

rústica disputa Menalcas y Dameta? Verdad es que me llevaría un bufido del ambicioso y del<br />

codicioso que me oyeran decir esto; pero de hecho, quitad los anhelos y temores a la codicia,<br />

y la cosa se reduce a lo mismo aunque para ello se requiere el desinterés de Stilpón que,<br />

perdida su casa y hacienda, decía a los que pretendían <strong>com</strong>padecerlo que nada había perdido,<br />

que sus bienes los llevaba consigo.<br />

Bien sé que sucede diversamente en el mundo, que la intimación del pleito se mira <strong>com</strong>o<br />

la declaración de guerra, del odio y de la enemistad. ¿Pero el odio y la enemistad les harán<br />

ganar el pleito? O, si lo pierden, ¿los exentarán del dolor, de las angustias, de la confusión y<br />

de las zozobras que siguen y a<strong>com</strong>pañan tales desgracias? Ved cuán útil es para entonces el<br />

oficio de cestero y las máximas de la virtud. Cada día se ven familias reducidas a la<br />

mendicidad, o privadas de gran parte de sus bienes por vía de pleitos y de otros siniestros<br />

accidentes; pero ninguno piensa en precaver tales desgracias, contentándose con llorar y<br />

lamentarse de su suerte para ser <strong>com</strong>padecidos de quien tal vez no lo hace, ni aún con un<br />

mendrugo si se le pide.<br />

En vano la virtud, desde el oscuro asilo en que la arrinconó el menosprecio de los<br />

hombres, les está diciendo, a pesar de su ingratitud: ¡Oh mortales!, todas esas desgracias que<br />

os pueden sobrevenir yo las remediaré; prestaos a mis consejos y con ellos os enseñaré la<br />

moderación y la indiferencia que se merecen todos esos bienes que tanto apreciáis y que<br />

presto o tarde debéis perder o dejar. Y aunque sea muy sensible perderlos en vida, mis<br />

consejos y los sentimientos que con ellos infundiré en vuestros corazones os resarcirán ese<br />

daño. Si la fortuna, a quien adorabais <strong>com</strong>o a vuestra mayor deidad, os ha reducido a un<br />

estado muy inferior, aunque sea al de pobreza, venid, acogeos a este asilo infeliz en<br />

apariencia, a que me redujo vuestra codicia y ambición; aquí, entre esta escasa pala que me


dejaron por lecho yo os infundiré un consuelo sublime y celestial y haré vuestros trabajos<br />

mismos preferibles a las delicias de la grandeza.<br />

¿Pero quien es el que da oído a estas voces o quién es el que no las reputa? ¡Cosas buenas<br />

de decirse pero extravagancias en la ejecución! La desgracia llega, truena; el hombre se ve<br />

derribado al suelo: el llanto, la desesperación, la confusión, la ignominia que acuden a<br />

vengarse de la confianza del caído, lo huellan en el polvo en que lo ven revolcado. ¿Qué<br />

remedio? Ninguno entonces, sino la muerte infeliz a quien reputó extravagancias las máximas<br />

de la virtud y ridiculez el aprender a hacer cestos. -No quise decir; Hardyl, que dejaría de<br />

seguir el pleito, sino que quise manifestaros cuáles eran mis sentimientos en caso de haberlo<br />

de seguir; y que éste no era tampoco el motivo porque dejaba de ver a Italia, sino el deseo de<br />

ver cuanto antes a Leocadia. Y así, dirigid el viaje por donde queráis y partamos cuanto antes<br />

si os parece bien.<br />

Creo que habréis visto cuanto hay que ver en esta capital, y nada nos detiene. Mañana y<br />

después de mañana, podemos emplear en cumplir con las personas que nos han agasajado y<br />

en disponer algunas cosas para el viaje, y, al día siguiente, partiremos. Bien hubiera deseado<br />

que antes de dejar París, hubieseis tomado alguna idea de la química, habiendo aquí hombres<br />

muy experimentados en esa ciencia, pero conviene a<strong>com</strong>odaros con las circunstancias. -<br />

Hablóme sobre ella el otro día el lord Som... y parece que me dijo había mandado hacer varios<br />

vasos, alquitaras y destiladores de vidrio para ello; pero no me siento con inclinación para<br />

esas cosas que piden mucha flema. -Para todo es menester de ella; y aunque el estudio de la<br />

química parezca enfadoso en sus principios, y tal vez estéril, es con todo la ciencia a quien<br />

más deben los humanos conocimientos y una de las que más empeñan la afición de los que la<br />

ejercitan.<br />

No lo digo por el prurito codicioso que muchos de ellos fomentan de transformar en oro<br />

o en la materia que más se allega a este metal precioso, las tierras vírgenes y otros metales<br />

inferiores, sino por los curiosos y útiles hallazgos de que es y fue siempre causa, y de los otros<br />

muchos que se harán en lo por venir. Esto prueba la sinrazón de aquellos que miran con<br />

desprecio los químicos, creyendo que su fin sólo es el dar con la rica piedra filosofal o con la<br />

panacea de la vida. -¿Qué viene a ser esa panacea de la vida? -Es una materia medicinal que<br />

pretenden formar algunos de ellos, con la cual dicen que los hombres que la usan pueden vivir<br />

más años que Néstor, y renovar con ella su edad, <strong>com</strong>o lo hizo Medea con Esón,<br />

introduciéndole en las venas la sangre del cordero.<br />

¿Y no creéis que se pueda encontrar esa panacea? -El hombre no puede decidir de lo que<br />

es capaz la industria de los hombres; el acaso les presenta a la vista cosas que parecían<br />

imposibles de encontrar y estamos todavía en la infancia de muchos conocimientos. Lo que no<br />

creo es que se haya encontrado, <strong>com</strong>o algunos lo pretenden; y están tan persuadidos de ello,<br />

que he oído nombrar a dos sujetos de quienes aseguran haber vivido cuatrocientos años, y aún<br />

más; sin duda por haberles oído decir, <strong>com</strong>o Pitágoras, que se acordaban de haber sido<br />

Euforbo en la guerra de Troya. Y no hay apearles de su opinión aunque con objeciones<br />

indisolubles, fomentando su credulidad con cuentos, que lisonjean su codicia y sus deseos de<br />

vivir mucho, saliéndoles muy al revés los naipes, pues empobrecen y acaban más presto la<br />

vida. Pero vamos a dar un paseo y en él trataremos del camino que debemos tomar para ir a<br />

España.<br />

Antes de salir del mesón, Eusebio quiere ir a ver al lord Som..., pero su criado James le<br />

dice que acababa de salir a caballo con el lord T... habiéndose desafiado a correr en presencia<br />

del duque de D... que había de hacer de juez. Con esto se salieron a paseo sin verlo, volviendo<br />

a la conversación del camino que debían tomar para restituirse a España, pudiendo ir o por<br />

Bayona o por León, y entrar, o por Cataluña o por Navarra. Con el motivo de determinarse a


tomar el camino de León, entablaron la conversación sobre España, haciendo Eusebio sobre<br />

ella varias preguntas a Hardyl, que lo debieron embarazar sobremanera estando firme, <strong>com</strong>o<br />

siempre lo estuvo, en no descubrirse a Eusebio por ninguna vía. Y aunque Eusebio no lo<br />

conoció por entonces, ignorando el secreto, después que se lo descubrió antes de morir, echó<br />

de ver la gran presencia de ánimo y la fortaleza de los sentimientos de aquel hombre singular,<br />

especialmente las veces que se acordaba Eusebio de las conversaciones que tuvo con él<br />

pertenecientes al secreto, especialmente sobre el pleito que le movió su tío. Y <strong>com</strong>o tratasen<br />

de esto aquella misma tarde, quiso decirle Eusebio las sospechas que le vinieron la mañana,<br />

cuando se separó de él para otorgar el testamento, de si acaso él era su tío.<br />

Esta ocurrencia de Eusebio empeñó sobremanera los tiernos sentimientos de entrambos,<br />

dándose mutuamente pruebas de su virtuoso y sublime cariño en sus expresiones; Hardyl por<br />

ver buscado en su corazón el secreto de la inocencia del afecto de Eusebio, éste por reconocer<br />

en las palabras de Hardyl una unción de ternura y de cariño que, aunque destruía las<br />

sospechas que le habían ocurrido sobre su parentesco, se granjeaba en su alma un amor igual<br />

y una confianza tan cariñosa, <strong>com</strong>o si de hecho hubiera descubierto que Hardyl le tocaba tan<br />

de cerca <strong>com</strong>o en efecto era. Sus almas, absortas en tan deliciosa conversación y paseo, no les<br />

dejó advertir que se habían alejado demasiado de la ciudad, de suerte que volvieron al mesón<br />

ya entrada la noche y bien ajenos de encontrar en él la novedad de la grave dolencia<br />

sobrevenida al lord Som..., pues aunque éste se sentía algo indispuesto de antemano,<br />

quejándose de su inapetencia, obraba <strong>com</strong>o sano, sin sentir otro efecto del mal, que tal vez<br />

llevaba oculto y que, irritado aquella tarde con la corrida a caballo y con un vaso de agua fría<br />

que quiso beber después de ella, hallándose muy acalorado, manifestó repentinamente toda su<br />

violencia.<br />

A esto se atribuyó su enfermedad y su muerte temprana en la edad de veinticinco años,<br />

sin que pudiesen precaverla los más hábiles médicos de París. Y aunque luego que Eusebio<br />

llegó al mesón le agravaron los criados del mismo lord las circunstancias del mal, concibió<br />

mejores esperanzas de él; pero al otro día, <strong>com</strong>o los médicos <strong>com</strong>enzasen a explicarse con<br />

términos poco favorables, le aumentaron el sentimiento que, a pesar de sus esperanzas, sentía<br />

por el estado de su amigo; pues aunque la conducta desarreglada del lord Som... no le merecía<br />

su aprobación, tenía con todo otras excelentes partidas que lo hacían muy amable; y la sola<br />

oferta que hizo a Eusebio el día antecedente con su acostumbrada franqueza y generosidad de<br />

una de sus tierras en Inglaterra, era bastante motivo para que Eusebio, aun sin aceptarla se<br />

sintiese muy agradecido, y para darle también prueba de esto en su enfermedad, <strong>com</strong>o lo hizo,<br />

ofreciéndole en ella su asistencia y servicio.<br />

Hízole saber Eusebio estos sus deseos por medio de James, camarero del lord, y la<br />

respuesta fue que no tendría mayor consuelo que el que recibiría de su <strong>com</strong>pañía, si no le era<br />

molesto estar con un enfermo que lo hacía dueño de entrar en su aposento cuando quisiese.<br />

Eusebio va a verse con él inmediatamente, y acercándose a la cama para tomarle la mano,<br />

viéndolo muy encendido de rostro y con los ojos cerrados, lo avisa de su llegada<br />

preguntándole por su salud. El lord, alzando entonces sus agravados párpados ve a Eusebio, y<br />

le dice: ¡Ah, don Eusebio, muy malo me siento! ¿En qué vendrá a parar esto? -Milord, no<br />

todo es calma en esta vida; ha de haber también sus borrascas, pero no todos perecen en ellas.<br />

Tened buen ánimo lo primero, pues el sosiego del corazón contribuye para no agravar el mal.<br />

Dicho esto, le toma la mano que tenía el lord fuera de la sábana y se la aplica al corazón,<br />

estrechándola contra él en demostración de su tierno y <strong>com</strong>pasivo afecto.<br />

El lord no dio muestras de sentirlo, volviendo a cerrar los ojos. En esto llega el cirujano<br />

mandado llamar a toda priesa para sangrarlo. James y Wilks preparan lo necesario y el<br />

cirujano avisa al lord de lo que venía a hacer, después de haberle tomado el pulso. El lord se<br />

altera, no quiere sangría y ordena al cirujano que se le quite de delante, que se vaya. Milord,


le dice éste, la sangría es muy necesaria; no tiene más eficaz remedio la inflamación.<br />

¿Inflamación la mía? No es posible tan presto; esperemos a ver si se declara más el mal; no<br />

me sangré en mi vida; mañana tal vez estaré mejor. El cirujano hace nuevas instancias; no hay<br />

remedio que el lord se quiera dejar sangrar. La costumbre y hábito de ser atendidos en todo, y<br />

de no hacer sino lo que les da gana sin oposición, forma insensiblemente los ánimos tenaces.<br />

El cirujano hallábase embarazado sin osar replicar. Eusebio, que veía la necesidad del<br />

remedio, y que echaba de ver que el lord no quería dejarse sangrar por temor de la sangría, no<br />

pudo dejar de empeñarse en quitarle aquel miedo, y así le dice: Milord, los médicos a una voz<br />

os recetan la sangría; ¿a tan poca costa no queréis conservar una vida en que se interesa tanto<br />

mi afecto? -Siento suma repugnancia, don Eusebio, no es posible. -¿Pero, milord,<br />

repugnancia, de qué? No creo que cause dolor la lanceta. Oigo decir que la picadura de un<br />

mosquito es más sensible. Tampoco yo me sangré jamás; con todo, si queréis que se haga en<br />

mí la prueba, me dejaré picar la vena aquí en presencia vuestra. La esforzada resolución vence<br />

al temor hasta determinarse. Ved, milord, qué caso merece la sangría; dicho esto, saca el<br />

brazo de la casaca para ofrecerlo al cirujano.<br />

¡La expresión de una amistad sincera es tan persuasiva! ¿Cuánto más si la a<strong>com</strong>paña el<br />

ejemplo? El lord, al ver a Eusebio en pie al lado de su cama desabrochándose el brazo y<br />

llamando al cirujano para que lo sangrase, siente toda la fuerza del sincero interés que toma en<br />

su salud el afecto de Eusebio, mucho más viendo impresa en la seriedad de su rostro y en el<br />

firme y denodado ademán con que ofrecía su brazo desnudo al cirujano la resolución de<br />

sangrarse, afloja un poco de su rogada pertinacia y cede a la fuerza del ejemplo que no lo<br />

rogaba. -¿Qué vais a hacer, don Eusebio, sangraros sin necesidad? -Gustaré, milord, de que<br />

veáis brotar, mezclado con mi sangre, el amor que la agita de vuestro bien; dejad hacer, y vos<br />

picad, amigo. -No, don Eusebio, no lo permitiré; lo veo bastante, me dejaré sangrar. -Ea, pues,<br />

os tendré yo mismo el brazo, no hay que perder tiempo.<br />

Como estaba ya todo dispuesto, se da priesa el cirujano para aprovecharse de aquel<br />

momento favorable. Eusebio se apodera del brazo, James alumbra, el cirujano tienta la vena,<br />

la pica, la sangre brota. Estáis sangrado, milord, le dice Eusebio. El lord alza su rostro risueño<br />

para mirar a Eusebio sin decirle nada; ¿pero cuánto no le decía con aquella blanda risa,<br />

aunque silenciosa y oprimida del mal? El cirujano se despide, sálense los criados y Eusebio<br />

queda con el lord consolándolo y esforzándose en apartar de su imaginación las tristes ideas<br />

que el mal le sugería, hasta que lo llamaron a <strong>com</strong>er.<br />

Estaban ya sentados a la mesa los demás forasteros, y sabiendo el duque de D... que<br />

Eusebio venía del cuarto del lord, le pregunta por su salud. Eusebio le manifiesta sus temores<br />

y le dice el fatal pronóstico que había hecho el cirujano sobre su sangre. ¿Según eso, dijo el<br />

duque, puede ser contagiosa su enfermedad? -No oí decir jamás, milord, que la inflamación<br />

sea contagiosa. -Puede serlo a las veces, dijo otro caballero queriendo congraciarse con el<br />

duque. Si la de milord Som... lo fuese, dice Eusebio, y se me pegase, tengo el remedio a la<br />

mano. -¿Pretendéis, pues, dijo el duque, asistir al enfermo, <strong>com</strong>o si éste se hallase falto de<br />

criados? -Sus criados, milord, no me dispensan de las obligaciones que tengo contraídas con<br />

él. -¿Sin duda lo diréis, replicó el duque, por la obligación de la cena que os dio con<br />

Armanda?<br />

Perdonad, milord, los desaciertos de un amigo no acostumbro ponerlos en el número de<br />

mis obligaciones, ni creo que milord Som... os haya contado el caso de modo que desmienta<br />

su relación la sinceridad y pureza de mi reconocimiento a otros favores verdaderos que de él<br />

tengo recibidos, dignos del nombre que les doy de obligaciones. El duque de D..., a quien el<br />

lord Som... había contado el caso de la cena y dado noticia del carácter de Eusebio y de<br />

Hardyl con el motivo de la disputa del día antes, echó de ver por la respuesta que Eusebio le


dio la modesta entereza de sus sentimientos, pero no sabiendo qué decirle, torció la<br />

conversación a otro asunto, sin hablarse más del enfermo mientras duró la mesa.<br />

Acabada ésta, Eusebio propuso a Hardyl el diferir el viaje hasta ver el éxito de la<br />

enfermedad del lord; Hardyl lo aprueba, y habiendo ido juntos a ver al enfermo, Hardyl lo<br />

dejó sólo con él después de haberse informado de su salud. Poco después que se salió Hardyl,<br />

llega uno de los médicos que lo visitaban. Éste pulsa al enfermo y nota que la calentura<br />

cobraba fuerzas a pesar de la sangría. Ve la sangre y con sus torcidos gestos pronostica mal de<br />

ella. Vuelve a la cabecera, y vuelve a tomarle el uno y el otro pulso; aplícale la mano al<br />

costado, de cuyo dolor el lord se resentía; luego se asienta otra vez, y apoyando sus brazos<br />

encorvados sobre las rodillas, fija sus ojos en el suelo entre las piernas separadas, <strong>com</strong>o<br />

meditando lo que debía recetar. De allí a poco dirige la palabra a Eusebio, que estaba allí de<br />

pies y silencioso, y lo tutea pidiéndole recado para escribir creyéndolo criado del lord.<br />

Eusebio, de primera impresión, se resiente un poco, no tanto por oírse tutear, estando<br />

acostumbrado a oírlo entre los cuáqueros, cuanto por el tono imperioso y arrogante con que el<br />

médico lo trataba. Pero volviendo luego sobre sí y reflexionando la desazón que le causaba<br />

aquel súbito movimiento de su resentida vanidad, se resuelve a servir al médico con ánimo<br />

determinado de evitar en gesto, en ademán y en postura, el darse a conocer por otro del que<br />

era tenido de quien no lo conocía; y pasando a su cuarto, trae el tintero, pluma y papel que se<br />

le pedía. No son éstas pequeñeces, aunque tales puedan parecer a muchos de los que las leen.<br />

De ellas se forma el estudio de la verdadera sabiduría, obra de la ciencia moral, cuyo fin es<br />

purificar los sentimientos y afectos desordenados, <strong>com</strong>o es fin de las otras ciencias y estudios<br />

purificar los errores y preocupaciones falsas del entendimiento.<br />

La vanidad del hombre es vicio del corazón, todo efecto de vanidad que asoma al exterior<br />

lo des<strong>com</strong>pone y da en rostro a los que lo notan, haciéndose aborrecible; ninguno excusa al<br />

vano, al presumido; ellos llevarán siempre la tacha de mentecatos. El Galateo, puesto que se<br />

da este nombre a la educación física, limita su instrucción a echar de la presencia del hombre<br />

los odiosos asomos de su altanería. ¿Mas esto basta por ventura para que el hombre deje de<br />

ser vano, para que deje de sentir la cólera y la desazón que causa en su interior, donde queda<br />

reconcentrada su presunción si llega a ser tocada? No, por cierto, si la ciencia moral no<br />

purifica sus sentimientos y si no previene con la moderación los sensibles efectos que le<br />

puede causar.<br />

¡Un caballero ser tuteado y tenido por criado de un médico! ¿Te resientes por ello?, ¿qué<br />

venganza quieres tomar? Cualquiera que ella sea, ya manifiestes tu amarga desazón con rostro<br />

sañudo y preñado de colérico silencio, ya de palabra, pidiendo a las claras, o por embarazados<br />

rodeos, una satisfacción insulsa, te vas a descubrir por hombre vano y arrogante, sin que<br />

puedas evitar que el padecido resentimiento no te roa el corazón. ¿Qué remedio, pues?<br />

Búscalo cuanto quieras: no hay otro que el de la virtud. El mundo, el trato de los hombres, te<br />

dará a cada paso que sentir sin que lo puedas evitar, si no haces estudio de la moderación, si<br />

con ella no entras en tu interior, y si no armas tu corazón con el desprecio de la injuria.<br />

Eusebio sintió de improviso la llamarada de su resentimiento, pero prevenido de antemano de<br />

las máximas de la modestia, la sofocó sobreponiéndose a un efecto desordenado, y sacando<br />

así de tal vencimiento el puro consuelo y satisfacción que no probará jamás el que se<br />

abandona a las desazones de su vanidad resentida.<br />

No limitó Eusebio la superioridad de sus sentimientos a sobreponer su ánimo a una<br />

inconsiderada ofensa de quien no sabía quién fuese. Impelido de la <strong>com</strong>placencia que le daba<br />

su recobrada moderación, se adelanta al médico que se despedía del lord para abrirle la puerta,<br />

y lo precede hasta la escalera, donde lo deja haciéndole una modesta inclinación de cuerpo<br />

<strong>com</strong>o si de hecho fuese un criado; y hubiera vuelto al cuarto del lord riéndose de sí mismo, si


los tristes pronósticos del médico no le hubiesen agravado el sentimiento por el terrible estado<br />

de la salud de su amigo. El lord, viéndolo entrar, le pregunta qué era lo que había dicho el<br />

médico: -Milord, otra sangría. -¡Ah!, no es eso lo que os pregunto, sino lo que dice de mi mal.<br />

-No le hablé sobre ello, milord; yo fío poco en dichos en que puede tener parte el interés y la<br />

vanidad. A las veces se suele agravar el de un enfermo para encarecer la habilidad; y así,<br />

milord, sosegaos y esperemos bien. -¡Temo que se me agrave la enfermedad! Este dolor no<br />

me deja sosegar.<br />

James, que entraba con un billete para el lord Som..., interrumpe su discurso, diciendo:<br />

Milord, me entrega este billete con instancia un moro que acaba de llegar y que desearía la<br />

respuesta. El lord ruega a Eusebio que lo lea y que le diga su contenido. Eusebio lo lee y le<br />

dice: Este billete, milord, os lo envía sir Eduardo Towsend, primo hermano de vuestro padre,<br />

y dice en él que habiendo servido muchos años de capitán de navío en la marina del rey, se ha<br />

visto obligado a escapar de Inglaterra con dos hijas suyas y refugiarse a París, donde recurre a<br />

vuestra piedad en el infelicísimo estado en que se encuentra, habiéndole sido confiscados sus<br />

bienes. El lord, oído esto, se altera; y, vuelto a James, le dice que no estaba para recibir<br />

recados.<br />

Sintió Eusebio esta indiferencia del lord para con un pariente suyo que se hallaba en tan<br />

infelices circunstancias. Y aunque se sentía movido a <strong>com</strong>pasión para interceder por él, pero<br />

lo contuvo la alteración que había manifestado el mismo lord, temiendo agravarle el mal.<br />

¡Que <strong>com</strong>únmente se deban manifestar los hombres más duros con sus parientes que con los<br />

extraños! ¿Será esto tal vez porque esperan granjearse concepto de aquellos que nada les<br />

pertenecen y porque se lisonjean de tenerlo ganado de aquellos necesitados de cuyo<br />

parentesco no se dignan? Pero si la consanguinidad interesa nuestra ambición y vanagloria<br />

cuando la vemos coronada, o de los honores o de la fortuna, ¿por qué razón no deberá a lo<br />

menos interesar nuestra <strong>com</strong>pasión cuando la suerte abate a nuestros allegados? La razón es<br />

clara. La vanidad todo lo corrompe.<br />

Aunque Eusebio calló por entonces para no alterarlo más, no dejó pasar con todo aquella<br />

noche sin interesarse en favor de su infeliz pariente y de sus hijas doncellas, para las cuales,<br />

antes que para el padre, pudo recabar del lord que James les llevase doce luises. Eusebio, que<br />

había velado a este fin al enfermo hasta muy tarde, luego que lo consiguió se fue a dormir;<br />

dejándolo en<strong>com</strong>endado a uno de sus criados.<br />

La calentura cobraba fuerzas a pesar de las sangrías; y Hardyl, que había ido aquella<br />

misma noche a visitar al lord, dio a Eusebio pocas esperanzas de su vida. Cargóle el dolor de<br />

costado al otro día y los médicos, hallando empeorado el mal, tuvieron su consulta en la cual<br />

resolvieron hacer avisar al enfermo del estado peligroso de su salud, para que pudiese tener<br />

tiempo de hacer el testamento y disponerse para morir. La consternación y el duelo se<br />

apoderan de los ánimos de los criados que amaban mucho a su amo: era generoso. Eusebio<br />

experimenta más que nunca la ternura del afecto que le profesaba, creciendo sus temores por<br />

la pérdida del lord en la flor de su edad, en el seno de la riqueza y de los placeres, ausente de<br />

su patria y de los suyos que lo adoraban.<br />

¿Pero quién será el que querrá encargarse de dar al enfermo esta terrible noticia? Los<br />

médicos lo rehúsan, aunque parece que ésta sea incumbencia indispensable de su profesión. El<br />

duque de D... que se profesaba muy amigo y confidente del lord, había bien sí estado el día<br />

antes a visitarlo, pero en pie y de corrida, <strong>com</strong>o visitan los perros al Nilo por temor del<br />

zarpazo del caimán. ¿Cómo podía querer detenerse a darle parte de lo que tanto le<br />

amedrentaba al mismo? James implora la bondad de Eusebio para que hiciese presente al lord<br />

la fidelidad con que le había servido tantos años.


Eusebio se rinde a las súplicas y al llanto de James; entra en el cuarto y, después de<br />

llamar por rodeos la atención del enfermo para no alterarle la fantasía, le dice: Milord, si se<br />

restablece vuestra salud quiero ir con vos a Montpellier, pues según oigo decir, aquellos aires<br />

serían muy favorables para vuestra convalecencia. -Sí, iremos. -Pero antes de emprender ese<br />

viaje, me ocurre que sería bien que los dos imitásemos a Hardyl, haciendo el testamento <strong>com</strong>o<br />

él lo hizo antes de ayer. -¿Testamento? No hago testamento sino a la hora de mi muerte. -<br />

Bien, milord, ¿pero esa hora quién nos la determina? Podemos morir dentro de un año, de un<br />

mes, de una semana, mañana mismo.<br />

El lord Som... vuelve los ojos consternados hacia Eusebio y le dice: Don Eusebio, ¿qué<br />

me queréis decir?, ¿qué han dicho los médicos?-Que vuestra enfermedad, milord, se agrava, y<br />

que, aunque se lisonjean de restituiros la salud, temen también que pueda cobrar sobradas<br />

fuerzas vuestro mal. -¿Y aunque las cobre, qué sucederá por eso? -Lo que os insinué, milord,<br />

que podemos morir; pues tarde o temprano es éste el término de la vida. -No me habléis más<br />

de eso, don Eusebio, me inquieta demasiado ese discurso. -No esperaba, milord, que un<br />

corazón magnánimo <strong>com</strong>o es el vuestro, y que os hizo hacer frente a la muerte armada de<br />

fuego y bayonetas en el campo de guerra en la tierna edad de dieciocho años, sintiese<br />

inquietud por oírla ahora mentar. Más joven soy que vos y no vi jamás el rostro a la muerte;<br />

con todo, me <strong>com</strong>plazco en hablar de ella, y lo hago frecuentemente con Hardyl, el cual me<br />

hace sobre ella tales reflexiones, que me parece la recibiría con tranquilidad de alma, antes<br />

que con inquietud, si viniese a exigirme el tributo indispensable de la vida. -Os lo parece;<br />

¡mas si os vierais en el lance!...<br />

Pudiera ser que entonces la temiese; no pretendo hacer antes de tiempo el esforzado, pero<br />

si oyeseis, milord, las máximas de Hardyl sobre el término de su vida, tal vez mudaríais de<br />

concepto. Desprended del corazón el sobrado amor a las riquezas, los anhelos y esperanzas de<br />

la ambición, el enajenamiento de los placeres y de la desvanecida holganza del mundo, y<br />

veréis cuántos menos motivos le quedan al ánimo para temer la muerte. -No estoy para esas<br />

reflexiones, don Eusebio, dejadme quieto os ruego. -Os dejo, milord; me intereso demasiado<br />

en vuestro bien para que quiera obstinarme en inquietaros; pero permitidme que os diga<br />

solamente que por hacer testamento no morimos, y sintiera que murieseis sin dejar a vuestra<br />

familia prueba de vuestra generosa <strong>com</strong>pasión; y si lo diferís por sobrada confianza, tal vez<br />

debo temer, milord, que no tengáis tiempo.<br />

-¡No tendré tiempo!, ¡tan grave se hizo mi enfermedad! -Sí, milord, cuanto más consulto<br />

el afecto que me habéis merecido, veo tanto más que faltaré a la amistad si os dejo ignorar el<br />

estado en que os halláis, pudiendo interesar este conocimiento no menos a la generosidad de<br />

vuestro corazón, que al bien de vuestra familia y de vuestra conciencia. -¡Ah, don Eusebio,<br />

me dais la muerte!, ¿mi conciencia?... Dejadme estar, por Dios; me amarga sobremanera ese<br />

recuerdo. -Milord, hay remedio para endulzarlo: la bondad infinita de vuestro Criador. -¡Oh<br />

desvanecidos deleites! ¡Oh disolución! ¡Cuán diferente aspecto tomáis para despedazarme el<br />

alma! -Lo toman, milord, para que os echéis en los brazos de vuestro misericordioso hacedor;<br />

fomente vuestro presente desengaño esta dulce idea. Ella os podrá sólo consolar en el trance<br />

en que todas las cosas de la tierra dejan al hombre desnudo, desamparado y solo en el borde<br />

de la eternidad, en cuya sima sin fondo nos precipita la muerte. La misma mano omnipotente<br />

que nos sacó de la nada, se extiende, milord, a quien la implora para acogerse a ella en el<br />

trance de la muerte. Obra suya somos: y si nos hemos manchado de los lodazales de la tierra,<br />

puede lavarnos el sincero arrepentimiento.<br />

¡Ah, morir en la flor de la edad! ¡Haber de desprenderme para siempre de las<br />

<strong>com</strong>odidades y riquezas de una vida que no padeció quiebra en la salud! ¡Será posible que se<br />

haya de acabar todo para mí tan joven <strong>com</strong>o soy y de salud tan robusta!... El lord no puede<br />

contener el llanto a que se abandona, gimiendo dolorosamente. Eusebio, enternecido de su


llanto, le toma la mano llorando con él, y diciéndole: Esas ideas, milord, os afligirán sólo sin<br />

ningún provecho. Aunque no debáis morir de esta enfermedad, aprovechaos del dolor que os<br />

causa para conocer la vanidad de las cosas mundanas y para más apreciar y amar la virtud.<br />

Ella es tan amable, milord, y de tanto consuelo en el trance de nuestras angustias.<br />

La desconocí demasiado, don Eusebio, para que pueda consolarme, no tengo sino<br />

motivos de acerbo dolor y de amargos remordimientos. -Esos mismos pueden contribuir para<br />

purificar vuestra conciencia, y para encaminar vuestro corazón al seno de la infinita<br />

misericordia. La divina clemencia <strong>com</strong>padecerá vuestras flaquezas, si le ofrecéis vuestra alma<br />

contrita y reconocida. ¡Debe costar tan poco a vuestro desengaño este tributo a la Divinidad!<br />

Él puede sosegar enteramente los temores y angustias de vuestro pecho. -Lo veo, don<br />

Eusebio, lo veo; no me quedan otras mejores lisonjas y no las puedo esperar mejores. ¡Ah!<br />

¿De qué me sirvió el nacimiento y la riqueza, sino es para fomentar los vicios y para hacerme<br />

más doloroso y amargo el trance de la muerte?<br />

En él os puede también servir, milord, de consuelo, el haber satisfecho a las obligaciones<br />

de reconocimientos con vuestros deudos y parientes, y con los que emplearon sus sudores y<br />

fidelidad en serviros. Ellos son acreedores a vuestra conmiseración; y puesto que tenéis<br />

tiempo, sería bien que os aprovechaseis de él para hacer testamento. -Deberé pensar en ello,<br />

ya que me lo pide vuestra amistad. -Si queréis, pues, haré venir el escribano. -Como queráis;<br />

hacedlo venir.<br />

Eusebio se aprovecha de este momento favorable y sale inmediatamente a consolar los<br />

criados del lord, dando orden a James para que fuese a llamar a un escribano. Entretanto que<br />

éste llegaba, volvió Eusebio a consolar el ánimo del lord con sus santos consejos y<br />

reflexiones; pero luego que tuvo aviso de la llegada del escribano, se ausenta del cuarto, no<br />

queriendo asistir al testamento; ni el lord quiso tampoco hacerle quedar, deseando darle una<br />

demostración de la estima y afecto que le profesaba y de la sincera oferta que le hizo de una<br />

de sus tierras en Inglaterra, en caso que llegase a perder el pleito con su tío. Otorgó, pues, el<br />

testamento en lengua francesa, mandando se abriese inmediatamente después de su muerte.<br />

Los médicos, interesados en la salud del enfermo, no ahorraban pasos ni visitas; pero su<br />

salud empeoraba a pesar de su ciencia. El lord llega a persuadirse de su muerte; la inevitable<br />

necesidad a que nos somete la naturaleza, hace doblegar al ánimo más terco y obstinado. El<br />

lord se llega a conformar, aunque con llanto, al terrible anuncio y muestra deseos de tener a su<br />

cabecera un ministro protestante, y se lo dice a Eusebio. Éste recurre al duque de D... el cual<br />

envió a llamar algo atemorizado al ministro que tenía consigo el embajador de Inglaterra. Pero<br />

hallándose aquél casualmente enfermo, no fue posible que viniese, ni que el lord viese<br />

cumplidos sus deseos.<br />

La religión, cualquiera que ella sea, graba tan profundamente sus máximas en el corazón<br />

del hombre, que son raros los que llegan a borrar sus impresiones y a sacudir los temores y<br />

remordimientos con que apremian a la conciencia los refractarios sentimientos. Los afanes y<br />

dolores del mal, los temores y angustias de la muerte que se le presenta <strong>com</strong>o inevitable, el<br />

horror de la eternidad, la memoria amarga de las culpas, la lobreguez y silencio de la estancia<br />

del moribundo, la pálida consternación y duelo de los presentes, la vanidad, los honores, las<br />

riquezas que se manifiestan entonces <strong>com</strong>o un sueño y vana ilusión a los anhelos de la burlada<br />

y turbada fantasía, el mundo que deja y pierde para siempre para entrar en otro desconocido,<br />

que se le representa <strong>com</strong>o noche eterna e in<strong>com</strong>prensible; todo concurre para que el alma<br />

consternada recurra al altar de la religión, que le extiende sus brazos para reconciliarla con el<br />

Criador, <strong>com</strong>o solo árbitro omnipotente de la vida inmortal, a que va a nacer con la separación<br />

del cuerpo mortal y corruptible que deja.


El lord Som..., aunque libertino y de costumbres desarregladas, probando las amargas<br />

desazones que infunden en aquel funesto trance los vicios, debió también probar los<br />

remordimientos de la conciencia por la desamparada y desatendida religión. El espontáneo<br />

llamamiento del ministro protestante lo manifestaba. Pero <strong>com</strong>o la circunstancia de hallarse<br />

éste enfermo y la dificultad de encontrar otro en París, no permitiesen al lord disfrutar de este<br />

consuelo y satisfacción, que lo es grande para el alma temerosa, Eusebio hubo de suplir con<br />

sus exhortaciones y consejos.<br />

Acudió entonces el lord a las demostraciones de arrepentimiento, siendo una entre otras,<br />

la de pedir perdón a Eusebio por el engaño que le urdió para corromper su virtud la noche de<br />

la cena con Armanda y Hernestina. Luego prorrumpía en llanto, lamentos y exclamaciones<br />

que denotaban el sentimiento que lo avasallaba por deberse desprender del mundo y de sus<br />

riquezas en la flor de su edad.<br />

Eusebio, viéndolo llorar, se enternece otra vez y llora con su tristísimo amigo, dándole<br />

mil demostraciones de afecto, a<strong>com</strong>pañadas de ruegos y consejos para apartar su descarriada<br />

imaginación de los objetos que irritaban su desesperación y llamarla al arrepentimiento, a fin<br />

de que hiciese caer aquel mismo llanto sobre su corazón contrito, para que lavado con sus<br />

lágrimas lo ofreciese purificado a la clemencia de su Criador. Pero era demasiado viva la<br />

impresión que en él hacía el mundo y la grandeza que dejaba, hiriéndole sobremanera su<br />

exaltada fantasía; la cual, encendida al mismo tiempo de la violencia del mal, <strong>com</strong>enzó a<br />

alterarse de modo que vino luego a dar en tal frenesí, que perdiendo el conocimiento de su<br />

oficioso amigo y de sus criados, fue necesario amarrarlo a la cama después que los hubo<br />

maltratado para contenerlo y para impedir mayores violencias.<br />

Así murió al séptimo día de su enfermedad el joven lord Som... dejando a todos<br />

sumergidos en una profunda tristeza y consternación, especialmente a su amigo Eusebio, que<br />

más que todos se interesaba por su salud. ¡Cuán ajeno estaba el lord ocho días antes de su<br />

vecino fin! ¿Mas quién es el que no cree que le está siempre lejana su muerte? El que la<br />

medita.<br />

¡Oh mortal! no te pese acostumbrar tu mente y tu memoria a tu fin inevitable. La idea de<br />

la muerte solo amedrenta al que rehuye familiarizarse con ella. No es esa armazón de<br />

descarnados huesos, ni esa desdentada y vacía calavera, ni ese esqueleto armado con esa<br />

guadaña, nada de todo eso es la muerte, bien sí sus necesarias consecuencias. El que te<br />

propone todo eso para meditar, el que te pinta el cadáver yerto, horrible, frío y hecho ya pasto<br />

de gusanos, amedrenta tus sentidos y fantasía; mas no te da idea verdadera de lo que es la<br />

muerte.<br />

Morir es el romperse las ataduras de la admirable e in<strong>com</strong>prensible organización del<br />

cuerpo, del cual <strong>com</strong>o de cárcel disoluble, huye el alma libre... ¿A dónde? ¡Oh cielos!...<br />

Tiembla, mortal: esos huesos, esas cenizas, esa tumba, ya no te pertenecen. Pero ese ilimitado<br />

y tenebroso seno de la eternidad que presenta a tu alma dos caminos tan opuestos; esa<br />

incertidumbre terrible de errar la vía, pasando de la vida breve y mortal a la inmortal y eterna,<br />

rota la unión de tu alma y cuerpo, la cual ni es dolorosa ni perceptible, puede sin asco y sin<br />

temor del aspecto de un objeto que te es ajeno, ocupar tu imaginación y llamar con fuerza tus<br />

sentimientos al estudio de la virtud, desprendiendo tu corazón de los bienes inciertos y<br />

perecederos que, <strong>com</strong>o ciertos y eternos, nos representan las deslumbradas pasiones.<br />

Morir es acabarse el plazo que dio a la vida el que la formó al impulso de los decretos de<br />

su infinita sabiduría, y que no hará más breve ni el imaginario peligro que te inquieta, ni el<br />

hierro del enemigo, ni tu desesperación, ni el rayo que discurre y centellea sobre tu cabeza, ni<br />

la tempestad que brama en torno de tu navío y que no hará más larga, ni la ciencia del médico


acreditado, ni tus riquezas, ni los votos de tu temor, ni tus medrosos ruegos, ni la eficaz virtud<br />

de la buscada planta. ¡Oh hombre!, morir es acabarse las penas, las zozobras, los cuidados y<br />

continuas desazones que no quedan resarcidas ni con la breve risa, ni con el placer incierto y<br />

momentáneo, ni con la voluble holganza, ni con todas las ilusiones de la desvanecida fantasía,<br />

sueños de las ansias y deseos insaciables de los infelices mortales.


Libro cuarto<br />

Antes de embalsamar el cadáver del lord difunto, se debió abrir el testamento, <strong>com</strong>o lo<br />

tenía mandado, viniendo a este fin al mesón el escribano. Eusebio estaba retirado en su<br />

aposento, avasallado de la tierna aflicción de la pérdida de su amigo, a quien no había<br />

desamparado hasta el último aliento, no sólo por empeño de afecto y de gratitud, sino también<br />

para que pudiese hacer toda la posible impresión en su ánimo y le quedase viva la memoria de<br />

su trance, que tanto contribuye para fortalecer los sentimientos y máximas virtuosas. Hardyl<br />

había también sentido no poco su muerte; pero uno y otro estaban muy ajenos de imaginarse<br />

que el lord hubiese querido dar a Eusebio una prueba de su generoso afecto en el testamento.<br />

Por lo mismo fue mayor su sorpresa cuando, después de haberlo leído el escribano en<br />

presencia de los testigos, entró en el aposento de Eusebio a darle parte con enhorabuena de la<br />

manda que el lord Som... le hacía de trescientas libras esterlinas de renta durante su vida sobre<br />

unos bienes libres que tenía en el ducado de Devonshire. Pero cuán lejos estaba de esperar ni<br />

de desear tal manda; tan extraña se le hizo a su agradecida admiración, sin disminuirle por eso<br />

el sentimiento de la muerte de quien tan generoso se mostraba para con él. El llanto con que<br />

recibió la nueva que el escribano le daba muy alegre, manifestaba que no decían bien, ni<br />

convenían tales enhorabuenas a su desinteresado sentimiento, y que apreciaba la donación sin<br />

que llegase a manchar su tierno reconocimiento ninguna sombra de codicia.<br />

Como la enfermedad sobrevenida al lord tan impensadamente hizo diferir a Eusebio y<br />

Hardyl la partida de París, difirieron también ellos el dar respuesta a las cartas de John Bridge<br />

y de Henrique Myden, para poderles decir el día que partían, remitiendo su determinación al<br />

entero recobro de la salud del lord o su muerte, si moría. Resolviéronse pues hacerlo luego<br />

que murió, pero la inesperada manda del difunto puso nuevo estorbo a su resolución, <strong>com</strong>o<br />

también el accidente que aconteció por causa de aquella misma manda, haciéndoles diferir<br />

dos días más su partida. Sir Eduardo Towsend, pariente del lord Som..., fue el que dio el<br />

motivo para ello.<br />

James, el camarero del lord, que se halló presente a las instancias que hizo Eusebio a su<br />

amo para recabar de él aquellos doce luises para las doncellas, al tiempo que se los entregó a<br />

sir Eduardo, le contó también el medio por el cual los había obtenido, haciéndole un elogio de<br />

Eusebio. Dos días después, habiéndose agravado la enfermedad del lord y pronosticando los<br />

médicos su muerte, sir Eduardo quiso escribir otro billete a Eusebio agradeciéndole sus<br />

buenos oficios y rogándole de nuevo quisiese hacer memoria al lord Som... de su desgraciada<br />

familia en caso que el cielo dispusiese de su vida.<br />

Llegó el billete a Eusebio cuando ya el lord había entrado en delirio imposibilitando todo<br />

recurso; Eusebio, no obstante, respondió a sir Eduardo, diciéndole el sentimiento conque<br />

quedaba por haberle llegado tarde su instancia, pero le añadía que, con todo, esperaba<br />

consolarlo. Decíalo esto Eusebio porque tenía intención de enviarle, en caso de que el lord<br />

muriese, otros doce luises de su bolsillo; pero <strong>com</strong>o después de su muerte se hallase con la<br />

novedad de la manda de trescientas libras esterlinas que el lord le hacía, ocurrió luego a su<br />

generosa <strong>com</strong>pasión, que no podría hacer mejor empleo de aquella donación que trasladarla a<br />

la necesitada familia de sir Eduardo, interpretando la voluntad y buenas intenciones del<br />

difunto en favor de su infeliz pariente, si hubiera tenido tiempo para persuadírselo.<br />

Estaba todavía en el cuarto de Eusebio el escribano que fue a darle la noticia del<br />

testamento cuando llamaron a <strong>com</strong>er y, despedido el escribano, Eusebio fue a la mesa lleno de<br />

sus piadosas intenciones en favor de sir Eduardo Towsend. La muerte del lord, sus prendas, su<br />

riqueza y otras partidas amables ocuparon los discursos de los <strong>com</strong>ensales, durando todavía<br />

en tratar del mismo asunto hasta después de acabada la <strong>com</strong>ida; pero los interrumpió una


extraordinaria vocería y alboroto que aturdía el mesón y alteró a los que estaban sobremesa,<br />

mucho más cuando vieron entrar en la sala en donde estaban a Wilks, criado del lord difunto,<br />

que huía de Taydor, criado de Eusebio, que lo perseguía con el cuchillo en la mano, teniendo<br />

el rostro ensangrentado.<br />

¿Qué es? ¿Qué picardía es ésta?, exclama el duque de D... levantándose de la mesa con<br />

los demás forasteros. Hardyl y Eusebio, asustados de ver a Taydor ensangrentado y con el<br />

cuchillo en la mano, lo llaman. Taydor obedece; deja de perseguir a Wilks y acude al<br />

llamamiento de su amo, a quien cuenta el motivo de la riña que habían trabado sobremesa él y<br />

Altano con los criados del lord difunto, por querer defender su entereza de las insolentes<br />

murmuraciones de los criados del lord Som..., los cuales decían que él había sobornado a su<br />

amo para sacarle la manda de las trescientas libras esterlinas.<br />

Aunque el lord había hecho testamento a instancias de Eusebio y aunque en el mismo<br />

testamento dejaba generosamente mandados a sus criados, en vez de agradecer éstos a<br />

Eusebio sus piadosos oficios, llevaron muy a mal el ver heredado de su amo un extraño, hasta<br />

poner sus lenguas en la honradez e integridad de Eusebio. ¡Tan sutil y maligna es la envidia!<br />

Y <strong>com</strong>o todas las circunstancias concurrían para verificar las sospechas de esta ruin pasión,<br />

dejáronse apoderar de ellas todos los forasteros que supieron la manda, sin exceptuar al<br />

mismo duque de D...<br />

Eusebio hasta entonces no había experimentado el sentimiento que causa la calumnia<br />

personal, no habiendo tenido motivo para ello, pues la calumnia de Blund en Londres recaía<br />

también sobre Hardyl; ni supo el motivo de verse en la cárcel, sino al mismo tiempo que<br />

quedaba justificada su inocencia. La calumnia ignorada no se siente. Su tiro asesta al oído, por<br />

donde hace penetrar la maledicencia su agudo dardo al corazón del calumniado, después que<br />

derribó su estimación y honradez en el ajeno concepto.<br />

Si fue, pues, amarga y sensible a Eusebio la murmuración de los criados del lord,<br />

júzguelo aquel que llega a experimentar igual calumnia en semejantes o diversas<br />

circunstancias. Avergonzado vivamente de estas voces, no sufre más su rostro encendido y<br />

turbado la presencia y ojos de los forasteros, que se levantaron de la mesa para oír a Taydor,<br />

pareciéndole que todos le decían lo mismo con sus miradas y pensamientos; de modo que, sin<br />

dar ningún pretexto, se retira a su cuarto.<br />

Hardyl, después de haber apaciguado los criados, va también al cuarto de Eusebio, y<br />

viéndolo apoyado de codo sobre la mesa, cubriéndose con la mano la frente, le dice: ¿Qué<br />

sentís, Eusebio, que os retirasteis tan desazonadamente al cuarto? -No oísteis el motivo de la<br />

riña de los criados y la infamia que me ponen de haber arrancado del moribundo lord la<br />

manda que me hizo? -¿Pues qué, habéis sentido esto? ¡Gran motivo por cierto de sentimiento!<br />

A la verdad no me lo esperaba de vos. ¿Y qué palos os han dado, ni qué herida os hicieron<br />

para sentirlo <strong>com</strong>o lo sentís? ¿Una vez que se la lleva el viento puede hacer tanta impresión en<br />

quien estudia despreciar los agravios? -Si me hubiesen maltratado o perdido el respeto, tal vez<br />

no lo hubiera sentido, ¿pero acusarme de cohechador de esa manda?...<br />

-¡Bueno está eso! ¡Querer poner coto a las lenguas maldicientes! ¿Y qué diferencia<br />

hacéis de la injuria y agravio a la calumnia, para que debáis sentir menos aquéllos que ésta? -<br />

La injuria limita sus tiros al cuerpo sin dañar a la reputación de la persona; la calumnia<br />

zahiere y emponzoña en el concepto ajeno la estimación que maltrata. -Según eso, sentís el<br />

perder esa estimación en la opinión ajena; ¿obráis, pues, por oculto deseo de ser estimado y de<br />

ser tenido en buen concepto de los otros? No extraño, pues, que os haya sido tan sensible el<br />

perderlo: la consecuencia era justa. Eusebio no supo qué responder; Hardyl prosiguió a<br />

decirle:


Tenéis, Eusebio, un nuevo motivo para reflexionar que la raíz de ese sentimiento está<br />

prendida de nuestra delicada vanidad, la cual se reviste del manto del honor, no para hacer<br />

menos sensibles los tiros de la calumnia, sino para hacerlos más dolorosos. Entrad en los<br />

escondrijos de vuestro corazón, donde siempre quedan repuestos y renacen de continuo estos<br />

imperceptibles efectos de la vanidad, pues conviene afanarse en sofocarlos, si queremos que<br />

no nos causen los disgustos y desazones que sentimos; porque, disgusto y desazón, es muy<br />

grande el escocimiento vindicativo que engendra la calumnia en el corazón y que a las veces<br />

impele los hombres a fatales extremos. Para evitarlos, pues, importa prevenir el sentimiento<br />

con la reflexión de las máximas de la sabiduría, sin las cuales no es posible conseguirlo.<br />

Verdad es que muchos hombres llegan a tal imprudencia y descaro, que no sienten nada<br />

perder su estimación ni envilecerse a los ojos ajenos, dando ellos mismos motivo para ello<br />

con su culpable y oprobiosa conducta; pero éstos son la hez de los hombres y los más<br />

desvergonzados libertinos. Todos los demás, de recto y honrado proceder, fórmanse un falso<br />

principio del honor, <strong>com</strong>o si debieran sentir por obligación indispensable la calumnia y <strong>com</strong>o<br />

si el honor les infundiese derecho de obtener su reparación. Cabalmente no hay cosa en que<br />

más tropecemos a cada paso que damos en el mundo. La envidia, la malicia, el odio, el rencor,<br />

la enemistad aguzan de continuo sus lenguas para zaherir. ¿Quién es aquel que ande exento de<br />

sus heridas? El casamiento más honesto, la caridad más pura, la integridad de la más recta<br />

justicia o del desinteresado empleo, la intención más buena y santa, en fin, todo se hace<br />

blanco del arco siempre empuñado de la calumnia.<br />

¿Cómo no se ha de sentir la pérdida de la estimación? ¿Se ha de sufrir con paciencia oírse<br />

ir en ajenas lenguas, <strong>com</strong>o ruin, deshonesto, injusto y cohechador de mandas? ¿Esta<br />

estimación de sí mismo no es justa en el hombre? ¿No es el freno mayor de las costumbres?<br />

Esa es, Eusebio, la otra capa con que se cubre también nuestro amor propio y nuestra<br />

presunción. ¿Pero con ella nos libramos acaso del sentimiento y desazón que nos causa la<br />

calumnia? No hay duda que el aprecio de nuestra estimación es un móvil excelente para obrar<br />

bien; y estoy por decir que es el solo motivo por el cual obran bien los hombres; pero no me<br />

negaréis que los que obran bien por ese motivo, lo hacen por principio de vanidad y por deseo<br />

de ser estimados y respetados de los otros.<br />

No sucede así en el que obra bien por sola satisfacción de su conciencia y de su interior<br />

consuelo, esto es, por puro amor de la virtud, principio más noble y mil veces preferible al<br />

otro de la vanidad, aunque yo me guardaré bien de culparlo enteramente; al contrario, se<br />

debería inculcar a los hombres de él, pues no todos pueden ni saben hacer estudio de la<br />

sabiduría; pero a vos que hacéis estudio de ella, ¿os convendrá por ventura ser antes bueno<br />

por principio de presunción, que por el del puro amor de la virtud?<br />

Ésta no atiende a otro fin ni a otra re<strong>com</strong>pensa de su obrar, que a los bienes mismos que<br />

nos acarrea. Todos los demás los reputa inciertos y dudosos, debiendo depender de las<br />

pasiones y caprichos de los otros hombres; los cuales, dan o quitan a su antojo su estimación y<br />

concepto, alaban o calumnian según sus humores les dictan, porque podéis ser un Foción, un<br />

Arístides, un Sócrates, un Dios, que la calumnia no respetará por eso vuestro proceder. El que<br />

tiene, pues, por su parte la satisfacción de su conciencia, ármese del desprecio de la calumnia;<br />

éste es el broquel en que se embotan sus tiros; no nos presenta otro la virtud para repelerlos y<br />

para no sentirlos o, a los menos, para sobreponernos al sentimiento que nos causan.<br />

Porque, ¿qué pretende el que herido en lo vivo de su honor, se irrita, se enardece, patea y<br />

se transporta para exigir satisfacción de la calumnia? Si lo examináis bien, quisiera sólo<br />

acallar y dejar satisfecha su resentida vanidad con la venganza de quien lo calumnió. Si llega<br />

a obtener esto, aunque sea con el castigo o ruina de quien lo ofendió, ¿deja de sentir por eso<br />

toda la amargura de la hiel que derramó sobre él la ofensa? ¿No queda expuesto y juguete de


las zozobras, angustias, desvelos y ansias que le infunde el resentimiento? Aunque obre, corra<br />

y se afane para quedar justificado y destruir la opinión contraria, ¿la llega por eso a destruir<br />

enteramente? Ésta suele siempre reservarse algunas ocultas sospechas para fomento de su<br />

amor propio; el cual no suele holgarse mucho que se justifique plenamente el calumniado.<br />

Al contrario, todo lo remedia de un golpe el desprecio. Mas, ¿cómo se conseguirá este<br />

remedio? Con la reflexión; ¿sabéis que ésta es la antorcha de la sabiduría? Tomémosla en la<br />

mano y vamos a ver los males que se nos siguen por ser calumniados. El perder el concepto<br />

de hombre bueno, de honrado, de íntegro de la ajena opinión. Mas el que obra por puro amor<br />

de la virtud, y por satisfacción de su conciencia, ¿por ventura no estudia el no hacer caso de la<br />

estimación y del ajeno concepto? ¿Por qué, pues, se ha de resentir si pierde aquello que no<br />

pretendía y que despreciaba?<br />

¿Qué viene a ser este gran concepto de los hombres? Un acto de entendimiento leve,<br />

incierto, fugaz, sujeto al capricho, al humor, al engaño y liviandad de las pasiones, que ni<br />

depende de nosotros el conseguirlo ni está en nuestra mano el conservarlo. Y ved aquí cómo<br />

venimos a dar en los principios de Epicteto, que siempre debemos llevar presentes: no te<br />

afanes en desear lo que no depende de ti el conseguir, ni ames demasiado lo que, conseguido,<br />

puedes perder con dolor si lo pierdes.<br />

Sensible, no hay duda, es a los hombres vanos el que otros pongan sus lenguas en su<br />

proceder, en su nacimiento, en su estado y condición; pues esto los humilla y la humillación<br />

es dolorosa. Raro es el hombre que sepa apreciarla y aprovecharse de ella. Mas el sabio la<br />

abriga y la acaricia en su seno, para que le fomente los sentimientos de la modestia y de la<br />

moderación, con los cuales su ánimo, exento de resentimiento, se levanta sobre los tiros de la<br />

maledicencia y de la calumnia, contemplando con risa <strong>com</strong>pasiva, desde el trono de su firme<br />

entereza, los esfuerzos de las apocadas pasiones de los hombres, que se desazonan en vano<br />

para despedazarlo.<br />

Consultad ahora, Eusebio, los afectos de vuestro corazón resentido y triste por esos<br />

dichos de los criados y ved qué venganza y satisfacción pretendéis. -Ninguna, Hardyl,<br />

ninguna; bastante justificado quedo con mi conciencia. -Ese solo testimonio os debe bastar.<br />

Tarde o temprano la virtud misma, sin despegar sus labios, llega a disipar la niebla con que el<br />

aliento de la calumnia pretendía ofuscarla, sacando entre ella su rostro más puro y bello que la<br />

luna el suyo entre la opaca nube que ofuscaba su plácido resplandor, prosiguiendo en silencio<br />

luminoso e imperturbable su brillante carrera, sin que puedan detenerla las roncas voces de<br />

quien la ladra.<br />

Esto debiera bastaros, Eusebio, para sacudir de vuestro ánimo esa tristeza... -No me<br />

queda ninguna; os lo aseguro, Hardyl, me habéis sosegado enteramente, y para daros una<br />

prueba de ello, voy inmediatamente a proponer al duque de D... la donación que determiné<br />

hacer de la manda del lord a sir Eduardo Towsend. -Id en hora buena, os esperaré aquí en el<br />

cuarto.<br />

Estaba todavía el duque en su apartamento cuando Eusebio fue a verse con él, hallándolo<br />

sentado y leyendo un libro. Milord, le dice, no podéis ignorar la herencia que me dejó en su<br />

testamento el lord Som... -No lo ignoro, amigo, y sé que tales mandas no se obtienen de los<br />

moribundos sin sugerimiento de los asistentes; mas ya que tuvisteis tan buena habilidad,<br />

disfrutad de vuestra buena maña y que buen provecho os haga. Dicho esto, sin mirar al rostro<br />

de Eusebio, prosigue su lectura.<br />

¡Qué impensado y terrible rayo para el honrado corazón de Eusebio! Si Hardyl no<br />

acabara de fortalecer sus sentimientos, diera con él en el suelo. Eusebio, de hecho, se


conmovió vivamente, pero la imagen de la luna en su plácido resplandor, presentándose<br />

entonces a su ánimo no menos que las otras reflexiones de Hardyl, hacen levantar su corazón<br />

de aquel repentino abatimiento y, volviendo sobre sí, dice con noble moderación al duque, y<br />

con sosegada expresión: Milord, procuraré que no me haga mi maña sino buen provecho, para<br />

esto me tomé la libertad de venir a consultaros. -¿A consultarme a mí? Id allá, que no<br />

necesitan de consejos vuestros artificios.<br />

Perdonad, milord, vuelve a decirle Eusebio con más reportada modestia; dejadme acabar,<br />

os ruego, pues no entra aquí artificio, sino deseo de socorrer a un desdichado. -¿Cómo<br />

socorrer? ¿A quién? -A sir Eduardo Towsend. -¿A sir Eduardo Towsend? -A ese mismo,<br />

pariente que es, <strong>com</strong>o sabéis, de mi buen amigo y bienhechor difunto. -¿Y en qué queréis<br />

socorrerlo? ¿Qué tengo yo que ver en esto? -Tenéis que ver, milord, <strong>com</strong>o albacea que sois<br />

del testamento, pues mi voluntad es hacer donación entera de las trescientas libras esterlinas<br />

que me dejó el lord Som... en favor de sir Towsend y de sus hijas; vos podéis favorecerlos<br />

mandando hacerme una minuta de donación para que pueda legalizarse.<br />

El duque, sorprendido de tan impensada y generosa proposición de Eusebio, que lo<br />

cubría de confusión, justificando en dos palabras su inocencia y aterrando al mismo tiempo al<br />

maligno juicio que había formado de él, y los injustos y violentos reproches que acababa de<br />

hacerte con insolencia, no resistió a la conmoción que le excitaba su desinterés; y<br />

levantándose con ímpetu de la silla, lo abraza, diciéndole: Perdonad, joven digno de mi<br />

veneración, y dejad que expíe con este abrazo mi juicio indiscreto y temerario. -Milord, nada<br />

hay aquí que perdonar ni que sea digno de vuestra veneración. Satisfago a la inclinación de mi<br />

genio en socorrer a una infeliz familia- Si hubiese llegado a tiempo el recurso que me hizo sir<br />

Eduardo, me lisonjeo que hubiera yo conseguido de la generosidad del lord Som... el trasladar<br />

esa misma manda a su pariente.<br />

-No sé oponerme, don Eusebio, a una tan noble determinación que admiro; es demasiado<br />

respetable para mí. Sólo sí quisiera proponeros que os reservéis parte en esa misma manda,<br />

para que tengáis el gozo de disfrutar de la liberalidad de vuestro amigo. -No espero, milord,<br />

disfrutar de mayor gozo que el que me dará una donación entera. El estado de sir Towsend y<br />

de sus hijas necesita de toda ella; y la memoria del lord Som... queda muy grabada en mi<br />

corazón, para que pueda llegar jamás a borrarse en él. -Puesto que así lo queréis, os enviaré la<br />

minuta; podéis hacer llamar al escribano para legalizarla y será empeño mío el hacer percibir<br />

a sir Towsend la renta cobrada en Inglaterra.<br />

Eusebio da las gracias al duque y se despide de él, para volver al cuarto donde Hardyl lo<br />

esperaba, haciendo llamar primero al escribano. Entonces cuenta a Hardyl lo que le había<br />

pasado con el duque, diciéndole cuán útil le había sido su discurso sobre la calumnia para<br />

estar sobre sí y para no alterarse de las repulsas del duque. Con este motivo, Hardyl, después<br />

de haber loado su moderación, continuó en tratar sobre los bienes que acarreaba al hombre el<br />

despreciar los dichos de los otros y sus agravios, pues aunque repetidas veces había tratado de<br />

esto mismo, su elocuencia hallaba nuevas expresiones e imágenes para dar mayor fuerza a sus<br />

máximas.<br />

Entretanto, habiendo hecho el mismo duque la minuta, se la trajo en persona al cuarto y,<br />

luego que llegó el escribano, se legalizó la donación con mil demostraciones respetuosas del<br />

duque y de los testigos. Despedidos éstos, Eusebio envía un billete a sir Eduardo Towsend por<br />

medio de Taydor, en que le participaba la donación. Entretanto el duque de D... a quien llegó<br />

también a inficcionar la calumnia inventada de los criados del lord Som... contra Eusebio, con<br />

el escándalo de la riña, no quiso dejarla pasar sin dar pruebas a Eusebio del aprecio y estima<br />

que le había merecido; a este fin, llamando a los criados, les mandó que fuesen todos juntos a<br />

pedir perdón a Eusebio.


Hardyl se hallaba solo con él cuando uno tras otro entraron en el cuarto en triste<br />

formalidad llevando impresa en sus rostros la mortificación que les causaba el orden del<br />

duque y la confusión de su maligno y envidioso juicio, después que supieron del mismo<br />

duque la donación generosa que acababa de hacer Eusebio de las trescientas libras a sir<br />

Eduardo Towsend y a sus hijas. James era el que llevaba la voz, diciendo a Eusebio el orden<br />

con que venían para pedirle perdón de la calumnia. Eusebio les dijo que no tenía por qué<br />

perdonarlos, bien sí motivo para rogarles que hiciesen las paces con sus criados; y a fin de que<br />

las pudiesen celebrar con más alegre solemnidad, entregó a James dos luises de oro,<br />

diciéndole que aquella bagatela podía contribuir para ello.<br />

Todos los semblantes y corazones de aquellos criados se mudan de repente, y quieren<br />

manifestar a Eusebio su alegre reconocimiento y su respeto besándole la mano; pero<br />

rehusándolo Eusebio partieron llenos de alborozo para ir a encontrar a Altano y a Taydor, y<br />

satisfacer a los deseos de su amo sobre las paces; haciéndolas en una opípara merienda en que<br />

ensalzaron la virtud de Eusebio con mayores veras que aquellas con que quisieron denigrar su<br />

integridad.<br />

Así vio Eusebio plenamente justificada su inocencia y entereza sin pretenderlo ni<br />

buscarlo, granjeándose por lo mismo mayor respeto y veneración de los otros forasteros<br />

sabedores del caso, que se hallaban en la misma posada. Faltaba en ella otro espectáculo no<br />

menos tierno e interesante, para prueba del acatamiento que se granjea la virtud en los<br />

corazones de aquellos que experimentan sus beneficios y adorables influjos.<br />

El moro que había llevado los billetes de sir Towsend al mesón, y la respuesta última que<br />

dio Eusebio en otro billete a las instancias que le hacía el mismo sir Towsend, para que lo<br />

en<strong>com</strong>endase al lord antes que muriese, habiendo venido otra vez para informarse del estado<br />

de la salud del enfermo, después que había muerto y que se había publicado el testamento,<br />

<strong>com</strong>o supo de James las circunstancias de la manda que el lord había hecho a Eusebio, sin<br />

hacer mención de sir Eduardo, volvió a casa de su infeliz amo, a quien contó todo había dicho<br />

y el cohecho de Eusebio para sacarle aquellas trescientas libras esterlinas, siendo así que nada<br />

obtener para su pariente.<br />

Towsend, a pesar de los doce luises que había recibido poco antes, aunque sabía del<br />

mismo James cuando éste se los entregó que los debía a las instancias de Eusebio, no pudo<br />

con todo refrenar los transportes de su sentimiento, viendo desvanecidas para siempre sus<br />

esperanzas con la muerte del lord, y dejándose arrebatar del dolor y enojo, sabiendo por<br />

medio de James que el testamento se había hecho a instancias de Eusebio, prorrumpe en<br />

baldones e improperios contra la avaricia de éste en presencia de sus hijas. ¡Oh hombres!<br />

Antes de dar crédito a la sutil malicia de la calumnia, esperad a verificarla, si no queréis veros<br />

juguete a cada instante de vuestra fácil y engañada credulidad.<br />

Towsend, fomentando su dolor con la memoria del testamento y de la manda del lord<br />

hecha en favor de un extraño, quiso volver a leer el billete en que le decía Eusebio haber<br />

negado tarde su recurso; pero que con todo, quedaría consolado. Mas esto mismo que debía<br />

alimentar sus esperanzas, sirvió para irritarlo más, sabiendo que el lord nada le dejaba, y<br />

tomándolo por toreo del que había conseguido las trescientas libras de renta para sí, <strong>com</strong>enzó<br />

a llorar amargamente, considerando el miserable estado a que se veía reducido sin esperanza,<br />

faltándole la que sólo le quedaba en la liberalidad de su pariente difunto.<br />

Sus infelices hijas, añadiendo a esta nueva desolación y tristeza la que las devoraba por<br />

los trabajos a que se veían expuestas, y por la que conservaban de la muerte de su madre, que<br />

había fallecido poco antes que dejasen la Inglaterra, prorrumpen en nuevos sollozos y<br />

lamentos, y se abandonan a la desesperación, reconociéndose sin amparo en un país extraño,


expuestas en la flor de su juventud a todos los horrores de la miseria y precipitadas del asiento<br />

de las <strong>com</strong>odidades, de los honores y riquezas en que habían nacido, en la sima horrible de la<br />

necesidad y de la pobreza.<br />

Hallábanse en este tristísimo estado, en <strong>com</strong>pañía de su desesperado padre, buscando<br />

alivio a su dolor en sus mismos llantos y lamentos, cuando llegó Taydor con el billete en que<br />

Eusebio le participaba la donación que le hacía de las trescientas libras esterlinas. Towsend,<br />

avisado que había un hombre que quería entregarle un billete en propias manos, enjuga sus<br />

rabiosas lágrimas para verse con él. Sir Towsend, le dice Taydor, mi amo os envía este billete.<br />

-¿Vuestro amo? ¿Quién es? -Don Eusebio, M... Towsend fija en Taydor sus ojos encendidos<br />

de cólera, y estaba ya para enviarlo enhoramala a él y al billete, pero la necesidad, pronta<br />

siempre a formarse esperanzas aun donde menos las espera, hizo contener el ímpetu de su<br />

enojo, mas no de modo que no dijese a Taydor con enfado: Dad acá ese billete; y se lo quita<br />

de la mano.<br />

Towsend vuelve a sentarse, abre el billete, empieza a leerlo con dudas, que se resentía<br />

todavía de su cólera, y no se lo deja acabar de leer enteramente el repentino enternecimiento<br />

que le causó tan inesperada e increíble noticia, dejando caer su frente confusa sobre la mano<br />

en que tenía el billete, apoyando el codo sobre el brazo de la silla. ¿Qué es, qué es, padre<br />

mío?, dice levantándose la mayor de las hijas, creyendo que su padre tuviese alguna noticia<br />

infausta. Towsend levanta entonces su rostro regado de llanto para prorrumpir en sollozos.<br />

La otra hija, asustada entonces, acude también a consolar a su padre y ambas a dos se<br />

ponen a llorar con él, sin saber por qué llorase, preguntándole el motivo. ¡Oh hijas mías, les<br />

dice, hemos sido bien injustos para con ese caballero, digno sólo de nuestra adoración! Nos<br />

cede, nos cede las trescientas libras esterlinas que creímos haber obtenido para sí. Las hijas<br />

quedan atónitas, dudando de lo que su padre les decía, quedándoseles cuajado el llanto en sus<br />

empañados ojos, mirando a su padre sin saber qué decirle. Éste, después de haber acabado de<br />

leer el billete, se vuelve a Taydor y le dice: Ve, buen hombre, y cuenta a tu amo lo que has<br />

visto. A mí sólo me toca decirle en persona a qué grado llega mi eterno reconocimiento.<br />

Taydor parte y da este mismo recado a Eusebio, sin que este pudiese una imaginarse el<br />

modo con que Towsend quería agradecerle su donación. Al otro día que la otorgó Eusebio, se<br />

hizo el entierro del lord Som... fuera de París, habiéndolo retardado el trabajo de la urna en<br />

que lo habían de depositar después de embalsamado. Eusebio quiso asistir a él. ¿Cómo podía<br />

dejar de dar esta prueba de reconocimiento a su perdido amigo?<br />

Vuelto al mesón, conservaba todavía su rostro las señales del llanto y del sincero<br />

sentimiento que le causó el ver encerrar para siempre el cadáver. Llamado a mesa, su silencio<br />

y su inapetencia merecieron las atentas instancias que le hacía el duque de D... para que se<br />

esforzase a <strong>com</strong>er; mas ellas contribuyeron sólo para incitarlo con mayor violencia al llanto<br />

que procuraba reprimir; de modo que se vio precisado a dejar la mesa y retirarse a su cuarto.<br />

El duque y Hardyl acudieron poco después para consolarlo y sosegarlo, lo que consiguió<br />

Hardyl con pocas palabras. Quiso quedar con todo el duque de D... para hacerle <strong>com</strong>pañía, y<br />

acaso trataban de la desgracia de Sir Towsend, cuando éste, a<strong>com</strong>pañado de sus hijas, hace le<br />

den recado de su llegada.<br />

Eusebio, a tan inesperado aviso, se conmueve y llama en su ayuda la moderación y<br />

modestia, para que no padeciesen menoscabo las intenciones de su generosa <strong>com</strong>pasión ni la<br />

pureza de sus sentimientos, y para no dejarse llevar de la vanidad que <strong>com</strong>enzó a halagar su<br />

corazón con la venida del padre a<strong>com</strong>pañado de sus hijas. Entran éstas precedidas del padre,<br />

todo enlutado por la muerte de su mujer. Hasta la gran valona que le caía sobre el pecho era<br />

de luto, entrando en el cuarto con el sombrero en la mano y con rostro grave y modesto.


Cubría sus canas una peluca redonda cenicienta. Las hijas, vestidas también de negro de<br />

cabeza a pies, seguían con singular modestia los mesurados pasos de su padre, llevando<br />

impresas en sus hermosos, aunque tristes, semblantes, las señales de su dolor, buscando con<br />

los ojos enternecidos, entre aquellas tres personas que allí veían y que no conocían, a su<br />

bienhechor.<br />

Esto mismo hizo parar al grave sir Towsend, suplicando le excusasen, si no sabía conocer<br />

entre ellos a sir Eusebio M... Aquí lo tenéis, dijo el duque de D... señalando con la mano a<br />

Eusebio. Sir Towsend entonces, inclinándole la cabeza con los brazos abiertos, le dice: ¡Ah!<br />

¿Con qué palabras podré encarecer, joven digno de mi adoración, el agradecimiento que os<br />

debe un desdichado caído en el oprobio de la miseria? De ésta se dignó sacarlo sin conocerlo<br />

vuestra adorable beneficencia. Una gran demostración de liberalidad puede obtener<br />

expresiones grandes del más vivo reconocimiento, mas la vuestra, sir Eusebio, excediendo los<br />

términos de la humana bondad y misericordia, agota todas las expresiones de la humana<br />

gratitud y hácese acreedora a las demostraciones debidas a la suprema beneficencia.<br />

Recibidlas (prosigue a decir Towsend con las lágrimas en los ojos y arrodillándose delante de<br />

Eusebio), recibidlas de este miserable padre que, habiendo <strong>com</strong>enzado a sentir las angustias<br />

de la pobreza, está bien ajeno de unir a esta prueba de su gratitud eterna la indigna adulación<br />

que este mi llanto desmiente.<br />

Eusebio, enternecido y confuso de la postura y llanto de aquel respetable anciano, quería<br />

evitar sus demostraciones, haciéndole vivas instancias para que se levantase del suelo. Pero<br />

Towsend, llevado del ardor de su gratitud, caminaba de rodillas, buscando y pidiendo la mano<br />

que Eusebio rehusaba darle para besársela, diciendo que de allí no se levantaría hasta tanto<br />

que no le concediese desahogar en ella su eterno reconocimiento. Hardyl, interesado en las<br />

instancias de Towsend, dijo a Eusebio que le diese la mano que le pedía. Eusebio<br />

condesciende, le alarga la mano, y tomándola Towsend la apretaba en las suyas, besándola<br />

dos y tres veces; y sin soltarla, se vuelve a sus hijas, diciéndoles: Esta es, hijas mías, la mano<br />

adorable que nos sacó de los horrores de la necesidad y del oprobio y que desarmó el rencor<br />

de nuestra cruel suerte, digna por esto de vuestra adoración y mía.<br />

Las hijas, oyendo esto, póstranse a los pies de Eusebio, alargando sus manos para esperar<br />

que Eusebio les ofreciese la suya; mas Eusebio, oprimido de la confusión y del<br />

enternecimiento, al ver las doncellas arrodilladas a sus pies y al padre que no quería soltarle la<br />

mano, dejase caer también de rodillas, y echando sus brazos al cuello del arrodillado sir<br />

Towsend, aplicóle su rostro sobre el hombro en que resonaban confundidos los ardientes<br />

besos del viejo venerable con los sollozos de Eusebio. ¡Oh qué sollozos! ¿Quién explicará la<br />

inundación de la celestial dulzura de donde nacen? ¡Oh virtud adorable! Tú, que recoges con<br />

tu divino velo ese precioso llanto de Eusebio, muéstraselo a los hombres y exige de sus ojos<br />

respetuosos el tributo del dulce enternecimiento que arrancas de estos míos.<br />

El duque de D... y Hardyl, presentes a aquel tiernísimo espectáculo y conmovidos de su<br />

vista, se empeñan en hacerlos levantar y lo consiguen a fuerza de instancias, después que<br />

hicieron reponer en pie las doncellas, a quienes hizo asentar Hardyl, y luego a sir Towsend<br />

que no acababa de desahogar los vivos sentimientos de su gratitud. El duque, para distraerlo,<br />

preguntóle el motivo de su desgracia. Towsend, después de haberse enjugado el llanto, le dijo:<br />

No sé milord, si sabéis que serví cuarenta y dos años en la marina del rey. -No lo ignoro, sir<br />

Towsend, <strong>com</strong>o tampoco el valor y desempeño con que lo habéis servido. -Oíd, pues, el<br />

origen de mi desgracia después que el rey se dignó darme el gobierno del puerto de Plymouth.<br />

Había casi un año que disfrutaba del premio de tantos años de fatigas y desvelos en el<br />

descanso de mi gobierno, cuando me llegó la noticia infausta de la muerte del lord M... a<br />

cuyas solicitaciones y protección debía yo la gracia que finalmente alcancé; pues sin el favor


del lord, no creo que me hubieran servido de mérito mis honrados sudores y servicios. ¡Ah,<br />

quién sabe que no me hubiese sido mejor morir entre el número de los desatendidos! No,<br />

milord, el hombre no sabe lo que se desea, ni conoce que tal vez es un bien la contrariedad de<br />

su suerte de que se queja. Si yo hubiera continuado a experimentar la adversa, tal vez no<br />

hubiera dado motivo al lord W... para que se acordase de un castigo que le di sirviendo él años<br />

atrás de alférez en mi navío, pues aunque el dicho castigo fue leve y muy inferior a su<br />

desobediencia, bastó con todo para que él conservase su resentimiento y se vengase luego que<br />

se vio levantado al ministerio.<br />

Apenas me quedaba memoria del caso, pero el ensalzamiento del mismo lord W...<br />

después de la muerte del lord M... me lo acordó, con la ocasión de hablar, <strong>com</strong>o acontece, de<br />

la persona que vemos levantada. Esto no impidió que, animado yo de las lisonjas y esperanzas<br />

que formamos de los poderosos que conocimos, no le escribiese una carta de parabienes por el<br />

empleo que el rey le acababa de confiar; mas no teniendo yo respuesta a una carta tan atenta,<br />

reputé su silencio efecto de la vana altanería del lord en su nuevo empleo, sin recatarme de<br />

dar quejas contra él en presencia de quien quiso tal vez hacerse mérito de <strong>com</strong>unicarlas al<br />

mismo; pues uno de los capítulos de la acusación que hizo contra mí a los Comunes, era que<br />

hablaba mal de los ministros de su Majestad. Aunque no sé decidir si era ésta también<br />

calumnia semejante a las demás, entre las cuales era la principal y la más atroz la de alta<br />

traición de que me acusaba, por la secreta correspondencia que dijo mantenía con los<br />

enemigos de la Inglaterra para favorecer la entrada en el reino al pretendiente Stuart,<br />

protegido de Luis XIV.<br />

Bien va todo eso, ¿pero y las pruebas de esa acusación?, preguntó el duque de D... ¡Oh,<br />

milord!, dijo Towsend, ¿faltan jamás pruebas, las más evidentes, a la venganza armada del<br />

poder contra la inocencia? Oid y pasmaos de lo que sabe y puede maquinar un poderoso<br />

rencor.<br />

Antes que saliese la armada que equipaba Luis XIV para introducir en Inglaterra al<br />

pretendiente, quedó apresado de una fragata del rey un armador de Brest. Éste fue conducido<br />

solemnemente, para dar mayor color al inicuo artificio, por el Támesis hasta la escalera del<br />

Temple. Entre las supuestas cartas encontradas al armador y que decía no había tenido tiempo<br />

de echar al mar, había una del ministro Colbert, con el sobrescrito para mí, en la cual me<br />

participaba el desembarco y el modo con que lo había de hacer la armada francesa; añadiendo<br />

en ella que, en caso que aquel desembarco se malograse, serviría de llamada para que con<br />

mayor seguridad de los franceses pudiesen éstos apoderarse del puerto de Plymouth, con otra<br />

armada que saldría al mismo tiempo a este fin; pues aunque pequeña, lo conseguiría, supuesta<br />

la traición del gobernador de aquella plaza, entendiéndolo de mí.<br />

A una tan evidente apariencia de verdad, nacida de tan refinado artificio, existiendo la<br />

carta con la firma del mismo Colbert, y encontrada a un armador velero a quien se le dio caza<br />

por largo tiempo, y a la confesión del mismo capitán del armador, a quien apremiaron con<br />

promesas para que dijese el lugar de la playa en que había de dejar la carta y el nombre del<br />

marinero que la había de recibir; y finalmente a la delación del mismo lord W... sostenida de<br />

la elocuencia de los oradores, ¿cómo queréis que no se dejasen deslumbrar los Comunes?<br />

Como quiera, yo fui declarado traidor, y antes que me viniese el orden para que me<br />

presentase, tuve secreto y diligente aviso de un íntimo amigo mío de lo que se intentaba<br />

contra mí, aconsejándome que saliese sobre la marcha de Inglaterra, aunque fuese en camisa.<br />

Hallábame yo muy ajeno de tan improvisa desgracia a la cabecera de la cama de mi mujer<br />

moribunda, cuando me llegó este funesto aviso. El profundo dolor que me tenía postrado por<br />

la pérdida inevitable de mi mujer, a quien amaba tiernamente, se convirtió en estúpido terror,


sin saber alzar los ojos del suelo, donde los clavé después de haberlos apartado de aquella<br />

fatal carta.<br />

Todas las terribles consecuencias de tan fiero golpe se presentaron de tropel a mi<br />

angustiada mente y la a<strong>com</strong>eten con tanta fuerza, que prorrumpo en amargos sollozos, no<br />

sabiendo encontrar remedio ni reparo a mi inminente ruina y desventura, si no la evitaba con<br />

la fuga, <strong>com</strong>o mi amigo me aconsejaba. ¿Pero cómo dejar desamparada a mi querida mujer en<br />

tal estado? ¿A quién en<strong>com</strong>endar mis dulces hijas, solo consuelo de mi avanzada edad? ¿A<br />

dónde huir? ¿Cómo encontrar medios para ejecutarlo sin nota de mis perseguidores? A estas<br />

ocurrencias no resiste mi angustiado corazón y quedo sin sentidos en la silla en que acababa<br />

de leer la carta.<br />

Los criados, mis infelices hijas, acuden a socorrerme y lo consiguen; yo vuelvo en mí,<br />

pero para verme hecho juguete de mayor dolor, reconociendo a mis dolientes hijas que me<br />

preguntaban la causa de aquel accidente. Por respuesta las arrimo a mi seno, bañándolas con<br />

mis lágrimas y desahogando con ellas los sentimientos de mi dolor, de mi cariño, de la rabia y<br />

desesperación que sucesivamente exasperaban mi pecho. Hiriendo al mismo tiempo a mi<br />

alterada fantasía la memoria de mi mujer moribunda, me obliga a desprenderme de ellas con<br />

ímpetu violento y a precipitarme con los brazos tendidos, hechos mis ojos fuentes de<br />

lágrimas, sobre la cama y sobre la mano de mi mujer para besársela, lamentándome de mi<br />

cruel suerte.<br />

¡Mas ay, milord!, la yerta frialdad de aquella mano hiela el furor de mis transportes,<br />

llamando mi asustada sorpresa para enterarme si estaba muerta. Lo estaba ya, ¡triste de mí!; su<br />

muerte fue semejante a un tranquilo sueño, envidiable a su desventurado y viudo marido. ¡No<br />

sé cómo resistí entonces al fiero a<strong>com</strong>etimiento de la desesperación que se apodero de mi<br />

pecho, obligándome a romper mis vestidos, a mesarme los cabellos entre el llanto y lamentos<br />

de mis hijas y criados!<br />

En estos excesos de mi rabioso furor, se presentan a mi agitada imaginación los ministros<br />

de la justicia, <strong>com</strong>o si viniesen a prenderme. Huyamos, hijas mías, exclamo entonces fuera de<br />

mí. Huyamos, si no queréis ver a vuestro miserable padre víctima de la más negra y detestable<br />

venganza. ¿Mas a dónde, padre mío, me dice Nelly llorando y asustada, a dónde queréis que<br />

huyamos? -No lo sé, hija mía, huyamos; y asiéndola del brazo me encaminaba ya todo<br />

turbado, cuando se me presenta Tautel, un moro que <strong>com</strong>pré niño en la Jamaica y que me<br />

sirve desde entonces, aun después de haberle yo dado la libertad que se había merecido por su<br />

fiel amor y servidos.<br />

A éste resuelvo <strong>com</strong>unicar mi desventura y a ése debo mi desdichada salvación. Tautel,<br />

oída mi relación, me ruega con lágrimas que me sosiegue, que me fíe de su cariño, y que<br />

mientras él volvía recogiese todo el dinero y lo más precioso de mis haberes. Hicímoslo así<br />

mis hijas y yo, a pesar de nuestra suma aflicción y de las lágrimas con que regábamos lo que<br />

nos venía a las manos para empaquetarlo.<br />

Era ya tarde cuando volvió Tautel, pidiéndome que firmase un orden para la guarda del<br />

puerto, a fin de que dejasen salir sin registro aquella noche un esquife con cuatro personas.<br />

Hícelo yo sin saber lo que me hacía, enajenado del dolor y rendido y sumiso <strong>com</strong>o un<br />

muchacho a los consejos de Tautel. Éste se va con el orden firmado y vuelve dándonos priesa<br />

para partir. Dos solos fardillos era nuestro matalotage y entre la poca lencería iban envueltas<br />

algunas joyas y mil libras esterlinas con que me hallaba.<br />

¡Oh Tautel!, le digo al verlo cargar con los dos fardos, ¿partir sin dar antes sepultura a mi<br />

mujer? No me lo sufre el corazón; no es posible; morir quiero antes de cualquier modo;


muramos, hijas mías, antes que desamparar a vuestra respetable madre. Los nuevos sollozos y<br />

lamentos de mis hijas y míos detienen nuestra resolución; pero Tautel la <strong>com</strong>bate diciéndome:<br />

¿Pues qué, vos, señor mío, la queréis enterrar con vuestras manos? La vida, la salvación de<br />

vuestras hijas y la vuestra, ¿no os impelen a la huida sin que deba resentirse por ello vuestra<br />

piedad, dejando de asistir al entierro, al cual, de cualquier modo, no debierais asistir? ¿No lo<br />

pueden ejecutar los criados que aquí quedan? Voy a decirles que la aflicción os obliga a<br />

ausentaros por dos días de la casa llena de tristes memorias de vuestra mujer difunta.<br />

Dicho esto, se sale y, dejando encargado a los criados el funeral, vuelve para ayudarme a<br />

mudar de vestido, y así, mal arropado y <strong>com</strong>o impelido y forzado de Tautel, dejo atónito y<br />

penetrado de los más vivos sentimientos, acosado del temor y movido de la desesperación, la<br />

casa que habitaba. Mis hijas, despavoridas, gimiendo y temblando por la vida de su padre a<br />

cuyos brazos estaban asidas, me detenían o me impelían, según eran los efectos del miedo que<br />

las sobresaltaba en la oscuridad de la noche, aunque ésta fuese clara.<br />

Así llegamos precedidos del fiel Tautel al lugar en donde había dejado el esquife y,<br />

a<strong>com</strong>odados en él, nos separa de la orilla al impulso el remo. La luna, en su mayor esplendor,<br />

hacía relucir la trémula placidez del mar en calma. Ningún viento corría; solos los alciones<br />

con sus tristes acentos parecía que a<strong>com</strong>pañasen a lo lejos los gemidos del pavor y dolor que<br />

mal podían sofocar mis desoladas hijas, con las cuales estaba yo abrazado en el esquife,<br />

llorando no menos amargamente que ellas, aunque iba más enajenado del dolor que me<br />

despedazaba, sin saber el lugar a donde Tautel nos llevaba.<br />

Esta incertidumbre llega a herir mi imaginación y háceme volver sobre mí, para saber de<br />

Tautel cuáles eran sus intenciones; me reconozco entonces salido del puerto y expuesto al<br />

ancho mar que Tautel se esforzaba a ganar, remando con todo su ahínco. ¿Tautel, le digo<br />

entonces, a dónde nos llevas? Consuélanos, si es posible esperar consuelo en medio de tan<br />

acerbas angustias y desventuras. Voy a poneros en salvo, me responde, fiaos de mí y sosegad<br />

vuestro corazón. Pero Nelly, no pudiendo sosegar su afán en tan penosa incertidumbre, insta a<br />

Tautel para que nos sacase de ella. Dejando él entonces de remar, nos dice que tenía notada<br />

una cueva espaciosa, conocida de pocos y algo lejos del lugar donde nos encontrábamos, y a<br />

donde nos llevaba a esconder mientras buscaba mejor proporción para hacernos a Francia.<br />

Esta respuesta fue para mí lo que para el cansado y sediento caminante, en el mayor ardor<br />

del estío, la fresca fuente a la sombra de un ameno bosque. Ella disipó en parte el terror con<br />

que asombraba a mi ánimo la cruel fortuna, pareciéndome que cansada dejase de perseguirme,<br />

mas la falta del sueño y el ocio triste de aquella pausada navegación, <strong>com</strong>enzaron a sugerirme<br />

de nuevo mil funestas ideas que ofendían la fidelidad de mi libertador, viéndome sólo con mis<br />

dos hijas doncellas y sin fuerzas para defenderlas, si la ocasión llegaba a corromper las<br />

intenciones de Tautel; y aunque la confianza que en él tenía sosegaba en parte mis terribles<br />

temores y sospechas, éstas, con todo, me llevaban en continuo sobresalto.<br />

Así pasamos en claro toda aquella noche, fluctuando mi ánimo entre mil funestos<br />

pensamientos, mucho más que el esquife con las plácidas olas, por más que el buen Tautel, las<br />

pocas veces que hacía descansar los remos al escálamo, nos procurase consolar<br />

prometiéndonos la cercanía de nuestro seguro refugio, a donde jamás acabábamos de llegar.<br />

Las estrellas <strong>com</strong>enzaban ya a esconderse de los primeros albores de la aurora que<br />

despuntaba, dejándonos ver más clara la tierra que costeábamos, cuando Tautel, dudoso si<br />

había o no pasado la cueva, acercándose a la playa para certificarse de ello, acierta a dar en un<br />

pequeño seno que formaba el mar donde, apenas entrados, descubrimos a dos pescadores que<br />

remendaban sus redes extendidas cerca de una casilla sola, que nos presentaba aquel pequeño<br />

pero delicioso anfiteatro de la naturaleza.


¡No os puedo ponderar, milord, cuán dulce vista fue aquélla para mí! ¡Qué suave envidia<br />

no me merecieron aquellos pobres y olvidados pescadores! El desasosiego y tumultos del<br />

fasto y de la ostentación, el esplendor de la ambición y de la grandeza, son por ventura<br />

delirios de la vanidad de los hombres. Así a lo menos me lo pareció entonces a la vista de<br />

aquellos dos pescadores en el silencio y tranquilidad de aquella amena ensenada. Si los pobres<br />

supiesen apreciar su estado no dudo que ellos solos fueran los felices en la tierra.<br />

Tautel, conociendo que había errado el sitio, iba a virar para salir de aquel frondoso seno<br />

cerrado de verdes montecillos, cuyas blandas laderas y amenidad doraban ya los resplandores<br />

del día amanecido. Pero yo, sintiendo en mi pecho un fuerte impulso de confianza que me<br />

daba la vista de aquellos quietos pescadores, le digo a Tautel que se acerque hacia ellos, y<br />

aunque pareció obedecer con alguna repugnancia, se acercó, suspendiendo ellos su trabajo<br />

para mirarnos.<br />

Hago señal con la mano al más anciano para que me ayudase a salir del esquife que<br />

Tautel no pudo impeler fuera del agua, pero al levantarme del asiento para darle la mano, me<br />

reconoce el pescador y quitándose con respeto la gorra, me dice: ¿Vos aquí sir Towsend?<br />

¿Qué milagro es éste? Bienvenido seáis. Yo, sorprendido y algo asustado al principio de ser<br />

conocido de aquel hombre, fijo en él mis pasmados ojos y lo reconozco también: había<br />

servido algunos años de marinero en mi navío. Guinc, ¿vos aquí?, le digo, ¿es ésta vuestra<br />

dichosa habitación? Aquí vivo, me responde, con mi familia; será feliz si os dignáis honrar mi<br />

pobre casilla con vuestra presencia.<br />

Ningún rey de la tierra pudiera hacerme una oferta más agradable, ni que pudiera yo<br />

aceptar con más intenso consuelo, que aquella que el buen Guinc me acababa de hacer; y<br />

habiendo ayudado a salir a mis hijas del esquife, seguimos a Guinc que nos encaminaba a su<br />

casa, donde, apenas entrados, lo llamo aparte y le digo: Guinc, ¿sabéis lo que es el amor de<br />

padre y lo que nos obliga hacer? Un señor poderoso del reino intenta robarme una de mis<br />

hijas, no habiendo yo querido dársela en casamiento. Esto me precisa a pasarla a Francia, y si<br />

lo consigo por vuestro medio, satisfaré colmadamente vuestro servicio. Si os atrevéis a venir<br />

en mi pequeño barco, responde Guinc, os prometo de poneros en un lugar seguro en la costa<br />

de Francia, a pesar de la guerra declarada y de los armadores enemigos; puesto que el tiempo<br />

no es muy favorable, iré a prevenir lo necesario, y entretanto podéis tomar descanso.<br />

Un estrecho abrazo que le di por respuesta en el transporte de mi agradecido júbilo, lo<br />

empeña mucho más en servirme. Su oficiosa mujer y una hija que acudieron a su<br />

llamamiento, a<strong>com</strong>odan sobre un colchón de ovas mis hijas trasnochadas; y mientras ellas y<br />

yo rendimos al sueño nuestros pechos aliviados de los pasados afanes y temores, Guinc y su<br />

hijo, que era el otro pescador que estaba con él remendando las redes cuando aportamos,<br />

disponen el barco ayudados de Tautel y lo proveen para partir, entretanto que su mujer y su<br />

hija preparaban la <strong>com</strong>ida.<br />

Quisiera manifestaros, milord, la dulzura de los tiernos sentimientos que, a pesar de mi<br />

desventura, probó mi ánimo, cuando ya algo tarde, despertado de aquella buena gente<br />

llamándome a <strong>com</strong>er, me vi sentado a ello en su <strong>com</strong>pañía. Mesa capaz para tantos no la<br />

había, debióse formar de dos tablas de barco, asentadas sobre cuatro colmenas, aunque<br />

cubiertas de un razonable mantel. Coronábanla dos grandes platos de peces asados, a que se<br />

reducía toda la <strong>com</strong>ida, sobrada para tantos afanes y muy corta para la buena y oficiosa<br />

voluntad de aquellas gentes que quisieran darnos el alma. ¡Con qué expresiones afectuosas<br />

excusaban su pobreza y nos rogaban que <strong>com</strong>padeciésemos su sincera cordialidad! No espero<br />

ya, milord, tener en mis días más delicioso convite ni que tanto regale mi ánimo.


Quise re<strong>com</strong>pensar la hospitalidad de Guinc y de su mujer, y las atenciones de su hija,<br />

dándoles unas ajorcas de perlas engastadas en oro que llevaba entre mis joyas; y entre los<br />

afectos y expresiones de su respetuoso agradecimiento y del de mis hijas para con ellas,<br />

dándonos priesa el animoso Guinc, zarpamos finalmente, seguidos de los votos y de los ojos<br />

de aquellas buenas mujeres, hasta que nos cubrió el uno de los montecillos que se levantaba a<br />

la embocadura de aquel seno, saliendo nosotros de nuevo al espacioso mar, a quien rizaba un<br />

blando nordeste que prometía sernos largo tiempo favorable.<br />

Guinc, su hijo y Tautel eran los marineros. El sol teñía ya de su rojo esplendor el<br />

horizonte occidental, descubriendo todavía parte de su ancha y encendida faz al dilatado mar<br />

que doraba de sus inflamados rayos. La vela alzada toma de lleno el viento. Nos entregamos a<br />

su soplo favorable, que nos hacía volar, cortando la proa la espuma que con lisonjero<br />

murmullo se desvanecía en su rápido curso.<br />

Así caminamos toda aquella noche y parte del siguiente día en que, <strong>com</strong>enzando a<br />

arreciarse el mismo viento, Guinc se atreve a meterse en el golfo confiado en la ligereza de su<br />

barco, y dirige el rumbo hacia las costas de Francia. La llegamos a avistar cuando ya la mar<br />

<strong>com</strong>enzaba a embravecerse y, aunque entonces vimos que se esforzaba en venir contra<br />

nosotros un armador de Boloña a quien era contrario el viento que nosotros teníamos en popa,<br />

la presencia de ánimo e intrepidez de Guinc: nos libró de caer en sus manos, aunque acrecentó<br />

los temores y afanes de mis hijas y los míos, dirigiendo osadamente el curso hacia el armador<br />

en vez de evitarlo. Éste, viendo la confianza con que navegábamos hacia tierra, debió sin duda<br />

creernos pescadores de Calais, para donde Guinc dirigía el rumbo; pero en vez de llegar a<br />

aquel puerto, torció hacia una cala en donde nos desembarca felizmente, dejándonos en la<br />

playa y diciéndome que aquello era lo más que podía hacer su atrevimiento.<br />

Después de los abrazos que le dimos, a<strong>com</strong>pañados de lágrimas con que le agradecí tan<br />

grande servicio le entrego cincuenta libras esterlinas, y aunque las agradecía él con vivas<br />

demostraciones, nos hubo de dejar y hacerse a la vela. ¿Qué más podía yo pretender de mi<br />

fortuna cruel en mi huida de Inglaterra? Pero, ¿cómo podían no crecer mis afanes al<br />

reconocerme sólo con mis hijas, al cielo raso, y con Tautel cargado con los pesados fardos?<br />

¡Qué tristes ideas no me infundió aquella larga y silenciosa playa a que me veía expuesto, sin<br />

descubrirse habitación, sino la de un pequeño lugarejo que se levantaba en el fondo de aquella<br />

cala! ¿Qué hacer? ¿A quién acudir en medio de una nación enemiga, o que tal la hacía la<br />

guerra declarada?<br />

Las ansias de escapar a la pesquisa de mis enemigos nacionales, no me hizo prever<br />

ninguna circunstancia de las que debían embarazar mi determinación; pero metido en el lance<br />

y pisando ya la playa que antes era de mí tan deseada, trocáronse mis deseos en mortales<br />

dudas y angustias, acrecentadas de los gemidos y afanes de mis pavorosas hijas, que no me<br />

dejaban dar un paso para alejarme de aquella orilla.<br />

¿Toma por ventura a su cuenta el cielo proteger alguna vez la desgraciada inocencia? A<br />

él acudimos, mis hijas y yo, en medio de nuestras terribles zozobras, y sin duda atendió a<br />

nuestros ardientes votos y ruegos, haciéndonos apechugar con aquel arenal que pisábamos con<br />

fatiga. Mas apenas habíamos caminado medio cuarto de legua, que dimos sin pensar con un<br />

hermoso niño, el cual se entretenía en recoger conchas en la orilla del mar, algo lejos del lugar<br />

hada donde nos encaminábamos.<br />

Mostraba ser por su vestido de padres ricos, lo que mucho me consoló, moviéndome a<br />

decirle en lengua francesa si moraban allí cerca sus padres. El niño alzó sus inocentes ojos<br />

ocupados en recoger aquel despreciable tesoro, y los fija en nosotros, especialmente en<br />

Tautel, cuyo negro color parecía que lo amedrentaba y que le impedía darme respuesta a la


pregunta que le hacía; de modo que vimos llegar un eclesiástico que iba en su busca antes que<br />

él me respondiese.<br />

El eclesiástico nos saludó con afable sorpresa, extrañando vernos allí, creyendo que<br />

hubiese naufragado nuestro navío en aquella costa, pues conoció que éramos ingleses, antes<br />

que yo le confiase mi desgracia y le pidiese amparo, implorando su humanidad en tan críticas<br />

circunstancias. A la verdad la experimentamos de él, consolándonos sobremanera luego que<br />

nos dijo que el padre de aquel niño, a quien él educaba, era hijo de un inglés que años atrás se<br />

había establecido en Calais, después de haber abjurado la religión protestante, y que su hijo,<br />

padre de aquel niño, era rico mercader, llamado Guillermo Wombels, que se hallaba allí cerca<br />

en su casa de campo, a donde luego nos encaminó, presentándonos al dicho Wombels, del<br />

cual recibí todos los agasajos que pudiera esperar de mi mayor amigo luego que le confié toda<br />

mi desgracia.<br />

Largo fuera, milord, contaros la cordial hospitalidad y generosa beneficencia con que me<br />

trató y lo que hizo en mi favor, librándonos el cielo por su medio de los embarazos y peligros<br />

que encontraba nuestra libertad durante la guerra, hasta que nos hizo encaminar a esta capital,<br />

donde supe que se hallaba el lord Som... nuestro pariente, esperando mucho de su<br />

generosidad, aunque quedaron burladas mis lisonjas. Sin duda debieron preocupar su ánimo<br />

las voces esparcidas de mi supuesta traición para tratarme <strong>com</strong>o me trató, permitiéndolo tal<br />

vez el cielo, para que experimentase el exceso de la beneficencia de este joven caballero en la<br />

mayor desesperación de mi miseria, a que me redujo la nueva desgracia de perder por el<br />

camino uno de mis fardos, y cabalmente aquél en que llevaba mis joyas y dinero, solos bienes<br />

que me quedaban en la tierra, después que supe en Calais que se habían confiscado todas mis<br />

haciendas.<br />

Aquí dio fin Towsend a su relación, llorando él y sus hijas, y prorrumpiendo en nuevas<br />

demostraciones de gratitud a la generosa donación de Eusebio. El duque de D... mucho más<br />

interesado entonces en favor del desgraciado Towsend y de sus hijas, le dijo que se encargaba<br />

de hacerle percibir la renta de las trescientas libras donde gustase. Towsend le agradece el<br />

favor y vuelve a renovar las demostraciones de su gratitud a Eusebio; pero, queriendo<br />

postrársele otra vez de rodillas, Eusebio lo previno con firme y enérgica resolución de no<br />

aceptar tales demostraciones, rehusándole también la mano que le pedía para besársela por<br />

despedida, que efectuó con lágrimas y bendiciendo a su singular y munífico bienhechor.<br />

Partido Towsend con sus hijas, se despide también el duque de D... encareciendo a<br />

Eusebio la conmoción que le había causado la demostración de Towsend y de sus hijas, y<br />

alabándole su admirable generosidad para con aquel desgraciado. Sobre esto continuaron a<br />

tratar Hardyl y Eusebio quedando solos, diciendo Eusebio el sumo alborozo que sentía por<br />

haber socorrido aquella desgraciada familia, especialmente después que Towsend descubrió el<br />

motivo de su desgracia. Hízole hacer Hardyl sobre ella algunas reflexiones, acortando su<br />

discurso la entrada de Altano y Taydor, que esperaban saliesen aquellos señores para<br />

<strong>com</strong>poner los baúles, pues habían ya determinado Eusebio y Hardyl partir al otro día de París,<br />

<strong>com</strong>o lo ejecutaron con el mismo coche y caballos con que <strong>com</strong>enzaron su viaje<br />

La sazón era fría todavía y hacíala desapacible el blanco y nubloso cielo que acababa de<br />

descargar copiosas nieves, cubriendo los campos y caminos que presentaban a la vista de los<br />

viajantes los desnudos troncos de los árboles y sus erizadas cabelleras blanqueadas de la<br />

nieve; rompían al vasto silencio que reinaba a la redonda, los silbidos del cierzo entre los<br />

deshojados ramos y los graznidos de las hambrientas cornejas, que iban revoloteando a<br />

bandadas por aquellas nevadas llanuras.


Altano, Taydor y los cocheros iban envueltos en peludos gabanes, de que los armó la<br />

<strong>com</strong>pasión de su amo, atendido el rigor del tiempo en que se veían obligados a partir por las<br />

instancias de Henrique Myden y por las circunstancias del pleito. Eusebio, a pesar de la aridez<br />

del camino, sentía en sí no poco alborozo por acortársele a cada paso la distancia que lo<br />

separaba de Leocadia, lisonjeándose de su recobrada salud y resarciendo la molestia de los<br />

malos caminos el deseo de llegar al término deseado, hacia el cual se encaminaban por el<br />

camino de León antes que por el de Bayona, deseando Eusebio ver las fábricas y telares<br />

celebrados de aquella ciudad.<br />

Esto y los malos caminos que acababan de experimentar luego que llegaron a León, los<br />

hizo detenerse en aquella ciudad más tiempo de lo que habían determinado, esperando que se<br />

mejorasen los caminos con el buen tiempo y que se concluyesen algunos modelos que<br />

Eusebio mandó hacer de algunos telares de seda. Solían Hardyl y Eusebio frecuentar en León<br />

la casa del mercader a quien iban en<strong>com</strong>endados, y para quien llevaban letras de cambio. Al<br />

día siguiente que llegaron a aquella ciudad, les convidó el mismo mercader a una visita que<br />

convocó en atención a los mismos. El número de las personas era bastante crecido, y entre<br />

otras cosas de que trataban en la conversación, mereció alguna atención la novedad de los<br />

duendes que se oían en una casa de la ciudad, viéndose precisados a desampararla los que la<br />

habitaban por los ruidos de arrastradas cadenas y de maullidos de gatos que se oían en sus<br />

desvanes.<br />

Al oír esto Hardyl, preguntó a uno de los que contaban estos ruidos, y que era otro rico<br />

mercader de León, si la casa en que se oían los duendes estaba aislada o contigua a otras, y<br />

respondiéndole el mercader que contigua, Hardyl replicó: Si es así, extraño que no les haya<br />

dado gana a los duendes de inquietar las casas vecinas, pudiéndolo hacer tan fácilmente. El<br />

mercader <strong>com</strong>ienza a darle razones serias por que no lo hacían, ensartando patrañas y<br />

necedades de que tanto se alimenta la credulidad del vulgo, acrecentada del miedo de la<br />

exaltada fantasía y de las hablillas de la gente.<br />

Hardyl le dijo entonces que extrañaba que el público no tomase providencia sobre ello,<br />

dejando cundir en el pueblo tales embelecos, en grave daño de la sociedad por las desazones,<br />

sustos y zozobras que padecían los ánimos, no siendo tampoco indiferente el perjuicio que<br />

ocasionaba el dejar fomentar tan ridículas ideas en la gente, y tan ajenas del recto juicio.<br />

¿Pues que, queréis poner duda, le dice el mercader, en lo que tiene verificado toda la ciudad?<br />

No lo tendrá bastante verificado, responde Hardyl, y si queréis ver cómo se desengaña,<br />

apostemos cincuenta luises para dote de dos doncellas pobres, que arrojo yo a esos duendes de<br />

la casa en que se oyen.<br />

A tan inesperada y atrevida proposición de Hardyl, se conmueve toda la visita, rogando<br />

los crédulos y temerosos a Hardyl que no lo hiciese; y otros, curiosos del éxito, instigando al<br />

mercader para que aceptase la apuesta. La disputa se empeñó tanto que el mercader la acepta,<br />

y Hardyl determinó poner en ejecución su empeño al día siguiente, si el gobierno se lo<br />

permitía; pero no habiendo dificultad por su parte, lo efectuó, esparciéndose por la ciudad la<br />

empresa del forastero sobre la apuesta de los cincuenta luises para dote de dos doncellas<br />

pobres.<br />

Tratando de ella Hardyl y Eusebio luego que salieron de la visita, preguntále Hardyl si<br />

tendría ánimo para a<strong>com</strong>pañarlo. -¿Y cómo queréis que me sufra el corazón dejaros ir solo?<br />

Pues aunque estoy tan lejos de dar fe a esos fantasmas imaginarios cuanto vos de temerlos,<br />

pudiera con todo nacer algún accidente que os estorbase salir con el intento; y así contad<br />

conmigo, pues tampoco me amedrenta lo que creo firmemente no existe. -Habremos de<br />

padecer alguna in<strong>com</strong>odidad y tener algún gasto, pero lo podremos dar por bien empleado,


atendido el bien que a muchos se les puede seguir del desengaño, y el que les viene a las<br />

doncellas, a quienes van a dotar los duendes.<br />

A más de esto conviene que nos quedemos a dormir en la misma casa aduendada; y para<br />

ello debemos hacer llevar camas para nosotros y para Altano y Taydor, pues es bien que ellos<br />

nos a<strong>com</strong>pañen por lo que pudiese ocurrir; porque <strong>com</strong>o siempre hacen de duendes los vivos,<br />

importa precaverse antes de éstos que de los imaginarios.<br />

Llegada la hora de encaminarse a la casa, <strong>com</strong>o viese la gente ir el carro con las camas<br />

que seguía a los forasteros, allegábase el pueblo curioso y asustado al mismo tiempo, llenando<br />

la calle en que estaba la casa de los duendes, para ver el éxito de aquella ruidosa y temible<br />

empresa que tal les parecía. Hardyl y Eusebio, seguidos de Altano y de Taydor, entran en la<br />

casa vacía de todo mueble. Su silenciosa soledad arremetía, las pisadas resonaban con mayor<br />

eco, las voces naturales de Hardyl, de Eusebio y de Taydor, parecían más roncas y de otro<br />

temple a los oídos de Altano.<br />

Habían recabado de éste Hardyl y Eusebio, a fuerza de persuasiones y promesas, que los<br />

a<strong>com</strong>pañase, empeñando en ello su reputación, y se resolvió finalmente, aunque de mala gana,<br />

a no desamparar a su amo; y aunque fue el postrero a entrar en la casa, diose priesa, entrado<br />

ya en el zaguán, para dejar detrás a Taydor, cuando iban ya a tomar la escalera, sin atreverse a<br />

desplegar sus labios, pálido, temblando y creyendo dar de hocicos a cada paso con algún<br />

duende, o que le agarrase las piernas.<br />

Taydor, que le iba detrás para hacer bulla, le daba de cuando en cuando algún tirón del<br />

gabán con lo que lo hacía saltar, a<strong>com</strong>pañando el salto con un juramento más redondo que su<br />

cabeza. Habían ya registrado con menuda atención y advertencia todos los cuartos y rincones,<br />

no para ver si daban con duendes, sino para descubrir indicios de engaño y de fraude de los<br />

vivos; pero no encontrando ninguna señal, resolvió Hardyl hacer subir las camas que<br />

quedaban todavía en la calle sobre el carro, en que trabajaron no poco Altano y Taydor,<br />

ayudándoles el mismo Hardyl y Eusebio, no habiéndose atrevido el carretero a entrar en la<br />

casa, ni otro ninguno del inmenso gentío que cubría toda la calle, esperando en ella de pies<br />

que Hardyl bajase con alguna cabeza de duende o que los duendes lo descalabrasen.<br />

Colocadas finalmente las camas, faltaba lo principal, que era el registro del desván donde<br />

anidaban los ruidosos fantasmas; pero al subir Hardyl y Eusebio la corta escalera que llevaba<br />

a él, Altano, desamparado enteramente del esfuerzo que había cobrado con el trabajo de subir<br />

las camas, <strong>com</strong>ienza a decir con voz lastimosa a Eusebio: Por Dios, mi señor, no a<strong>com</strong>eta<br />

vmd. ese desatino si no quiere morir de mala muerte <strong>com</strong>o lo oí decir de muchos que<br />

quisieron hacer los valientes. Vámonos de aquí y dejemos esta casa endiablada que se la lleve<br />

Barrabás, y no exponga vmd. su vida por una demanda tan desatinada. Si no quieres subir, le<br />

dice Eusebio, quédate aquí y nos guardarás las espaldas. -¿Qué espaldas puedo guardar, mi<br />

señor don Eusebio, pues ni aun para guardar cabras estoy? Vea vmd. que de un puntillazo no<br />

le echen los duendes por los aires <strong>com</strong>o una pelota. Y entonces, ¿qué espaldas le podré<br />

guardar?<br />

Mientras Altano decía esto, Hardyl forcejaba en abrir la puerta; mas siendo vanas sus<br />

tentativas, echando de ver que la puerta estaba cerrada y enclavada por dentro del desván,<br />

determinó echarla a tierra. Para esto, siendo necesaria herramienta, dio orden a Taydor que<br />

fuese a buscarla, pues de Altano no había que esperar que diese un paso a solas aunque le<br />

ofrecieran un reino. Estando allí los pies parados en la escalera esperando que Taydor<br />

volviese con la herramienta, Hardyl dijo a Eusebio: Ved qué advertidos fueron los duendes y<br />

cuán poco los que los temieron, pues si éstos hubiesen tenido ánimo para venir a registrar el


desván y certificarse de la causa de los ruidos, a buen seguro que los duendes hubiesen<br />

desistido de sus mañas.<br />

Apenas acababa de decir esto Hardyl, cuando oyen sobre sus cabezas un recio golpe,<br />

<strong>com</strong>o de una gran piedra tirada con fuerza, luego un galopeo <strong>com</strong>o de caballos y, parado esto,<br />

<strong>com</strong>enzó nuevo ruido de cadenas arrastradas con pausa, e inmediatamente con rapidez.<br />

Entonces sí que se le cuajó la sangre en las venas a Gil Altano, haciéndole abrir la horrible<br />

consternación un palmo de boca, y mostrando los dientes <strong>com</strong>o pintan a los rabiosos<br />

condenados, gimiendo de pavor <strong>com</strong>o si remedase el gruñido del perro, luego batiendo los<br />

dientes con tanta violencia que parecía le hubiesen a<strong>com</strong>etido tercianas.<br />

Hardyl, el mismo Hardyl, necesitó llamar a cuenta su repentino sobresalto, y Eusebio<br />

hubo también de hacerse fuerza para contrastar los primeros movimientos del temor que lo<br />

asaltó al oír aquellos extraordinarios ruidos. Sabían que no había nadie en la casa; veían, la<br />

puerta del desván cerrada, ¿quién pudo pues arrojar con tanta fuerza aquel peñasco, que tal<br />

pareció al golpe? ¿Qué caballos podía haber en el desván? ¿Quién podía arrastrar aquellas<br />

cadenas con tanta violencia, después de haberlas paseado con pausa sosegada?<br />

Uno de los motivos que hace al miedo tan terrible y poderoso es la fuerza que tiene de<br />

deslumbrar y preocupar la razón y de trastornar la fantasía. Aquél cree verdaderamente ver<br />

despierto y de pies lo que no ve, y sentir lo que no siente. Tal huye despavorido de un<br />

imaginario gigante y de un objeto que le forja la fantasía. Tal juraría que acabó de oír<br />

claramente la voz de un difunto, de un espectro, de un santo que lo llamó. ¿Qué mucho que el<br />

vulgo, ajeno de reflexión, sea juguete en todas las partes del mundo de esta pasión que le<br />

infundió la naturaleza <strong>com</strong>o móvil de su conservación?<br />

Ella nos hace evitar los peligros y recatarnos de todo aquello que nos parece pudiera<br />

causar la destrucción de nuestro ser. Aves, peces, fieras, hombres, todo ser sensible teme<br />

porque teme perecer. No es posible desarraigar enteramente el miedo del corazón, <strong>com</strong>o no se<br />

pueden desarraigar tampoco las demás pasiones; pero bien se puede sufrir freno <strong>com</strong>o ellas, y<br />

sus fuerzas disminuirse con la reflexión, inquiriendo el origen de lo que nos amedrenta y<br />

sobreponiendo el miedo al conocimiento de la razón, o para contenerlo, o para sofocarlo,<br />

siendo esto también uno de los efectos del estudio de la sabiduría.<br />

Ninguno teme menos que aquel que más reflexiona, especialmente sobre estos motivos y<br />

causas que alteran la fantasía; porque, fortalecido su ánimo de los conocimientos de la verdad<br />

y de los engaños a que está expuesta la imaginación, se acostumbra poco a poco a hacer frente<br />

a los miedos y luego a despreciarlos, sin que baste para esto el natural valor si no anda<br />

prevenido de la reflexión. Porque uno a<strong>com</strong>eterá solo con intrepidez a un escuadrón entero, y<br />

no tendrá ánimo para entrar solo en un lugar a oscuras, ni velar a un difunto, aunque<br />

alumbrado de mil antorchas. ¿Tiene por ventura mayor motivo de temer a un cadáver yerto e<br />

insensible, o la oscuridad de un aposento, que al acero ardiente empuñado de un feroz<br />

enemigo? No, por cierto. Pero su fantasía, avasallada de la opinión, trastorna su mente y<br />

enajena sus sentidos. De aquí las apariciones, las brujas, los duendes, los trasgos, las hablas de<br />

los difuntos,<br />

Et contum, e stygio ranas, in gurgite nigras,<br />

y tanta conseja del vulgo con que dejan fomentar las preocupaciones de su rudeza, aquellos<br />

mismos que debieran destruir esta ciega credulidad que tanto daño acarrea.<br />

Hardyl, vuelto luego sobre sí de aquel repentino sobresalto, después de haber indagado la<br />

causa de aquellos ruidos, dice a Eusebio: Se hubieran podido ahorrar estos duendes tanta


algazara, y en vez de ella hubieran hecho mejor de a<strong>com</strong>eternos cara a cara. Eusebio,<br />

habiendo cobrado ánimo con estas palabras de Hardyl, le pregunta cuál pensaba que pudiese<br />

ser la causa de aquellos ruidos. La causa particular no sé atinarla, le responde Hardyl, pero la<br />

general la podéis conocer tan bien <strong>com</strong>o yo; pues sin brazos las cadenas no se mueven, ni se<br />

galopea sin piernas, señal que los duendes quieren amedrentarnos de lejos para hacernos<br />

desistir de la empresa.<br />

Señor don Eusebio, por Dios, exclama entonces Altano tiritando y ciscándose de miedo,<br />

que se me aflojaron los muelles y arrojo el alma por los calzones, ¿a dónde iré a remediarme,<br />

cuitado de mí? ¿Quién diablos me metió en ensayar este desatino? Bueno está esto, le dijo<br />

Hardyl, ¿ahora que necesitamos de ti para que vayas delante con el cuchillo desenvainado,<br />

nos sales con eso? -¿Pues qué, estuvo en mi mano, voto a tal, el que no se me saliese? -Ahora<br />

lo percibo; hazte allá que nos apestas. -No, vive Dios, que no me moveré del lado de mi señor<br />

don Eusebio. Vámonos de aquí, mi señor, por lo que más ama en este suelo se lo pido: por mi<br />

señora doña Leocadia, por mi señor don Henrique Myden, vámonos y dejemos que hundan<br />

los demonios de duendes esta casa maldita que no nos importa un bledo.<br />

¿Pero hasta ahora, le dijo Eusebio, qué mal te han hecho los duendes? ¿No vale más que<br />

sufras un poco para perderles el miedo en adelante? Así te desengañarás por tus ojos y<br />

conocerás que son los vivos los duendes verdaderos y no los muertos. -Señor, que los duendes<br />

no son ni vivos ni muertos. -¿Pues qué son? -¿Quién lo puede saber? Sólo sé que no son ni<br />

vivos ni muertos. -¿Qué es, pues, lo que puedes temer de ellos, si no son ni muertos ni vivos?-<br />

Que me den un susto que me mate. -¡No se puede negar Eusebio, dijo entonces Hardyl, que<br />

tenéis un excelente y esforzado criado! ¡Ir a ciscarse de miedo a lo mejor! -Señor Hardyl, sé<br />

exponer mi vida por mi señor don Eusebio; pero ir a meterse con duendes, sólo la temeridad<br />

de vmd. lo pudiera a<strong>com</strong>eter.<br />

Las pisadas de Taydor, que subía a priesa la escalera, hacen callar a Altano; Taydor llega<br />

preguntando qué era lo que había sucedido, pues la gente estaba muy conmovida y alborotada<br />

en la calle por los ruidos de cadenas que habían oído. Dad acá ese escoplo y martillo, le dice<br />

Hardyl, y no nos detengamos en ruidos. A pocos golpes se desenclava la puerta rota y deja la<br />

entrada libre al desván, a donde sube Taydor delante de Hardyl con la espada desenvainada.<br />

Altano, asiéndose entonces del brazo de Eusebio, le rogaba con las mayores veras que no<br />

subiese ni lo obligase a subir. Pero Eusebio, viendo a Taydor y Hardyl escalera arriba,<br />

esperando que Altano se desengañaría si lo hacía subir, lo arrastra según estaba asido a su<br />

brazo y hácelo entrar en el desván.<br />

Lo primero que llamó la curiosidad de Hardyl y de Eusebio fue el golpe de la piedra que<br />

oyeron sobre sus cabezas, y acudiendo a donde lo oyeron, hallaron algo apartado un grueso<br />

ladrillo que la fuerza del golpe había hecho partir por medio, señal que no había caído<br />

accidentalmente del techo, sino que había sido arrojado con fuerza. Penetrando luego juntos<br />

en otra división del desván, Taydor tropieza con una cadena de gruesos eslabones que yacía<br />

tendida allí en el suelo y cuyo ruido hizo tomar la escalera de corrida a Gil Altano, quedando<br />

allí en el remate de ella cogido de la barandilla, vuelto el rostro hacia la entrada de la división<br />

para ver si <strong>com</strong>parecía algún fantasma.<br />

Hardyl acude al ruido del tropiezo de Taydor con la cadena, y dice a Eusebio: Ved aquí<br />

las armas de los duendes; quién sabe que no demos también con ellos. Al decir esto, he aquí<br />

un grueso gato negro, azorado del grito y de la estocada que le tiró Taydor para matarlo,<br />

atraviesa el desván <strong>com</strong>o una furia. Eusebio y Hardyl se conmueven del grito de Taydor y de<br />

la repentina vista del gato que les pasó entre las piernas. Altano, que estaba de pies temblando<br />

en la escalera y ojo alerta a lo que podía ser la causa de aquel grito de Taydor, viendo salir de<br />

repente aquel negro gato, que se le representó ser un demonio o espectro infernal,


deslumbrado del horrible pavor que le trastornó los sentidos, da consigo escalera abajo,<br />

arrojando un grito tan agudo y dando tan recio golpe con la caída, que penetró los oídos y<br />

corazones de Hardyl y de Eusebio.<br />

Acuden asustados al ruido, y ven a Altano tendido sin sentidos y atravesado en el<br />

descanso en donde paró. Sintió entonces Hardyl, y no menos Eusebio, haberlo expuesto a<br />

aquel lance, temiendo que se hubiese descalabrado. Llévanlo entre los tres a la cama. El susto<br />

había sido mayor que la contusión que recibió en las costillas y que la herida que tenía en la<br />

frente, de la cual le manaba harta sangre. Remediála Taydor con unas telarañas, de que<br />

abundaba la casa, empapadas en el aceite del velón que había de arder aquella noche, después<br />

de haberle lavado la herida con agua fría, que contribuyó para hacerlo volver en sí del susto.<br />

Entonces fueron los lamentos, las quejas, los reniegos, las maldiciones contra Hardyl,<br />

contra el momento en que puso los pies en aquella casa endiablada, y en confirmarse en que<br />

era realmente el demonio el que había visto en figura de gato negro, sin que valiesen<br />

persuasiones para desengañar a su trastornada fantasía.<br />

De hecho, ¿quién otro que Hardyl, que casi toda su vida había hecho estudio de vencer y<br />

dominar sus afectos y pasiones, se hubiera atrevido a a<strong>com</strong>eter aquella empresa? ¿Qué otro<br />

que Eusebio, enseñado del mismo Hardyl a sojuzgar al miedo, no sólo con la reflexión sino<br />

también con el ejercicio de vencerlo, se hubiera empeñado en a<strong>com</strong>pañarlo, ni hubiera<br />

resistido al golpe de la piedra, al ruido de las cadenas ni a la vista del gato, preocupada de<br />

antemano su imaginación de la fama de los duendes, aunque fuese tan natural verse un gato en<br />

un desván? Taydor mismo, aunque hombre de valor, ¿se hubiera jamás atrevido a entrar en<br />

aquella casa, ni subir al desván, si no lo hubiera animado y sostenido el ejemplo de sus amos?<br />

¡Qué mucho que sea tan crédulo el temor del vulgo y que preste tanta fe a cosas cuya verdad<br />

hace el mismo miedo imposibles de averiguar!<br />

Viendo Hardyl algo recobrado a Gil Altano y que no acababa con sus maldiciones y<br />

reniegos, no quiso exponerlo de nuevo a otro accidente; y así, haciendo que Taydor quedase<br />

con él, se subió otra vez al desván con Eusebio, para registrarlo a su satisfacción. La vista del<br />

gato, que hubiera amedrentado y deslumbrado a cualquiera otro, sirvió a Hardyl para<br />

sospechar que hubiese <strong>com</strong>unicación entre las casas vecinas y que ella facilitase el hacer<br />

impunemente los duendes a los que los hacían. La luz escasa que daban los agujeros que<br />

servían de ventanas al desván, no le dejo reparar a primera vista en un boquerón que había en<br />

que daba a la casa vecina, cubierto por de dentro con una tela de arpillera muy tupida. Pero al<br />

tantearlo con la mano, le dice a Eusebio: Ved aquí el nido de los duendes; a buen seguro que<br />

no se nos escapen; por aquí salió el gato, vamos a ver dónde fue a parar.<br />

Dicho esto, se encaminan a la otra división del desván y en la pared de la otra casa<br />

descubre otro agujero de casi igual tamaño, por donde podía meterse un hombre<br />

cómodamente, pero sin estar tapado <strong>com</strong>o el otro; de modo que, poniéndose Eusebio de<br />

rodillas y abajándose un poco, vio un mozo que sobre las puntas de los pies se entraba por una<br />

puerta. Aquí está el duende, Hardyl, dijo entonces Eusebio bajando la voz, ahí hay un hombre<br />

que sin duda fue el que tiró el ladrillo y arrastró la cadena, pues parece que se fue a esconder<br />

de nosotros. Me basta, le dijo Hardyl, haber visto estos agujeros. Necesitamos manejarnos con<br />

prudencia para no enredar con la justicia estas vecinas familias. Apostaría que son amores o<br />

enemistados los que engendraron a estos duendes, pero la <strong>com</strong>unicación de las casas<br />

inmediatas me hace sospechar que ande por medio algún libre trato. Paréceme que podremos<br />

conseguir nuestro intento de desterrar los duendes, haciendo tapiar los agujeros sin dar parte a<br />

la justicia.


Resueltos, pues, a hacer esto, bajan abajo y dan orden a Taydor para que hiciese venir a<br />

un albañil con los materiales necesarios para tapiar los agujeros. Toda la calle estaba llena de<br />

la gente que esperaba con ansia el éxito de aquella empresa, que ocupaba los discursos y<br />

curiosidad de toda León; y al ver el pueblo salir a Taydor de la casa, le abre el paso,<br />

preguntándole qué había visto, qué habían encontrado. El taciturno Taydor, sin darles<br />

respuesta, iba rogando le enseñasen dónde podría encontrar un albañil y encaminándolo la<br />

gente con la voz y con las señas a un edificio vecino en que trabajaban diez o doce albañiles,<br />

Taydor les propone si quería venir alguno de ellos a tapiar ciertos agujeros; mas sabiendo la<br />

casa a que habían de ir; lo rehusaron todos, tal era la medrosa credulidad que había<br />

preocupado las fantasías de todo el pueblo.<br />

Al fin, a fuerza de persuasiones y de promesas, y entre ellas la de dos luises de oro por<br />

tapiar dos agujeros, se resolvió aceptarla uno de los peones que trabajaban allí a destajo, con<br />

otro mozo que traía los materiales. Al cabo de rato que Hardyl y Eusebio se esforzaban en<br />

sosegar y desengañar la imaginación de Altano, llega Taydor con los albañiles. Hardyl y<br />

Eusebio quieren ir delante para enseñarles lo que debían hacer y estar presentes a la obra; pero<br />

el peón que llevaba los materiales, al llegar a subir la escalera del desván, se deja apoderar del<br />

miedo y lo infunde a su <strong>com</strong>pañero, rehusando ambos entrar en el desván. Fue necesaria toda<br />

la elocuencia de Hardyl para persuadirles que ejecutasen lo prometido; y si Eusebio no se<br />

hubiera movido a cargar con el saquillo de yeso y con algún ladrillo para llevarlos arriba,<br />

<strong>com</strong>o los llevó, tal vez no hubieran conseguido su intento.<br />

Con su ejemplo, vencida la tímida obstinación de los peones, acaban de subir los demás<br />

materiales; tapian los agujeros, y satisfechos de los dos luises que Taydor les había prometido,<br />

aprietan escalera abajo; mas <strong>com</strong>o el vencimiento del miedo, a vista de ajenos ojos, engendra<br />

vanagloria, los peones dejándose llevar de ella delante del inmenso gentío que los cortejaba<br />

con su ansiosa curiosidad, cuentan a todos las cadenas que habían encontrado y los agujeros<br />

que acababan de tapiar, por donde se internaban los vivos a hacer los duendes.<br />

Esta noticia cunde en un momento por toda la ciudad, y llegando a oídos del dueño de la<br />

casa, que era un caballero principal, y reclamando el daño que se le ocasionaría si quedaba<br />

por alquilar su casa durando tan ridícula preocupación, acude al presidente. Éste, debiendo<br />

satisfacer en justicia a la delación y movido también por la curiosidad del caso, quiso ir en<br />

persona a registrar la casa a<strong>com</strong>pañado de los alguaciles, sabiendo que estaban en ella los<br />

forasteros.<br />

Había ya pasado la mayor parte de la tarde, que emplearon Hardyl y Eusebio en el<br />

registro del desván y en hacer tapiar los agujeros, quedando solos con Altano, pues no habían<br />

de desampararlo, habiendo ido Taydor a llamar a un cirujano para que remediase al dolor de<br />

la contusión de que Altano se quejaba. Oyendo ellos ruido de gente que subía, salen a ver lo<br />

que era y se encuentran con gran sorpresa suya con la justicia. El presidente, después de<br />

haberse informado de Hardyl del caso, le ruega quisiese a<strong>com</strong>pañarlo al desván pues quería<br />

registrarlo por sus ojos.<br />

Hardyl y Eusebio iban a tomar la escalera, cuando oyen los gritos de Altano, que decía<br />

desde la cama: Por Dios, mi señor don Eusebio, que no puedo quedar solo; venga vmd. pues<br />

si no, me salgo en camisa. Oyendo el presidente aquellos gritos, pregunta qué venía a ser;<br />

Hardyl le cuenta la causa del susto que había tenido aquel criado que gritaba y la caída que<br />

dio en la escalera del desván; pero, aunque fue corta la relación, no lo fue tanto para el miedo<br />

de Altano, el cual, viendo que Eusebio ni le daba respuesta ni <strong>com</strong>parecía, a pesar del dolor de<br />

la contusión, salta de la cama en camisa <strong>com</strong>o estaba y sale corriendo afuera, a donde se<br />

hallaba el presidente y los alguaciles.


Éstos, al ver salir de repente aquella extraña figura en camisa con el pañuelo blanco en la<br />

cabeza, que le servía de venda a la herida y que hacía resaltar más la tez de su rostro, <strong>com</strong>o<br />

venían sus ánimos preocupados en los duendes, aprietan a correr escalera abajo dando gritos<br />

de consternación, creyendo verdadero duende a aquel encamisado. El presidente necesitó<br />

también de todas sus luces y de estar prevenido que aquel era el criado, para no dar al traste<br />

con su gravedad, viendo aquella figura que se acerca hacia ellos, a pesar de las voces que le<br />

daba Hardyl para que se fuese a la cama. Pero él, jurando que no iría si no lo a<strong>com</strong>pañaba su<br />

amo, precisó a éste a seguirlo para quitarlo de la vista del presidente.<br />

Quedó éste solo con Hardyl, admirando la fuerza del miedo en los ánimos de los<br />

alguaciles que lo desampararon; pero éstos, no pudiendo salir de la casa por la mucha gente<br />

que estaba apiñada a la puerta, tuvieron tiempo para avergonzarse y para dejarse persuadir de<br />

Taydor que entraba con el cirujano, que el hombre en camisa que habían visto era el otro<br />

criado y no duende, y sacando fuerzas de su vergüenza, siguieron a Taydor y pudieron<br />

a<strong>com</strong>pañar al desván al presidente precedido de Hardyl. Después de quedar enterado él<br />

mismo de lo que había hecho, le dijo a Hardyl que no había necesidad de que quedasen a<br />

dormir allí aquella noche; pero diciéndole Hardyl que contribuiría su quedada para mayor<br />

desengaño del pueblo y que por lo mismo estaba en ánimo de hacerlo si se lo permitía, no<br />

quiso oponerse el presidente a su determinación y se despidió.<br />

Entretanto, el cirujano, habiendo visitado la contusión de Altano, esperaba que Taydor<br />

trajese los remedios que había ordenado para la cura. En ella les cogió la noche y debieron<br />

cenar allí mismo, haciéndose traer la cena del mesón, sin que los molestase ningún ruido de<br />

cadenas, que se llevaron los alguaciles por orden del presidente, y sin que los duendes les<br />

diesen sobresalto con otros golpes. Sólo Altano, que se sentía aliviado de su dolor y más<br />

avispado con la presencia de los amos y de Taydor, los majaba con cuentos de duendes que<br />

sabía y que ensartaba uno tras otro para no dejarlos dormir, no teniendo sueño y temiendo el<br />

silencio de la noche; y si Hardyl no le hubiese mandado con afectado enojo que callase, no<br />

hubiera parado la tarabilla hasta bien entrado el día; si le hubiese ocurrido el cuento del mago<br />

Trigueros, a buen seguro que no quedara en alto todavía.<br />

Con esto pudieron dormir sosegadamente, y amanecido el día, Eusebio preguntó luego a<br />

Altano por su dolor. Esta voz fue para él la mejor medicina, poniéndose a vestir con un<br />

denuedo que parecía hubiese de ir a dar la encamisada al enemigo. El presidente había tenido<br />

la advertencia de hacer velar poniendo algunas guardas a la puerta de la casa, para prevenir<br />

todo lo que pudiese a<strong>com</strong>eter la malignidad, y las sospechas que le hicieron concebir los<br />

agujeros de las casas medianeras se verificaron, confesando uno de los mozos vecinos, a<br />

quien mandó prender, que había sido él el que hacía todos aquellos ruidos para que la casa de<br />

enmedio quedase deshabitada y poder tratar más libremente a una criada de la otra casa<br />

inmediata de quien estaba enamorado.<br />

Hardyl y Eusebio, habiendo conseguido su intento de desterrar los duendes y de<br />

desengañar a todo el pueblo preocupado de ellos y de sus miedos, fueron aquella misma<br />

mañana a la casa del mercader a exigir los cincuenta luises de la apuesta, firmada en presencia<br />

de testigos, para el dote de las doncellas. El mercader prometió darlos de buena gana luego<br />

que se hubiesen sorteado los nombres de las doncellas.<br />

Si el animoso empeño de Hardyl ocupó los discursos y la curiosidad de aquellos<br />

ciudadanos sobre los duendes y sobre la apuesta, el fin piadoso de ésta conmovió también sus<br />

ánimos y su curiosidad para asistir al sorteo que, por elección del mismo Hardyl, se había de<br />

hacer en la iglesia de San Justo, parroquia a la cual pertenecía la casa de los duendes,<br />

queriendo también que fuesen de aquella parroquia misma las doncellas pobres cuyos<br />

nombres se habían de sortear.


Hizo aquella función más solemne la presencia de muchas damas y caballeros que<br />

acudieron. Once doncellas pobres eran las candidatas, las cuales estaban de pie en medio del<br />

crucero y rodeadas de inmenso pueblo esperando el sorteo. El cura ocupaba delante de ellas la<br />

mesa, sobre la cual se veía la cajuela que contenía sus nombres, escritos antes<br />

escrupulosamente en presencia de Hardyl y del mercader. Luego que éste depositó los<br />

cincuenta luises sobre la mesa, <strong>com</strong>enzaron las suertes.<br />

Un hijo de un caballero de los presentes fue llamado para sacar los dos primeros nombres<br />

que debían ser los premiados. Los ojos de la gente que había apacentado su curiosidad en los<br />

rostros de las doncellas, llamados del meneo de la cajuela en las manos del cura, pendían de la<br />

del niño que la metía para sacar el nombre, y los ansiosos corazones de las doncellas<br />

esperaban que la voz del cura pronunciase el suyo. Fue recibido con júbilo el de Ana<br />

Cardillac, buscando todos con los ojos aquella a quien la suerte coronaba, y pasando la<br />

esperanza a los corazones de las otras, lisonjeando a cada una de su nombramiento.<br />

Dorotea Freiret fue el segundo que el niño sorteó, dando a leer el cura los dichos nombres<br />

escritos a Hardyl y al mercader. Llamadas de éste las sorteadas doncellas, les entregó a cada<br />

una veinte y cinco luises en un bolsillo entre el alegre murmullo de la gente, que aplaudía no<br />

sólo a la suerte de las doncellas, sino al piadoso fin de aquella loable apuesta por tantos<br />

títulos; y <strong>com</strong>o Hardyl era el reconocido autor de ella, el cura se lo señaló con la mano y con<br />

la voz a las muchachas, para que le agradeciesen sus piadosas miras. Ellas lo hicieron con<br />

todo su modesto alborozo, participando de aquel mismo gozo sus padres que se hallaban<br />

presentes, los cuales agradecieron a Hardyl su beneficencia con respetuosas demostraciones.<br />

Este feliz éxito tuvo la sublime animosidad de Hardyl, cuya memoria no pudo dejar de<br />

durar por mucho tiempo entre los ciudadanos de León. A la verdad él no purgó la tierra, <strong>com</strong>o<br />

Hércules y Teseo, de los monstruos y fieras que la inquietaban. Tales hazañas son sólo dignas<br />

de la credulidad de aquellos tiempos en que la virtud pendía del brazo y del esfuerzo; pero<br />

purgó bien sí las perturbadas fantasías de los hombres, de los espectros vanos que ella se<br />

forja, mucho más temibles tal vez que un Sinis, que un Cerción, que un Escirón y que un<br />

Procustes.<br />

Minor admirado suminitis.<br />

Debetur monstris.


Libro quinto<br />

Detuviéronse Hardyl y Eusebio cerca de tres semanas en León, esperando se serenase el<br />

tiempo que había echado a perder los caminos, para continuar su viaje por Montpellier y<br />

Tolosa entrando en España por Irún <strong>com</strong>o lo habían determinado, re<strong>com</strong>pensando a lo largo<br />

de este rodeo la vista de muchas más ciudades en que Eusebio satisfacía su estudiosa<br />

curiosidad, aunque esta misma fue la causa de que se viesen en el mayor peligro de sus vidas<br />

y de perder su coche, caballos y dinero, expuestos a nuevos trabajos que no se hubieran jamás<br />

imaginado de experimentar en el centro de la Francia, y pocos días después que salieron de la<br />

ciudad de León.<br />

Los caminos se habían mejorado notablemente y el tiempo más blando parecía<br />

prometerles la temprana venida de la primavera. Respiraba Eusebio con el templado y<br />

anticipado aliento de la sazón el mismo gozo que probaba al salir de París, por acortársele la<br />

distancia que lo separaba del ansiado objeto de su amor, bien ajeno de las terribles angustias a<br />

que se había de ver expuesto y que <strong>com</strong>enzó a sentir antes de llegar a Viviers, por error o por<br />

descuido de los cocheros, los cuales en vez de tomar la carrera de Valencia y de Lauriol,<br />

tomaron al salir de Valentin el camino de Viviers.<br />

Podía faltarles <strong>com</strong>o una legua para llegar a esta ciudad, cuando se vieron asaltados de<br />

más de doscientos hombres armados que, cerrándolos por todas partes, hicieron parar el coche<br />

encarándolos sus escopetas, mientras los capataces hacían maniatar los amos, criados y<br />

cocheros, habiéndolos obligado antes a desmontar. No ignoraban Hardyl y Eusebio la revuelta<br />

del Delfinado y del Vivarés, de que se hablaba tanto no sólo en Francia sino también en toda<br />

la Europa; pero <strong>com</strong>o el motivo de la rebelión de aquellos pueblos era la revocación del edicto<br />

en Nantes, se lisonjeaban que llevando pasaporte de Inglaterra y pudiendo pasar <strong>com</strong>o<br />

ingleses, no encontrarían estorbo en el camino; mas aunque les valió esto mismo para no<br />

perder las vidas, no pudieron evitar los muchos trabajos y afanes que padecieron.<br />

Buen espacio antes de llegar al sitio en donde fueron asaltados avisaron los cocheros a<br />

sus amos de la muchedumbre de gente armada que descubrían, así en el camino <strong>com</strong>o en los<br />

inmediatos oteros; pero la misma muchedumbre, y el saber que los vivareses estaban en<br />

armas, les quitó las sospechas de que fuesen <strong>com</strong>pañía de ladrones, <strong>com</strong>o a primera vista<br />

había parecido a los cocheros toda aquella muchedumbre. Hardyl hizo, con todo, parar el<br />

coche para ver si notaba algún movimiento de aquella gente. Viendo que no se movía, hizo<br />

tirar adelante, atendidas también las circunstancias del camino estrecho en que se hallaban, no<br />

permitiendo dar fácil vuelta a los cuatro caballos que, aunque pudieran ejecutarlo, no les<br />

quedaba tarde para poder llegar a la ciudad de Die, de donde habían salido aquel día. Puestos<br />

pues en aquella necesidad, aunque los pasaportes les hicieron apechugar con ella, animados de<br />

la confianza que en ellos ponían, Hardyl, no obstante, previno el ánimo de Eusebio para que<br />

se armase de fortaleza, que era el más fuerte escudo que podía oponer a las armas de toda<br />

aquella gente y de todo siniestro accidente que pudiera acontecer, ya que la suerte lo había<br />

puesto en aquel lance. Contribuyeron estas exhortaciones de Hardyl para que Eusebio, al<br />

verse asaltado de aquellos hombres, conservase una firme presencia de ánimo, ofreciendo él<br />

mismo sus manos al ademán que hacían los que iban a ponerle las ataduras, teniéndole otros<br />

puestas las escopetas al pecho para que no se moviese. Ejecutaron lo mismo con el fuerte<br />

Hardyl, con Taydor que suspiraba de rabia, y con Altano que estaba medio muerto del susto,<br />

sin valerles las razones que daba Hardyl ni el pasaporte que ofrecía mostrarles, por lo cual se<br />

podían certificar que eran súbditos del rey de Inglaterra y no del de Francia.<br />

Luego que tuvieron también maniatados los cocheros, dio orden el capitán de aquella<br />

gente a dos de ellos que hiciesen de cocheros y que encaminasen al coche, en el cual entraron<br />

él y otro principal, haciendo que los presos, amos y criados, lo siguiesen a pie maniatados


<strong>com</strong>o estaban y rodeados de una <strong>com</strong>pañía de aquellos revoltosos. Lisonjeábase Hardyl que<br />

los llevarían en derechura a Viviers para presentarles al gobernador y que, informado éste de<br />

su condición y pasaporte, los mandaría soltar y restituirles el coche. Pero sucedió muy al revés<br />

de lo que esperaba porque torciendo el camino mucho antes de llegar a Viviers, los llevaron<br />

por otro pedregoso y áspero hasta un lugarcillo en donde, no pudiendo pasar el coche adelante<br />

por no haber carretera, lo hicieron quedar allí sin parar por eso los trabajados presos, los<br />

cuales se vieron llevados de sus conductores a otro lugarillo infeliz de la montaña.<br />

Hardyl confortaba por todo el camino el corazón de Eusebio, hablándole en lengua<br />

inglesa. Altano no desplegaba sus labios, no sólo por efecto de la terrible aflicción y temor<br />

que lo tenía trastornado, sino también por el orden que le dio Hardyl antes que los asaltasen<br />

de no hablar sino en inglés, en caso que quisiesen informarse aquellos hombres de su patria,<br />

acordándole que corría riesgo su vida si decía que era español; con esto iba más muerto que<br />

vivo, temiendo verdaderamente que lo hubiesen de matar, en<strong>com</strong>endándose en su corazón a<br />

todos los santos del cielo. Creció esta misma temerosa aprensión luego que llegaron al<br />

lugarillo, en donde los separaron unos de otros, llevándolos a diferentes casas, donde los<br />

guardaron a vista.<br />

Grande fue el a<strong>com</strong>etimiento de tristeza y de dolor que tuvo Eusebio al verse separar de<br />

Hardyl, renovándose en su corazón aquellos tiernos sentimientos que experimentó cuando lo<br />

separaron de él los corchetes en Newgate, pues hasta entonces los mismos trabajos del<br />

camino, la vista y discursos de sus conductores y los de Hardyl, tenían su alma distraída y<br />

fortalecida en cierto modo contra la desgracia; pero luego que se vio separado de Hardyl y<br />

encerrado en una pocilga de la infeliz casilla a donde lo llevaron, tratándolo <strong>com</strong>o animal<br />

inmundo, sin lecho en que descansar ni asiento en que sentarse, sino la poca pala que le<br />

arrojaron poco después que lo tuvieron allí dentro, <strong>com</strong>enzaron a presentársele en aquella<br />

hedionda soledad mil funestos pensamientos, que hubieran oprimido y rendido su corazón si<br />

no lo hubiese socorrido la virtud.<br />

La pérdida de su coche, caballos y dinero en Dartford al principio de su viaje en<br />

Inglaterra, le había servido de lección para no confiar tanto en bienes, que podía tan<br />

fácilmente perder y que, de hecho, había perdido; y la ignominia de la prisión y el<br />

maltratamiento que padeció en Newgate, le servía entonces también para no extrañar tanto ni<br />

sentir aquel oprobio y trabajos que le hacían probar los vivareses. Pero la inocencia que<br />

entonces le sirvió en Londres de singular confortativo, de nada aquí le valía, dependiendo del<br />

furioso fanatismo de aquellos hombres, para con los cuales no había apelación; pues no<br />

teniendo ellos otra regla de obrar que la violencia de su ciego y odioso celo, temía que<br />

pudiesen llegar, en fuerza de éste, a quitarle la vida.<br />

Esta funesta sospecha prevaleció a todos los otros afanes y tristes pensamientos, que<br />

<strong>com</strong>enzó a avivarle aquella hedionda prisión, luego que reventado del largo y enhiesto<br />

camino, se tendió sobre la paja para descansar; y así, sin acordarse de su coche y caballos, ni<br />

de aquel mismo infelicísimo lugar en que se hallaba tendido, la sola muerte se le representa<br />

vivamente a su agitada imaginación. ¡Oh cielos!, se decía a sí mismo, ¿tan miserablemente<br />

habré de acabar mi vida y quedará sepultada mi memoria entre estos riscos sin que pueda<br />

llegar noticia de ella a Henrique Myden, mi buen padre, y a mi amada Leocadia, que tal vez<br />

estarán haciendo vanos votos por mi vuelta feliz?<br />

¿Que finalidad es la mía? ¿En el centro de la Francia habré de perecer a manos de estos<br />

furiosos, <strong>com</strong>o pudiera en los desiertos de la América a manos de los más feroces salvajes?<br />

¿En el momento en que mi corazón, llevado en alas de sus deseos y esperanzas y en la<br />

confianza que tan segura se me hacía de rever mi patria y de llegar sin estorbo a alcanzar el<br />

colmo de mi dicha en los brazos de Leocadia, me habrá de cortar siempre camino una cruel


suerte, armada de tan impensado accidente para derribarme en una sima, de donde ni las<br />

sospechas de mi fatal desgracia podrán salir para acallar las mortales dudas de los míos, que<br />

ignorarán mi funesto destino?<br />

¡Oh, cuánto más valía haber quedado en Filadelfia abandonando mis haciendas a quien<br />

las pretende, que no haber emprendido un viaje que tan desastrado fin deberá tener, antes<br />

(triste de mí) de llegar a la mitad de su término deseado! Gozara ahora en el seno de una<br />

envidiable tranquilidad de todos los bienes de la vida, sin exponerla a tantos riesgos, y a la<br />

misma muerte tal vez penosa que me apareja la barbarie de estos hombres, que querrán usar<br />

conmigo y con mi buen Hardyl del derecho que les da la violencia. ¡Oh Dios! ¿En estos<br />

montes había de naufragar mi felicidad, cuando un amor casto y puro prometía coronarme en<br />

el altar de Himeneo, <strong>com</strong>o al rey más venturoso de la tierra? La guirnalda que las esperanzas<br />

me entretejían ¿habrá de servir para ser con ella conducido al horrible altar del fanatismo,<br />

<strong>com</strong>o víctima arrastrada de la desgracia? ¡Oh cielos, que fatal suerte me teníais reservada!<br />

Un impetuoso llanto seguía a estos y otros lamentos, regando con las lágrimas la paja de<br />

aquel sucio gallinero o pocilga, que uno y otro parecía en donde estaba tendido, sin poder<br />

cerrar los ojos al sueño en toda aquella tristísima noche, hallándose su corazón <strong>com</strong>batido de<br />

las funestas ideas y temores que le fomentaba aquel mismo sitio. ¿Pero cómo podía dejar de<br />

acudir la virtud a consolar y sosegar su pecho en que Eusebio le tenía formado tan puro<br />

templo? Ella derramó sobre su frente, oprimida de la tristeza, la dulzura celestial que confortó<br />

sus pensamientos abatidos, avivando en su ánimo la constancia y fortaleza que parecían<br />

vacilar al terrible impulso de las funestas ideas que le excitaba su situación.<br />

Comenzó entonces a <strong>com</strong>parar su estado y desgracia con las de los hombres ilustres y<br />

desgraciados que iba buscando su memoria en las historias, cuyo objeto, al paso que<br />

enflaquecía su tristeza, le iba poco a poco fomentando muchas reflexiones sobre la fragilidad<br />

de la vida y de todos los bienes de la tierra, expuestos a tantos millares de accidentes. De aquí<br />

pasaba a reflexionar sobre la necesidad del morir, ya fuese la muerte natural, ya violenta, pues<br />

de cualquier modo el tributo era el mismo para la naturaleza, diverso sólo para la opinión del<br />

hombre temeroso. De aquí se internaban sus pensamientos en las máximas que le había dado<br />

tantas veces Hardyl sobre la muerte, para sobreponerse al temor que la precede y para ofrecer<br />

su frente con resignación a las disposiciones del cielo, cualesquiera que ellas fuesen, pues<br />

eran inevitables. Que la muerte era el término de los trabajos y miserias de la vida, que a ésta<br />

sólo la hacían apetecible las engañadas esperanzas. Que la vejez más decrépita, una vez<br />

trasandada, era sólo <strong>com</strong>o un sueño breve y confuso que no apagaba por eso las ansias del<br />

vivir.<br />

¿Qué serán al cabo, volvía a decirse a sí mismo, diez, veinte años añadidos a los que ya<br />

viví? Pasarán con la misma rapidez, sin que me den a gustar mayor felicidad que aquella que<br />

ya he probado. Sola Leocadia, ¡ah!, sí, sola su memoria y la lisonjera esperanza de poseerla<br />

puede hacerme la muerte más sensible. ¿Mas esta misma esperanza no puede ser también<br />

vana y engañosa, si el cielo llegó a disponer de su vida, destinándole asiento de esplendor<br />

entre los bienaventurados? Si Leocadia, arrebatada de su enfermedad, dio el tributo a la<br />

naturaleza, ¿para qué debo desear alargar la vida ni temer su corto plazo, cuyos perecederos<br />

bienes no re<strong>com</strong>pensan jamás las infinitas zozobras, angustias, temores y deseos que la<br />

siguen? Pero si vive Leocadia, si escapó de su enfermedad y espera el momento de volver a<br />

ver, de recibir en sus brazos a su infeliz amante, ¿qué será, oh cielos?...<br />

Moriar: mors ultima linea rerum est.<br />

Era ya de día y el áspero chirrío del viejo cerrojo de la puerta de aquella pocilga en que lo<br />

tenían encerrado, hirió de repente su imaginación y cortó sus reflexiones, pareciéndole que


venían a sacarlo para la muerte. Eusebio, fortalecido de sus mismas máximas, sacude con<br />

esfuerzo el temor que le infundió el movimiento de aquel ruin cerrojo; y recobrando su<br />

constancia, ofrece el pecho <strong>com</strong>o si lo hubiera de presentar en batalla al hierro de la lanza<br />

enemiga. Pero cuán engañado quedó cuando en vez de ella vio que le alargaban una cebolla y<br />

un zoquete de pan prieto, diciéndole que <strong>com</strong>iese.<br />

Cabalmente, a más de sentirse con suma inapetencia, había siempre tenido aversión a las<br />

cebollas. Recibe, con todo, lo que le daban, y sentándose sobre la paja, se puso a contemplar<br />

aquel desayuno. La primera reflexión que le hizo hacer fue la de los vanos temores y<br />

angustias que el hombre se fabrica en su imaginación, anticipándose él mismo los males que<br />

tarde, o tal vez nunca, le han de venir; pues en el momento que él esperaba la muerte le<br />

alargaban aquel pan y cebolla. Luego, parando en ésta el pensamiento, le hizo reflexionar en<br />

la mudanza a que está sujeta la fortuna y grandeza de la tierra y la necesidad que tiene el<br />

hombre de no reputar en ella extraño cualquiera siniestro accidente, y de estar prevenido para<br />

a<strong>com</strong>odarse a él sin disgusto ni sentimiento en caso que llegase a tenerlo.<br />

A pesar, con todo, de estas reflexiones, sentía rebelársele en el corazón una especie de<br />

tristeza, que no podía sacudir al verse tratado <strong>com</strong>o galeote con aquel vil manjar a que no<br />

podía arrostrar su inapetencia; pero durándole todavía el esfuerzo que sacó de sus máximas<br />

para hacer frente a la muerte, se aprovechó de este mismo para sobreponerse a aquella<br />

flaqueza y vencer aquella repugnancia que sentía a la cebolla, pensando cuántos pobres y no<br />

pobres hambrientos echarían sobre ella mil bendiciones si la pudieran conseguir, siendo así<br />

que él se reputaba infeliz por tenerla, lo que era prueba de la flaqueza de sus sentimientos,<br />

pues se avasallaba por ello a una ridícula aflicción, e indigna de la constancia y fortaleza de la<br />

virtud.<br />

Enardecido su ánimo de estos pensamientos, lo obliga a hincar el diente en la cebolla<br />

<strong>com</strong>o si estuviera hambriento. Una fuerte resolución vence obstáculos que parecían<br />

invencibles: prueba de que el ánimo recela de sus fuerzas y que no alcanza muchas cosas por<br />

no dar todo el impulso a su fortaleza. La de Eusebio en morder aquella cebolla fue causa para<br />

que en adelante le agradase; y aunque entonces no pudo acabar con toda aquella,<br />

contrastándoselo la inapetencia, en vez de arrojar lo que le sobraba, púsoselo en la faltriquera<br />

<strong>com</strong>o remedio para fomentar los moderados y fuertes sentimientos, y para acostumbrarlos a<br />

los disgustosos accidentes de la vida.<br />

Sacáronlo poco después de aquel sucio calabozo y, maniatándolo de nuevo, lo llevaron al<br />

lugar en que se habían de juntar los demás presos para proseguir el viaje juntos. Cuanto<br />

grande fue el dolor que sintió en la separación de Hardyl la noche antecedente, tanto mayor<br />

fue el gozo y el consuelo que le causó su vista al descubrirlo desde lejos con los cocheros,<br />

aunque no pudo contener sus tiernas lágrimas viéndolo maniatado <strong>com</strong>o él. Hardyl, que no<br />

sintió menor alborozo al verlo también, le dijo en inglés luego que pudo oírlo: Probáis,<br />

Eusebio, que no son vanos los consejos y máximas de la virtud, pues a más de ser siempre<br />

provechosos, tarde o temprano llega la ocasión en que se hacen necesarios para sobreponerse<br />

a la desgracia. Esta es una...<br />

Los desgreñados montañeses no le dejan acabar, tomando el camino de la sierra luego<br />

que vieron <strong>com</strong>parecer a Gil Altano y a Taydor, a quienes traían también maniatados; y<br />

aunque Eusebio <strong>com</strong>enzó a dar parabienes a Hardyl y a decirle el gozo que sentía con su vista<br />

y el sosiego de su corazón, no le dejó pasar adelante la situación que tomaron sus conductores<br />

en la marcha, separándolo buen trecho de Hardyl. Fue causa de esto el camino estrecho y en<br />

partes lodoso por las nieves que se derretían de las cumbres y los profundos barrancos por<br />

cuyos bordes caminaban. Su vista infundía terror, no menos que las erizadas sabinas y los<br />

retorcidos y deshojados robles entre los cuales caminaban. Añadíase a esto el ronco murmullo


de los torrentes y arroyos que se despeñaban por aquellos ásperos riscos, confundiéndose con<br />

un eco lúgubre en aquellas profundidades los secos graznidos de las aves de rapiña que<br />

anidaban en los huecos de aquellos hondos derrumbaderos.<br />

Así caminaron de sierra en sierra toda la mañana, hasta que ya pasado el mediodía<br />

hicieron alto los conductores para <strong>com</strong>er y para dar de <strong>com</strong>er a los presos. Éstos, al verse<br />

juntos y en libertad de hablarse, mezclaban el júbilo que probaban con su vista al dolor que<br />

los aquejaba por la desgracia que duraba todavía, sin saber cuál había de ser su paradero.<br />

Hardyl era el confortador de todos y Eusebio añadía también sus exhortaciones, especialmente<br />

a Altano, que más que los otros necesitaba de ellas, aunque parecía que le sabía bien a la<br />

hambre que llevaba el pan y cebolla a que se reducía la <strong>com</strong>ida que les dieron,<br />

diferenciándose sólo del almuerzo en la cantidad y en la bebida que podía satisfacer<br />

cumplidamente a su sed en la fuente tersa y cristalina, cerca de la cual se sentaron para acabar<br />

con la corta ración que les alargaron.<br />

Sabrosa <strong>com</strong>enzaba a ser a Eusebio aquella misma cebolla que aborrecía por la mañana,<br />

no sólo por haber vencido su repugnancia, sino también porque el cansancio del desastrado<br />

camino le había despertado el hambre y se la provocaba también el apetito de Altano que, a<br />

pesar de su susto, <strong>com</strong>ía a dos carrillos, y que iba diciendo a Taydor: Los duelos con el pan<br />

son menos. Pero antes que acabase con su ración, acabó con su apetito la llegada de otros<br />

serranos armados que <strong>com</strong>parecieron en aquel mismo sitio, dando a los conductores de los<br />

presos la noticia de haberse decretado la muerte a un sacerdote católico que había caído en sus<br />

manos.<br />

Esta noticia hizo prorrumpir en furioso júbilo a los que la recibían, apresurando su<br />

<strong>com</strong>ida para poder llegar a tiempo de apacentar su detestable curiosidad en el cruel<br />

espectáculo de la muerte del sacerdote. Pero por priesa que se dieron en acabar la <strong>com</strong>ida y en<br />

caminar, sólo pudieron llegar a paraje en que recrearon a sus bárbaros oídos los tiros de los<br />

fusiles, a que condenaron aquella víctima de su furioso fanatismo, resonando desde lejos el<br />

eco por aquellos valles y barrancos, e hiriendo en lo vivo los ánimos e imaginaciones de los<br />

presos, obligados a seguir la forzada marcha de sus conductores.<br />

Era el sacerdote católico que arcabucearon de distinguida familia, llamado Chaila, el<br />

cual, yendo a poner en un monasterio dos hijas de un calvinista recién convertido, cayó en<br />

manos de los sediciosos. Éstos quisieron usar en él de las mismas formalidades que usaron los<br />

católicos en Nimes con un ministro calvinista, a quien condenaron a muerte por no haber<br />

querido hacerse católico; y <strong>com</strong>o Chaila rechazase su bárbara proposición, fue condenado a<br />

padecer el mismo suplicio pasándolo por las armas.<br />

Profirió esta sentencia contra él un ministro protestante, llamado Jurieu, tenido en suma<br />

veneración de aquellos rebeldes, habiéndose erigido en profeta después de haberles anunciado<br />

de parte del cielo la destrucción de la contaminada Babilonia al furor del espíritu de Dios y de<br />

su venganza, con lo cual iba de pueblo en pueblo excitando los ánimos a la rebelión; hasta<br />

que, habiéndose ya ganado el concepto y veneración de aquellos rudos serranos, hizo asiento<br />

de sus oráculos en una elevada montaña llamada Peira a donde iban a consultarlo <strong>com</strong>o al<br />

inspirado de Dios.<br />

Él les había dado también por general de su rebelión a un joven de veinte y cinco años,<br />

de oficio panadero, añadiéndole a su apellido de Cavalier el sobrenombre de David, después<br />

de haberlo sacado por las greñas de entre la muchedumbre que se había juntado a este fin.<br />

Demostraciones ridículas, pero que son el alma del entusiasmo y del fanatismo y que hieren<br />

con energía las mentes alucinadas de los que tienen la desgracia de ser juguete del furor<br />

ardiente, del celo impostor que los deslumbra y enajena con fuerza irresistible.


A este mismo profeta y a aquella montaña eran llevados Hardyl, Eusebio y sus criados,<br />

para que decidiese de sus vidas, <strong>com</strong>o había decidido de la de Chaila. El ruido de los tiros que<br />

acababan de quitar a éste la vida, recibido con bárbara algazara de los que los llevaban presos,<br />

aunque penetró los ánimos de éstos, sirvió con todo para fortalecer los sentimientos de<br />

Eusebio luego que volvió sobre sí, ofreciendo su pecho con resignación a las disposiciones<br />

inevitables del cielo. Hardyl, aunque tenía ánimo para sobreponerse a todos los humanos<br />

accidentes, iba estudiando medios en su viva y sabia imaginación, atendidas las circunstancias<br />

de aquellos montañeses y las de los suyos, para librarlos de la muerte y deslumbrar aquellos<br />

fanáticos, no permitiéndole la distancia conversar con Eusebio, obligándolos las estrechas<br />

sendas a caminar unos tras otros.<br />

Altano era el que iba más inmediato a su amo que lo precedía, pero sin poder tampoco<br />

hablar con él, habiéndole infundido el eco de los tiros un terror mortal y terribles angustias,<br />

que desahogaba con frecuentes y desfallecidos gemidos que causaban no poca <strong>com</strong>pasión a<br />

Eusebio. Al paso que se iban acercando a la montaña del oráculo, veían crecer el número de<br />

los amotinados que guardaban las gargantas y estrechos pasos de aquellos montes, hasta que<br />

al trasponer de una sierra descubrieron el campo de los rebeldes. Ocupaban éstos, debajo de<br />

chozas y malas tiendas, la dilatada llanura de un ameno valle bastante ancho a los pies del<br />

encumbrado Peira, cuya baja ladera estaba cubierta de gente, especialmente lo más vecino a la<br />

cueva que había escogido por su morada el profeta, lugar tan apto para acrecentarle la<br />

veneración. La celebrada Cumas no vio jamás concurso mayor de tanto mentecato.<br />

Había precedido el aviso de la prisión y de la llegada de los forasteros al campo, de modo<br />

que al verlos bajar la sierra, fue recibida su vista con gritos de júbilo y murmullo universal.<br />

Eusebio había perdido un zapato en la marcha forzada y desastrada, y el que le quedaba en el<br />

otro pie no le servía ya sino de embarazo para caminar, pero no dejaba de contribuir para<br />

avivarle su resignación y constancia. Los zapatos de los otros no estaban en mucho mejor<br />

estado, y en esta figura, con los pies y piernas sucias y mojadas de las aguas y lodos del<br />

camino, los presentaron al general David. Ocupaba éste una tienda mayor que las otras en<br />

medio de aquel valle, de donde salió para hablar a los presos luego que lo avisaron de su<br />

llegada.<br />

Hardyl y Eusebio fueron los primeros que le presentaron, teniéndolos con las manos<br />

atadas en cruz por delante. Pareció sorprenderse el joven David al ver el traje de los presos, y<br />

con rostro serio que distaba con todo de la arrogante severidad, quiso saber de ellos de qué<br />

provincia de Francia eran y a dónde iban. Hardyl le respondió que no eran de ninguna<br />

provincia de Francia, sino súbditos de Inglaterra y de la América inglesa, de donde hacía<br />

nueve meses que habían salido para viajar algunos reinos de la Europa, que extrañaba que la<br />

misma confianza que había puesto en los calvinistas, haciendo el viaje por medio de sus<br />

tierras y a quienes reconocía y amaba <strong>com</strong>o hermanos y <strong>com</strong>o hechuras de un mismo padre<br />

celestial, hubiese sido causa de los trabajos que les hicieron padecer los que los prendieron y<br />

trataron no sólo <strong>com</strong>o a católicos intolerantes y enemigos suyos, sino también <strong>com</strong>o a<br />

ladrones y galeotes, sacándolos de su propio coche para maniatarlos sin respeto a su<br />

condición.<br />

El joven David, enajenado de la respuesta de Hardyl y desengañado no menos de ella que<br />

del traje y acento, que todo le confirmaba ser ingleses y de profesión no desemejante a la<br />

suya, envía inmediatamente aviso secreto al profeta, con quien se entendía, para avisarlo del<br />

carácter, patria y condición de los presos que le enviaba y para que los declarase libres; pues<br />

aunque él lo hubiera ejecutado sobre la marcha, no podía determinar cosa alguna sobre ello<br />

sin la declaración del profeta; manifestó con todo a los presos su buena voluntad, mientras<br />

volvía el mensajero que despachó inmediatamente a la cueva, diciéndoles que esperasen bien,<br />

pues teniendo por su parte a Dios, él extendería su brazo sobre ellos para protegerlos y


sacarlos salvos al camino de salvación sin perder un pelo de su cabeza. Que aquellos<br />

accidentes eran indispensables en tiempo de revuelta, pero que esperaba que los trabajos que<br />

habían padecido se les convertirían en mayor consuelo.<br />

Entretanto que los entretenía con éstas y otras razones, habiendo vuelto el mensajero, los<br />

mandó llevar al profeta que estaba poco distante del campo exhortando a los presos a que<br />

confiasen en la santidad de aquel hombre de Dios a quien se habían de presentar. Hardyl, que<br />

conocía el entusiasmo de aquellas gentes, quiso interesarlos en su favor, y luego que el<br />

general David acabó de hablarles en presencia del numeroso concurso que había acudido,<br />

levantando él los ojos al cielo, no pudiendo las manos pues las llevaba atadas, profirió con<br />

energía y con voz algo alta los versos del salmo:<br />

Et factus est Dominus refugium pauperi; adjutor in opportunitatibus, et tribulatione.<br />

Sperent in te, Domine, qui noverunt nomen tuum, quoniam non derelequisti quoerentes te.<br />

Qui exaltasti nos de portis mortis, ut annuntiemus omnes laudationes tuas, portis filiae Sion.<br />

Entonces sí que se exaltaron las fantasías de aquellos rudos montañeses, viendo en el<br />

ademán y en la energía de la oración de Hardyl, al tono de las de su noble y modesta<br />

presencia, un hombre santísimo de su secta. Los mismos que los habían maltratado en el<br />

camino, se esmeraban en cortejarlo y agasajarlo, hasta que llegaron a ponerlos todos juntos<br />

delante de la cueva en donde estaba escondido el adivino. Como éste había ya tenido aviso de<br />

la condición y patria de los presos, sacó partido de él para dar visos de oráculo a las palabras<br />

que había de proferir para librarlos.<br />

Poco tardó a dejarse ver él mismo en la boca de la gruta. Su rostro, aunque blanco,<br />

manifestaba en sus cóncavas mejillas y sobresalientes mandíbulas la enjuta austeridad que<br />

consigo usaba. Sus ojos parecían de mochuelo, encendidos del furor de su adivinación, y la<br />

nariz afilada y aguileña le caía sobre la barba, órgano de sus oráculos embusteros; el corto<br />

pelo parecía erizársele sobre la cabeza y la barba que llevaba crecida, le daba toda la<br />

semejanza de un sacerdote de Ammón o de un busto de Esculapio, puesto por insignia de un<br />

boticario: su corta y raída sotana dejaba ver sus piernas y pies descalzos, a pesar del frío que<br />

hacía en aquel sitio. ¿Pero qué nos obliga a sufrir a los hombres la hipocresía y el fanatismo?<br />

Inmenso concurso de hombres y mujeres de todas edades que habitaban en aquellos<br />

contornos acudió atraídos de la novedad, estando unos de pies, otros subidos a los árboles y<br />

otros asidos de las peñas para ver y oír a su divino encantador; el cual, después que se dejó<br />

ver, sin salir de la boca de la cueva, cubrió de una mirada silenciosa y encendida a los presos<br />

que tenía delante a cortos pasos; luego, levantando en alto el brazo y extendiendo con fuerza<br />

los largos dedos de la mano, habló así, cerrando los ojos y desviando el rostro hacia otra parte:<br />

No os pese, oh hijos del Dios de los ejércitos, de la padecida tribulación, pues con ella<br />

quiere también el Señor probar a los suyos y acrisolar su virtud. Aunque separan muchas<br />

tierras y mares vuestra cuna del campo de Israel y de los que siguen sus invencibles banderas,<br />

el mismo espíritu de Dios os une a sus fieles y fuertes hijos, y anima vuestra fe; ni vuestras<br />

almas fueron contaminadas del error ni de la iniquidad para oprimir a los secuaces del<br />

purgado evangelio. Lluevan las bendiciones del cielo sobre vuestras cabezas bañadas con el<br />

agua del verdadero bautismo, y vuestras manos álcense desatadas al trono celestial para


implorar sus misericordias y la libertad que merecen sus secuaces, para poderse armar contra<br />

los perversos idumeos y asirios y contra la terca raza de Agar, obteniendo victoria de sus<br />

crueldades y de su perfidia.<br />

Dicho esto, vuelve a meterse en la cueva sin dejar tiempo a Hardyl para entonarle otros<br />

versos del salmo, en agradecimiento de la profecía en su favor, pues por tal la tuvieron<br />

aquellos rústicos serranos que se apiñaban en torno de los presos para desatarlos y cortejarlos,<br />

<strong>com</strong>o lo hacían a porfía con gran alborozo de los mismos, especialmente de Altano, a quien<br />

había trastornado la vista del profeta, creyendo que iba a darles sentencia de muerte; pues no<br />

había podido concebir ninguna buena esperanza de antemano del discurso del joven David,<br />

por estar apartado, <strong>com</strong>o la concibieron Hardyl y Eusebio sobre su cercana libertad por lo que<br />

les dijo él mismo.<br />

El sol había ya apartado sus rayos de las cimas de aquellos eminentes montes cuando los<br />

presos libres fueron a<strong>com</strong>pañados hacia la tienda del general David. Éste recibió en ella a<br />

Hardyl y a Eusebio con mucha humanidad y agasajo, y después de haberles dado los<br />

parabienes, les contó lo que había echo en su favor. Ellos le agradecieron su buen ánimo y<br />

atención, prendados de sus buenos modos y afabilidad. Su estatura era pequeña, pero de<br />

<strong>com</strong>plexión robusta y bien formado de cuerpo, sin disminuir al agrado de su fisonomía; su<br />

barba y cabello rubio, aunque de color encendido; su seriedad, mezclada de un dejo afable, le<br />

daba un aire majestuoso y superior a los pocos años que su rostro manifestaba.<br />

Hardyl, viéndose tan agasajado de él y animado de la confianza que le infundían sus<br />

atentos cumplimientos, le suplicó que les fuese restituido el coche y caballos para proseguir su<br />

viaje, dando por bien sufridos los trabajos de aquel accidente, pues le habían acarreado la<br />

<strong>com</strong>placencia de conocerlo y de experimentar su humanidad. El joven David le respondió que<br />

el coche les sería restituido con los mismos caballos, que había dado providencias para ello y<br />

que nada les faltaría. Apenas acababa de decir esto, cuando entra un montañés para decirle<br />

que estaba pronto lo que había mandado. Entonces dijo a Hardyl y a Eusebio que siguiesen<br />

aquel hombre. Ellos lo siguen a una tienda vecina en donde había otros montañeses con<br />

muchos pares de medias y de zapatos para calzarles los que les viniesen bien.<br />

Esto excitó en ellos un sumo reconocimiento a las vistas atentas y humanas del general y<br />

un singular aprecio de aquel favor de que tanto necesitaban, especialmente Eusebio, no sólo<br />

por la vergonzosa figura que hacía con el un pie sin zapato y <strong>com</strong>ida la media de los lodos y<br />

piedras, del camino, por cuyas sucias y rotas hilazas asomaban los dedos del pie, sino también<br />

por el frío que padecía; y aunque una cosa y otra contribuyó para ejercicio de su paciencia y<br />

para fortalecer su ánimo en los trabajos, no dejó con todo de alegrarse tanto por ellos que,<br />

acordándose que llevaba cuatro luises y otras monedas en la faltriquera, no lo entregase todo a<br />

los que le habían calzado los zapatos y las medias, habiendo calzado también a Hardyl y a sus<br />

criados.<br />

Volvieron a ser conducidos a la tienda del general que los esperaba, el cual, acortando las<br />

demostraciones de agradecimiento que Hardyl y Eusebio le daban por el favor que acababan<br />

de recibir, se los llevó consigo para hacerles ver el campo que tenía formado en aquel valle,<br />

en donde había más de dos mil hombres armados y prontos para el primer aviso que recibían<br />

de las velas y atalayas que guardaban las gargantas de aquellas sierras; y vueltos a la tienda,<br />

hallaron la mesa puesta para la cena; ésta, aunque sin gran aseo, fue abundante y gustosa por<br />

las carnes montesinas que les sirvieron y por los discursos que tan bien la sazonaron.<br />

Hízose en ella larga mención del edicto de Nantes y de su revocación, que fue causa de la<br />

rebelión de aquellos montañeses y de las otras fatales consecuencias que los obligaban a<br />

mantenerse sobre las armas contra los esfuerzos que había hecho la Francia para sujetarlos,


aunque hasta entonces habían sido vanos. Con esta ocasión, contóles el joven David los<br />

ataques y tentativas que había hecho el mariscal de Montrevel, cuyas tropas habían<br />

desbaratado los vivareses. Duraran mucho más estos discursos después de la cena, si el joven<br />

David, atendiendo al cansancio y trabajos de sus huéspedes, no les aconsejara ir a dormir,<br />

<strong>com</strong>o lo hicieron, conducidos a otra tienda vecina que les dispusieron a este fin, habiendo<br />

destinado otra para sus criados.<br />

Grandes deseos tenía Eusebio de verse solo con Hardyl para desahogar con él su pecho,<br />

agobiado de los peligros y trabajos pasados y de la novedad de aquel accidente, contándole las<br />

angustias y afanes que había padecido luego que lo separaron de él para llevarlo a la pocilga,<br />

cuyas particularidades le contó, no menos que los afectos que había sentido su corazón con el<br />

temor de la muerte y las reflexiones con que le parecía haber contrastado sus temores, sin<br />

pasar por alto la tristeza que le había causado la cebolla y pedazo de pan que le dieron antes<br />

de sacarlo de aquel sitio, y el esfuerzo que había hecho para vencerse.<br />

Hardyl, después de haber aprobado el esfuerzo de sus sentimientos, le contó la manera<br />

cómo lo trataron también a él, encerrándolo en un establo, dándole un medio pajar para<br />

dormir, donde descansó y durmió toda la noche sin ocurrirle jamás que lo quisiesen matar;<br />

lisonjeandose de persuadir a la cabeza de aquellos revoltosos, luego que lo hubiesen<br />

presentado, pues conocía que los que los prendieron no podían atender a razón, según eran las<br />

órdenes que tenían y la rusticidad que en ellos echaba de ver. El sueño le atajó el discurso y<br />

Eusebio, viendo que dormía, no tardó a imitarlo, tal era el cansancio que padecía.<br />

Muy alegre fue para todos los presos el día siguiente, no sólo por los nuevos agasajos que<br />

recibieron del general, sino por acercarse la hora de salir de aquellas sierras y de las manos de<br />

aquellos montañeses; pues aunque se hallaban libres, no dejaban de asombrar y dar temor<br />

hasta las mismas cortesías y atenciones de aquellos desgreñados serranos, yendo<br />

a<strong>com</strong>pañadas de un aire tan rústico y feroz que, en vez de granjearse con ellas afecto,<br />

infundían vivas ansias de desprenderse de aquellas desagradables demostraciones.<br />

Esto mismo hacía resaltar la afable humanidad del joven David entre todos los suyos, y<br />

empeñaba más el agradecimiento de Hardyl y de Eusebio, <strong>com</strong>o se lo manifestaron en la<br />

despedida, obligándolos mucho más él con sus ofrecimientos, especialmente cuando les dijo<br />

que encontrarían el coche y caballos en el lugar en que los dejaron, lo que movió tanto el<br />

reconocimiento de Eusebio, a quien tenía asido de la mano cuando esto decía, que Eusebio<br />

forcejó para llegarla a sus labios y besársela; pero resistiendo él y dándoles buen viaje,<br />

partieron a<strong>com</strong>pañados de otros conductores que les dio para que los regalasen por el camino.<br />

Debieron deshacerlo a pie por no sufrir cabalgaduras aquellas enhiestas sendas. ¡Pero<br />

cuán diferente aspecto tenían entonces a los ojos de Eusebio aquellas encaramadas cumbres,<br />

con sus cimas coronadas todavía de nieve que doraba el sol con sus encendidos rayos, y<br />

aquellos ásperos precipicios a donde iban a derrumbarse con saltos atrevidos los susurrantes<br />

arroyos! El horror que antes causaban a sus tímidas sospechas aquellas hondas simas y<br />

barrancos, se transformaba en admiración al ver salir del seno de aquellos riscos, que parecían<br />

iban a desplomarse en aquellas horrorosas profundidades añejos troncos de plantas, a cuyos<br />

enmarañados ramos no era posible llegar humana segur. Los tristes cantos de las aves que se<br />

recreaban con el día amanecido, perdían a su oído su ronca y confusa disonancia; los mismos<br />

deshojados bosques por donde volvían a pasar, no ofrecían <strong>com</strong>o antes una desapacible vista a<br />

quien contemplaba en todos aquellos objetos la bizarría y prodigiosa variedad de la<br />

naturaleza.<br />

Llegados finalmente al lugar en que dejaron al coche y caballos, <strong>com</strong>o viesen a éstos<br />

traídos de aquellos montañeses del diestro, abrióseles de par en par el corazón a los viajantes,


especialmente a Eusebio, a quien parecía un sueño todo lo que había pasado. Los conductores,<br />

al hacerle la entrega del coche le dijeron que tenían orden de informarse si les faltaba alguna<br />

cosa. Mas Eusebio, que rebosaba de júbilo y que prefería el verse ya libre a todos los tesoros<br />

de la tierra, sin detenerse a registrar si faltaba o no alguna cosa, atendió sólo a hacer abrir el<br />

cajoncillo en que llevaba el dinero y algunas alhajas, entre las cuales sacó un reloj de<br />

repetición que había <strong>com</strong>prado en Londres para Leocadia y lo entregó al principal de los<br />

conductores para que en su nombre se lo presentasen al general David en reconocimiento de<br />

los favores y atenciones que habían recibido, así él <strong>com</strong>o los suyos, y a los montañeses que<br />

los habían a<strong>com</strong>pañado entregó <strong>com</strong>o cincuenta luises, reservándose sólo la cantidad que<br />

podía bastarle hasta llegar a Montpellier para donde llevaba letras de cambio.<br />

¿Cómo se podrá expresar el júbilo y alborozo de amos y criados al verse sentados en el<br />

coche y arrancar aquellos caballos que creían para siempre perdidos, y al verse en la carretera<br />

de Viviers? Altano, vuelto en sí de su atónito silencio, dio suelta a su locuacidad luego que se<br />

vio lejos de aquellos fieros serranos, contando los terribles temores y angustias que le habían<br />

hecho padecer, teniéndose ya medio tragada la muerte, especialmente cuando oyó la noticia<br />

de la sentencia dada contra el sacerdote católico y el espanto que se apoderó de su corazón<br />

cuando oyó los tiros, y el que le infundió la vista del profeta Jurieu cuando salió a la boca de<br />

la cueva, haciendo de él tan graciosa pintura, sugerida de su pasado pavor y de su presente<br />

alegría, que les hacía perecer de risa.<br />

Larga materia tuvieron Hardyl y Eusebio de provechosos discursos en la desgracia<br />

padecida. La situación, la vida, el entusiasmo de aquellos hombres, la causa de su rebelión, el<br />

fanatismo y poder del profeta, las circunstancias del general, todo en fin, suministraba<br />

argumento a Hardyl para hacer sobre ello útiles reflexiones y para fortalecer mucho más los<br />

sentimientos virtuosos de Eusebio, hasta que las nuevas ciudades por donde pasaban y los<br />

varios objetos que les ofrecían, les distrajeron de aquellas especies.<br />

Llegados a Tarascón, <strong>com</strong>o tenían tan cerca Marsella, les vinieron pensamientos de<br />

embarcarse en aquel puerto, antes que hacer el camino por Tolosa; pero los elogios que oían<br />

en todas partes del celebrado canal de Languedoc que todavía no estaba perfeccionado tentó<br />

la curiosidad de Eusebio. Dio después por bien empleado el rodeo por el gusto y admiración<br />

que le causó aquella obra, que parecía de imposible ejecución a las fuerzas humanas; y por lo<br />

mismo manifestaba ser sólo digna de la grandeza del espíritu del monarca que la mandó<br />

ejecutar y que la perfeccionó.<br />

Nada de particular mención les aconteció en el viaje desde que salieron del Vivarés hasta<br />

que llegaron a Irún, término de la Francia y principio de la España. Eusebio, al entrar en ella,<br />

sintióse a<strong>com</strong>etido de un dulce júbilo que le parecía respirar con el aire de su patria, y Altano<br />

salía fuera de sí hasta llegar a besar el suelo que tantos años hacía que no pisaba. Un tesoro<br />

encontrado no le hubiera hecho prorrumpir en tantas y tan extraordinarias demostraciones de<br />

júbilo.<br />

¿De dónde le viene al hombre el afecto particular que siente, no sólo por el lugar de su<br />

cuna, sino también por toda la extensión del terreno de la que reputa su patria? ¿Una línea<br />

imaginaria que distingue dos reinos puede poner también tan grande diferencia en los<br />

sentimientos del corazón? ¿Qué hermosura, qué encanto encuentra el alma en un suelo en que<br />

los ojos no descubren, tal vez, sino mayor aspereza y esterilidad? ¿Es preocupación que<br />

imprime el amor propio en la fantasía, o bien sólo efecto imperceptible de nuestra vanidad?<br />

¿Qué es lo que toca tanto al alma para que se transporte a la vista de un risco, de un tronco, de<br />

una choza tal vez, que parece le están diciendo en su quedo silencio: pertenezco a tu patria?


Como quiera que esto suceda, cualquiera que sea el principio que excita este gozoso<br />

afecto en el corazón, cómo se podrá extrañar en boca de un republicano:<br />

Dulce et decorum estpro patrua mori.<br />

Sobre esto discurrían Hardyl y Eusebio, en fuerza del gozo que en sí sentían al verse<br />

entrar salvos en España, camino de San Sebastián, aunque experimentaban en él y en sus<br />

malos pasos notable diferencia de los caminos de Francia que dejaban; pues aquéllos eran tan<br />

bellos y tan cuidados, y tan incómodos y descuidados los de España; maravillándose Eusebio<br />

que tantos y tan poderosos reyes no hubiesen puesto sus miras en un objeto que los romanos<br />

reputaron siempre el primero y principal y el más digno de su grandeza en todas las<br />

provincias que conquistaban, aunque fuesen las más remotas, haciéndose todavía después de<br />

tantos siglos, objetos dignos de nuestra admiración los mismos restos de las ruinas que<br />

quedan así en España <strong>com</strong>o en otros reinos.<br />

Hacíaseles esta diferencia más sensible en los mesones, viéndose tan mal servidos y<br />

faltos de lo necesario; deseando saber Eusebio y Hardyl si esto procedía del genio de la<br />

nación o de la falta de providencias o de la poca gente, o bien si de la falta de industria y del<br />

poco concurso de los forasteros. Hardyl no sabía atribuir este defecto a una de aquellas cosas,<br />

sino a todas juntas, añadiéndole que el concurso de forasteros podía contribuir algo a la<br />

mejora de los mesones, pero que también muchos de ellos dejaban de viajar por España<br />

retraídos de las in<strong>com</strong>odidades de los caminos y alojamientos, inexcusables tal vez por las<br />

grandes distancias de las ciudades y despoblados intermedios, donde no era posible que un<br />

mesonero en una venta aislada en vasto desierto y frecuentada sólo de arrieros se abasteciese<br />

de lo que no pudiera tener consumo.<br />

Añadía a éstas otras razones y los medios que podrían con el tiempo restablecer esta parte<br />

de utilidad en un reino industrioso y rico, y hacerlo frecuentar de los forasteros. Entretanto<br />

a<strong>com</strong>odaban los dos su paciencia a la necesidad en que se hallaban, usando de las malas<br />

camas, <strong>com</strong>ida y habitaciones <strong>com</strong>o si lo hicieran por elección, sacando de todo útil partido<br />

para fomentar sus buenas máximas, amoldándose al bien y al mal que las circunstancias les<br />

presentaban, pues la impaciencia y el disgusto que se saca de lo que no se puede remediar<br />

sólo sirven para desazonar más el corazón.<br />

Antes de llegar a Santo Domingo de la Calzada, Hardyl contó a Eusebio la distribución<br />

que se hacía en una de las iglesias de aquella ciudad de ciertas plumas de gallo y de gallina,<br />

en fuerza de un milagro que aconteció a cierto romero francés que iba a Santiago de Galicia y<br />

cuya historia le contó por entero. Esto fue causa de que luego que llegaron a aquella ciudad,<br />

desease Eusebio ir a ver la distribución de tales plumas, que se daban <strong>com</strong>únmente a los<br />

peregrinos que iban o volvían de Santiago. Ejecutólo, pues, en <strong>com</strong>pañía de Hardyl y,<br />

llegados a la iglesia, <strong>com</strong>o se encontraron con un clérigo que salía de la sacristía, le ruegan si<br />

podía hacerles obtener dos plumas de las del gallo del milagro. Pero diciéndoles el clérigo que<br />

el señor obispo difunto había prohibido se hiciese tal distribución, volvieron a la posada,<br />

teniendo motivo Hardyl para alabar la determinación del obispo en prohibir tales<br />

publicidades, que aunque parece que fomentan la devoción y piedad del vulgo, no hacen más<br />

que degradar el decoro y majestad de la religión.<br />

Entretuviéronse sobre esto de vuelta al mesón, a cuya puerta debieron pararse para dejar<br />

entrar un religioso que venía caballero sobre una mula, precedido de su mozo de espuela.<br />

Apeado ya, entra en la cocina a informarse de la mesonera de lo que tenía que darle que<br />

<strong>com</strong>er. Oyendo esto Eusebio, le dice a Hardyl que si no lo llevaba a mal convidaría al<br />

religioso a su mesa. Antes bien gustaré de ello, le responde Hardyl; y Eusebio se encaminó<br />

inmediatamente para convidarlo y él aceptó de buena gana la oferta. Con este motivo, después


de haberse entretenido con ellos un rato, les rogó que le permitiesen rezar las horas antes que<br />

llegase la hora de <strong>com</strong>er. Ellos condescendieron de buena gana, y luego que hubo acabado, se<br />

encaminó al cuarto de Hardyl y de Eusebio en donde estaba la mesa puesta.<br />

Sentados a ella, Hardyl pregunta al religioso si iba hacia San Sebastián. No, señor, le<br />

dice, sino que vengo a esta ciudad a predicar un sermón de empeño y he venido a parar al<br />

mesón por no haber aquí convento de mi orden. ¿Y qué se entiende por sermón de empeño?,<br />

preguntó Eusebio. Por sermón de empeño, responde el religioso, se entiende el que se encarga<br />

con ocasión de una gran fiesta, en que se suelen buscar predicadores acreditados para que<br />

desempeñen la función. Me alegro, pues, que hayan distinguido en esta ocasión el talento de<br />

V. paternidad, dijo Eusebio. ¡Oh!, no señor, no lo decía por tanto, responde él; pero bien sí,<br />

puedo asegurar a vs. mds. que he trabajado en el sermón y, puesto que vs. mds. se hallen<br />

mañana en esta ciudad, me lisonjeo que querrán honrarme. Eso lo hiciéramos de mil amores,<br />

dijo entonces Hardyl, si no llevásemos priesa en nuestro viaje, y tendríamos sumo gusto de<br />

admirar el empeño de V. paternidad.-¿Pero cuándo parten vs. mds.? -Debiéramos partir<br />

después de <strong>com</strong>er, pero una rueda resentida, que es preciso <strong>com</strong>poner, nos obliga a diferir a<br />

mañana la partida.<br />

-Si es así, pues, ya que vs. mds. me han manifestado que tendrían gusto de oírme, quiero<br />

corresponder a su atenta demostración, dándoles a leer el sermón que traigo copiado de buena<br />

letra; pues tal vez gustarán más de leerlo que de oírlo, lo que podrán hacer cómodamente en<br />

una horita mientras voy a presentarme al sujeto que me lo encargó. Pero por más que Hardyl y<br />

Eusebio se excusaron en buenos términos, no hubo remedio. Debieron encargarse de leerlo<br />

para decirle su parecer que el religioso pedía, y que en plata no pretendía sino alabanzas,<br />

<strong>com</strong>o sucede en semejantes encargos, principalmente diciéndoles el religioso al entregárselo<br />

que reparasen cuán naturales y vivas eran las <strong>com</strong>paraciones que usaba.<br />

Esto excitó su curiosidad, por lo mismo que el religioso manifestaba en ello su vana<br />

benditez; y así, luego que éste desapareció del cuarto, Eusebio, teniendo el sermón en la<br />

mano, <strong>com</strong>enzó a leer, oyéndolo Hardyl.<br />

Sermón que predica el P. Fray Juan Ced... Lector jubilado, etc., etc., etc., en la fiesta de<br />

san Antonio de Padua, que celebra la cofradía de dicho santo en Santo Domingo de la<br />

Calzada.<br />

Iste homo fuit magnus omnibus. Ec. c. 24.<br />

«En vez de tejer el panegírico intejible del taumaturgo Antonio, será mejor que,<br />

postrándome delante de este altar, diga, si lo pudiera decir con cien lenguas de hierro fundidas<br />

en el retumbante bronce de la fama: Si quoeris miracula. Éste es el manantial, éste el pozo,<br />

éste es el océano de todos ellos, de los mayores, de los más estupendos y raros; ¿mas para qué<br />

pido lenguas estrafalarias para predicarlos? ¿No lo dicen a voz en grito estas ceras clavadas en<br />

tanto candelero de las devotas manos de esta cofradía? ¿No es panegírico de ellos este aparato<br />

mudo, elocuente, de Iglesia tan bien ataviada, adornada y hermoseada? No obstante, <strong>com</strong>o<br />

debo mezclar también mi voz a esos mudos panegíricos, diré... Mas ¿qué podré decir que no<br />

esté dicho? ¿Qué nuevo asunto podré tomar, sea de sus virtudes, sea de sus milagros, que no<br />

esté ya tratado de mil maneras y que sea nuevo manjar para vuestros sabios oídos? Su<br />

penitencia, su mortificación, sus éxtasis; ¿mas todo esto no es trivial y <strong>com</strong>ún en todos los<br />

santos? ¿Qué diré, pues? Una cosa que pareciendo <strong>com</strong>ún no lo sea, y que tal no la haga<br />

parecer el modo cómo la diré. Diré, pues, que no hablaba por humildad, y en esto lo asemejaré<br />

a un pastorcillo que va recogiendo bellotas para su ganado de cerda, haciendolo con silencio;<br />

y diré que cuando habló, habló por obediencia y que por eso su voz fue exaltada. Vox Domini<br />

magnificata.


»Antes de entrar en el campo del sermón, liquidemos las pruebas de lo que acabo de<br />

decir, porque esto debe servir de punto a los puntos de mi sermón. ¿Pero cómo se podrá<br />

probar, me diréis, que no hablando, no hablase por humildad? Lo primero (y ved qué presto<br />

que se deshace esta dificultad), lo primero en que lo pruebo es en que quiso asemejarse a los<br />

brutos, porque luego que llegó a conocer con la luz de la razón que el jumento, la cabra y la<br />

oveja no hablaban, no quiso tampoco hablar, para abatirse y humillarse: tamquam ovis non<br />

aperiens os suum; y lo segundo en que lo pruebo es en que quiso parecer rudo e ignorante a<br />

los animales racionales también, quiero decir, a los hombres, para que todos me entiendan; y<br />

no lo digo por decirlo de los canónigos reglares, donde se fue a meter de hoz el glorioso santo,<br />

sin vocación tal vez para ello, sólo para huir del mundo perverso y locuaz, refugiándose a una<br />

religión <strong>com</strong>o a una gruta, <strong>com</strong>o a una cueva, <strong>com</strong>o a un hueco, <strong>com</strong>o a una caverna.<br />

»Pero Dios que lo tenía reservado para gloria de la religión seráfica, le dejó hacer,<br />

valiéndose de su no hablar por humildad, para traerlo al camino de la gloria; porque los<br />

canónigos reglares, viendo que no hablaba y no quería desplegar sus labios, reputándolo rudo,<br />

idiota, ignorante, le dijeron que se fuese con su madre de Dios; y él, tamquam ovis non<br />

aperiens os suum, yendo de aquí para allí, sin saber dónde, vino a parar sin saber cómo a la<br />

religión de los religiosos franciscos, donde el guardián, inspirado de Dios, viendo que<br />

guardaba tan humilde silencio, se lo mandó romper por obediencia, haciéndolo ir a predicar a<br />

los turcos, a los herejes, a los marroquinos; y él, <strong>com</strong>o el más humilde y el más obediente, así<br />

<strong>com</strong>o no hablaba por humildad, semejante a un pastorcillo que recoge bellotas en silencio, así<br />

ahora habla por obediencia. ¿Pero cómo? Como el pastorcillo David armado de las dos<br />

peladillas de río contra el soberbio torreón de carne filistea.<br />

»¿Pero pensáis que me detendré en contaros las gloriosas conquistas las prodigiosas<br />

conversiones que hizo con la honda de su elocuencia, armada de las dos piedras de su<br />

obediencia y humildad? ¿Esperáis que os cuente que, volviendo cargado de tan gloriosos<br />

trofeos de los infieles en sus conversiones, añadió otro mucho más admirable que todos ellos,<br />

convirtiendo a veinticuatro salteadores? Nada menos que eso: oíd el caso maravilloso que<br />

<strong>com</strong>prende las dos virtudes del humilde silencio y de la obediente locuacidad, ambas a dos<br />

juntas, unidas, hermanadas y que tendrán mayor fuerza para probar lo que quise probar.<br />

»Vuelto de su gloriosa predicación el santo al convento de Rímini, volvió a su humilde<br />

silencio; y yendo un día por la orilla del mar en divina contemplación, lo distraen los saltos y<br />

bailes que hacían los peces al verlo, <strong>com</strong>o rogándole que les predicase, pues deseaban oír la<br />

voz de su lengua, martillo de los turcos y de los herejes, malleus hoereticorum. Conoció el<br />

santo por inspiración los deseos de los peces de aquel mudo enjambre y escamoso de la<br />

verdinegra Tetis. ¿Pero qué, creéis que sobre la marcha les satisfizo? No por cierto. Si no es<br />

por obediencia no había remedio que hablase, quien no hablaba por humildad; y para ejercitar<br />

esta humildad y hablar al mismo tiempo por obediencia, fue a pedir primero licencia al padre<br />

guardián para predicar a los peces, pues si no por obediencia no les quería predicar; bien así<br />

<strong>com</strong>o la ballena, que no mueve su inmenso y encorvado dorso, sino cuando la empujan e<br />

impelen las olas por detrás.<br />

»Podéis imaginaros cual quedó el guardián oyéndose pedir una licencia tan extraña. Pedir<br />

licencia para predicar a los turcos de Turquía, a los marroquinos de Marruecos, cualquiera lo<br />

hubiera hecho; ¿pero para predicar a los peces, qui perambulant semitas maris? Esto sólo se<br />

dice de mi glorioso san Antonio, cuyas glorias, no pudiéndolas abarcar la tierra, se habían de<br />

dilatar también al mar. Quam admirabyle nomen tuam super universam terram, et mare!<br />

Conociendo esto el guardián, no sólo le dio licencia, sino que quiso también a<strong>com</strong>pañarlo<br />

y, llegados al sitio, se encuentran con un auditorio tan grande y tan numeroso, que no cupiera


en esta vasta iglesia, para confusión de aquellos que, aunque oyen repicar la campana para el<br />

sermón, dejan que el predicador se desgañite a solas en el púlpito.<br />

»¡Oh y cuánto mejor fuera tener a los peces por oyentes! ¡Con qué atención no estaban<br />

ellos esperando a ver qué texto tomaría el taumaturgo Antonio para su sermón! Vierais allí un<br />

enjambre de pulpos, aquí un ejército armado de langostas y langostinos, allá una piara de<br />

delfines y una infinidad de albures, y una caterva sin cuenta de lenguados, de sollos, de<br />

pámpanos, de acedías, de sábalos, de hostiones, de tromperos, de róbalos, de blanquillas, de<br />

pegerreyes, de truchas, de dentones, de bonitos, de corvinas, de besugos, de bogas, de agujas,<br />

de salmones, de lampreas, de cancros, de barbos, de atunes, de pageles, de congrios, de<br />

esparrallones, de jibias, de lizas, de rayas, de saputas, de meros, de eliros, de carneros, de<br />

salmonetes, de gallos, de pavos, de rémoras, de lobos, de safíos, de anchovas, de sardinas, de<br />

rescazas, de doncellas; en fin, de todas especies de peces, que faltara el día para decir, si decir<br />

supiera sus especies.<br />

»Todos ellos, pues, esperaban oír el texto del sermón; ¿pero cuál os parece que fue el que<br />

escogió el portentoso Antonio? Ved cuán propio y cuán adaptado: Benedicite cete, et amnia,<br />

quoe moventur in aquis Dominu; de modo que, al oírlo, <strong>com</strong>enzaron todos ellos a saltar, a<br />

zabullirse y a salir afuera y a volverse a meter dentro, para darle a entender que se movían,<br />

quoe moventur in aquis. Pero luego que acabaron aquella especie de copeo, paráronse otra vez<br />

para oír el sermón, sacando sus cabezuelas y cabezonas sobre las aguas, a la manera que veis<br />

las almas del purgatorio en un retablo sacar sus cabezas y brazos entre las llamas, o por mejor<br />

decir, <strong>com</strong>o las once mil vírgenes, asomando una infinidad de cabezuelas, unas tras otras,<br />

detrás de su capitana la gloriosa Santa Úrsula.<br />

»¡Lástima, oyentes míos, lástima que el guardián, que estuvo presente al sermón, no lo<br />

hiciese imprimir! ¡Qué cosas tan lindas y enérgicas, graciosas y graves no diría a los peces!<br />

¡Qué dulzura de palabras, dulciora super mel, et favum! ¡Qué regocijados no se irían con la<br />

bendición que les echó, diciéndoles: Ite, crescite et multiplicamini!; porque los peces se<br />

multiplican a millares, según dicen. ¡Qué gozosos que le volverían las colas para irse a correr<br />

por los senderos del mar! Per semitas maris.<br />

»Dejémoslos ir para dar oído a los que dicen que los peces no oyeron el sermón porque<br />

son mudos; y <strong>com</strong>o los mudos son sordos, sacan la consecuencia de que no oyeron el sermón.<br />

¿Habéis oído jamás un sofisma en Camestres o en Baralipton más extravagante? Como si por<br />

sí mismo no se deshiciera <strong>com</strong>o la sal en el agua, o <strong>com</strong>o la cera que se regala con el moco<br />

del pábilo encendido, si no acude apriesa el sacristán a despabilarla. Porque, ¿quién hay entre<br />

vosotros que no eche luego de ver que toda la malicia está en la menor del silogismo? Los<br />

mudos son sordos, distingo; los hombres mudos, concedo; los mudos peces, nego; y ved aquí<br />

a tierra el argumento. Y puesto que con él queda enteramente probado lo que quería yo probar<br />

sobre el no hablar el santo por humildad y hablar por obediencia, ¿no es muy justo que vuelva<br />

a repetir el texto del sermón, antes de extenderme en el mar de sus alabanzas? Iste homo fuit<br />

magnas omnibus?. Grande hombre para todos: grande para los turcos que convirtió; grande<br />

para los marroquinos que bautizó; grande para los peces a quienes predicó: magnus omnibus.<br />

Esto me dará materia para los tres nuevos puntos de mi sermón; pero antes hagámoslo aquí<br />

redondo para implorar la gracia. Ave María»<br />

Hasta aquí pudo sólo copiar Eusebio del sermón del predicador, por haberlo interrumpido<br />

su llegada. Habíalo antes leído todo con Hardyl, tendiéndose de risa por aquellas sillas del<br />

cuarto, empleando más de una hora en leerlo, porque a cada paso la risa les impedía proseguir<br />

la lectura. Hardyl no se acordaba de haber reído tanto en su vida, contribuyendo para ello la<br />

imagen que les quedaba de la serena presunción del religioso, <strong>com</strong>binada con los disparates<br />

que iban saliendo, especialmente con las <strong>com</strong>paraciones naturales en que les dijo reparasen: y


así, <strong>com</strong>o cosa original en su línea, quiso conservarla Eusebio, tomándose el trabajo de<br />

copiarla.<br />

Pero avisado de Altano de la vuelta del religioso al mesón, hubo de desistir del empeño y<br />

quedarse con lo copiado, perdiendo mil preciosidades en el cuerpo del sermón.<br />

Hardyl se había salido del cuarto mientras Eusebio hacía la copia, que escondió luego<br />

que tuvo el aviso de Altano, temiendo que el religioso fuese inmediatamente a su cuarto,<br />

<strong>com</strong>o sucedió. Entró en él diciendo: ¿Pues mi señor don Eusebio, qué le ha parecido a vmd.<br />

del sermón? -¡Cosa original en su línea, padre, cosa preciosa! -¡Ah, ah, eso es efecto de la<br />

cortesía y bondad de vmd.! -Es sólo efecto de lo que he visto.-¿Y las <strong>com</strong>paraciones, qué tal?<br />

¿No le parecieron a vmd. muy propias, <strong>com</strong>o la de la humildad <strong>com</strong>parándola a un<br />

pastorcillo? Pues, ¿y la del gigante con el pastor David, armado de sus piedras y honda? -Muy<br />

naturales a la verdad; sólo me pareció algo violenta la de la ballena. -Eso mismo hácela más<br />

propia, porque es <strong>com</strong>parada con la obediencia; pues ésta lleva consigo gran violencia de la<br />

voluntad que obedece. -Si es así, no tengo que replicar. -Así debe ser, ¿no se hace vmd.<br />

cargo? -Me lo hago, padre, me lo hago.-¿Y del estilo, qué le pareció a vmd.? -Igual a las<br />

<strong>com</strong>paraciones.-¿Nada más? -Y qué más quiere Y paternidad, si dije ser todo cosa original. -<br />

Pero así en grueso no satisface tanto el juicio ajeno <strong>com</strong>o por partes; y según veo, vmd. tiene<br />

el juicio muy fino.<br />

A éstas añadió el religioso tantas preguntas que Eusebio, cansado de ellas, llegó a<br />

fastidiarse, hasta que entró Hardyl y lo libró de sus importunaciones por no atreverse a<br />

despedirse de él; y aunque se consoló al verlo entrar, temía que el religioso le hiciese las<br />

mismas preguntas, sabiendo que Hardyl no contemplaría la presunción del predicador. Pero<br />

éste, que no cabía en la piel, pareciéndole haber trabajado un excelente sermón, no pudo<br />

contenerse de no pedir también a Hardyl su parecer, diciendole: ¿Ha leído vmd. mi sermón,<br />

señor don Jorge? -Sí, padre, lo he oído leer.-¿Qué le parece pues a vmd.? -Si he de decir a V.<br />

paternidad lo que siento, no quisiera decir mi parecer. -Pero, ¿por qué? ¿Por ventura no le<br />

agradó a vmd.? -No, padre. -¿Cómo no? ¿Pues qué encuentra vmd. que culpar? -Ya dije a V.<br />

paternidad que no gusto de dar que sentir a nadie; y así le ruego quiera dispensarme de decirle<br />

mi parecer. -Veo que me es contrario; pero si vmd. no me da las razones que tiene para ello,<br />

las tendré yo para atenerme al juicio de mi señor don Eusebio. -Enhorabuena, padre, aténgase<br />

a él.<br />

-¿Pero es posible que no quiera vmd. individualizar cosa alguna? -Lo hiciera, padre, si<br />

<strong>com</strong>únmente no se pidieran alabanzas, en vez del juicio que se pide de las obras que se<br />

presentan -Perdóneme vmd., señor don Jorge, pues no esperaba tan poco favor de vmd., ni<br />

veo qué es lo que pueda culpar acerca del estilo, ni de la fuerza de explicarme, ni de las<br />

<strong>com</strong>paraciones que traigo tan a propósito. -Será preciso, pues, que desengañe a V. paternidad,<br />

porque ni el estilo de su sermón es propio de la grandeza y majestad de la elocuencia sagrada,<br />

ni hay fuerza ninguna de expresión, ni las <strong>com</strong>paraciones re trae son propias del asunto. Éste,<br />

en vez de quedar engrandecido de la elocuencia, no logra sino hacerse ridículo con el estilo y<br />

<strong>com</strong>paraciones de V. paternidad; y perdone esta franqueza a los deseos que me ha<br />

manifestado de que le dijese mi parecer.<br />

El religioso, que estaba bien lejos de esperar este severo, aunque modesto, juicio de<br />

Hardyl, hízose fuerza para contener el enojo que le asomo a su turbado rostro, torciéndolo en<br />

desprecio del parecer de Hardyl, a quien dijo: Se ve que vmd., <strong>com</strong>o lego, no entiende de<br />

estas cosas. -Puede ser también muy bien lo que dice V. paternidad; pero por lo mismo<br />

rehusaba decirle mi juicio. -Tenía vmd. razón de rehusarlo. -Sí, padre, muchísima razón, pues<br />

preveía lo que había de suceder. -De hecho, prueba su juicio que no entiende vmd. de<br />

elocuencia de púlpito; porque si no, de otra manera hablara de mi sermón. -Puede ser que me


suceda lo que a la lechuza, que se queja de no ver de día porque la luz la ciega. -Algo me<br />

temo que ha de haber de eso; y así queden vmds. con Dios, porque debo retirarme a repasar<br />

mi sermón. -Vaya V. paternidad con Dios, y perdóneme el disgusto que le he dado. -Mi señor<br />

don Eusebio, para servir a vmd. -Para servir a V. paternidad, padre.<br />

Luego que se fue el religioso, muy resentido interiormente <strong>com</strong>o lo parecía, Hardyl dijo a<br />

Eusebio: Rara vez he visto llevar a bien el juicio que piden de sus obras los <strong>com</strong>positores por<br />

más que se use de moderación en darlo, porque <strong>com</strong>o están preocupados de la vanidad de<br />

haber hecho una cosa perfecta, no es fácil desengañarlos; y por lo <strong>com</strong>ún, los más ignorantes<br />

son los más duros y tercos en su opinión, <strong>com</strong>o lo veis en este bendito religioso, el cual se ve<br />

que no tiene idea de lo que es elocuencia; por lo mismo no quise pasar adelante en notarle los<br />

defectos de su sermón, pues no hay en él sino disparates y necedades que jamás hubiera<br />

echado de ver él mismo, aunque me hubiese cansado en demostrárselas.<br />

Taydor entró entonces en el aposento, algo alterado, diciendo a Eusebio que el herrero<br />

que había <strong>com</strong>puesto la rueda del coche le pedía treinta reales, de lo que en Inglaterra no le<br />

hubieran; pedido diez, añadiendo que sobre ello había reñido con él y que había faltado poco<br />

que no lo descalabrase. ¿Dónde está ese hombre?, dice Eusebio. Ahí abajo, responde Taydor,<br />

que no quiere rebajar ni un maravedí de lo que pidió. -¿Y qué queréis que haga yo, que vaya a<br />

rogarle que rebaje del precio de su trabajo? Dadle en hora buena los treinta reales, y acordaos<br />

que me importa menos el dinero que los resentimientos de vuestro enojo. Taydor bajó la<br />

cabeza y fue a satisfacer al herrero los treinta reales.<br />

Hardyl y Eusebio, distraídos de su conversación, quisieron salir a dar un paseo por la<br />

ciudad, volviendo algo tarde a la posada, donde viendo al padre predicador que iba arriba y<br />

abajo del corral repasando, según parecía, su sermón, ocurrió a Eusebio decir a Hardyl si lo<br />

convidarían a cenar. ¿Creéis que lo aceptará?, dijo Hardyl. -No lo sé, voy a verlo; y<br />

encaminándose Eusebio hacia él, le dice que esperaba que quisiera también hacerles <strong>com</strong>pañía<br />

cenando con ellos; pero por la respuesta que le dio, conociendo que le duraba el resentimiento<br />

y que por ello se excusaba, no quiso hacerle nuevas instancias, retirándose al cuarto, donde<br />

contó a Hardyl las excusas de su resentida paternidad, que le dio nuevo motivo para proseguir<br />

la conversación que Taydor les había interrumpido y para que Hardyl se explayase sobre la<br />

elocuencia sagrada, que había padecido no poco del corrompido gusto que todos sacaban de<br />

las escuelas aristotélicas; sobre lo cual se entretuvieron después de cenar hasta que se<br />

acostaron.<br />

Al otro día tomaron el camino de Burgos, desde donde pasaron a Valladolid, causándoles<br />

<strong>com</strong>pasión los campos yermos por donde pasaban, faltos de verdura y de frondosidad,<br />

echando menos la industria y cultivo que tanto los embelesaba, así en Inglaterra <strong>com</strong>o en<br />

Francia. Porque aunque era excusable en algunos terrenos la falta de cultivo por la sequedad e<br />

ingratitud del suelo y cielo, no lo era en otras tierras fértiles por sí o que lo pudieran ser<br />

fácilmente, echándose de ver el desaliño y descuido de la agricultura en vastos terrenos<br />

dejados a beneficio del tiempo, sin poder descubrir la cansada vista un árbol donde descansar<br />

y sin oír ave alguna que rompiese con su canto el silencio espantoso de un pelado yermo.<br />

Los mismos ríos, que tanto se <strong>com</strong>placen de coronar sus riberas de frondoso verdor,<br />

parecían quejarse con el murmullo de sus raudales de las manos desidiosas que les negaban<br />

los medios de engalanarse, después que los habían despojado de su sombría majestad. Los<br />

montes, con triste y árido ceño, manifestaban acusar al cielo la ingrata segur, que no sólo los<br />

dejó desnudos de su añeja frondosidad, sino que también destruyó en sus profundas y<br />

arraigadas cepas la regeneración de su verdor y los tiernos renuevos que pudieran ser con el<br />

tiempo útil adorno del campo y amable abrigo del pastor, a cuya amena sombra oyera su


ganado repetir las alabanzas de aquella edad en que Orfeo, al son de su canto y lira, pobló al<br />

Ródope de las plantas, atraídas de la dulce fuerza de su concento y la armonía de su lira.<br />

Estos objetos daban repetidas veces materia de discurso por el camino a Hardyl y a<br />

Eusebio, haciéndoles acordar del plantel que tenían en Filadelfia, formado de los huesos de<br />

las frutas que Eusebio iba sembrando en el jardín. De Valladolid pasaron a Medina del<br />

Campo, visitando en todas las ciudades por donde pasaban cuanto había digno de ver, así de<br />

fábricas y de pinturas, <strong>com</strong>o también de los otros objetos que contribuían para su instrucción<br />

y que les ofrecían las costumbres y preocupaciones de los pueblos. Llegados a Salamanca,<br />

Eusebio, que tenía grandes ganas de ver aquella celebrada Universidad, no las pudo satisfacer<br />

luego por haber llegado a boca de noche al mesón, pero lo hizo al otro día yendo con Hardyl<br />

antes que se abriesen las aulas, aunque <strong>com</strong>enzasen a dejarse ver algunos estudiantes y<br />

maestros. Uno de éstos quiso usar con Hardyl y Eusebio la atención de a<strong>com</strong>pañarlos para<br />

hacerles ver la Universidad y las cátedras que había para todas las ciencias y lenguas, aunque<br />

las principales se hallaban sin maestros y sin discípulos.<br />

Como Eusebio se informase del maestro que los a<strong>com</strong>pañaba de muchas cosas que<br />

deseaba saber y que ignoraba Hardyl, se detuvo bastante tiempo para que ya juntos los<br />

estudiantes, <strong>com</strong>enzasen sus disputas con tales gritos y voces que parecíase iban a matar.<br />

Eusebio, que no tenía idea de aquel alboroto, preguntó al catedrático que venia a ser aquella<br />

algarabía, y diciéndole él que los estudiantes argumentaban, quiso despedirse, habiendo ya<br />

visto lo que había que ver; y lo ejecutó, agradeciendo al catedrático su atención, debiendo<br />

pasar por medio de aquel ejército de orates que se desgañitaban, dando unos tales patadas, con<br />

gestos y ademanes tan des<strong>com</strong>puestos, que a Eusebio le parecían energúmenos, causándole<br />

suma novedad aquella behetría.<br />

¿Qué viene a ser esto, Hardyl? ¿Qué confusión es ésta?, le pregunta Eusebio apenas<br />

habían salido. ¿De qué disputan estos hombres? -¿Pues qué, no lo oísteis al pasar? -Oí no sé<br />

qué del ramo colgado la taberna y de animal a longe y de ente de razón. Haced pues, cuenta<br />

que lo habéis oído todo; de ese jaez son las demás cuestiones de la filosofía aristotélica en que<br />

emplean estos infelices jóvenes sus talentos. -A la verdad son dignos de <strong>com</strong>pasión; bien me<br />

habíais dado alguna idea de ello en los muchos discursos que hemos tenido sobre esa<br />

desdichada filosofía; pero si no lo hubiera visto por mis ojos, ¿cómo era posible creer que los<br />

hombres llegasen a hilarse los sesos por un ramo puesto a la puerta de un ideal bodegón y<br />

desgañitarse por ello <strong>com</strong>o se desgañitan?<br />

-Haced, pues, cuenta que de esos mismos gritos y cuestiones resonaron las paredes de la<br />

Sorbona, efecto de la barbarie de los tiempos, que el mismo tiempo destruirá. -¡Pero<br />

entretanto, es gran lástima que se malogren tantos ingenios, enredados en esas ridículas y<br />

miserables cuestiones! -No hay duda, pero éste es un perjuicio que debéis contar entre los<br />

muchos a que están sujetas las naciones, y difícil de desarraigar de un tirón. Id a decirles a<br />

ellos mismos que malogran sus ingenios en una inútil y bárbara filosofía y veréis cómo os<br />

quitan las ganas de <strong>com</strong>padecerlos. ¿Cómo les daréis tampoco a entender que el silogismo<br />

tirado no sirve sino para aguzar y sutilizar vanamente sus ingenios y para pararlos <strong>com</strong>o la<br />

arista, la cual es la cosa más aguda, y al mismo tiempo la más fútil y ligera? ¿Que el ingenio<br />

no necesita de que gasten tanta palabra y tiempo para formar un juicio y raciocinio? ¿Que sus<br />

argumentos son garabatos que no pescaron jamás la verdad? ¿Que las agudezas de sus<br />

distinciones son sólo lanzas del tiempo de antaño, buenas para un Avempace y un Averroes, y<br />

armas ridículas para el día de hoy?<br />

No es posible que lo consigáis; y así dejemos hacer al tiempo que lleve el mal a su<br />

término y entonces sera fácil de curar, y no antes, por más que se raje el divieso. Entonces les<br />

sucederá a los aristotélicos lo que a un caballero muy viejo a quien yo conocí en mi mocedad,


llamado del pueblo por apodo don Bigote, porque galanteando a una señorita muy rica, a<br />

quien amaba ardientemente, ésta le dijo que no se casaría con él si no se rasuraba el bigote y<br />

pera, que eran los ídolos de su presunción y de su necia vanidad. Pero oída la demanda y<br />

pretensión de la rica doncella, le dijo que por poseerla hubiera sacrificado todos los tesoros de<br />

la tierra, pero que su bigote y pera de ningún modo, que en eso no había que pensar; mas<br />

<strong>com</strong>o de allí a pocos años viese que casi todos se rasuraban el bigote y que la gente parecía así<br />

mejor, <strong>com</strong>enzó a perder el aprecio a aquella moda estrafalaria que le hizo perder tres mil<br />

ducados de renta que le traía de dote con su hermosura aquella señorita. Entonces, arrepentido<br />

y desengañado, iba siempre diciendo: Por vida de mi bigote, pesia tal de mi bigote, mal haya<br />

mi bigote; y así siempre le estaba dando a su bigote, de modo que le quedó para siempre el<br />

apodo de don Bigote.<br />

Tuvieron para muchos días materia de qué tratar, así sobre la filosofía aristotélica, <strong>com</strong>o<br />

sobre otras ciencias y estudios, y sobre las universidades y sus establecimientos. De<br />

Salamanca se dirigieron a Segovia. Detuviéronse pocos días en ella, no sólo porque les<br />

instaba el pleito, sino también porque no ofrecía entonces aquella corte objetos dignos de su<br />

curiosidad. Fueron bien sí muy agasajados del lord Harrington, embajador de Inglaterra, para<br />

quien llevaban cartas de re<strong>com</strong>endación, el cual fue el mayor amparo de Eusebio y de<br />

Leocadia en la más terrible y funesta desgracia que les pudiera acontecer y que<br />

desventuradamente experimentaron poco después que se vieron casados.<br />

De Madrid pasaron a Alcalá, cuya universidad les renovó las especies de la de<br />

Salamanca, sin excitarles ganas de ir a ver lo que sólo excitaba su <strong>com</strong>pasión; y así, sin<br />

detenerse en aquella ciudad, se encaminaron para la de Toledo, donde llegaron poco después<br />

que había ocupado casi todo el mesón un caballero de Trujillo, con su mujer, una hija y un<br />

capellán que los a<strong>com</strong>pañaba. Quedaba un solo aposento vacío, y aunque abierto por todas<br />

partes, pudo servir para Eusebio y Hardyl. Entrados apenas en él, les pareció oír un discurso<br />

mezclado de gemidos en el cuarto inmediato que <strong>com</strong>unicaba con el suyo por una mala puerta<br />

que, aunque cerrada, no les impedía oír distintamente una voz delicada, que decía sollozando:<br />

Ese será el de mi eterna condenación. ¡Oh cielos!, ¿es posible que ella me haya de venir de<br />

mis mismos padres? ¡Desventurada de mí! ¡Querer sacrificar de todos modos la sola libertad<br />

interior que me queda! ¡Privarme no sólo de lo que más amo, sino forzarme también a tomar<br />

un estado que aborrezco!.<br />

Apenas acababa de decir esto con llanto, seguido de nuevos sollozos, oyeron<br />

inmediatamente otra voz ronca que decía: La culpable pasión que alimentáis, a despecho de<br />

vuestros buenos padres, os hace mirar el estado religioso <strong>com</strong>o el más aborrecible. Pero<br />

creedme, doña Gabriela, que luego que <strong>com</strong>ience la gracia del Señor a insinuarse en vuestro<br />

corazón, cuando estéis en el convento, veréis cómo mudáis enteramente de sentimientos, y ese<br />

llanto pecador se convertirá en suave risa, y esos indignos sollozos en <strong>com</strong>placencia celestial<br />

viéndoos esposa de Jesucristo. No lo dudéis; vais a ser un ángel en la tierra.<br />

-Mujer nací para mi desgracia y ángel no lo seré jamás, señor don Julián. Tengo luces<br />

bastantes para no dejarme preocupar de esos especiosos títulos. Más de dos religiosas<br />

hiciéronme confianzas, que no hacen tal vez a sus mismos confesores, y tengo sobradas<br />

razones y motivos para apelar al ciclo contra la injusta violencia de mis padres y contra el<br />

devoto soborno a que vmd. rindió sus piadosos sentimientos. Somos cuatro hermanas<br />

casaderas, y se quiere <strong>com</strong>enzar por la mayor a darle la gracia angelical por dote, para que<br />

pueda disfrutar del que nos dejó nuestro tío el solo hermano que tenemos, a quien se quiere<br />

enriquecer a cuenta de cuatro violentos sacrificios.<br />

Aquí pareció que don Julián <strong>com</strong>enzase a titubear balbuceando algunos devotos<br />

reproches, sollozando siempre la doncella, e inmediatamente oyeron otra voz de mujer que


llegaba diciendo: ¿Y, pues, se persuade Gabriela de su mayor bien, que es el espiritual?<br />

¿Condesciende a entrar de buena gana en el convento para librarse en él de los continuos<br />

peligros y sugestiones del mundo, del demonio y de la carne? -No sé qué decir a vmd., mi<br />

señora doña Violante; veo poquísima resignación en doña Gabriela. -No importa, lo que le<br />

falte se lo darán de grado o por fuerza las religiosas del convento con sus santos ejemplos y<br />

exhortaciones; pues su padre, prefiriendo <strong>com</strong>o debe el bien de su alma al temporal y<br />

perecedero, determina llevarla mañana al convento.<br />

¡Oh Dios! ¡Triste de mí, <strong>com</strong>enzó a decir la doncella. ¡Tan funesto efecto había de tener<br />

la generosa donación de mi tío! Ella es la que me lleva a esa cárcel, que en vez de darme la<br />

resignación no hará sino agravar mi despecho. -¿Cómo os atrevéis a resistir tan<br />

descaradamente a la voluntad de vuestros padres? -¡Oh madre mía! Tenéis pruebas de mi<br />

entera y resignada obediencia a vuestra voluntad en todo lo que debo; mas, ¿por ventura la<br />

debo también a una violencia, desaprobada de las voces de la naturaleza en ese mismo seno y<br />

entrañas en que recibí un felicísimo ser? ¿A quién moverá mi llanto si vos, madre mía, lo<br />

desatendéis? Por lo que más amáis en esta vida, postrada aquí de rodillas, os ruego que me<br />

encerréis en el más ruin aposento de casa donde no vea ni aun la luz del día, antes que me<br />

obliguéis a tomar un velo, que aborrezco más que la misma muerte y que será causa de mi<br />

eterna desesperación. -No se os obliga a tomar el velo, sino a entrar en el convento; esa será la<br />

cárcel que se tiene merecida vuestra atrevida lengua.<br />

Siguióse a esto un silencio, interrumpido de los gemidos y lloros de la doncella (a quien<br />

parecía haber vuelto la espalda la madre) que conmovieron vivamente el corazón de Eusebio,<br />

el cual dijo en voz moderada a Hardyl: ¿Es posible que una madre haya de ser menos sensible<br />

al llanto de su hija que un extraño a quien nada le pertenece y que no la conoce? -¿Y extrañáis<br />

eso? Luego que el interés y la ambición se arraigan en el corazón del hombre, sofocan de tal<br />

modo los sentimientos de la ternura y de la <strong>com</strong>pasión, que más presto se ablandará un<br />

guijarro que el corazón humano al llanto de un infeliz; especialmente si tapa el hombre su<br />

oído con el manto de la devoción y con el velo de la santidad, con que cubren muchos padres<br />

sus ambiciosas miras, sacrificando a ellas la libertad de sus hijos, lisonjeándose consagrarlos a<br />

la religión y asegurarles con ello el cielo.<br />

Este engaño no lo padecen solamente aquellos padres que se prevalen indignamente de<br />

los medios sagrados, con que solapan los fines de su ambicioso interés, sino también aquellos<br />

otros que, exentos de interés y de ambición, engañados de la apariencia, infunden a fuerza de<br />

continuas insinuaciones a sus hijos los deseos que no les vinieran jamás sin ellas, de hacer<br />

vida religiosa. No hay duda que este estado es perfecto y respetable, pero pide vocación, y<br />

vocación especial, sin la cual la vida del religioso es la más rabiosa e intolerable. Ni sé cómo<br />

los padres que aman con ternura a sus hijos no tiemblan de exponerlos sin vocación, si no<br />

llegan a tenerla, a maldecir de su rabiosa existencia.<br />

Pero apartemos la lengua de este asunto, aunque tanto interese a la humana <strong>com</strong>pasión,<br />

<strong>com</strong>o lo experimentamos en esa infeliz Gabriela, por la cual intercediera de buena gana, si<br />

pudiera esperar que tuviesen cabida mis insinuaciones en los pechos de esos padres<br />

desnaturados. -Tal vez nos podría ser fácil si cenásemos juntos. -Mi desconfianza no está en la<br />

falta de medios, sino que la pongo en el motivo poderoso que insinuó la doncella del dote que<br />

le dejó su tío: id a <strong>com</strong>batir ese castillo sobre cena. Con todo, quiero probarlo, pues a<br />

cualquier coste deseare remediar a esa doncella infeliz, cuyas lágrimas me penetraron el<br />

alma.-¿Pero qué pretendéis hacer? -Voy a ver si hay lugar para que cenemos juntos. -¿Pues<br />

qué, creéis que estamos en Francia o en Inglaterra, donde todos se avienen a mesa redonda? -<br />

A lo menos desahogaré con ello mi <strong>com</strong>pasión; quiero ir a intentarlo.


Eusebio, llevado de sus ansias <strong>com</strong>pasivas, deja a Hardyl en el cuarto y baja abajo, al<br />

tiempo que entraban en el mesón un lindo mozo a caballo sobre un ardiente alazán y un<br />

hombre que parecía criado o dependiente suyo, también a caballo sobre un rucio rodado,<br />

vibrando a todas partes terribles miradas debajo su larguirucha montera calada de soslayo, que<br />

le daba un aire feroz, no menos que una larga carabina que le salía entre el embozo, pendiente<br />

del arzón. Eusebio se para para cederles el paso, correspondiendo, algo admirado, al atento<br />

pero desasosegado saludo que le hizo el joven que iba delante, volviéndose dos veces para<br />

mirarlo desde su caballo después de haber llamado al mesonero.<br />

Como Eusebio iba también a hablar a éste, esperó que satisfaciese a las preguntas que el<br />

mozo le hacía en secreto luego que desmontó. Entonces, acercándose Eusebio al mesonero, le<br />

pregunta si sería posible cenar en <strong>com</strong>pañía de los señores que llegaron antes que ellos al<br />

mesón. No señor, le dice el mesonero, que esos señores acaban de sentarse a la mesa, en que<br />

tienen su cena de lo que se previnieron, y la de vmds. no está dispuesta todavía. Altano, que<br />

vio entonces a su amo, se ofreció si tenía que mandarle alguna cosa. Sí, le dice Eusebio,<br />

¿habéis oído hablar de esos señores que llegaron antes que nosotros? -Sí, señor, no se habla de<br />

otra cosa. Son unos caballeros de Trujillo, que tienen un hijo solo, varón, y cuatro hijas, a las<br />

cuales, habiendo dejado un tío suyo que murió en Indias diez mil pesos de dote a cada una,<br />

quisieran los devotos padres meterlas monjas a todas para enriquecer la. casa, y <strong>com</strong>ienzan<br />

por la mayor que es esa que tienen consigo, de quien dice el criado que, me contó esto que es<br />

un sol de hermosura. Vea vmd. si ésta es prenda para monja.<br />

Lo peor del caso no es esto, pues me contó el mismo criado que esa señorita, a más de<br />

repugnar al monjío, está muy enamorada de un caballero de la misma ciudad, muy rico y<br />

galán, que la pretende en casamiento y que ha hecho lo posible para obtenerla, hasta renunciar<br />

el dote; pero que el padre no se la quiere dar por ninguna vía, porque está tan enojado contra<br />

él que lo amenazó de matarlo si lo veía acercarse a su casa, creyéndolo causa de haberse<br />

desviado su hija del camino del cielo por haberla enamorado con su galanteo. Así se explica<br />

él, pero el criado me ha dicho que no es esa la madre del cordero, sino el ser tan avaro el<br />

padre, que aunque no haya de dar el dote, que el caballero renuncia, teme gastar lo poco que<br />

llevaría la doncella; si no quiere darla en cueros <strong>com</strong>o su madre la parió.<br />

Esa será ficción del criado, pues por poco dote que le dé, habrá de gastar lo bastante para<br />

ponerla en el monasterio. -Bueno, <strong>com</strong>o si no hubiese pasado eso por cuenta. El padre nada ha<br />

de gastar haciéndola monja, porque una tía suya toma a su cargo pagar todos los gastos si<br />

toma el velo, pero si se casa, ni un maravedí. Debe sin duda estar muy reñida esa señora tía<br />

con el santo matrimonio.-¿Sabéis qué cena tenemos? -Proveí cuatro pollos y un guisado de<br />

ternera, a más de lo que pone de lo suyo el mesonero, que no sé si será cordero mortecino o<br />

liebre de tejado, pues no hay aquí que fiar. -Procura informarte quién es ese mozo que acaba<br />

de llegar, pues me pareció muy persona, y tráeme la respuesta.<br />

Eusebio vuelve al cuarto, donde contó a Hardyl lo que le acababa de decir Altano y el<br />

encargo que había hecho a éste de informarse de un mozo muy apuesto que había llegado al<br />

mesón. Volvió Altano de allí a poco con la respuesta, diciendo que se había querido informar<br />

del mesonero si conocía al mozo, y que éste le respondió que no lo había visto hasta entonces;<br />

que luego, encontrándose con el hombre que llegó en su <strong>com</strong>pañía, se lo preguntó también,<br />

pero que lo había enviado enhoramala. No importa, le dice Eusebio, ve en derechura al mismo<br />

mozo y dile de mi parte que atendidas las circunstancias del mesón, y el ser ya tarde, me haría<br />

un singular favor si quisiera honrar con su <strong>com</strong>pañía nuestra cena, y que perdone esta libertad<br />

a la afición que me ha merecido.<br />

Altano fue a cumplir con este nuevo encargo, pero volvió inmediatamente diciendo a<br />

Eusebio que el mozo agradecía su atención y que la apreciaba sumamente, pero que no la


podía aceptar por hallarse impedido, y que a boca le renovaría las gracias que le enviaba. Oída<br />

esta respuesta, Hardyl y Eusebio se pusieron luego a cenar, hablando en voz baja para no<br />

interrumpir a los del cuarto inmediato, que poco después de la cena parecía que rezaban el<br />

rosario, sin oírse la voz de Gabriela; y que inmediatamente se fueron a la cama, según podían<br />

conjeturar por el silencio que guardaban. Esto mismo los obligó a acostarse también ellos<br />

después que cenaron, para no dar molestia ni quitar el sueño a los vecinos.<br />

Al cabo de una hora que estaban acostados, no pudiendo tomar el sueño Eusebio por la<br />

mala cama y por los pensamientos que le excitaba la desgracia de la doncella, oye el son de un<br />

laúd que templaban en el corral y que luego punteaban y tañían tan delicadamente, que tuvo<br />

suspensa y muy desvelada su atención, mucho más cuando oyó una voz suave que<br />

a<strong>com</strong>pañaba al dulce sonido, y que decía:<br />

Callad vagas corrientes;<br />

Suspended tristes aves el gemido,<br />

Y a las quejas ardientes<br />

De amante adolorido,<br />

Presta, viento, y tú, noche, atento oído.<br />

Con suave mirada<br />

La reina de los astros, desde el cielo,<br />

Parece que apiadada.<br />

Quiera aliviar mi duelo,<br />

Y darle, mas en vano, algún consuelo.<br />

Pues Gabriela no es ella,<br />

Ni soy yo el pastor Lamio. ¡Ah! no; sobrado,<br />

En eterna querella,<br />

Me trae desvelado<br />

El amor. ¿Quién supera a un cruel hado?<br />

Oíd, con todo, oh fuentes,<br />

Y tú, casta Diana, y noche y viento,<br />

Y vosotros, lucientes<br />

Soles del firmamento,<br />

De mi amor el terrible juramento.<br />

De aqueste mi amor puro,<br />

Que hará mía a Gabriela con la muerte,<br />

(Ante el cielo lo juro)<br />

Si así mi pecho fuerte<br />

Puede solo vencer su cruel suerte.<br />

Pudiera, sí, pudiera,<br />

Armado de perfidia mi deseo,<br />

Haberla, si quisiera<br />

Usar <strong>com</strong>o Teseo<br />

Con la esposa del hijo de un Atreo.<br />

¡Mas ay!, porque es más fiera,<br />

Que Atlante me haga frente; can más fiero<br />

Me oponga el Flegetonte,<br />

Que el Trifauce cerbero,<br />

¡Corto precio de amor tan lisonjero!<br />

¡Mas hay! porque es más fiera,<br />

Que todos esos monstruos la crueza<br />

De un padre, a quien venera<br />

Mi ardiente fortaleza:


¡Ah!, tu padre acobarda mi entereza.<br />

¡Otro arbitrio no queda,<br />

No, no queda a mi amor que el mortal lecho!<br />

¿A éste quién me veda<br />

Llevar mi osado pecho?<br />

Usaré, sí, usaré de este derecho.<br />

Sea el cielo testigo<br />

De mi fiel juramento. Tal protesta,<br />

Harála ese enemigo<br />

De un casto amor, funesta;<br />

Mas serás antes mía, que de Vesta.<br />

Selle pues en tus brazos<br />

Mi sangre esta promesa. Si así muero,<br />

(¡Cielos! ¿En tus brazos?...)<br />

Otro lecho no quiero:<br />

Alce tu padre pues su injusto acero.<br />

Atónitos quedaron Eusebio y Hardyl, a quien Eusebio despertó inmediatamente para que<br />

oyese el canto del amante de Gabriela, pues tan a cara descubierta por tal se declaraba, no<br />

dudando ellos que fuese el joven a quien quiso Eusebio convidar a cenar. Ni sabían qué<br />

admirar más, si la destreza en tañer aquel suave instrumento o si los honrados sentimientos<br />

que el mozo manifestaba en la canción, que no les pareció de vulgar poesía, e inferían que si<br />

no era exageración de poeta, y de poeta enamorado, lo que insinuaba; y si llegaba a poner en<br />

ejecución su juramento <strong>com</strong>o lo manifestaban no sólo sus expresiones, sino también su<br />

llegada al mesón, no podía dejar de haber al otro día algún lance funesto; pues <strong>com</strong>binaba<br />

Eusebio lo que le había contado Altano de la amenaza que hizo el padre de Gabriela a su<br />

amante, con lo que éste declaraba en la canción.<br />

El modo <strong>com</strong>o esto podía suceder, el encuentro de los amantes, el enojo de los padres y<br />

lo que se dirían y harían, fueron la materia de los pensamientos con que cebaba Eusebio su<br />

desvelada imaginación, representándose en idea de mil maneras el lance; pero todas ellas muy<br />

diversas del modo <strong>com</strong>o sucedió, aunque empeñaron tan vivamente su fantasía, pues apenas<br />

pudo cerrar los ojos en toda aquella larga noche, cuyo silencio rompían de cuando en cuando<br />

algunos suspiros ardientes que oía en el cuarto inmediato y que <strong>com</strong>enzaron luego que el<br />

mozo acabó de cantar; de donde infirió Eusebio que estuviese en él la desgraciada Gabriela,<br />

en cuyo pecho no pudieron dejar de hacer una fuerte impresión los resolutos sentimientos de<br />

su amante.<br />

De esta manera pasó aquella noche, hasta que, con el día, oyó que <strong>com</strong>enzaba a bullir la<br />

gente en el mesón. Y no pudiendo perseverar más tiempo en aquella dura cama, impelido a<br />

más de esto de la agitación que le habían causado sus recelos y pensamientos, se viste y baja<br />

para ver si podía dar con el joven y hablarle. Gil Altano, Taydor y los cocheros, dormían<br />

todavía en el pajar; y sabiendo del mesonero que dormía también allí el mozo por quien<br />

preguntaba, no atreviéndose a hacerlo despertar, se puso a pasear por el zaguán hasta que,<br />

viendo subir y bajar el criado del caballero y la mesonera, determinó volver al cuarto para<br />

despertar a Hardyl en había dejado dormido. Pero hallándolo vestido y que le hacía seña con<br />

la mano de callar, acercáse a él, oyendo los dos que cuchicheaban recientemente en el cuarto<br />

vecino, <strong>com</strong>o si hablasen con calor, en voz baja para no ser oídos, aunque se oía claramente el<br />

llanto de Gabriela mezclado de algunas exclamaciones suyas.


Mas <strong>com</strong>o el enojo encendido pierde todo reparo y respetos, oyeron luego una voz recia<br />

que decía: Vendrá, no lo dudéis; las ha de ver conmigo esa atrevida revoltosa. -¡Oh cielos,<br />

cuán desdichada nací! ¡Cuánto mejor hubiera sido que hubiese nacido labradora infeliz! -Ea, a<br />

ponerse el manto y la basquiña, y cuidado que te oiga más chistar, pues de un bofetón te<br />

desharé los dientes. -Por Dios, padre mío, por las entrañas de María Santísima, ruego a vmd.<br />

no quiera ser causa de mi perdición, de mi eterna perdición; me veré la mujer más<br />

desesperada en el convento; no quiera vmd. exponerme a maldecir para siempre de mi<br />

existencia.-¿Pues qué, quieres provocar mi paciencia? -Vamos, hija mía, obedece a tu padre;<br />

sabes qué malas burlas tiene; ponte luego la basquiña. -No es posible, madre mía, por Dios,<br />

ampáreme vmd., me causa todo horror, no será posible que dé un paso hacia el convento. -<br />

¿No será posible, desvergonzada? Toma, toma; le decía el padre furioso, dándole bofetadas y<br />

golpes que resonaban en el cuarto en que Hardyl y Eusebio los recibían en el corazón.<br />

La madre y don Julián parecía que se pusiesen de por medio, diciendo: Basta, don Pedro;<br />

desista vmd. que ella obedecerá. -¡Oh cielos, oh cielos!, exclamaba Gabriela sollozando,<br />

¡infeliz de mí! ¡Para qué quiero la vida, si después de ser tratada <strong>com</strong>o vil esclava, he de ser<br />

llevada a golpes al calabozo de mi condenación! -Infame, deslenguada; sí, a golpes te<br />

conduciré a ese calabozo, decía el padre descargando en sus mejillas más recias bofetadas; e<br />

implorando ellas los cielos, los santos, la humanidad, todo lo más sagrado, menguando el eco<br />

de sus exclamaciones y sollozos, al paso que la arrastraban por fuerza, según parecía, a otro<br />

cuarto, palpitando el corazón de Eusebio y enterneciéndose por la desdichada Gabriela,<br />

pareciéndole que la llevasen por fuerza al convento.<br />

Vamos abajo, Hardyl, le dice Eusebio, pues temo que suceda algún funesto lance; me lo<br />

está diciendo el corazón, y no he podido sacudir las tristes representaciones que me han tenido<br />

desvelado toda la noche después que oí la canción del mozo. -Lance lo temo yo también,<br />

atendidas las circunstancias de los amantes y la desesperación de Gabriela; pero no veo por<br />

qué deba ser funesto. Vamos, con todo, por lo que pueda suceder; pues desearía también que<br />

se me proporcionase ocasión para decir al padre de Gabriela mis sentimientos sobre su cruel y<br />

desnaturado proceder.<br />

Al tiempo que bajaban, vieron al pie de la escalera al hombre que había venido con el<br />

mozo, que estaba hablando en secreto con el criado de los padres de Gabriela, del cual se<br />

separó luego que oyó y vio que bajaban Hardyl y Eusebio, para ir sin duda a avisar a su amo;<br />

pues apenas habían andado el zaguán y parándose a la puerta del mesón, que vieron entrar por<br />

la del corral al uno y al otro, encaminándose en derechura el mozo para Eusebio, a quien<br />

preguntó si era don Eusebio M... -Para servir a vmd. -Agradezco esta nueva atención, y<br />

esperaba momento para agradecer en persona la que vmd. se dignó usar conmigo ayer noche<br />

con tanta cortesía, y a pedirle al mismo tiempo excusa, si dejé de aceptarla, pues no procedió<br />

ciertamente por falta de voluntad y de reconocimiento. -Sin ese exceso de la cortesía de vmd.<br />

estaba ya muy persuadido de su noble corazón...<br />

Las pisadas de la familia del caballero que bajaba la escalera turbaron de tal manera al<br />

mozo que, cortando el discurso a Eusebio y separándose de él dos o tres pasos hacia atrás,<br />

más pálido y consternado de lo que antes lo estaba, dio la espalda a los que bajaban de modo<br />

que no pudiera ser conocido a primera vista, fijando primero los ojos en el suelo <strong>com</strong>o<br />

pensativo, luego buscando con la cabeza y ojos de soslayo a su Gabriela. Eusebio, a quien<br />

había dejado con la palabra en la boca la consternada separación del mozo, no dudó por la<br />

palpitación que sentía y por la tristeza y ademán del mismo, que fuese a ejecutar lo que había<br />

prometido en la canción.<br />

Oíanse ya en el zaguán los gemidos de Gabriela, que bajaba la escalera a<strong>com</strong>pañada de<br />

don Julián, siguiéndolos algo apartados los padres. Eusebio, fijando entonces los ojos en el


mozo, veía temblarle las piernas y echaba de ver la osada consternación que animaba su<br />

rostro, aunque lo tenía medio vuelto hacia la escalera, especialmente cuando vio <strong>com</strong>parecer a<br />

Gabriela. Ésta, al poner los pies en el zaguán, se para abrasando con una encendida mirada los<br />

que allí se hallaban; el manto mal puesto dejó ver la consternada hermosura de su rostro<br />

bañado de lágrimas. El ímpetu con que al instante se encaminó hacia el mozo mostró que lo<br />

había conocido, aunque éste estaba todavía medio vuelto de espaldas; y él, conociéndole el<br />

ademán, se vuelve de repente, dobla una rodilla en tierra, y le abre los brazos en que ella se<br />

precipita llevada de su desesperación, diciendo: ¡Oh don Fernando, oh mi don Fernando!<br />

¡Oh divina Gabriela!, dijo él, y sin levantar la rodilla del suelo, ciñéndole el brazo<br />

izquierdo por la cintura, extendió el derecho hacia don Julián que llegaba diciendo: ¡Qué es lo<br />

que veo! ¿Qué traición es ésta? Y don Fernando le responde: Esta es y será mi esposa, y ella,<br />

apretada <strong>com</strong>o estaba del brazo de su amante, le dice también: Este es mi esposo don<br />

Fernando; quedando atónitos y suspensos, entre la admiración y el temor, los ánimos de<br />

Hardyl y de Eusebio que estaban allí presentes.<br />

Entretanto, el padre bajó la escalera, bien ajeno de aquel caso; pero al reconocer a don<br />

Fernando que tenía abrazada a su hija, encendido en furor y atizado su enojo de las voces de<br />

don Julián, e impelido del rencor de su venganza, desenvaina la espada, diciendo: ¡Oh<br />

traidores! Me lo pagaréis, y dicho esto, arremete hacia don Fernando. Éste, al verlo venir, sin<br />

soltar a Gabriela, descubre con la derecha su pecho, diciendole: Al precio de mi vida vine a<br />

obtener de un padre la hija, que pudiera obtener con medios menos nobles. Don Pedro, sola la<br />

muerte me la sacará del brazo; si a este precio me la queréis quitar, herid: éste es mi pecho sin<br />

defensa.<br />

Dio tiempo a don Fernando para decir esto la fuerza con que la madre se abrazó con su<br />

marido, al verlo con la espada, implorando ayuda a gritos. Acudieron los criados y cocheros<br />

de Eusebio, y el de don Fernando, que venía con la espada desenvainada para defender a su<br />

amo y resuelto a matar a don Pedro; pero se contuvo viéndolo también a él contenido de su<br />

mujer y de Hardyl. Éste, habiéndose acercado mientras su mujer lo tenía abrazado, se le puso<br />

delante, diciéndole: Señor don Pedro, lejos estoy de aprobar el arrojo de estos dos infelices<br />

amantes, ¿pero quién podrá aprobar tampoco el de vmd.? ¡Un padre ensangrentar su brazo en<br />

una hija! -¿Hija? No es hija, sino una traidora, una infame, dijo el padre encendido en nuevo<br />

furor, y dando un recio empujón a su mujer y a Hardyl, embiste a don Fernando, que con<br />

inmóvil fiereza tenía todavía a Gabriela asida de la cintura y con la rodilla en el suelo.<br />

Aunque Gabriela se hallaba impedida del brazo de su amante y con el rostro pálido,<br />

lloroso y consternado vuelto hacia su padre, al ver que éste impelía su espada contra el pecho<br />

de don Fernando, opone con natural movimiento el brazo, <strong>com</strong>o para defenderlo, al tiempo<br />

que la furiosa estocada, encontrando el brazo de la hija, lo pasa de parte a parte, sin impedir<br />

por eso que no quedase clavado el acero en el pecho a<strong>com</strong>etido. La sangre brota de repente de<br />

una y otra herida.<br />

Eusebio se arroja a tal vista sobre el furioso don Pedro, que iba a impeler de nuevo la<br />

espada sacada con rabia de las dos heridas, y se abraza con él, poniendo a prueba todo su<br />

esfuerzo, al tiempo que Hardyl, reparando que el criado de don Fernando iba con la espada<br />

desenvainada a matar a don Pedro, se echa también sobre él ayudado de don Julián. Los<br />

gritos, los lamentos, la confusión, aturdían la posada y el vecindario. Taydor, Altano, los<br />

cocheros, los mesoneros, acuden a unos y a otros según se les proporcionaba.<br />

La asustada y confusa mesonera había corrido a la herida Gabriela a quien su herido<br />

amante sostenía apenas con vida, pues la madre, lejos de poder socorrer a su hija, hubiera<br />

dado consigo en el suelo enteramente desmayada, si su criado no hubiese estado pronto para


sostenerla. Hardyl, don Julián, Taydor y uno de los cocheros apenas podían contener al criado<br />

de don Fernando, mientras Eusebio se debatía con el rabioso don Pedro, reprochándole su<br />

acción fea, indecorosa y bárbara, pudiendo entretanto Taydor desencajarle la espada de la<br />

mano, ayudado de uno de los cocheros.<br />

Los mesoneros, que habían acudido a los heridos, especialmente a Gabriela que se había<br />

dejado caer privada de sentidos en los brazos de su amante, tiñéndose mutuamente de la<br />

mezclada sangre que les salía de las heridas, se los llevan a su cuarto, sosteniendo don<br />

Fernando a su desfallecida Gabriela, a quien parecía quisiese infundir el aliento con sus<br />

ardientes gemidos y expresiones. Don Julián, fuera de sí, dejando el cuidado a Hardyl de<br />

sosegar al criado de don Fernando, va para don Pedro que se debatía con Eusebio<br />

aconsejándole se fuese a sagrado, no sólo por la seguridad de su persona, sino también para<br />

alejarlo de la ocasión de otro funesto arrojo, y se lo lleva arrastrándolo del brazo, babeando él<br />

de furor y buscando, con los ojos encendidos de rabia, los infames traidores y asesinos de su<br />

honor, <strong>com</strong>o decía, sin acordarse de su mujer y sin advertir en ella que, sentada en un poyo<br />

del zaguán y apoyada en los brazos de su criado, no daba señal de vida.<br />

Eusebio, reparando en ella, luego que don Julián se llevó a don Pedro, acudió a socorrerla<br />

y lo consigue. Vuelta en sí, prorrumpe en llanto y lamentos buscando a su hija, temiendo que<br />

su padre la hubiese muerto. Eusebio la a<strong>com</strong>paña al aposento de la mesonera, a donde habían<br />

llevado a Gabriela. Estaba ésta sentada en una silla a la cabecera de la cama, sobre la cual<br />

dejaron caer su medio cuerpo sin sentidos, poniéndole debajo las almohadas, mientras la<br />

mesonera, y don Fernando, con lienzos y pañuelos, se esforzaban en atajar la mucha sangre<br />

que le manaba, entretanto que llegaba el cirujano que habían llamado. Mezclaba don<br />

Fernando sus tiernas lágrimas a los afectos con que desahogaba su dolor a los pies de<br />

Gabriela, olvidado de su herida.<br />

En este estado los encontró la madre, que viendo a su hija medio tendida en la cama, toda<br />

manchada de su sangre, se confirma en que la hubiese muerto su marido, y avivándosele el<br />

horror con aquella vista, échase sobre su hija, aplicando su rostro al suyo y regándolo con sus<br />

lágrimas, diciendo haber sido ella la causa de su muerte, detestando la cruel violencia del<br />

padre y los rigores con que ella misma la había tratado, invocando los santos del cielo y<br />

esforzándose en llamarla a la vida con mil tiernas expresiones y caricias. Don Fernando estaba<br />

allí de pies gimiendo amargamente, teniéndose aplicada la mano a la herida, distrayéndolo de<br />

aquel éxtasis doloroso su criado, a quien Hardyl, para acabarlo de sosegar y de aplacar su<br />

enojo, le dijo que fuese a ver si la herida de su amo requería pronto remedio.<br />

Desistiendo él entonces de su furioso empeño, fue con Hardyl al cuarto donde estaba su<br />

amo, a quien preguntó por su herida. No es mi herida, le responde, la que siento, Alonso, sino<br />

la de mi Gabriela; ¡ah!, ¿por qué no la recibí yo toda entera? Menos sensible me hubiera sido<br />

la muerte, si hubiese podido con ella ahorrar a mi Gabriela esa cruel herida. El bárbaro le pasó<br />

de parte a parte el brazo. -Pero, señor, mire vmd. que la sangre le asoma por las medias; y es<br />

sin duda la que le sale de la herida, permítame vmd. que lo vea. -No la siento, Alonso, no la<br />

siento -No importa, señor; siempre será bueno remediarla cuanto antes. Hardyl le aconseja<br />

entonces lo mismo, y le ofrece su cuarto; pero don Fernando no quiere ni sabe resolverse a<br />

dejar la presencia de su Gabriela; mucho menos, después que a fuerza del espíritu de la bujeta<br />

de Eusebio, <strong>com</strong>enzaba a volver en sí, llamando a su don Fernando.<br />

Aquí está, aquí lo tenéis, adorable Gabriela, le decía, asiendole la mano y besándola con<br />

tierno respeto. ¡Oh madre mía!, exclamó ella con nuevo llanto al reconocer a su madre que se<br />

le nombraba y que le pedía perdón del desafuero de su padre, confundiéndose los afectos, los<br />

gemidos y las tiernas expresiones de la madre, de la hija y de don Fernando; y despertando<br />

iguales afectos en Hardyl, Eusebio y el criado, que se hallaban presentes, hasta que


<strong>com</strong>parecieron dos cirujanos para curar los heridos, a<strong>com</strong>pañados de la justicia, la cual quiso<br />

tomar declaraciones de los que se hallaban en el mesón.<br />

Diéronlas Hardyl y Eusebio muy cumplidas en favor de los heridos; no obstante, tuvieron<br />

orden de no salir del mesón, y don Fernando se vio obligado a dejar el cuarto de Gabriela<br />

mientras el cirujano atendía a su cura, pasando a uno de los cuartos que dejaba vacíos la<br />

familia de don Pedro, donde el otro cirujano, presente Hardyl, Eusebio y su criado, habiendo<br />

puesto la tienta a su herida, halló no haber penetrado hasta dentro, consolando a todos y<br />

lisonjeándolos de su pronta cura. Pero don Fernando, no pudiendo sosegar por la penosa<br />

incertidumbre en que lo tenía la herida de Gabriela, rogó al cirujano fuese a informarse y le<br />

diese cuenta de ella.<br />

El cirujano, habiendo cumplido con su encargo, volvió en <strong>com</strong>pañía del otro que había<br />

venido con él, y que acababa de curar a Gabriela. De él supo don Fernando que, aunque su<br />

cura sería larga, no era peligrosa la herida, por haberle pasado la superficie del lomo del<br />

brazo, aunque atravesado el pellejo de parte a parte. Quedó con esto algo más sosegado don<br />

Fernando, contribuyendo también para ello la <strong>com</strong>pañía de Eusebio y de Hardyl, que no<br />

pudieron proseguir su viaje al otro día por quedar arrestados en el mesón, y aunque se les<br />

levantó en breve el arresto, la amistad que entretanto contrajo Eusebio con don Fernando y las<br />

esperanzas que este tenía de poder efectuar su casamiento con Gabriela luego que curase, lo<br />

obligaron a detenerse en Toledo; a que se añadía el clima y terreno de que estaba prendado,<br />

<strong>com</strong>o también la pureza del lenguaje de los nacionales, que contribuía para que Eusebio<br />

renovase muchas especies borradas del uso de la lengua inglesa y francesa, que hasta entonces<br />

mezclaba por necesidad con la propia.<br />

Por este mismo motivo se <strong>com</strong>placía de la amistad y frecuente trato de don Fernando,<br />

que sabía muy bien su lengua por haberla estudiado y ejercitado en la poesía, la cual es el<br />

toque de toda lengua, y en que don Fernando se mostraba muy instruido <strong>com</strong>o lo manifestaba<br />

su canción. De ella quiso Eusebio le diese una copia para conservar con la misma la memoria<br />

de tan extraña resolución, que probaba la entereza de los honrados sentimientos de su amigo y<br />

del detestable arrojo del padre de Gabriela; el cual, después que se vio en el convento a donde<br />

don Julián lo llevó a refugiarse, dándole el furor sofocado lugar a la reflexión y norma de lo<br />

que era la vida religiosa en el convento donde estuvo retirado algunos días, <strong>com</strong>enzó a<br />

mudarse en otro hombre, enviando frecuentemente a don Julián a informarse, de la salud de su<br />

querida Gabriela, luego a no mirar con repugnancia su casamiento con don Fernando y,<br />

finalmente, a ofrecer el dote entero para que se casase con él luego que hubiese ajustado su<br />

arrojo con la justicia.<br />

Consiguió esto no sólo con el favor de sus parientes, sino también por no haber sido las<br />

heridas de consecuencia; de modo que pudo salir del convento antes que los amantes se viesen<br />

perfectamente restablecidos. Don Fernando, que sabía la mudanza de los sentimientos del<br />

padre de Gabriela y la hora en que había de restituirse al mesón, <strong>com</strong>unicósela a Eusebio; y de<br />

concierto quisieron hallarse en la estancia de Gabriela que estaba todavía en cama, y a quien<br />

don Fernando visitaba frecuentemente, permitiéndoselo la madre, no menos mudada que su<br />

marido.<br />

Llegó pues el padre al mesón a<strong>com</strong>pañado de don Julián, encontrándose don Fernando,<br />

Hardyl, Eusebio y la madre en el cuarto de Gabriela; donde entrando el padre arrebatadamente<br />

y descubriendo a su hija en cama, se precipita a ella de rodillas, prorrumpiendo en llanto con<br />

que bañaba la mano de la hija, y diciendo: ¡Oh hija mía!, hija de mis entrañas, he aquí a tu<br />

padre, reconócelo a éste, tierna demostración de tu amor, de su arrepentimiento, con que<br />

detesta su bárbaro, su cruel proceder para contigo. Gabriela, no pudiendo resistir a la<br />

demostración y lágrimas de su padre en aquella humilde postura, prorrumpe también en


llanto, diciendo: No, padre mío, no puedo sufrir el ver a vmd. de esa manera; me despedaza<br />

vmd. el corazón; levántese vmd.; por cuanto más ama, se lo ruego. No, dulce hija mía, le<br />

decía él, deja que expíe de este modo, humillado basta el polvo de la tierra mi tiranía, mi<br />

inhumanidad, el más bárbaro proceder. ¡Oh cielos! ¡Tu padre, tu mismo padre mancharse en<br />

la sangre de su hija! ¡En esa tu sangre, hija mía, que es también mía, con que recibiste el ser<br />

del mismo que te desconoció, que intentó quitarte la vida! ¡Oh Dios! Yo me horrorizo. ¿Qué<br />

expiación habrá que baste para borrar mi atrocidad y apartar el horror que me asombra y que<br />

me atormenta? No, hija, no irás al convento, objeto de mi codicia y causa de mi cruel arrojo.<br />

Cúmplanse los honestos deseos de tu voluntad, en cuyos derechos te reponen mi amor, mi<br />

dolor y mi arrepentimiento.<br />

De esta manera proseguía a decir el padre de Gabriela, regándole el rostro las lágrimas y<br />

sacándolas de los ojos de los presentes, sin atender al llanto y ruegos de Gabriela que instaba<br />

para que se levantase del suelo; hasta que después de haber desahogado su sentimiento, cedió<br />

a las instancias de su mujer, que temía que Gabriela no padeciese, <strong>com</strong>o lo manifestaba en su<br />

llanto y expresiones, por ver a su padre tan humillado. Éste, finalmente puesto en pie,<br />

continuó a decir a Gabriela, besándole la mano: No, hija mía, no quiero que pase hoy sin darte<br />

la más sincera, la más tierna prueba de mi amor en el consentimiento de tu matrimonio con<br />

don Fernando...<br />

Don Fernando, al oír esto se precipita de rodillas a los pies de don Pedro, pidiéndole la<br />

mano para besársela, para reconocerle por padre y para agradecerle aquel favor sumo, que era<br />

el colmo de su felicidad. Don Pedro echóle los brazos al cuello, apretándolo en ellos y<br />

pidiéndole perdón de los agravios que le había hecho, y principalmente del último arrojo en<br />

que intentó matarlo; y de esta manera insistieron buen rato, hasta que llegándose a ellos<br />

Hardyl, les dijo que era tiempo de borrar todo lo pasado y de entregar sus corazones al gozo<br />

de lo por venir; y que para ello sería a propósito <strong>com</strong>enzar desde entonces, uniendo el padre<br />

las manos de los amantes. El mismo don Pedro, oyendo esto, apresuró la ejecución, rebosando<br />

de gozo los corazones de don Fernando y de Gabriela, consiguiendo al precio de su sangre y<br />

con riesgo de sus vidas que los coronase el himeneo; difiriéndose las bodas a la semana<br />

siguiente, tiempo en que prometía el cirujano la perfecta cura de Gabriela.<br />

Pero <strong>com</strong>o la herida le permitiese de allí a dos días ponerse en viaje para Trujillo, donde<br />

querían los padres se efectuase el casamiento, partieron de Toledo, a<strong>com</strong>pañados de Eusebio y<br />

de Hardyl que condescendieron con los ruegos, que les hizo don Fernando de honrar sus<br />

desposorios. Éstas fueron muy celebrados, no sólo en Trujillo, y Toledo, sino también en toda<br />

España, donde se divulgó el cruel caso del padre de Gabriela; sirviendo al mismo tiempo de<br />

ejemplo a todos los padres para no violentar la voluntad de sus hijas, forzándolas a tomar un<br />

estado a que repugnan, sin que la perfección y santidad de la vida religiosa, pueda autorizarlos<br />

a hacer de la libertad de sus hijos un violento sacrificio.<br />

Como la detención en Toledo fue más larga de lo que Eusebio esperaba, envió desde allí<br />

a Gil Altano a S... con cartas para su apoderado, diciéndole las circunstancias que deseaba<br />

tuviese el alojamiento que le encargaba le previniese, en caso que no le fuese permitido ir a<br />

habitar la casa de sus padres. Tan ajeno estaba de imaginarse ni de temer la funestísima<br />

desgracia que les preparaba la suerte y que había de decidir de la vida de Hardyl. ¡Cielos, a<br />

cuán imprevistos y extraños accidentes no está sujeta la vida del hombre! ¡Qué mortal puede<br />

extrañar su fin por extravagante y desgraciado que sea! Dichoso aquél que, sin temer la<br />

muerte, vive dispuesto para ofrecerle su pecho resignado y exento de todos los motivos que<br />

pueden hacérsela amarga, y de los terrores que se forja el inconsiderado pavor, y con que, tal<br />

vez, apresura su llegada.


Disfrutaban entre tanto el mismo Hardyl y Eusebio de los agasajos y esmeros que usaba<br />

con ellos don Fernando en el hospedaje que les dio en su casa, hasta el día de su casamiento<br />

con Gabriela. Y aunque don Fernando hubiera deseado que difiriesen por más tiempo su<br />

partida, no lo pudo recabar de Eusebio, que después de haberle dado pruebas de su sincero<br />

cariño y reconocimiento, partió finalmente de Trujillo para Mérida, deseando satisfacer en<br />

ella su curiosidad en las antigüedades que le había celebrado don Fernando, y que, de hecho,<br />

lo obligaron a detenerse tres días en aquella ilustre colonia antiguamente de romanos,<br />

admirando y estudiando aquellos restos de grandeza que apocan tanto aquella de que vez nos<br />

jactamos.<br />

Llenos de las grandiosas ideas que les habían excitado aquellos monumentos que<br />

respetaron los siglos, iban Hardyl y Eusebio camino de S... gozosos por tocar ya al término de<br />

su viaje, especialmente Eusebio, por acercársele el momento de rever y conocer a su patria<br />

que no conocía; de modo que faltándoles <strong>com</strong>o una legua para llegar a ella y temiendo llegar<br />

más tarde de lo que deseaba, dio orden a los cocheros que apretasen. Ellos obedecen y azoran<br />

el paso a los caballos, los cuales caminaban con ardor cuando, al tiempo de embocar en otro<br />

camino, ven sobre sí una torada que venía corriendo y que acababa de dar espectáculo en S...<br />

en unas fiestas. No fue posible evitar el encuentro; ni los cocheros, que no tenían idea de la<br />

ferocidad de aquellos animales, lo sospecharon funesto después que habían tomado felizmente<br />

la vuelta de aquel camino. Pero los caballos, que iban ya azorados, al ver venir sobre si aquel<br />

ganado feroz, <strong>com</strong>ienzan a dar que entender a los cocheros; éstos hubieran tal vez recabado el<br />

contenerlos sí uno de los toros, provocado tal vez del asombro de los caballos, no hubiese<br />

embestido con uno de los delanteros, dándole tal cornada que, a más de sacarle los intestinos,<br />

infundió tanto espanto en los otros que, arrebatando al coche y cocheros, sin poder éstos<br />

regirlos, los llevan por un ribazo volcando al coche y arrastrándolo largo trecho, hasta que el<br />

herido caballo, cayendo muerto, hizo enredar y caer a los demás.<br />

Taydor, que iba solo en la zaga, aunque enajenado de aquella caída que le hicieron dar<br />

arrojándolo de su asiento, y aunque algo dolorido del golpe y contusión que recibió, se repone<br />

en pie y vuela a socorrer a su amo, semejante al despavorido Teramenes en pos del infeliz<br />

Hipólito, arrastrado también de sus caballos enfurecidos con la vista del toro marino, a que lo<br />

expuso Neptuno. Los cocheros, enredados también con la caída de los caballos, no habiendo<br />

recibido lesión, se desprenden de ellos dejándolos allí caídos para acudir a socorrer a su amo,<br />

a quien temían encontrar muerto o herido gravemente de la caída, no menos que Hardyl. Y<br />

aunque los encontraron con vida, conmovió sobremanera sus ánimos el ver a los dos teñidos<br />

de sangre, que le manaba a Eusebio de la herida que recibió en la cabeza y que arrojaba<br />

Hardyl por la boca de la fuerte contusión que recibió en el pecho.<br />

Asustados los cocheros, no menos que el afligidísimo Taydor que entonces llegaba, al ver<br />

aquel espectáculo, los sacan del coche. No podía Hardyl tenerse en pie ni caminar, de modo<br />

que se vio obligado a sostenerse de su amado e inconsolable Eusebio, que penetrado su<br />

corazón del dolor que le causaba el ver tan desalentado a su adorable Hardyl, temiendo<br />

perderlo para siempre, sin poder contener las lágrimas que le arrancaban las mismas<br />

reprensiones cariñosas que Hardyl le daba por flaqueza y aflicción de ánimo que mostraba por<br />

su causa, mientras se encaminaban a una casilla de labradores que había allí en el campo cerca<br />

del camino.<br />

Pero apenas había andado veinte pasos, cuando le sobreviene un nuevo vómito de sangre<br />

que acabó con sus fuerzas; y no pudiendo ya caminar por su pie, aunque sostenido de Eusebio<br />

y de Taydor, fue necesario que entre los dos formasen asiento de sus brazos cruzados y que<br />

acudiesen los cocheros para a<strong>com</strong>odarlo en él, teniéndose asido Hardyl con sus brazos del<br />

cuello de Eusebio y de Taydor, y de este modo llegaron a la casilla del labrador. No habiendo<br />

en ella sino un lecho, no quiso Hardyl servirse de él, aunque le instaba la labradora,


prefiriendo una media barraca contigua a la casilla y que servía de pajar, donde lo<br />

a<strong>com</strong>odaron Eusebio y Taydor sobre la paja que allí había.<br />

Luego que estuvo Hardyl recostado en ella, instó a Eusebio para que remediase su herida<br />

de que le iba saliendo mucha sangre. Eusebio, para acallar a Hardyl, dejósela lavar con un<br />

poco de vino que le suministró la labradora, mientras éste iba recogiendo telarañas, que le<br />

aplicó a la herida después de haberlas empapado en el aceite el candil. Había despachado<br />

antes Eusebio a uno de los cocheros a caballo a S... para que su apoderado le enviase<br />

inmediatamente médico y cirujano. El afanado Taydor entendía en hacer derretir un poco de<br />

lardo que le había pedido Hardyl para beberlo, mientras Eusebio, ya curado y asentado junto a<br />

él sobre la misma paja, le manifestaba con tiernas lágrimas los temores y poca esperanza que<br />

concebía por el estado de su salud deplorable.<br />

Hardyl, que conocía el peligro de su mal y que podía expirar en uno de los vómitos de<br />

sangre, quiso descubrir a Eusebio el secreto que hasta entonces le había tenido oculto, y<br />

hacerle la confesión de los diversos sentimientos que concebía su alma a vista de la muerte.<br />

Tomándole pues la mano, en acto de la mayor confianza, <strong>com</strong>enzó a decirle así: Somos<br />

mortales, Eusebio, la muerte es el término de la vida, que sólo no siente perder el que no tiene<br />

por qué sentirlo. Te hablé tantas veces de esto, desde que la divina providencia te me presentó<br />

allá en la América por tan extraño camino, salvándote de las olas, que no es bien empleemos<br />

estos últimos momentos... ¡Oh cielos! ¡Oh Dios! ¡Qué decís, Hardyl!, exclamó Eusebio con<br />

llanto y sollozos. ¿Últimos momentos estos? ¿Perderos para siempre? ¿Perder mi padre, mi<br />

consolador?... ¿Pues qué, le dice Hardyl, quieres apocar hijo mío, con esos pueriles<br />

transportes la resignación de ánimo que debes a las disposiciones del cielo? ¿No te queda allí<br />

padre y consolador, en vez de este insecto que nació para acabar?<br />

Eusebio sollozaba sin consuelo. Hardyl proseguía diciéndole con pausa y con fatigado<br />

aliento: Desiste, pues, amado Eusebio, de esos lloros y déjame acabar de decir, si puedo, lo<br />

que hasta ahora has ignorado acerca de mi condición y nombre, y lo que más importa, de mis<br />

sentimientos. Yo bendigo, hijo mío, y adoro con la más viva gratitud la poderosa mano del<br />

Criador que parece te llevó al nuevo mundo para que pusiese el colmo a la felicidad, a que<br />

aspiré en este suelo por medio del estudio y ejercicio de la virtud en que procuré también<br />

educarte. ¡Qué gran consuelo no prueba mi alma al pensar que viví y que muero en los brazos<br />

de mi sobrino Eusebio, a quien... Hardyl, Hardyl, ¡cielos, qué oigo! ¿Yo sobrino vuestro?<br />

¿Vos sois mi tío? -Sí, querido Eusebio; soy español <strong>com</strong>o vos, y vuestra madre era hermana<br />

mía. -¿Mas cómo? ¡Oh cielos! ¿Cómo pudisteis encubriros por tanto tiempo y negarme el<br />

consuelo sumo que ahora me dais, mezclado con el acerbo dolor de veros en tal estado? Si os<br />

llamáis Hardyl, ¿cómo es que mi madre se llamaba Vall...?<br />

-Nada, hijo mío, contribuye todo eso para que quedes enterado de la verdad que te<br />

descubro. Otra más tremenda verdad es la que importa y conviene que te manifieste por todos<br />

títulos, y principalmente para sosegar mi conciencia, en que, a pesar de todas las máximas de<br />

la filosofía, triunfa la religión con toda su terrible majestad. ¡Ah!, no es posible Eusebio, no es<br />

posible al corazón humano, aunque el más pervertido, resistir a la fuerza omnipotente con que<br />

<strong>com</strong>bate al alma en estos últimos momentos la vida. Dichoso yo que a lo menos la preparé<br />

con el estudio de la virtud, para rendirla con el más sumiso y vivo respeto, convencida y<br />

penetrada de la luz divina, que ahora la alumbra con todo su inefable esplendor. Ella me<br />

obliga al mismo tiempo a detestar las erradas máximas que alimenté en mi pecho por tantos<br />

años y que me indujeron a escoger la Pensilvania por asilo seguro de la libertad de la<br />

conciencia que deseaba en mi error, para conformarme con la virtud natural, creyendo hallar<br />

en ella una vida y muerte dichosa.


Mas ahora conozco mi engaño, Eusebio; éste fue el fatal efecto de algunas dudas que<br />

excitaron en mí la flaqueza y presunción de mis sentimientos, y que no tuve aliento para<br />

sofocar, en sus principios <strong>com</strong>o debía, porque me cobró la vanidad para fiar antes de mis<br />

ciegas luces que en las de la divina sabiduría, que exigía de mi creencia un ciego respeto y<br />

rendida veneración a los misterios de la fe. Pude, es verdad hijo mío, acallar los<br />

remordimientos y escrúpulos de mi interior con el tiempo; pero ahora, a vista de la eternidad<br />

que me espera y que se me presenta toda su in<strong>com</strong>prensible extensión, truenan en mi pecho<br />

las verdades divinas y sus rayos penetran mis entrañas, forzándome a que reconozca mi errada<br />

conducta y a que la deteste.<br />

No sé, hijo mío, si llegaste a penetrar lo que procuré ocultarte con suma reserva y con<br />

escrupulosa severidad. -No, mi adorable Hardyl, nada vi en vos, nada oí que no fuese santo y<br />

respetable para mí -Pero esto no basta para mi presente satisfacción, pues aunque nada hayas<br />

advertido contrario a nuestra santa y divina religión, pudieron tal vez algunas de mis<br />

máximas, sin advertirlo yo, engendrar en tu ánimo la indiferencia culpable a que<br />

insensiblemente me acostumbraron mis mismas dudas sobre la fe, y especialmente al aprecio<br />

tal vez sobrado que manifesté a la doctrina de los antiguos filósofos, y que pudo acarrearte la<br />

educación que te di a tenor de sus morales consejos.<br />

¡Ah Eusebio! ¿Qué cosa hay en todos ellos, aunque estimables, que no nos enseñe con<br />

superior luz el sol de justicia y divina sabiduría en su santísimo evangelio? Ellos lucharon<br />

inciertos entre las tinieblas de sus mentes, anduvieron <strong>com</strong>o perdidos caminantes entre las<br />

sombras de la humana ignorancia tras la luz de la virtud que se les mostraba escasamente y a<br />

lo lejos entre las nubes de la superstición. Nuestro divino Salvador Jesucristo viene a la tierra<br />

en el exceso de su infinita bondad, rompe el velo de los ojos de los mortales y les muestra los<br />

cielos abiertos con el triunfo de su muerte y les señala el seguro camino que deben seguir para<br />

coronarse de su inefable y eterno esplendor, precediéndolos con su ejemplo y dejándoles los<br />

medios en sus divinos y sublimes consejos.<br />

Bien fue mi alma ingrata para con él, pues no advirtió que la certidumbre y seguridad que<br />

llevaba a la escuela de la eterna filosofía, las debía a la luz de la religión misma que alumbró<br />

mis ojos desde la cuna. Aquella me enseña a obrar bien, porque así gozaré de una vida dulce y<br />

tranquila en la tierra, conformándome con las leyes de la naturaleza: la religión me enseña y<br />

aconseja a obrar bien, no sólo por este fin terreno, sino por el premio de la eterna<br />

bienaventuranza que me promete. ¿Cuánto más sublime y consolante es esta promesa? ¿Qué<br />

otras leyes más ciertas y seguras puede tener el mortal que las de la divina justicia, ni qué<br />

tranquilidad y consuelo más puro y firme puede tener el hombre que el que saca del<br />

cumplimiento y observancia de aquellas mismas y del ejercicio de la religión?<br />

Tarde conozco mi desacierto; mas doy lo primero gracias y adoraciones a la infinita<br />

bondad de mi Criador, que se dignó alumbrar y convencer a mi alma en esta hora; y por<br />

segundo, te pido a ti perdón, hijo mío, si no te propuse por único ejemplar de tu vida y<br />

conducta los solos consejos y doctrina de la divina sabiduría. Me consuela no poco haber<br />

fortalecido en ella tu creencia y el no haberte apartado de sus santas obligaciones. Y <strong>com</strong>o una<br />

de ellas es el reconciliar la descarriada conciencia con sus santísimas leyes ofendidas, quiero<br />

ante todas cosas cumplir con lo que las mismas prescriben al sincero arrepentimiento, para<br />

que purificada mi alma en sus santos sacramentos pueda concebir la dulce esperanza que le<br />

avivan las promesas de nuestro divino redentor Jesucristo, y la tierna confianza que su infinita<br />

bondad y misericordia quiere que ponga el corazón contrito en los méritos de su dolorosa y<br />

adorable pasión, y en la sangre derramada, en los tormentos y en su muerte santísima.<br />

Diciendo esto Hardyl, entró Taydor con la labradora para presentarle el lardo derretido<br />

que pidió él mismo para remediarse; pero no lo quiso tomar, rogando a la labradora que fuese


a llamar al cura de la vecina aldea. A Taydor encargó que volviese aquel remedio al hogar, y<br />

vuelto el mismo Hardyl a Eusebio que se deshacía en llanto y sollozos, prosiguió diciéndole:<br />

Esto te sirva, Eusebio, de prueba de la fuerte y viva persuasión a que rendí mis sentimientos y<br />

de consejo, el más eficaz, para que mantengas firme tu creencia y fe contra todas las dudas<br />

que pueden hacer brotar en tu corazón las luces adquiridas con las ciencias, o las razones de<br />

aquellos cuya vana presunción, sacudiendo de sí la modestia y freno que pone a sus pasiones<br />

la superior grandeza de los misterios de la fe, siembran sus escritos de máximas dañadas<br />

mientras que no les humilla su desvanecimiento y altanería la vista de la muerte y de la<br />

eternidad.<br />

Más créeme, Eusebio, que ninguno de ellos puede resistir al terrible poder de que se arma<br />

entonces la religión a los ojos del mortal moribundo; y si entonces una virtuosa vida no les<br />

merece la debida y sumisa docilidad a los decretos de la fe, sus corazones quedan hechos<br />

presa de las más amargas congojas y de los más agudos torcedores que los taladran y<br />

despedazan. ¿Y qué será si ciegos, si obstinados en un error, que a tan poca costa pueden<br />

detestar, mueren amarrados a la cadena de la rabiosa desesperación y pertinacia que por todos<br />

lados les aplica sus ardientes teas? ¿Qué será si a ella se sigue una condenación eterna? ¡Oh<br />

adorable y misericordioso padre de los mortales! ¡Dios eterno y justo! Sabiduría<br />

in<strong>com</strong>prensible, ante tu divina presencia me anonado penitente; confuso y arrepentido te pido<br />

quieras apiadarte de mi bajeza y ceguedad, y echar sobre mis contritos sentimientos una<br />

mirada de bondad, otorgándoles el perdón que te pido con la más viva efusión de la confianza<br />

que quieres tenga una alma reconocida en tu inmensa misericordia.<br />

El fervor y ternura con que Hardyl pronunció esta corta plegaria, le causó un agudo dolor<br />

de pecho, que lo dejó sin fuerzas y sin aliento para proseguirla. Eusebio, fuera de sí creyendo<br />

que muriese, le instaba con ardiente cariño que tomase el remedio prevenido, cuando entraba<br />

el labrador avisándoles que, al tiempo que iba a llamar al cura, pasaba un religioso a caballo<br />

que venía de S... a quien contó el estado del enfermo y que se había ofrecido a consolarlo.<br />

Hardyl, oído esto, rogó al labrador que lo a<strong>com</strong>pañase y a Eusebio le suplicó que hiciese<br />

entretanto avisar al cura para que le trajese el santísimo viático. Eusebio, prorrumpiendo<br />

entonces en más recio llanto, se sale y fue él mismo en <strong>com</strong>pañía del labrador a la vecina<br />

aldea para satisfacer los deseos de Hardyl.<br />

Cuando llegaron a la choza a<strong>com</strong>pañando al Santísimo, acababa Hardyl de purificar su<br />

alma en el sacramento de la penitencia; y aunque el religioso le quería obligar a que recibiese<br />

el viático en la postura en que se hallaba, no lo pudo recabar, debiendo él mismo, y Eusebio<br />

que acudió al ademán, ayudarle a ponerse de rodillas en el suelo. Recibió así el cuerpo del<br />

Señor, cayéndole hilo a hilo las lágrimas por el rostro y haciéndolas derramar a todos los<br />

presentes.<br />

El cura, que trajo una sola forma, quedó allí en vez del religioso que debía proseguir su<br />

viaje; y luego que Hardyl se repuso sobre la paja, volvió a rogar a su amado Eusebio que se<br />

sentase a su lado. Entonces le dijo: Oh Eusebio, ¿cómo podré explicarte el sumo consuelo y<br />

alborozo que regalan a mi alma en este momento en que me veo reconciliado con mi Criador<br />

y Salvador, y lleno de la suma confianza que aviva en mi pecho su infinita misericordia? ¡Qué<br />

aspecto tan diverso toman a mis ojos la muerte y la eternidad! ¡Ah, hijo mío, qué cosa tan<br />

dulce y divina es la religión en estos últimos instantes! Sólo te en<strong>com</strong>iendo, amado Eusebio,<br />

que la conserves pura y sin tacha. Los divinos consejos y doctrina de tu Salvador sean tu sola<br />

filosofía, pues ellos santificarán tu vida y te darán una muerte dulce y envidiable.<br />

Sí, Hardyl, le decía Eusebio con lágrimas, no lo dudéis. Vuestras palabras quedan<br />

vivamente impresas en mi corazón, y lo penetran. Sosegaos, os ruego, y tomad el remedio que<br />

podrá, tal vez, restablecer vuestra salud. -Sí, hijo mío, hazlo traer, aunque poco o nada me


puede aprovechar, pues el mal, Eusebio, trae a lento paso la muerte. Esta va a abrir las puertas<br />

de la eternidad a mi alma; quiera la infinita piedad y misericordia de mi Criador darle lugar en<br />

el seno de su bienaventuranza. ¡Ah!, deja, amado Eusebio, que antes que llegue el último<br />

momento te dé también la postrera prueba de la ternura, del amor, de los cuidados... ¡Oh Dios!<br />

¡Oh hijo mío Eus...! ¡Oh mi adorable Hardyl!...<br />

El ímpetu del tierno sentimiento con que quiso Hardyl abrazar a Eusebio, le causó un<br />

fuerte vómito de sangre con el que expiró. Eusebio, enajenado del dolor y sentimiento de<br />

todas las circunstancias de la muerte de su respetable tío, a quien sólo entonces reconoció por<br />

tal, y sofocado al mismo tiempo de la ternura y quebranto que le a<strong>com</strong>etieron en fuerza del<br />

abrazo de Hardyl, cayó desfallecido y sin sentidos sobre la paja, quedando tenazmente<br />

abrazado con el cadáver del difunto Hardyl. El cura, que se hallaba presente y enternecido del<br />

coloquio del tío y del sobrino, asustándose de ver el vómito de sangre y la caída de entrambos<br />

sobre la paja, salió de la choza dando voces para llamar ayuda.<br />

Taydor acude pasmado, y pareciéndole a primera vista que hubiesen muerto los dos,<br />

<strong>com</strong>enzó a llorar amargamente y a mesarse el cabello, invocando a su amado señor don<br />

Eusebio; y sin saber lo que se hacía, sale de la choza llamando a voces al cochero que había<br />

quedado con los caballos, <strong>com</strong>o si necesitase de sus fuerzas para remediar a los muertos. El<br />

cochero acude, y entrando en la choza con Taydor, pónese a llorar también creyendo muerto a<br />

su buen amo. El cura, vuelto en sí de su primer susto, fue el primero que hizo la experiencia<br />

para ver si habían muerto, tomándoles el pulso, pues Eusebio no daba tampoco señal de vida.<br />

Pero reconociendo vital aliento en su pecho cuando le aplicó la mano, pidió vinagre para<br />

recobrarlo. Trájolo inmediatamente la oficiosa y pasmada labradora y entregóselo a Taydor,<br />

que quiso hacer a su amado señor aquel piadoso oficio, llamándolo con sollozos y lamentos,<br />

<strong>com</strong>o si antes con ellos que con el vinagre debiese restituir la vida a su adorado amo.<br />

Comenzó éste a recobrar los sentidos después de haberle bañado Taydor las sienes y<br />

frente con vinagre, sosteniéndolo con su brazo izquierdo y llamándolo a la vida con sus<br />

ardientes y amorosas expresiones. Eusebio abre entonces sus ojos confusos y vagos, <strong>com</strong>o<br />

ignorando lo que le pasaba, moviéndolos a todas partes, fijando entonces su recobrado<br />

sentimiento en el llanto y afectos de Taydor, le dice con voz lánguida: ¿Qué es de mí, Taydor?<br />

Pero luego, reparando en el cadáver de Hardyl que tenía al lado, arroja un suspiro vehemente<br />

y cae de nuevo desfallecido en el seno de Taydor, llorando éste y pidiendo otra vez el vinagre<br />

a los labradores.<br />

Pero no alcanzando entonces la fuerza del vinagre, hace traer un barreño de agua fría, en<br />

la cual, empapando el pañuelo, se lo aplicaba repetidas veces al rostro, con que <strong>com</strong>enzaba a<br />

volver en sí. Mas temiendo Taydor que si volvía Eusebio a reparar en el cadáver de Hardyl,<br />

volvería a su desfallecimiento, se lo llevó en brazos a la cama del labrador, ayudado de éste,<br />

donde poco a poco llegó a recobrarse enteramente, fortalecido de algunas gotas del espíritu<br />

que llevaba él mismo consigo y que destiló Taydor en una cucharada de agua.<br />

Sintiéndose con algunas fuerzas y recobrado su entero conocimiento: ¿Dónde está,<br />

Taydor, le dice con voz débil, dónde llevaste mi amado Hardyl, mi tío adorable? ¡Oh Dios!...<br />

y prorrumpe en llanto. Taydor, que oía llamar a Hardyl su amado y adorable tío, creía que<br />

delirase, y así le dice: Señor, mire vmd. por su vida, porque a la verdad nos ha tenido en suma<br />

agitación y cuidado. ¡Triste de mí!, vuelve a exclamar Eusebio, ¿dónde está? ¿Dónde está mi<br />

adorable tío? Dímelo, Taydor, llévame allá para que lo abrace, para que muera, si puedo, en<br />

sus brazos, pues háceseme odiosa la vida. Por Dios, señor mío, no quiera vmd. exponerse otra<br />

vez al peligro en que lo hemos llorado, le decía afectuosamente Taydor; espere vmd. que<br />

venga el médico y cirujano, pues poco podrán tardar. No es posible, Taydor, quiero ir allá;<br />

quiero verlo, decía Eusebio, dame la mano.


Viendo Taydor que se levantaba de la cama, quiso oponerse de nuevo con respetuosas<br />

instancias, pero venciendo la ardiente porfía de Eusebio, hubo de ceder, a<strong>com</strong>pañándolo hasta<br />

el cadáver de Hardyl. A su vista, cobrando fuerza su dolor y afectos, y <strong>com</strong>unicándola a su<br />

cuerpo, póstrase de rodillas al lado del cadáver; e inclinándose un poco con las manos<br />

cruzadas, cayéndole un río de lágrimas de los ojos, <strong>com</strong>enzó a decirle: ¡Oh varón digno de la<br />

veneración de la tierra que no te conoció, y digno de las adoraciones de éste tu amante sobrino<br />

que sólo te pudo conocer en la muerte! Recibe de él, de todos sus más ardientes sentimientos<br />

y afectos, este tributo debido a tu sublime virtud y sabiduría.<br />

¡Cielos! ¿Cómo pudo resistir la fortaleza de tu corazón a los impulsos del afecto, para<br />

dejar de hacerme una declaración a que te forzaban en tantas ocasiones todos los sentimientos<br />

de aquel puro y santo amor con que me mirabais <strong>com</strong>o a hijo que hubieseis engendrado?<br />

¿Mas, por qué? ¡Oh cielos! ¿Por, qué ocultarme un secreto que hubiera sido mi mayor<br />

consuelo en la tierra? ¿Por qué encubrir a Henrique Myden, cuando te me entregó para que<br />

me educases?<br />

¿Por qué encubrirlo a mi niñez, cuando trabajaba contigo en la tienda? ¿A mi mocedad,<br />

cuando la pasé contigo en las desgracias que sufriste por mi amor, para fortalecer en ella mi<br />

flaca virtud con tus ejemplos y consejos? ¡Todo, todo me falta contigo! Todo lo perdí con tu<br />

vida ¡oh cielos! ¿Por qué me robasteis mi Hardy?<br />

¡Oh mi padre! ¡Oh mi consolador en la tierra!<br />

¡Oh dulce amparo de mi vida, y guía de mis errantes pasos entre los errores y riesgos del<br />

mundo y de los engaños de los hombres! Tu esplendor extinguido me deja expuesto en las<br />

tristes tinieblas que agravan mi dolor, cual purísimo lucero ofuscado a la vista del perdido<br />

caminante en medio de su peligrosa carrera sembrada de escollos y despeñaderos. ¡Oh, si a lo<br />

menos hubieseis llegado conmigo al puesto donde el amor que purificaron tus consejos me<br />

esperaba para ceñirme la corona de la dicha en el altar del himeneo! Mas ahora sin ti, sin<br />

aquel puro y santo gozo que infundía tu presencia y <strong>com</strong>pañía en mi alma, a mis sentimientos,<br />

triste, pesaroso, abatido, ¿qué dicha podré esperar cumplida en el suelo? ¿Cómo la podré<br />

esperar de mi Leonada? ¡Oh Leonada! ¡Oh amor mío! Perdiste tu libertador y yo lo perdí tal<br />

vez todo en aquel a quien te debo. No, no verás más a tu buen Hardy, cuyas máximas te eran<br />

respetables, y cuya bondad adorabas.<br />

¡Oh cielos!, ¿merecí por ventura que descargarais sobre mí, en vuestro poderoso rigor,<br />

este terrible golpe? ¿Por que, por qué la muerte, si fue mensajera de vuestras iras, no vibró el<br />

dardo contra mi pecho? ¡Oh Dios! ¡Oh cielos! Respeto, respeto vuestros inescrutables<br />

designios. ¡Qué mortal se atreverá a sondearlos en el exceso de su dolor! Adoro y beso con<br />

llanto, y traspasado mi corazón de sentimiento, la mano omnipotente que rompió el velo<br />

mortal que detenía en la tierra, superior a toda ella, aquel espíritu que lo animaba, acreedor al<br />

trono de gloria que su excelsa virtud le preparaba en el esplendoroso seno de la inmortalidad.<br />

¡Oh grande, oh sublime Hardy, a quien veneré en vida y cuyos despojos exigen todavía<br />

mi veneración aunque yertos!, ¡triste de mí e insensibles a mi justo dolor, a mi ardiente e<br />

inconsolable llanto! Derrama desde el cielo los destellos de la luz celestial, que te corona,<br />

sobre mi alma abatida y circundada de tristísima noche, para que alumbrada y fortalecida de<br />

ella experimente que no desamparaste enteramente a quien te invoca, a quien educaste con los<br />

consejos y máximas de tu sublime virtud y prudencia, y con los ejemplos de tus santas<br />

costumbres, tanto más adorables cuanto menos conocidas.<br />

Con estas y otras muchas exclamaciones, a<strong>com</strong>pañadas de llanto y de gemidos, aliviaba<br />

Eusebio el sentimiento entrañable que lo trastornaba por la pérdida de su adorable Hardy,


cuando llegaron su apoderado y Altano. Ellos, impacientes, se habían adelantado al médico y<br />

cirujano que los seguían, y descubriendo a Eusebio que estaba de rodillas con las manos en<br />

cruz arrimadas al pecho, regando su rostro las lágrimas junto al cadáver de Hardy sin acabar<br />

sus lamentos, quisieron distraerlo, acercándose para darle aviso de su llegada. Aunque a su<br />

vista prorrumpiese Eusebio en más fuertes sollozos, eran bien inferiores a los que daba Altano<br />

y a las dolorosas demostraciones que hacía ante el cadáver de Hardy, besándole los pies y<br />

dándole en sus rudas expresiones respetuosos reproches, por haberse encubierto toda su vida a<br />

su señor don Eusebio.<br />

Había sabido Altano esta circunstancia antes de llegar a la casilla; y <strong>com</strong>o siempre lo<br />

había tenido en su concepto por artesano y mirándolo <strong>com</strong>o tal, despertó en él este<br />

descubrimiento la veneración y respeto que no habían podido merecerle sus costumbres y<br />

porte, <strong>com</strong>unes a los demás en apariencia, y que sólo se hacían ahora sublimes a sus ojos,<br />

cotejándolos con su nacimiento y carácter; mucho más por haberlo tenido encubierto toda su<br />

vida a su mismo sobrino, cuya aflicción y postura contribuyó también para que Altano se<br />

enterneciese y prorrumpiese en iguales lamentos, haciéndolos desistir de ellos la llegada del<br />

médico y cirujano.<br />

Éstos, ayudados del apoderado, consiguieron hacer levantar del suelo al tristísimo<br />

Eusebio, después de haber éste besado varias veces los pies del difunto Hardy. Ya en pie<br />

Eusebio, antes de perder de vista al cadáver de que no podía desprenderse, alzando los ojos al<br />

cielo: ¡Oh Dios, exclamó, a quién me habéis robado! ¡Qué pérdida me será ya sensible en la<br />

tierra! Y prorrumpiendo en nuevos sollozos, se dejó llevar al cuarto del labrador, donde<br />

examinó el cirujano la herida que había recibido en la cabeza y la contusión, que <strong>com</strong>enzaba a<br />

darle agudo dolor en el brazo; pero mientras lo curaba, tuvo la advertencia el apoderado de<br />

hacer examinar al médico el cadáver de Hardy, para que Eusebio no estuviese presente, y<br />

halló una fuerte contusión en el pecho, de donde infirió la rotura de algunas venas internas.<br />

Aunque Eusebio, después de curado, no quería desamparar el cadáver ni la casilla hasta<br />

que no lo llevasen a enterrar, su apoderado se prevalió de los mismos deseos que Eusebio<br />

manifestaba de que fuese solemne el entierro, para llevárselo a S... y apartarlo del cadáver, no<br />

habiendo ninguna <strong>com</strong>odidad en la casa del labrador para pasar aquella noche; consiguiólo<br />

finalmente, uniendo el médico y cirujano sus instancias. Y así, después de haber desahogado<br />

de nuevo su dolor y ternura en el cadáver, en<strong>com</strong>endándolo con lágrimas a Taydor, partió en<br />

el calesín que había traído su apoderado, no pudiendo servirse del coche, que había padecido<br />

mucho en el vuelco; arrastráronlo con todo hasta S... los cocheros con los tres caballos,<br />

desamparando en el camino al que había muerto de la cornada.<br />

Con tan siniestros agüeros entró Eusebio en su patria, habiendo perdido su adorable<br />

Hardy, expuesto a perder también la herencia de sus padres, que su tío paterno le contrastaba.<br />

¿En qué bienes de la tierra podrá el hombre asegurar su confianza?<br />

FIN DE LA TERCERA PARTE


Parte cuarta<br />

Libro primero<br />

La grande impresión que hizo en el ánimo de Eusebio la muerte de su amado y respetable<br />

Hardy, hubiera sido mucho mayor, por las circunstancias que concurrieron en ella, si la<br />

memoria de sus ejemplos y virtud singular no hubiese contribuido para fortalecer su ánimo en<br />

las máximas en que desde niño lo había adoctrinado. Parecía haber quedado su alma<br />

embebida en los sublimes sentimientos de aquel venerable difunto.<br />

Aunque nos afligimos en la pérdida de un hombre de conocida virtud, que respetábamos<br />

en vida, parece, sin embargo, que nuestra tristeza participa de la veneración que nos infundió<br />

el concepto que teníamos de sus virtudes, antes que del sentimiento que nos causa el perderlo<br />

para siempre de vista. Tal vez, a pesar de nuestras lágrimas, nos consuela la memoria de su<br />

inculpable vida, envidiándole aquella misma que en cierta manera sentimos. Deseáramos que<br />

fuese semejante a la nuestra.<br />

Todos los esmeros de don Juan Sauz, que hospedó a Eusebio en su casa mientras se<br />

acababa de alhajar la que había tomado en alquiler, de nada aprovechaban para agotar sus<br />

lágrimas. Ellas eran día y noche el alimento de la tierna sensibilidad que las producía,<br />

fomentada de la memoria de su estrecho parentesco, que sólo le había descubierto en su<br />

dichoso trance. Sirvió de alguna <strong>com</strong>pensación a su pérdida el retrato del mismo Hardy que<br />

mandó hacer a un excelente pintor antes que enterrasen el cadáver, a quien la muerte violenta<br />

en nada había desfigurado. Pudo así el pintor animar sus enteras facciones y fisonomía,<br />

representándolo de cuerpo entero en la casilla del labrador, sentado sobre la paja en que<br />

murió, conversando con el mismo Eusebio.<br />

Esta viva imagen le renovaba de continuo la memoria de sus singulares virtudes, de los<br />

últimos consejos que le dio sobre la religión santa en que lo había educado. Fomentábale al<br />

mismo tiempo los deseos de imitar su virtuosa conducta y el tierno agradecimiento que le<br />

debía por tantos esmeros y cuidados, y por el singular cariño con que atendió siempre a su<br />

educación desde sus más tiernos años. Servíale a más de esto de norma el recuerdo de su<br />

conducta para todo lo que hacía o había de emprender, obrando a tenor de los ejemplos de<br />

Hardy, o de lo que hubiera hecho él mismo en los lances que se le presentaban, teniendo<br />

siempre delante su admirable moderación y prudencia.<br />

Su entierro fue solemne y concurrido de toda la ciudad habiéndose esparcido en ella el<br />

descubrimiento del difunto por tío de Eusebio y por hermano de su madre, apellido que era<br />

muy conocido en S... y que entonces se hacía famoso por el peso que daba a las justas<br />

pretensiones de Eusebio sobre la herencia de sus naufragados padres, que su tío paterno le<br />

contrastaba con pleito. Éste se había ya hecho célebre por su entidad, restando nueva materia<br />

a los discursos de los ciudadanos la llegada del mismo Eusebio, a quien llamaban el<br />

Americano, y sobre todo las circunstancias del descubrimiento, muerte y entierro de su<br />

difunto tío que con él venía.<br />

Por lo mismo, cuanto mayores eran las demostraciones de interés y de afecto que<br />

manifestaban todos por la verdad de la causa del joven Eusebio, otro tanto mayor era el<br />

resentimiento de su tío don Gerónimo y el empeño que tomaba para desmentir el<br />

descubrimiento del difunto; pues no había motivo en lo humano para que se encubriese por<br />

tanto tiempo un tío a su sobrino, si de hecho lo hubiera sido. Crecieron las quejas de don<br />

Gerónimo luego que Eusebio <strong>com</strong>unicó a sus abogados el testamento de Hardy que mandó no<br />

lo abriese hasta después de su muerte <strong>com</strong>o lo hizo algunos días después que depositaron el


cadáver en una arca de plomo, mientras se acababa de construir el lucilo de mármol con que<br />

quiso Eusebio conservar la memoria de las singulares virtudes de tan respetable difunto.<br />

Se abrió el testamento con todas las formalidades. En él se declaraba Hardy por tío<br />

materno de Eusebio con evidentes razones. Prevenía que hacía el testamento en París, y no<br />

antes ni después, porque allí tuvo la primera noticia del injusto pleito que don Gerónimo había<br />

puesto a su sobrino Eusebio sobre su paterna herencia. Haber sido testigo el mismo Hardy de<br />

la llegada de Eusebio a Filadelfia después del naufragio y de la adopción que hicieron del<br />

niño naufrago Henrique y Susana Myden. Que por lo mismo <strong>com</strong>o tío materno que le era, lo<br />

declaraba heredero de la casa y huerto que Hardy poseía en Filadelfia.<br />

A éstas añadía Hardy en el testamento otras razones y particularidades que ponían en<br />

claro la verdad de la causa de Eusebio; pero que sin embargo dejaban presa a las razones de<br />

los abogados contrarios para llevar el pleito adelante, y a don Gerónimo daban motivo para<br />

desmentirlas. Ni quería reconocer a Eusebio por su sobrino, por ninguna vía, negándole la<br />

entrada en su casa la vez que fue Eusebio a visitarlo para proponerle que deseara tratar el<br />

pleito amigablemente. Hízole saber esto mismo por tercera persona, no pudiendo hacerlo por<br />

sí, hasta ofrecérsele a partir las diferencias con un ajuste desinteresado. Sordo don Gerónimo<br />

a toda proposición, codicioso de la entera herencia, creía hacer más justas sus pretensiones<br />

con el declarado rencor con que procedía con su sobrino y con los denuestos con que lo<br />

cubría.<br />

Eusebio, ajeno de toda sombra de interés y de codicia, lejos de resentirse por todas las<br />

demostraciones y pasos de su tío, miraba al contrario con suma moderación todas sus<br />

oposiciones, remitiendo su defensa a los abogados sin disimularles que, por lo que a él tocaba,<br />

cedería en su derecho si éste no hubiese de pasar a sus hijos, en caso que los tuviese, a quienes<br />

la herencia pertenecía. Con estas mismas expresiones de la moderación de Eusebio parecían<br />

ser señal de flaqueza y de falta de derecho, antes que de desinterés para con los contrarios, se<br />

cerraron éstos a todo ajuste, y el pleito se llevó adelante sin que alterase la tranquilidad del<br />

ánimo de Eusebio; pues ni su pérdida le había de acarrear pesadumbre, ni gran gozo su<br />

adquisición, preparándose con la reflexión de las máximas de la sabiduría para el éxito,<br />

cualquiera que fuese.<br />

Bien sí, <strong>com</strong>o lo lisonjearon sus abogados que podía quedar decidido el pleito dentro de<br />

aquel año, determinó pasarlo en S... hasta su liquidación. Pasó a habitar la casa que tomó en<br />

alquiler luego que estuvo decentemente alhajada, suministrándole don Juan Sauz todo el<br />

dinero que necesitaba, según el orden que había recibido para ello del padre de Leonada,<br />

<strong>com</strong>o se lo previno Henrique Myden a Eusebio en la carta que recibió en París.<br />

Su casa era cómoda y aseada, y deliciosa la vista que le presentaba el río Guadalquivir, lo<br />

largo de su ribera, frecuentada de barcos de contratación, y la hermosa vega que fertilizaba.<br />

Aunque esto contribuía en parte para divagar los pensamientos de Eusebio en las<br />

circunstancias de un estado que, en cierto modo, era nuevo para él, echaba menos, sin<br />

embargo, en todos los objetos la presencia y <strong>com</strong>pañía de su adorable Hardy. Parecíale<br />

hallarse <strong>com</strong>o un niño expuesto en un mundo nuevo. Arrancábale frecuentemente su memoria<br />

tiernas lágrimas, especialmente su retrato, todas las veces que fijaba en él sus ojos, llamándolo<br />

su buen padre, su consolador, su consejero, su amigo, que todo esto había perdido con él, sin<br />

poder encontrar <strong>com</strong>pensación a aquella afectuosa y suave confianza que le hacía hasta de sus<br />

más íntimos sentimientos.<br />

Con él había vivido siempre, en él descansaba, él mismo regulaba por lo <strong>com</strong>ún todas sus<br />

operaciones. Ahora debía vivir solo, pasar todo por sus manos, sin gana, sin voluntad de<br />

atender a cosa alguna, remitiéndolo todo a la lealtad de Gil Altano y de Taydor, para


entregarse todo entero a su inconsolable tristeza hasta que la imagen del mismo Hardy en<br />

sueños, revestida de celestial esplendor, acordándole las máximas y consejos de la virtud,<br />

confortó su ánimo, consoló su corazón y avivó los sentimientos de su virtud abatida, para que<br />

a tenor de ella prosiguiese la carrera de su vida mortal, formándose un plan y arreglo en su<br />

nuevo estado.<br />

Formóselo desde entonces Eusebio en su trato, en sus estudios y familia. Ésta se reducía<br />

a Gil Altano, a Taydor y a los dos cocheros, que quiso retener consigo el tiempo que quedase<br />

en S... por la fidelidad con que lo habían servido, aunque no necesitaba sino uno de los dos,<br />

no queriendo mantener más caballos que los tres que le quedaban, después que murió el otro<br />

de la fatal cornada, causa de la funesta muerte de Hardy. Todos sus criados tenían su<br />

particular inspección para que no estuviesen ociosos, antes que para hacer servir su número de<br />

fomento de vanidad y ostentación a Eusebio, que los amaba y que ejercitaba en ellos su<br />

<strong>com</strong>pasión. En todo lo que podía servirse por sí mismo, lo hacía, especialmente en su persona,<br />

que en su traje sencillo no necesitaba de ajenas manos para vestirse ni para ataviarse, no<br />

llevando más que un vestido en invierno y otro en verano, y el cabello natural sin rizos y sin<br />

peinado.<br />

Continuó en guardar la máxima de Hardy en no poner librea a sus criados,<br />

<strong>com</strong>padeciendo sobrado la humilde y penosa condición a que los sujetaba la suerte, para que<br />

los quisiera envilecer con un distintivo, inventado de la refinada vanidad de los hombres que<br />

pretenden honrarse con la ajena humillación. Por el contrario, ningunos criados había más<br />

bien tratados, ningunos iban más bien vestidos ni más generosamente pagados, ni había por<br />

consiguiente amo más amado ni más fielmente servido que Eusebio, ni a quien menos a cargo<br />

estuviese su servicio. Sin desplegar sus labios, su misma modesta <strong>com</strong>postura, la tranquilidad<br />

suave de su conducta, la afable moderación que animaba a su porte y a todas sus acciones,<br />

servían de norma a sus criados para regular las suyas y para respetar, <strong>com</strong>o a cosa sagrada, la<br />

dulce quietud y paz de su amo in<strong>com</strong>parable.<br />

Desde que Eusebio llegó a S... su mayor deseo era el salir de la incertidumbre en que lo<br />

había dejado el descubrimiento de Hardy sobre los motivos que pudo tener para dejar su patria<br />

y para ir a establecerse a la América, a más del que le había insinuado él mismo antes de<br />

morir; y sobre las noticias de su estado y familia antes de dejar a España. Luego, pues, que<br />

tuvo arregladas sus cosas y que dio sistema a su nuevo estado de vida, Procuraba informarse<br />

de unos y de otros, sin perdonar a pasos ni a diligencias para conseguirlo. Hacíasele<br />

sumamente extraño no sólo que hubiese dejado el nombre y apellido de su familia por el de<br />

Jorge Hardy, sino también el haberse encubierto con tanta reserva para tantos años y en tantas<br />

ocasiones en que parecía imposible que hubiese podido resistir el entrañable y tierno cariño<br />

que le profesaba.<br />

A pesar de todas sus diligencias, no pudiendo tener las noticias que deseaba y que lo<br />

dejasen enteramente satisfecho, se vio precisado a ir en persona a la villa de donde era natural<br />

Hardy, que no distaba mucho de S... y donde esperaba encontrar algún hombre o mujer que<br />

hubiese conocido a Hardy en su infancia y juventud. Engañóse también en esto; pues sólo allí<br />

tuvo noticias vagas que no lo satisfacían. La familia de Hardy se había extinguido con él; ni<br />

quedaba ninguno de sus parientes, ni había extraños que lo conociesen y que pudiesen darle<br />

las noticias individuales que deseaba.<br />

Tanto hizo, tanto preguntó, que finalmente dio con una vieja que lo remitió a un cura de<br />

una vecina aldea, a donde se encaminó inmediatamente Eusebio. Tampoco el cura supo darle<br />

cabales noticias, pero lo aseguró que se las podría dar un viejo pastor que tenía en su<br />

parroquia, aunque en lugar algo distante, pues se acordaba que él mismo había sido


dependiente de la familia que Eusebio le nombraba, habiéndole oído contar algunas cosas de<br />

ella. Le añadió que el pastor se llamaba Eumeno y que pasaba ya de los ochenta.<br />

Abriósele a Eusebio el cielo con esta noticia; y aunque era ya algo tarde, no quiso diferir<br />

su partida para el día siguiente, sino que tomando por guía a un labradorcillo que le dio el<br />

mismo cura, partió aquella misma tarde en busca del viejo Eumeno, en <strong>com</strong>pañía de Taydor<br />

que era el solo de sus criados que llevaba consigo. Deliciosísimo fue aquel camino para<br />

Eusebio, así por el motivo porque lo emprendía, <strong>com</strong>o por su frondosa amenidad. Recreaban a<br />

su vista y alma los amenos campos que privilegió naturaleza sobre todos los de la tierra,<br />

dotando su terreno de inagotable fertilidad, cuyo vigor perpetúa los frutos y verdores en todas<br />

las sazones, sin que los alteren los rigores del invierno a quien no conocen. Las flores, apenas<br />

despuntadas, admiran junto a sí a los frutos ya sazonados, pendientes de los mismos ramos de<br />

quienes se desprenden, para dar lugar a la nueva generación con que enriquecen la descansada<br />

industria de sus felices cultivadores.<br />

Crecía la <strong>com</strong>placencia de Eusebio, al paso que su guía lo iba internando en una deliciosa<br />

quebrada formada de humildes montecillos cubiertos de espeso bosque, cuyo suelo, sin<br />

maleza, ofrecía abundante pasto para el ganado, y las copas de los árboles asilo seguro y<br />

fresco a las aves que las poblaban, y que ya recobradas entonces en sus nidos, daban con sus<br />

últimos cantos la despedida al día que apartaba de la tierra sus resplandores. La noche que lo<br />

seguía, cubriendo al suelo de sus primeras tinieblas, convidábalas al descanso, al ruido de un<br />

manso arroyo que iba despeñándose lo largo de la quebrada entre espesas matas de juncia y de<br />

mastranzo que se recreaban en sus cristalinas aguas. Resonaba de su dulce murmullo toda<br />

aquella deliciosa soledad que tenía encantados los sentidos de Eusebio y enajenada su alma de<br />

suave <strong>com</strong>placencia y admiración.<br />

¡Qué envidiable sitio para el tierno y recogido corazón de Eusebio! ¡Cuántas veces<br />

llamaba dichoso al viejo Eumeno, representándoselo en aquel tranquilo y frondoso desierto,<br />

lejos de los engaños y fraudes de la ambición y codicia de los hombres! Lo distrajo de esta<br />

suave contemplación el labradorcillo que lo a<strong>com</strong>pañaba, diciéndole: ¿Veis ese ganado que<br />

baja por aquella cuesta? Es del viejo Eumeno y se encamina a su manada. ¿De Eumeno es ese<br />

ganado?, pregunta Eusebio alborozado, ¿según eso, poco distante debe de estar su habitación?<br />

Vais a descubrirla, le responde el muchacho, desde la cima de esa loma que nos falta por<br />

trasponer. Eusebio, al oír esto, aviva el paso, vence la cuesta y descubre inmediatamente la<br />

casa de Eumeno en medio de un prado bastante espacioso, poblado de árboles que se<br />

extendían en ordenadas hileras hacia los oteros que a la redonda lo coronaban.<br />

Acrecentó las delicias y hermosura de aquel frondoso sitio la enajenada opinión de<br />

Eusebio, mucho más que su vista, admirándolo al resplandor de la luna que argentaba al<br />

ofuscado suelo, haciendo resaltar sus sombras, aunque alumbradas escasamente de los últimos<br />

crepúsculos del escondido día.<br />

Azorado Eusebio de sus impacientes deseos, toma el camino de la casa entre dos hileras<br />

de árboles y llega a ella finalmente. La puerta estaba abierta y entra. No respondiendo<br />

ninguno a su llamamiento, no se atreve a internarse respetando aquella envidiable seguridad.<br />

Preguntó, sí, al muchacho, si conocía a alguno de la casa. El muchacho le dice que sí, que<br />

había estado dos veces con el señor cura en ella y que iría a avisar de su llegada. Eusebio lo<br />

deja hacer y, entretanto, se sienta con Taydor sobre un banquillo que allí había entre algunos<br />

aperos de labranza.<br />

Compareció luego el muchacho con una labradora anciana, seguida de una agraciada<br />

doncella, para ver lo que quería aquel caballero que les en<strong>com</strong>endaba el cura por medio del<br />

labradorcillo, y viendo a Eusebio que se le presentaba con modesta afabilidad, le dice con


eportado despejo: ¿Qué se le ofrece a vmd.? ¿En qué podemos servirle? Bienvenido sea; la<br />

casa cual es, la tiene vmd. a su disposición. Deseamos servir a vmd. y al señor cura que nos da<br />

ocasión para ello; la voluntad quisiera igualar al mérito de vmd. Eusebio hubo de interrumpir<br />

al oficioso cumplimiento que iba largo, diciéndole que sólo lo habían traído allí los deseos de<br />

hablar con el viejo Eumeno sobre cosa que le interesaba mucho.<br />

Venga pues vmd. si tales son sus deseos, le dice la labradora; y lo lleva a una estancia<br />

donde dos pastores trasquilaban ovejas. Cerca de ellos estaba el viejo Eumeno sentado,<br />

escogiendo la lana que le iba dando un niño, repartiéndola él entre dos canastos que tenía al<br />

lado de su asiento. La sorpresa de ver a aquel huésped y en aquella hora, no alteró la<br />

afabilidad del rostro venerable del viejo, a quien condecoraban espesas canas, blancas cuanto<br />

la nieve, y que todavía conservaba en edad tan avanzada, sin necesitar de apoyo para caminar<br />

y sin padecer notable menoscabo en sus sentidos. La labradora, que era su nuera más anciana,<br />

le presentó a Eusebio, diciéndole que allí tenía a un caballero que le en<strong>com</strong>endaba el señor<br />

cura y que deseaba hablarle sobre un negocio de mucha importancia.<br />

Eumeno, oído esto, sin moverse de su asiento, se vuelve a Eusebio y dice a su nuera que<br />

le trajese asiento. Eusebio le responde que sentía acarrearle aquella molestia en hora tan<br />

importuna, pero que las ansias que tenía de informarse de un tío suyo, de quien le había dicho<br />

el cura que él le daría cabal razón, lo habían traído impaciente a su casa. ¿De un tío vuestro?,<br />

pregunta Eumeno, ¿cómo se llamaba ese vuestro tío? Eugenio Vall... responde Eusebio. El<br />

viejo Eumeno, al oír aquel nombre, se para un poco <strong>com</strong>o suspenso y conmovido; luego<br />

exclama: ¡Oh hijo mío! ¡Qué conmoción de afectos y de ideas causas en mi pecho! El cielo te<br />

ha traído; ¡ojalá sea para mi consuelo! Mas dime primero:<br />

EUMENO.- ¿Cómo te llamas?<br />

EUSEBIO.- Eusebio M...<br />

EUMENO.- ¿Eusebio M... hijo de don Leandro M... y de doña Clara de Vall... de<br />

quienes se dijo que habían naufragado?<br />

EUSEBIO.- De esos mismos.<br />

EUMENO.- ¡Oh cielo!, ¿conservasteis acaso mis días para darme a probar tan grande<br />

gozo? Eusebio, hijo mío, ven acá, deja que te abrace, que te bese y que desahogue con estas<br />

tiernas lágrimas en tu seno el gran consuelo que me acarreas; deja que te dé una prueba del<br />

grande amor y afecto que debí a tus padres.<br />

Eusebio, conmovido del llanto y de las exclamaciones del buen viejo que le tendía los<br />

brazos, se levantó de su asiento para irlo a abrazar, mezclando sus lágrimas con las de<br />

Eumeno que, estrechándolo a su seno, le decía: ¡Oh mi amado Eusebio, cuán gran gozo es el<br />

mío!, ¡cuán gran gozo es el mío! No puedo explicártelo sino con llanto. Pero ven acá; trae<br />

aquí tu silla, siéntate junto a mí; mis ansias no son menores que las tuyas. Dime ahora, pues<br />

yo hace años que no puse los pies en S...<br />

EUMENO.- ¿Fue falsa según eso la voz, aunque se dio por cierta, que tú y tus buenos<br />

padres habíais naufragado? ¡Oh cuánto me alegro de este hallazgo y encuentro para mí tan<br />

precioso!, ¿no naufragasteis, pues, <strong>com</strong>o se decía?<br />

EUSEBIO.- La voz fue cierta; y naufragó de hecho el navío en que íbamos a la Florida.<br />

Pero la providencia quiso salvarme a mí solo de las olas por medio de un marinero que me


sacó a la playa de la América, quedando sin duda anegados mis buenos padres de la borrasca,<br />

pues se rompió el navío y nada más pude saber de ellos desde entonces.<br />

EUMENO.- ¡Me consolaba pues demasiado presto por ellos! ¡Se desvaneció mi<br />

temprano gozo, después que lloré tanto su desgracia que tú ahora, hijo mío, con nuevo dolor<br />

me confirmas! Tengo a lo menos el consuelo de certificarme que saliste salvo de las olas. Pero<br />

dime, ¿has estado todos estos años en aquellos países? ¿Ahora solo llegas de aquellas partes?<br />

Pues el traje en que te veo me parece forastero.<br />

EUSEBIO.- Hace pocos días que llegué y mi primer cuidado, apenas llegué, fue de<br />

informarme de ese mi amado tío por quien os pregunté. Mas no habiendo encontrado ninguno<br />

en S... que me supiese dar razón de él, hice tanto que di finalmente con el cura que me<br />

encaminó a vuestra casa, donde tengo al cabo el indecible contento que me da, no solamente<br />

vuestra tierna acogida, sino también la esperanza que dejaréis satisfechos mis deseos.<br />

EUMENO.- ¡Ah! hijo mío, ojalá yo pudiese satisfacértelos. ¿Pero quién sabe lo que se<br />

hizo ese vuestro buen tío, para mí siempre respetable? Yo también deseara, cuanto tú, saber el<br />

país en donde mora. Aunque ¡quién podrá saber si vive todavía o si murió!, ¡ah si yo pudiera<br />

reverlo y abrazarlo!<br />

Eusebio, al oír esto, no se pudo contener, prorrumpiendo en más tierno llanto y sollozos.<br />

Eumeno, extrañando aquella novedad, le dijo:<br />

EUMENO.- ¿Qué es, hijo mío?, ¿por qué lloras? ¿Es acaso porque no puedes conocerlo<br />

<strong>com</strong>o deseabas?, ¿tanto te interesa saber de él?<br />

EUSEBIO.- ¡Oh Eumeno, sé muy bien que ya no existe en la tierra, pues lo acabo de<br />

perder para siempre!...<br />

EUMENO.- ¡Oh cielos!, ¿qué dices?... ¿Lo acabas de perder?, ¿mas cómo lo has<br />

conocido?, ¿en dónde?, ¿cuándo? Cuéntamelo, hijo mío, pues estas lágrimas que me saca esa<br />

tu infausta noticia, son efecto del amor y del eterno reconocimiento que debo a su dulce<br />

memoria; ni extraño ya que tú lo llores tanto, si lo llegaste a conocer en vida, <strong>com</strong>o tuve yo la<br />

dicha de conocerlo.<br />

EUSEBIO.- ¡Oh sí conocí a mi adorable Hardy! ¡Ah! No sé darle otro nombre que ése,<br />

bajo el cual se me encubrió toda mi vida, habiéndome sólo descubierto en la hora de la muerte<br />

su verdadero nombre de Eugenio, y el ser mi tío.<br />

EUMENO.- ¡Cómo, cómo hijo mío, cuántas cosas me haces saber a un mismo tiempo!<br />

¡Oh día para mí muy dichoso y juntamente funesto! Pues en el momento en que vas a<br />

satisfacer los deseos que por tantos años alimenté de saber nuevas de mi venerado don<br />

Eugenio, en ese mismo me participas la de su muerte; no te pese, hijo mío, de explicarme las<br />

muchas cosas que me insinúas. ¿Cómo es que dijiste que lo has conocido toda tu vida? Antes<br />

que tú nacieras ya él se había ausentado de su patria poco después que murió su mujer, sin<br />

saber ninguno a dónde se hubiese ido.<br />

EUSEBIO.- ¿Casado fue Hardy?<br />

EUMENO.- Sí, hijo, lo estuvo seis años. Pero dime primero dónde y cómo lo conociste,<br />

pues deseo con ansia el saberlo; yo te contaré después todo lo que deseares.


EUSEBIO.- Poco después que el cielo me sacó de las olas, sirviéndose para ello de<br />

marinero que os dije, me llevaron a Filadelfia dos cuáqueros que nos recobraron en su granja.<br />

EUMENO.- Perdona, Eusebio, si te interrumpo; ¿qué vienen a ser esos cuáqueros que<br />

dices? No oí tal nombre en mi vida.<br />

EUSEBIO.- Llaman así los ingleses a una secta de hombres que se formó en Inglaterra,<br />

de los cuales se fue gran parte a establecer en la Pensilvania, provincia de la América, así<br />

llamada de Guillermo Penn que la <strong>com</strong>pró de los indios para que se estableciesen los<br />

cuáqueros de quienes era cabeza. Dos de éstos son los que os dije que nos dieron asilo en su<br />

granja y nos llevaron a la ciudad de Filadelfia, capital de aquella provincia. Allí, habiéndome<br />

ellos informado de la condición de mis padres y de su naufragio, quisieron tenerme por hijo, y<br />

de hecho me prohijaron; llamábanse Henrique y Susana Myden. Estos mis nuevos padres,<br />

para mí siempre adorables, queriendo darme educación, buscaban para ello maestro. Otro<br />

cuáquero amigo suyo, sabiendo sus deseos, les dijo que si querían un maestro cabal y cual no<br />

pudieran encontrar en toda la tierra, que tomasen a un hombre que ejercía el oficio de cestero<br />

en aquella ciudad, cuya virtud y luces él conocía muy bien, aunque no sabía de dónde fuese.<br />

Mis padres, fiados en el dicho de su amigo, lo enviaron a llamar y le propusieron mi<br />

educación; él, oído mi nombre, hizo un vivo ademán de enternecida sorpresa, que yo entonces<br />

no conocí y que sólo ahora echo de ver lo que significaba; en fuerza de haber sabido mi<br />

nombre y apellido, condescendió a darme educación con el pacto que había yo de estar en su<br />

casa y de aprender su oficio. Mis padres desecharon al principio estas condiciones, pero<br />

vencidos finalmente de la fuerza de la virtud que reconocieron en él y del desinterés de no<br />

querer nada por mi educación y mantenimiento, condescendieron en que me criase <strong>com</strong>o<br />

mejor le pareciese. Siete años estuve con él en su casa, donde me enseñó el oficio de cestero,<br />

la virtud y las ciencias, hasta que, proporcionándose la ocasión y el tiempo de venir a España<br />

para ver las haciendas que heredé de mis padres naufragados, quisieron los que me prohijaron<br />

que mi maestro Hardy me a<strong>com</strong>pañase en el viaje.<br />

Largo fuera deciros el amor, la ternura, los esmeros y cuidados con que me educó y con<br />

que me trató, antes <strong>com</strong>o tierno padre que <strong>com</strong>o maestro, no solamente todo aquel tiempo que<br />

me tuvo en su casa, sino también el que duró el viaje que hicimos; primero a Inglaterra, luego<br />

a Francia y finalmente a España, hasta que, estando para llegar a nuestra patria S... y casi<br />

descubriéndola con los ojos, dimos con una torada que venía de ella. Desgraciadamente uno<br />

de aquellos toros hirió a un caballo de los cuatro que llevábamos en el coche, el cual,<br />

enfurecido con la herida y asombrando a los demás, fue causa de que arrebatasen el coche y lo<br />

hiciesen volcar, y de que mi tío Hardy recibiese una fuerte contusión en el pecho con la caída,<br />

de que murió de allí poco... ¡Ah cómo puedo renovar tal memoria sin lágrimas!... Antes de<br />

expirar en mi seno me declaró lo que hasta entonces tuvo fortaleza de ocultarme; que su<br />

verdadero nombre no era el de Jorge Hardy, sino de Eugenio Vall... tío mío y hermano de mi<br />

madre...<br />

EUMENO.- ¡Oh cielo!, ¡quién puede oír esto sin lágrimas! ¿Este Jorge Hardy era don<br />

Eugenio y hacía el oficio de cestero en esta ciudad de la América? ¿No pudiste saber jamás<br />

por qué quiso ocultarse bajo ese nombre?<br />

EUSEBIO.- No, Eumeno; no lo pude saber, <strong>com</strong>o tampoco el motivo que tuvo para<br />

ausentarse de su patria, ni de las circunstancias de su vida anterior, si vos no me lo decís.<br />

EUMENO.- ¡Hombre verdaderamente admirable! No extraño, Eusebio, que lo llores<br />

tanto, pues yo lo lloré desde que lo perdí y lo lloraré lo que me queda de vida, sabiendo de ti<br />

que murió. El cielo me ha privado del indecible gozo que hubiera tenido de volver a verlo,


<strong>com</strong>o lo hubiera visto si hubiese llegado salvo a su patria, pues me amé siempre mucho. Yo le<br />

hice oficio de padre desde que perdió al suyo en la edad de trece años. Su padre me lo dejó<br />

encargado en el testamento, pues aunque dejó por albacea a su yerno, don Leandro, tu padre,<br />

con quien había casado poco antes su hija doña Clara Vall... tu madre, declaró en manda que<br />

su hijo don Eugenio quedase encargado a mi fidelidad, señalándome para esto un crecido<br />

salario.<br />

Acepté de buena gana este empleo, no tanto por la crecida utilidad, cuanto por el grande<br />

amor que me había siempre merecido don Eugenio, por sus amables calidades y por el<br />

excelente corazón que prometía la singular virtud en que creció después, unida a un grande<br />

talento, aunque éste no se manifestase a su exterior afable y algo encogido. Dio bien sí<br />

pruebas de él en los estudios que hizo en Alcalá, a donde vuestro padre don Leandro lo envió,<br />

dejando atrás a todos sus condiscípulos, así en las artes liberales, <strong>com</strong>o en las lenguas latina y<br />

griega que aprendió, empleando en sus estudios todos los nueve años que permaneció en<br />

Alcalá. Yo le cuidé y serví en aquella ciudad todo este tiempo, y fui testigo de su incansable<br />

aplicación y de la vida ejemplar que llevaba.<br />

Restituyóse después de acabados sus estudios a S... donde continué a servirlo, antes <strong>com</strong>o<br />

ayo que <strong>com</strong>o criado. Allí quiso tomar a su cuidado las haciendas, luego que se acabó el<br />

término del arrendamiento a que las dio tu padre. Era muy aficionado a la labranza e hizo<br />

particular estudio de ella; de modo que a pocos años que las llevaba a su cuenta, le rituaban<br />

otro tanto de lo que le pagaban los arrendadores. Tu padre le instaba para que se casase y le<br />

propuso de hecho dos partidos; mientras lo deliberaba quiso hacer un viaje a Cádiz. Allí,<br />

habiendo tenido proporción de conocer a una señora inglesa, que era un ángel en costumbres<br />

y hermosura, se casó con ella y la trajo a S... donde quiso establecerse.<br />

Tuvo de la misma dos hijos, que poco después se le murieron; y aunque sintió<br />

sumamente sus muertes, tenía harto motivo de consuelo en las excelentes prendas de su mujer<br />

y en su cariño pues se amaban tiernísimamente. Sin duda, el grande amor que la tenía don<br />

Eugenio fue la causa principal de su ruina y de la pobreza a que se vieron expuestos de la<br />

noche a la mañana, a pesar de sus ricas haciendas y motivo tal vez de que muriese su amada<br />

mujer y de que don Eugenio, después de su muerte, se ausentase para siempre de su patria y<br />

de que yo lo perdiese.<br />

EUSEBIO.- ¡Mísera condición de los mortales! ¿Tan desgraciado fue Hardy? Nada me<br />

dijo jamás de tales desgracias. No te pese, Eumeno, de contármelas por entero; ellas pueden<br />

instruirme mucho y servirán también para admirar más la fortaleza y virtud de aquella alma<br />

adorable.<br />

EUMENO.- Vas a oírlas, hijo mío; mas no puedo renovar sin llanto tales memorias.<br />

Cuántas veces le oí decir que el cielo le había dado la mujer más amable y cumplida, que su<br />

vida era la más envidiable y que se reputaba muy dichoso. Éralo a la verdad por el sistema de<br />

vida que se había formado: era enemigo del mundo y de su trato; decía que lo poco que había<br />

estado en él, le bastó para conocer que eran mayores los disgustos y pesares que se sacaban de<br />

conversar con los hombres, que la pasajera <strong>com</strong>placencia que se tenía en su solapada<br />

<strong>com</strong>pañía. La que él se había formado era de pocos amigos y conocidos, los demás sólo lo<br />

eran de sombrero. Con aquéllos empleaba las tardes que tenía dedicadas al paseo, ahora con<br />

uno, ahora con otro; ya a pie, ya en coche. Las mañanas y noches las empleaba en el estudio,<br />

que decía ser su mayor pasión.<br />

Los veranos los pasaba en la villa de C... de donde era, donde daba relaja a sus estudios<br />

con el cuidado del campo y de sus cosechas; restituyéndose a S... entrado ya el invierno. Pero<br />

cuando menos lo pensaba don Eugenio, echó a tierra la inconstante fortuna toda su felicidad,


haciéndolo de caballero y rico que antes era, pobre artesano y cestero, <strong>com</strong>o dices que lo<br />

hacía en esa ciudad de la América, Filadelfia o <strong>com</strong>o se llame, privándolo casi al mismo<br />

tiempo de su amable mujer, que no resistió a la mortal pesadumbre y tristeza que le dio la<br />

desgracia de su buen marido, no tanto por el estado pobre a que se veía reducida, cuanto<br />

porque de ella fue causa su mismo padre.<br />

Era éste inglés y se había establecido en Cádiz; y aunque decían que era de linaje noble,<br />

era mercader en aquella ciudad. No contento de la ganancia que le daba el <strong>com</strong>ercio, quiso<br />

tomar un asiento real, mas <strong>com</strong>o para ello necesitase de fianza, acudió a su yerno don<br />

Eugenio. Éste hízosela de contado por el buen concepto que tenía de su suegro, mereciéndolo<br />

su notoria honradez, <strong>com</strong>o también su nombrada dita; ¿mas qué cosa puede haber segura en la<br />

tierra? El naufragio de un navío que iba ricamente fletado al Perú a cuenta de su suegro, hizo<br />

naufragar también la dicha de don Eugenio, porque en fuerza de la quiebra que hizo su<br />

suegro, no pudiendo satisfacer la deuda contraída por el rey, los ministros de justicia se<br />

echaron sobre las haciendas del fiador, y sin atención ni <strong>com</strong>pasión por la antigua nobleza de<br />

aquella familia, las haciendas fueron confiscadas, y luego vendidas.<br />

Don Eugenio se vio entonces pobre de repente y necesitado a que tu buen padre lo<br />

recogiese en su casa. Si mal no me acuerdo, tú, hijo mío, naciste en aquel año; te conocí<br />

entonces en la casa de tus padres, a donde pasé con tu tío don Eugenio y con su mujer,<br />

mientras se liquidaban las cuentas del producto de la venta de las haciendas. Resultando de<br />

ellas quedar don Eugenio acreedor al rey de cuatro mil pesos, se le entregaron cuando ya su<br />

afligidísima mujer, angustiada de la desgracia y oprimida de la misma, murió, dejando a don<br />

Eugenio cual te puedes figurar con su pérdida; pues casi me atrevo a decir que le fue más<br />

sensible que la de sus haciendas.<br />

Desde entonces ya no amaneció día sereno para él, evitando hasta la vista y trato de sus<br />

amigos, viviendo siempre en su retiro, las más veces sobre los libros; los cuales decía que sólo<br />

podían aliviar de algún modo su acerbo dolor y desconsuelo. Teníame a mí solo por<br />

confidente de sus penas y de las lágrimas que frecuentemente derramaba. Un día, llamándome<br />

en secreto, me dijo: (¡Ah! pudiese yo acordarme de sus mismas palabras), en fin, me dijo en<br />

substancia que quería aprovecharse de aquella desgracia, que le había hecho abrir los ojos<br />

para conocer al mundo y a sus vanidades; que para ello había determinado ausentarse para<br />

siempre de su patria e irse a otras tierras donde pudiese llevar sin testigos de su condición y<br />

estado la vida feliz que se proponía.<br />

Me dijo que me hacía a mí solo esta confianza, porque con ella quería darme prueba no<br />

sólo del amor que me tenía, sino también del agradecimiento que debía a mi amorosa<br />

fidelidad en tantos años de servicio; que para esto me entregaba en sus escasas circunstancias<br />

quinientos pesos, con los cuales y con mis ahorros podía yo hacerme un honrado<br />

establecimiento en el campo, y acrecentarlo con mi industria. Que a él le quedaba sobrado<br />

para poner en ejecución sus designios y el sistema de vida que se había propuesto llevar en el<br />

estado en que lo había colocado su desgracia.<br />

Puedes figurarte, hijo mío, cuál fue mi sentimiento cuando oí ésta su resolución. No pude<br />

contener el llanto en que prorrumpí, uniendo a él mis ruegos para disuadirle. Rehusé los<br />

quinientos pesos que me ofrecía y que te aseguro, Eusebio, que hubiera perdido de buena<br />

gana, a trueque de hacerlo mudar de determinación; el mismo sentimiento que sentía de<br />

perderlo para siempre, me incitaba a que hiciese traición a la confianza que me hizo,<br />

<strong>com</strong>unicando a tu padre los intentos que llevaba de irse a vivir a otras tierras para que se lo<br />

impidiese. Pero considerando sus fatales circunstancias, que tu padre no podía aliviar<br />

enteramente, atendida su familia, le guardé el secreto, lo callé con dolor. Él, firme en su<br />

resolución, la puso por obra, con el pretexto de ir a servir en Francia.


Sin duda fue allá a aprender el oficio de cestero, pues antes no lo sabía, y pasó después a<br />

ejercitarlo a la América, donde la providencia te llevó a su casa por tan extraños caminos.<br />

Nada más supimos de él desde que partió; la primera noticia que recibo es la que tú me has<br />

dado, hijo mío, aunque junta con la funesta de su muerte, que es para mí muy sensible. A él y<br />

a tu padre debo estos bienes que todavía gozo, y que me hacen muy llevadera mi vejez en el<br />

seno de mi familia. ¡Oh, si lo hubiese podido ver aquí, <strong>com</strong>o te veo a ti hijo mío! Temo que<br />

hubiera muerto de gozo. Yo no cesaría de hablar de él, pero su muerte desgraciada me trae a<br />

la memoria lo que me insinuaste sobre el pleito que te puso tu tío don Gerónimo. ¿Pues qué,<br />

se halla éste en S...?<br />

EUSEBIO.- Vino del Perú para ponerme pleito.<br />

EUMENO.- Sabía que estaba allá en las Indias; partió un año antes que tus buenos<br />

padres fuesen a la Florida para perecer tan desgraciadamente <strong>com</strong>o perecieron. ¿Pero qué<br />

pretende tu tío don Gerónimo si es el último de los hermanos? ¿Murió por ventura don<br />

Isidoro? ¿De los siete hermanos que fueron quedaban esos dos solos?<br />

EUSEBIO.- Estas son las primeras noticias que tengo de mi familia; ni sabía que tuviese<br />

otro tío fuera de don Gerónimo por lo mismo no sé deciros si vive o murió don Isidoro.<br />

¿Vivía por ventura en S...?<br />

EUMENO.- Hace muchos años que se ausentó de esa ciudad por casarse con una<br />

labradora de quien se había enamorado. Lo que habiendo penetrado su padre y hermanos,<br />

trataban de hacerlo poner en un castillo para que no pudiese efectuar el casamiento Sabido<br />

esto por Isidoro, mostró deseos de ir a servir a Nápoles. Todos creyeron que lo dijese de veras<br />

y lo proveyeron con gran contento para el viaje. Púsose de hecho en camino, pero se supo<br />

después que en vez de seguirlo torció para la villa de C... donde vivía la labradora, y se casó<br />

con ella. No se pudo saber después a donde fuese a vivir con la misma; pero tampoco se tuvo<br />

noticia de su muerte.<br />

EUSEBIO.- ¡Qué ideas me renováis, Eumeno, con ese casamiento! ¿Tío mío era ese don<br />

Isidoro?<br />

EUMENO.- ¿Pues qué, lo has conocido también en la América, <strong>com</strong>o conociste a tu<br />

buen tío don Eugenio?<br />

EUSEBIO.- No es eso lo que me causa tan tierna sorpresa, sino el reconocer ahora a ese<br />

mi tío don Isidoro en otro Isidoro de quien me hizo Hardy, siendo yo muchacho, la mismísima<br />

relación que vos acabáis de hacerme y que no pude olvidar jamás. No me queda la menor<br />

duda que es él mismo, pues con los mismos pelos y señales me contó Hardy su casamiento,<br />

los estorbos de sus parientes y la traza que le dio él mismo de fingir querer ir a Nápoles para<br />

que pudiese efectuarlo mejor. Aún me acuerdo de la ciudad a donde me dijo que se fue a vivir<br />

con su mujer y la dichosa vida que llevaba con ella. Él es, él es, no hay duda; aunque el buen<br />

Hardy me ocultó que fuese ese Isidoro tío mío, llamándolo su amigo. Me bastan las luces que<br />

me habéis dado para certificarme sobre ello, pues se me acuerda muy bien que fue M... la<br />

ciudad a donde me dijo que se fue a vivir con su mujer, y que allí cerca <strong>com</strong>pró algunos<br />

campos, donde pasaba sus días en envidiable tranquilidad. ¡Oh Eumeno, cuán preciosas<br />

noticias me habéis dado! Mi alma rebosa de gratitud y de consuelo.<br />

EUMENO.- No te lo debo menos, hijo mío, por las que tú me acabas de dar también.<br />

Pero es ya hora que vayamos a cenar, y aunque todos los objetos respiren pobreza, créeme,<br />

Eusebio, que es muy rica la voluntad de hacerte dueño de estos mis cortos bienes.


Esto decía el viejo Eumeno, levantado ya de su asiento, teniendo asido de la mano a<br />

Eusebio. Así se encaminó con él hacia otro cuarto, donde había una larga mesa aparejada para<br />

doce personas, que poco a poco fueron llegando; eran todos hijos y nietos del viejo Eumeno,<br />

el cual iba dando razón de todos ellos a Eusebio de su edad, de sus casamientos, del modo<br />

<strong>com</strong>o se había establecido en aquel sitio y cómo Dios había bendecido su industria y su<br />

familia, por haber seguido el consejo de don Eugenio, en quien recayó otra vez la<br />

conversación, deseando informarse el viejo de la casa que tenía en Filadelfia y del oficio de<br />

cestero que allí hacía, y con otras particularidades que se llevaron todo el tiempo de la cena<br />

hasta que, avisados del movimiento de los que se levantaban de la mesa que era tiempo de irse<br />

a descansar de sus fatigas, desistieron en sus discursos y dieron las buenas noches para ir a<br />

dormir.<br />

Informado Eusebio de lo que tanto deseaba saber y cansado del largo viaje que había<br />

hecho aquella tarde, durmió descansadamente en la cama mejor que le pudo dar el viejo<br />

Eumeno. Al día siguiente, <strong>com</strong>o lo despertasen el canto de las aves y los balidos de los<br />

corderos y ovejas que parecían salir de la majada para ir al pasto, se levanta inmediatamente<br />

impelido del deseo de disfrutar la deliciosa vista que se prometía, según la ventajosa idea que<br />

se había formado la tarde antes de aquel ameno valle y sitio cuando entraba en él al<br />

anochecer. Abierta apenas la ventana, su alma y sentidos quedan enajenados de la deliciosa<br />

vista de todos aquellos objetos que <strong>com</strong>ponían tan venturoso Elíseo.<br />

El sol, que entonces despuntaba entre dos lejanos oteros, doraba con sus oblicuos<br />

resplandores toda aquella verdura. El blando céfiro, cargado de los perfumes de las flores y<br />

yerbas olorosas de aquellos pastos, embalsamaba el ambiente, dando suave movimiento a los<br />

árboles que poblaban aquel ancho prado y que se levantaban sobre los oteros, con quienes<br />

hacían una frondosa corona en torno de la habitación de Eumeno. Entre todos aquellos verdes<br />

montecillos era el privilegiado de los caprichosos esmeros de la naturaleza el que daba en la<br />

frente de la ventana a que se había asomado Eusebio, y que estaba más vecino a la casa. En su<br />

repecho tomaba origen el bullicioso arroyo que la tarde antes había enamorado los sentidos de<br />

Eusebio, mientras huían sus cristalinas aguas a saltos por lo largo de la quebrada entre las<br />

viciosas yerbas que fertilizaba.<br />

Veía ahora allí en su origen la fuente, apenas salida de las entrañas del otero, precipitarse<br />

sobre las peñas para llegar al herboso prado, donde a corto trecho se dividían sus aguas en dos<br />

ramos en torno de la casa, a la sombra de los árboles del prado, entre los cuales corrían con<br />

manso murmullo. Salía también entonces el ganado de la majada, haciendo resonar aquel<br />

frondoso valle con sus balidos, que unidos al susurro de la fuente y al vario canto de las aves<br />

que anidaban en las vecinas arboledas, formaban una hechicera armonía y vista a los ojos y<br />

oídos del encantado Eusebio. Acabólo de enajenar enteramente el eco suave del caramillo,<br />

que a pocos pasos <strong>com</strong>enzó a sonar un joven pastor, nieto de Eumeno, que en <strong>com</strong>pañía de<br />

una hermosa zagala, hermana suya, llevaba al pasto las ovejas.<br />

A vista de todos aquellos deliciosos objetos, que conmovieron sumamente la tierna<br />

sensibilidad de su corazón, no pudo contenerse Eusebio sin proferir en voz alta desde la<br />

misma ventana:<br />

O bona pastorum, si quis non pauperis usum<br />

Mente prius docta fastidiat, et probet illis,<br />

Omnia luxurioe pretiis incognitia curis,<br />

Quoe lacerant avidas inimico pectore mentes!


Dicho esto, se sale del cuarto para ir a gozar más abiertamente aquella hermosura.<br />

Estando ya abajo, se encuentra con una de las nietas de Eumeno, a la cual preguntó por el<br />

viejo. Ella lo a<strong>com</strong>pañó a la estancia donde trasquilaban la noche antes y donde lo halló<br />

empleado en el mismo oficio. Hiciéronse mutuamente sus cariñosos cumplidos. Satisfechos<br />

éstos, díjole Eusebio que deseaba ir a gozar la vista del valle que lo había enamorado, lo que<br />

haría con su beneplácito antes de partir. ¿Antes de partir?, dijo Eumeno; de aquí no se parte<br />

tan presto. Iremos a ver lo que deseas; pero antes vamos a tomar nuestro desayuno, que nos<br />

espera.<br />

Condescendió Eusebio con la oficiosa voluntad del viejo, que se levantó inmediatamente<br />

para ir con Eusebio a desayunarse, despertándolo el robusto Eumeno las ganas de probar<br />

aquellos groseros manjares, a los cuales Eusebio no estaba acostumbrado, especialmente tan<br />

de mañana. Acabado el desayuno, hízole ver el viejo toda su casa; a<strong>com</strong>pañábalo él mismo,<br />

permitiéndoselo la robustez que conservaba en tan avanzada edad. Al paso que fue creciendo<br />

su familia, fue añadiendo habitación a la primera que hizo edificar él mismo cuando se<br />

estableció en aquel sitio. Dilató al mismo tiempo las majadas al paso que iban acrecentándose<br />

sus ganados, <strong>com</strong>puestos entonces de quinientas cabezas.<br />

Contábale el viejo haberse establecido allí por sugerimiento de don Eugenio, antes que se<br />

ausentase de España, cuando lo obligó a tomar los quinientos pesos que le ofrecía, diciéndole<br />

que con aquéllos y con lo que había ganado en el servicio de su casa podría formarse un<br />

dichoso establecimiento si limitaba sus pensamientos a los bienes del campo, donde sería rey<br />

de su familia, lejos de la vista de objetos que pudiesen deslumbrar a sus deseos. Esto iba<br />

contando el viejo a Eusebio, mientras se encaminaba con él hacia la fuente, junto a la cual se<br />

sentaron a la sombra de la mucha y espesa verdura que la cubría. Manaba ella de la hendidura<br />

de una peña viva, de cuya fértil cima caían pendientes las dilatadas ramas de los diversos<br />

arbustos y floridas yerbas que la humedad fecundaba, y que parecían servir a la peña de<br />

brutesca guirnalda. Precipitábanse las cristalinas aguas sobre el pardo repecho, a cuyo pie las<br />

recibía un remanso bastante espacioso formado también en la roca. Contábanse en su somero<br />

y claro fondo las chinas que se desprendían con las aguas. Salían éstas inmediatamente del<br />

lleno remanso para ir a dar en el valle el tributo de su saludable fertilidad al rey Eumeno que<br />

las poseía.<br />

El corazón de Eusebio rebosaba, a su vista y sombra, de delicioso consuelo,<br />

experimentando en todos aquellos amenos objetos los efectos venturosos de los sabios<br />

consejos de Hardy, <strong>com</strong>o Eumeno le decía. Infería al mismo tiempo que ya entonces estaba<br />

formada su alma a los preceptos de la sabiduría, en que lo procuró educar después, y, que la<br />

desgracia de la pérdida de sus haciendas fue para él la rotura de las cadenas que tenían sujeta<br />

su alma grande y sublime a la opinión y vanidades del mundo; que, exenta entonces de los<br />

estorbos y respetos de la conveniencia y de sus inevitables sujeciones a la sociedad, voló en<br />

pos de su suspirada, despojándose hasta de su mismo nombre y apellido para poder entregarse<br />

todo entero a las máximas y consejos de la filosofía, y gozar en su ejercicio la dicha<br />

desconocida, que sólo deja probar la virtud a los que la profesan en el sagrario de la<br />

tranquilidad y paz del alma.<br />

Sobre esto hablaba Eusebio con Eumeno, en fuerza de los afectos e ideas que le excitó él<br />

mismo cuando le dijo haberse establecido en aquel sitio por sugerimiento de Hardy. No<br />

entendía Eumeno la sublimidad del discurso de Eusebio. Tranquilidad, virtud, libertad,<br />

sabiduría, eran nombres que para él poco o nada significaban. Gustaba materialmente los<br />

efectos de su dichoso estado sin conocerlos ni saborearlos. Era, sin embargo, venturoso


porque no era desdichado, porque no experimentaba en aquellos puros bienes que poseía los<br />

disgustos, las desazones, las molestias y el descontento que huyen de las frondosas y amenas<br />

soledades para meterse en los poblados, donde agitan con sus estímulos a la vanidad, a la<br />

ambición y codicia de los pechos humanos entre el bullicio y tumulto de la gente y de sus<br />

engaños.<br />

Creció la <strong>com</strong>placencia de Eusebio después que, habiendo descansado a la sombra y<br />

murmullo de la fuente, lo llevó Eumeno a la cima de uno de aquellos oteros que señoreaba a<br />

todo aquel valle circular. Ni se saciaba de contemplar aquel gracioso teatro de la naturaleza,<br />

pareciéndole que aquellos humildes collados que lo cerraban por todas partes formasen las<br />

gradas, que los árboles que los cubrían con su sombra fuesen los mirones, y la casa de<br />

Eumeno el objeto de la animada representación que les daba aquella venturosa familia de<br />

pastores. Avivó más esta idea la vista de los tiernos corderos que habían quedado en la majada<br />

y que salían entonces a pacer las yerbas y flores de aquel prado, capitaneados de un zagalillo,<br />

biznieto del viejo Eumeno, que lo llamó para hacérselo conocer a Eusebio.<br />

Mas no respondiendo el avergonzado niño a las preguntas que Eusebio le hacía, para<br />

sacarlos de aquel embarazo, le entregó algunas monedas de plata que llevaba, y que<br />

apretándolas el muchachuelo en la mano, se fue corriendo a contarlas entre sus corderillos. No<br />

sabiendo desprenderse Eusebio de la vista de aquel variado y frondoso anfiteatro, ni del otero<br />

en que se hallaba, donde la espesura de las copas de los árboles impedían la entrada a los<br />

rayos del sol avanzando en su carrera, rogó a Eumeno que se sentase allí sobre la olorosa<br />

yerba, para poder disfrutar a su satisfacción de aquella vista encantadora. Convidábalo a más<br />

de esto el fresco aliento del céfiro, que lo regalaba y que excitaba una suave conmoción en sus<br />

sentidos.<br />

Gustaba el buen viejo de la <strong>com</strong>placencia que manifestaba tener Eusebio en aquel sitio, y<br />

volvió a darle materia para extenderse en las alabanzas de Hardy. Ensalzaba Eusebio sus<br />

heroicos sentimientos y el sublime señorío que había llegado a conseguir de sus pasiones;<br />

encarecía la excelsa serenidad de su grande alma en todos los siniestros accidentes de la tierra,<br />

en la cual vivía <strong>com</strong>o una divinidad escondida bajo el exterior y <strong>com</strong>ún velo a los ojos de los<br />

hombres; que miraba la fortuna, las grandezas y honores con la misma indiferencia con que<br />

miraba no sólo a todas las otras cosas, sino también a la misma muerte, que ni ansiaba ni<br />

temía.<br />

Contábale la magnanimidad de su corazón en los diversos lances y desgracias que les<br />

acontecieron en el viaje, así de su prisión en Londres <strong>com</strong>o del arresto de los vivareses.<br />

Pintábale la serenidad que conservaba siempre su alma en los peligros mismos. Las vistas de<br />

su singular prudencia y discreción, unidas a una bondad adorable que alimentaba en su<br />

corazón los más tiernos sentimientos de humanidad, de <strong>com</strong>pasión y de beneficencia. Que no<br />

había visto jamás en él, en tantos años que lo traté, ningún transporte, ningún ademán, ni aun<br />

repentino, de cólera, habiéndole dado el mismo Eusebio tantas ocasiones para ello. Que se<br />

mostró siempre el mismo a los ojos de los hombres <strong>com</strong>o a las paredes de su casa, siempre<br />

igual, siempre sereno en cualesquiera accidentes que le aconteciesen, pareciendo que su alma<br />

fuese en todos ellos insensible.<br />

Que en todas las ocasiones lo había visto dueño de sí mismo y de todas sus acciones, sin<br />

que jamás reputase extraña ninguna cosa que le sucediese, <strong>com</strong>o si previese que le había de<br />

suceder. Que no manifestaba tampoco a los que no lo conocían la sublimidad de sus<br />

sentimientos y de su virtud, hecho superior a la opinión y concepto que pudiesen formar de él<br />

los otros, mirando con los mismos ojos sus alabanzas que sus vituperios. Que jamás dejaba<br />

asomar a su rostro señal alguna de dolor, de tristeza o de abatimiento. Echábase de ver en todo<br />

lo que hacía o decía la suma moderación que lo regulaba. Que usaba con la misma facilidad y


sencillez de las <strong>com</strong>odidades que se le presentaban, <strong>com</strong>o de las cosas desabridas y<br />

desagradables, pudiéndose decir de él lo que antiguamente se decía de Sócrates, que con el<br />

mismo ánimo gozaba y dejaba de gozar las cosas, que la mayor parte de los hombres echaban<br />

menos con tristeza si no las tenían, o que no sabían disfrutarlas sin vanidad y sin exceso de<br />

pasión si llegaban a poseerlas.<br />

No hubiera desistido Eusebio de decir, ni Eumeno de oír con admiración, los elogios de<br />

Hardy a la sombra amena de aquel otero, si no los hubiese interrumpido el mismo niño a<br />

quien Eusebio había regalado, diciéndoles que lo enviaba su abuela para avisarles que los<br />

esperaba la <strong>com</strong>ida. Encamináronse entonces a la casa y a la estancia en que estaba preparada<br />

la mesa, donde se hallaba ya unida la numerosa familia de Eumeno. La <strong>com</strong>ida fue abundante<br />

y propia de un pastor rico que trataba a un distinguido huésped. Pero Eusebio alimentaba más<br />

su alma con la <strong>com</strong>placencia de ver la dichosa unión y paz que reinaba en el seno de aquella<br />

familia, que de los sazonados manjares que le servían. Hardy continuaba a ser el objeto de sus<br />

discursos, y su prisión en Londres y en el Vivarais, que había insinuado Eusebio mientras<br />

hacía en el otero el elogio de las virtudes de Hardy.<br />

Satisfizo Eusebio a los deseos que había manifestado el viejo Eumeno de oírlas, durando<br />

su relación, con enternecimiento de todas aquellas buenas mujeres que la oían, hasta mucho<br />

después de acabada la <strong>com</strong>ida, sin saber desprenderse de sus labios. Mas Eusebio, haciéndose<br />

ya tarde para volver a la villa de donde había salido, <strong>com</strong>enzó a despedirse con sentimiento de<br />

Eumeno, que hubiera querido tener más tiempo a Eusebio en su casa, haciéndole enternecidas<br />

instancias para que se quedase a lo menos aquella noche. Pero excusándose Eusebio con los<br />

quehaceres que tenía en S... hubo de ceder el buen viejo, que renovó sus lágrimas en los<br />

abrazos de Eusebio, y éste con las suyas el agradecimiento que conservaría toda su vida a las<br />

preciosas noticias que le había dado y a la oficiosa voluntad con que lo había recibido.<br />

Rebosaba de <strong>com</strong>placencia y de consuelo el corazón de Eusebio, satisfecho de las luces<br />

que le acababa de dar el viejo, así sobre Hardy <strong>com</strong>o sobre su familia, encaminándose con<br />

Taydor y con el labradorcillo que le había servido de guía, a quien remuneró generosamente<br />

su servido. Igual agradecimiento manifestó al cura por el feliz indicio que le había dado de<br />

Eumeno, y sin detenerse volvió a S... donde lo esperaba Altano impaciente por su tardanza y<br />

no menos solícito por ella, por cuanto Eusebio le previno que llegaría el día antes, ajeno al<br />

hallazgo del viejo que fue causa de su detención. Luego que Altano lo vio <strong>com</strong>parecer le dijo<br />

muy afanado:<br />

ALTANO.- A la verdad, mi señor don Eusebio, que iba pensando ya en hacer decir una<br />

misa a las almas por el feliz retorno de vmd. Jamás he tenido tantos temores por su vida<br />

cuanto después que llegamos a S...<br />

EUSEBIO.- Bueno está eso; ¡temores!, ¿y de qué?<br />

ALTANO.- Qué sé yo, señor. Ese pleito, ese tío de vmd. que si no le fuese tío ya le<br />

hubiera calzado un epíteto <strong>com</strong>o para él; todo, en fin, me hacía temer de algún desastre.<br />

EUSEBIO.- Muy bendito eres, Altano. ¿Que desastre había de suceder?<br />

ALTANO.- Pues qué, ¿fuera el primero que sucediera en pleitos semejantes? Quién tal<br />

mal quiere a vmd. ¿no pudiera servirse de un carabinazo de tras mata, o cosa tal? A buena<br />

cuenta, yo voy siempre alerta y prevenido, y la barba cabellera del hombro desde que oí decir<br />

que va mi nombre en letras mayúsculas en boca de los abogados.


EUSEBIO.- Si esas letras mayúsculas fueran del tamaño de guindas, harto que hacer les<br />

darían el llevarlas en la boca.<br />

ALTANO.- Sean del tamaño que quieran, las habrán de engullir los abogados<br />

adversarios. ¡Hay maldad <strong>com</strong>o ella, mi señor don Eusebio, tachar de impostura el naufragio,<br />

y a nosotros de impostores <strong>com</strong>o si fuéramos unos arbolarios o trueca borricas!<br />

EUSEBIO.- Van consiguientes en ello, porque si es impostura el naufragio, somos<br />

impostores los que lo fingimos.<br />

ALTANO.- ¿Y con esa buena flema toma vmd. el pleito? ¡Adiós pleito mío! Hágase de<br />

miel y verá <strong>com</strong>o lo paran las avispas. ¿Mas no le parece a vmd. que el desmentirnos tan<br />

descaradamente es una maldad propia de gitanos?<br />

EUSEBIO.- No por cierto, esas son tretas que les sugiere su ingenio; toca a los nuestros<br />

rebatirlas.<br />

ALTANO.- Por vida mía que quisiera ser abogado de vmd. en ese pleito, ya que se usan<br />

tretas tales; a buen seguro que acabara presto con él.<br />

EUSEBIO.- Veamos lo que te sugiriera el ingenio.<br />

ALTANO.- ¡Qué ingenio, señor! Con los bellacos que así nos mienten en las barbas, la<br />

más acertada razón es el porrazo, dé donde diere.<br />

EUSEBIO.- Ya me temía que salieses con una de las tuyas.<br />

ALTANO.-<br />

No es una de las mías, sino ingeniosa treta de Nuño de Argena, que dice:<br />

A quien te miente en bigotes,<br />

Santígualo con un palo;<br />

A razón de galeotes...<br />

¡Pesia tal! que a lo mejor se me voló de la memoria lo demás de este lindo<br />

soneto.<br />

EUSEBIO.- ¡Lindo soneto es ése por cierto!<br />

ALTANO.- Si se me acordase todo, viera vmd. si es lindo o no, y cuán pintado venía<br />

para el caso.<br />

EUSEBIO.- Acabemos, Altano, pues si no tienes más gracias que esas, vale más que<br />

calles.<br />

ALTANO.- ¿Pues qué, consiste sólo el chiste en hacer reír ensartando refranes de<br />

villanos? Si por mi dicha no hubiera estado ausente de Triana por tantos años, viera vmd. que<br />

no anduvieron escasos en la sal en mi bautismo.<br />

EUSEBIO.- Vamos a lo que importa. ¿Estuvo don Eugenio de Arq...?<br />

ALTANO.- Poco antes que vmd. llegase estuvo por la segunda vez, y creo que llevase<br />

entre cejas la misma devoción que yo, o cosa semejante a la de la misa de las almas.


EUSEBIO.- Ve pues a darle aviso de mi llegada.<br />

Era este don Eugenio de, Arq... un caballero joven de S... casi de la misma edad de<br />

Eusebio, de amables prendas y costumbres, y de ingenio aventajado, a quien don Fernando el<br />

de Trujillo, marido de Gabriela, había en<strong>com</strong>endado a Eusebio; poco después de su arribo a<br />

S... Eusebio, reconociendo en él semejanza de genio y de bondad igual a la suya, trabó con él<br />

estrecha amistad, que suplió en parte a la pérdida de Hardy y contribuyó para aliviarle el dolor<br />

y desconsuelo que por ella fomentaba. Un verdadero amigo es un tesoro. Eusebio lo encontró<br />

en el ánimo de don Eugenio. Concurrían dichosamente en entrambos todas las calidades de<br />

igualdad de estado, de edad, de inclinación y genio, sin las cuales rara vez se forma una<br />

amistad firme y sincera. El uno no podía estar sin el otro, sin que desahogasen la ternura y<br />

confianza de sus sentidos y afectos, <strong>com</strong>unicándose especialmente las producciones de su<br />

estudio, el cual era la mayor pasión de entrambos.<br />

Había ya formado Eusebio el sistema de vida que había de llevar en S... el tiempo que en<br />

ella se detuviese. Como no podía dedicarse al cuidado de sus haciendas, embargadas por el<br />

pleito, y amaba más la tranquilidad del retiro que la disipación del trato, a fin de evitar el ocio,<br />

insensible car<strong>com</strong>a de los ánimos deshacendados, se entregó enteramente al estudio de las<br />

bellas letras. A ellas se inclinaba su genio más que a ninguna otra ciencia, no habiéndolo<br />

aficionado Hardy a ninguna en particular. Ellas de hecho son el estudio más fácil, más<br />

agradable y ameno para el ingenio, y de más universal extensión. Ellas pulen y cultivan el<br />

entendimiento y son las que más lo recrean y amenizan. Sin ellas todas las demás ciencias<br />

parecen estériles, duras y desapacibles. Ellas forman el criterio, afinan el juicio y apuran el<br />

buen gusto de un escritor, y son las que dan primor y armonía a su estilo. Sin ellas no hay<br />

saber, ni se puede escribir una llana que agrade, un período que llene enteramente o que<br />

apague la satisfacción de un lector delicado. Sin ellas muchos grandes ingenios dejan perecer<br />

en la estrechez de sus retretes sus vastas ideas y erudición, por no saber producirlas, o si las<br />

producen, hácenlo sin elegancia o con estilo ingrato. Ellas son el preludio de todas las demás<br />

ciencias, que reciben de ellas alma, vigor y decoro.<br />

Como Eusebio había dejado en París los cajones de libros que <strong>com</strong>pró en Inglaterra y en<br />

Francia, de las mejores ediciones griegas y latinas, en que empleó bastante suma, se valió de<br />

la tardanza de su llegada para dedicarse al estudio de la lengua española y purificarla de los<br />

resabios que hubiese podido contraer de las otras lenguas extranjeras que hablaba y que sabía.<br />

Estaba a más de esto persuadido que la lengua familiar y de trato, no bastaba para formar el<br />

estilo de un escritor, pues por humilde que sea el estilo, necesita de cierta intrínseca<br />

sublimidad que no se adquiere con la sola habla.<br />

Muchos hay que hablan excelentemente su lengua y que, sin embargo, no saben<br />

escribirla. Parece que la pluma zabulle en el tintero todas las gracias y pureza de su elocución.<br />

Para esto, y para satisfacer también los deseos que tenía de leer los poetas españoles que<br />

hasta entonces no había leído, resolvió <strong>com</strong>enzar por ellos su estudio. Hizo en poco tiempo<br />

una numerosa colección de ellos, de que tuvo motivo de arrepentirse luego que <strong>com</strong>enzó a<br />

leerlos, sin poder pasar adelante en la lectura por estar llenos de pensamientos bajos, insulsos<br />

y triviales, vaciados en estilo semejante, y que fuera del número de las sílabas, nada tenía de<br />

poético, a pesar de la versificación. Otros de estilo hinchado y extravagante, que se levantaban<br />

en vuelo de abutarda hasta los nublados, con que hacían los autores alarde de ingenio antes<br />

que de poesía. Romances, letrillas, silvas, jácaras, sonetos: todo hojarasca que destinó para el<br />

fuego.<br />

Sin embargo, escogió lo que le pareció lo más selecto. En él dio el primer lugar en poesía<br />

a los dos Argensolas, así por su cultura y sublimidad de estilo <strong>com</strong>o por la viveza y gracia de


sus imágenes y pinturas poéticas. El segundo lugar lo mereció Garcilaso; el tercero Fray Luis<br />

de León, a quien hubiera antepuesto Herrera si hubiese acabado de limar él mismo sus<br />

poesías; luego a Villegas en el estilo ameno; y así de los demás poetas que merecían este<br />

nombre en su concepto. Hizo también lo mismo en las <strong>com</strong>edias, sirviéndose para ello del<br />

parecer de su amigo don Eugenio, de cuyo criterio y gusto se fiaba. No podía <strong>com</strong>prender<br />

Eusebio cómo, siendo la lengua española tan grave y majestuosa, y por consiguiente tan<br />

propia de la tragedia, de la epopeya y de la oratoria, no tuviesen los españoles ni un solo<br />

modelo de ellas.<br />

Don Eugenio, que estaba muy mal avenido con la filosofía aristotélica, decía haber sido<br />

ella la causa; porque habiendo corrompido el gusto y el criterio de los ingenios españoles, los<br />

había hecho sofísticos, disputadores y agudos, pero en agudezas insulsas y bajas, apartándolos<br />

insensiblemente de la noble y sublime majestad que desdeña abatirse a formar los hicocervos<br />

y sutiles blictirés de que se alimenta aquella bárbara filosofía. Igual separación hicieron<br />

después entre los dos de los escritores en prosa. Dieron el primer lugar en la elegancia y<br />

cultura de estilo a la primera parte del Lazarillo de Tormes, la segunda quedaba a su gusto<br />

muy ofuscada con las ovaciones de los atunes. Las novelas de Cervantes merecieron en su<br />

concepto ser preferidas al Don Quijote, y La República Literaria de Saavedra a todas sus<br />

demás obras. A éstas anteponían las jocosas de Quevedo, y a todas las serias de Quevedo, el<br />

Guzmán de Alfarache, de quien decía don Eugenio que ninguno había escrito en su lengua<br />

con mayor ingeniosidad, prescindiendo de la invención y tejido de su romance. También<br />

tuvieron su lugar los escritores ascéticos, entre los cuales sobresalían Fray Luis de León,<br />

Granada, Ribadeneira, Santa Teresa y algunos otros entre los infinitos que no cesaban de<br />

cansar las prensas españolas con estilos indignos de la sublime materia de que trataban. Unos<br />

y otros, pues, de los escogidos servían de modelos a la aplicación de Eusebio, y lo incitaban a<br />

ejercitar el estilo para interpolar con mayor provecho su lectura. Hacía algunas<br />

<strong>com</strong>posiciones, ya en prosa, ya en verso, para que pudiesen empeñarlo con gusto en su retiro;<br />

pues sin este vivo empeño, no es posible que persevere el ánimo, mucho menos de un joven<br />

caballero sin ocupación, apartado del trato y del bullicio del mundo.<br />

Las tardes las empleaba para alivio de su aplicación en el paseo, que unas veces lo hacía<br />

en coche, otras a pie, casi siempre en <strong>com</strong>pañía de don Eugenio de Arq... y con alguno de sus<br />

más estimados conocidos, por serlo ellos de don Eugenio. Éstos se reducían a cinco: uno de<br />

ellos era otro joven caballero pobre, a quien Eusebio socorría por su grande ingenio y<br />

aplicación. Era el otro rico hidalgo amigo de letras, y tres eclesiásticos, hombres muy eruditos<br />

y de gusto. A todos ellos les tenía Eusebio cubierto dispuesto en su mesa, dejándoles la<br />

libertad de venir a ella todos los días que gustasen. Con ellos tenía también sus juntas<br />

amigables y sus honestos divertimientos, con que fomentaban a un mismo tiempo su<br />

aplicación al estudio, ejercitaban su gusto y criterio en el estilo.<br />

Uno de sus entretenimientos amigables era el sacrificio que hacían a las Musas un día<br />

cada mes. Fue especie y sugerimiento de don Eugenio de Arq... que todos aprobaron.<br />

Solemnizábanlo con banquete en casa de Eusebio. Tenían antes su junta general en el jardín<br />

de la misma casa a la sombra de dos altos cerezos. Leíanse allí las <strong>com</strong>posiciones poéticas,<br />

que cada cual traía trabajadas al asunto que cada uno elegía. Después del banquete celebraban<br />

el sacrificio a las Musas de esta manera. Cada uno tomaba un hacecillo de sarmientos, que<br />

estaban ya prevenidos a este fin, y con paso mesurado y procesional, lo iban a poner debajo de<br />

unas parrillas de hierro que había hecho poner don Eugenio en un rincón del jardín. El que<br />

hacía de cabeza de la junta en aquel día, a quien llamaban el Corifeo, llevaba en vez del<br />

hacecillo un tomo aristotélico que iba a colocar sobre las parrillas. Él mismo era a quien<br />

tocaba sacar fuego puro del pedernal y con él encendía los hacecillos, entonando todos al son<br />

de dos vihuelas, punteadas de dos ciegos, las siguientes estrofas:


CORO<br />

Estrofa I<br />

Halle a Febo propicio,<br />

Y a vosotras, oh diosas<br />

Del Helicano asiento,<br />

Aqueste sacrificio,<br />

Otros colmen de rosas,<br />

De mirto y de azahares<br />

Vuestros sacros altares,<br />

Y sahumen al viento<br />

De estoraque sabeo:<br />

Mas digna ofrenda os da nuestro deseo.<br />

Antistrofa I<br />

En vuestro honor purgamos,<br />

De su estéril maleza,<br />

El campo del Liceo.<br />

De sus torcidos ramos<br />

Cederá la esperanza<br />

A la apolínea planta,<br />

Que en Cirra se levanta:<br />

Purgará nuestro aseo<br />

Al establo de Augía:<br />

Vana, oh Diosas, no hagáis nuestra porfía.<br />

Devore el fuego sacro,<br />

Que enciende nuestro culto,<br />

Y cebe sus vellones<br />

En ese simulacro,<br />

Tronco deforme e inculto,<br />

Que asombró al Peripato.<br />

¿Qué res del mejor hato,<br />

Ni qué más gratos dones<br />

Pueden con mano pura,<br />

Presentaros el gusto y la cultura?<br />

Estrofa II


La enturbiada pureza<br />

De la Parnasia fuente,<br />

Que antes clara corría,<br />

Recobre su limpieza,<br />

Y vaya en su corriente<br />

A regar nuevas flores,<br />

Dignas de los honores<br />

De febea armonía.<br />

El desmontado suelo<br />

Aire puro respire a mejor cielo.<br />

Antistrofa II<br />

Acabado el sacrificio, volvían a sentarse todos a la sombra de los cerezos, donde cada<br />

uno entregaba al Corifeo la <strong>com</strong>posición que había leído por la mañana. Era incumbencia<br />

suya examinar, notar y corregir los defectos que encontraba en las <strong>com</strong>posiciones, dándosele<br />

para ello todo el tiempo que quedaba hasta la otra junta mensual, en la cual se mudaba por<br />

turno el Corifeo. Esto contribuía, así para que todos se mirasen más en lo que trabajaban,<br />

<strong>com</strong>o también para que ejercitasen su criterio y juicio. Ponía fin un decente refresco a esta útil<br />

y gustosa academia.<br />

Estos honestos solaces no disipaban los sentimientos de la virtud y de la religión de<br />

Eusebio. Hicieron una impresión indeleble en su ánimo la enseñanza de Hardy, sus ejemplos<br />

y consejos; especialmente los que le dio en su muerte sobre la religión en que lo había<br />

instruido y que le dejó tan en<strong>com</strong>endada. Ésta ocupó desde entonces el primer lugar en el<br />

sistema de vida que se había formado. Tenía dedicados sus días para el cumplimiento de sus<br />

sagradas obligaciones. A la lectura de los filósofos sustituyó la del Evangelio, <strong>com</strong>o se lo<br />

había insinuado Hardy. Cada día leía indefectiblemente un pedazo y los consejos que<br />

encontraba eran el ejercicio en aquel día de su virtud y de sus sentimientos, que con ella se<br />

fortalecían.<br />

El cura de la parroquia en que vivía era su limosnero; rehusaba hacer limosna por sí a los<br />

pordioseros que se la pedían. Temía fomentar su ociosidad y holgazanería. Algunas veces no<br />

podían resistir sus ojos y oídos a la lacería y lamentos de los miserables que lo importunaban;<br />

y aunque entonces los socorría, las más veces los remitía al cura, a quien tenía dado encargo<br />

para que le trajese la nota de los artesanos pobres que caían enfermos y de los que se hallaban<br />

sin trabajo. El caso de Pablo Robert en Filadelfia y de la tierna conmoción que causó en su<br />

alma el reconocimiento de su mujer Mally, hizo sobrada impresión en su memoria para que la<br />

olvidase, aunque después de tantos años.<br />

Los casamientos eran otro objeto de su piadosa y cristiana beneficencia. Complacíase de<br />

hacer algunas veces de padrino a quien se lo pedía. Llevaba anejo este caritativo favor el otro<br />

del dote que hacía a la doncella pobre que se casaba. Por dos veces le aconteció poner tienda<br />

de planta a los desposados, abasteciéndolos de todo el ajuar y menage; mas esto lo hacía a<br />

título de generoso préstamo y con la condición que debían restituirle un tanto al mes de la<br />

ganancia que sacaban, hasta extinguir la deuda. Así podía proporcionar los medios a la<br />

industria y trabajo de los pobres para que se ganasen honradamente su sustento, y recobrar sin<br />

apremio de los mismos lo que les prestaba, para ayudar con aquel caudal a otros<br />

menesterosos, sin exceder los límites de su posibilidad y de una juiciosa y humana<br />

beneficencia.


Muy ajeno estaba el noble y superior corazón de Eusebio de hacer vano alarde y<br />

ostentación de estas cosas; no podían sin embargo quedar ocultos los efectos de su piedad y<br />

humanidad generosa. Toda la ciudad hablaba de ellos. Sus prendas, su cultura, su moderación,<br />

su afabilidad, eran con este motivo la materia de los discursos de la gente, así pobre <strong>com</strong>o<br />

rica. Cuanto menos lo veían <strong>com</strong>parecer en las visitas y públicos divertimientos, tanto más se<br />

hacía de desear y se <strong>com</strong>placían con su amable trato y presencia los pocos que lo disfrutaban.<br />

Acrecentaba mucho más a su concepto la fama que cundía de la cultura de su ingenio, de<br />

sus letras, de su erudición, del conocimiento de las lenguas sabias y de las europeas que<br />

poseía; sus muchas luces adquiridas en los viajes y que daban tan grande realce a su virtud y<br />

piedad, que le granjeaban la universal estimación. Mas <strong>com</strong>o estas mismas prendas y sus<br />

alabanzas no podían ir exentas al mismo tiempo de envidia, procuraba ésta denigrarlas y<br />

apagar por todas vías la luz que resplandecía, para no sentir ella tanto menoscabo en su<br />

oscuridad y malicia. Ni paró la misma hasta que no encontró medio para encarnizar sus<br />

dientes en el humano Eusebio, y para despedazarlo si pudiese.<br />

¿Cómo podía ver con sosiego su tío don Gecónido este general aplauso y estimación que<br />

se granjeaba su sobrino, a quien llamaba impostor y embustero; y mucho menos, que la<br />

inclinación del afecto y voz del pueblo le destinase, a pesar de sus dicterios, la herencia que él<br />

mismo le contrastaba? Lamentabas de esto un día con dos sujetos condecorados que<br />

frecuentaban su casa, ni perdonó a vituperio alguno contra Eusebio. Ellos, después de haber<br />

fomentado su maledicencia, se ofrecen a librarlo de todas aquellas inquietudes y desazones y<br />

a darle el pleito ganado a pesar de toda la justicia que pudiese tener el Americano en la causa.<br />

Don Gecónido acepta a dos manos sus ofertas y desea saber el medio de que se valdrían para<br />

agradecérselo mucho más.<br />

Los dichos, queriendo encarecer su servicio, manifiestan no atreverse a <strong>com</strong>unicarlo por<br />

su entidad y por el gran secreto que requería. Atizadas las curiosas ansias de don Gecónido<br />

con esta reserva taimada, obligando a instar, a suplicar con solemnes protestas, jurando<br />

guardar el secreto inviolablemente. Usando ellos entonces de la confianza que se merecía el<br />

afecto apasionado que les tenía, se lo descubren diciéndole que así ellos <strong>com</strong>o algunos otros,<br />

estaban escandalizados del Americano, por el impío sacrificio que hacía en su casa a las<br />

Musas; pues a más de llevar resabios de idolatría, <strong>com</strong>etía con él el desacato de quemar los<br />

más respetables autores aristotélicos.<br />

Que ya llevaba quemados a Palanca, a Hurtado, a Galdón y a otros; lo que sólo bastaba<br />

para perderlo y para hacerle perder el pleito sin apelación si lo delataban. Don Gecónido,<br />

apenas oído esto, se levanta para abrazar a los que le daban tan oportuno sugerimiento, les<br />

agradece sus piadosas intenciones e insta para que cuanto antes lo pusiesen en ejecución. Pero<br />

pareció que el cielo, previniendo esta funesta tempestad que amenazaba al honor y vida de<br />

Eusebio, quiso desviarla para premiar la fidelidad que su virtud y religión había conservado a<br />

su amada Leonada todo aquel tiempo. Para conseguirlo infundió en el corazón de ésta vivas<br />

ansias de rever a su Eusebio.<br />

No contento con esto, da a Henríquez Meden un pesado sueño en que le parecía ver a<br />

Eusebio devorado de un lobo que lo asaltó en una cueva. El buen viejo Henríquez despierta<br />

azorado de la pesadilla, y no pudiendo sosegar ya despierto, ni sacudir los temores que<br />

infundió en su ánimo la visión, escribe inmediatamente a Eusebio para que sin falta ni<br />

detención se ponga en camino para la América. Envía la carta a Sales a Leonada, instándola<br />

que escribiese también a Eusebio y le mandase que volviese. La carta y orden de Henríquez<br />

Meden no podían llegar en mejores circunstancias, pues Leonada, azorada también del amor,<br />

ardía en ansia de rever cuanto antes al mismo Eusebio. Sin detenerse, pues, escribe la carta, en<br />

que incluye la de Myden, y la envía a España.


Llegó ésta oportunamente, cuando ya la ruda y bárbara malicia soplaba con ahínco en<br />

tinieblas el fuego en que pensaba ablandar el hierro, y forjar con él las cadenas al honor y<br />

libertad del piadoso Eusebio. Presentóle Altano la carta, pidiéndole albricias por ella,<br />

sabiendo de dónde venía. Enviábala don Juan Sauz, que acababa de recibirla del Puerto de<br />

Santa María. Eusebio, al verla, no pudo disimular su alborozo: ¡Ella vive, cielo! ¡Ella vive!<br />

¿Qué dirá? ¿Cuáles serán sus sentimientos? Veamos.<br />

«Leocadia V... a don Eusebio M...<br />

»La mano omnipotente acaba de sacarme de los brazos de la muerte, y me devolvió a la<br />

vida que estuvo desahuciada. ¿Será por ventura porque quiere el cielo darme a probar el<br />

mayor, el más sublime gozo, después de las mayores angustias y amarguras? Así será si<br />

vuestra Leocadia llega a tocar al término de sus anhelos en la suspirada posesión de quien se<br />

la tiene prometida. Sombra alguna de duda no deja apoderarse de mi ánimo desasosegado el<br />

concepto que vuestra virtud y entereza me tienen merecido. Mas el continuo sobresalto que<br />

enardece a mis temores en vuestra larga ausencia, ¿de dónde puede proceder? Sólo sé que en<br />

nada os ofende ni mi constante amor, ni mi crecido afecto. ¡Ah! don Eusebio; ¿la caída en la<br />

mar, el lance de Dartford, la prisión en el Vivarais, no me están suscitando a cada paso otras<br />

funestas especies semejantes en el progreso de vuestro viaje? Porque, ¿cómo dejar de temer,<br />

quien ama, lo que puede suceder, habiendo otras veces sucedido?<br />

»Vuestro padre Henrique me asegura que pondréis fin a mis zozobras y a las suyas en<br />

fuerza de la carta que os envía. Quiera el cielo que así sea; pues así tendré menos temores que<br />

alimentar y más seguras esperanzas que concebir. ¿Mas por qué, pues, queda tanto mar que<br />

pasar para llegar a Filadelfia? Temo a ese mar, temo a todas las circunstancias que os pueden<br />

ser funestas. ¡Qué desvelos, qué desazones me tocan día y noche que padecer! Sola vuestra<br />

vuelta, sola vuestra presencia podrá asegurar a un corazón ansioso que, por lo mismo que<br />

padece, se promete de vuestro amor que lo colmaréis de consuelo. Lo espera también vuestro<br />

buen padre Henrique, que me encarga que a los ruegos que os hace para ello, una los míos y<br />

use de la autoridad que me concede vuestro virtuoso amor, para que os mande volver en el<br />

mismo bastimento que lleva las cartas, y que tiene asegurado el flete para Filadelfia.<br />

»Si os rendís a las ansias y ruegos de vuestro padre antes que a los míos, le envidiaré esta<br />

gloria sin el más mínimo resentimiento. Sé lo que le debéis y cuál sea vuestro reconocimiento.<br />

Antes bien le daré las más ardientes gracias, si recaba antes su amor lo que no merece el mío.<br />

Mis padres os saludan. Es superfluo deciros lo mucho que anhelan el momento de veros y de<br />

abrazaros. ¡Cielo santo! ¿Esto será posible? ¡Ah!, se halla sobrado inquieto mi afecto para que<br />

pueda prometérselo con seguridad en su amor ardiente.<br />

Vuestra Leocadia».<br />

La grande <strong>com</strong>placencia y alborozo que iba sintiendo Eusebio con la lectura de la carta,<br />

parecía que le dilatase el corazón a cada periodo, extrañando el amor encendido que Leocadia<br />

le manifestaba. Llegó a sospechar que la carta no fuese suya sino dictada, o de su padre don<br />

Alonso, o de Henrique Myden, pues no sabía <strong>com</strong>poner los sentimientos de un amor tan<br />

declarado <strong>com</strong>o la severa y recatada reserva con que lo trató siempre la misma. Mas a pesar<br />

de sus sospechas, gustaba de creer, de persuadirse que fuese suya la carta y que tales<br />

sentimientos no podían nacer de otro corazón que del suyo. Lisonjeado de esto el amor de<br />

Eusebio, no resiste a la impresión que hizo en su amante pecho la declarada voluntad de su<br />

Leocadia y resuelve partir de S... para embarcarse en el bastimento, que así ella <strong>com</strong>o<br />

Henrique Myden le insinuaban en su carta.


Ni necesitaba de las vivas instancias que le hacía su padre Henrique para que lo<br />

desamparase todo, aunque con riesgo de perder el pleito, si no quería abreviar su vida o<br />

dejarla presa de las continuas zozobras que padecía; pues eran sobrados funestos los<br />

presentimientos de su ánimo, engendrados del sueño que había tenido, en que se le representó<br />

devorado por unos lobos hambrientos en una cueva de España, donde entró a descansar de la<br />

fatiga del largo camino que acababa de hacer. Rióse no poco Eusebio de tales<br />

presentimientos. Pero <strong>com</strong>o le volviesen frecuentemente a la memoria, llegando casi a<br />

importunarlo, <strong>com</strong>enzó a filosofar sobre ello, no porque se inclinase a dar crédito a tales<br />

ocurrencias de la imaginación, sino porque la especie de Henrique Myden le renovaba la<br />

memoria de los otros sueños que había leído en las historias de la madre de los Gracos, de<br />

Spurina, de Calpurnia, de Artorio, de Astiages y de otros, dándole motivo para sondar la<br />

materia.<br />

Porque, aun prescindiendo de la verdad de tales sueños contados por los historiadores,<br />

muy pocos hay que no hayan probado en sí mismos, o a quienes no haya parecido haber<br />

probado los efectos de los accidentes prósperos o adversos que presintieron de antemano sus<br />

ánimos; o bien que no hayan presentido alguno, aunque sin haberlo visto verificado. ¿El alma<br />

es acaso adivina del mal o de la prosperidad? ¿Quién es el que imprime en ella de antemano<br />

tales especies? ¿Qué correlación física puede tener el ánimo con accidentes que no existen<br />

todavía y que tardarán a existir? ¿Son por ventura semejantes estos pensamientos a los de las<br />

aves, que con su importuno canto predicen la lluvia que ha de venir o la amagada tempestad?<br />

Mas para explicar esto, hay razones sobrado palpables en los principios físicos y en las<br />

materiales impresiones que reciben los animales de objetos que, aunque no obran en nuestros<br />

sentidos, se dejan sentir de los brutos, o porque los tienen menos embotados que nosotros, o<br />

porque su posición local están más inmediatos a sentir sus efectos. ¿Pero cómo puede hacer<br />

impresión física en la fantasía desencadenada del sueño un objeto que no existe todavía, cual<br />

es el mal o el bien por venir?, ¿cómo pueden obrar tampoco estos mismos en la imaginación,<br />

aunque desvelada y despierta, ahora sea con presentimiento que le suceda a ella misma, ahora<br />

a otros? No hay duda que muchos lo experimentan, viendo en la idea, y muy desvelados,<br />

aquellas cosas que les suceden, y tal vez del modo cómo les suceden. Otros las ven en<br />

especies metafóricas, muy aplicables a la desgracia o fortuna que les toca y que presintieron<br />

mucho antes. Tal fue el sueño de Astiages sobre Mandane, tal el de Clitemnestra sobre<br />

Orestes.<br />

Generalmente están más expuestas a concebir tales presentimientos las pasiones<br />

alteradas, puestas en agitación de los deseos, de las esperanzas y temores que las incitan. El<br />

amor, el odio, la vanidad, la ambición, el miedo, llevando siempre ocupada y llena de los<br />

objetos que anhela la imaginación de día, no la dejan tal vez sosegar de noche; y <strong>com</strong>o casi<br />

todos los hombres aman, odian, temen y anhelan, casi todos tienen sueños relativos a lo que<br />

hizo impresión en sus ánimos desvelados. Por extravagantes y ridículas que sean las especies<br />

y fantasmas que formamos en sueños, casi todas tienen correlación con las sensaciones que<br />

hicieron en la fantasía los objetos por medio de los sentidos. Jamás se sueña lo que jamás<br />

entró por ellos.<br />

La mente formará soñando el más espantoso hicocervo que no habrá visto jamás; pero lo<br />

<strong>com</strong>pondrá de objetos que vio o que oyó nombrar. Edificará castillos y vergeles de felicidades<br />

más deliciosos que los de Armida y de Alcinoo, se forjará toros de desgracias más terribles<br />

que los de Fálaris y Busiris, mas estos mismos servirán de modelos al delirio de la<br />

imaginación en sueños. Si la felicidad, pues, o la desgracia soñada se llega a verificar, damos<br />

entonces a tal sueño el nombre de presentimiento del alma, porque ésta acertó prever en él lo<br />

que estaba por suceder, sin que todavía existiese. Las desgracias y felicidades existen siempre;<br />

de ellas se sirve, pues, la mente para apropiárselas, o con el temor o con el deseo. De aquí es


que el tal sueño toma origen de objetos existentes, que engendran en nosotros las especies de<br />

que se sirven las pasiones para anunciarlas a la desarreglada fantasía.<br />

No de otro modo presiente el alma, casi con sensible certidumbre, que la bola con que<br />

apuntamos a la otra, la tocará de lleno luego que escapa de la mano, pareciéndonos que la<br />

postura, la medida, el ademán, el tino que tomamos y el asegurado impulso con que el brazo<br />

la dispara, nos aciertan de ello, antes que la bola arrojada llegue a tocar a la otra, o la flecha al<br />

blanco, previendo el alma que dará en él antes que llegue a tocarlo. Muchas veces nos<br />

engañamos en este presentimiento, <strong>com</strong>o se engaña también la fantasía en muchos de los<br />

sueños que forma. Esto no quita que forme presentimiento cuando acierta, <strong>com</strong>o cuando el<br />

sueño o la especie que tuvimos desvelados se verifica.<br />

Muchos dan sumo crédito a estas especies de adivinación y generalmente es grande la fe<br />

que les dan casi todas las mujeres; las cuales por la mayor elasticidad de sus fibras son más<br />

susceptibles de estas impresiones, y están por lo mismo más sujetas a padecerlas. Esto les<br />

acarrea no pocas solicitudes y desazones, anticipándose muchos males que tal vez jamás les<br />

han de suceder. Apenas hay madre que tenga un hijo ausente a quien ame mucho, que no lo<br />

vea en sueños asaltado de ladrones, o anegado en la mar o caído en un derrumbadero. Esto<br />

basta para que el sobresalto que la despierta conmueva su corazón sin dejarla ver día de<br />

consuelo, hasta que la noticia o la llegada del hijo desmiente o verifica a su presentimiento y<br />

sosiega su fantasía.<br />

Ninguno sacará de la cabeza a muchas mujeres que ven verificarse los sueños que<br />

padecieron. ¿Cómo dejará de <strong>com</strong>padecerlas el que ve en la Ilíada, que Aquiles dice en sonoro<br />

verso al gran Agamenón y a Menelao:<br />

El gran Jove es autor de todo sueño?<br />

Las amenazas del difunto marido, o el ceño taciturno con que se les presenta a la fantasía,<br />

lo creen ver cumplido en el mal genio y disgustos que les da el segundo. El cadáver<br />

amortajado, los espectros que aparecen a su imaginación, mil otras especies semejantes, todas<br />

hallan interpretación en su concepto para <strong>com</strong>probar que se verifican. No fue sólo Parménides<br />

a quien se pudiera aplicar el dicho de Aristóteles que adivinaba interpretando los sucesos<br />

después de sucedidos.<br />

Casi todos los hombres morirían desgraciados si se hubiesen de verificar sus sueños.<br />

Entre tantos, ¿cómo es posible que deje de verificarse alguno? No es pues cierta la<br />

adivinación del presentimiento, aunque alguna vez se cumpla, saliendo las más veces falso;<br />

sino que es sólo un sentimiento del ánimo, suscitado del miedo, o del deseo, o del amor, o de<br />

la esperanza, o de los otros afectos, <strong>com</strong>o se lo hizo decir Accio a un adivino en la tragedia de<br />

Bruto, hablando con Tarquinio:<br />

Rex, quae in vita usurpant homines, cogitant curant, vident,<br />

Quoeque agunt vigilantes, agitantque, ea si cui in somno accidunt,<br />

Minus mirum est.


¿Cuántos habría también más ricos que Creso si se cumpliesen los delirios de sus deseos<br />

en sueños? Pero alguna vez los ven algunos verificados, entonces pueden decir con razón que<br />

los presintieron. Mas no les sucede porque los presintieron, sino porque entre los infinitos<br />

accidentes que pone en movimiento la mano de la fortuna, alguno debe tocar a alguno de los<br />

muchos que los anhelan. Uno, dos, tres, son los que deben ganar en la lotería entre los<br />

millares que sueñan que ganan.<br />

De este jaez son muchas de las profecías y adivinaciones que vemos cumplidas, pues no<br />

todas proceden de divina revelación o inspiración. Todas las naciones antiguas tenían sus<br />

adivinos, sus agoreros, sus intérpretes de sueños, sus profetas. Esto era profesión entre ellos y<br />

ciencia que aprendían desde niños en las escuelas, en las cuales ejercitaban sus talentos,<br />

afinaban su astucia, sus vistas, su elocuencia, su entusiasmo; muchos de ellos daban en verso<br />

las respuestas de los oráculos. ¿Qué mucho que acertasen en algunas o en las más, atendida la<br />

preocupación de la ignorancia o del respeto religioso de los que las recibían? No en balde eran<br />

tenidos en tan grande veneración y acudían a ellos los grandes y los reyes que, aquejados de<br />

sus sueños o de sus presentimientos temorosos, deseaban saber lo que les anunciaban. ¿Mas<br />

era por ventura cierta aquella ciencia porque acertaban en algunas interpretaciones o<br />

profecías?<br />

A fuerza de ejercitarse los adivinos en <strong>com</strong>binar circunstancias, en tomar tino a los<br />

sucesos, en estudiar el interés, el gusto, la flaqueza de los suplicantes; en afinar los términos<br />

de las respuestas que les daban, en sutilizar expresiones oscuras, ambiguas e ininteligibles; en<br />

estudiar los tiempos, las fuerzas de los estados, las situaciones y climas de los países, pues<br />

todo entraba en los conocimientos de la ciencia adivinativa, no podían dejar de acertar, aun<br />

cuando muchas veces errasen. Porque el concepto que tenían del oráculo los que lo<br />

consultaban, y la veneración y el sagrado terror, les sugerían hartas interpretaciones en la<br />

rudeza e ilusión de sus ánimos, para hacerles ver cumplido, aun en cosas extravagantes, lo que<br />

no soñaron jamás predecirles los adivinos.<br />

¿A cuántos no hacen enarcar las cejas y encorvar los hombros las respuestas de los<br />

oráculos, dadas por los adivinos y referidas de los historiadores? El decir que éstos mienten, o<br />

que se dejaron engañar porque los oráculos y sus profecías eran de deidades embusteras, es<br />

razón pueril; pues muchos de aquellos adivinos podían acertar, o por acaso o por ciencia<br />

natural. Como tampoco se infiere que algunas de las profecías de nuestros tiempos sean de<br />

divina inspiración porque las vemos cumplidas, pues muchas de ellas pueden ser efecto de<br />

entusiasmo, conmovido accidentalmente de noticias y conocimientos previos en aquellos<br />

mismos que parece imposible que la puedan tener. Pero el día, la hora, las circunstancias<br />

pronosticadas de antemano de la muerte de éste, de aquel príncipe, que no caben en humano<br />

entendimiento y que con todo se verificaron al pie de la letra, ¿cómo es posible que procedan<br />

de ciencia y de noticia natural? Muy bien.<br />

O cuando no, fuera prueba o pudiera serlo, de que hay también verdaderas profecías<br />

nacidas de divina inspiración; mas tampoco se deben reputar tales porque se ven cumplidas,<br />

pudiendo haber infinitos resortes y manos invisibles que hagan juguete de su secreto nuestra<br />

asombrada credulidad, que se pasma de ver cumplido lo que mucho antes oyó pronosticado.<br />

Mucho más ciertos y más fáciles de cumplirse son los presentimientos interiores del alma,<br />

especialmente en las desgracias, siendo más obvio que acierte en ellas el que las teme, que en<br />

las felicidades que desea. Éstas son raras, aquéllas <strong>com</strong>unes y pan de cada día; y por lo mismo


que aquestas hacen mas viva y profunda impresión en los ánimos desvelados que las recelan,<br />

deben por consiguiente agitar más en sueños sus fantasías.<br />

Filosofando Eusebio sobre esto, creyó ver ya cumplido el presentimiento del sueño de<br />

Henrique Myden, de la cueva y de los lobos, en su prisión en el Vivarais. ¿Qué hombres más<br />

parecidos a lobos que aquellos feroces montañeses? ¿La cueva del profeta Turieu no venía<br />

también pintada para el caso? Con el tiempo vio Eusebio que aquel presentimiento podía<br />

aplicarse a la terrible desgracia que le sucedió. Entretanto, sin hacer más hincapié sobre ello,<br />

<strong>com</strong>o no debe hacerlo ningún hombre de luces que ofrece con fortaleza su pecho a los<br />

accidentes inevitables de la tierra, se disponía para la partida. No teniendo otros negocios ni<br />

intereses que el pleito, lo en<strong>com</strong>endó con su acostumbrada moderación a los abogados. La<br />

casa quedó por suya habiendo pagado el alquiler para tres años.<br />

¿Cómo podía partir Eusebio sin decir adiós a las cenizas de su venerado Hardyl? La<br />

pérdida de su dulce <strong>com</strong>pañía, de su amor, de sus cuidados, renovándosele con el motivo de<br />

su viaje, le renovó también el dolor y la ternura, que le sacaron ardientes lágrimas con las<br />

cuales hubiera deseado animar sus cenizas y esculpir el amor y concepto que le merecieron<br />

sus heroicos sentimientos y virtudes. Su amigo don Eugenio quiso a<strong>com</strong>pañarlo hasta cerca<br />

del Puerto de Santa María, a donde iba Eusebio a embarcarse, supliendo con su amistad y<br />

<strong>com</strong>pañía a la de Hardyl en aquel viaje. Don Eugenio tuvo que quedarse en B... donde se<br />

hallaba su padre enfermo. Diéronse allí en la despedida las tiernas y sinceras pruebas del<br />

indeleble afecto y confianza que sus corazones fomentaban.<br />

Prosiguió Eusebio solo su viaje, cuyo corto término tocó felizmente. Altano no cabía en<br />

la piel de contento y júbilo a vista de su amada patria, donde esperaba llegar a ver vivos sus<br />

padres, aunque viejos y pobres, <strong>com</strong>o lo había sabido en S... por un marinero natural de aquel<br />

mismo puerto. Rebosaba su alma de gozo al paso que iba reconociendo aquellos antiguos<br />

lugares que le renovaban la memoria de su infancia, sin dejar cosa ni nombre que no dijese a<br />

Eusebio, si se le acordaba. Y sin esperar a llegar al mesón, habiéndole pedido su beneplácito<br />

para ir a ver a sus padres, salta del coche y echa a correr a su casa, dejando a Taydor la<br />

incumbencia de servir a Eusebio en su llegada al mesón. Después de haber descansado en él,<br />

mientras se disponía la <strong>com</strong>ida, quiso ir Eusebio al puerto para informarse del capitán del día<br />

que podría partir.<br />

Antes de llegar, viendo atropada mucha gente en una callejuela, <strong>com</strong>o si la hubiera allí<br />

juntado una gran novedad, sintió Eusebio vivos impulsos de informarse de lo que era.<br />

Prosiguió sin embargo su camino, llegó a bordo, habló con el capitán. De vuelta a la ciudad,<br />

<strong>com</strong>o viese crecida la gente en aquel mismo callejón, preguntó qué venía ser aquello. Dícenle<br />

que acababa de llegar uno de la América después de muchos años que estaba ausente, y a<br />

quien creían anegado el cual, al descubrirse a su viejo padre, lo vio caer muerto de repente en<br />

sus brazos.<br />

Conmovido Eusebio al oír esto, no dudó que fuese a quien le sucedía, conviniéndole las<br />

circunstancias. Informado que era el mismo, trepa entre las mujeres apiñadas a la puerta de la<br />

casa y entra. Estaba Altano en pie dando las espaldas a la puerta y llorando sobre su padre<br />

tendido en la cama. Había allí también otros conocidos y vecinos atraídos de aquella novedad,<br />

que lloraban con él.<br />

Eusebio se paró luego que había entrado, contemplando aquel triste espectáculo y oyendo<br />

a Altano que se lamentaba a su modo, diciendo: ¡Quién había de pensar que a los ochenta y<br />

seis años hubiese de morir de gozo! ¡Si no me hubiera descubierto tan tontamente, tal vez<br />

hubiera llegado a los ciento! ¡Morir de gozo no le hubiera ocurrido a Pero Grullo; no lo oí<br />

decir jamás de ningún otro! ¡Ahora lo creeré a costa de mi sentimiento! ¡A lo menos he tenido


el consuelo de llegar a verlo vivo y de verlo caminar de por sí; y él tendrá la satisfacción de<br />

verse enterrado con alguna decencia!<br />

Echando de ver Eusebio por las palabras de Altano que estaba persuadido de la muerte de<br />

su padre por verlo yerto y privado de sentidos, se acerca a la cama sin que Altano lo hubiese<br />

visto entrar, y le dice: ¿Qué extraña novedad es ésta, Altano?, ¿qué viene a ser esto? Altano,<br />

sorprendido de ver allí a su señor don Eusebio, prorrumpe en mayor llanto, diciendo: Qué ha<br />

de ser, mi señor, nada menos que la muerte de mi padre ochentón que acaba de fenecer de<br />

gozo, si acaso no fue de susto, creyendo que fuese el fantasma o el alma de su Gil que le<br />

aparecía, pues me creían todos naufragado. ¿Mas quién os asegura que vuestro padre feneció<br />

enteramente? Tóquelo vmd. y lo verá. Se le aplicó a la boca una cerilla sin que bambolease la<br />

llama. Todo eso va bien; puede sin embargo no estar muerto. ¿Habéis llamado al médico?<br />

Vino el médico; pulsó el cadáver, aplicóle la cerilla a la boca, y se despidió diciendo que lo<br />

podían enterrar.<br />

Eusebio dijo entonces a Altano: Sígueme, pues tal vez habrá remedio para vuestro padre.<br />

¿Qué dice vmd. mi señor?, ¿qué remedio?, ¿lo puede haber para los muertos? A lo menos<br />

probaré a resucitar un muerto.<br />

¡Ah señor!, dijo entonces Rita la hermana de Altano, ¿si el glorioso San Vicente no hace<br />

un milagro, en qué remedio podemos confiar? En el mío, dijo Eusebio encaminándose con<br />

Altano hacia la puerta. Luego que estuvieron en la calle, preguntóle el impaciente Altano qué<br />

remedio era el que le quería dar. Eusebio le dice que era un licor que <strong>com</strong>pró en París de un<br />

célebre alquimista, que se lo dio por muy eficaz para los parasismos, y que el concepto que<br />

tenía de su ciencia y honradez, no reparó en darle el precio que le pedía por seis botellas que<br />

le tomó.<br />

Entró Altano entonces en esperanzas, y ansiaba el momento de hacer la experiencia en su<br />

padre de aquel milagroso licor. Llegados al mesón, le entrega Eusebio una redomita,<br />

encargándole que frotase repetidas veces con aquel licor las sienes, las narices y el pecho de<br />

su padre, y que destilando algunas gotas en una cucharada de agua se la hiciese pasar por la<br />

boca; que repitiese a intervalos esta operación, con la cual, antes de media hora, vería tal vez<br />

resucitar a su padre.<br />

Altano, manifestando su gozo, vase a saltos apretando en las manos aquella preciosa<br />

botellita. Eusebio quedó en el mesón, confiado en el buen efecto del licor, por otros casos<br />

semejantes que había oído de otros que, caídos en deliquio y reputados muertos, fueron<br />

enterrados por tales, volviendo después a la vida para acabarla de rabia y desesperación en las<br />

horribles tinieblas de la sepultura, a que los condenó la ignorancia o el descuido de los que<br />

antes de tiempo los enterraron. Tenía también algunos ejemplos de otros que, tenidos por<br />

muertos o por creerlos anegados, o por hallarse en entera privación de sentidos, renacieron a<br />

la vida, vueltos a ella por la benéfica mano de la experiencia instruida que los salvó.<br />

Confirmólo el caso del padre de Altano. Apenas había acabado de <strong>com</strong>er Eusebio, oyó<br />

las voces que éste daba entrando en el mesón, diciendo que su padre había resucitado; y sin<br />

detenerse fue a dar las gracias con inexplicable alborozo a Eusebio, a quien contó<br />

menudamente las circunstancias de la resurrección; las friegas que le habían hecho con el<br />

licor, a cuántas de ellas <strong>com</strong>enzó a dar señales de vida el muerto, la sorpresa y admiración de<br />

todos los presentes y la benditez de su hermana Rita en querer defender que no era milagro<br />

del licor, sino de su glorioso San Vicente; finalmente, le rogó le permitiese ir a estar con sus<br />

padres el tiempo que se detendría en el puerto. Eusebio se lo concedió, no menos alborozado<br />

por la eficaz prueba de su licor.


Al día siguiente, <strong>com</strong>o había de ir a <strong>com</strong>er a bordo convidado del capitán del paquebot, y<br />

tenía al paso la casa de los padres de Altano, quiso ir a ver al muerto resucitado. Llegó a la<br />

puerta al tiempo que sacaban el ataúd que habían mandado hacer para el viejo. Altano, al ver a<br />

su señor don Eusebio, hízoselo conocer a su padre, diciéndole que aquél era su amo a quien<br />

debía la vida. Respondió por el viejo Rita, que se hallaba presente, diciendo a Eusebio con<br />

lágrimas de gozo: ¿Cómo podremos manifestar a vmd. el sumo agradecimiento en que le<br />

estamos por el singular favor que debemos primero a la intercesión de San Vicente, y luego al<br />

licor de vmd.? Mucho debemos también al amor y bondad con que se digna vmd. tratar a mi<br />

hermano Gil; él se hace lenguas de vmd.; Dios nuestro señor dé a vmd. el gozo de bienes que<br />

le deseo; no pasará ningún día sin que lo en<strong>com</strong>iende muy de veras al glorioso San Vicente.<br />

Me <strong>com</strong>plazco, dijo Eusebio, de tener tan buena intercesora, y os agradezco vuestra<br />

piadosa voluntad. Sabed que yo también debo la vida a vuestro hermano Gil por haberme<br />

sacado en sus brazos de las olas; y así, nada hago con él que no se lo tenga merecido. A más<br />

de esto, es hombre de bien y muy honrado, y acreedor por lo mismo a todo mi cariño. Altano,<br />

al oír esto, púsose a llorar, diciendo: Todo es sobra de bondad en vmd. mi señor don Eusebio,<br />

que quiere acordarse de una acción natural a todo hombre que hubiera hecho lo mismo, no<br />

digo con un niño, sino con una cabra si se le hubieran puesto las olas en los brazos <strong>com</strong>o me<br />

pusieron a vmd. A buen seguro que fueran pocos los que se acordasen de ello, y me lo<br />

agradeciesen <strong>com</strong>o vmd. me lo agradece. No te manifesté todavía mi entero reconocimiento,<br />

le dijo Eusebio, pero voy pensando en ello. Quedaos con Dios, y recibid mis parabienes por la<br />

recobrada salud de vuestro padre.<br />

Altano y Rita lo a<strong>com</strong>pañaron hasta la calle, renovándole las afectuosas expresiones de<br />

su alborozado reconocimiento, y Eusebio se encaminó a bordo. Solemnizó Altano aquel día a<br />

su costa con abundante <strong>com</strong>ida, a que convidó sus más cercanos parientes con que quiso<br />

celebrar su llegada y la resurrección de su padre. Llevó en la mesa la taravilla, teniendo hartas<br />

cosas que contar en los lances que le habían pasado en tantos años de ausencia, <strong>com</strong>enzando<br />

por su naufragio y dejando harta materia para muchos días a la curiosidad de los que lo oían.<br />

Pero al siguiente, informado Eusebio del capitán que anticiparía la partida, envió a llamar<br />

a Altano para poderle declarar con tiempo su voluntad y las intenciones que tenía de premiar<br />

su fidelidad y servicios especialmente el singular beneficio de haberlo salvado del naufragio.<br />

Llegado Altano a la presencia de Eusebio, le dijo éste:<br />

EUSEBIO.- La <strong>com</strong>binación de venir a embarcaros a este puerto y de ver vuestros<br />

padres vivos, no sé si os habrá infundido deseos de quedaros aquí para asistir a quienes debéis<br />

el ser.<br />

ALTANO.- ¿Qué me quiere decir vmd. mi señor don Eusebio?<br />

EUSEBIO.- No sé, digo si os querréis quedar aquí con vuestros padres para descansar de<br />

tantos años de servicio y acabar en holgada vejez los días que os quedasen de vida.<br />

ALTANO.- Breve, mi señor, mis deseos son sólo de estar con vmd. todos los días de mi<br />

vida; de servido y de morir en sus brazos, y no hablemos más de esto.<br />

EUSEBIO.- Mas, ¿os sufrirá el corazón desamparar a vuestros padres ya viejos que<br />

necesitan de vuestra asistencia? ¿Querréis exponeros de nuevo a los trabajos y peligros del<br />

viaje, y a las molestias del servicio, antes que quedar en vuestra casa y gozar en ella el sosiego<br />

y libertad con lo que habéis ganado con vuestros sudores, y con lo que tengo determinado<br />

daros para satisfacer a la deuda en que os estoy de la vida?


ALTANO.- ¿Cómo, me quiere despedir vmd.? ¡Oh pecador de mí!, ¿en qué lo tengo<br />

merecido?<br />

EUSEBIO.- No, Altano, lejos estoy de llevar tales intenciones. Antes bien mis mayores<br />

deseos son el teneros conmigo; pero debiendo atender a vuestra edad avanzada, y a vuestro<br />

descanso, os hago con sentimiento la proposición que dista de ser despedimiento; pues es<br />

sacrificio de la <strong>com</strong>placencia que tuviera, no de veros morir en mis brazos, sino de teneros<br />

siempre en mi casa.<br />

ALTANO.- Por Dios, mi señor don Eusebio, no quiera vmd. hacer enternecer mi<br />

corazón. Mi voluntad es de seguir a vmd. al cabo del mundo, si allá fuere; y le ruego no toque<br />

ese punto, si no quiere verme prorrumpir en amargo llanto.<br />

EUSEBIO.- Pero, ¿y vuestros padres?<br />

ALTANO.- Mis padres vivieron hasta hoy día sin mí, creyéndome de asiento en la otra<br />

vida, y no necesitan de mis brazos. Rita y mi hermano Domingo, que es pescador, y su mujer<br />

Cecilia con sus hijos, quedan aquí para asistirlos. Lo que a mí me toca, <strong>com</strong>o a buen hijo que<br />

les soy, es partir con ellos de lo que tengo ganado en todo el tiempo que tengo la fortuna de<br />

servir a vmd.; que siendo algo más de quinientos pesos, hago cuenta de dejarles la mitad para<br />

sus asistencias.<br />

EUSEBIO.- Mucho más es lo que tenéis ganado.<br />

ALTANO.- No, mi señor don Eusebio, créame vmd. que esto es, poco más o menos, lo<br />

que tengo ahorrado.<br />

EUSEBIO.- Con todo eso, yo sé que es mucho más.<br />

ALTANO.- No es más, mi señor, pudiera jurarlo por las lágrimas de San Pedro.<br />

EUSEBIO.- ¿Y no contáis lo que os tengo prometido?<br />

ALTANO.- No quiera el cielo que me ocurra tal pretensión. Quedo sobradamente<br />

re<strong>com</strong>pensado con el favor que vmd. me hace de tenerme consigo, y de sufrirme con tanta<br />

bondad.<br />

EUSEBIO.- Eso no es re<strong>com</strong>pensa, Altano; la fidelidad es acreedora a eso y a mucho<br />

más; y así, contad con mil pesos que os daré si determináis a quedar con vuestros padres.<br />

ALTANO.- ¡Santos del paraíso!, ¿mil pesos?, ¿esto cabe en humano pensamiento? Si no<br />

conociera a vmd. lo tuviera por burla.<br />

EUSEBIO.- ¿Qué halláis que extrañar en ello? Cualquiera creo que diera de buena gana<br />

algo más de mil pesos por no morir anegado. Contad pues con ellos desde ahora.<br />

ALTANO.- ¡Oh mi adorable señor don Eusebio! ¡Qué beneficencia igualará a la de su<br />

generoso corazón! ¿Cómo es posible que yo lo desampare; yo que lo saqué de las olas en<br />

estos brazos, que lo miré siempre con ojos de padre tierno, aunque indigno y humilde, que lo<br />

he servido por tantos años, que experimenté su bondad? Con vmd. quiero estar, vivir y morir.<br />

Quiero ver su casamiento con mi señora doña Leocadia y llorar de contento en su celebración.


Eusebio, enternecido de las expresiones de Altano, no quiso insistir más sobre su<br />

quedada. Igualmente generoso se mostró con los cocheros, dándoles los tres caballos y veinte<br />

pesos a cada uno para que pudiesen ganarse con ellos la vida si querían quedar en aquella<br />

ciudad, o embarcarse para Inglaterra; el coche lo llevó consigo. Estando ya todo dispuesto<br />

para el embarco, poco antes de efectuarlo, pareciéndole haber quedado corto con los cocheros<br />

que se mostraban muy afligidos por perder tan buen amo, les entregó otros cincuenta pesos<br />

que pudiesen servirles de algún consuelo. Satisfecha así de algún modo su bondad y<br />

beneficencia, se embarcó a<strong>com</strong>pañado del dolor y lágrimas de los mismos hasta el puerto,<br />

envidiando ellos la suerte del gozoso Altano y de Taydor que seguían a su amo.


Libro segundo<br />

Creyendo Eusebio haber ganado mucho camino la noche que zarpó el navío, y hallarse<br />

lejos de la costa, se vio al siguiente día a la vista del mismo puerto, a cuya capa estuvieron por<br />

haberse vuelto el viento enteramente contrario. Estas mudanzas en la mar son <strong>com</strong>unes; mas<br />

entonces pareció que la fortuna llevase la mira de servirse de aquella repentina variación de<br />

viento, para dar tiempo a un faluón que a toda boga salía del puerto y se encaminaba hacia el<br />

navío. Luego que abordó, uno de los que venían en él pidió hablar al capitán. Lo recibió éste a<br />

bordo, y después de haber estado con él <strong>com</strong>o una media hora, salió para dar la mano a una<br />

mujer muy linda y joven, que consigo traía un niño de dos o tres años. La persona que los<br />

a<strong>com</strong>pañaba, y que entró en el navío para hablar con el capitán, se volvió a embarcar en la<br />

falúa, dejando sola con el niño a la madre.<br />

El viento, que pareció interesarse por aquellos dos pasajeros, se mudó otra vez de repente<br />

en favor, apenas estuvieron embarcados. Se le dieron todas las velas que, hinchadas de un<br />

soplo propicio, robaron en poco tiempo a los ojos de Eusebio la vista de las costas. No sabía<br />

<strong>com</strong>prender él mismo aquel misterioso arribo de la mujer y del niño, especialmente viendo<br />

que quedaban solos en la embarcación sin hombre que los a<strong>com</strong>pañase. Empeñaba mucho<br />

más su curiosidad la hermosura de aquella mujer, que manifestaba no pasar los veinte años de<br />

edad, realzando a su juventud la ternura y gracia de su talle y facciones. El niño estaba<br />

siempre asido de la misma, notando Eusebio que sus inocentes caricias sacaban lágrimas a la<br />

madre, que lo miraba con enternecimiento adolorido.<br />

El triste silencio y la inapetencia que mostraba en la mesa del capitán, en que se hallaba<br />

también Eusebio, sin prestarse ella a sus discursos, indicaban bastante que era juguete infeliz<br />

de alguna gran desgracia. Movido Eusebio a <strong>com</strong>pasión por ella, fomentaba deseos de aliviar<br />

su tristeza, aunque ignoraba la causa después de algunos días que se hallaba en el bastimento<br />

y que navegaban prósperamente. El capitán sabía sólo que se llamaba Ana Govea y que iba<br />

en<strong>com</strong>endada a un mercader de Filadelfia. Nada pudieron sacar de ella, aunque repetidas<br />

veces la importunase el capitán para que insinuase el motivo del dolor de que la veían<br />

penetrada. Un día en que insistía el capitán sobre ello, viendo empañarse sus ojos de lágrimas,<br />

le dijo en tono de quererla consolar y de hacerla <strong>com</strong>er: Ea, buen ánimo misstres Ana, que<br />

hallaréis sano a vuestro marido.<br />

No pudo herirla más en lo vivo. Arroja un doloroso suspiro, el color de su rostro<br />

desfallece y cae desmayada en el asiento. El capitán, Eusebio, Altano y Taydor, que los<br />

servían en la mesa, acuden para socorrerla. Sus diligencias son vanas; Ana no daba señal de<br />

vida. Fue preciso que Eusebio echase mano de su milagroso licor, con el cual pudieron<br />

restituirle la vida que parecía haber perdido. Apenas recobró el conocimiento, <strong>com</strong>enzó a<br />

decir con rostro consternado: ¿Dónde está mi infeliz marido? ¡Ah, quién podrá devolvérmelo!<br />

Dicho esto, prorrumpe en tales sollozos, que ni las exhortaciones del capitán, ni el <strong>com</strong>pasivo<br />

empeño y consejos de Eusebio podían acallarla, echando de ver por sus lamentos que la<br />

funesta muerte de su marido era la causa de su inconsolable sentimiento.<br />

Esto fue motivo para que el capitán se le mostrase más humano y oficioso, y para que<br />

ella, cediendo a la confianza que le merecieron las ofertas y atenciones del <strong>com</strong>pasivo<br />

Eusebio, les descubriese toda la funesta historia, después de algunas preguntas que le hizo el<br />

capitán sobre su patria, padres y apellido; pues éste era portugués y extrañaban que saliese<br />

ella de un puerto de España sin saber la lengua española ni la portuguesa, hablando sólo la<br />

inglesa. A esto le dijo ella que había nacido en el Maryland, a donde iba y en donde se<br />

establecieron sus padres que eran portugueses, <strong>com</strong>o lo era también su infeliz marido, con el<br />

cual había ido de Oporto, donde la dejó en casa de un pariente suyo, mientras él iba a Lisboa


por intereses de su <strong>com</strong>ercio, bien que oculto, a causa de una muerte que había dado a uno<br />

que le agravió en el honor, por lo que se había ausentado de su patria.<br />

Que habiendo llegado enfermo a aquella ciudad hizo llamar a el mercader a quien iba<br />

re<strong>com</strong>endado pero que por desgracia había otro del mismo nombre y apellido en Lisboa, a<br />

quien llevaron el recado de su marido, y a quien éste se descubrió incautamente, oyendo se<br />

llamaba López: Parara <strong>com</strong>o el otro, sin poder sospechar que éste fuese pariente del difunto,<br />

el cual fue inmediatamente a delatarlo a la justicia, que procedió criminalmente contra su<br />

triste marido, y hecho el proceso, fue condenado a muerte, cuya sentencia se ejecutó,<br />

dejándola viuda y con aquella criatura en tierra no conocida y sin saber la lengua del país.<br />

Las lágrimas y sollozos en que prorrumpió la inconsolable Ana al contar la muerte de su<br />

marido, interrumpieron su narración que no pudo proseguir en aquel día. Dijo en otro el modo<br />

cómo ella había salido de Oporto, luego que lo supo, con el pariente de su marido, en cuya<br />

casa estaba hospedada, y con la mujer y una hija del mismo, a quienes sacó fuera de la raya de<br />

Portugal, refugiándose en un lugarcito de España donde, habiéndose informado que había en<br />

el Puerto de Santa María aquel navío que partía para la América, la llevó a aquella ciudad y la<br />

a<strong>com</strong>pañó a bordo con la lancha, en que se volvió él mismo, para llevar a lugar seguro a su<br />

mujer e hija, a quienes dejó para poder ponerla a ella en salvo.<br />

Esta triste historia, animada de las vivas expresiones de la desdichada Ana, así <strong>com</strong>o era<br />

digna de la <strong>com</strong>pasión de todo corazón humano y piadoso, así también dio motivo a Eusebio<br />

para hacer muchas reflexiones sobre aquel funesto caso que tanto interesó a su <strong>com</strong>pasión y<br />

que distrajo su ánimo y pensamientos del consuelo que probaba, al considerar que se acercaba<br />

a la América y a su amada Leocadia, cuya memoria volvió poco a poco a ocupar toda su<br />

mente, sustituyendo a las tristes ideas que había suscitado la desgracia de Ana, los dulces y<br />

suaves sentimientos del amor que le representaba el recibimiento que le haría su amada<br />

esposa; los ojos con que lo miraría, los interiores vencimientos de su alborozo contenidos de<br />

su recato, lo que le diría cuando llegase y las ardientes demostraciones que el mismo Eusebio<br />

le haría, valiéndose del derecho que le daría el gozo de su llegada.<br />

Otras veces solemnizaba en su imaginación las bodas, después de haberle jurado con<br />

tantas mayores veras eterna fidelidad, cuanto mayores habían sido las pruebas en que lo<br />

habían puesto las ocasiones que se le presentaron en el viaje y a que había constantemente<br />

resistido. Luego, su amor irritado de aquellos pensamientos, consolaba los temores de la<br />

inocencia de Leocadia; precipitábase en sus brazos y disfrutaba idealmente de los deliciosos<br />

transportes de sus mutuos afectos. Otras veces se regalaba su memoria con el indecible gozo y<br />

consuelo que tendría su buen padre Henrique cuando lo viese llegar a salvo a su casa. El<br />

sentimiento que tendría al mismo tiempo al verlo llegar sin su amado Hardyl. Lo suponía<br />

informado ya de su muerte, por la carta que le escribió el mismo Eusebio desde S... en la cual<br />

le participaba su llegada y aquella fatal desgracia.<br />

Ocupaba otras veces su imaginación en el arreglo de su futura familia, en el método con<br />

que emprendería sus estudios, <strong>com</strong>enzándolos desde los primeros rudimentos. El modo cómo<br />

se <strong>com</strong>portaría con su esposa, la educación que daría a sus hijos en caso de que los tuviese.<br />

Enajenado de todas estas ideas pasaba de unas a otras y las repasaba en su imaginación,<br />

siendo Leocadia, sus prendas, su amor, su casamiento, los principales objetos que más<br />

empeñaban sus afectos y sentimientos. Los mismos eran causa de que a cualquiera alteración<br />

y mudanza de la mar y vientos palpitase su corazón, temiendo que le robasen el cumplimiento<br />

de sus ardientes deseos y de la dicha que se prometía.<br />

Pareció que la fortuna y el amor, interesados en los votos y súplicas que se imaginaba<br />

haría de continuo Leocadia por su feliz arribo, tuviesen casi siempre encadenados a los


contrarios vientos, pues fuera de un asomo de borrasca que tuvo sumamente angustiado el<br />

corazón de Eusebio, y que se disipó en el mismo día, le fue el tiempo siempre propicio, de<br />

modo que a los treinta y cinco días que salió del puerto, llegó a embocar en el Delaware.<br />

Asemejábase a un sueño el gozo que sentía Eusebio al ver que llegaba al suspirado término.<br />

Se cree <strong>com</strong>únmente imposible que suceda lo que sumamente se anhela: el temor mismo es el<br />

que así nos lo representa en el corazón y fantasía.<br />

La mayor dicha, el más puro contento es sólo aquel que los deseos y esperanzas se forjan<br />

en la mente. La fortuna mayor, los mayores placeres, no son jamás ni tan grandes, ni tan<br />

apetecibles, probados, cuanto concebidos de antemano en la imaginación. La fantasía se los<br />

representa entonces exentos de todos los estorbos, de todas las molestias y cuidados que lo<br />

a<strong>com</strong>pañan. Ella lo pinta cuales los espera, cuales quisiera que fuesen, no <strong>com</strong>o son en sí.<br />

Andamos desasosegados por conseguir lo que más irrita nuestros deseos, pero al paso que se<br />

allanan los obstáculos y se acortan las distancias que servían de pábulo a nuestras esperanzas,<br />

éstas pierden su vigor y se entibian en la posesión.<br />

Hubiera acontecido esto a Eusebio si los sentimientos de su amor no fueran de metal tan<br />

puro. Habíalos acrisolado la virtud con muchos sacrificios de fidelidad a su Leocadia, para<br />

que pudiera entibiarse su gozo en la adquisición de su adorable esposa, ni disminuirse el sumo<br />

contento que concibió de antemano por su llegada al Delaware, cuya contraria corriente iba<br />

ganando el bastimento, dando lugar para que la fama divulgase en Salem su arribo antes que<br />

aportase a Filadelfia. Súpolo luego el padre de Leocadia, <strong>com</strong>o interesado en su cargazón y en<br />

la venida de Eusebio, y quiso tener la <strong>com</strong>placencia de ir a dar a su hija tan agradable noticia,<br />

y de tener el gusto de ver cómo la recibía.<br />

Hallábase ella ocupada en bordar un cobertor de seda para su casamiento. Su trabajo no<br />

era sólo material, sabía dibujar con la aguja. Habíalo <strong>com</strong>enzado poco después que Eusebio<br />

partió para la Inglaterra; hízoselo interrumpir la enfermedad, motivo por el cual no lo tenía<br />

acabado a su llegada, aunque trabajase sobre él de día y de noche. Un sencillo pero delicado<br />

encadenado a la griega, cubría a lo largo los cuatro bordes del cobertor. En medio se veía un<br />

gracioso paisaje en que estaba representada la diosa Venus en la mar sobre su carro, abrazada<br />

con Cupido, que con ella sonreía con cariñoso gracejo.<br />

No eran las palomas las que tiraban el carro, sino dos alados genios, vueltas sus cabezas<br />

hacia la diosa. El uno llevaba abrazada una áncora, símbolo de la esperanza; y el otro dos<br />

palomas sobre una mano que se acariciaban con sus picos, viva imagen de su futuro<br />

casamiento. Veíanse asomar en el fondo del paisaje los dorados celajes de la aurora.<br />

A<strong>com</strong>pañaban al carro diversas ninfas, cada una con las señales características de los afectos<br />

amorosos que representaban. Y acaso estaba acabando Leocadia una de estas ninfas, cuando<br />

llegó su padre para darle la noticia de la llegada de Eusebio. Mas queriendo hacérsela desear,<br />

para ver qué afectos producía en ella la incertidumbre, después de haberse sentado junto a la<br />

hija con aire indiferente y distraído, hallándose presente la madre ocupada en su labor cerca<br />

de la hija, <strong>com</strong>enzó a decir:<br />

EL PADRE.- Vengo cansado. He caminado mucho para certificarme de una noticia.<br />

LA MADRE.- ¿Qué noticia es ésa?<br />

EL PADRE.- Adivínalo.<br />

LA MADRE.- ¡Bueno está eso! Si fuera tema de alguna adivinalla, pudiéramos hilarnos<br />

los sesos por acertarla; pero una noticia, entre infinitas que se pudieran <strong>com</strong>binar, no merece<br />

tomarse ese trabajo.


LEOCADIA.- Diga vmd. padre mío, ¿es noticia que nos interesa?<br />

EL PADRE.- Sí, nos interesa.<br />

LEOCADIA.- ¿Y nos interesa a todos igualmente, o a mí más que a vmd.?<br />

EL PADRE.- Eso, ni yo ni vos lo podemos decidir.<br />

LA MADRE.- Que vas, hija mía, a cansarte en vano; tal vez nos saldrá con alguna<br />

fruslería.<br />

EL PADRE.- ¿Fruslería? No por cierto.<br />

LEOCADIA.- ¿Qué es, pues, padre mío? Díganoslo vmd. que <strong>com</strong>ienzo a entrar en<br />

cuidado.<br />

EL PADRE.- Ea pues, lo diré: llegó de vuelta al Delaware el paquebot que llevó las<br />

cartas al Puerto de Santa María.<br />

La mano de la doncella queda asida a la aguja que tenía medio metida en el telar; su<br />

corazón <strong>com</strong>ienza a palpitar, sin atreverse a preguntar si venía Eusebio en el paquebot. Temía<br />

en su afanosa incertidumbre salir ella con engaño del dulce presentimiento de la llegada de<br />

Eusebio, que su corazón le hacía. No pudiendo por otra parte ni proseguir su trabajo, ni<br />

resistir a la penosa incertidumbre, exclamó:<br />

EL PADRE.- ¡Cielo!, ¿si vendrá don Eusebio? Madre mía, ¿si vendrá don Eusebio?<br />

LA MADRE.- ¡Quién lo sabe, hija mía! Vuestro padre enviará sin duda a Filadelfia para<br />

informarse.<br />

LEOCADIA.- ¿No lo podemos saber antes que llegue a Filadelfia? ¿No pudiéramos ir a<br />

recibirlo?<br />

LA MADRE.- A la doncella, hija mía, toca refrenar esas ansias y no mostrarse tan<br />

impaciente. Si vuestro padre dispone que vayamos, iremos, <strong>com</strong>o manifestó desearlo don<br />

Henrique. Si no, lo esperaremos aquí, pues esto nos está mejor.<br />

Leocadia, oído esto, calló, suspirando en su interior y dando motivo de <strong>com</strong>placencia a su<br />

padre que las dejaba decir. Pero viendo que su mujer había cortado el discurso, volvió a<br />

moverlo, diciendo:<br />

EL PADRE.- Envié ya a la ribera para saber si viene don Eusebio, porque en ese caso,<br />

quiero ir a Filadelfia a recibirlo.<br />

LEOCADIA.- ¿Solo irá vmd. padre mío?<br />

EL PADRE.- Iremos todos, pues espero que seremos bien recibidos, a no ser que quieras<br />

quedar tú sola en Salem.<br />

LEOCADIA.- ¡Oh!, no señor; sola no quiero quedar; iré con vmd. y con mi señora<br />

madre.<br />

EL PADRE.- Pero vamos, di la verdad, ¿sientes muchas ganas de ver a don Eusebio?


LEOCADIA.- Sí señor, muchas; lo confieso.<br />

EL PADRE.- Amo esa ingenuidad y mereces que te saque de dudas.<br />

LEOCADIA.- ¿Cómo? ¿Viene don Eusebio, padre mío, viene don Eusebio?<br />

EL PADRE.- Sí; viene.<br />

¡Oh Dios mío, exclamó Leocadia, cuán gran gozo siento! Manifestóse de hecho su gozo<br />

al rostro con sonrisa, teñida de tierno llanto, prosiguiendo a decir mientras se enjugaba las<br />

lágrimas: Me lo decía el corazón que don Eusebio venía, me lo decía el corazón. ¿Habláis de<br />

veras?, preguntó la madre a su marido. Tan de veras, respondió él, que voy a dar el orden para<br />

que se disponga cuanto antes la <strong>com</strong>ida. Entretanto podéis ir tomando disposiciones para<br />

partir.<br />

La noticia se esparce por la casa, toda ella rebosa de contento. Leocadia arrima su amado<br />

telar; la madre su labor. Una y otra no necesitaban de gran atavío, habiendo tomado el uso del<br />

vestir decente de las cuáqueras. Sumo aseo y limpieza eran sus favoritas galas. No dejó, sin<br />

embargo, Leocadia de ataviarse con mucha decencia y esmero, animada del gozo de la<br />

noticia. Las viruelas apenas habían dejado señal perceptible en su terso y fino rostro. Aunque<br />

la despojaron enteramente de su hermosa cabellera, prestaba bastante el ya crecido cabello<br />

para disimular el defecto de la cortedad en que quedaba, cubriéndolo con una toca de ricos<br />

encajes, que hacía <strong>com</strong>parecer su semblante más amable y delicado.<br />

Llamadas a la mesa, Leocadia no tiene ganas de <strong>com</strong>er. No importa, dice el padre,<br />

esfuérzate; ¿quieres hacer el viaje sin tomar cosa alguna? No temas, que no se escapará don<br />

Eusebio. No es por eso, dice Leocadia, sino porque no me siento con ganas de <strong>com</strong>er. Mejor<br />

es esa razón, que esa otra, dice el padre, <strong>com</strong>e; las ganas vienen <strong>com</strong>iendo. No siempre es así,<br />

especialmente cuando un extraordinario gozo se llega a apoderar del esófago, engendrando en<br />

él una especie de desmayo que absorbe enteramente al apetito. Leocadia se esforzaba con todo<br />

a probar de todo lo que el padre la ponía en el plato, donde quedaba el manjar apenas gustado.<br />

La memoria de su amado Eusebio y la impaciencia interior que sentía por llegar a verlo,<br />

borraba en ella todos los demás objetos de la tierra, si no eran aquellos que habían de servir<br />

para abreviarle el plazo de tan larga ausencia.<br />

No quisiera que llegase Eusebio a Filadelfia antes que ella, para poder tener el gozo de<br />

recibirlo. Quisiera verse ya en el coche; apresurar y detener al mismo tiempo el curso del<br />

bastimento; lo uno para que llegase cuanto antes Eusebio, lo otro para poder llegar antes ella.<br />

Da finalmente orden el padre para que se pongan los caballos. Los criados van y vienen con<br />

los trastos. Leocadia, ya en pie, espera entre brasas a la madre que se entretenía en<br />

menudencias. El padre da priesa; la madre <strong>com</strong>parece finalmente, dejando sus órdenes a las<br />

criadas, que les desean buen viaje y mil consuelos a Leocadia con afectuosas expresiones.<br />

Bajan, entran en el coche, éste arranca. ¿Qué gozo iguala al que inunda al corazón de<br />

Leocadia? Quisiera poder descubrir el río desde el camino, quisiera poder ver al bastimento<br />

entre los espacios que dejaban a lo lejos las arboledas las veces que le parecía se acercaba a la<br />

ribera.<br />

No era menos su <strong>com</strong>placencia, cuando oía a sus padres que trataban sobre el<br />

casamiento, sobre el tiempo en que lo podían celebrar, sobre la fortuna, que así a ellos <strong>com</strong>o a<br />

la hija, les cabía. A esto añadían el padre y la madre algunos consejos a Leocadia con que<br />

emplearon el ocio del camino, hasta que llegaron a Filadelfia. Henrique Myden, que acababa<br />

de saber la llegada de Eusebio al Delaware, los recibió con particulares demostraciones de<br />

consuelo, pues los había convidado y deseaba que estuviesen en su casa para hacer más


solemne y gustoso el recibimiento de su amado y suspirado Eusebio, a quien esperaba al<br />

siguiente día, según el aviso que le había enviado por tierra. Había dado inmediatamente<br />

orden Henrique Myden para que le previniesen una barca con sus remeros en donde se<br />

embarcarían todos para salir al encuentro.<br />

Sobre esto trataba Henrique Myden después que los llevó a descansar al aposento que les<br />

tenía aparejado, <strong>com</strong>placiéndose en hacer mil preguntas a Leocadia. Era ya algo tarde cuando<br />

ella y sus padres llegaron a Filadelfia. Entreteníanse en suave y dulce conversación haciendo<br />

tiempo para la cena, muy ajenos de esperar a Eusebio en aquella hora, cuando oyeron dar<br />

recios y repetidos golpes a la puerta de la casa. La hora extraordinaria y el más extraordinario<br />

llamamiento, despiertan en todos las sospechas si sería Eusebio que llegaba. Henrique Myden,<br />

a pesar de su edad avanzada, acude a la ventana presuroso para preguntar quién era el que así<br />

tocaba. Oyóse entonces la voz de Gil Altano, que decía gritando: Abra vmd., mi señor don<br />

Henrique, que llega mi señor don Eusebio en cuerpo y alma, y llego yo también con él.<br />

Henrique Myden, fuera de sí, entra diciendo: Aquí está Eusebio, aquí está Eusebio.<br />

Apresuraba el paso hacia la escalera diciendo esto.<br />

Leocadia y sus padres, llenos todos de indecible alborozo, lo seguían, mientras Eusebio,<br />

hallando la puerta, entró en la casa subiendo precipitadamente la escalera. Allí, encontrándose<br />

con su buen padre Henrique, se abraza con él, transportados entrambos del gozo, en fuerza del<br />

cual se estrechaban mutuamente en sus abrazos, besándose y dándose los tiernos y dulces<br />

nombres de padre y de hijo, y bañándose de sus deliciosas lágrimas. No advirtió Eusebio,<br />

enajenado del gozo que sentía abrazando a Henrique Myden, que estuviesen allí presentes los<br />

padres de Leocadia, y ésta también que, con lágrimas en los ojos, envidiaba aquellos abrazos<br />

a Henrique Myden de quien Eusebio no acababa de desprenderse. Don Alonso, padre de<br />

Leocadia, se acercó entonces, y asiendo a Eusebio de un brazo, le dijo: ¿Pues qué, no ha de<br />

haber abrazos para todos, don Eusebio?<br />

Eusebio, reconociéndolo con sorpresa, deja a Henrique Myden para darle un abrazo; mas<br />

viendo al mismo tiempo a su amada Leocadia, no sabía a quién atendería primero. Llevado<br />

del ímpetu del primer ademán, se deja arrebatar de él; da dos estrechos abrazos al padre de<br />

Leocadia y se arroja luego a su Leocadia, a la cual abraza también con ardiente transporte,<br />

aunque contenido del respeto y freno de la modestia, diciéndole con encendido júbilo: ¡Oh mi<br />

dulce Leocadia! ¡Oh precioso momento tanto tiempo suspirado y finalmente conseguido!<br />

Permitid, dulce amor mío, que manifiesten mi sumo júbilo los labios a la presencia de<br />

vuestros padres y del mío. Dicho esto le besó la frente, continuando en decirle otras tiernas<br />

expresiones. Ella, enajenada del excesivo consuelo al verse en los brazos de su Eusebio, ora<br />

bajaba los ojos, ora los fijaba empañados del tierno llanto en el rostro de Eusebio, a quien<br />

decía que no podía explicar el sumo gozo que sentía de verlo llegar salvo.<br />

Pero llegando la madre a darle la bienvenida, hubo de ceder Eusebio y desistir de sus<br />

amorosas demostraciones, inclinándose a besar la mano de la madre sin soltar la de Leocadia,<br />

agradeciéndole los parabienes que la madre le daba con apasionada ternura. Llegaron<br />

entonces Altano y Taydor para manifestar su consuelo a Henrique Myden. Altano no pudo<br />

contener sus lágrimas, especialmente cuando llegó a manifestar su gozo a su señora doña<br />

Leocadia, diciéndole mil cosas con expresiones nacidas de su enternecido respeto y de su<br />

afectuosa sencillez. Henrique Myden hizo luego entrar a Eusebio para que descansase, antes<br />

que los llamasen a cenar. Entrados en el aposentamiento, vuelven todos a los transportes de su<br />

alborozo, de su amor y ternura. Eusebio no sabía desprender su mano de la de Leocadia, ni<br />

sus ojos de los de ella; la cual no acababa de volver en sí, viendo a su lado su suspirado<br />

Eusebio.


Henrique Myden quiso saber lo primero de todo cómo era que llegaba en aquella hora,<br />

habiéndolo avisado que sólo llegaría al otro día; satisfecho de la respuesta de Eusebio, pasó a<br />

preguntarle sobre su viaje. Comenzó luego a encarecerle el dolor que tuvo y las lágrimas que<br />

le costó la carta que le envió desde S... en que le participaba la desgraciada muerte de su buen<br />

Hardyl, y especialmente el descubrimiento de ser su tío. Todos a una desearon oír de su boca<br />

aquel funesto accidente. Eusebio se lo contó por extenso, no sin lágrimas y sin que las dejasen<br />

de derramar todos los oyentes, especialmente Leocadia, tan interesada por su respetable<br />

libertador, acordándosele las misteriosas palabras que Hardyl le dijo cuando, después que la<br />

libró de Orme, la hizo sentar en el ribazo del camino mientras iba en busca del jumento: que<br />

tal vez llegaría a saber algún día que era poco menos que padre de Eusebio.<br />

Acordóse también Henrique del extraordinario movimiento de sorpresa que hizo el<br />

mismo Hardyl, cuando le dijo Eusebio su nombre y apellido la primera vez que vino a su casa<br />

con los cestos, asomándosele las lágrimas a los ojos y haciendo un vivo ademán de sorpresa<br />

que pareció contener él mismo y que, aunque entonces le hizo alguna especie, sólo ahora<br />

<strong>com</strong>prendía lo que significaba. Comenzó a alabar con admiración la fortaleza de los<br />

sentimientos de Hardyl, su admirable desinterés, no queriendo admitir ningún emolumento<br />

por el trabajo de la educación de Eusebio, ni por su sustento; pues aunque le era tío, pudiera<br />

haber vivido más holgadamente con los socorros de Henrique Myden, que no quiso jamás<br />

admitir fuera de las guineas que le pidió para socorrer a Jonh Bridge. Mostró también extrañar<br />

Henrique Myden los motivos que pudo tener Hardyl para ir a establecerse a Filadelfia y para<br />

hacer en ella el oficio de cestero, mudando su verdadero nombre en el de Hardyl. Esto dio<br />

motivo a Eusebio para contar lo que había sabido del viejo Eumeno, poco después de la<br />

muerte de su tío.<br />

La cena interrumpió estos tiernos discursos y memorias. Sobre ella deseó Henrique<br />

Myden que lo informase del estado en que dejaba el pleito con su tío don Gerónimo. No<br />

bastando tampoco el tiempo que duró la cena, y después de acabada, para satisfacer a otras<br />

preguntas, que así Henrique Myden <strong>com</strong>o el padre de Leocadia le hacían, hubo de remitir, las<br />

respuestas al otro día por ser ya tarde y por hallarse muy cansado y falto de sueño. Volvieron<br />

con este motivo a renovarse los parabienes y demostraciones de su alborozo por la feliz<br />

llegada de Eusebio, separándose con apasionado afecto, en especial los dos amantes, cuyos<br />

corazones parecía que se les salían del pecho en la separación.<br />

Eusebio, rendido al cansando de aquel día, que pasó en una barquilla de pescadores para<br />

poder llegar más presto a Filadelfia, y satisfecho su corazón de la vista de su amada Leocadia,<br />

durmió plácidamente hasta bien entrado el día. No así Leocadia, pues su alborozo y consuelo,<br />

contenido de su mismo recato y modestia, quedó reconcentrado en su corazón, desahogándolo<br />

sólo con los dulces pensamientos que la tuvieron desvelada casi toda aquella noche, ansiando<br />

que llegase el venturoso día para volver a <strong>com</strong>placerse con la vista y presencia de su devuelto<br />

amante, y para dejarse ver ataviada y <strong>com</strong>puesta <strong>com</strong>o deseaba. Tuvo tiempo para ello antes<br />

que Eusebio <strong>com</strong>pareciese, habiéndose dejado apoderar del sueño.<br />

Quería Henrique Myden que Leocadia y sus padres se desayunasen, mas ellos quisieron<br />

esperar a Eusebio para tomar el té en su <strong>com</strong>pañía. Dejóse ver finalmente, <strong>com</strong>pareciendo a<br />

los ojos de Leocadia <strong>com</strong>o suelen pintar a Apolo, lleno de amable majestad y de varonil<br />

belleza cuando aparece a la hermosa Corónide. Eusebio, después de haber cumplido con los<br />

padres de Leocadia y con Henrique Myden, fue con ellos a tomar el té. Tenía a su lado a<br />

Leocadia, en cuyo rostro fijaba al descuido sus curiosos ojos para ver si descubría en él, a la<br />

luz del día, alguna señal de las pasadas viruelas. Pero viéndolo tan terso y delicado cuanto lo<br />

estaba antes, tuvo motivo de alborozarse, huyendo enteramente de su ánimo las sospechas que<br />

concibió en París de que pudiese quedar afeada de aquella enfermedad.


Ni dejó de manifestar a Leocadia el contento y gozo que tenía por ello, dándole a hurto<br />

de sus padres una mirada tan viva, a<strong>com</strong>pañada de un ademán tan afectuoso, que encendió no<br />

poco a la risueña modestia con que ella la recibía. Acabado de tomar el té, deseo Henrique<br />

Myden que Eusebio les hiciese una sucinta relación e todo su viaje, pues les quedaba toda la<br />

mañana por suya. Él satisfizo inmediatamente a sus deseos, <strong>com</strong>enzando por su salida del<br />

Delaware, hasta su llegada a Inglaterra, su caída en la mar, su llegada a Douvres, la pérdida de<br />

su coche y caballos en Dartford y los afanes con que entró en Londres, viéndose precisados a<br />

recobrarse en la pobre casa del viejo Bridway, cuya triste historia contó también de paso. El<br />

modo <strong>com</strong>o pusieron tienda de cestos en la plaza de Spittle-Fields por sugerimiento de Felipe<br />

Blund, y el robo que éste les imputó, motivo porque los prendieron y llevaron a Newgate,<br />

donde reconoció a Orme.<br />

Al oír nombrar a Orme la madre de Leocadia, interrumpió la narración de Eusebio,<br />

deseando certificarse de lo que contaba; él la satisfizo y dijo cómo se halló presente a su<br />

suplicio en Tiburn, donde los llevó, sin haberlos antes prevenido, Jonh Bridge, aquel mismo<br />

para quien Hardyl pidió a Henrique Myden las treinta guineas; el cual, habiéndolos<br />

reconocido cuando eran llevados a la cárcel, fue a ella para certificarse de su sospecha y para<br />

salir fiador por ellos, a fin de librarlos de la prisión y llevarlos a su casa, donde los hospedó<br />

magníficamente en reconocimiento del favor que había recibido de Hardyl en Filadelfia.<br />

Contó también el modo cómo el mismo Bridge pudo restituirse a su patria; ni pasó por alto la<br />

pública demostración que hizo el pueblo de Londres cuando salían de la cárcel, llevándolos<br />

por fuerza en hombros hasta la plaza en que los prendieron, para dar testimonio de su<br />

inocencia.<br />

Siguió inmediatamente su viaje a Francia, dejándose en Inglaterra el caso de la hija de<br />

Howen y los amores que sintió por ella, aunque después hizo esta confianza a Leocadia. No<br />

hizo mención tampoco de la cena de Armanda y de Hernestina en París, donde lo llevó el lord<br />

Som... Contó bien sí su muerte, su generosa manda, que dejó Eusebio toda entera a sir Carlos<br />

Towsend y a sus dos hijas; cómo éstas vinieron con su padre a darle las gracias, postrándosele<br />

de rodillas. Al oír la relación de este caso, no pudieron contener las lágrimas los padres de<br />

Leocadia, la hija y Henrique Myden; la madre y la hija prorrumpieron en tales sollozos que<br />

hicieron también llorar a Eusebio y cortaron la relación.<br />

Volvió a tomar el hilo al cabo de rato, diciendo cómo les llegó entonces a París la carta<br />

de Henrique Myden, en que les participaba el pleito de su tío don Gerónimo y la enfermedad<br />

de Leocadia, en fuerza de la cual apresuraron su viaje a España. Refirió cómo los prendieron<br />

los vivareses y los llevaron al general David, el cual los remitió al profeta Jurieu. El alma de<br />

Leocadia, pegada a los labios de Eusebio, hacíala mudar de color, temiendo que su vida<br />

quedase víctima de aquellos soldados montaraces, <strong>com</strong>o si de hecho lo viese en peligro y no<br />

presente y salvo <strong>com</strong>o lo tenía, dando por bien hecho el regalo del reloj que <strong>com</strong>pró en<br />

Londres para ella y que envió al general David. Contó luego su feliz llegada a España y la<br />

tragedia del padre de Gabriela y de don Fernando en Toledo, y la que le aconteció a él y<br />

Hardyl con el encuentro de los toros, funestísima causa de su muerte, cuya triste memoria no<br />

pudo renovar Eusebio sin lágrimas, con las cuales dio fin a su narración, sacándolas a sus<br />

oyentes.<br />

Apenas las habían enjugado, cuando llegó Guillermo Smith; el cual, acabando de saber la<br />

llegada de Eusebio, quiso ir inmediatamente a abrazarlo y a renovarle el tierno cariño que le<br />

profesó siempre, pues él fue el que propuso a Henrique Myden que tomase a Hardyl por<br />

maestro de Eusebio. Era el mismo Smith padre de aquella Henriqueta por quien Eusebio<br />

<strong>com</strong>enzó a sentir los primeros asomos del amor. Fue por lo mismo muy tierno el abrazo que<br />

se dieron, a<strong>com</strong>pañándolo con llanto que participaba del consuelo que probaba Smith en el<br />

feliz arribo de Eusebio, y del dolor de verlo llegar sin su amigo Hardyl, cuya muerte había


sabido por medio de Henrique Myden, tomando pie de esto para extenderse en alabanzas de la<br />

virtud y carácter de aquel hombre in<strong>com</strong>parable.<br />

A Smith siguieron otros amigos y conocidos de Henrique Myden que venían a darle el<br />

parabién por la llegada de Eusebio. Pasóse así todo aquel día y el siguiente en recibir visitas,<br />

sin poder tener Eusebio la satisfacción de disfrutar a solas, <strong>com</strong>o lo deseaba, la dulcísima<br />

conversación de su amada Leocadia, fuera de dos cortos momentos que pudieron lograr,<br />

facilitándoles el tiempo y lugar la madre, que sabía lo que podía prometerse de la honestidad<br />

de su hija y de Eusebio, concediendo aquel desahogo a los ansiosos corazones de los amantes,<br />

después de tanto tiempo de ausencia y en las inmediaciones del casamiento.<br />

Esta fue la materia de sus discursos las dos veces que pudieron estar a solas, diciéndole la<br />

fidelidad que le había guardado en el viaje, a pesar de la pasión que le atizaron los atractivos y<br />

gracias de la hija de Howen, cuya historia no se recató a contar entonces a Leocadia. No dejó<br />

la misma de manifestar alguna duda, nacida de los celos de su amor y de algunos reproches<br />

que cedieron a la sinceridad con que le protestaba Eusebio haber <strong>com</strong>batido con la pasión. Lo<br />

que excitó en el ánimo de Leocadia un sentimiento tan tierno y reconocido, que la impelió a<br />

manifestárselo con cariñoso ademán que, aunque contenido en parte de su recato, puso harto<br />

cebo en sus ojos y continente, para que hiciese Eusebio lo que ella no se atrevía: apoderarse<br />

de su tersa mano en que, transportado del amor, imprimió sus labios.<br />

¿Cuál fue entonces la dulce sorpresa de Eusebio, cuando Leocadia en vez de retirar la<br />

mano <strong>com</strong>o lo hacía antes, usando de su modesta severidad, apretó al contrario la de Eusebio?<br />

Enajenado éste de tan cariñosa demostración, cuando menos la esperaba, se deja arrebatar del<br />

incendio que suscitó de repente en su pecho y, doblándole una rodilla, prorrumpió en<br />

ardientes suspiros, dándole mil dulces nombres, teniéndola asida de la mano en que renovaba<br />

sus amorosas adoraciones, al tiempo que entraba la madre; la cual lo sorprende en aquel<br />

ademán y postura de afectuosa confianza, sin advertirlo Eusebio por estarle de espaldas.<br />

Leocadia vio bien sí a su madre, y aunque manifestó alguna turbación, se resentía más ésta de<br />

la conmoción amorosa que le causó la demostración de Eusebio, que de la repentina aparición<br />

de la madre, en cuyo rostro y expresiones había leído de antemano la tácita condescendencia<br />

para tales cariñosas confianzas con quien le era esposo prometido.<br />

Por esto, aunque se <strong>com</strong>puso un poco en su asiento, no por eso hizo ningún esfuerzo para<br />

desasir su mano de las de Eusebio, ni para que éste se levantase del suelo en que le tenía<br />

doblada la rodilla, dejándolo en aquella postura hasta que, llegando a él la madre, le tocó el<br />

hombro, diciéndole con sonrisa:<br />

LA MADRE.- Muy devoto venís de vuestro viaje, don Eusebio.<br />

EUSEBIO.- Tan devoto me fui, señora; no hay otra diferencia, sino que ahora la deidad<br />

me permite darle las adoraciones que antes desechaba, a lo menos en apariencia.<br />

LA MADRE.- Entonces había motivo para dudar de las intenciones del culto, y el ara no<br />

estaba trazada todavía. Pero ahora las intenciones son puras; el ara está levantada y la deidad<br />

pronta para dejarse adorar en ella.<br />

EUSEBIO.- ¡Ah! si llego de hecho a ese altar, cuánto más ardientes serán entonces mis<br />

adoraciones.<br />

LA MADRE.- Temo, a la verdad, que la diosa necesite de armarse de su amoroso<br />

imperio para que no os propaséis en su culto.


EUSEBIO.- ¡Cruel sugerimiento de que se burlará tal vez el amor! El de Leocadia no<br />

necesitará de tales precauciones.<br />

LEOCADIA.- Nada de eso entiendo, don Eusebio, ¿qué precauciones son esas?<br />

EUSEBIO.- No lo dudéis; vuestra madre tendrá el cuidado de explicároslas antes de<br />

tiempo.<br />

LA MADRE.- Las explicaré cuando esté concluido el tapete que ha de servir para ese<br />

misterioso altar.<br />

EUSEBIO.- Eso sí que yo no entiendo, ¿qué tapete es ese?<br />

LA MADRE.- El cobertor nupcial que está bordando Leocadia y que no tiene todavía<br />

concluido.<br />

EUSEBIO.- ¡Ah, señora! Que el más puro y ardiente amor no necesita de recamados<br />

cobertores. ¿No es así, dulce amor mío?, ¿no os parece bien, Leocadia, lo que digo?<br />

Entró entonces Henrique Myden, diciendo:<br />

HENRIQUE MYDEN.- Pues, hijos, de qué se trataba.<br />

EUSEBIO.- Del día en que habíamos de celebrar nuestro casamiento; y doña Cecilia<br />

nos quería dar sugerimientos.<br />

LA MADRE.-<br />

Eso se me antoja lo de la copla que aprendí de niña:<br />

Señor, es vuestro criado<br />

Como el mal encantador,<br />

Que quier con ajena mano<br />

Sacar la culebra viva,<br />

De do estaba en el forado.<br />

HENRIQUE MYDEN.- No importa, no importa; di, Eusebio, ¿cuándo quieres que se<br />

celebre?<br />

EUSEBIO.- Decídalo Leocadia. Gustaré de oír su determinación.<br />

LEOCADIA.- Cuando quiera mi señora madre.<br />

EUSEBIO.- Ya habéis oído que vuestra madre no quiere ser <strong>com</strong>o el mal encantador, y<br />

gustará también que lo determinéis.<br />

LA MADRE.- Tienes nueva prueba, hija mía, que don Eusebio que quiere con ajena<br />

mano sacar la culebra viva, y así no cuente conmigo para nada, di lo que sientes.<br />

LEOCADIA.- Cuando quiera don Henrique.


HENRIQUE MYDEN.- Lo entiendo, lo entiendo; <strong>com</strong>encemos a tomar desde ahora<br />

providencias y se celebrará cuanto antes. ¿No es así, Leocadia, hija mía?, ¿no lo deseas así,<br />

Eusebio?<br />

EUSEBIO.- Así sea, padre mío, así sea.<br />

Confirmó Eusebio su voluntad abrazando a Henrique Myden, que lo abrazó también él,<br />

diciéndose mutuamente tiernas expresiones, nacidas del paterno afecto y del filial<br />

reconocimiento a tan buen padre. Interrumpió estas dulces demostraciones Taydor, que traía<br />

del bastimento la cajita de los regalos para Leocadia. Consistían en algunas joyas engastadas<br />

con sumo primor, y en otras preciosas bujerías de gusto, sin las cuales no sabe pasarse la<br />

generosidad de un amor tierno y puro cual era el de Eusebio. En ellas no ponía otro aprecio<br />

que el que sólo se merecían por el fin para que las <strong>com</strong>pró. Así se lo manifestó a Leocadia al<br />

entregarle la cajita, diciéndole:<br />

EUSEBIO.- Aquí tenéis, Leocadia, esta prueba de mi memoria, mas no de mi afecto;<br />

pues sólo es señal que tuve dinero para emplearlo en esos lucientes dijes; espero que los<br />

recibiréis <strong>com</strong>o demostración igual a la que hace un pobre labrador a su amada con las flores<br />

que sólo le cuestan el cogerlas.<br />

LEOCADIA.- Así las recibo, don Eusebio; estad seguro que la más preciosa joya para<br />

mí es vuestro corazón; vuestro solo amor pudiera suplir en mi aprecio a todas las joyas de la<br />

tierra.<br />

EUSEBIO.- Y vos sola, divina Leocadia, y vuestros virtuosos sentimientos suplirán en<br />

mi estimación a todos los bienes de este suelo. ¿Qué son para mí todas las riquezas de la<br />

tierra, en cotejo de vuestras gracias y hermosura, y de la virtud que las realza?<br />

LA MADRE.- ¡Lindas preseas son!, ¿dónde las habéis <strong>com</strong>prado, don Eusebio?<br />

EUSEBIO.- En Londres las <strong>com</strong>pré. Vuestra pregunta ha enfriado el encendido<br />

transporte con que iba a besarlas, no porque son joyas, sino porque son de Leocadia.<br />

LEOCADIA.- Las besaré, pues, yo, no por lo que valen sino por quien me las regala.<br />

EUSEBIO.- Provocado de tan amable ejemplo, lo imito según mi intención ardiente.<br />

LA MADRE.- Quien os viera y oye, tacharía de sobrado pueril ese vuestro cariñoso<br />

entretenimiento.<br />

EUSEBIO.- No lo dudo, doña Cecilia, si los ojos que nos vieran fueran ávidos, secos y<br />

endurecidos del interés y de la vanidad, que sofocan en el corazón los más tiernos y dulces<br />

sentimientos del amor; ni le dejan probar sino los efectos vanos de la codicia y de la<br />

ambición, que forman el débil cimiento de sus sórdidos casamientos.<br />

LA MADRE.- ¿Y al vuestro qué cimiento le queréis dar?<br />

EUSEBIO.- La educación que habéis dado a Leocadia y los adorables sentimientos de la<br />

misma, me hacen esperar que el solo cimiento de nuestra unión será la virtud, exenta de<br />

ambición y de vanidad, y superior a todos los objetos exteriores que absorben y enfrían los<br />

afectos de la mutua correspondencia de dos amables genios. La virtud hace que éstos se<br />

ocupen sólo de sí mismos; la misma los estrecha con fuerza poderosa para resistir a la de los<br />

trabajos y desgracias, si con ellos quiere <strong>com</strong>batirlos la fortuna. La misma consume todos los


leves disgustos, si por ventura los hace nacer algún desarreglado sentimiento de contragenio,<br />

o de demandada voluntad, <strong>com</strong>o consume el sol las nubes y manchas de que no anda exento a<br />

nuestros ojos, sin menoscabarse su esplendor en su carrera luminosa.<br />

LA MADRE.- Aunque en elevado estilo me dais motivo, don Eusebio, para<br />

<strong>com</strong>placerme mucho más en la fortuna de Leocadia y mía, siento que llegue gente, según<br />

parece, a interrumpir vuestro discurso y mi <strong>com</strong>placencia.<br />

Entró de hecho Altano para avisar que llegaban la mujer e hija de Guillermo Smith;<br />

venían a visitar a doña Cecilia y a Leocadia en atención de Henrique Myden y del casamiento<br />

de Eusebio. Leocadia no ignoraba que Henriqueta Smith fue la primera llama de Eusebio,<br />

<strong>com</strong>o se lo acababa de decir él mismo. Fue grande a la verdad la conmoción que produjo la<br />

vista de Henriqueta en su pecho, renovando en él aquellos tiernos y suaves movimientos que<br />

le causó en otro tiempo su presencia. Habíanse perfeccionado las gracias y hermosura de<br />

Henriqueta, y aunque no era tan hermosa <strong>com</strong>o Leocadia, era no menos linda y agraciada, y<br />

tenía tal vez más vivos alicientes en su persona.<br />

Todo esto indujo insensiblemente a Eusebio a cortejarla con el despejo y afabilidad<br />

mayor que había contraído en el viaje, usando con ella de demostraciones que, aunque no<br />

nacían de pasión amorosa, no iban exentas de liga, de inclinación y genio, que hacían su<br />

discurso y trato más amable. Fueron más animadas aquellas demostraciones en la despedida,<br />

a<strong>com</strong>pañándola hasta el zaguán, ajeno de imaginarse que pudiese resentirse por ello Leocadia,<br />

ni causarle los celos que le causó. Fueron éstos tanto más fuertes, cuanto más ignoraba ella el<br />

trato y sus corteses demostraciones, por haberla criado su madre con algún rigor y alejada de<br />

visitas.<br />

Eusebio, después de haber cumplido con Henriqueta y con su madre, volvió a verse con<br />

doña Cecilia y Leocadia, en cuyo rostro, aunque echó de ver alguna especie de serio desvío,<br />

no hizo atención distraído de Gil Altano que llegó para preguntarle dónde quería que pusiese<br />

los cajones de libros que llegaban del bastimento. Después de haber estado con Altano, volvió<br />

a la estancia, donde encontró a Henrique Myden y a don Alonso que lo distrajeron de aquel<br />

reparo; hasta que llegada la hora de ir a <strong>com</strong>er, asió de la mano a Leocadia para a<strong>com</strong>pañarla.<br />

Ella no rehusó dársela, mas lo hizo con tan seria frialdad y sus ojos persistieron en tan serio<br />

enajenamiento, que Eusebio no pudo dejar de preguntarle en presencia de sus padres qué era<br />

lo que sentía, pues estaba tan desganada.<br />

El padre, advertido de la pregunta de Eusebio, reparó en el desabrimiento de la hija y le<br />

hizo la misma pregunta, temiendo que tuviese alguna cosa. Mas ella, a quien bastaba haber<br />

hecho conocer a Eusebio su resentimiento, supo distraerlos a todos de tal cuidado,<br />

reponiéndose en su modesto y afable sosiego y diciendo con risa extraviada que nada tenía.<br />

No quedaba sin embargo satisfecho Eusebio, ni de su respuesta ni de su continente, no<br />

pudiendo encontrar sus miradas, aunque frecuentemente se las buscaba. Veíala sólo atenta a<br />

sosegar las sospechas de los demás y a dejarlo a él en las suyas. Crecieron éstas tanto con su<br />

afectado extravío, que ansiaba Eusebio el momento que la mesa se acabase para saber de la<br />

misma causa de aquella repentina mudanza, sin ocurrirle que pudiesen ser los celos que había<br />

suscitado en ella el manifestado afecto a Henriqueta Smith.<br />

Luego que la madre e hija se encaminaron a su aposento, siguiólas inmediatamente<br />

Eusebio, y en presencia de la madre le volvió a preguntar la causa de la aflicción que<br />

manifestaba. Había ella puesto a recobrar su seriedad, y aunque persistía en decir que nada<br />

tenía, decíalo con aire y tono tan modestamente despegado, que dio motivo a la madre para<br />

conocer que embarazaba su presencia a la confesión de la hija, y la dejo sola con Eusebio.<br />

Ansiaba él este momento no menos que Leocadia para explicarse, aunque ella quería que


Eusebio conociese la causa de su triste extravío sin declararlo. Viéndose, pues, solo con ella y<br />

penetrado su tierno corazón de la tristeza que le manifestaba, le dijo con enardecido afecto y<br />

con llanto asomado a los ojos:<br />

EUSEBIO.- ¿Qué extraña mutación es ésta, dulcísima Leocadia? ¿No noto por ventura<br />

en vuestros ojos una desdeñosa sequedad, que no sé por qué me trastorna? ¿No podré saber de<br />

dónde procede? ¿Cuál puede ser la causa que ajó de repente vuestra suave afabilidad y aquella<br />

dulce confianza que inundaba a mi corazón de celestial alborozo? Decidlo, prenda de mi<br />

dicha, solo y eterno amor mío.<br />

LEOCADIA.- ¿Solo y eterno? No lo sé.<br />

EUSEBIO.- ¿Cómo? ¿Qué me queréis significar? ¡Cielo!, ¿qué escucho? ¡Oh crueles<br />

tiranos del más puro y sincero afecto! Leocadia, ¿es posible que hayan podido anublar los<br />

celos la serena dicha de vuestro corazón? ¿Qué es lo que dio motivo a un sentimiento tan<br />

ajeno de vuestro amor y del mío? Pronto estoy para borrarlo con mi llanto, con mi juramento,<br />

cuan sacrosanto lo queráis.<br />

LEOCADIA.- ¿Juramento? No por cierto, no pido juramentos. Puede ser muy bien que<br />

vuestro llanto y protestas sean sinceras, y serlo tanto, cuanto vuestras demostraciones y justa<br />

afición para con quien es tal vez más acreedora a ellas que Leocadia.<br />

EUSEBIO.- Y cuál, ¿cuál puede ser el objeto de esas injustas sospechas? ¿Qué otra<br />

hermosura puede haber en la tierra que más que vos empeñe mi amor ardiente? ¡Esto me<br />

faltaba que probar, antes de la dicha que yo me prometía enteramente pura! Leocadia, no<br />

merezco ese cruel tormento. Acabad, explicaos: ¿es acaso Henriqueta Smith la que dio ese<br />

temor injusto?<br />

LEOCADIA.- Pudiera ser tal vez injusto si vos mismo, conociendo que es ella, no la<br />

nombrarais, y si sola su hermosura me la hubiera causado. ¿Mas las afectuosas<br />

demostraciones que le hicisteis, no me confirman demasiado en mi temor? ¿No sirve de<br />

prueba a éste mismo la confesión que me hicisteis de la pasión que encendieron en vuestro<br />

pecho las gracias de Henriqueta antes que conocierais a la desdichada Leocadia? ¡Ah!<br />

conozco ahora ser verdad que la primera impresión del amor es, <strong>com</strong>o dicen, la más fuerte y<br />

duradera.<br />

EUSEBIO.- ¡Dios inmortal! ¿Es sueño lo que me pasa o devaneo de mi imaginación?<br />

¿La mayor prueba de mi amor para con vos, ha de ser cabalmente la más contraria? Aunque<br />

un dicho del vulgo llevara el sello de la verdad, ¿no lo debiera desmentir a vuestros ojos el<br />

más sublime y puro afecto, cual me glorío que lo es el mío, y cual lo fue siempre para con<br />

vos? Mi misma confesión sincera, ¿no os debiera confirmar en la entereza de mis<br />

sentimientos? Si mi corazón hubiera querido reservarse algún oculto seno para el afecto de<br />

esa Henriqueta, ¿creéis que hubiera sido tan fácil y tan inocente en descubríroslo?<br />

LEOCADIA.- ¿Eso mismo no pudiera ser prueba de la inconsideración de un<br />

arrepentido afecto?<br />

EUSEBIO.- ¿Lo podéis creer del mío? ¿Os persuadís que el inconsiderado Eusebio, por<br />

sobrado sincero, se arrepienta ahora de amaros y de adoraros, <strong>com</strong>o os ama y adora, a pesar<br />

de todos vuestros injustos recelos y de quien los causó? Si soy tan desgraciado que no<br />

merezcan ser creídos, ni este mi llanto ni mi juramento, decid qué queréis que haga para<br />

destruir esos temores y devolver a vuestro corazón la perdida tranquilidad.


LEOCADIA.- Todas las pruebas que me pudierais dar ¿llegarían por ventura a destruir<br />

vuestra amorosa inclinación?<br />

EUSEBIO.- ¿Mi inclinación? Y aunque hiciera prueba de mi entereza en confesaros que<br />

la tengo, ¿la inclinación es por ventura amor? ¿Está en nuestra mano el impedir que nazca en<br />

nuestro genio el agrado de un objeto que lo excita? ¿Creéis que no habrá otras Henriquetas<br />

que a pesar de mi mayor amor para con vos, produzcan en mi pecho aprecio de su hermosura?<br />

¿Podréis dejar de creer también que habrá otros mil más apuestos que vuestro amante<br />

Eusebio, y tal vez menos, que se granjearán vuestra inclinación?<br />

LEOCADIA.- No; no habrá ninguno.<br />

EUSEBIO.- ¡Oh expresión tanto más dulce, cuanto más inocente, a pesar de los celos<br />

que os la sacan para endulzar en parte la amargura que ocasionan! Mas, Leocadia, padecéis un<br />

amable engaño. Sólo el tiempo y la experiencia lo harán desvanecer con la vista y trato del<br />

mundo. Padeciera yo también otro engaño semejante si me lisonjeara poder destruir con<br />

razones vuestras celosas sospechas, que no las sufren. Mas <strong>com</strong>o sintiera dejaros clavado en<br />

el corazón su agudo dardo os ruego queráis indagar conmigo el origen del mal, pues si no se<br />

llega a conocer, costará mucho más eludir sus funestos efectos. Sufrid pues por un momento<br />

que tiente la herida y supongamos que me agrade esa Henriqueta, que sienta yo por ella<br />

alguna propensión, y aunque era en daño de la verdad, que esta propensión sea amor<br />

verdadero.<br />

¿Todo esto que quiere significar? Que Henriqueta tiene calidades que engendran esta<br />

propensión en mi genio y que éste es susceptible de sentirla. Mas esta propiedad no es de sola<br />

Henriqueta, pues sabéis que me han agradado otros objetos mucho más y cualquier hombre<br />

está sujeto a semejante sensibilidad. Tal es el aliciente que infundió a lo bello la naturaleza,<br />

tales son los sentimientos inevitables que nacen en el corazón, aun respecto de objetos<br />

irracionales e insensibles. Y si supierais las fábulas, os trajera el ejemplo de Pigmalión que se<br />

enamoró de la belleza de la estatua que hizo él mismo.<br />

Quiero, sin embargo, que extrañéis y que sintáis esta mi inclinación a Henriqueta, porque<br />

supongo que no habéis reflexionado que ella nace de la naturaleza y no de la voluntad. Esta es<br />

la que hace sólo culpables los afectos que desdicen de la entereza del corazón que los<br />

fomenta. ¿Mas podéis persuadiros que mi voluntad tome parte en una inclinación que sólo<br />

merece ser <strong>com</strong>parada a la que produjera en mí una excelente pintura, o una estatua semejante<br />

a la que dije que enamoró a su artífice? ¿Podéis temer que Eusebio, renunciando a sus<br />

honrados sentimientos, se deje llevar del afecto que pudo infundirle un objeto extraño para él,<br />

a costa de desmentir los principios de su integridad y de la pureza de su palabra? Si lo teméis,<br />

no hay para qué nos fomentemos un injusto tormento que puede acibarar la dicha y la<br />

tranquilidad que me prometía de nuestro himeneo. Pero quedamos libres todavía para<br />

determinarnos mutuamente a más dichosa elección.<br />

LEOCADIA.- ¡Oh amarga de mí! ¿Qué escucho?... ¿Son éstas las protestas que debía<br />

sellar vuestra sangre? ¿Este es el remate de vuestra constancia, para destruir unos celos que no<br />

sin razón os importunan? ¡Ah! lo veo. Tenéis pronta a Henriqueta para hacer más dichosa<br />

elección; mas yo, ¡infeliz de mí!, ¿a quién?, ¿a quién? ¡Oh desventurada Leocadia!<br />

¿Esperabais acaso los últimos momentos para hacerme más cruel la declaración? ¿En qué lo<br />

merecí? ¡Cielos!, ¿en qué lo merecí?<br />

Un río de lágrimas brota de sus ojos, a<strong>com</strong>pañado de altos sollozos que dejan a Eusebio<br />

mudo y consternado, y lo hacen arrepentir de la proposición que, a pesar suyo, le hizo para


destruir la celosa pasión de Leocadia. No pudiendo resistir finalmente a la <strong>com</strong>pasión y<br />

ternura que le causaba, arrójase a sus pies, y tomándola la mano, la besó diciendo:<br />

EUSEBIO.- No despedacéis, dulce amor mío, a un corazón que os adora, que es y será<br />

sólo vuestro. Ved, Leocadia, los muchos disgustos a que los celos nos arrastran. Ellos, es<br />

verdad, nacen del amor y le son inseparables <strong>com</strong>pañeros, mas la razón y la virtud los deben<br />

tener sujetos y mirarlos con menosprecio. Ellos no osan bullir cuando conocen que han de ser<br />

mal mirados. ¿Mas para qué pierdo tiempo en persuadir con la razón lo que con ella no se<br />

recaba? Breve, Leocadia, decidme vos misma lo que deseáis que haga para dejaros<br />

enteramente sosegada. ¿Queréis que no vea, ni me presente más a Henriqueta?<br />

LEOCADIA.- ¡Ah, no me amáis más don Eusebio!<br />

EUSEBIO.- ¡Santo Dios! ¿Es esto lo que deducís de todas mis protestas y de mis<br />

amorosas demostraciones? También os halláis con esa injusta y tormentosa desconfianza. No,<br />

dulcísimo y eterno amor mío; ante el cielo, ante Dios, os juro en esta mano que adoro que ha<br />

de recibir la promesa de mi fidelidad, que no habrá ni hermosura ni gracia que tenga poder<br />

para rendir ni avasallar a un honrado y ardiente corazón, que os quedará para siempre<br />

consagrado.<br />

Dicho esto, le cruza el brazo por la cintura llorando tiernamente, teniendo aplicados los<br />

labios al hombro de Leocadia, en que resonaban sus suspiros mezclados de tiernas<br />

expresiones. Demostración que ella consintió recibir, llorando también en silencio, <strong>com</strong>o<br />

prueba de que quedaban sosegadas con ella sus celosas sospechas. Aunque Eusebio echó de<br />

ver que esta pasión de Leocadia procedía del amor propio del sexo, de la inocencia de la<br />

misma y del grande amor que le tenía, antes que de la persuasión de lo que sentía, quiso, sin<br />

embargo, <strong>com</strong>batirla de recio en sus principios para desarraigarla de su ánimo, pues es pasión<br />

que <strong>com</strong>o las demás cobra fuerza, dejándola a su voluntad, especialmente en ciertos genios<br />

más susceptibles de sus molestas impresiones. Éstas son a veces el acíbar de los mejores<br />

casamientos y que tal vez los hacen desgraciados.<br />

En todas las amorosas demostraciones que hasta entonces había hecho Eusebio a<br />

Leocadia, no sintió jamás tan vivos incentivos de amor, cuanto en el estrecho abrazo que le<br />

acababa de dar. Pareció que el pasado contraste le hiciese reconcentrar todo el fuego de su<br />

afecto, para hacerlo abrasar en más ardiente ternura. Mas si pudo contenerse sin ofender a la<br />

modestia de Leocadia, se desprendió de ella determinado a no dejar pasar el día siguiente sin<br />

probar por entero la dicha que le hizo concebir el amor en aquel tierno abrazo. Se encaminó<br />

en derechura a decírselo a Henrique Myden que, aunque se excusó al principio por falta de<br />

preparativos, condescendió a la instancia de Eusebio, remitiéndolo a la determinación de los<br />

padres de Leocadia.<br />

Halló en éstos mayor dificultad, no llevando a bien don Alonso que se celebrase el<br />

casamiento sin tener su hija el <strong>com</strong>petente vestido y ajuar. Se allanaron sobre mesa todas estas<br />

pequeñas dificultades que ponían los padres de Leocadia, diciendo Eusebio que después del<br />

casamiento podían hacer o no hacer cuantos vestidos quisiesen a Leocadia. Que, entretanto,<br />

no estaba tan indecente, que su vestido era cual pudiera llevar la más rica cuáquera. Que le<br />

serían tanto más agradables los desposorios, cuanto menos estorbos tuviesen de exteriores<br />

vanidades que disipasen el puro consuelo y satisfacción que quería sacar de su solo amor y de<br />

la íntima <strong>com</strong>placencia de su mutuo afecto.<br />

Cedieron los padres a las razones de Eusebio, y a los deseos que manifestaba de celebrar<br />

al otro día su casamiento. Henrique Myden dio entretanto parte a sus amigos e hizo disponer<br />

convite, sin declarar a Eusebio su intención. Don Alonso se aprovechó del corto plazo para


prevenir en cédulas la cantidad del dote que prometió dar a su hija, y formó las capitulaciones<br />

del contrato. Eusebio nada quiso saber de ellas, remitiéndose a Henrique Myden. Sin aliciente<br />

de interés, estaba demasiado persuadido que la capitulación más esencial eran las prendas y<br />

calidades de Leocadia, pues todas las demás, sin éstas, están expuestas a ser quebrantadas de<br />

la voluntad de los maridos o de la desgracia.<br />

Dejó, pues, ocupados en el contrato a Henrique Myden y a don Alonso, y él se fue a ver<br />

con Leocadia, que quedaba enteramente serenada con la última demostración de Eusebio,<br />

especialmente con la resolución que tomó de anticipar el casamiento. Hallóla trabajando en<br />

<strong>com</strong>pañía de la madre. Eusebio se sentó a su lado y, cruzando su brazo sobre el de la silla de<br />

su amada, <strong>com</strong>enzó a decirle, mirándolo ella tiernamente de soslayo sin dejar de las manos la<br />

labor:<br />

EUSEBIO.- Acabo de dejar a nuestros padres empleados en formar las obligaciones que<br />

debemos guardar en nuestro casamiento, o que debo guardar yo. Parecióme hacer agravio a la<br />

pureza de mi amor si asistía a la junta. Como si necesitase de capitulaciones para no faltar a lo<br />

que de mí exigen vuestro amor y el mío. ¿Os lo parece, Leocadia?<br />

LEOCADIA.- No entiendo de eso, don Eusebio.<br />

LA MADRE.- Hacéis, sin embargo, mal, don Eusebio, pues tal capitulación pudiera<br />

haber que os pudiera ser sensible.<br />

EUSEBIO.- Si es así, será culpa de la confianza que puse en la discreción y honradez de<br />

don Alonso. Fuera de esto, no sé qué justa capitulación pudiera haber que pudiese serme<br />

sensible. Mas dado el caso que así lo sea, ¿no puedo lisonjearme que el amor de Leocadia le<br />

quitará todo el desagrado que, pudiera causarme? Dadme, no obstante, una norma de esa<br />

capitulación sensible.<br />

LA MADRE.- No sé qué pretensiones pudiera llevar don Alonso, pero me acuerdo de un<br />

caso, semejante al vuestro, que sucedió en España, en que tuvo motivo de arrepentirse el<br />

marido de su fácil condescendencia.<br />

EUSEBIO.- No creo que haya acontecido ese solo caso en España. Antes bien diré más:<br />

que apenas encontraréis marido que no tenga motivo de saberle mal alguna capitulación a que<br />

vino bien a sabiendas, antes de cerrar el contrato. A más de esto, ¿creéis que por ser<br />

obligación impuesta, sea inviolable a los maridos? No permita el cielo que os haga esta<br />

objeción, porque lleve yo intenciones de imitarlos. Serán para mí sacrosantas las que se me<br />

impusieren, a que desde ahora me someto. Lo digo solamente para que conozcáis que procedo<br />

por otros principios y que mi amor es de otro temple que el de los otros.<br />

LA MADRE.- Todos los amantes hablan así.<br />

EUSEBIO.- ¿Y hablan así también las amantes? Decidlo, Leocadia, pues vine también a<br />

oír vuestra voz: deseara que me manifestarais los quilates de vuestro afecto. ¿Es por ventura<br />

el toque de los celos...?<br />

LEOCADIA.- ¿Celos?, ¿quién tiene celos?<br />

EUSEBIO.- Cielos, quise decir; perdonad la equivocación. Seguiré la metáfora, aunque<br />

es demasiadamente alta; porque, ¿quién hizo jamás a los cielos piedra de toque para quilatar<br />

en ellos al amor? Sin embargo, ¿qué semejanza más cabal que la de un puro y ardiente amor<br />

con los cielos? ¡Qué serenidad, qué tranquilidad y brillantez reina siempre en ellos! Las nubes


pueden cubrirlo a nuestros ojos, mas no llegan a él. ¡Qué dulce paz la de los astros en su<br />

plácido curso! Qué resplandor el del sol que todo lo vivifica en su carrera majestuosa. ¡Ah!<br />

¿Si fuera tal vuestro amor y el mío, no perdonaríais a los celos el habernos sugerido esta<br />

deliciosa imagen?<br />

LEOCADIA.- Pero estamos en la tierra, don Eusebio; el amor está sujeto en ella a nubes<br />

y a contrariedades que le pueden robar la paz y la serenidad que a lo lejos se promete.<br />

EUSEBIO.- ¡Ah! Leocadia, si vuestro amor llegase a fomentar los fuertes y ardientes<br />

sentimientos que alimenta el mío, pudiera prometerme llevarlo a un templo donde tomase alas<br />

para levantarse en ellas sobre la tierra, sobre esas nubes y contrariedades que decís.<br />

LEOCADIA.- ¿Cuál es ese templo?<br />

LA MADRE.- ¿Dónde tenéis, don Eusebio, ese templo? Sin duda debe estar lejos de la<br />

Pensilvania, y poco más allá de nuestras tierras.<br />

EUSEBIO.- No está tal vez tan lejos cuanto pensáis.<br />

LA MADRE.- ¿No será semejante al que hizo nacer el refrán, cuádrelo vmd.?<br />

LEOCADIA.- Decid, don Eusebio, ¿qué templo es ése?<br />

EUSEBIO.- ¿O tenéis todavía curiosidad de saberlo, después que vuestra madre lo quiso<br />

destruir con una cuadratura semejante a la del círculo?<br />

LA MADRE.- ¿Qué sé yo que no queráis usar de otra metáfora <strong>com</strong>o la de los cielos? Y<br />

<strong>com</strong>o pintan con alas al amor, no sé si las toma en ese templo para levantarse tan alto.<br />

EUSEBIO.- En el templo que digo no se concede la entrada al amor profano, sino sólo al<br />

amor santo que nace de la virtud, cuyo es el templo en que convierte la misma el corazón que<br />

le da entrada. La moderación, la mansedumbre, la templanza, hacen en él de vestales que<br />

conservan su fuego inextinguible. En él renace el afecto <strong>com</strong>o el fénix y toma <strong>com</strong>o él las alas<br />

que yo decía, para levantarse sobre las tempestades de la tierra y sobre los disgustos y<br />

contrariedades que en ella encuentra.<br />

LA MADRE.- ¿Quién os ha de seguir en vuestros vuelos, don Eusebio?<br />

EUSEBIO.- Me basta que me siga Leocadia.<br />

LEOCADIA.- De buena gana si pudiera.<br />

EUSEBIO.- Basta que lo queráis. Viene vuestro padre a llamarme.<br />

Entró don Alonso para avisar a Eusebio, que había llegado el escribano y los testigos.<br />

Eusebio le dijo que, siendo también interesados doña Cecilia y Leocadia, podían ir todos<br />

juntos. Le respondió don Alonso que irían también después que hubiese él leído las<br />

capitulaciones; mas replicando Eusebio que para eso no iría solo, instó entonces don Alonso a<br />

su mujer e hija para que fuesen, <strong>com</strong>o lo ejecutaron. Estando ya todos juntos, después que el<br />

escribano leyó las capitulaciones aprobadas de Henrique Myden, tomó la palabra don Alonso,<br />

diciendo:


Señores: <strong>com</strong>o en el convenio del contrato, supongo, que a más de los veinte mil pesos<br />

que destino de dote a mi hija Leocadia, queda también heredera de mis bienes, y sus hijos si<br />

los tuviere, debo hacerles una confesión, por lo mismo que no me pareció bien hacerla entrar<br />

en la escritura. Para descargo pues de mi conciencia, sepan vmds. que tuve un hijo varón que<br />

di a criar a una ama fuera de mi casa, a quien se lo robaron unos gitanos, según se creía. A<br />

pesar de todas mis diligencias y de las de la justicia, no me fue posible tener el consuelo de<br />

encontrarlo. A esta desgracia sucedió inmediatamente la otra, que me obligó a dejar para<br />

siempre mi patria y establecerme en la América. Esto hizo más difíciles mis diligencias y<br />

pesquisas que encargué a otras personas en fuerza de mi ausencia.<br />

Sólo dos años después que me hallaba establecido en Salem, recibí una noticia incierta<br />

que mi hijo murió en Flandes; mas las circunstancias de tener mudado el nombre, aunque de<br />

una sola letra, y de la de tres años más de edad que tenía el mozo difunto que suponían ser mi<br />

hijo, me pareció que desmentían a la noticia, y no me dejan ahora entera seguridad para<br />

prometer a vmds. y a mi amada hija Leocadia lo que no puedo, en caso que viva y exista aquel<br />

hijo que me fue robado; pues pudiera <strong>com</strong>parecer algún día y pretender de don Eusebio lo que<br />

le sería sensible ceder, si lo recibía con mala fe y engaño del dador. Mas en caso que mi hijo<br />

haya muerto, o que el cielo permita que permanezca en la oscuridad del estado en que cayó,<br />

ratifico ampliamente mi promesa.<br />

Esta declaración hizo alguna sensación en el ánimo de Henrique Myden; de suerte que,<br />

después que acabó de hacerla don Alonso, no supo aquél qué decir, fijando sus ojos en<br />

Eusebio. Éste esperaba también que su padre Henrique dijese sobre ella su sentir, y callaba<br />

por lo mismo; lo que dio no poca pena a don Alonso, a la madre y a Leocadia, temiendo todos<br />

que aquella declaración fuese invencible impedimento para el casamiento. Viose precisado<br />

don Alonso a preguntar a Henrique Myden si quedaba enterado de lo que acababa de decir.<br />

Myden dijo entonces que no era él el que se había de casar, sino Eusebio. Pues yo, dijo<br />

entonces Eusebio, me caso con Leocadia y no con su herencia; levantóse de su asiento y fue a<br />

firmar el ya establecido contrato. Esta generosidad de Eusebio penetró al alma de Leocadia y<br />

de su padre don Alonso, y echó el sello a la ternura y afecto que las prendas y virtud de<br />

Eusebio les habían siempre merecido.<br />

Idos ya los testigos y el escribano dieron mutuamente los parabienes, en que don Alonso<br />

no pudo contenerse sin abrazar a Eusebio en presencia de su mujer e hija, y de Henrique<br />

Myden, diciéndole con apasionada ternura: Me disteis a probar, don Eusebio la mayor dicha<br />

de mi vida; quiera el cielo bendeciros y daros gozo y consuelo igual en vuestro casamiento al<br />

que mi alma experimenta. Eusebio, conmovido de las expresiones y enternecimiento de don<br />

Alonso que lo apretaba entre sus brazos, abrazálo también, diciéndole: Por grande que sea la<br />

dicha que me deseáis, de vos la reconoceré toda entera, <strong>com</strong>o autor de esa prenda inestimable<br />

que me la acarrea, y que adoro y amo con el más puro afecto.<br />

Dicho esto, se desprende de don Alonso para ir a besar la mano de Leocadia que,<br />

enternecida también de la demostración de su padre, lloraba de consuelo. Eusebio, besándole<br />

la mano, le decía: Vos sois, adorable Leocadia, la prenda de mi dicha, la más preciosa joya<br />

que poseo, que puedo ya llamar mía. Quiera la virtud presidir a nuestro casamiento y hacer<br />

uno de dos corazones que le quedan consagrados y que esperan de ella el colmo de su<br />

bienaventuranza en el suelo. No fueron menos afectuosas las demostraciones que se dieron<br />

Eusebio y su padre Henrique, participando el corazón del buen viejo del alborozo y consuelo<br />

de su amado Eusebio.<br />

En estos y otros semejantes transportes de gozo pasaron lo restante de aquella tarde,<br />

precedente al día de su dichoso casamiento. Concebía de antemano el enajenado corazón de<br />

Eusebio la pureza de las delicias que había de gustar, teniéndolo desvelado casi toda aquella


noche su imaginación, alimentándola de las especies e ideas que su amor ardiente le sugería.<br />

Todo le venía de nuevo a la entereza de su honestidad, no a las luces de sus conocimientos.<br />

Cebábase por lo mismo su fantasía en las prendas y perfecciones de su esposa, en su<br />

amabilidad, en la dulzura de su genio, en su inocencia, que suscitaban en su corazón mil<br />

deliciosos afectos, los cuales participaban antes de la pureza de la correspondencia y<br />

confianza de su mutua estimación que del deleite, inferior para el amor más tierno y puro.<br />

El día tanto tiempo suspirado llegó finalmente a dar alma con sus claros resplandores al<br />

gozo de todos los interesados, participando hasta los criados del contento y <strong>com</strong>placencia que<br />

acarreaba la solemnidad de aquel casamiento. Altano era el que mayor alborozo manifestaba<br />

entre ellos, <strong>com</strong>o quien más se creía autorizado a declararlo a su buen amo, a quien fue a darle<br />

los parabienes, diciéndole:<br />

ALTANO.- Mi señor don Eusebio, si hoy no me vuelvo loco, no espere vmd. verme<br />

morir encerrado en una jaula. El contento me lleva al alma por esos cerros <strong>com</strong>o una peonza.<br />

Tantas vueltas la hace dar el gozo, que temo perder el seso. Vea vmd. <strong>com</strong>o no hay plazo que<br />

no llegue. ¿Quién me lo había de decir, cuando saqué a vmd. rapazuelo del naufragio, que lo<br />

había de llegar a ver hombre hecho y derecho, y casado con una beldad sin par? Créame vmd.,<br />

que tengo mayor consuelo por ello que si a mí mismo me tocara, aunque no naciese para mis<br />

bigotes.<br />

EUSEBIO.- Por lo mismo sois acreedor, Altano, a toda mi dicha y al agradecimiento que<br />

quisiera hoy manifestaros en lo que más desearais, si me lo significáis.<br />

ALTANO.- Señor, lo que más deseo es el cumplimiento de la dicha de vmd.; otra cosa<br />

no deseo ni tengo por qué desear. Vista ésta, muéranse mis ojos, <strong>com</strong>o decía Simeón por boca<br />

del cura de la parroquia de S...<br />

EUSEBIO.- Podían también venirte ganas de casarte, y morirse en paz tus ojos en el<br />

seno de tu familia.<br />

ALTANO.- ¡Para pitos está por cierto el alcacer! ¿Hay cosa más risible que un viejo que<br />

sube al tálamo con babador?<br />

EUSEBIO.- Medimos los ajenos deseos por los nuestros: el que tengo de manifestarte mi<br />

agradecimiento, me sugirió esa especie; no tienes por qué extrañarla, después que sientes en ti<br />

que el gozo te saca al alma de sus quicios.<br />

ALTANO.- ¡Y cómo que me la saca!, que si no fuera por el deseo que tengo de ver las<br />

bodas de vmd. que me hace atiesar las piernas y estar firme en ellas, ya hubiera dado conmigo<br />

por esas paredes, destinado <strong>com</strong>o un moscardón que va de aquí para allá dando golpes y<br />

zumbidos sin saber lo que se pesca.<br />

EUSEBIO.- ¿De dónde sacas, Altano, tan lindas <strong>com</strong>paraciones?<br />

ALTANO.- Ya previne a vmd. que estoy poco menos que loco de contento. Vale más<br />

que lo manifieste en seso con esas expresiones, que con los hechos sin él.<br />

EUSEBIO.- Te confieso que no sé <strong>com</strong>prender la causa del exceso de esa alegría por mi<br />

casamiento; ¿qué es lo que te incita a tales extremos de contento?<br />

ALTANO.- ¿No oyó decir vmd. que en días tales se suele echar la casa por la ventana?<br />

Eso es lo que yo quiero significar e imitar.


EUSEBIO.- ¿Y viste jamás echar la casa por la ventana?<br />

ALTANO.- No señor; pero se dice, <strong>com</strong>o digo yo también, de que estoy fuera de mí de<br />

gozo, y ve vmd. que estoy muy quedo y muy sobre mí.<br />

EUSEBIO.- Echaba ya de ver que había alguna exageración en tus expresiones; por eso<br />

me vino deseo de saber la causa particular que te movía a tal exceso de gozo en mi<br />

casamiento.<br />

ALTANO.- La causa particular no es otra que la de alegrarse todo hombre en tales días.<br />

EUSEBIO.- Esa cabalmente es causa muy general, y que manifiesta que te alegras<br />

porque los otros se alegran y nada más.<br />

ALTANO.- No señor; porque aunque todos los demás lloraran, yo solo saltara de gozo<br />

<strong>com</strong>o una cabra en el casamiento de vmd.<br />

EUSEBIO.- ¿Qué es pues lo que a ti solo te incitara a saltar <strong>com</strong>o una cabra, ya que<br />

estás tan fecundo en semejanzas?<br />

ALTANO.- Porque me está diciendo el corazón que ha de llegar vmd. al colmo de su<br />

dicha en su casamiento.<br />

EUSEBIO.- Eso será porque crees que el estado del matrimonio es el más dichoso.<br />

ALTANO.- Lo debiera ser, no hay duda, y lo fuera, tal vez, si todos los casados fueran<br />

<strong>com</strong>o vmd.<br />

EUSEBIO.- ¿Si todavía no lo soy, cómo lo puedes inferir?<br />

ALTANO.- Lo infiero de los sentimientos y de la bondad de vmd.<br />

EUSEBIO.- ¿Pues qué, no habrá otros muchos más buenos que yo?<br />

ALTANO.- Sí señor; pero ellos serán buenos <strong>com</strong>o las brevas, y vmd. <strong>com</strong>o fruta en real<br />

cercado.<br />

EUSEBIO.- A la verdad estás hoy de semejanzas; y algunas, tales que no sé alcanzarlas,<br />

<strong>com</strong>o ésta de las brevas.<br />

ALTANO.- Me explicaré pues: las brevas, cuando maduras, o caen de buenas o las pican<br />

los pájaros; amén de esto, ellas crecen en las higueras a Dios y a la ventura. La fruta del real<br />

jardín es respetada en su bondad y toma mejora del cultivo. A más de esto, vmd. es bueno<br />

<strong>com</strong>o la paloma, con asomos de cordura de serpiente, y finalmente, vmd. es bueno <strong>com</strong>o<br />

Guzmán el Bueno, y no <strong>com</strong>o el buen Guzmán, de quien se dijo: qué lindos pintores que lleva<br />

el buen Guzmán.<br />

EUSEBIO.- Ya estaba temiendo que llegases a profanar tus <strong>com</strong>paraciones. No sabes<br />

llevar adelante un discurso sin ensartar alguno de tus ridículos estribillos.<br />

ALTANO.- Mi señor don Eusebio, esto no es mentar la soga en casa del ahorcado, pues<br />

vmd. está por casar todavía, y su casamiento es excepción de regla; quiero decir, lo será. Si<br />

todos los hombres fueran <strong>com</strong>o vmd. me echaba a misionero de casamientos.


EUSEBIO.- No dejarías de hacer lindos sermones y en algunas partes pudieras sacar<br />

gran fruto.<br />

ALTANO.- Eso se lo aseguro a vmd., y no hayga miedo que subsistiera entonces el<br />

refrán: mal me quieren las <strong>com</strong>adres, porque las digo las verdades; que todas ellas vendrían<br />

desalmadas a oír al predicador de casamientos. ¿Pues qué, si me oyeran en una rejita de<br />

parlatorio? No digo más, porque sólo de pensarlo se me derrite el gusto en el buche.<br />

EUSEBIO.- Estás hoy de extrañas ocurrencias. ¿Cuándo oíste jamás ningún predicador<br />

de casamientos?<br />

ALTANO.- ¡Guarte! De todos los otros sacramentos sí; pero de ese no. ¿Cómo quiere<br />

vmd. que prediquen el matrimonio los que le dieron de pie, mirando <strong>com</strong>o a víboras a las<br />

pobres hijas de Adán? Fortuna que la naturaleza predica callandito por otra parte, porque si<br />

no, ¡adiós noble raza de los godos!<br />

EUSEBIO.- También pudieran decirte a ti: ¿por qué no nos diste ejemplo de lo que<br />

predicas?<br />

ALTANO.- ¿Y sabe usted lo que les respondiera? Hijos míos, por eso os lo predico,<br />

porque mi mala ventura hízome errar la vocación.<br />

EUSEBIO.- Vale más que acortemos, porque si no estás en trotes de decir muchos días<br />

disparates. Ve a ver si vino el clérigo irlandés.<br />

ALTANO.- Voy a servir a vmd., mi señor don Eusebio, pero a lo mejor me rompió vmd.<br />

el discurso.<br />

Altano fue a cumplir con lo que Eusebio le mandaba. Entretanto Leocadia, sin haber<br />

cerrado los ojos al sueño en toda la noche, se dejaba ataviar de su cariñosa madre, para salir a<br />

desposarse con toda la decente gala que las circunstancias le permitían. La mayor parte de los<br />

convidados de Henrique Myden se hallaban ya en casa. Eusebio salió a agradecerles su<br />

atención, y recibía de ellos los parabienes, cuando se dejó ver Leocadia a<strong>com</strong>pañada de sus<br />

padres. ¡Cielo, quién hará de ella una cabal pintura! Su donoso talle y agraciada presencia,<br />

ataviada de la mano del primor y del gusto; la brillantez de sus ojos templada de su suave<br />

modestia; la tersa candidez de su semblante y su blando colorido, avivado de su virginal rubor<br />

que encendía sus mejillas; el casto y amable temor que agitaba a su relevado seno y el pudor<br />

vergonzoso que revestía a su majestuoso continente de la suavidad y ternura de la inocencia,<br />

hacíanla parecer semejante a la esposa de Titono, cuando se deja ver a la tierra admirada<br />

desde el puro horizonte, ceñida del suave resplandor que arrebata y enajena a la vista de los<br />

que la contemplan amanecida, infundiendo nueva vida a la naturaleza, y recibiendo el<br />

homenaje de las aves, que con alegres trinos y gorgeos celebran su venida.<br />

Tal pareció Leocadia a los ojos de los convidados, de quienes ella recibía los parabienes.<br />

Ni menos bella y agraciada pareció a Eusebio que, arrebatado de su vista, fue a saludarla y a<br />

presentarse a ella, sintiendo excitarse en su corazón mil suaves y deliciosos afectos y<br />

sentimientos que le avivaron la idea de su felicidad en la posesión inmediata de un objeto tan<br />

bello y digno de sus adoraciones. Henrique Myden fue el primero en mover la <strong>com</strong>itiva a la<br />

capilla que había hecho aderezar Eusebio en un aposentillo de la casa, cuyos adornos y alhajas<br />

había traído consigo de S... para poder cumplir en ella las obligaciones de su religión, cuyo<br />

culto no era público todavía en Filadelfia.


Allí desposó a los novios el clérigo irlandés que se hallaba establecido en Filadelfia,<br />

estando presentes los cuáqueros amigos de Henrique Myden a las ceremonias de la iglesia.<br />

Las que ellos usan en sus casamientos son meramente civiles, pues se reducen a ir los padres<br />

de los esposos con ellos al templo, a cuyas puertas hacen entrega de sus hijos, llamando por<br />

testigo de su casamiento a Dios y a los presentes que dicen serlo, y les dan el parabién.<br />

Eusebio quiso atenerse a la ceremonia de su religión, para que su gozo fuese más templado; ni<br />

pudo tomar sin tierno llanto la mano de la palpitante Leocadia, jurándose mutuamente eterna<br />

fidelidad y amor, no sin envidia enternecida de los circunstantes que conocían los virtuosos<br />

sentimientos de Eusebio y las amables prendas de Leocadia.<br />

Renováronse después de la celebración de los desposorios todas las demostraciones de<br />

gozo y de consuelo, así los convidados <strong>com</strong>o los padres de Leocadia y Henrique Myden,<br />

cuyos corazones rebosaban de la dulce satisfacción de ver cumplidos sus deseos y de la tierna<br />

confianza que manifestaban los esposos en su mutua posesión, prenda del virtuoso amor y de<br />

la eterna fidelidad que acababan de jurarse. Eusebio, cuya encendida llama se alimentaba de<br />

la ternura de sus afectos, antes que de los incentivos de la concupiscencia, sentía la dulce<br />

satisfacción que le daban a probar sus virtuosos sentimientos, y ansiaba desahogarse en<br />

<strong>com</strong>pañía de su amada esposa, haciéndole un virtuoso discurso. Impedíaselo la política debida<br />

a los convidados, a quienes Henrique Myden hizo servir un largo refresco, reservando el<br />

solemne convite para sus más allegados.<br />

Pero Leocadia y su madre, poco acostumbradas al concurso, y que se hallaban desairadas<br />

con gentes a quienes no conocían, encontraron pretexto para ausentarse y para ir a poner sus<br />

ánimos en libertad de la sujeción que padecían. Con este motivo la madre, viéndose sola con<br />

la hija, la hizo un tierno y patético razonamiento sobre las obligaciones de su nuevo estado y<br />

sobre el modo <strong>com</strong>o debía <strong>com</strong>portarse en él. Pasó de aquí a tirar el velo de los ojos de su<br />

inocencia, descubriéndola los misteriosos secretos del amor, acallando con su honesta<br />

explicación los sustos que daba a su sonrosado pudor e ignorancia virginal. Hízole tras esto<br />

una tierna despedida, cediendo la autoridad que sobre ella había tenido hasta entonces y<br />

acordándole los cuidados y esmeros que había empleado en educarla, para ofrecerla a la patria<br />

y hacer de ella una digna madre de familia.<br />

A las afectuosas expresiones de su buena madre, no pudo Leocadia contener el llanto,<br />

abrazándose con ella, y diciéndole que no quería apartarse de su <strong>com</strong>pañía. Cuanto más se<br />

esforzaba la madre en acallarla tanto más prorrumpía Leocadia en sollozos y en tiernas<br />

expresiones. En ellas la sorprendió Eusebio que, no pudiendo sufrir más tiempo la flema de<br />

los convidados, se ausentó para ir a confirmar a su amada esposa el inexplicable júbilo de sus<br />

impacientes afectos y sentimientos. La madre, al verlo entrar, se desprende de la hija, y le<br />

dice: Os quiero ahorrar, don Eusebio, el enfado de nuevas enhorabuenas; en vez de ellas, os<br />

traslado la autoridad de madre: aquí tenéis a vuestra esposa, vos la sabréis acallar mejor que<br />

yo. Dicho esto, se ausenta y deja solos a los esposos.<br />

La repentina llegada de Eusebio cortó los transportes de ternura con que desahogaba<br />

Leocadia el cariño para con su madre. Eusebio, conmovido también del llanto de su esposa y<br />

de la pronta salida de la madre, no supo que responder a lo que ésta le decía. Turbáronse todos<br />

sus sentidos al ver que doña Cecilia lo dejaba de industria solo con la hija, con que le<br />

confirmaba los derechos que acababa de darle sobre ella el sagrado matrimonio y los que le<br />

concedía la tímida modestia de Leocadia, en cuyos ojos consternados y llorosos veía también<br />

el triunfo que le daba su amorosa condescendencia, libre de las ataduras que acababa de<br />

romper la bendición del cielo.<br />

Todo esto enardeció sumamente el amor de Eusebio; mas las tímidas y vergonzosas<br />

miradas, empañadas del llanto con que Leocadia lo recibía, contuvieron a su pasión y la


convirtieron en afectuoso enternecimiento, infundiéndole al mismo tiempo sospechas, si la<br />

madre la dejaba instruida en los secretos del himeneo. No pudo, sin embargo, dejar de exhalar<br />

su ternura amorosa, dándole un estrecho abrazo; sentóse luego a su lado, y asiéndola la mano<br />

con cariñoso respeto, la dijo:<br />

EUSEBIO.- ¿Qué es lo que veo, eterno y dulce amor mío? ¿En este felicísimo momento<br />

en que esperaba disfrutar con vos la sublime satisfacción de reconocerme vuestro, de<br />

ofreceros alma, corazón, voluntad y todos mis sentidos, veo el llanto asomado a vuestros<br />

hermosos ojos?, ¿de dónde procede ese llanto?<br />

LEOCADIA.- Nada os toca este llanto, don Eusebio; me lo sacó una expresión de mi<br />

madre.<br />

EUSEBIO.- ¿No podré saber, prenda de mi dicha, esa expresión, motivo de un llanto tan<br />

amable?<br />

LEOCADIA.- Me dijo que yo en nada la pertenecía y que era toda vuestra.<br />

EUSEBIO.- ¿Y llorabais porque sois mía?<br />

LEOCADIA.- ¡Ah! No es eso lo que me enterneció, sino el decírmelo del modo <strong>com</strong>o<br />

me lo dijo, que ya no la pertenecía. Veis que una hija cariñosa, aunque conozca el significado<br />

de la expresión y los derechos que os da el amor, siente desprenderse para siempre de la dulce<br />

<strong>com</strong>pañía de una madre y de su íntima y afectuosa confianza.<br />

EUSEBIO.- Tenéis sobrada razón, Leocadia; y en vez de oponerme a tan justo y tan<br />

tierno llanto, ved aquí que mis ojos os presentan el mío para unirlo al vuestro. ¡Oh qué cosa<br />

tan dulce llorar de ternura! Si supierais qué colmo de celestial suavidad inunda a mi alma,<br />

participando de vuestra inocente aflicción, unida al suave placer de la correspondencia de<br />

vuestro afecto. Más, ¿qué es, amor mío, toda la confianza que podéis tener en el seno de<br />

vuestra madre, respecto de la que os da en su corazón el amor ardiente de un esposo que os<br />

adora, que os posee? ¡Oh hechizo de la vida!, ¡felicidad suprema de la tierra!... ¿Necesita por<br />

ventura nuestro amor de apurar la copa del deleite que nos tiene prevenida el himeneo, para<br />

probar la mayor, la más pura delicia del alma?<br />

LEOCADIA.- Sí, don Eusebio, os amo.<br />

EUSEBIO.- ¿Me amáis, Leocadia?, ¿me amáis?, ¡oh naturaleza, dame otro corazón, otro<br />

pecho que abarque al torrente de dulzura que arrebata mi espíritu y mis sentidos a un abismo<br />

de bienaventuranza que hasta ahora no conocía!, ¡cielo! ¿Me amáis, divina Leocadia?<br />

LEOCADIA.- ¿Pues qué, no os debo amar?<br />

EUSEBIO.- ¿Me amáis porque lo debéis? ¡Ah! ¿Temíais que pereciese en ese torrente<br />

de dulzura? ¿Me amáis por sola obligación?<br />

LEOCADIA.- ¿No os contenta que os ame porque debo amaros? ¿Esta obligación no<br />

añade precio al amor?<br />

EUSEBIO.- ¡Oh Leocadia! El verdadero, el ardiente amor desdeña toda obligación. Esta<br />

es un yugo a que sólo la fuerza lo somete y que llega a romper fácilmente, resintiéndose de tal<br />

servidumbre. Quiere amar libremente y ama solo, porque a ello lo impelen sus propios<br />

estímulos, mas no en fuerza de ninguna ley a que su cerviz libre no se somete.


LEOCADIA.- ¿Y amándoos porque debo amaros, no durará mi amor? No lo creáis, don<br />

Eusebio; os amaré siempre.<br />

EUSEBIO.- ¿Siempre me amaréis, dulcísimo amor mío, siempre? Esa adorable<br />

confianza con que lo decís, desmiente vuestra obligación, o le presupone otro principio sin<br />

que vos lo echéis de ver.<br />

LEOCADIA.- ¿Qué otro principio queréis decir? ¿Qué otro motivo más fuerte puede<br />

haber para amar que la obligación de amar?<br />

EUSEBIO.- Mas decidme, Leocadia, ¿de cuándo acá os reconocéis en obligación de<br />

amarme?<br />

LEOCADIA.- Después que soy vuestra y que vos sois mío con el casamiento.<br />

EUSEBIO.- ¿Antes, pues, de ser vuestro no me amabais?<br />

LEOCADIA.- Os amaba, mas no con la libertad con que ahora os amo, después que me<br />

la concedió el cielo, aunque por otra parte unió nuestros corazones con un lazo indisoluble.<br />

EUSEBIO.- ¿Y en fuerza de ese lazo que os precisa, os lisonjeáis amarme siempre,<br />

Leocadia? ¿Creéis que no pueda padecer quiebra nuestro amor, ni desunirse nuestros<br />

sentimientos?<br />

LEOCADIA.- ¿Y vos, don Eusebio, teméis lo que yo no temo?<br />

EUSEBIO.- ¡Oh confianza adorable y lisonjera! Confunde, aniquila mis recelos y haz<br />

que triunfe de ellos la constancia de nuestro amor inalterable.<br />

LEOCADIA.- ¿Esa exclamación no lleva visos de un temor injusto?<br />

EUSEBIO.- Fuera injusto, Leocadia, si tan frágil no fuera nuestra naturaleza. Esta queda<br />

expuesta a mil accidentes, circunstancias y momentos que la sorprenden y <strong>com</strong>baten. El amor<br />

está sujeto <strong>com</strong>o las demás pasiones a perder con el tiempo su ardor y su violencia. Puede<br />

verse sujeto a trabajos, a desgracias y dejarse arrebatar de otros objetos que lo corrompan, a<br />

pesar de las sagradas obligaciones. Entonces no presta fuerza bastante el amor para resistir a<br />

los extraños alicientes, si no se abroquela de antemano con la virtud. Sin ésta no esperemos,<br />

Leocadia, tener entera felicidad en nuestro casamiento. La alegría, el contento podrá durar<br />

dos, tres años si queréis; mas luego sentiremos las agudas puntas del disgusto, de la desazón,<br />

del empalagamiento y de mil pesares que reproducirán nuestros afectos mismos, o que nos<br />

vendrán de lejos si la virtud no fortalece nuestros sentimientos, o si no amolda a sus sabios<br />

consejos e inspiraciones nuestra interior naturaleza. Ella sola quebrantará la dureza y altivez<br />

de nuestros siniestros afectos y dispondrá insensiblemente nuestros ánimos para recibir las<br />

impresiones de la moderación, de la modestia, de la constancia, de la fortaleza y de la<br />

templanza.<br />

Coronadas éstas en el templo del corazón por mano del amor y animadas de su puro<br />

fuego, desdeñan avasallarse a la vanidad, a la ambición, al liviano contento que presto se<br />

disipa, que no conoce las más apuradas delicias del afecto de los humanos corazones. Suple<br />

tal vez a la falta de la virtud un dulce genio, cual es el vuestro, y cual procuraré que lo sea el<br />

mío; mas aquel mismo, no sostenido ni fortalecido de la virtud, cede a los pesos y disgustos<br />

que les sobrevienen, a las desgracias y trabajos impensados con que tan frecuentemente<br />

a<strong>com</strong>ete a los hombres la suerte, y a las flaquezas mismas a que está más sujeta la bondad de


un genio blando y suave, que sin ejercicio de los consejos y máximas de la divina sabiduría<br />

que lo sostengan, se deja oprimir de la aflicción y tristeza que lo <strong>com</strong>baten. ¿Queréis, pues,<br />

dulce amor mío, que hagamos estudio de la virtud y que nuestro amor le forme un templo de<br />

nuestros corazones?<br />

LEOCADIA.- Sí, don Eusebio; haré lo que queráis. Mi madre procuró siempre<br />

instruirme en la devoción y piedad.<br />

EUSEBIO.- No quisiera, Leocadia, que padecierais el engaño de muchas otras que creen<br />

ser virtuosas por ser devotas y piadosas. Si la piedad y la devoción, tan conformes al genio del<br />

sexo, son virtudes en él, son dos solas virtudes que se pueden hermanar muy bien con muchas<br />

pasiones desordenadas. Tal madre mientras instruye en la devoción a su hija, le está<br />

fomentando la vanidad y la da ejemplos de galanteo y de cortesanía, le ceba todas sus malas<br />

inclinaciones, la deja inclinar a la holgazanería y pasatiempo, y con vanos adornos del tocado,<br />

le infunde sentimientos de ambición y de altanería. Finalmente, alienta todas sus pasiones que<br />

se hallan muy bien con los actos piadosos y devotos a que fácilmente inclinan y que más<br />

fácilmente acallan los remordimientos de su interior, creyendo tener con ellos propicia a la<br />

deidad y hacerla familiar y amiga.<br />

¿Cuántas mujeres piadosas y devotas veréis que, descuidando enteramente de los<br />

siniestros de sus malos genios, parecen estatuas de santificación en los templos y demonios en<br />

sus casas? O, si a tanto no llegan, hácense importunas e intolerables a sus familias, o por la<br />

tenacidad de sus caprichos y pareceres extravagantes a que quisieran que todo se plegase, o<br />

por sus desvanecidos antojos que quieren satisfacer, aunque sea a costa de los sudores y<br />

trabajos de su marido y del hambre de sus hijos mismos, o por mil otras sinrazones y<br />

extravagancias que, sin el estudio y ejercido de la virtud, no es posible desarraigar de sus<br />

ánimos, que por otra parte se muestran muy devotos y piadosos. ¿Pues qué, si a todo esto<br />

sobreviene algún contratiempo o desgracia? El matrimonio que ya de sí era pesado e infeliz,<br />

hácese una carga intolerable que abruma sus ánimos y los reduce a una rabiosa aflicción.<br />

La virtud, al contrario, ¡oh dulce Leocadia!, enfrena insensiblemente con las reflexiones<br />

y con el ejercicio de la moderación los ímpetus de un mal genio, sofoca sus siniestras<br />

inclinaciones y reprime con los consejos de la templanza todo desmandado afecto de la<br />

vanidad, de ambición y de altanería. De este modo fortalece los sentimientos del corazón y los<br />

dispone y arma para que se sobrepongan no sólo a los caseros y familiares disgustos que son<br />

inevitables, sino también a los pesares más graves y sensibles de la desgracia y de la<br />

ignominia misma, si a ella la contraria fortuna los sujeta. Así no ven dos dichosos casados<br />

alterarse la paz y tranquilidad de su amor puro y constante, en que estriba la dicha de su<br />

unión, y que enteramente no desmedra en las desgracias y trabajos. Antes bien les hace sacar<br />

de ellos la virtud un sublime consuelo, ininteligible a los que no la conocen, y que aunque<br />

lleva visos de modesta aflicción, es mil veces más precioso que la ufana jovialidad y<br />

satisfacción de los que fomentan en los vicios su enajenada altanería.<br />

No sé si vuestra madre os habrá hecho leer el Evangelio.<br />

LEOCADIA.- ¿No es el libro en que dicen misa los clérigos?<br />

EUSEBIO.- No, hija mía, ese libro se llama misal, y aunque contiene parte del<br />

Evangelio, no es el libro del Evangelio. Este es el libro de la divina sabiduría, en que el<br />

hombre Dios, nuestro adorable redentor, nos enseña la ciencia principal del alma que nos vino<br />

a revelar, y que consiste en purgarla de los vicios siniestros de las pasiones y en<br />

perfeccionarla con las virtudes, de que dejó tan sublimes ejemplos y consejos. Si no queremos<br />

ser cristianos de solo nombre, conviene que ejercitemos las máximas y consejos de Jesucristo.


Ni pensemos, <strong>com</strong>o aquellos que dicen: sólo nos obligan sus preceptos, los consejos<br />

evangélicos son para los que aspiran en los claustros a la perfección. Contentos con esto,<br />

cumplen con la sola ley y se quedan con todos los siniestros de sus pasiones.<br />

Ni esto se me hace extraño, porque desde niños se les presenta una imagen de la virtud<br />

tan austera, tan penitente y tan rústica, que apenas hay quien quiera abrazarla. Les pintan la<br />

santidad en traje de anacoreta, ceñida del cilicio, cubierta de ceniza, silenciosa, cabizbaja,<br />

reñida con el mundo; dura y severa para consigo y para con los demás, ignorando que las<br />

exterioridades poca o ninguna fuerza tienen para domar los interiores afectos del alma, que es<br />

lo que principalmente nos enseñó nuestro divino salvador y en lo que consiste la práctica de la<br />

virtud. Ésta es toda interior, y sólo se manifiesta exteriormente en asomos de decencia y de<br />

afabilidad suave, que arrebata los corazones de los que la descubren. Tal se manifestó a los<br />

hombres Jesucristo, el más humano y afable en ellos, ora solemnizase las bodas de los<br />

esposos cananeos, ora presidiese a las cenas pobres de sus discípulos; ni nos dio jamás austera<br />

y áspera idea de la virtud. La pobreza misma, a quien tanto exalta, la limita por lo <strong>com</strong>ún a la<br />

interior voluntad para desapegar del alma el aprecio de las riquezas y sofocar en ella los<br />

afectos de la codicia, de la avaricia y de la ambición.<br />

Dulce Leocadia, ahora veo que el discurso me alejó insensiblemente del amor. Si alguno<br />

me oyera, diría ciertamente: éstos se disponen para ir a encerrar su libertad en los claustros y<br />

no para recibir las preciosas coronas de mano del amor y del himeneo; <strong>com</strong>o si un santo<br />

discurso fuera preparativo extraño para un santo amor. ¿Mas vos que lo habéis oído, suave<br />

prenda de mi dicha, lo reputáis acaso ajeno del más solemne y alegre día que amaneció para<br />

mí?<br />

LEOCADIA.- No, Eusebio; antes bien siento que se avivó en mi pecho la ternura y<br />

estimación para con vos, y que al mismo tiempo aseguráis la confianza de que vuestro amor<br />

será eterno para conmigo.<br />

EUSEBIO.- ¡Oh cielo! Lo será, Leocadia, y lo será también el vuestro, si...<br />

Henrique Myden, que echaba menos la presencia de sus amados hijos y de doña Cecilia,<br />

entró entonces en el cuarto e interrumpió el santo y tierno entretenimiento de los esposos, a<br />

quienes halló solos sin doña Cecilia. Eusebio estaba sentado junto a su esposa, a quien la tenía<br />

cruzado el brazo por la cintura. Vamos hijos, les dice Henrique Myden, que vuestra ausencia<br />

se hace notable entre los convidados; luego pregunta por doña Cecilia. Eusebio, cuya tierna<br />

sensibilidad se hallaba ya conmovida de la última expresión de Leocadia, no habiéndola<br />

podido desahogar con la demostración que iba a hacerle por habérsela impedido la entrada de<br />

Henrique Myden, la convierte en tierno y amoroso agradecimiento a su buen padre,<br />

acordándole su presencia que él era el autor de aquella su cumplida dicha.<br />

Impelido de esta idea, se levanta de la silla y echa los brazos al cuello a Henrique Myden,<br />

a quien decía con lágrimas: ¡Oh amado padre mío, a quién sino a vos solo debo el colmo de la<br />

felicidad que pruebo, que disfruto, al reconocerme hijo de vuestro entrañable amor, y esposo<br />

de mi adorada Leocadia! ¡Quiera el cielo, padre mío, que os podamos dar este dulce nombre<br />

por largos años, y que dándonos vos los cariñosos nombres de hijos, podamos al mismo<br />

tiempo merecerlos! Henrique Myden, no menos enternecido de la demostración y de las<br />

palabras de Eusebio con aquel repentino transporte, lo abrazó también, diciéndole: Quiera el<br />

cielo, hijo mío, que se cumplan vuestros deseos y los míos, y que tenga yo el consuelo sumo<br />

que siento en reconocerme padre de tan buen hijo, cual lo probáis vos en tenerme por padre y<br />

en reconoceros esposo de vuestra dulce Leocadia. Y tú, hija mía, pues ya por tal te tengo,<br />

reconoce en mí un padre tierno y amoroso, que no te dejará echar menos el cariño de los que<br />

te engendraron, y que contribuirá en todo a tu mayor contento y felicidad.


Decía esto Henrique Myden a Leocadia, teniéndola abrazada en pie con el otro brazo,<br />

que apartó a este fin de los hombros de Eusebio, para tenerlos a los dos entre sus brazos.<br />

Caíanle al buen viejo las lágrimas de gozo de sus ojos, entre las tiernas expresiones que<br />

proseguía en decirles, cuando <strong>com</strong>pareció doña Cecilia. Enternecida también ésta al ver aquel<br />

afectuoso ademán y postura de Henrique Myden, llegó diciendo: Vengo a unir mis lágrimas a<br />

las vuestras, don Henrique; jamás supe hasta ahora lo que fuese llorar de gozo en un<br />

casamiento. Me lo dio a probar don Eusebio, pero esta vez toca vivamente a mi corazón,<br />

viendo en los brazos de tan buen padre a un hijo tan digno y a esta hija mía que pierdo... No,<br />

madre mía, no me perdéis, dijo entonces prorrumpiendo en llanto Leocadia; os amaré<br />

siempre, <strong>com</strong>o siempre os amé. En vez de perder a una hija, dijo luego Eusebio, ganáis al<br />

contrario un nuevo hijo, que reconoce de vos su felicidad.<br />

El cielo nos la conserve a todos, dijo Henrique Myden, y vamos a donde nos echan<br />

menos los convidados. Tan larga ausencia no parece bien, hijos míos. Debieron todos<br />

enjugarse las lágrimas para dejarse ver. El llanto que no nace de dolor, cede luego a la más<br />

pura alegría que le está inmediata y que regala al alma, bañándola de la más sublime y suave<br />

satisfacción. El rostro de Leocadia parecía haber tomado más encendida y viva amabilidad,<br />

<strong>com</strong>o la rosa del rocío sacudido del blando soplo del céfiro por la mañana, <strong>com</strong>pareciendo en<br />

<strong>com</strong>pañía de Eusebio ante los convidados, con quienes pasaron el tiempo hasta que llegó la<br />

hora del solemne convite. El adorno, gusto y magnificencia de la mesa y de los manjares,<br />

manifestaban la generosidad del rico dueño, que solemnizaba el día del mayor gozo y<br />

<strong>com</strong>placencia de su vida.<br />

La modesta jovialidad y alegría de los convidados y sus festivos discursos, adaptados a<br />

las circunstancias de los esposos, daban alma al banquete, sin rozarse con alusiones que<br />

pudiesen ofender los oídos modestos y delicados. Fuera más enfadoso describir la suntuosidad<br />

de la <strong>com</strong>ida de lo que fue para Eusebio su prolija duración; pero, aunque tarde, dio lugar<br />

finalmente a la visita y nuevo refresco, con que el generoso consuelo de Henrique Myden<br />

quiso acabar de llenar el día hasta bien entrada la noche.


Libro tercero<br />

Vosotras, lujuria, codicia, ambición, pestes violentas de la humana sociedad,<br />

corrompisteis el más sagrado y dulce estado a que induce y obliga a los hombres la primitiva<br />

ley de la naturaleza, atrayéndolos con sus más fuertes e irresistibles atractivos. La razón,<br />

prerrogativa de que va el hombre tan ufano y desvanecido, ¿la razón será por ventura la que le<br />

enseñó a eludir y dejar burlados por todas vías los incentivos y alicientes con que la<br />

naturaleza lo impele a la propagación de su ser?<br />

No; la razón, iluminada de la luz de la sabiduría divina con que condecoró y elevó al<br />

hombre sobre los brutos su criador, no puede ser causa de su depravación; lo es bien sí la<br />

malicia de las sugestiones del vicio. Es éste el que ofusca y empaña el terso candor y pureza<br />

del racional entendimiento, rendido a los estímulos de la concupiscencia, a los anhelos de la<br />

ambición y de la codicia. Él es el que abate y degrada el superior carácter que grabó en la<br />

elevada frente de los mortales la mano omnipotente del eterno artífice. Él es el que ceba con<br />

nuevo pábulo a la desenfrenada imaginación para que alimente a la lujuria, aunque destituida<br />

de fomento y de voluntad. Él es, finalmente, el que hace odiosa y aborrecible al hombre la<br />

legítima unión de la naturaleza, manantial de las familias y naciones, y el cimiento de la<br />

humana sociedad que reconoce su principio del fuego del amor, que todo lo reproduce y<br />

señorea.<br />

¡Oh amor! tú que inflamas los corazones de los más feroces brutos, que los impeles por<br />

asperezas quebradas y por impenetrables bosques para unirse a sus semejantes; tú que les<br />

haces romper el curso de sus impetuosos torrentes para reproducirse en los cachorros que<br />

hacen temblar a la solitaria selva con sus primeros rugidos; tú que enardeces el vuelo de las<br />

aves, que las haces bajar con ímpetu de rayo desde las más elevadas cumbres a los más<br />

profundos valles, llevadas del ardor de la generación, que fomentas sus incansables desvelos,<br />

que alivias al tiempo mismo sus esmeros y fatigas para apagar el hambre de sus tiernos<br />

polluelos. Tú que infundes rápido movimiento a la torpeza de los más tardos insectos, que a<br />

par del viento haces trepar por las irritadas olas a las monstruosas máquinas de las marinas<br />

fieras, arrebatadas del fuego que tu tea enciende en sus helados miembros; tú que todo lo<br />

vivificas, que todo lo avasallas a tu supremo poder, destruye, abrasa y consume con ese<br />

mismo fuego los viciosos sentimientos de los mortales, que les hicieron quebrantar el yugo<br />

del sagrado himeneo, mirando su culto <strong>com</strong>o peso de su ser, mientras ostentan sus frentes<br />

coronadas por mano de un vicioso celibato. Entre los tálamos de la disolución, destruidos y<br />

hollados de tus plantas, abre camino con esa tu ardiente tea a la virtud y al resplandor de tu<br />

llama, muéstrala a los hombres coronada de tus preciosos dones para que les sea más amable<br />

y para que exija de ellos las adoraciones que la deben.<br />

¿Mas esto, cómo es posible si el mismo amor se ve hecho esclavo de la ambición y de la<br />

codicia de los hombres? La riqueza, la noble alianza, son preferidas al recato y a la<br />

honestidad. La hermosura misma queda tal vez sacrificada por mano del interés en el altar del<br />

himeneo. La pobreza virtuosa no se atreve a presentar en él sus votos, desechados de la<br />

vanidad, ministra de la codicia, la cual prefiere la disoluta barraganía al honesto casamiento y<br />

la prostitución a los sentimientos de la honradez de su honor y de su holganza en el tálamo del<br />

himeneo, después que las leyes Julia y Papia destruidas los dispensan de tal obligación. En el<br />

estrago de las costumbres corrompidas, a falta de la santidad del amor, sólo puede servir de<br />

estímulo a los casamientos la codicia.<br />

Si los amantes son ricos, llaman todos a una voz feliz y envidiable su matrimonio. Tal es<br />

la decisión que a primera vista forma el general concepto. Pero el genio importuno, altivo,<br />

temático y extravagante; pero los siniestros de las pasiones y de los vicios, arrancan luego de<br />

los ojos de los esposos el dorado y aparente velo de su concebida felicidad y le manifiestan las


iquezas detestables a tal precio, pues les amargan el contento de la vida, disfrutándolas<br />

solamente a costa de continuos pesares y desazones. ¿Quién es el que reflexiona a las infinitas<br />

particularidades y menudencias que hacen <strong>com</strong>únmente desgraciada, sin la virtud, a la<br />

elección más rica? ¿Quién cree que virtud sola, aunque pobre, puede hacer feliz un<br />

casamiento, y que sin ella no es posible o muy difícil que lo sea?<br />

Ría cuanto quiera el ufano y desvanecido con su amontonado tesoro, el que ciego y<br />

amartelado de su ardiente amor, reputa asegurada su felicidad en la posesión de una superior<br />

hermosura. Pero los siniestros afectos e inclinaciones no se mejoran con el oro; pero el más<br />

ardiente amor se apaga y consume y, a las veces, al leve soplo de una voz desmandada, de un<br />

ademán des<strong>com</strong>puesto, de una mirada desdeñosa. La unión de los corazones que antes parecía<br />

indisoluble, se rompe y su quiebra rara vez se suelda perfectamente. La confianza antigua<br />

pierde su efusión sincera; camina desde entonces reservada sobre vidrio. La restablecida paz<br />

es turbia y sombría. La misma llama, si vuelve a encenderla el amor, es <strong>com</strong>o fuego fatuo,<br />

privado de afecto, de ternura, de sentimiento; ni tarda a buscar otros objetos que, <strong>com</strong>o el<br />

primero, lo empalagan, lo cansan y desazonan.<br />

Las desarregladas costumbres convierten los desórdenes y disensiones de los<br />

matrimonios en moda y gala, y en necesaria conveniencia de la sociedad. Reprenderlos es<br />

falta de decoro, defecto de rusticidad y delito de urbana delicadeza. De aquí la disolución y el<br />

libertinaje que caminan a cara descubierta sobre los estragos del honor, del recato, de la<br />

honestidad y de la inocencia. La pompa, la opulencia, el divertimiento, no alivian las quejas y<br />

justos resentimientos de los casados, ni los remedia el lujo ni la riqueza. El mal está<br />

reconcentrado en el ánimo, pervertido de los consejos, ejemplos y máximas de los vicios y de<br />

la ostentación. ¿Cómo es posible que persevere el amor en su pureza con tantos alicientes de<br />

disipación? ¿Que los ánimos y genios, deslumbrados del vano esplendor de la grandeza, se<br />

ciñan a los límites de un honesto estado, ni que la concordia sea duradera o sincera su<br />

reconciliación?<br />

¿Qué son, al contrario, las galas, la pompa, las riquezas para los corazones de dos tiernos<br />

esposos que une y corona la virtud en el altar del himeneo? ¿Qué son el mundo, los honores,<br />

los tronos mismos para dos almas, penetradas del fuego del santo amor que ella fortaleció con<br />

sus sublimes máximas y sentimientos? A su vista se anonadan todas las cosas. Absortas ellas<br />

en sus miradas se adoran mutuamente en el transporte de su ardiente afecto con que<br />

identifican hasta sus voluntades mismas. Los dos quieren lo que uno quiere porque no quieren<br />

ni pueden querer sino lo honesto. Su dulce confianza, su entrañable familiaridad, en vez de<br />

cansar a sus amores, los aguza, osa al contrario, y los afirma en el crisol de la moderación,<br />

modestia y de la templanza que regulan sus sentimientos.<br />

La virtud les enseña a sacrificar los arrebatos de las pasiones y de los opuestos deseos a<br />

la constancia de su puro afecto. La misma les promete la dicha de la paz y de la tranquilidad<br />

en la riqueza si la poseen, o en la pobreza si en ella nacen, o si a ella los condena su contraria<br />

suerte. La misma arma sus corazones de fortaleza contra la desgracia y contra la ignominia.<br />

Con los destellos de su sabiduría disipa los horrores y confusión con que pudiera intentar el<br />

oprobio cubrir su inocencia. Ella con su divino velo enjuga los respetables sudores de la<br />

materna frente y endulza los trabajos que la crianza de los hijos exige de sus brazos, tal vez<br />

delicados, tal vez ajenos de los usos que la virtud sola les ennoblece. Ella condecora a su<br />

honestidad, aunque arropada de andrajos, y hácela caminar sin bajeza y sin triste humillación<br />

entre las sobras y profusiones del lujo y entre los desperdicios de la soberbia y de la pomposa<br />

abundancia.<br />

La misma aparta de su techo las asechanza de la holgazanería e infunde esfuerzo a su<br />

pecho para ocuparse en la labor y en los trabajos caseros que les pide su familia y su sustento.


Verdad es que son pocos los ánimos en quienes arde esta sublime fortaleza porque son pocos<br />

los que disponen sus corazones para recibir los sentimientos de la virtud. ¿Mas quién hay que<br />

en ello se emplee? ¿Quién hay tampoco que lo enseñe, si los padres, destituidos de los<br />

principios y máximas de la virtud y agobiados del peso del sustento de sus hijos, los inducen a<br />

eximirse de la ignominia de la pobreza, exhortándolos a que la ennoblezcan y condecoren con<br />

votos, antes que les sea la misma de desdoro en el mundo en un honesto casamiento?<br />

Santo y respetable himeneo. ¿Por qué la luz de tu tea, con enciendes la llama del honesto<br />

amor, no es bastante para disipar el engaño de las preocupaciones del entendimiento de los<br />

hombres? Dala acá, sufre que la empuñe mi mano para que pueda, mostrar a su resplandor<br />

ardiente la hermosura de la virtud que no conocen los mortales, porque sus ojos no la ven sino<br />

con el velo que la cubre. Mas a la luz de tu tea echarán de ver a lo menos la imagen de su<br />

belleza en el Eusebio que les presento y por él formarán más alta idea, aunque mal trazado y<br />

diseñado con tinta descolorida.<br />

No tardó don Alonso a enturbiar al interior consuelo y contento de Leocadia,<br />

<strong>com</strong>enzando a disponer su ánimo para la despedida, pues quería partir al día siguiente y<br />

restituirse a Salem donde lo llamaban sus negocios. Leocadia, que hubiera deseado disfrutar<br />

más tiempo la <strong>com</strong>pañía de su amada madre, imploró su mediación para que hiciese diferir a<br />

su padre la partida. Mas no lo pudo recabar. Fue por lo mismo más sensible para ella su<br />

separación, haciéndose la despedida no sin mutuas lágrimas, que en los padres participaban<br />

del consuelo de ver a su hija esposa del más cumplido y perfecto marido que pudiera desear.<br />

Eusebio, al verse solo con ella, sintió de nuevo la dulce <strong>com</strong>placencia de la posesión de<br />

tan amable esposa, y su corazón, lleno de gozo inexplicable, parecía que le dijese no quedaría<br />

objeto ninguno en la tierra digno de su mayor estimación y deseos. Todas sus pasiones<br />

parecían quedar dormidas en eterno sueño, y su alma nadar en un golfo de suave tranquilidad<br />

y <strong>com</strong>placencia. Los honores, las pompas, las riquezas, eran a sus ojos ídolos de barro y<br />

plateados mamotretos a quienes miraba con menosprecio. Parecía que su amor descansase en<br />

lecho de flores alimentado de ambrosía, <strong>com</strong>o en el trono de la más pura felicidad.<br />

Representósele entonces la virtud adornada del manto celestial y respirando divina modestia,<br />

que le decía cariñosamente: «Te di a probar, Eusebio, toda la dicha que puede abarcar el<br />

corazón mortal. La hermosura y gracias de Leocadia no hubieran podido hacer esa tu dicha<br />

tan cumplida, si no hubieran dispuesto de antemano tu corazón mis consejos e inspiraciones<br />

para recibirla.<br />

»Yo purifiqué tus afectos y sentimientos, y les di el temple y consistencia necesaria para<br />

que pudiesen resistir al continuo choque de las circunstancias y accidentes de la vida, con que<br />

agita con tanta violencia la suerte los ánimos de los mortales. Yo perfeccioné a ese tu mismo<br />

amor, armándolo de honestidad para que resistiera a los alicientes de los amores ilícitos y a<br />

los desordenados incentivos de la concupiscencia. El sublime consuelo que sacaste de tus<br />

vencimientos, no es el solo premio que consiguió tu alma. A ese consuelo celestial añadí<br />

mayores quilates a la pureza de tu amor e infundí mayor aprecio al de tu Leocadia,<br />

disponiéndola insensiblemente para que fuese digna y se conformase enteramente con la<br />

sublimidad que adquirieron tus sentimientos.<br />

»Asentaste ya las plantas fuera del áspero camino que conduce al delicioso asilo donde<br />

me refugié de las turbulentas pasiones de los hombres, y en donde coroné con los destellos de<br />

la sabiduría a tu amado Hardyl. Él forzó tu infancia a que hollase las primeras asperezas del<br />

camino, hasta conducirte a las dulcísimas sombras que forman mi delicioso templo, donde<br />

acaba de gustar tu alma las más puras delicias de la tierra. Tus pasiones quedan <strong>com</strong>o<br />

enajenadas; infundí vigor a tus afectos para que pudiesen resistir a los trabajos y desgracias<br />

del mundo. Tu entendimiento alumbrado conoce ya los quilates y la esencia de los terrenos


objetos que pueden conservar o destruir tu más pura felicidad, pues de ésta es sólo parte la<br />

que acabas de sentir y disfrutar en tu himeneo y en la posesión de tu amada Leocadia.<br />

»¿Pero si aparece de repente la enfermedad, y ceba su saña en su hermosura y la devora?<br />

¿Si la fortuna contraria <strong>com</strong>bate a tu corazón y lo hiere en lo más vivo y sensible? ¿Toda esa<br />

tu gran dicha a qué se reducirá? Gústala enhorabuena, Eusebio, mas no dejes enajenar de la<br />

misma tus sentimientos. Acuérdate que el más puro y sólido consuelo es aquel que doy a<br />

gustar al alma en el ejercicio de mis consejos. Con ellos podrás prevenir fortalecer tu pecho<br />

contra la seña de la enfermedad, en caso que se cebe en la hermosura de tu esposa, de modo<br />

que se te haga su pérdida mucho menos sensible; o contra el poder de la suerte, si por ventura<br />

llega a envidiar tu dicha e intenta destruirla con no previstos trabajos y desgracias.<br />

»Estas memorias en vez de enturbiar el gozo y júbilo que ahora gozas, lo harán al<br />

contrario mucho más puro y delicioso sin que pueda serte nocivo. Ellas dejarán en tu alma los<br />

resabios de una dulce tristeza, pero será más preciosa que la desenfrenada risa y la loca<br />

jovialidad de los que, desechando mis inspiraciones, se entregan enteramente a los placeres<br />

que el mundo les representa. Mas su alegría destituida de la fortaleza de mis sentimientos, se<br />

convierte luego en más amarga tristeza y en más sensible y rabiosa humillación. Yo, en vez de<br />

éstas, fomentaré en tu ánimo con mis máximas la moderación, la modestia, la prudencia, la<br />

fortaleza, la humanidad, la honestidad y constancia que Hardyl te dejó tan en<strong>com</strong>endadas».<br />

Esto parecía a Eusebio que le decía la virtud en las reflexiones a que entregó su ánimo,<br />

después que partidos los padres de Leocadia, <strong>com</strong>enzó a gozar la quietud de su retiro. De<br />

estas reflexiones mismas se aprovechaba para acrisolar la dicha que sentía en la posesión de<br />

su adorable esposa. Las mismas le servían para regularse más acertadamente en lo que había<br />

de hacer en su nuevo estado, que exigía otro tenor de vida y otras miras que debía <strong>com</strong>binar<br />

con su amor y con sus obligaciones. Hasta su casamiento había sido <strong>com</strong>o vago y extraño a su<br />

casa, a sí mismo, a sus intereses y haciendas. Era <strong>com</strong>o peregrino que caminaba al fin que<br />

ahora tocaba ya; y <strong>com</strong>o de asiento en él debía formar un estable sistema de vida, que le<br />

trazaron de antemano en su mente su genio mismo, y las instrucciones y luces que había<br />

adquirido y que ahora iba poniendo en ejecución, según se lo iban requiriendo las cosas<br />

mismas.<br />

Como siempre llevó la mira Henrique Myden, desde antes que Eusebio dejase la tienda<br />

de Hardyl, de entregarle el manejo de su casa luego que estuviese en edad para ello; lo ejecutó<br />

pocos días después de su casamiento, llamándolo aparte para darle este cargo. Eusebio le<br />

agradeció esta demostración de paterna confianza y de entrañable afecto; mas le dijo que por<br />

lo que tocaba al manejo interior y a la economía, podría desempeñarlo mucho mejor que ellos<br />

Leocadia, <strong>com</strong>o inspección propia de su sexo, dotado por la naturaleza de más menudas vistas<br />

y perspicacia interesal que, según era mayor o menor en las mujeres, formaba en ellas su<br />

mayor o menor economía. Que él de muy buena gana se encargaría del cuidado de las<br />

haciendas y de su cultivo, y que éste sería el empleo que daría a su vida dividiéndolo con el<br />

estudio.<br />

Había también puesto finiquito a sus contrataciones Henrique Myden, mientras Eusebio<br />

viajaba. Quedábanle algunos cortos ramos que dejaba desecar de por sí, sin ponerlos en<br />

cuenta de la liquidación de sus negocios, de los cuales hízole ver a Eusebio la ganancia que le<br />

había resultado. Le propuso Eusebio que sería bien emplease parte de ella en algunas tierras<br />

vecinas a Filadelfia. Lo ejecutó Henrique Myden <strong>com</strong>prando algunos terrenos baldíos y<br />

eriales que la industria de Eusebio convirtió luego en tierra de promisión. Con este motivo le<br />

dijo también Eusebio la promesa de los mil pesos que había hecho a Gil Altano en<br />

reconocimiento al haberlo librado del naufragio. Henrique Myden no sólo se la aprobó, sino


que también le añadió otros mil para que Altano pudiese emplearlos en algún pedazo de<br />

terreno que le diese una honesta subsistencia, en caso que quisiese dejar el servido.<br />

Aceptólos Altano dando mil bendiciones a tan generosos amos, mas no quiso<br />

desampararlos de ningún modo. Asentadas estas cosas, atendió también Eusebio a dar mayor<br />

aseo y <strong>com</strong>odidades a la casa. Fabricó dos primorosos retretes, a quienes daban mayor alma el<br />

gusto que la riqueza. El uno era para Leocadia, donde ella colocó su bordador y donde se<br />

empleaba en sus labores. El otro servía de estudio a Eusebio haciendo de él su librería, donde<br />

colocó los escogidos libros que había <strong>com</strong>prado en Europa. En la pared de enfrente de la<br />

mesa, en donde estudiaba, colgó el retrato de Hardyl que mandó hacer en S... y que era su más<br />

preciosa alhaja.<br />

Dio luego principio al sistema de vida que se propuso en su nuevo estado, para conservar<br />

en él la dicha en el seno de su deseada tranquilidad. Su amable Leocadia había cargado con<br />

todos los ramos de la economía interior, la que servía de alguna ocupación y de distracción en<br />

sus labores. Eusebio dedicaba todas las mañanas al estudio, que <strong>com</strong>enzó desde los primeros<br />

rudimentos, así griegos <strong>com</strong>o latinos, para saberlos con entera reflexión y juicio. Repasaba<br />

asimismo todos los autores, poetas y prosaicos, notando sus defectos y bellezas <strong>com</strong>o si de<br />

ellos hubiese de formar extractos críticos. Este estudio llevaba también consigo el de las<br />

ciencias que había aprendido. Ejercitaba al mismo tiempo su estilo, cuyos primeros ensayos<br />

fueron las memorias que dejó de su educación y viajes, que sirvieron de materiales para<br />

recopilar este trabajo, a quien se dio el título del nombre mismo de Eusebio, que no tenía en el<br />

manuscrito.<br />

Las tardes, en que la mente no sufre aplicación, o la sufre tal vez con daño de la salud, las<br />

dedicaba Eusebio al trabajo del terreno que <strong>com</strong>pró Henrique Myden no lejos de Filadelfia, a<br />

cuya labranza presidía. Encaminábase a él <strong>com</strong>únmente a pie, y algunas veces en coche, en<br />

<strong>com</strong>pañía de Leocadia, que gustaba también del campo y de sus labores, haciéndosele mucho<br />

más agradables tales paseos en <strong>com</strong>pañía de Eusebio, de quien no sabía desprenderse. Otras<br />

iba también con ellos Henrique Myden, que se mantenía robusto y sano a los ochenta y más<br />

años de edad. Las veces que las lluvias o los malos tiempos impedían a Eusebio y a Leocadia<br />

la salida al campo, para no estar ociosos, se ocupaban en el trabajo de manos: Leocadia en su<br />

bordado, Eusebio en hacer algún cesto o azafate para el uso de la casa, pues ya de asiento en<br />

ella no quiso olvidar ni desamparar esta ocupación.<br />

Otras veces se empleaba en enseñar la filosofía moral a su amada esposa, estudio de que<br />

no necesitan menos las mujeres que los hombres, para no dejar arraigar en ellas muchos<br />

defectos y perjuicios que se creen propios y connaturales del sexo, siendo sólo efectos de la<br />

educación. La piedad y religión son los solos objetos a que se atiende en la educación y<br />

enseñanza moral de los hijos, para que se imprima en sus ánimos el amor y temor a su criador,<br />

a fin que obren bien y eviten el mal. Pero el mal se limita a las obras pecaminosas y el bien a<br />

las de la piedad, descuidando enteramente los padres y maestros, o fomentándoles tal vez los<br />

mismos muchos resabios siniestros y muchas de las pasiones que no se reconocen<br />

pecaminosas, y con ellas muchas preocupaciones ridículas, causa de los continuos disgustos y<br />

pesares que les agrazan la felicidad de la vida.<br />

Leocadia conservaba muchos de estos malos efectos y flaquezas que se reputan <strong>com</strong>unes<br />

a todas las mujeres, pero que sólo proceden del <strong>com</strong>ún sistema de la educación que les dan o<br />

del descuido y de la ignorancia en que las crían. Los consejos y exhortaciones de Eusebio no<br />

bastaban para desarraigarlas del ánimo de Leocadia, en que habían hecho presa desde la<br />

niñez, por más que la misma lo conociese. El mal pedía principios, luces y máximas de<br />

estudio y ciencia moral que a ella le faltaban y que era necesario adquiriese para que pudiese<br />

convencer ella misma su ánimo preocupado. Sin esta convicción de la mente, la fuerza del


hábito contraído rechaza todos los consejos y exhortaciones y se señorea de la voluntad, que<br />

queda esclava, a su pesar, del sentimiento que la predomina.<br />

Conservaba Leocadia no pocos ridículos escrúpulos de conciencia que le había pegado la<br />

ignorancia de la madre que, <strong>com</strong>o otras muchas, fomentaba el error de tener por acciones<br />

malas las que de ningún modo lo son, persuadida falsamente que, acrecentando el número de<br />

los pecados, se evita más fácilmente el caer en ellos. De donde procede que algunas<br />

conciencias delicadas vivan en continua pena y zozobra, y las que no lo son, atropellen con<br />

todos los embarazos que encuentran en su obrar y que les impiden caminar naturalmente en su<br />

proceder. Temía también las apariciones de los difuntos y de trasgos porque se los habían<br />

hecho creer; sentía en sí un terror pánico a los ratones, que le daban no pocas veces que sentir,<br />

aunque no les hubiese, formándoselos su imaginación. Pretendía excusar a este temor con el<br />

<strong>com</strong>ún pretexto de asco que se le da. Conservaba algunas vulgares supersticiones y otros<br />

defectos y simplezas de que dejan avasallar sus ánimos las mujeres, o a que desde niñas las<br />

avasalla la educación.<br />

Echando de ver Eusebio que no aprovechaban ni sus consejos ni los ruegos con que los<br />

a<strong>com</strong>pañaba, hubo de recurrir al estudio de la filosofía moral, <strong>com</strong>enzándolo por un tratado de<br />

excelentes máximas que encontró entre algunos manuscritos de Hardyl. Luego haciendo leer a<br />

Leocadia las obras de Plutarco, que tenía traducción en inglés, y otros libros, que<br />

contribuyesen para darle algún género de instrucción. De tan remotos principios era preciso<br />

tomar el remedio al mal, para que gota a gota penetrase en su ánimo y lo fortaleciese. La<br />

ternura del amor y los deliciosos transportes de sus mutuos afectos endulzaban y facilitaban<br />

por lo mismo tal estudio. Embebía insensiblemente Leocadia aquellas máximas e<br />

instrucciones que, sin echarlo ella de ver, le quedaban impresas en el ánimo, disponiéndolo<br />

para el saludable efecto y provecho que le habían de acarrear con el tiempo y con la<br />

continuación. No tardó a conocer la misma que todos sus deseos, inclinaciones y<br />

sentimientos, parecía que se reconcentraban en el corazón y que cobraban en él nuevo vigor,<br />

al paso que la alumbraba la luz de la sabiduría y de los conocimientos que disipaban<br />

imperceptiblemente las tinieblas de las preocupaciones, las cuales tenían encogidos sus<br />

sentimientos. Su misma modestia, su recato y su piedad, iban cobrando fuerza <strong>com</strong>o varonil,<br />

disponiendo poco a poco su corazón con los nuevos conocimientos y máximas morales, para<br />

recibir los consejos más fuertes de la divina sabiduría y <strong>com</strong>batir con ellos los incentivos y<br />

alicientes de la vanidad y de la ambición, el amor y propensión a las riquezas, a los honores y<br />

a las superfluas galas y, en vez de aquéllos, fomentar en su ánimo los sentimientos de la<br />

moderación y fortaleza contra los trabajos y desgracias, en caso que se los enviase la fortuna.<br />

Ni era su interior solamente el que probaba los útiles efectos de tal estudio; redundaban<br />

también en su exterior y presencia, que parecían irse revistiendo de más noble circunspección;<br />

y hasta su mismo rostro de más respetable amabilidad y decoro. En fuerza de las mismas<br />

máximas, sentía mayor afición a sus labores y se ocupaba con propensión mayor en ellas,<br />

tomándolas no <strong>com</strong>o mero entretenimiento y pasatiempo, sino mirándolas <strong>com</strong>o medio que<br />

pudiera servirle para ganarse el sustento, en caso que la suerte llegase a privarla de los otros<br />

medios que le había dado, <strong>com</strong>o también de preservativo de su honestidad y decencia en la<br />

desgracia.<br />

Lo que experimentaba más difícil de desarraigar de su corazón eran los efectos de los<br />

temores ya ridículos, ya supersticiosos, que la habían hecho concebir en su niñez; pero llegaba<br />

a conocer que eran supersticiosos y ridículos, y veía que el más costoso vencimiento es el de<br />

los efectos de la opinión, aunque extravagante, luego que ésta llega a apoderarse de la mente.<br />

Prometíanse por lo mismo, así ella <strong>com</strong>o Eusebio, que los llegaría a vencer con el tiempo y a<br />

fuerza de las opuestas persuasiones e instrucción, siendo el contraste principio de la victoria y<br />

medio para alcanzarla el conocer la flaqueza del enemigo. Contribuían también para ello las


frecuentes conversaciones que tenían sobre tales materias con Eusebio, el cual las <strong>com</strong>batía de<br />

recio, valiéndose de las armas del amor, que son también las más fuertes aun para tales<br />

asuntos.<br />

¿Y cuál mejor y más eficaz medio para perfeccionarse los esposos que el amor ardiente<br />

que se profesan? ¿Cuál más seguro para corregir los defectos de sus genios y personas? ¿Cuál<br />

más firme para conservar la paz y tranquilidad en su casamiento? Un día, llevado Eusebio del<br />

afecto de su ternura, propuso a Leocadia si quería que se notasen los defectos, así de la<br />

persona <strong>com</strong>o del ánimo, para corregirlos. ¿Cómo podía negarse a tal proposición la amante<br />

Leocadia? Desde entonces, haciendo este pacto, lo observaban rigurosamente sin resentirse<br />

Leocadia por no encontrar defectos que notar en su adorable marido, cuando éste tenía que<br />

<strong>com</strong>batir en ella tantos ridículos sentimientos, efectos de la educación que la dieron. La<br />

efusión de su mutua ternura servía para fortalecer los corregidos sentimientos y para<br />

consolidar los virtuosos, a prueba de los reveses de la fortuna que no perdían jamás de vista<br />

en medio de las <strong>com</strong>odidades y abundancia en que se hallaban.<br />

Tal es siempre la mira de la virtud que no deja enajenar el ánimo de la prosperidad, mas<br />

lo lleva siempre alerta de los accidentes de la vida a que puede exponerlo la suerte, sin<br />

engendrar esta prudente cautela la tristeza que experimentan los que la forman con ojos torpes<br />

y desvanecidos. Tal tristeza es sólo efecto del temor con que miran la adversa mudanza de su<br />

suerte. Mas el que estudia en prepararse contra ella, en vez de contemplarla con tristeza,<br />

hácelo con acrecentamiento de constancia, prometiéndole la virtud re<strong>com</strong>pensarlo del daño si<br />

no puede evitarlo. No de otra suerte disponían sus ánimos Eusebio y Leocadia con el estudio<br />

de la virtud, para llevar con fortaleza las adversidades que les podían suceder, <strong>com</strong>o les<br />

sucedieron con el motivo del pleito sobre la herencia que les contrastaba su tío don Gerónimo.<br />

Había determinado Eusebio, con parecer de Henrique Myden, remitir la decisión a la<br />

suerte, sin afanarse ni dar más pasos por ella, en caso que su esposa Leocadia no diese prueba<br />

de fecundidad, pues, no teniendo hijos, quería ceder los derechos que aquéllos le obligaban a<br />

conservar en caso de tenerlos. Con esto miraba al pleito y a la herencia <strong>com</strong>o cosa que no le<br />

pertenecía, mientras que no se manifestaba la preñez de su esposa. Mas ésta tardó poco en<br />

confiar a Eusebio las dudas de su preñez que salieron verdaderas, con gran consuelo y júbilo<br />

de la misma, de Eusebio y de Henrique Myden, que no cabía de gozo por reconocerse abuelo<br />

de afecto y de amor, <strong>com</strong>o se reconocía padre de su amado Eusebio.<br />

Con no menor consuelo y gozo fue recibida esta noticia de los padres de Leocadia,<br />

mucho más haciéndoles saber Eusebio al mismo tiempo que disponía el viaje para la granja de<br />

Jersey, y que de paso estarían con ellos algunos días en Salem. Ejecutólo Eusebio en<br />

<strong>com</strong>pañía de Leocadia y de Henrique Myden, que resolvieron pasar todo el verano en la<br />

granja para atender mejor a su cultivo y cosechas, queriendo ser Eusebio el administrador de<br />

sus haciendas. Fueron grandes las demostraciones de amor y de ternura que dieron los padres<br />

de Leocadia a su hija y a Eusebio cuando llegaron a Salem, donde se detuvieron algunos días<br />

por <strong>com</strong>placer a doña Cecilia. Continuaron desde allí su viaje a la granja, donde llegaron<br />

felizmente.<br />

Iba renovando Eusebio las memorias, en parte alegres, en parte tristes y sublimes, que la<br />

granja le conservaba, así por ser aquel suelo donde salió salvo de las olas, <strong>com</strong>o por estar en<br />

él depositadas las cenizas de su respetable madre Susana. Henrique Myden le había hecho<br />

construir un sepulcro de mármol junto a la casa, haciendo plantar alrededor algunos tejos que,<br />

cubriéndolo ya con su majestuosa sombra, formaban un respetable asilo a la contemplación y<br />

tierno afecto que exigía de Eusebio y de Henrique Myden aquel venerable depósito, que<br />

visitaban frecuentemente en obsequio de la difunta. Varias veces hizo servir Eusebio aquel


mismo sitio de escuela a su amada Leocadia, para hacerle perder el horror que engendran<br />

naturalmente las ideas y memorias de la muerte a quien con ellas no se familiariza.<br />

Este era también uno de los temores que amedrentaban al corazón de Leocadia, y que<br />

suelen infundir los padres y maestros a sus hijos y discípulos en la enseñanza que les dan, sin<br />

reparar en los daños que tal temor les acarrea, por no advertir en los que padecen los mismos,<br />

reputando esencial e inevitable al hombre el miedo que infunde al ánimo la propia muerte y la<br />

ajena. En este engaño permanecen todos los que desde niños no se acostumbran a la memoria<br />

de la necesidad de morir a que todas las cosas criadas están sujetas, ni hay razón que pueda<br />

persuadirlas de lo contrario, si los mismos no llegan a convencerse con la propia reflexión que<br />

puede el hombre sobreponerse o disminuir en gran parte este temor que enflaquece y abate al<br />

corazón, que atropella sus sentimientos y los sojuzga, que les impide frecuentemente honestas<br />

y útiles operaciones, que a cualquier asomo del mal los envilece y les hace amarga la vida con<br />

su memoria y que a muchos se la abrevia. ¿Cuántos son los que mueren por el temor exaltado<br />

de morir?<br />

A estos y otros daños exponen los padres, amas y maestros a los niños que, en vez de<br />

fortalecer sus tiernas mentes contra el temor de la muerte, se lo agravan al contrario con<br />

consejos, y con hechos y dichos falsos y ridículos. A esto se añade la más ridícula<br />

preocupación de que hace mejores a los niños, o les impide el ser malos, el miedo de morir. El<br />

sexo especialmente, por naturaleza más flaco, hácese más susceptible de la impresión de tal<br />

miedo y, por consiguiente, de los daños que le acarrea. En Leocadia era tan fuerte este temor,<br />

que la primera vez que la quiso conducir Eusebio al sepulcro de Susana, aunque el sitio y<br />

vista era apacible, huyó sin poderla persuadir Eusebio a que fuese a sentarse con él allí a la<br />

sombra de los tejos.<br />

No quiso violentar Eusebio por entonces el ánimo de su esposa, pero <strong>com</strong>enzó bien si a<br />

reprocharle amorosamente aquel miedo; luego a convencerla de los daños que le causaba y de<br />

los bienes que se le seguirían en sacudirlo de su corazón; finalmente a proponerle los<br />

ejemplos sacados de las historias de muchas ilustres mujeres, cuyas heroicas muertes eran<br />

prueba de la fuerza de la persuasión para dejar de temer el trance inevitable, o para disminuir<br />

en gran parte su temor. Así recabó Eusebio sin apremio que Leocadia se presentase con el<br />

tiempo no sólo a tales recuerdos, sino que también obtuvo que se los renovase a la sombra del<br />

lucilo de Susana, que antes miraba con horror y después con afectuoso respeto y ternura.<br />

La playa era el otro sitio que frecuentemente visitaba Eusebio en <strong>com</strong>pañía de Leocadia,<br />

así para disfrutar de más cerca la vista del mar con que se <strong>com</strong>placía, <strong>com</strong>o también para<br />

renovar los sentimientos de gratitud a la providencia, que lo sacó allí mismo con vida de tan<br />

terrible peligro y lo puso en los brazos de Susana y de Henrique Myden, que lo prohijaron con<br />

tan entrañable cariño y lo hicieron heredero de iguales o mayores bienes que aquellos que<br />

había heredado de sus mayores y que la suerte por medio de su tío le contrastaba.<br />

Las reflexiones que le suministraba esta inconstancia de la fortuna, que hacía tan<br />

inciertos los más seguros bienes de la tierra, le servían de freno para no dejar entregar su<br />

corazón al gozo y confianza que le infundía la hermosa vista de aquellos dilatados campos y<br />

frondosas arboledas, que reconocía <strong>com</strong>o propias y que le renovaban la memoria de Hardyl,<br />

que contribuyó a su mejor orden y cultivo, dando arreglo y nueva vida él mismo a todo aquel<br />

cuerpo antes informe y <strong>com</strong>o dejado a beneficio de la naturaleza. Hardyl dividió todo aquel<br />

vasto terreno en seis caseríos, donde se establecieron otras tantas familias de labradores. Dio a<br />

cada una de ellas diez yugadas de tierra y pastos correspondientes para los animales de<br />

labranza y para el ganado, cuyo esquilmo abasteciese a las necesidades de las mismas y<br />

contribuyese a la mayor utilidad del dueño.


Procuró hacer él mismo varios planteles para que pudiesen suplir a los árboles que fuesen<br />

faltando después que dividió los campos con hileras de árboles de diversas especies para que<br />

conservasen con sus sombras la humedad de la tierra, defendiéndola de los ardores del sol, y<br />

para que abasteciesen al mismo tiempo los hogares con la monda de sus ramas, y las<br />

despensas con sus frutos. Puso también términos a las yugadas y caseríos; circundó de fosos a<br />

los campos para el desagüe de las lluvias, a fin que no quedasen aguazados de las redundantes<br />

aguas y no se podreciesen las semillas. Hizo que Henrique Myden proveseye de todos los<br />

necesarios utensilios y aperos a los labradores, así para la labranza <strong>com</strong>o para el esquilmo del<br />

ganado, que cada caserío podía mantener en su recinto.<br />

La hermosa casa de campo de Henrique Myden hacía cuerpo aparte de las yugadas, con<br />

el vasto huerto y jardín que al pie del otero blando, sobre el cual se levantaba la casa, se<br />

extendían por largo trecho, y remataban con un delicioso bosque no menos que majestuoso,<br />

cuyos enormes troncos y copas encumbradas infundían con su sombra un sagrado horror que<br />

lo hacían parecer antiguo templo de los faunos salvajes, que eran adorados de las naciones<br />

bárbaras que poblaban aquel suelo. Todas aquellas soberbias plantas parecían sembradas de la<br />

mano del criador. La segur europea habíalas respetado. Ellas presentaban una vista muy<br />

amena a la granja, que parecía dominarlas desde el otero, con el huerto y jardín intermedios,<br />

que hacían la vista más varia y apacible.<br />

Echó de ver Eusebio que de todas aquellas disposiciones que había dado Hardyl antes de<br />

dejar la América, algunas quedaban por hacer, otras en embrión, y las más dejadas a cargo del<br />

tiempo y de la naturaleza. Requerían por lo mismo todos sus cuidados y los conocimientos<br />

que habían adquirido en el viaje sobre el cultivo del campo en los diversos climas y países en<br />

que había estado. Este fue, pues, el empleo y ocupación a que se dedicó todo el tiempo que<br />

estuvo en la granja, reservando para el estudio los días que los malos tiempos le impedían la<br />

salida de casa, y las horas de la noche que le dejaban libres la asistencia que debía a Henrique<br />

Myden y a Leocadia.<br />

Ésta había traído consigo a la granja el bordador que le mandó hacer Eusebio a norma de<br />

otro que vio en Inglaterra, y cuyo modelo llevó a la América. Estaba hecho a corte declive, a<br />

manera de atril vacío o de facistol, colocado sobre dos pies de fácil manejo y conducción, y<br />

mucho más cómodo para la labor. Lo era también el punzoncillo de que se servía en vez de la<br />

<strong>com</strong>ún aguja de bordar, aunque tan sutil <strong>com</strong>o ésta; pero tenía en la punta una muesca con que<br />

se prendía la seda por el mismo haz de la tela por donde se introducía, sin que la mano fuese a<br />

buscar la aguja, <strong>com</strong>o se hace para volverla a pasar a tientas por el envés. La tela por bordar<br />

quedaba envuelta en el rodillo que atravesaba los opuestos cabos del bordador, quedando sólo<br />

tendida y tirada de los lados la parte que se bordaba y que se iba rollando en el otro rodillo<br />

inferior luego que se acababa lo bordado.<br />

Este instrumento hacía más gustosa y fácil la ocupación de Leocadia en las horas que le<br />

dejaban de ocio los quehaceres domésticos, que eran para ella su primera y principal<br />

ocupación. Gustaba también de ir frecuentemente a visitar los trabajos de los campos y las<br />

familias de los labradores que había hecho establecer Henrique Myden en los caseríos, a fin<br />

de enterarse de los medios que tenían para subsistir, del estado de salud y de las condiciones a<br />

que prestaban sus fatigas y sudores. Así ella <strong>com</strong>o Eusebio deseaban mejorarles su estado,<br />

para hacérselo más llevadero y para que atendiesen con mayor empeño al cultivo.<br />

Tuvo, con este motivo, su humanidad una ocasión oportuna en que emplear las piadosas<br />

miras de su beneficencia con una familia de negros que habitaba uno de aquellos caseríos. Los<br />

<strong>com</strong>pró Henrique Myden en tiempo en que Eusebio se hallaba ausente de la América, no<br />

presentándosele labradores de la tierra para el cultivo de aquel terreno. Como tales <strong>com</strong>pras<br />

de esclavos son <strong>com</strong>unes en aquellos países, nada había dicho Henrique Myden a Eusebio de


aquellos negros, aun después que se hallaban en la granja, <strong>com</strong>o cosa que no merecía<br />

conmemoración. Fue por lo mismo mayor la sorpresa de Eusebio, cuando se encontró con<br />

aquella gente la primera vez que fue a visitar el caserío que habitaban, viéndolos sentados en<br />

el suelo en que devoraban una grande hogaza de maíz y algunas frutas secas.<br />

Componíase aquella familia de los padres de edad algo avanzada, de dos hijos varones,<br />

mozos ya crecidos, de una doncella de doce a catorce años, y de un niño que allí con ellos<br />

<strong>com</strong>ía. Aunque los negros no habían visto antes a Eusebio ni a Leocadia, que iba con él,<br />

echaron bien de ver que eran sus amos recién llegados, luego que los vieron entrar con gran<br />

sorpresa suya en su pobre habitación. Como estaban acostumbrados al imperio del dueño que<br />

los vendió a Henrique Myden, y al abatimiento y respeto que se les exigía, postráronse todos<br />

de rodillas ante Eusebio y Leocadia, cruzando sus brazos sobre el pecho e inclinando con<br />

reverencia sus cabezas <strong>com</strong>o si adorasen a dos deidades aparecidas.<br />

Admirado Eusebio a primera vista de aquella gente, y enternecido de la humilde y<br />

reverente postura con que lo acataban, se inclinó para hacer levantar del suelo al que parecía<br />

padre de aquella familia, haciéndole fuerza con los brazos y con la voz para que obedeciese.<br />

Cedió el viejo a las instancias de Eusebio, quedando aturdido de aquella humanísima<br />

demostración de bondad de su amo, y del orden que dio a los demás para que se levantasen.<br />

Obedecieron también ellos. Mas <strong>com</strong>o quedase de rodillas el niño con las manos juntas, causó<br />

tal enternecimiento a Eusebio y a Leocadia que, acercándose hacia él, le asió Eusebio de la<br />

mano para levantarlo y se lo presentó a Leocadia, diciendo: He aquí, Leocadia, la imagen del<br />

dios amor, según lo pintan los egipcios; somos bien injustos los europeos que tratamos <strong>com</strong>o<br />

a bestias a racionales que sólo se diferencian de nosotros en el color. Leocadia hizo algunas<br />

caricias al niño, dejando penetrados de admiración y tierno respeto los corazones de aquellos<br />

negros, mientras Eusebio, dirigiendo la palabra al viejo, le preguntó:<br />

EUSEBIO.- ¿Cómo os llamáis?<br />

EL NEGRO.- Alil Tagúl, señor mío.<br />

EUSEBIO.- ¿Y sois libres, o bien esclavos?<br />

ALIL.- Esclavos de v. s. y de mi señor Henrique Myden.<br />

EUSEBIO.- ¿Dónde aprendisteis la labranza?<br />

ALIL.- En la Jamaica, señor mío; allí serví a Daniel Linvels de diez años. Muerto éste,<br />

fuimos vendidos a un bastimento que nos trajo a Filadelfia, donde nos <strong>com</strong>pró mi señor<br />

Henrique Myden, que el hacedor del sol y de la luna bendiga para siempre y lo sustente <strong>com</strong>o<br />

a la más añeja planta, a cuya sombra encontramos nuestra dicha.<br />

EUSEBIO.- ¿Según eso, os halláis bien al servido de mi padre Henrique?<br />

ALIL.- ¡Oh señor mío! Él es el autor de nuestra felicidad.<br />

Eusebio, al oír esto, volviendo hacia Leocadia, le dice en español:<br />

EUSEBIO.- ¿Qué os parece, Leocadia, de esta felicidad? ¿Habrá ya ninguno descontento<br />

de su suerte que no desmienta con sus quejas la desdicha de su estado libre, y rico tal vez, en<br />

cotejo de estos miserables que se llaman felices en el suyo?<br />

LEOCADIA.- No sé qué deciros, Eusebio; que me arranca el corazón.


EUSEBIO.- ¡Pobre gente! Dejémoslos que <strong>com</strong>an con libertad y vamos a tratar de<br />

dársela con nuestro padre. Adiós, Tagúl. Adiós, hijos.<br />

LEOCADIA.- Quedaos con Dios, buena gente.<br />

Dicho esto, entrega algunas monedas al niño. Tagúl y sus hijos, al ver aquella dignación<br />

de sus amos, pusiéronse de nuevo de rodillas y tomaron la misma reverente postura, florando<br />

de enternecimiento. ¡Sus almas, aunque reputadas estúpidas e insensibles, cómo podían dejar<br />

de conmoverse y de sentir la fuerza de tan grande humanidad y <strong>com</strong>pasión que sus buenos<br />

amos les manifestaban!<br />

El infeliz estado de aquellos negros dio materia de discurso a Eusebio y a Leocadia<br />

mientras volvían a la granja. Llegados a ella, cuentan a Henrique Myden la sorpresa que les<br />

había causado la vista de los negros en el caserío, y mucho más el saber que eran esclavos.<br />

Tomó ocasión de esto Eusebio para hacer ver a Henrique Myden el abuso del poder del<br />

hombre sobre el hombre su semejante, adquirido solamente al precio del metal contra todos<br />

los derechos de la humanidad; que ésta le obligaba a declararle los sentimientos de <strong>com</strong>pasión<br />

que había excitado, así en su pecho <strong>com</strong>o en el de Leocadia, la condición de aquella pobre<br />

gente reducida a la de los brutos que se <strong>com</strong>pran y venden al antojo del dueño que los<br />

adquirió. Que, por lo tanto, le rogaba quisiese dar carta de libertad a aquellos infelices.<br />

Henrique Myden, oída la proposición de Eusebio, a<strong>com</strong>pañada de sus ruegos, le<br />

respondió que no veía en qué violaban tales <strong>com</strong>pras los derechos de la humanidad, si no era<br />

cuando los dueños trataban con crueldad a los esclavos, o cuando adquiridos con injusto<br />

derecho de las armas, se vendían al pregón. Haber sido este uso antiquísimo entre los<br />

hombres, contra el cual sólo podía reclamar la conmiseración de un ánimo benéfico y<br />

<strong>com</strong>pasivo. Que los negros eran vendidos tal vez de sus mismos padres a los europeos y<br />

<strong>com</strong>prados por éstos, no con violencia sino por vía de amigable contrato. Que esto no lo decía<br />

por negarse a su petición, pues estaba dispuesto a otorgársela, sino porque no veía la injusticia<br />

tan grande cuanto se la representaba. Que por lo demás lo había hecho ya dueño de todo y por<br />

todo, y que así dispusiese de los negros <strong>com</strong>o mejor le pareciese.<br />

Eusebio, regocijado por el beneplácito de Henrique Myden, sin querer contradecirle a lo<br />

que de hecho aprobaba, le dio las gracias por ello y determinó hacer solemne la manumisión<br />

de aquellos negros. Para esto quiso que se juntasen todas las familias de los labradores de los<br />

otros caseríos en el antiguo bosque, vecino a la granja, a cuya majestuosa sombra hizo formar<br />

círculo de tablas que sirviese de asiento para la junta, en un ancho espacio que dejaban<br />

aquellas antiquísimas plantas.<br />

Llegado el día que señaló para la solemnidad, acudieron todas las familias de los caseríos<br />

y la de los mismos negros. Estaba también convocada toda la de Henrique Myden, criados y<br />

criadas, ignorando todos el fin de aquella junta extraordinaria, que quiso tener oculto Eusebio<br />

para hacerla más solemne y gozosa, y más tierna función. Hallábase también presente<br />

Henrique Myden y Leocadia, sin distinción de asiento y lugar. El círculo de tabla servía para<br />

todos igualmente. Juntos ya, <strong>com</strong>enzó Eusebio una tierna y patética arenga sobre la paz y<br />

unión, que eran el cimiento de la felicidad de los hombres y de las familias, <strong>com</strong>o la disensión<br />

y discordia entre ellos era el principio de su desdicha y causa de su ruina.<br />

Luego pasó a proponer los medios para conservar la primera por bien de los mismos,<br />

acordándoles que todos los hombres eran hechuras de un mismo padre celestial y que <strong>com</strong>o<br />

tales debían reconocerse por hermanos. Díjoles que los había juntado, no para hacerles esta<br />

exhortación solamente de palabra, sino para confirmarles la verdad de lo que les decía,<br />

poniéndolo por obra; que a todos los llamaba a este fin por testigos de la carta de horro que


daba en nombre de su padre Henrique Myden a Alil Tagúl y a sus hijos, a quienes reponía en<br />

su natural libertad, declarándolos libres desde entonces para siempre.<br />

Alil Tagúl, aunque se hallaba presente, pero distraído del concurso de aquella gente, en<br />

una junta que hacía más respetable la presencia de sus amos a la sombría majestad de aquel<br />

sitio en que los negros se veían igualados a los demás y a sus mismos amos, lo había<br />

enajenado tanto, que no <strong>com</strong>prendió la singular gracia que su señor le hacía a él y a toda su<br />

familia. No dio tampoco por lo mismo muestra alguna de haberlo <strong>com</strong>prendido; de modo que<br />

se vio precisado Eusebio a dirigirle otra vez la palabra, llamándolo por su nombre, y<br />

diciéndole: ¿Quedáis enterado, Tagúl, de la gracia que os hace mi padre Henrique de poneros<br />

en libertad a vos y a toda vuestra familia?<br />

¿La libertad se nos concede?, Preguntó Tagúl después de haberse puesto en pie;<br />

perdonad, señor mío, pues aun ahora que lo vuelvo a oír claramente de vuestra boca<br />

respetable me parece un sueño. No es pues sueño, dijo Eusebio, sino realidad; y así, venid acá<br />

con vuestros hijos a recibir la prenda de la confirmación. Todos los labradores, hombres y<br />

mujeres, y los criados de Henrique Myden, que ignoraban antes el fin de aquella junta,<br />

sabiéndolo ahora con sorpresa mayor, estaban atentos y silenciosos para ver la demostración<br />

que haría Eusebio con los negros; los cuales unos tras otros, precedidos de Tagúl, se<br />

encaminaban, <strong>com</strong>o tímidos y encogidos de respeto, hacia Eusebio que los había llamado.<br />

Estando ya cerca de él el viejo Tagúl, se levantó Eusebio y le abrió los brazos para<br />

recibirlo en ellos, queriendo borrar con esta demostración el agravio <strong>com</strong>etido en él contra la<br />

humanidad. Abismado Tagúl de aquel piadoso ademán de su señor, se precipitó a sus pies<br />

besándoselos y bañándoselos con sus lágrimas. Los hijos, vista la postura del padre,<br />

pusiéronse todos de rodillas, e, inclinando sus cabezas, prorrumpieron en tierno llanto, <strong>com</strong>o<br />

todos los presentes, sin exceptuarse Henrique Myden y Leocadia; especialmente después que<br />

Eusebio, venciendo la humilde porfía de Tagúl, lo hizo levantar y lo abrazó, haciendo lo<br />

mismo con sus hijos, hasta con el niño, que también se hallaba allí presente. Parecieron<br />

mostrarse sensibles aquellas mismas añejas plantas a la benéfica humanidad de Eusebio y a<br />

los sentimientos de los testigos de la misma, devolviendo el eco de sus enternecidos sollozos<br />

y parabienes.<br />

Aún no se había sosegado el júbilo de los corazones con los abrazos que todos dieron a<br />

los negros ya libres, a ejemplo de Eusebio y de Henrique Myden, que fueron los primeros en<br />

abrazarlos, cuando Eusebio, antes de despedir aquella junta que representaba las de los<br />

primitivos hombres en la tierra, volvió a pedir a todos silencio y atención. Obtenida ya,<br />

propuso a las familias de los labradores un premio de doce guineas para quien hiciese más<br />

abundante cosecha en aquel año. Causó esto nuevo alborozo en los ánimos de toda aquella<br />

gente y avivó en ellos nuevo aliento para emplear sus sudores y trabajos en servicio de tan<br />

generoso dueño, a quien daban mil bendiciones.<br />

Quiso el mismo que lo siguiese a la granja toda la familia de los negros, para poner el<br />

colmo al gozo de su obtenida libertad dándoles el mismo salario que daba a los otros<br />

labradores. Se abandonaron Tagúl y sus hijos entonces a mil transportes de agradecida<br />

humildad y respeto, a<strong>com</strong>pañado de llanto que todos derramaban puestos de rodillas a sus<br />

pies, recibiendo así el dinero que les entregaba, viéndose precisado a despedirlos cuanto antes<br />

para ir a desahogar el enternecimiento que le causaban. Leocadia, que lo vio entrar en su<br />

cuarto enjugándose las lágrimas con el pañuelo, aunque se conmovió a primera vista, echó de<br />

ver al instante de dónde procedía aquel llanto, y lo recibió diciendole: ¿Es ése, Eusebio, el<br />

regalo que os han dado los negros por haberlos ahorrados?


Eusebio, sentándose junto a ella, exclamó con lágrimas: ¡Oh dulce Leocadia!, si los<br />

hombres conociesen a la humanidad y si llegasen a probar su tierna e inexprimible dulzura,<br />

todos fueran humanos, todos fueran virtuosos. Mi corazón no abarca el sumo consuelo que<br />

siente, especialmente en el seno del amor santo en donde lo desahogó. Dicho esto, reclinó su<br />

frente bañada en lágrimas sobre el hombro de Leocadia que, no resistiendo entonces a la<br />

fuerza de la ternura que le excitó su esposo, lloró con él participando de la dulzura de los<br />

sentimientos de su mutuo afecto, que les renovó el acto de humanidad que acababa de<br />

ejercitar con los negros.<br />

Echó de ver el mismo Eusebio el efecto de su beneficencia y del propuesto premio a los<br />

labradores, viéndolos trabajar de allí adelante con tal ahínco y empeño, animados de alegría,<br />

que parecía que a cada golpe de azadón habían de dar con un tesoro escondido. En una de<br />

aquellas mañanas en que salió a reconocer los trabajos de Hardyl y los suyos, en un terreno en<br />

que ambos a dos se ocuparon en plantar una fila de árboles antes de dejar la América, <strong>com</strong>o<br />

los viese ya crecidos y vestidos de pomposo verdor, se <strong>com</strong>plació sumamente en aquella<br />

hechura, que le renovaba la memoria de su amado Hardyl. Mas, <strong>com</strong>o encontrase dos que se<br />

habían secado, quiso reponerlos por sí mismo. Llama sobre la marcha dos labradores, y<br />

tomándole a uno su azadón, <strong>com</strong>enzó a cavar tierra alrededor, para arrancarlos y poner otros<br />

en su lugar.<br />

Como no estaba acostumbrado a aquella fatiga, se cansó luego. Resintiéndose por lo<br />

mismo su ánimo de la delicadeza de su cuerpo, persistió en vencerla, continuando en la<br />

excavación, hiriéndolo de lleno el sol. Ni desistió de su empeño hasta que vio su tarea<br />

concluida y puestos los nuevos árboles. Gozoso y satisfecho de su trabajo y de su<br />

vencimiento, se encaminó a la granja pasado ya el mediodía, reventado y calado de sudor.<br />

Leocadia, al verlo tan encendido y acalorado, lo exhortó a que se mudase y descansase antes<br />

de ponerse en la mesa para <strong>com</strong>er. Fue ella misma a darle una camisa limpia, exhortándolo de<br />

nuevo con cariño a que se mudase.<br />

Aunque Eusebio no sabía negarse a ninguna cosa que Leocadia le rogaba, sin embargo,<br />

en ésta en que él mismo llevaba empeño de querer vencer su delicadeza, la rogó no quisiese<br />

sacarlo del propósito en que estaba de fortalecer sus miembros y de endurecerlos al trabajo<br />

<strong>com</strong>o los labradores, pues sentía interiormente contento de acostumbrarse al empleo que dio<br />

al hombre la naturaleza, en la cual podía ganarse la vida, si por ventura la suerte lo ponía en<br />

necesidad de valerse de sus brazos. A éstas añadió otras razones que hicieron desistir a<br />

Leocadia de su cariñosa porfía, conservando ella los recelos y temores que le causaban su<br />

encendimiento de rostro y su cansancio.<br />

Sentados a la mesa, Eusebio <strong>com</strong>enzó a <strong>com</strong>er, aunque sin el apetito que se había<br />

prometido de su fatiga; <strong>com</strong>ió, no obstante, de todas las viandas. Mas aún no habían tocado a<br />

los postres, cuando le sobrevinieron algunas bascas, sintiéndose provocado a arrojar lo que no<br />

había podido abrazar el estómago. Henrique Myden y Leocadia se alteran sobremanera,<br />

mucho más cuando se manifestó la recia calentura que lo postró en la cama, no sabiendo qué<br />

remedio dar a un mal que lo hacían mucho mayor sus temores y el amor que a Eusebio<br />

profesaban. Propúsole Henrique Myden enviar a llamar el médico a Salem, y aunque Eusebio<br />

le rogó que no lo hiciese persuadiéndole que su mal no necesitaba de médico, Henrique<br />

Myden no quiso atender a sus instancias, sino que envió inmediatamente el coche.<br />

Conocía Eusebio que su enfermedad procedía solamente de alteración de la sangre y que,<br />

acostumbrado a tomar cada tres meses una píldora de aloe por consejo y a ejemplo de Hardyl<br />

que lo solía tomar también, no podía tener su mal funestas consecuencias <strong>com</strong>o las solían<br />

tener los males dimanados de la corrupción de los humores del estómago. Se purgó, sin<br />

embargo, y ciñó su cura al agua y a rigurosa dieta, con la cual no necesitó de las recetas del


médico cuando éste llegó a la granja, hallándolo casi enteramente restablecido. Y aunque<br />

antes que llegase se lo asegurase Eusebio a su afanada Leocadia, tuvo mayor fuerza en la<br />

opinión y recelo de la misma, el oírlo de la boca del médico, abriendo de par en par su<br />

corazón al consuelo que la sentencia del mismo le infundía.<br />

Ésta disipó también los afanes y congojas de Henrique Myden y volvió a tomar cuerpo el<br />

consuelo y tranquilidad de toda la casa. Eusebio, enteramente restablecido, sacó de aquel<br />

asomo de enfermedad el desengaño que la naturaleza no sufre violencia si no se la lleva por<br />

grados insensiblemente. Sirvióle al mismo tiempo de escarmiento para no exponerse a perder<br />

la salud, no tanto por temor servil de la muerte, cuanto por no afanar el corazón de Henrique<br />

Myden y de Leocadia, mucho más en cosas en que no había necesidad que hiciese violentos<br />

ensayos. No por esto dejaba de ir con la misma frecuencia que antes a visitar los campos y<br />

presenciar las labores que en ellos se hacían. Ellos eran su apasionado empleo y<br />

divertimiento.<br />

Su alma sensible se <strong>com</strong>placía en todos los objetos que el campo le presentaba, los solos<br />

que no cansan ni fatigan la vista del hombre, que antes bien renueva en ellos el puro contento<br />

que dan la vez primera, a quien, desengañado de los anhelos de la codicia y de la ambición,<br />

reconoce en la sencilla pompa de la naturaleza y en la callada hermosura de sus crecientes<br />

verdores, el solo feliz empleo que ella destinó a las fuerzas del hombre y a los sudores de su<br />

industria en que le promete su asegurada subsistencia. Pasábanle a las veces horas enteras<br />

enajenado del contento y <strong>com</strong>placencia que le infundía la variedad amena con que ostentaba<br />

la naturaleza su inagotable poder en las infinitas configuraciones de las plantas y yerbas, de<br />

sus verdores y olorosos perfumes, de sus virtudes conocidas y no conocidas.<br />

Todo esto prestaba harta materia a su contemplación para adorar la omnipotente mano<br />

que produjo tantas maravillas. No echaba menos Eusebio en aquella deliciosa soledad el<br />

concurso de las ciudades ni de la gente desasosegada; de sus importunas visitas y del trato de<br />

los mundanos, que con él no buscan el fomento de la pura satisfacción de la amistad, sino el<br />

sacudir de sí mismos el aburrimiento de su ociosidad y de su pesada existencia, y el dar paso a<br />

sus ruines pasiones, ora desahogando los incentivos de la envidia, ora cebando su mordacidad<br />

en la ajena desgracia o pobreza; o alimentando los otros bajos sentimientos de su malicia, o<br />

maquinando con ellos el descrédito o la ruina de sus mismos inocentes amigos y conocidos.<br />

Lejos de los ejemplos de la codicia y de la ambición, y exento de las desazones e<br />

inquietudes que ellas acarrean, disfrutaba su alma la dulce tranquilidad del campo, que le<br />

hacía más preciosa y estimable la <strong>com</strong>pañía de Leocadia. Ésta había entrado en el octavo mes<br />

de su preñado. Eusebio, queriendo satisfacer a los deseos que le había manifestado la misma<br />

de hallarse en Filadelfia para el tiempo del parto, hubo de anticipar su vuelta, difiriéndola para<br />

después de la trilla. Estando ésta para acabarse en el caserío más vecino, convidó Eusebio a<br />

Leocadia para ir a gozar el contento de los labradores en aquel trabajo. Vino ella bien en<br />

a<strong>com</strong>pañarlo, encaminándose entrambos hacia el caserío sin reparar en los asomos de la<br />

tempestad que se levantaba sobre la mar, estando en su mayor pureza.<br />

Eusebio, a cuyo brazo iba asida Leocadia, la defendía con el quitasol de los ardores de<br />

sus vivos rayos. Ningún viento corría, antes bien admiraban la tranquilidad del ambiente, sin<br />

conocer que participaba de la triste calma que precede en la América a los huracanes que la<br />

trabajan. Llegados al caserío, fueron recibidos con rústico alborozo de los sudados y<br />

polvorosos labradores que estaban ocupados en la trilla, holgándose que los viesen sus buenos<br />

amos. Sentáronse éstos sobre un grueso tronco que allí en el suelo yacía. Mas aún no había<br />

pasado media hora que contemplaban aquella tarea, cuando <strong>com</strong>ienzan a revolotear las pajas<br />

de las parvas, envueltas entre el polvo arremolinado que levantaba el viento precursor del<br />

furioso torbellino que, caminando en terrible silencio, tendía su tenebroso manto sobre la


atmósfera, robando luego el sol a los asombrados labradores que, interrumpiendo su trabajo,<br />

salieron a ver lo que les amenazaba aquella no esperada tenebrosidad.<br />

Se manifestó luego el impetuoso huracán que despedía el trueno y el rayo de su rasgado<br />

seno. Las aves huían de él con incierto y temeroso vuelo. Desampararon la parva los<br />

labradores y se refugiaron con sus amos en el humilde techo. No bastaba la presencia de<br />

Eusebio ni sus exhortaciones para sosegar al ánimo de Leocadia. El espanto que infundía la<br />

lobreguez que cubría al cielo y tierra, oprimían con angustia su palpitante corazón. Los<br />

sucesivos relámpagos alumbraban las tinieblas de la cerrada habitación y acrecentaban el<br />

terror de Leocadia, que llevaba o detenía por la casaca a Eusebio, a quien estaba asida, según<br />

eran los arrebatos del temor que la a<strong>com</strong>etía; especialmente cuando <strong>com</strong>enzó la furiosa batida<br />

del granizo, que vibraban las nubes con tal fuerza que parecía quisiesen derribar el techo, o<br />

arrancarlo de cuajo el soplo del huracán enfurecido.<br />

Leocadia arrebata entonces a Eusebio hacia la estancia en que se habían recogido los<br />

labradores que lloraban amargamente, venciendo con sus sollozos y lamentos al ruido de la<br />

piedra. Leocadia <strong>com</strong>enzó a llorar con ellos, llevándose los silbos de los vientos y los golpes<br />

del granizo, los consejos y confortaciones de Eusebio, que prometía a los labradores<br />

satisfacerles el daño y remediar la desgracia. Así pasaron toda aquella tarde y noche, sin<br />

permitirles el obstinado huracán cerrar los ojos al sueño, alimentándose de solas lágrimas y<br />

afanes, los cuales llegaron a abrir brecha en el corazón de Eusebio, temiendo por el fruto de su<br />

amor que Leocadia llevaba en su seno y por su padre Henrique Myden, el cual se hallaba<br />

sumamente solícito por la ausencia de sus amados hijos.<br />

Comenzó a ceder al otro día la furia de la tempestad que poco a poco iba perdiendo sus<br />

fuerzas. Eusebio, cuyo benéfico y humano corazón había concebido de antemano el remedio,<br />

fue uno de los primeros a salir de la casa para ver por sus ojos el daño que el huracán había<br />

causado en los campos. ¿Mas cómo describir el triste espectáculo que se le presentó a la vista?<br />

Los campos enteramente despojados de su verdor y cubiertos todavía del duro y grueso<br />

granizo. Las cosechas desaparecidas de la haz del suelo; troncos enormes arrancados de cuajo<br />

y transportados del huracán. Algunos bueyes muertos por los campos, no habiendo podido<br />

refugiarse en los establos. Carros de labranza arrumbados en los fosos y llevados a otras<br />

partes. La hermosa pompa del verano convertida de repente en el triste horror del invierno.<br />

Eusebio, desistiendo de ir a visitar los campos, pues todos le ofrecían el mismo aspecto,<br />

volvió a consolar a los labradores, a quienes prometió de suplir a los daños padecidos. No<br />

contento con esto, despacha a dos de ellos para que fuesen a llevar en su nombre la misma<br />

promesa y consuelo a las demás familias. Envió otro a la granja para que participase a<br />

Henrique Myden el estado en que se hallaban y lo sosegasen, al tiempo que el mismo Myden<br />

enviaba a Taydor y a Altano para que los buscasen. No sosegando con esto el viejo, quiso<br />

también salir de la granja para ver si los descubría, al tiempo que Eusebio y Leocadia,<br />

avisados por los criados de las congojas de su padre, se encaminaban con ellos a la granja.<br />

Llegáronse a encontrar con esto en el camino, donde se dieron mutuamente todas las<br />

prendas y demostraciones del tierno cariño que se profesaban y del gozo y consuelo que<br />

sentían al verse escapados de la pasada tempestad, que parecía había de aniquilar la tierra.<br />

Esforzábase Eusebio en consolar a Henrique Myden, que se le mostraba muy afligido por la<br />

pérdida de las cosechas y por el estrago de sus haciencias. Recabó sosegarlo, no tanto con sus<br />

consejos, cuanto con las tiernas demostraciones con que lo a<strong>com</strong>pañaba, abrazándolo y<br />

diciéndole que para qué quería los caudales que tenía reservados, si no había de sacar de ellos<br />

la satisfacción y consuelo, que lo era grande en tales casos, de no necesitar de acudir a<br />

ninguno para remediar la desgracia. Que ésta debía ser sólo sensible a los pobres labradores,<br />

que no tenían otros bienes para subsistir que aquellos que les había arrebatado la tempestad,


quedando expuestos a perecer de hambre si no se les acudía con lo necesario para que<br />

pudiesen mantener su vida.<br />

Tomó ocasión de esto para <strong>com</strong>unicarle la promesa que había hecho a los mismos de<br />

remediar a su desgracia, pintando tan vivamente sus trabajos y sudores para ganarse con ellos<br />

un miserable sustento, que Henrique Myden, conmovido de la descripción de Eusebio, no sólo<br />

aprobó su promesa, sino que también lo exhortó a partir cuanto antes a Filadelfia para<br />

poderles enviar el trigo y maíz necesario para la siembra y para la manutención de las familias<br />

que habían quedado sin cosecha. A esto añadió Eusebio el sugerimiento que le había dado<br />

aquella desgracia, y que antes había oído en Londres a un caballero, sin advertir entonces a su<br />

proposición, de tener de repuesto la cantidad de la renta que pudieran dar en dos años las<br />

haciendas para precaver semejantes desgracias; y que éste creía ser el solo dinero que se podía<br />

tener muerto sin codicia.<br />

Que los que no tenían esta prudente precaución y que, al contrario, vivían<br />

anticipadamente del fruto de sus haciendas, se hallaban expuestos en una de estas desgracias a<br />

vivir atrasados y de prestado, contrayendo deudas que, agravándolas la necesidad, sólo podían<br />

satisfacerlas con la pérdida de las haciendas mismas, cediéndolas a sus acreedores, de que<br />

había visto algunos ejemplos en España por causa de no poder remediar al daño del granizo o<br />

de la que les había devorado sus cosechas, contrayendo gravosas deudas para suplir a los<br />

gastos que les pedían las labores, el cultivo de los talados campos y el sustento de sus<br />

familias. Que otros, que no usaban tampoco de esta precaución de ir reponiendo parte de sus<br />

rentas para precaver las desgracias de los tiempos y de otros accidentes, y que no encontraban<br />

préstamos, se resentían de ellas por muchos años, viviendo de lo poco que podían sacar de sus<br />

haciendas por no poder darles el necesario cultivo.<br />

Persuadióse también de esto Henrique Myden y determinó reponer la cantidad que<br />

Eusebio le aconsejaba luego que hubiese llegado a Filadelfia, para donde se encaminaron<br />

inmediatamente dejando el campo, cuya estada había hecho inútil la tempestad que despojó<br />

todos los campos de sus verdores y hermosura. Debieron detenerse algunos días en Salem, a<br />

instancias de los padres de Leocadia. Poco tiempo después que llegaron a Filadelfia, sintió<br />

Leocadia los anuncios del parto antes de lo que ella esperaba, y que tuvieron un éxito más<br />

feliz que el que la misma temía, dando a luz un niño cuyo dichoso nacimiento disipó las<br />

angustias que había concebido el tierno padre por su amada esposa en aquel trance que el<br />

amor representa tan peligroso, e inundó de júbilo su corazón y el de Henrique Myden, que<br />

quiso solemnizar el nacimiento del hijo y el dulce título de padre con que acababa de<br />

condecorar a Eusebio la naturaleza.<br />

El reconocimiento de la ternura de éste para con su buen padre Henrique Myden exigía<br />

de él que diese este mismo nombre de Henrique a su hijo en el bautismo, que se celebró en la<br />

capilla donde se había celebrado el casamiento. Se le destinó una cuna de juncos, que quiso<br />

Susana se conservase en casa con otras cosillas que trabajó Eusebio en la tienda de Hardyl, y<br />

le llegó el plazo de ser empleada con gozo de Eusebio, que la hizo, bien ajeno entonces de<br />

pensar que la pudiese caber aquel destino con que renovaba los sentimientos de moderación<br />

en que lo había educado Hardyl, y en que quería educar él mismo a su propio hijo desde la<br />

cuna. El hijo no puede tener mejor maestro que el padre, ni debieran tener otros los hijos.<br />

¿Mas cuántos hay que conozcan y ejerciten esta obligación que la naturaleza les impone? Las<br />

mismas madres hacen traición a la más pura ternura de su afecto, para eludir la in<strong>com</strong>odidad<br />

de criar a sus pechos los hijos.<br />

Mas Leocadia, llegada a ser felizmente madre de un hijo, objeto de los esmeros y<br />

cuidados de su corazón sensible, ¿cómo querrá dispensarse del dulce trabajo de alimentarlo a<br />

su seno? No le ocurrirá tampoco que la riqueza pudiera eximirla de la función propia y


obligatoria de la maternidad. Ni que ella le impedirá el hacer y recibir visitas, ni asistir a los<br />

divertimientos, ni al juego, ni a los paseos, ni a los teatros; ni todos los demás motivos del<br />

trato, que corrompen insensiblemente en las grandes ciudades los más puros sentimientos de<br />

la naturaleza y del amor, y que estragan las costumbres. Nada de todo esto había en la<br />

moderada Filadelfia que pudiese retraer de su tierna inclinación a la virtuosa Leocadia.<br />

Obraría del mismo modo si viviera en medio de las ciudades más corrompidas. Ni ella, ni<br />

Eusebio su marido, pondrían su vanidad en vivir a la moda, confiando la subsistencia, la salud<br />

y vida de su hijo a una mercenaria, pudiéndolo la madre alimentar por sí propia.<br />

Luego que se elude y altera el orden de la naturaleza, se altera y corrompe el moral. De<br />

aquí proceden los daños de los hijos y de los mismos padres que, deslumbrados de los<br />

ejemplos y tren del mundo, no ven los males que les acarrean por seguirlos hasta que los<br />

experimentan; y aun después de esto, soportan sus pesares y disgustos por faltarles ánimo y<br />

voluntad para desviarse de la mala costumbre que los arrastra, a costa de que el hijo perezca.<br />

Ni es éste tal vez el mayor mal que se teme aunque suceda. Ni es el solo que no se provee, ni<br />

el que se conozca, aun después de acontecido; pues aun muchas de las madres que están en<br />

estado de padecer todos estos males y daños, y que los padecen, serán tal vez las primeras en<br />

preguntar, ¿qué daños son esos? Oídlos.<br />

Los que siguen a la indiferencia, o al afecto del solo interés del ama de leche, o al fraude<br />

de su salud tal vez infecta, o de su oculto preñado; los que a<strong>com</strong>pañan a su mal genio, a sus<br />

descuidos, a sus groseros modos o malas costumbres y a sus pretensiones, que os acarrean<br />

mayores disgustos, mayores desazones y pesares que todos aquellos de que os pretendéis<br />

eximir, desperdiciando vuestra leche antes que el hijo propio la chupe. Cuanto más apartan a<br />

las madres del primitivo fin de la naturaleza las preocupaciones y errores del lujo, de la<br />

ambición y de la vanidad, tanto más agravan los trabajos y engorros de la crianza de los hijos.<br />

Por el contrario, cuanto más nos acerquemos con los ojos al mismo primitivo fin, veremos<br />

que los mayores cuidados y desvelos, en vez de ser sensibles a las madres, se sienten al<br />

contrario impelidas a ellos con la dulce fuerza del afecto, que lucha en cualquiera pena y<br />

trabajo que lo contrasta.<br />

¡Con qué apasionado afecto miran los irracionales a sus cachorros! ¡Con qué incansable<br />

paciencia los velan! ¡Qué penas, qué trabajos distraen a las madres salvajes de alimentar a sus<br />

hijos llevándolos en sus brazos días enteros de camino! ¡Qué trabajos, qué labores del campo,<br />

después que lo regaron con sus sudores, distraen a las labradoras de la crianza de los suyos, ni<br />

les disminuye el amor y afán que por ellos sienten! Mas al paso que nos acerquemos con la<br />

imaginación a las ciudades y a los estrados, sentiremos el aire de la corrupción, que inficiona<br />

por grados los más puros afectos y los más fuertes que infundió la naturaleza en el corazón<br />

humano, pervertido de la opinión y de los perjuicios de la disolución, del dañado<br />

entendimiento, del libertinaje que no sufre, que antes bien se indigna, y por lo mismo hace<br />

befa de los estorbos que opone a su inclinación o a su pasión una tierna madre que, o por<br />

virtud o por dulce genio, se atreve todavía representar en rico estrado la imagen de la mujer<br />

fuerte.<br />

Mas a pesar de las befas y murmuraciones de las de su sexo, el concepto y respeto que su<br />

ejemplo las granjea entre los discretos y prudentes, hace humillar y confundir aquellas madres<br />

que se apartan de esta tan precisa obligación. Su casa, a la verdad, no se verá tan frecuentada<br />

de visitas, pero tampoco sufrirá sus molestias. Ella no se verá cortejada a pesar de los<br />

atractivos de su hermosura, pero suplirán a las veleidades del cortejo el puro, tierno y sincero<br />

amor de sus hijos y las adoraciones del marido que, penetrado de la tierna y virtuosa paciencia<br />

de su esposa, sentirá crecer su inextinguible afecto para con ella, y hacerse más dichosa su<br />

unión, antes con los alicientes de su virtud que con los de su belleza. Ésta resplandecerá<br />

mucho más en medio de sus hijos, que las joyas de que otras se adornan para lucir en los


saraos, y desde el retiro de sus estancias exigirá su concepto mayor veneración del público,<br />

que la que se pudiera prometer del imperio de la moda y universal cortejo.<br />

Leocadia no obra por este fin. Sin tener ejemplos contrarios, sigue la inclinación de su<br />

genio y el impulso de su amor y ternura para con el hijo a quien cría a sus pechos. Ni le ocurre<br />

ni sabe que su crianza puede estorbarle las visitas, ni impedirle el galanteo: hace lo que le<br />

enseña la naturaleza, lo que le dicta la misma. Hubiera bien sí querido tener a su hijo en una<br />

rica cuna, en finos lienzos y encajes, y se resiente un poco que su marido, que quiere<br />

<strong>com</strong>enzar a educarlo desde la niñez, le haya destinado una de juncos y pañales sólo decentes;<br />

pero condesciende finalmente con su voluntad, porque Eusebio no le exigía con imperio ni<br />

con voluntad absoluta, sino con modesta y cariñosa persuasión, haciéndole ver que si la cuna<br />

dorada y los encajes no podían fomentar la vanidad del hijo recién nacido, tardarían poco a<br />

fomentársela o cuando no servirían para fomentar la de los padres que, <strong>com</strong>placiéndose en ver<br />

al niño en ricos pañales, no podrían reducirse a verlo ya crecido y vestido sólo decente.<br />

No fue ésta la sola oposición que encontró Leocadia en Eusebio sobre la primera<br />

educación y crianza de su hijo; la madre seguía buenamente la costumbre y era ésta la que<br />

Eusebio quería evitar, en lo que le parecía oponerse a la razón y a las leyes y orden de la<br />

naturaleza, y por lo mismo al bien del niño. Leocadia, según costumbre, quiso fajarle todo el<br />

cuerpo hasta los ojos, y cubrirle bien la cabeza con doble capillo. Esto, para que no se<br />

resfriase; aquello, para que no se maltratase. Eusebio, al contrario, pretendía que el niño<br />

tuviese las manos y pies libres para que las extendiese, encogiese y menease a su agrado, y la<br />

cabeza desnuda por la razón opuesta, para que no se resfriase, acostumbrándola desde la<br />

infancia a la impresión del aire. Por parte de Leocadia estaba la preocupación, por la de<br />

Eusebio la razón física.<br />

¿Pero cómo dar a entender ésta y destruir aquélla en la opinión de una tierna madre? Con<br />

el amor, guiado de la persuasión, sin resabio de autoridad y de imperiosos modos, que en vez<br />

de obtener lo que pretenden, excitan la altercación en los padres sin conseguirlo, o si lo<br />

consiguen, es con disgusto de entrambos y con airada sumisión del que cede. Leocadia,<br />

persuadida de las razones de Eusebio y convencida por él mismo, que los antiguos usos de los<br />

pueblos no debían ser apreciados por su antigüedad, sino por la razón, quitó las fajas y tocas<br />

del cuerpo de Henriquito. Los pañales cubrían su desnudez abrigándole sin ningún apremio.<br />

Así, la libre circulación de la sangre y la transpiración, que son los dos fomentos principales<br />

de la salud del hombre, no sufrían violencia, causa de los ajes y enfermedades que contraen<br />

insensiblemente los niños agarrotados en las fajas, y de su delicadeza sobrada, o de su<br />

debilidad de miembros, no estando acostumbrados desde el nacimiento a las diversas<br />

impresiones del aire.<br />

Éste es reputado generalmente el capital enemigo de la salud del hombre, siendo así que<br />

es su principio vital y su mayor amigo al que con él se familiariza desde la infancia. Los<br />

padres, engañados de los daños y males que experimentan ya grandes en sí mismos si no les<br />

cierran la entrada por todas partes cubriéndose bien la cabeza y el pecho, infieren que<br />

enfermarán del mismo modo los niños si no usan con ellos la misma precaución. En fuerza de<br />

esta dañosa preocupación, en vez de fortalecerlos, los enflaquecen; y por falso temor de que<br />

no padezcan, siendo niños los acostumbran a ser víctimas de mil ajes cuando crecidos y<br />

cuando adultos. Las fibras de los niños son tiernas y delicadas, ¿quién lo duda? Por lo mismo<br />

conviene <strong>com</strong>enzar desde luego a endurecerlas y a hacerlas un escudo de la salud. Tan tiernos<br />

nacen los hijos salvajes <strong>com</strong>o los europeos. Aquéllos, por crecer desnudos al sol, al viento, a<br />

la lluvia, a las inclemencias de los tiempos, ¿crecen por eso enfermizos, o padecen menoscabo<br />

en su salud? ¿Quién más robusto que un salvaje?


Henriquito podía mover en la cuna pies y manos a su antojo; no estaba en ella ni atado<br />

<strong>com</strong>o esclavo, ni amortajado <strong>com</strong>o momia. Pero el tierno corazón de la madre no podía<br />

dispensarse de acariciarlo, de contemplarlo y atenderlo más tal vez de lo que conviniera. La<br />

madre que amamanta a su propio hijo carga, por efecto de este mismo amoroso cuidado, con<br />

el otro de tenerlo consigo en su mismo cuarto, para poder acallar por la noche sus lloros y<br />

atender a sus necesidades y desvelos. Éstos suelen ser frecuentes y molestos, especialmente en<br />

niños achacosos y malhumorados. Henriquito no manifestó ser ni uno ni otro en los dos<br />

primeros meses de su vida; pero poco a poco iba perdiendo su natural bondad, de modo que<br />

parecía haber mudado de genio, no dejando ni dormir ni sosegar a sus cariñosos padres.<br />

Una noche entre otras, prorrumpió en llanto tan pertinaz que, no bastando a la afanada<br />

madre todos los medios y expedientes para acallarlo, viose precisado Eusebio a levantarse<br />

para tentar de por sí lo que no había podido conseguir Leocadia, después de haberlo<br />

desnudado para registrarlo y mudádolo de pañales. Pareciendo a Eusebio que el niño tuviese<br />

alterado el pulso, ruega a Leocadia que se acueste, pues el mal no tenía otro remedio por<br />

aquella noche que la paciencia, y tomando a Henriquito en sus brazos, <strong>com</strong>enzó el sufrido<br />

padre a pasearlo en ellos por el cuarto, a<strong>com</strong>odando su paciente ánimo a aquel accidente.<br />

Leocadia instaba con afán para que se llamase el médico en aquella hora. Eusebio repugnaba<br />

a ello, diciéndole que el pulso no indicaba tal necesidad y que el último partido que tomaría<br />

sería el que le aconsejaba.<br />

Como no se le oponía en cosa alguna, sin darle razón de su contrario parecer, le dijo que<br />

la naturaleza era el mejor médico de los niños; que ella sola suplía a la ciencia y medicinas, a<br />

quien hacía inútiles aquella edad en que los niños, faltos de expresión para indicar o declarar<br />

sus males, dejaban a oscuras las luces de los médicos, los cuales por la mayor parte procedían<br />

a tientas y a la ventura en tales curas; que si en ellas podían acertar, era más probable que<br />

pudiesen errar y apresurar la muerte del niño, que sin ellos viviría, dejado al solo cuidado de<br />

la naturaleza. Que ninguno de los niños que había obtenido de esta entera contextura y<br />

<strong>com</strong>plexión, perecía por achaque accidental si no lo agravaban los médicos, pues toda buena<br />

<strong>com</strong>plexión llevaba consigo fuerzas intrínsecas para resistir a la alteración de los malos<br />

humores de donde el mal procedía.<br />

Ni éstas ni otras razones de Eusebio sosegaban al afanado corazón de Leocadia, y no<br />

pudiendo convencerla, dejaban lugar a la materna porfía y a las quejas de que en todo había<br />

de hallar oposición en su esposo; que si las más veces había condescendido hasta entonces, no<br />

podía resolverse a ceder en ésta en que se trataba de la salud del niño; y que si no quería hacer<br />

llamar al médico, lo haría llamar ella. Eusebio le dijo entonces que estaba muy ajeno de<br />

persistir en su parecer, después de habérselo propuesto; que si no quedaba persuadida de sus<br />

razones, no por eso le impedía satisfacer a los deseos que manifestaba de llamar al médico.<br />

Esta suave condescendencia acalló de repente los alterados sentimientos de Leocadia y los<br />

convirtió en mayor ternura de afecto para con él, disputándose entre sí la carga del niño y el<br />

santo sufrimiento que les exigía en su incallable llanto, haciendo pasar en claro toda aquella<br />

larga noche a sus virtuosos padres, cuyo afán y paciencia endulzaba el amor que se<br />

profesaban.<br />

Con la luz del venido día se fue sosegando el niño y con él el cuidado de sus buenos<br />

padres. El médico llamado <strong>com</strong>parece; mas, no sabiendo encontrar mal en el niño, dejó con<br />

todo su receta a tenor de las informaciones de la madre, a quien Eusebio dejó obrar hasta que,<br />

partido el médico, al tiempo que enviaba ella a Taydor a la botica con la receta, quiso verla<br />

Eusebio; y vista, le dice: Leocadia, aunque esta receta me confirma más en mi opinión, dejo<br />

con todo que vaya a su destino por <strong>com</strong>placeros. Espero que Henriquito no necesitará de ella,<br />

pues duerme según parece. Habíase de hecho dormido y continuó a dormir la mayor parte del


día. Pero venida la noche <strong>com</strong>enzó a regañar, prometiendo otra peor que la pasada a sus<br />

padres.<br />

Eusebio aconseja a Leocadia que encargue el niño al cuidado de una de las criadas para<br />

que pudiese ella dormir, pues había ya pasado en vela algunas noches continuadas. Leocadia<br />

no sabe resolverse a ello, lisonjeándose que el niño se sosegaría. Desvanecióse luego esta<br />

lisonja, pues pareció que Henriquito esperase el momento que sus padres estuviesen en cama<br />

para prorrumpir en más recio llanto que el de la noche antecedente. Leocadia exclamó<br />

entonces:<br />

LEOCADIA.- ¿Qué será esto, Eusebio? ¿De qué podrá proceder ese llanto? El médico<br />

no supo acertarle el mal.<br />

EUSEBIO.- Temo, Leocadia, que lo erramos en contemplar demasiado al niño. Entro en<br />

sospechas que esos lloros sean antes efecto de pertinacia, que de mal ni de enfermedad.<br />

LEOCADIA.- ¡Pertinacia en un niño de tres meses!<br />

EUSEBIO.- No lo debéis extrañar. La malicia es el primer vicio que se despierta en el<br />

hombre. Él es efecto de las primeras ideas del alma, sugeridas del amor propio, que es el<br />

primer sentimiento y pasión que aviva la naturaleza.<br />

LEOCADIA.- ¿Cómo es posible?<br />

EUSEBIO.- Es más difícil de explicar que de concebir. Lo apuntaré con todo. El niño ve<br />

la luz y la ama, porque lo regocija, entreteniéndole la embaída vista con los claros objetos que<br />

le presenta. Él mismo aborrece las tinieblas, porque a más de robarle todos aquellos objetos,<br />

infunden en su alma las semillas del temor, asombrándola con la oscuridad. A más de esto, de<br />

día ve a sus padres que continuamente lo acarician y las caricias lo alegran, porque lo halagan<br />

y se huelga en sentirse sompesado en ajenos brazos. De noche nada ve y se halla tendido en<br />

una cuna insensible que nada le dice, y en postura a que tal vez no quiere sujetarse. Ved aquí<br />

muchas causas de ese llanto importuno.<br />

LEOCADIA.- ¿Pero no está tendido de día en la cuna y duerme y calla en ella?<br />

EUSEBIO.- Ese será cabalmente el motivo también porque ni calla ni duerme de noche,<br />

ni nos deja dormir. Yo sería de parecer que tentásemos no dejarlo dormir tanto de día, y a más<br />

de esto, que nos hiciésemos una ley de no manifestarle tanto nuestro amor con cariñosas<br />

demostraciones. Éstas obran más de lo que os podéis imaginar en el alma y sentimientos de<br />

los niños. A fin pues de prevenir con tiempo todos los siniestros efectos, deseara proponeros<br />

otro expediente, aunque temo que os haya de ser sensible, y por lo mismo, que no lo abracéis.<br />

LEOCADIA.- ¿Qué expediente?<br />

EUSEBIO.- El de tenerlo en cuarto aparte de día y de noche, para acostumbrarlo a las<br />

tinieblas y a la soledad.<br />

LEOCADIA.- ¿Os sufriera el corazón tal extravagancia? Extraño, Eusebio, que os haya<br />

ocurrido.<br />

EUSEBIO.- ¿Mas de qué se trata, Leocadia? ¿No es del bien del niño? ¿Nuestros<br />

cuidados y desvelos no llevan por mira este fin? Pongamos, pues, los medios para<br />

conseguirlo.


LEOCADIA.- ¿Y qué bien se le podrá seguir por dejarlo solo y desamparado en un<br />

cuarto?<br />

EUSEBIO.- Muchos, a mi parecer; oíd algunos. Acostumbrarlo con tiempo a no temer<br />

antes que el temor preocupe sus conocimientos. El quitarle todas ocasiones que pudiesen<br />

hacerlo tenaz, obstinado y regañón. El alejar de sus ojos y oídos todos los objetos que suelen<br />

fomentar en los niños sus primeros caprichos y fantasías, las cuales es indecible cuán presto<br />

se despiertan en el alma de los niños y avivan en ellos a las demás pasiones. El niño,<br />

acostumbrado a tener, a ver y a recibir continuas prendas y objetos de aprecio y de<br />

estimación, luego que le faltan, las desea; deseándolas, las pide; ni sabe pedirlas sino con<br />

imperio, con grito y con llanto, faltándole otra expresión a su porfía. Si no lo contentáis, le<br />

encendéis el enojo, luego la venganza, en cuyas demostraciones lo veréis prorrumpir. Si<br />

condescendéis con él y satisfacéis sus deseos para acallarlo, se los aviváis mucho más y<br />

ponéis cebo a su obstinación. Ved algunos de los muchos males que pudiéramos evitar,<br />

criándolo en cuarto aparte, <strong>com</strong>o dije.<br />

LEOCADIA.- No podré jamás resolverme a eso, Eusebio.<br />

EUSEBIO.- Debe costar, no hay duda, al amor materno; mas sin esfuerzo y vencimiento<br />

no hay virtud. Otras madres no necesitarían de ella para abrazar de contado el partido.<br />

LEOCADIA.- ¿Llamáis virtud el sofocar los sentimientos del amor de madre?<br />

EUSEBIO.- No digo sofocar, bien lejos estoy de eso; pero bien sí reprimirlos, de modo<br />

que no redunden en daño del niño, por querer mirar demasiado por su bien. No es todo amor<br />

puro el que sentimos por los hijos, Leocadia. Lleva mucha liga de amor propio y de vanidad.<br />

A las veces nos amamos más a nosotros que a los mismos hijos. Tiene también sus vicios el<br />

amor paterno; y el principal entre ellos es el que nos incita a condescender con lo que<br />

muestran querer los niños, temiendo darles que sentir si se lo negamos. Así los hacemos<br />

viciosos y mal criados. La naturaleza engendra al hombre sin antojos, sin ansias, sin deseos,<br />

fuera de lo que contribuyen a la conservación de su ser. Todos los demás se los infunde<br />

nuestro ejemplo, se los fomenta nuestro vicioso amor. Nosotros somos los que los cargamos<br />

de nuestras pasiones.<br />

LEOCADIA.- ¿Qué sabe de todo eso el niño?<br />

EUSEBIO.- Ese es el engaño universal de casi todos los padres, persuadidos de que los<br />

niños no conocen las cosas. Pero cuando menos se catan, ven que el niño que llevó el dije de<br />

oro o de plata, echa de revés el de madera, el de hueso o el de cobre, si se lo presentan. Así<br />

sucede en todo lo demás. Insensiblemente echamos en sus ánimos las semillas de los vicios,<br />

que tarde o nunca llega a sofocar la educación. Lo que le hemos, pues, de negar con el tiempo,<br />

neguémoselo ahora y acostumbrémoslo a lo que tal vez después no lo podremos acostumbrar.<br />

LEOCADIA.- Podéis tener razón en lo que decís, pero también puede ser causa del<br />

extraordinario llanto del niño algún mal interno, que ni vos ni el médico conocéis. Probaré a<br />

darle esos polvos que el médico le recetó.<br />

EUSEBIO.- No quise oponerme a ello; os dejé hacer, aun después de haber visto la<br />

receta y de traída a casa la medicina. Tratándose ahora de dársela al niño, debo preveniros que<br />

esa medicina puede darle la muerte. Es opio lo que el médico recetó, en fuerza de la relación<br />

que le hiciste de los desvelos que el niño padece.<br />

LEOCADIA.- ¿El opio puede matarlo?


EUSEBIO.- No fuera el primero a quien esa medicina hizo cerrar los ojos para siempre.<br />

¿Quién nos asegura que, aunque la dosis sea <strong>com</strong>petente para el niño, no se le haya ido en ella<br />

la mano al boticario? Ved aquí una prueba de lo que os decía acerca de llamar al médico, a<br />

que os oponíais. Vale más que suframos también esta noche su llanto y que mañana hagamos<br />

firme resolución de destinarle cuarto aparte, donde podrá gritar y llorar a su grado, sin que nos<br />

obligue a fomentar el antojo, si ya lo tiene, de querer que estemos despiertos y de ver la luz.<br />

LEOCADIA.- Podrá estar con él una de las criadas.<br />

EUSEBIO.- No, Leocadia, hagamos también esta fuerza de tenerlo solo; porque si no, no<br />

conseguimos el fin. Oirá menearse, bullir, roncar, resollar; conocerá que está con gente, hará<br />

lo mismo que hace con nosotros. La criada lo contemplará, o lo maltratará tal vez, si llega a<br />

perder la paciencia y a enfadarse.<br />

LEOCADIA.- ¿Y si le sobreviene algún mal o quiere el pecho?<br />

EUSEBIO.- Si le sobreviniera estando con nosotros, ¿lo remediarían por ventura<br />

nuestras caricias? ¿Deja de llorar por estar con nosotros? Finalmente, si quiere el pecho,<br />

tendrá paciencia hasta que llegue el día: no morirá por ello. Vuelvo a decirlo, Leocadia;<br />

generalmente los lloros de los niños son las quejas y lamentos de ciertos adultos, que quieren<br />

ser atendidos, <strong>com</strong>padecidos y contemplados.<br />

Tanto instó Eusebio sobre esto, que Leocadia condescendió en hacer este sacrificio de su<br />

cariño. Se trasladó la cuna al cuarto destinado, donde Henriquito pasó todo aquel día, asistido<br />

por lo <strong>com</strong>ún de Leocadia, que no sabía desprenderse de él. Llegada la noche y la hora de irse<br />

a la cama, después de haberle dado Leocadia el pecho, lo tendió en la cuna. Pareció que<br />

conociese Henriquito la intención que llevaban sus padres de dejarlo solo, pues habiendo<br />

callado hasta entonces, prorrumpió en llanto tan recio al ver que le volvían la espalda, que<br />

titubeó la constante ternura de Leocadia.<br />

Eusebio, que quiso estar presente a la separación, viendo que iba a ceder el materno<br />

cariño, cruza el brazo por la cintura de Leocadia, y más con tiernas persuasiones que con la<br />

fuerza, logra arrancarla del cuarto, cierra la puerta y se encamina al suyo, donde el afán que<br />

aquejaba al corazón materno por el llanto del hijo y por su desamparo, tardó poco a ceder a la<br />

fuerza del sueño de que estaba falta, no habiendo dormido algunas noches antecedentes.<br />

Amanecido apenas el siguiente día, levantóse Leocadia para ir a ver al abandonado<br />

Henriquito, a quien encontró dormido. Volvió a dar a Eusebio esta alegre noticia y motivo con<br />

ella de <strong>com</strong>placerse en la tomada resolución. Luego que se despertó el niño, acudió la<br />

alborozada madre para darle el pecho, haciéndose suma violencia para no besarlo ni<br />

acariciarlo <strong>com</strong>o antes solía. Acababa de prometer a Eusebio de no hacerlo y dejarlo solo<br />

luego que le hubiese dado el pecho, y así lo cumplió a pesar del llanto del niño. De esta<br />

manera se fueron agotando poco a poco sus lloros, por lo mismo que conocía que no era oído<br />

ni atendido.<br />

¿Qué hacen los niños en los brazos de sus madres o de sus amas? Tenerlas ociosas todo<br />

el día y contraer sus defectuosos ejemplos. ¿Pero los niños han de estar siempre tendidos en la<br />

cuna? Eusebio, para precaver uno y otro, mandó hacer un asiento cómodo en que podía mover<br />

libremente pies y brazos, y desocuparse sin suciedad, donde pasaba las horas del día, fuera de<br />

los pocos ratos que lo tenía en sus brazos la cariñosa madre; ni veía a otras personas que sus<br />

padres. El mismo cuarto que le destinaron no tenía ningún mueble; las paredes quedaban<br />

enteramente desnudas, donde Henriquito podía tender los ojos a su satisfacción.


A poco tiempo de esta práctica, tan cómoda para los padres aunque pueda parecer<br />

extravagante y austera, experimentó Leocadia el efecto de las persuasiones de Eusebio.<br />

Cuantas menos especies y objetos se imprimían en la fantasía de Henriquito, tanto menos<br />

afectos y deseos debían engendrar en su corazón. Su alma, acostumbrándose insensiblemente<br />

aquella especie de desamparo, se amoldaba a la necesidad, al silencio y a la quietud a que le<br />

sujetaban. Pero de este modo el niño tardará a hablar y se hará estúpido y alelado. Queda a<br />

cargo de sus padres el que así no sea, mientras trabajan en sofocar en su ánimo los<br />

sentimientos de imperio, de cólera y de obstinación. Éstos se manifiestan en los niños antes<br />

que puedan declararlos con las palabras; ni hablan sino al paso que se perfecciona la<br />

organización y que se aclara su memoria y entendimiento, para recibir en ellos las especies,<br />

signos y voces por medio de los sentidos.<br />

Tenía motivo de <strong>com</strong>placerse Eusebio en el buen efecto de la condescendencia de<br />

Leocadia a las máximas de la crianza y educación de su hijo. Como no ponían su felicidad en<br />

disipar sus corazones en los divertimientos, ni en sufrir las molestias e importunidades del<br />

trato, a falta de no saber qué hacerse, habíanse prevenido de antemano contra el ocio,<br />

dedicándose al trabajo y al estudio de la sabiduría, que les fomentaban la dulce paz y<br />

tranquilidad en su nuevo estado, y ahora el pequeño Henrique les daba otra nueva ocupación,<br />

interesante y gustosa para el amor paterno, que la mira <strong>com</strong>o la más propia y esencial, <strong>com</strong>o<br />

la miraba Eusebio, que estudiaba en amoldar su hijo a la virtud desde la cuna, impidiendo que<br />

se arraigasen en su ánimo los siniestros de las pasiones.<br />

Una de las pruebas que quiso hacer Eusebio para ver qué efecto producía en su hijo el<br />

sistema de crianza que había <strong>com</strong>enzado a practicar con él, fue el privarlo de repente de la luz<br />

del sol y dejarlo a oscuras, para ver si daba alguna muestra de resentimiento. Henriquito se<br />

hallaba ya colocado por su madre en el asiento junto a la cuna. Eusebio cierra las ventanas de<br />

un golpe y sale con Leocadia del cuarto, cuya puerta cerró también, y quedan junto a ella para<br />

ver si lloraba el niño. No oyéndolo chistar, pónense a hablar recio, de modo que pudiesen ser<br />

oídos, pero Henriquito no bullía. Quería contentarse la madre con esta prueba. Eusebio<br />

insistió en diferirla por media hora, y se alejan del cuarto.<br />

Al tiempo prefijado, vuelven; se ponen a escuchar a la puerta, y no oyéndolo resollar,<br />

entran otra vez en el cuarto. Eusebio abre la ventana y poniendo entrambos los ojos en su hijo,<br />

lo ven sonreírse con tan amable bondad y mansedumbre, que le hubieran dado mil besos si no<br />

se contuvieran en fuerza de la ley que se impusieron de no acariciarlo por ninguna vía.<br />

Holgóse Eusebio de esta experiencia, que le daba pruebas de la conformidad e indiferencia<br />

que manifestaba aquella tierna alma, así al horror de las tinieblas <strong>com</strong>o a la claridad de la luz;<br />

sin que echase menos en la oscuridad la presencia de objetos sensibles, ni aun la de sus<br />

mismos padres a quienes sólo conocía.<br />

Si con todo lo oían llorar algunas veces, Leocadia acudía a desnudarlo para ver si<br />

descubría la causa en sus carnes pañales, o a darle el pecho si lo quería. Si hecho esto<br />

continuaba en llorar sin verse señal de mal ni causa de ello, en vez de detenerse para acallarlo<br />

con cariñosas demostraciones, lo dejaba llorar a solas a pesar de su tierno amor; hasta que<br />

cansado él mismo, no teniendo ningún objeto que le fomentase el llanto, callaba. Del mismo<br />

modo se <strong>com</strong>portaban con él cuando <strong>com</strong>enzaron a despuntarle los dientes, cuya violenta<br />

erupción, causando dolor a los niños, los tiene <strong>com</strong>únmente malhumorados y llorones,<br />

Henriquito hasta entonces no había llevado ningún dije. Un sequillito de masa, sin azúcar, que<br />

le ponía la madre en la mano, era entonces su solo entretenimiento y alivio del denticio, cuyo<br />

prurito templaba la dureza de la masa cocida, ablandada de la saliva, sin daño de las encías,<br />

facilitando al mismo tiempo el despunte.


La naturaleza da al hombre los dientes para mascar; con ellos parece que indica el tiempo<br />

de destetar a los niños. Para entonces reservaba Eusebio otro sistema de crianza a su hijo, que<br />

era apartarlo de sus padres y enviarlo a criar al campo, cuyos aires más puros fortaleciesen su<br />

salud y en donde sus sentidos lejos de los ejemplos e imágenes de la riqueza y de las<br />

<strong>com</strong>odidades, se acostumbrasen a la sencillez y libertad campesina y a su frugalidad. Había<br />

significado Eusebio sus intenciones a Leocadia, la cual no pareció desaprobarlas. Pero cuando<br />

llegó el tiempo de ponerlas en ejecución, no sabía si podía resolverse a ello. ¿Privarse de su<br />

hijo para enviarlo al campo, en<strong>com</strong>endado a una labradora, cuyo cuidado se ceñiría al que<br />

pudiera tener la misma de sus hijos, a quienes dejan crecer al sol y arrastrar por el suelo?<br />

¿Qué costumbres y modales aprendería el niño con el ejemplo de los otros hijos de los<br />

labradores? Como ellos se haría rústico y atezado y desconocería a sus padres, después de<br />

tantos esmeros y cuidados empleados en su crianza. Estas y otras semejantes eran las quejas<br />

de Leocadia con que ella se oponía a la resolución de Eusebio de enviar a criar al campo a su<br />

hijo. Pero <strong>com</strong>o Eusebio no quería conseguir cosa ninguna de ella con el imperio y con la<br />

autoridad, sino con la persuasión, le habló de esta manera:<br />

Siempre temí, Leocadia, que la determinación de enviar al campo al niño os había de<br />

parecer extravagante y que repugnaríais a ella, <strong>com</strong>o repugnabais al método de tener alejado<br />

al mismo de nuestro cuarto y presencia. Mas no podéis negar el manifiesto fruto que sacamos:<br />

yo de mi persuasión, vos del vencimiento de vuestro amor, condescendiendo a un método y<br />

sistema de crianza que os parecía entonces más extravagante tal vez que el que ahora os<br />

propongo de enviarlo al campo. Así en aquél <strong>com</strong>o en éste, si hubiera de haber consultado a<br />

mi amor y cariño, sus votos hubieran sido contrarios. Privarse de lo que se ama cuesta al<br />

corazón, mucho más al paterno, cuyos deseos y afectos parece que autoriza por todas vías la<br />

naturaleza.<br />

Por esto no me maravillo que haya tantos padres que, engañados de las razones de su<br />

afecto, sean tan condescendientes y fáciles para con sus hijos, hasta fomentar sus más<br />

ridículos caprichos y pasiones. Podéis imaginaros si amo a par de vos al niño. Mas ese mismo<br />

amor fuera vicioso, si en vez de mirar por su bien, atendiera sólo a <strong>com</strong>placerme a mí y a<br />

satisfacer a mi contento en daño del mismo.<br />

LEOCADIA.- ¿Pero con todas vuestras luces, qué daños podéis descubrir en continuar a<br />

criarlo en casa, ni qué bienes se le pueden seguir haciéndolo criar en el campo?<br />

EUSEBIO.- Sabéis, Leocadia, que no me regulo por antojo. Cualquiera que sean mis<br />

luces, en tanto me dejo regir de ellas, en cuanto me muestran la virtud, por regla y toque de mi<br />

obrar, fundando en ella mis máximas, me prometo de caminar seguro. Como coloco mi mayor<br />

bien y dicha en la virtud, <strong>com</strong>o la colocan todos los sabios, así creo que no puedo dejar mayor<br />

bien al niño que la misma; mas no se la podré dejar si por todas vías no impido que nazcan en<br />

su corazón los estorbos de las pasiones que hacen difícil su adquisición. Este fue el motivo<br />

porque os aconsejé a dejarlo en el aparente abandono en que hasta ahora lo hemos tenido. Mas<br />

ahora, no haciéndose ya necesaria vuestra asistencia, habiéndolo destetado, ni sufriendo<br />

tampoco su creciente edad esa prisión a que obligamos su muda infancia, debemos temer que<br />

se pierda el fruto que conseguimos de su estrecha reclusión.<br />

Salido de ella, debe ver los criados, debe ser manejado de los mismos. A poco tiempo<br />

conocerá que le son criados que se emplean en servirlo; ni se holgará de ser sólo servido, sino<br />

que también querrá que lo sirvan y los mandará con imperio, cuando no con las palabras, con<br />

las señas y con los gritos. Ved aquí el primer origen de la vanidad y de la soberbia. Con todo,<br />

dado caso que su alma, amoldada a la paciencia y mansedumbre a que lo acostumbramos, no<br />

manifieste, o tarde a manifestar, tales sentimientos, verá necesariamente mil objetos que le


excitarán otros tantos deseos y antojos, que querrá le sean satisfechos; conocerá por ellos, a lo<br />

menos, que nació en el seno de la riqueza y abundancia, las cuales le engendrarán<br />

aborrecimiento y desprecio de la pobreza, o le fomentarán una oculta satisfacción, origen de<br />

la altivez que le hará ver que puede pasar sin trabajo de sus manos y sin sudores, en una vida<br />

holgada.<br />

Por más que demos instrucciones a los criados sobre el modo de <strong>com</strong>portarse con él, no<br />

será posible evitar mil condescendencias y facilidades por parte de los mismos a fin de<br />

contentarlo o de <strong>com</strong>placerlo en cosas que, siendo opuestas a nuestra voluntad y designios, le<br />

granjearán la perniciosa confianza de aquéllos y el odioso recelo de sus padres, a quienes<br />

perderá la ternura del afecto, y en vez de ella, los mirará con temor. Éste no tardará a<br />

despertar la malicia, que le enseñará el fraude y la trampa, engendradoras de mil siniestros<br />

afectos y de la ruindad del corazón, y si llega a este estado, perdimos el fruto de tantos<br />

esmeros, y el niño el de su educación. Vanos serán entonces los más santos consejos; la<br />

despierta malicia no cierra ya más los ojos en el corazón del hombre.<br />

Ved por qué son tan raros los padres que tengan la fortuna de <strong>com</strong>placerse en la bondad y<br />

en las buenas inclinaciones de sus hijos. Abandonan su infancia al choque continuo de los<br />

ejemplos y objetos que tuercen su genio y sentimientos, esperando que sean ya crecidos para<br />

enderezarlos. Entonces se quejan y maldicen, no de su descuido y de sus condescendencias,<br />

sino de la dureza que no pueden ablandar con riesgos tardíos ni enderezar con la fuerza de las<br />

máximas más sagradas. Tanto importa, Leocadia, la educación de la infancia. Los niños<br />

tiernos no son susceptibles de doctrina ni de consejos. Tampoco debe ser ésta su educación:<br />

no se trata entonces de encaminarlos al bien que no conocen ni pueden conocer; más bien sí<br />

de alejar de ellos el mal que pueden contraer y que indefectiblemente contraen sin las<br />

precauciones que nosotros tomamos y sin la nueva que quisiera tomar de enviarlo al campo.<br />

Para persuadiros de la utilidad de este método de educación, no basta que os haya dado<br />

una corta idea de los daños que se le pueden seguir de tenerlo en casa, sino os hago también<br />

ver el provecho que le puede redundar de alejarlo de ella y de tenerlo en el campo. Éste,<br />

Leocadia, es el primer asiento del hombre. La naturaleza no edificó ciudades, donde los<br />

hombres, reducidos en sociedad, se apartaron de sus primitivas leyes y estragaron su ser. A<br />

fuerza de pulirse se corrompieron. Sus mejores instituciones no hicieron sino avivar más sus<br />

pasiones, que engendraron todos los vicios. Lejos de encontrar la dicha en el concurso y<br />

afluencia de sus semejantes, agravaron sus males y desazones. Las riquezas mismas<br />

acrecentaron su pobreza y sirvieron de preciosas cadenas a su esclavitud, así pública <strong>com</strong>o<br />

privada.<br />

A la primitiva simplicidad y llaneza que se ceñía a los bienes que el campo producía,<br />

sustituyeron la codicia y la ambición, que les acarrearon toda especie de calamidades. Los<br />

pueblos quisieron dilatar su imperio y señorío con las armas; los particulares levantarse sobre<br />

los demás con la fuerza, y cuando no, con la pretensión. Huyó la paz y la tranquilidad de la<br />

tierra y de los corazones de los mortales, hechos juguetes de los caprichos de sus príncipes, y<br />

mucho más de los estragados sentimientos de sus turbulentas pasiones, que los hacen tanto<br />

más infelices cuanto más aspiran a su imaginaria felicidad.<br />

En medio de sus vanas ansias, aunque reputan ilusión la edad dorada, sonríen sus almas,<br />

aquejadas de sus engañosos deseos, a la deliciosa imagen de aquella dichosa vida, que les<br />

traza la que llevan los habitadores de los campos; mas si éstos, corrompidos también de los<br />

ejemplos de las ciudades, no la verifican, ¿quién duda que pueda el sabio hacer real y<br />

verdadera esta dichosa vida? ¿Que se hallará tanto más gustoso y contento en ella, aquel a<br />

quien acostumbren a llevarla desde la infancia?


A pesar de los alicientes e incentivos del lujo y de la vanidad, ¿quién hay que, desde el<br />

seno de sus riquezas y <strong>com</strong>odidades y desde las macizas torres de sus palacios, no vuelva con<br />

suave <strong>com</strong>placencia los ojos a la frondosidad de los campos? ¿Que no sienta alborozarse su<br />

alma a vista de su amenidad y verdura? ¿Que no envidie aquellos que disfrutan sin zozobras y<br />

cuidados la paz que reina entre sus deliciosas sombras? Parece que la tierra lo convida con su<br />

quieto y plácido silencio para que vaya a gozar los bienes que ella dio a probar al hombre<br />

inocente, y que le promete reservarle a él, en caso que la fortuna lo derribe del dorado asiento<br />

en que el lujo, la ambición y las riquezas le hacen preferir una vida turbulenta, a la dulce y<br />

tranquila que ella le daría si supiese apreciarla.<br />

Éstos diréis que son bienes muy generales para que puedan convenir al niño, pero<br />

establecida esta utilidad general, vengamos a las particulares y que tocan a la crianza de<br />

Henriquito. No quiero poner, en primer lugar, las molestias, afanes y cuidados de que nos<br />

libramos teniéndolo en el campo. Nuestro amor y ternura, no reputando tales nuestras<br />

principales obligaciones, desdeñaría evitarlas con tal desnaturado expediente. Mas éste muda<br />

de especie, dándole, no solamente un útil fin, sino también costando el sacrificio de nuestro<br />

amor que, en vez de querer eximirse de los desvelos y afanes de la crianza del niño, abrazaría<br />

con gusto otros mayores, <strong>com</strong>o lo manifiesta la repugnancia que tenéis en condescender con<br />

lo que os propongo.<br />

LEOCADIA.- Es así, Eusebio, y difícilmente lo recabaréis de mi voluntad: no puedo<br />

inducirme a ello.<br />

EUSEBIO.- Pues yo no veo otro arbitrio para prevenir las siniestras inclinaciones y<br />

sentimientos del niño y para disponer su ánimo a la virtud. Mas puesto que haya de costar<br />

tanto vuestra condescendencia, desistiré de mi empeño. Nada quiero recabar de mi esposa con<br />

imperio, ni usar de los derechos de mi autoridad a costa de vuestro manifiesto disgusto. Sufrid<br />

sólo, amada Leocadia, que insinúe algunos de los bienes que le pueden redundar al niño por<br />

acostumbrar sus primeros años a la vida campesina. Si vista la patente utilidad, persistís en<br />

vuestra declarada opinión, rendiré a ella mi juicio: reputaré mi método ridículo y, <strong>com</strong>o tal, lo<br />

abandonaré, ni se hablará más de la materia; tendréis a Henriquito en casa.<br />

LEOCADIA.- Siempre me toca ceder a vuestra generosa bondad, Eusebio. Con ella<br />

prevenís de tal modo mi repugnancia que le quitáis la mayor parte del sentimiento; ni dudo<br />

que rendiréis enteramente mi amor si lo convencéis con el provecho del niño, que <strong>com</strong>ienza a<br />

preponderar en mi pecho, en cotejo de la <strong>com</strong>placencia que tendría de criarlo por mí misma en<br />

casa.<br />

EUSEBIO.- Volveré, pues, a tomar el hilo del discurso que <strong>com</strong>encé, cuando no quise<br />

poner en el primer lugar de los bienes que se le seguirían al niño por criarlo en el campo, el de<br />

los cuidados y afanes de que nos exentaríamos, teniéndolo lejos de nuestros ojos. Oísteis que<br />

este motivo perdía de su odiosidad, dirigiéndolo al provecho del niño y sacrificándole la<br />

<strong>com</strong>placencia que tendríamos de criarlo a nuestra vista. Añadid a esto la mayor robustez y<br />

vigor que adquirirá su <strong>com</strong>plexión y su salud creciendo al aire libre y sano del campo; la<br />

mayor soltura y denuedo de sus miembros, moviéndose a su grado y tomando todas las<br />

posturas que se le antojen, sea en el duro suelo o sobre la mullida yerba, sin que se lo estorben<br />

los delicados temores de sus padres, ni el rico o aseado vestido, acostumbrándose al pobre<br />

sayo del labrador y a sus sencillos manjares.<br />

De aquí se le seguirá que su alma no concebirá ninguna idea de lujo, de ostentación y de<br />

grandeza, ni los deseos de hacer alarde de ella si le falta, ni la vanidad y altivez que le<br />

engendrará, si conoce que se halla en ella. Tales sentimientos, una vez nacidos en el corazón,<br />

crecen y sojuzgan al alma toda la vida y son el continuo tormento interior del hombre, ora se


deje llevar de ellos ora quiera tenerlos en freno y <strong>com</strong>batidos. Verdad es que, aunque el niño<br />

pase su edad pueril en el campo, sentirá tal vez aquellos mismos afectos, luego que se<br />

presenten a sus ojos los ejemplos de la sociedad que los producen; pero podrá tal vez no<br />

sentirlos, imprimiendo antes en su mente las máximas de la moderación, de la modestia y de<br />

la templanza, luego que su alma esté en estado de recibirlos. Si con todo eso la ambición y<br />

vanidad a<strong>com</strong>etiesen su ánimo, harán en él mucha menor impresión y, prevenido de los<br />

consejos de la sabiduría, podrá sobreponerse a ellas y mirarlas con desprecio.<br />

La primera lección que reciben los niños y la más indeleble no es la que oyen de la boca<br />

de sus padres y maestros, sino de las cosas materiales y visibles que se imprimen por sus ojos<br />

en el ánimo. Ni esta lección la reciben en lo bueno, sino en lo malo. Los ejemplos de la virtud<br />

son muy humildes y modestos para que se atraigan sus ojos. Los de la ambición y vanidad son<br />

viva impresión en los mismos. Conviene, pues, quitárselos de delante; mas <strong>com</strong>o esto es<br />

imposible e impracticable en las ciudades y en las mismas casas paternas, se consigue<br />

fácilmente enviándolos a criar al campo, donde a más de no tener ejemplos que los irriten,<br />

contraen también insensiblemente la modestia y la moderación, que manifiestan en su exterior<br />

inocente y encogido, que un ciudadano altivo y desvanecido podrá llamar estúpido, pero que<br />

no lo será, luego que una instrucción sabia llegue a tiempo de corregir tales defectos.<br />

Esto me trae a la memoria las otras objeciones que hicisteis contra la crianza de que trato;<br />

es a saber, que el niño contraería las rústicas costumbres de los labradores, que se volvería<br />

atezado y que desconocería a sus padres. Mas yo no pretendo que el niño sea toda su vida<br />

labrador, sino que lo sea hasta su mocedad y hasta que haya aprendido la labranza. Ésta<br />

debiera ser el empleo de todos los hombres; ella será el primero de nuestro hijo, <strong>com</strong>o el<br />

campo será su primera escuela. Salga el que quiera y muestre si hay colegio o seminario en la<br />

tierra más útil y provechoso para el hombre: en él no aprenderá a la verdad las fútiles artes y<br />

ciencias que en aquéllos se enseñan, pero tampoco se le pegarán los más funestos vicios de la<br />

juventud. Ni se le instruirá en atiesar las piernas, para que sepa formar con ellas bailes<br />

caballerescos. Al sabio, ¿qué le importan todas estas ridículas instituciones? Se avergonzará<br />

ejercitarlas.<br />

Pero sabrá el arte más esencial, de cuyo respetable ejercicio se gloriaban los más ilustres<br />

cónsules romanos, y desde el <strong>com</strong>enzado surco desdeñará aceptar el oro de Pirro y las<br />

insignias del consulado. Con él aprenderá a mirar con igual indiferencia los favores y reveses<br />

de la fortuna, a quien podrá decir desde el árbol que poda, o desde el frutal que ingiere: «Nada<br />

tienes ya que ver conmigo, oh fortuna; me sobrepuse a tus caprichos e inconstancia; tengo<br />

asegurada mi subsistencia. A cualquiera parte de la tierra que se te antoje arrojarme, donde<br />

quiera hallarán mis robustos brazos seguro y honesto empleo, sin que necesite de abatirme a<br />

viles ruegos ante tus estatuas, mendigando tus favores, y mucho menos los de aquellos a<br />

quienes levantas. Hízome la virtud superior a todos ellos, y la labranza a todos sus honores y<br />

pasadas glorias».<br />

¿Qué importa entonces, Leocadia, que salga nuestro Henrique atezado del campo en que<br />

se crió? Las mujeres pueden poner aprecio a la blancura del rostro, ¿pero quién estima al<br />

hombre por el color? Generalmente los españoles son atezados; tales a lo menos los creen los<br />

otros europeos, ¿son por eso menos apreciados que los blancos alemanes? ¿Cuántos hijos de<br />

grandes nacen y crecen atezados sin haber visto el campo, aunque los defienden del aire y de<br />

los soles en dorados gabinetes? Veréis a muchos labradores más blancos que muchos<br />

ciudadanos que no manejaron jamás arado. Podrá tal vez Henrique verificar sin tan gran daño<br />

vuestros temores, pero puede también desmentirlos, <strong>com</strong>o hará también vano el otro temor<br />

que fomentáis de que desconozca a sus padres.


Ningún niño ama a sus padres porque le son padres. Para ello debiera tener conocimiento<br />

que le son tales. Pero los niños, ni lo tienen ni pueden tenerlo. Aman a la madre porque les da<br />

el pecho, <strong>com</strong>o aman a las amas que se lo dan. Sólo forman aprecio a la asistencia que les<br />

prestan y a las caricias que les hacen, aunque las reciban de extraños; ninguna idea tienen de<br />

la paternidad. No por eso amarán y respetarán menos a los que les dieron el ser, aunque no los<br />

vean ni reconozcan sino adultos y crecidos. Tal vez entonces los aman y respetan con más<br />

intenso respeto y amor, porque la naturaleza imprime de un golpe en su ánimo y conocimiento<br />

toda la fuerza de su obligación; <strong>com</strong>o también porque, no habiéndose familiarizado con sus<br />

padres desde niños, ni salido con sus antojos, por efecto de la paterna condescendencia, no<br />

tienen motivo de altivez y de arrogancia para despreciarlos y desatenderlos, <strong>com</strong>o los<br />

desatienden y desprecian los hijos mal criados y protervos.<br />

¿Debió respetar y amar menos el hijo de Mérope su real madre, cuando sólo supo que lo<br />

era debajo de la segur, con que la misma sin conocerlo iba a sacrificarlo?. ¿Cuántos casos<br />

semejantes nos ofrecen las historias? Ninguno de ellos habremos de renovar en Henriquito;<br />

podréis ir a verlo cuando queráis y <strong>com</strong>placeros con su vista, pues hago cuenta de darlo a criar<br />

a Isabel Humbels en la nueva granja vecina a Filadelfia.<br />

LEOCADIA.- Si es así, no me queda ya motivo para oponerme a vuestra determinación;<br />

podéis enviarlo cuando queráis; me prometo que Isabel Humbels tendrá de él todo el cuidado<br />

y lo tratará con amor.<br />

EUSEBIO.- Lo enviara mañana mismo si no deseara prevenir el temible efecto de las<br />

viruelas, ahora que se halla sano y con salud robusta, antes que le vengan malignas y<br />

<strong>com</strong>plicadas con otros males, haciéndoselas tomar de otro niño que las tenga benignas.<br />

LEOCADIA.- No, Eusebio, dejemos obrar a la naturaleza; no tengo valor para ello.<br />

EUSEBIO.- ¿De dónde sacáis que las viruelas es mal de la naturaleza? Los americanos<br />

jamás las conocieron antes que llegasen los europeos. Tal contagio es también nuevo en la<br />

misma Europa, aunque se ignore su origen. La naturaleza no fue tan cruel con los hombres.<br />

Éstos se acrecentaron sus males y calamidades. Puesto, pues, que las viruelas son ya<br />

indispensables, vale más prevenirlas que esperarlas. Previniéndolas, podemos asegurarnos de<br />

su calidad; no así si las esperamos, porque las puede contraer malignas y mortales, en año en<br />

que suelen ser tales por contagio, o pueden procederle de otro mal que tenga debilitada su<br />

salud y <strong>com</strong>plexión y hacer en ella mayor estrago.<br />

LEOCADIA.- ¿Mas cómo lo queréis hacer?<br />

EUSEBIO.- Haciéndolo estar y dormir con otro niño que las tenga benignas. No será<br />

difícil encontrarlo en Filadelfia.<br />

Leocadia, persuadida también de esto, vino bien en ello. Se encontró el niño, hijo de un<br />

artesano pobre, a quien Eusebio agradeció generosamente el favor de enviarle su hijo a casa<br />

para que Henriquito contrajese sus viruelas; lo que sucedió feamente con satisfacción de los<br />

padres, y en especial de Leocadia, que <strong>com</strong>placida del suceso tuvo menor sentimiento en<br />

desprenderse de su amado Henriquito, ya casi enteramente sano, para satisfacer a la declarada<br />

voluntad que le había manifestado su marido de enviarlo al campo para que en él se criase,<br />

<strong>com</strong>o se efectuó, aunque no sin lágrimas de la tierna madre en su separación, después que lo<br />

llevó ella misma y se lo dejó en<strong>com</strong>endado a la buena Isabel Humbels, a quien Eusebio dio<br />

sus instrucciones conformes a sus virtuosas miras y sentimientos.


Libro cuarto<br />

De esta manera formaba Eusebio nuevos lazos al amor de su dulce esposa, sirviéndose de<br />

sus mismas oposiciones, que son las que rompen más presto la confianza y cariño en los<br />

casados. Los ardientes transportes de la pasión se habían apagado y consumido, pero la virtud<br />

habíala transformado en entrañable y plácida ternura, que regalaba sus corazones y<br />

uniformaba sus voluntades y sentimientos, y Henriquito hacía más íntima y estrecha su mutua<br />

confianza y los esmeros de su cariño, dándoles a probar mayor gozo y contento en su dichoso<br />

casamiento. Pero la suerte que les envidiaba tan pura felicidad quiso privarlos de ella y<br />

exponerlos a funestos desastres y trabajos, valiéndose para ello del pleito que todavía no se<br />

había decidido.<br />

Llegaron finalmente cartas de España a Eusebio en que le hacía su agente vivas<br />

instancias para que volviese a S... y se manejase en ella, o con sus poderosos amigos en la<br />

capital, si no quería perder el pleito, antes por desidia y negligencia que por falta de razón y<br />

derecho, por ser éste el consejo que le daban sus abogados y el expediente más poderoso para<br />

ganarlo. A éstas añadía otras razones, en fuerza de las cuales Eusebio determinó emprender de<br />

nuevo aquel largo viaje, haciendo este sacrificio a los derechos que debía conservar a su hijo a<br />

la herencia de sus mayores. Leocadia quiso a<strong>com</strong>pañarlo desde luego, aunque fuese a las<br />

extremidades de la tierra. La resolución de criar a Henriquito en el campo y de tenerlo ya en él<br />

no ponía estorbo a su partida y Eusebio sentía menor repugnancia en emprender aquella nueva<br />

navegación en <strong>com</strong>pañía de su adorable esposa.<br />

Todo el mayor sentimiento quedaba para Henrique Myden, que temía perder para<br />

siempre a sus dulces hijos y no volver a verlos en su edad avanzada. Hubiera también él<br />

deseado ceder los derechos de la herencia a quien se los contrastaba si no se lo prohibieran las<br />

justas miras que debía a Henriquito. Resuelto ya el viaje, esperaban se proporcionase ocasión<br />

de embarco para pasar a España. Taydor y una doncella llamada Clarise eran los solos criados<br />

que debían llevar consigo. Gil Altano se hallaba en cama, en que lo tenía postrado una<br />

apostema en una pierna, llorando, no del dolor del mal, sino de sentimiento por no poder<br />

a<strong>com</strong>pañar a su señor don Eusebio.<br />

Luego que supieron que había en Boston una fragata que pasaba a Lisboa, resolvieron ir<br />

a aquel puerto para embarcarse en ella. Ejecutáronlo después de la tierna despedida de sus<br />

padres en Salem y de su hijo en la granja a donde lo habían enviado a criar, y después de<br />

haber hecho lo mismo con su amado padre Henrique Myden, que no sabía desprenderse de<br />

sus brazos. Salidos del Delaware, mostróseles propicio el tiempo. Aunque siguieron algunas<br />

calmas, llegaron a tiempo de poderse embarcar en la fragata que los esperaba.<br />

Este viaje fue infelicísimo, casi siempre le fueron contrarios los vientos, que parecían<br />

quererles impedir la llegada a España. Conjuráronse especialmente con tal furor ya casi a vista<br />

de las costas de Portugal, que Eusebio llegó a temer el naufragio. Leocadia, medio muerta en<br />

sus brazos, lo creía inevitable, pasándole el corazón cada golpe que descargaba en la<br />

embarcación la saña de las olas, invocando de continuo al cielo para que le conservase a su<br />

amado mando, de quien estaba fuertemente asida, y para que le dejase rever a su inocente<br />

hijo, a quien había dejado en la América.<br />

A pesar del horror de la temida muerte en el evidente peligro de que Eusebio creía no<br />

poder escapar, templaba sus congojas la ternura y confianza que le infundía el ardor del afecto<br />

de su amada Leocadia y las vivas expresiones que le arrancaba el amor de su palpitante pecho,<br />

entre los silbidos de los vientos y continua batida de las olas. Aunque por una parte se le hacía<br />

dolorosísima la pérdida de tan amable esposa, por otra, a<strong>com</strong>odando su ánimo a la necesidad<br />

y a las disposiciones del cielo, le parecía hallar alguna especie de dulce satisfacción en


perecer abrazado con ella, por más que le agravasen el horror, el llanto y la desesperación de<br />

los marineros, especialmente en las tinieblas de la sobrevenida noche.<br />

En ella, habiendo perdido el trinquete la embarcación, obligó el capitán a dar la popa a la<br />

tempestad y a dejarse llevar a grado de los vientos, que los pusieron a la altura de Cádiz.<br />

Eusebio, informado de esto, rogó al capitán que lo desembarcase en aquel puerto,<br />

ofreciéndose a pagar todos los gastos del ancoraje. El capitán aceptó inmediatamente la oferta<br />

y surgió en aquella bahía, tres meses después que salieron de Boston. El consuelo que<br />

tuvieron Eusebio y Leocadia viéndose llegar salvos, fue igual a los temores y angustias que<br />

habían sufrido en el peligro; bien ajenos de poderse imaginar que la suerte contraria los<br />

esperase puesta en asechanza, sirviéndose tal vez de los vientos y de la tempestad para<br />

atraerlos a aquel lugar, en que su rencor les tenía prevenida la ocasión para mortificarlos con<br />

la mayor desgracia.<br />

¿Quién hay que en la extraña <strong>com</strong>binación de accidentes, que a las veces concurren para<br />

levantar o para oprimir a los hombres, no admire la mano de la providencia o sus<br />

inescrutables permisiones? ¿Sírvese ella por ventura de tales accidentes para dar manifiesta<br />

prueba de su vigilancia y eternas miras a la incredulidad de los mortales?<br />

Aquejados de tan larga y contraria navegación, desembarcaron inmediatamente Eusebio<br />

y Leocadia, dirigiéndose a uno de los mesones de aquella ciudad donde querían descansar<br />

antes de emprender viaje a S... Al otro día que se hallaban en aquella posada, al tiempo que<br />

iban a salir de ella para ver la ciudad, encontráronse con un mozo muy apuesto que entraba en<br />

ella y que era huésped en la misma de algunos días atrás. Su presencia y gallardía llamó la<br />

atención de Eusebio que, aunque de paso, le pareció notar en él alguna semejanza con<br />

Leocadia. Ésta, al verlo, también sintió excitarse en su interior un afecto inocente y tierno,<br />

mezclado de un impulso que parecía decirle que aquel mozo podía tal vez ser su perdido<br />

hermano.<br />

Esta ocurrencia se le avivó tanto, que no pudo dejar de <strong>com</strong>unicársela a Eusebio,<br />

preguntándole si se acordaba de lo que le había dicho su padre el día de su casamiento, de un<br />

hijo que tuvo y que le habían robado unos gitanos, según se decía, sin haberlo podido<br />

recobrar, a pesar de sus muchas diligencias. Respondióle Eusebio que sí se acordaba y que la<br />

vista del mozo le había suscitado la misma especie, notando en él alguna semejanza de<br />

facciones con las suyas. Que aunque su porte no mostraba que fuese hijo perdido y sin padre,<br />

sin embargo, las <strong>com</strong>binaciones eran a las veces tan extrañas, que pudiera ser muy bien su<br />

hermano <strong>com</strong>o sospechaban; mucho más haciéndole traición su fisonomía.<br />

Fomentada su curiosidad con este discurso, resolvieron volver al mesón cuanto antes para<br />

certificarse de ello, en caso que aquel mozo se hallase en él de huésped, según parecía.<br />

Llegados a la posada, llaman a la mesonera para preguntárselo. Eusebio le da las señas del<br />

mozo, en fuerza de las cuales respondió ser hijo de un caballero de S... llamado don Felipe<br />

R... secretario de la Inquisición, que hacía algunos días que se hallaba en Cádiz y en aquel<br />

mesón. Eusebio y Leocadia, oído el apellido del mozo y que era caballero de S... dio motivo a<br />

desvanecérseles todas las esperanzas concebidas, atribuyendo a mero accidente la semejanza<br />

que había reconocido Eusebio y el movimiento de propensión que Leocadia había sentido<br />

para con él.<br />

No hubieran insistido más en esta especie si el mismo mozo no les avivara las sospechas,<br />

nacidas luego que lo volvieron a ver, parándolos él cortésmente en el zaguán para darles la<br />

bienvenida y para ofrecerles sus servicios. Con el motivo de detenerse para recibir y agradecer<br />

el cumplido que les hacía, pudo Eusebio cotejar mejor sus facciones con las de Leocadia y,<br />

aunque miradas de cerca no le parecían llevar tan grande semejanza <strong>com</strong>o juzgó el día


antecedente, el aire de su afable sonrisa y el temple del semblante, y en especial los ojos, lo<br />

hubieran confirmado en las sospechas de ser el hermano de Leocadia, si no las destruyera su<br />

apellido y condición, según les había asegurado la mesonera.<br />

Mas la naturaleza que se expresaba en el corazón de Leocadia y en el del mismo mozo,<br />

aunque con muy diversos afectos, la hacía obrar en ella, <strong>com</strong>o si de hecho fuera aquel joven<br />

su perdido hermano, y a éste, <strong>com</strong>o si Leocadia fuese la mujer que sobre todas ellas lo hubiese<br />

prendado. Correspondía ella con una inocente propensión de alma y de genio, y con<br />

agradecimiento tan afectuoso a las expresiones que el mozo les hacía, que a pesar del recato y<br />

modestia con que ella se las agradecía, acabó de encender en el corazón del mismo la llama<br />

que concibió a vista de las gracias y hermosura de Leocadia la primera vez que se encontró<br />

con ella.<br />

Ni fue sola casualidad al verse la segunda vez en el zaguán del mesón. Don Felipe<br />

sumamente prendado del gracioso talle de Leocadia, procuró luego informarse de Taydor<br />

quiénes eran sus amos, de dónde venían y adónde iban. Sabiendo que eran españoles y no<br />

ingleses, <strong>com</strong>o le habían parecido en el traje, y que iban a S..., buscó la ocasión para<br />

introducirse con ellos, con el fin de poder hablar y tratar a Leocadia, <strong>com</strong>o ardientemente lo<br />

deseaba. Para disimular más sus intenciones, esperó a la puerta del mesón que bajasen, para<br />

hacerse encontradizo y abordarles, <strong>com</strong>o si fuese accidental el lance que llevaba estudiado y<br />

que sólo lo notó Taydor habiéndolo visto esperar tanto.<br />

De aquí tomó origen el funesto accidente que a todos esperaba; por cuanto aquel joven<br />

caballero, cegado del amor que concibió por Leocadia, llegó a persuadirse que aquella<br />

propensión y demostraciones de afecto que ella le daba eran manifiestas señales de<br />

apasionada correspondencia y de voluntad rendida. Esto, que bastó para inflamar su loca<br />

pasión, persuadido que Leocadia se había enamorado de su hermosa presencia y garbo, dando<br />

en el frecuente engaño de muchos presumidos que se imaginan ser los cupidillos de aquellas<br />

que, siendo naturalmente afables y corteses, se las representan amarteladas de prendas en que<br />

tal vez no advierten. ¡Cuán diferentes y opuestos eran los sentimientos de la honesta Leocadia<br />

a las necias lisonjas del mozo enamorado!<br />

Aunque Eusebio y Leocadia no se detuvieron con él sino el tiempo que requería la<br />

conveniencia para agradecer la cortesía a quien con tan generosos modos se la vendía, bastó<br />

para que Leocadia concibiese de nuevo mayor ternura para con él, acordándosele a su vista y<br />

habla que podía ser su perdido hermano, <strong>com</strong>o se lo dijo otra vez a Eusebio luego que salieron<br />

del mesón, sin ocultarle la propensión que por él sentía. Eusebio le respondió:<br />

EUSEBIO.- Casi igual sentimiento ha excitado en mi corazón. Sin duda debe ser efecto<br />

de las previas ideas que nos dio la confesión de vuestro padre sobre su robado hijo. Os<br />

aseguro, Leocadia, que el gozo que tuviera en su descubrimiento y hallazgo no padeciera<br />

menoscabo, a pesar de la herencia de vuestro padre, que vos y yo perdiéramos, si de hecho<br />

fuera hermano vuestro.<br />

LEOCADIA.- No necesito, Eusebio, de protestas para creerlo. ¡Sois tan bueno!<br />

EUSEBIO.- ¿Pues creéis que este desinterés procede sólo de bondad de corazón?<br />

LEOCADIA.- Bien veo que procede también de un gran despego de las riquezas; no es<br />

sino nuevo motivo que me hacéis advertir para estimaros mucho más.<br />

EUSEBIO.- ¿No pudiera proceder también de que os amo mucho más que todas las<br />

riquezas de la tierra? La herencia de vuestro padre no me dará ciertamente más puro gozo que


el que me acaba de renovar la declaración de vuestra estima. Esto tengo que agradecer al<br />

encuentro de ese caballero, cuyo nombre y apellido no pueden destruir en mi imaginación las<br />

concebidas sospechas de la hermandad; me ocurre que pueden ser fingidos.<br />

LEOCADIA.- No lo hubiera asegurado la mesonera, ni nombrado su empleo de<br />

secretario de la Inquisición.<br />

EUSEBIO.- Estamos en lo mismo; todo eso puede ser muy bien fingido y dado a<br />

entender a la mesonera, cuyo dicho no debe bastar para confirmarnos en la verdad. Podremos<br />

enterarnos del mismo, pues tal vez una circunstancia de su niñez, de su educación, del modo<br />

<strong>com</strong>o se explique, podrá darnos luz para descubrirlo o disipará enteramente las sospechas que<br />

nos infundió su presencia y semejanza.<br />

La entrada en una de las iglesias que iban a ver interrumpió este discurso sobre el<br />

supuesto hermano, el cual fomentaba entretanto su encendida pasión, ensayando medios y<br />

ocasiones en su fantasía ardiente para poderse internar en la amistad de aquellos forasteros y<br />

ganarse enteramente el amor de Leocadia, cuyas tiernas gracias y perfecciones había ya<br />

devorado de cerca con los ojos en el corto momento en que los paró para darles la bienvenida.<br />

Culpaba ahora su cortedad por no haberles desde luego ofrecido su mesa; luego echaba de ver<br />

que no <strong>com</strong>petía tal oferta a la calidad que manifestaban aquellos huéspedes; de allí a un<br />

instante las lisonjas de su amor le allanaban todos los obstáculos y le hacían sacudir todos los<br />

reparos.<br />

Inducido de ellas, se encaminaba a dar orden al mesonero para que dispusiese a su cuenta<br />

la <strong>com</strong>ida; volvía luego atrás, contenido de la reflexión de no haber pasado antes recado a<br />

aquellos huéspedes. Así iba mudando medios y pensamientos, según fluctuaba su corazón<br />

<strong>com</strong>batido de sus amorosos sentimientos y de sus engañadas lisonjas, tan ajeno de imaginarse<br />

que Leocadia pudiese ser hermana suya, cuanto ella de temer que el mozo acechase a su<br />

honestidad.<br />

Siendo ya tarde y hora de <strong>com</strong>er, resolvió ponerse a pasear delante del cuarto que<br />

Eusebio y Leocadia ocupaban para trabar conversación luego que llegasen, contando los<br />

instantes de su tardanza. Llegan finalmente. Los oye subir la escalera, apresura el paso para<br />

ponérseles a tiro, da con ellos, y haciéndose esfuerzo para desanudar su voz, los saluda y les<br />

dice:<br />

DON FELIPE.- Bienvenidos sean vmds.<br />

EUSEBIO.- Muy bien hallado, señor don Felipe.<br />

LEOCADIA.- Para servir a vmd.<br />

DON FELIPE.- Sin duda vendrán vmds. muy cansados.<br />

EUSEBIO.- El cansancio moderado es despertador del apetito.<br />

DON FELIPE.- Tengo, pues, motivo de alegrarme de la cortedad en que quedé esta<br />

mañana de no haber ofrecido a vmds. mi pobre mesa.<br />

EUSEBIO.- Agradecemos a vmd. una atención que nos da atrevimiento para hacer a<br />

vmd. la misma oferta; sentimos mucho el no haber previsto este apreciable lance.<br />

DON FELIPE.- Apreciable lo es sólo para mí, señor don Eusebio.


LEOCADIA.- Toca, pues, a vmd., señor don Felipe, <strong>com</strong>probarlo con el hecho,<br />

dignándose aceptar una oferta, tanto más sincera y amigable, cuanto más ajena de preparativo.<br />

DON FELIPE.- A pesar de la honra y de la suma <strong>com</strong>placencia que tuviera en aceptarla,<br />

debo ceñirme a agradecer a vmd., mi señora doña Leocadia, su atención generosa.<br />

LEOCADIA.- No hay aquí que agradecer, y si esos son solos cumplimientos, no dicen<br />

bien con la sincera voluntad que los desecha.<br />

DON FELIPE.- Puesto que vmd. se empeña en honrarme, mi señora doña Leocadia,<br />

condescenderé con el pacto que me permitan ir a dar orden al mesonero para que una mi<br />

<strong>com</strong>ida a la que dispuso para vmds.<br />

EUSEBIO.- Vmd. es dueño de hacer sobre ello lo que más le agradare, pues el gusto no<br />

sufre ley.<br />

DON FELIPE.- Perdonen vmds. una familiaridad de que no me dispensa la delicadeza<br />

de mis sentimientos y que autorizan las circunstancias de este precioso encuentro.<br />

LEOCADIA.- Como vmd. gustare, señor don Felipe.<br />

Éste, a quien no le parecía verdad haberle salido tan bien su atrevimiento, y que de las<br />

corteses e ingenuas instancias que le hizo Leocadia se confirmaba en las ideas de su amor, fue<br />

volando en alas de su ufana pasión a prevenir al mesonero. Eusebio y Leocadia quedaron<br />

también no menos alborozados de que se les hubiese proporcionado tan presto la ocasión que<br />

deseaban para verificar las sospechas que les acababa de avivar la oficiosidad de don Felipe.<br />

Tardó poco a <strong>com</strong>parecer éste en el cuarto, llena de júbilo su alma por verse cerca de lo que<br />

deseaba y al lado de Leocadia; irritando mucho más a sus vanas lisonjas la propensión que<br />

ella le manifestaba, pues fijaba en él más ahincadamente sus hermosos ojos, esperando<br />

reconocer la hermandad en su fisonomía.<br />

Los trabajos e in<strong>com</strong>odidades de su larga y penosa navegación ocuparon sus discursos<br />

antes y después de sentados a la mesa. Con este motivo, <strong>com</strong>o Eusebio insinuase el motivo de<br />

su viaje, que era el pleito que tenía con su tío don Gerónimo, hizo venir a don Felipe en<br />

conocimiento de su persona, exclamando al reconocerlo:<br />

DON FELIPE.- ¿Cómo? ¿Vmd. es don Eusebio M...?<br />

EUSEBIO.- Para servir a vmd.<br />

DON FELIPE.- ¡Cómo sabré explicar la <strong>com</strong>placencia que tengo con este feliz<br />

encuentro! ¡Cómo pudiera yo esperar esta fortuna! Lo es ciertamente para mí el reconocer<br />

accidentalmente a un caballero de las prendas de vmd. En S... no se habla de otro; y veo ahora<br />

que todos hacen justicia al mérito de vmd., acreedor a toda estimación y aprecio.<br />

EUSEBIO.- Cuando es la bondad la que juzga, siempre se sale con buen despacho.<br />

DON FELIPE.- Cuando mi ingenuidad llevase visos de adulación, la voz general la<br />

desmintiera: nada quiero que deba vmd. a mis sinceras expresiones. Antes bien, para no<br />

ofender a su modestia, torceré la conversación a una noticia que vmd. seguramente ignora, si<br />

es así, que acaba de llegar de la América.<br />

EUSEBIO.- ¿Qué noticia es ésa?


DON FELIPE.- Encontrará vmd. intendente en S... a su tío don Gerónimo; hace un mes<br />

que se le confirió este empleo.<br />

EUSEBIO.- A la verdad es noticia que debiera interesarme.<br />

LEOCADIA.- ¿Vmd. es de S..., señor don Felipe?<br />

DON FELIPE.- Para lo que vmd. quisiese mandarme, mi señora doña Leocadia.<br />

LEOCADIA.- ¿Tiene vmd. la fortuna de que le vivan sus padres?<br />

DON FELIPE.- Mi madre hace dos años que murió; mi padre vive todavía aunque muy<br />

accidentado.<br />

LEOCADIA.- Parecerán tal vez a vmd. algo impertinentes estas preguntas; perdone<br />

vmd. la curiosidad, pues la desgracia que padecen mis padres de haber perdido un hijo que<br />

tenían, me hace parecer indiscreta, representándoseme ese perdido hermano en todas las<br />

personas en quienes veo que concurren algunas circunstancias que pudieran convenir al<br />

perdido.<br />

DON FELIPE.- ¿Tengo la fortuna que alguna de ellas concurra en mi exterior?<br />

LEOCADIA.- La edad, a lo menos, que vmd. manifiesta, pudiera ser la suya.<br />

DON FELIPE.- ¿Cómo lo perdieron los padres de vmd.?<br />

LEOCADIA.- Se lo robaron al ama que lo criaba en su casa.<br />

DON FELIPE.- Un hurto muy extraño es ése; no lo oí jamás igual.<br />

EUSEBIO.- No lo extrañe vmd. Hallándome yo en Londres sucedió otro semejante. Y<br />

en Francia oí otro sucedido en la ciudad de Dijon a un caballero principal que algunos años<br />

después de casado, habiendo logrado tener un hijo que deseaba mucho, quiso desahogar su<br />

excesivo gozo enviando a bautizar al tierno infante adornado de muchas y preciosas joyas. De<br />

vuelta a casa, al tiempo que entraba en ella la <strong>com</strong>adre con el niño a<strong>com</strong>pañada de otras dos<br />

mujeres, se le presenta un caballero, tal a lo menos lo parecía en su rico traje, el cual, tomando<br />

al niño en brazos para besarlo y teniéndolo ya en ellos, hacíale mil caricias y le decía mil<br />

tiernas expresiones, <strong>com</strong>o si fuera cercano pariente o íntimo amigo de la casa. Acabó de<br />

confirmar en esta opinión a la <strong>com</strong>adre el mismo caballero que apretó escalera arriba con el<br />

niño en los brazos.<br />

Con esta lisonja, la <strong>com</strong>adre, que era mujer algo gorda, no se dio gran priesa ni pena en<br />

llegar arriba, donde el padre esperaba con mil ansias a su hijo bautizado. Mas viendo a la<br />

<strong>com</strong>adre que llegaba sin él, le pregunta maravillado por el niño. Ella, mucho más maravillada,<br />

le dice que un caballero se lo había sacado de los brazos y se había subido con él. Buscan al<br />

caballero, preguntan por el caballero, el caballero no <strong>com</strong>parece, ninguno había visto tal<br />

caballero. La casa tenía dos puertas; no tardaron en conocer con llanto y desesperación que el<br />

caballero que tomó al niño en la puerta principal se había salido con el hurto por el postigo.<br />

DON FELIPE.- ¡Chistoso caso, si no lo a<strong>com</strong>pañase el delito! ¿Pero los padres de vmd.,<br />

mi señora doña Leocadia, no tuvieron a lo menos algún indicio del hurto de su hijo?<br />

LEOCADIA.- Solas sospechas que se lo robaron a la mujer que lo criaba unos gitanos.


DON FELIPE.- ¿Hace mucho tiempo?<br />

LEOCADIA.- Habrá <strong>com</strong>o unos veintidós años.<br />

DON FELIPE.- ¡Eh! La edad, ni más ni menos, me conviniera, pero <strong>com</strong>o dije a vmd.,<br />

tengo vivo a mi padre, aunque viejo y enfermo de dos meses a esta parte, y temo mucho de su<br />

vida. Alcanzo a lo menos la fortuna de parecer hermano de vmd. aunque no sea sino en la<br />

edad.<br />

LEOCADIA.- Fortuna hubiera sido la mía de poder reconocer a mi perdido hermano en<br />

un caballero de las prendas de vmd.<br />

DON FELIPE.- Lo poco que soy y valgo queda enteramente consagrado al servicio de<br />

vmd., mi señora doña Leocadia; mi mayor fortuna fuera que vmd. se dignase mandarme y<br />

emplearme <strong>com</strong>o a hermano, que entrañablemente la amara si lo fuera.<br />

Esta expresión, a<strong>com</strong>pañada de una mirada ardiente que le dio a hurto de Eusebio, en vez<br />

de dar que sospechar a Leocadia la pasión que quería manifestarle don Felipe, le avivó la idea<br />

de la hermandad, pareciéndole que aquella mirada era expresión de la naturaleza que hablaba<br />

con él, sin que lo conociese <strong>com</strong>o hablaba en ella la tierna propensión, que no podían destruir<br />

en su opinión las noticias que don Felipe le acababa de dar sobre sus padres. Pero el quedar<br />

convencido Eusebio de lo contrario, le hizo mudar conversación, haciendo a don Felipe<br />

algunas preguntas sobre sus antiguos amigos y conocidos, y especialmente sobre su íntimo<br />

amigo don Eugenio de Arq...<br />

Satisfizo don Felipe a las preguntas de Eusebio. Habiendo gastado sobremesa el tiempo<br />

en estos discursos, llegó la hora del paseo; se ofreció don Felipe a a<strong>com</strong>pañarlos, para<br />

hacerles ver algunas cosas notables de la ciudad. Eusebio aceptó con agradecimiento la oferta<br />

de don Felipe, que reía interiormente de la especie de la hermandad, la cual le había servido<br />

de medio para llegar a cortejar a Leocadia, <strong>com</strong>o lo hizo toda aquella tarde, en que buscaba de<br />

continuo todas las ocasiones en que podía merecerle con pasión los ojos y manifestarle el<br />

amor ardiente que lo devoraba.<br />

Llegó a conocer entonces Leocadia que aquellos ademanes no procedían de puro amor<br />

fraterno, mas la tenaz lisonja a que se había apoderado de su corazón y la pureza de su ternura<br />

para con él, amortecían a los recelos y temores que le daban los ademanes y miradas de don<br />

Felipe; hasta que, llegados de vuelta al mesón, al tiempo que los dos subían la escalera, por<br />

haber quedado Eusebio en el zaguán dando algunos órdenes a Taydor, no temiendo don Felipe<br />

ser interrumpido, se atrevió a declarar abiertamente su pasión a Leocadia, apretándole la mano<br />

y diciéndole: ¡Muero por vos, doña Leocadia! ¡Qué divinas gracias! ¡Qué hermosura tan<br />

sublime! ¡Cuán dichoso don Eusebio en poseeros! ¡Cuánto más feliz fuera yo de ser vuestro<br />

a... que vuestro hermano!<br />

Leocadia, que no había conocido hasta entonces el trato y que, criada en la severidad de<br />

la modestia, no había oído jamás tales soliloquios, aunque se turbó no poco de aquella<br />

declaración, tuvo bastante presencia de ánimo y esfuerzo para retirar la mano que don Felipe<br />

quería besarle, y la retira con airado rubor, diciéndole: No creo haber dado motivo a vmd.<br />

para tal libertad; si vmd. no se reporta, me lo dará para negarme enteramente a su <strong>com</strong>pañía.<br />

Una puñalada hubiera sido menos sensible en aquel lance a don Felipe, que la severa<br />

expresión de Leocadia y el tono resuelto con que la dijo, pasándole de parte a parte el<br />

corazón, dejándole cubierto de confusión y vergüenza.


Aunque quedó extático, turbado y oprimido de aquel fiero reproche, sugirióle, sin<br />

embargo, en el mismo punto su ardiente amor desagraviar la ofendida deidad con el<br />

arrepentimiento, con que se prometía la victoria de aquella arrogante hermosura. Sobre la<br />

marcha, póstrale una rodilla, y en afectuoso ademán, le dice: Perdone vmd. el indiscreto<br />

transporte de una pasión... Leocadia, temiendo dar que sentir a su amado Eusebio si<br />

sorprendía a don Felipe en aquella postura, lo deja con la expresión en los labios y sube<br />

apresuradamente la escalera, después que le dijo con despego: No me toca a mí sola perdonar<br />

una indiscreción que no redunda sólo en ofensa mía.<br />

El amor no se desengaña fácilmente. Don Felipe, en vez de desistir de su intento, al<br />

contrario, apresura el paso diciéndole: ¡Ah, doña Leocadia! Si supiera vmd. la vehemencia de<br />

la pasión que me abrasa, <strong>com</strong>padecería a lo menos una declaración que, aunque atrevida e<br />

indiscreta, no llega a igualar el incendio de donde nace. ¡Cielos! ¿Es por ventura la naturaleza<br />

la que quiere darme a entender con una inclinación tan violenta y tan fuerte que soy su<br />

hermano? La naturaleza, responde de soslayo Leocadia, tuviera otro lenguaje más honesto y<br />

reportado, si quisiera manifestar lo que desmiente el proceder de vmd., y lo que tal vez<br />

hubiera yo creído, si no me acabara de desengañar enteramente de lo contrario.<br />

Las pisadas de Eusebio, que subía la escalera, cortaron el discurso y pusieron en<br />

embarazo a Leocadia y a don Felipe, que no sabían qué aire tomar para disimularlo. Don<br />

Felipe cayó entonces en la puerilidad de suplicar con ahínco sumiso a Leocadia que nada<br />

dijese a su marido de lo pasado. Leocadia, a quien la presencia de ánimo que adquiere su sexo<br />

en tales lances, dejaba más despejada a su inocencia, sin mostrar dar oído a los ruegos de don<br />

Felipe, lo dejó más humillado y confuso, poniéndose a hablar con Eusebio desde el alto<br />

descanso de la escalera, mientras él todavía la subía.<br />

Debió tomar entonces el avergonzado don Felipe el partido de despedirse de entrambos<br />

para retirarse, <strong>com</strong>o lo hizo, con bastante desenvoltura para que Eusebio no pudiese sospechar<br />

cosa alguna del lance, aunque con harto encogimiento a los ojos de Leocadia, a quien no pudo<br />

decir lo que quisiera su alma resentida y amargada, yéndose a desahogar en secreto el rabioso<br />

tumulto de encontrados sentimientos que excitó en su ánimo el decoro y noble despego con<br />

que lo saludó y con que lo dejó ir Leocadia.<br />

Eusebio retiróse con ella a su cuarto para despachar el correo, queriendo avisar de su<br />

llegada al agente que tenía en S... y al lord Harrington, que se hallaba todavía embajador en<br />

Madrid, con quien se carteaba y cuya mediación deseaba oponer a la nueva dignidad y poder<br />

de su tío don Gerónimo que se hallaba intendente, según se lo había participado don Felipe.<br />

Leocadia, para no estar ociosa mientras Eusebio escribía, tomó uno de los tomitos de Plutarco,<br />

traducido en inglés, que traía consigo. Mas su alma se hallaba demasiado alterada y distraída<br />

de la declaración de don Felipe, para que pudiese fijar su atención en la lectura.<br />

Representábasele con importunidad la imagen de don Felipe, la postura sumisa en que le pidió<br />

perdón y el encargo de que no descubriese su atrevimiento.<br />

Esto empeñó más que ninguna otra cosa sus pensamientos y reflexiones, consultando con<br />

el amor que tenía a Eusebio, y con la virtud, si debía descubrirlo o callarlo. La costumbre que<br />

tenía de declarar a Eusebio sus más íntimos sentimientos, le aconsejaba a que lo descubriese,<br />

lisonjeándose que nada tendría que sentir don Felipe por parte de Eusebio, atendida su<br />

singular prudencia y moderación, aunque le hiciese esta confianza, que también le serviría<br />

esta confesión de mayor defensa de su recato. Mas la discreción le sugería, por otra parte, que<br />

sólo iba a dar sin necesidad un disgusto a Eusebio, o cuando no, le suscitaría los celos que no<br />

conocía, sin necesitar a más de esto de defensa su honestidad, no sintiendo ningún asomo de<br />

pasión por don Felipe; y mirando con horror la que le había declarado el mismo <strong>com</strong>o delito<br />

incestuoso a las sospechas de su hermandad.


Volvió a fijar en ésta sus pensamientos y reflexiones, ocurriéndole que si don Felipe<br />

fuese de hecho hermano suyo, debía ser el primero a ignorarlo, <strong>com</strong>o robado niño, según<br />

hubiesen sido los fines y el motivo que indujeron a robarlo a quien lo robó. Esta viva<br />

ocurrencia encendió de nuevo la ternura y <strong>com</strong>pasión de Leocadia para con el sumiso y<br />

arrepentido don Felipe, persuadida que lo había humillado bastante para que no se atreviese a<br />

molestarla más. Resolvió pues guardar el secreto, dejando de hacer a Eusebio una confesión<br />

sólo imprudente en sí y nada provechosa para el mismo.<br />

Sosegaron estas razones a los escrúpulos de la tierna y dulce confianza que hasta<br />

entonces había siempre hecho Leocadia a su marido, y que éste le hacía, descubriéndose<br />

mutuamente sus más íntimos afectos y sentimientos, en fuerza del pacto que asentaron al<br />

principio de su casamiento, de descubrirse sus defectos para corregirlos, pues así evitarían<br />

todo motivo de disgusto. Pero cabalmente el haber dejado de hacer Leocadia aquella<br />

confianza a Eusebio, fue la causa de todos los trabajos y desgracias que probaron y de la<br />

perdición del mismo don Felipe; pues si Eusebio hubiese sabido su declarada pasión, tenía<br />

virtud y consejo bastante para evitar el mal, cortándolo en sus principios. ¿Mas quién no<br />

hubiera aprobado la discreta determinación de Leocadia? ¿El humano consejo puede precaver<br />

por ventura todas las extravagantes consecuencias que pueden engañar a su elección? ¿La<br />

suerte, a más de esto, no llega a cegar tal vez a la vista más penetrante de la prudencia?<br />

Mientras Leocadia luchaba con sus dudosos sentimientos para decidirse en favor de don<br />

Felipe, éste, por el contrario, provocado de la indignación que sentía su amor desatendido,<br />

ensayaba en su fantasía mil remedios para vengarse, no de otra manera que disfrutando<br />

aquella misma hermosura, si no de grado, con la violencia. Esta fue la última resolución de su<br />

despechado amor, reservándose por último expediente la fuerza, en caso que Leocadia no<br />

quisiese rendirse a sus amorosas solicitaciones. Mas antes de llegar a ponerlas en ejecución,<br />

veía que era necesario tener aplacada su modestia, en la cual le hacía entrever su loca pasión<br />

algunos asomos de rendimiento, pues no podía dudar de la propensión que ella le había<br />

siempre manifestado, aunque sí era inocente. ¿Mas cómo dar a entender esta inocencia a un<br />

mozo enamorado y presumido?<br />

El extravío de su encendida imaginación fue tal, que llegó a sospechar si Leocadia se<br />

valía de la pérdida de su hermano de solo pretexto para darle a entender su afición, sin que<br />

pudiese penetrar su marido las intenciones que llevaba. Pensó, a más de esto, que la indignada<br />

modestia con que Leocadia desechó su declaración en la escalera, no era más que quererle dar<br />

a entender que negaba a su imprudencia atrevida en aquel lugar y circunstancias, lo que en<br />

otro lugar y ocasión más oportuna hubiera concedido a su discreción y porfía.<br />

Fundaba don Felipe estas lisonjas en la opinión que se forman del sexo en general los<br />

mozos disolutos, recibiéndola en parte de las libres conversaciones con que entre sí fomentan<br />

su deshonestidad y sus necias presunciones. Entró por lo mismo más engañado en la fatal liza,<br />

pasando toda la noche en buscar medios para llegar a conseguir su intento. Para ello, resolvió<br />

emplear los días que se detendrían en Cádiz en ganarse el ánimo de Leocadia con<br />

demostraciones de arrepentimiento, y el de Eusebio con mayores atenciones y servicios para<br />

internarse más en su confianza. Reservó para S... todas las tentativas <strong>com</strong>o lugar más seguro,<br />

en donde tendría más fácilmente días y horas a su satisfacción para salir con ello. Bien es<br />

verdad, que la tierna y afectuosa intimidad con que veía que se trataban Eusebio y Leocadia,<br />

echaban a tierra todos los castillos de sus locas esperanzas, pero eran más poderosos los<br />

incentivos de su pasión, que los volvían a poner en pie y que le sugirieron el medio de ir con<br />

ellos a S... pues si llegaba a conseguir esto, se persuadía que tendría lo demás en la mano.<br />

El asunto para el cual había sido enviado a Cádiz por razón de su empleo, estaba<br />

concluido en aquella ciudad; con esto resolvió informarse del mismo Eusebio del día de su


partida, para ofrecerle el coche de cuatro asientos en que había venido de S... y en que podían<br />

ir cómodamente todos, amos y criados, y que, siendo de alquiler, pagaría cada cual a<br />

proporción la parte que le tocaba. Aceptó Eusebio de buena gana la proposición de don<br />

Felipe, mucho más viendo la desenvoltura y franqueza con que le quitaba don Felipe el<br />

tropiezo y embarazo que pudiera hallar la especie del coste del carruaje, yendo en <strong>com</strong>pañía.<br />

Era falso que don Felipe hubiese venido en el coche que decía. Lo fingió a fin de quitar a<br />

Eusebio todo motivo de excusa y de ir en su <strong>com</strong>pañía, <strong>com</strong>o ardientemente lo deseaba; pues<br />

aun después que aceptó Eusebio su oferta, hubo de correr y sudar don Felipe para encontrar<br />

coche de cuatro asientos, consiguiéndolo solamente a costa de mil afanes y empeños. Una<br />

pequeña calentura sobrevenida a Leocadia, hizo diferir dos días el viaje y dio motivo a la<br />

violenta pasión de don Felipe, para que, rompiendo todo freno, tentase aprovecharse de la<br />

ocasión que le presentaba la indisposición de Leocadia para poner en ejecución sus<br />

deshonestos intentos, pues esperaba de sorprenderla sola en su cuarto.<br />

Esto supuesto, le representaba hecho todo lo demás la máxima que llevaba de que<br />

ninguna mujer resistía a la violencia; pues aun la misma Lucrecia quiso <strong>com</strong>prar con la<br />

muerte el título de casta, después que se dejó violar de Tarquino. Decíase a sí mismo que no<br />

había de temer igual catástrofe en Leocadia, mucho menos después que le había manifestado<br />

la misma tan grande propensión y afecto, y confirmándoselo con la expresión que le dijo de<br />

que sería dichosa si llegase a reconocer a su hermano en un caballero de sus prendas.<br />

Lleno de estos desvanecidos pensamientos, iba y venía por el mesón indagando y<br />

espiando la hora y ocasión de sorprender sola a Leocadia, sintiendo entre sí que ésta tuviese<br />

siempre en su <strong>com</strong>pañía a su camarera Clarise. Mas viéndola casualmente salir del cuarto, en<br />

tiempo en que ignoraba si Eusebio estaba en el mesón, corre a informarse sobre ello de<br />

Taydor. Asegurado por éste que Eusebio no volvería hasta el anochecer, apresura con tanta<br />

mayor animosidad la ejecución de su arrojo. Dos veces lo contuvo el temor y respeto; otras<br />

tantas atropelló con todo reparo su palpitante concupiscencia y llega a la puerta, que halló<br />

cerrada.<br />

No oyendo chistar, levanta con la mano resoluta el picaporte, y entra aguijoneado de su<br />

pasión atrevida. Mas la inesperada vista de Clarise hiela su atrevimiento, y lo enajena,<br />

quedando allí sin saber qué hacerse ni qué decirse. Saltóle luego a los ojos la impertinente<br />

descortesía de entrar en el aposento de una mujer indispuesta, sin avisar antes ni pasar recado.<br />

Esta ocurrencia le sugirió el expediente de llamar con señas de la mano y cabeza a Clarise,<br />

para informarse de la salud de su ama. Oída la respuesta de Clarise, de quien se hubiera<br />

deshecho su burlada pasión a puñaladas, se sale mordiéndose los puños y jurando no desistir<br />

de su intento hasta conseguirlo, aunque debiese costarle la vida.<br />

La honesta Leocadia, prevenida de la pasión de don Felipe y de las circunstancias del<br />

mesón, había dado orden a Clarise de estar siempre en su cuarto y de no dejarla sola. La vio<br />

bien sí salir don Felipe del cuarto, pero fue sólo para ir al cuarto inmediato donde ella dormía<br />

y donde tenían sus trastos, volviendo inmediatamente al cuarto de su ama, mientras fue don<br />

Felipe a informarse de Taydor de la salida de Eusebio. Así quedó burlada su pasión, pero más<br />

irritada por lo mismo, cobrando, <strong>com</strong>o suele el ciego amor, mayores fuerzas de los obstáculos<br />

que se cruzan a sus ardientes designios.<br />

Se lisonjeó, sin embargo, que ni el ama ni la criada hubiesen penetrado sus intenciones,<br />

atendido el expediente de llamar a Clarise para informarse de la salud de Leocadia. Volvió<br />

con esto a seguir el sistema de esperar ocasión segura en S... y a fomentar con mayores veras<br />

la especie de la hermandad, aunque se reía de ella, haciéndola sólo servir de medio para<br />

ganarse más la confianza de los que la habían suscitado. A este fin se le antojó escribir una


carta a su padre, con la sola mira de hacérsela leer a Eusebio y a Leocadia. Decía en ella el<br />

encuentro que se le proporcionó en Cádiz de unos señores españoles que venían de la<br />

América, y que lo habían tomado por un hijo que robaron a don Alonso V... atendida la<br />

semejanza que notaban en él con la señora, que lo creía su perdido hermano.<br />

Añadía en la carta las circunstancias del robo, pues nada perdía en escribirlas, haciéndolo<br />

por mero trampantojo de su pasión y esperando divertir a su padre con la especie<br />

extravagante, con que esperaba por otra parte ganarse más los ánimos de Eusebio y de<br />

Leocadia. Loco de gozo con esta ocurrencia, puesta ya en ejecución, va a verse con ellos, y les<br />

dice que no había podido dormir en toda aquella noche con el fantasma de la hermandad que<br />

se le había presentado en sueños, pareciendo que le dijese que no tenía que dudar que<br />

Leocadia fuese hermana suya; que si quería certificarse de ello, que escribiese a su padre y lo<br />

sabría.<br />

Que en fuerza de esto, no pudiendo tomar sueño ni descansar, se había levantado para<br />

escribir la carta que venía a leerles. No necesitó de más Leocadia, que se hallaba algo<br />

recobrada de su indisposición, para abrir de nuevo todo su corazón a las sospechas de la<br />

hermandad de don Felipe; y hubo de contener la ternura de su propensión para no<br />

manifestársela, <strong>com</strong>o hasta entonces se la había manifestado a fin de no darle ocasión de<br />

nuevo arrojo, puesto que le había descubierto su apasionado amor. No dejó de hacer también<br />

alguna impresión en el ánimo de Eusebio el fingido sueño de don Felipe, creyéndolo<br />

verdadero; pues don Felipe para hacerlo parecer tal, cerró la carta en presencia de Eusebio y<br />

de Leocadia, y la entregó a Taydor, que se hallaba allí, para que se la diese a su criado y la<br />

llevase al correo.<br />

Mientras esta funesta carta se encaminaba a su destino para apresurar la muerte al padre a<br />

quien iba dirigida, y un fin desastrado y aciago a quien la escribió, disponíase éste a seguirla<br />

en <strong>com</strong>pañía de Eusebio y de Leocadia, cuya salud restablecida le permitía ponerse en viaje.<br />

Emprendiéronlo finalmente en el coche encontrado por don Felipe, lleno de júbilo éste por el<br />

éxito feliz de su artificio, al verse sentado en la testera que quiso tomar con porfía, para no<br />

dejar nada que pudiese molestar la confianza de Eusebio, a quien <strong>com</strong>enzaba a llamar cuñado,<br />

en consecuencia del sueño, <strong>com</strong>o llamaba hermana a Leocadia, sirviéndose de estos términos<br />

para ablandar más su ánimo y rendirla más fácilmente.<br />

Entretanto, el veneno del amor iba cundiendo en su corazón con la continua vista y trato<br />

de Leocadia en el viaje, y acabó de poner en incendio su pasión la mañana antes de llegar a<br />

S... con el motivo de entrar en el cuarto de Leocadia mientras ésta se vestía, sorprendiéndola<br />

sin el velo, que tenía Clarise en las manos, de modo que pudo devorar con los ojos los<br />

incentivos de su terso y honesto pecho, que hasta entonces había quedado oculto a las ansias<br />

de su curiosa vista.<br />

Sintió sobremanera Leocadia aquella sorpresa del atrevido don Felipe; el cual, no<br />

pudiendo disimular a tal vista la violencia de la llama que enfrenó la presencia de Clarise, se<br />

valió <strong>com</strong>o toro agarrochado, dándose una palmada en la frente, y diciendo: ¡Oh divina<br />

Leocadia! Desde entonces no amaneció más día alegre para él. Perdió enteramente su<br />

acostumbrada jovialidad, el sombrío ceño de la tristeza cargó su semblante, ni alzaba los ojos<br />

sino para vibrar el fuego de la desesperación, que le avivaban las mismas atenciones que<br />

Eusebio usaba con él para consolarlo, atendida aquella repentina y notable mudanza.<br />

Llegó a sospechar Eusebio que la llegada a S... le diese motivo para ello; mas sin<br />

atreverse a indagar, ni a preguntarle la causa, le manifestó sólo su generosa <strong>com</strong>pasión,<br />

ofreciéndole su persona y bienes, y lo hizo dueño de su casa, añadiéndole que le daría motivo<br />

de <strong>com</strong>placerse si quería servirse de sus ofertas. Éstas, que un día antes hubieran sacado de


quicio su corazón por verse allanar el camino a sus traidores intenciones, ahora sólo<br />

agravaban su tristeza, mucho más viendo la modesta seriedad y silencio de Leocadia, efectos<br />

del sentimiento que le había causado su osadía; pues echaba de ver que le sería necesario<br />

recurrir a la violencia para conseguir lo que deseaba: triste y ruin expediente de la pasión<br />

furiosa que por ella sentía.<br />

Los nuevos agasajos y ofertas que le hizo Eusebio luego que llegaron a S... no pudieron<br />

entibiar su jurada resolución, sirviéndole de medio para cumplirla los ruegos que le hizo<br />

Eusebio en la despedida, para que lo avisase cuanto antes de la respuesta de su padre a la carta<br />

que le escribió sobre la hermandad. Prometióselo el tétrico don Felipe, bien ajeno de creer y<br />

aun de pensar el funesto efecto que había producido en su padre aquella carta, pues le agravó<br />

el mal de modo que lo halló moribundo. Conservaba sin embargo bastante conocimiento para<br />

hacer a su hijo algunas preguntas consternadas (luego que se le presentó en la cama) sobre los<br />

forasteros que habían llegado de la América.<br />

Conoció por ellas don Felipe que su padre se hallaba en gran agitación sobre aquel<br />

accidente y, aunque no le dio la más mínima luz sobre su nacimiento, infundióle hartos<br />

recelos y sospechas que conmovieron su fantasía, de modo que procuraba alejar de sí las ideas<br />

de la hermandad con Leocadia, a fin de que no pudiesen poner nuevo estorbo en su conciencia<br />

a la resolución de violentarla, si de otro modo no podía dejar satisfecha su ciega pasión. Así,<br />

la idea del incesto, que debía servir de motivo para llenarlo de horror, sirvió sólo para irritar<br />

mucho más su amor ardiente y para apresurar su delito.<br />

Entretanto, Eusebio y Leocadia, llegados a su casa, se <strong>com</strong>placieron sumamente de verla<br />

llena de sus antiguos amigos y conocidos que lo esperaban, en fuerza de la voz de su llegada<br />

que esparció su agente. Admiraban todos las afables gracias y hermosura de Leocadia, no<br />

menos que la discreción y modesta viveza que la condecoraba. Complacióse sobre todos don<br />

Eugenio de Arq... su más íntimo amigo, que <strong>com</strong>o tal le dio las más tiernas demostraciones de<br />

su alborozo. Esparcióse luego por toda la ciudad la llegada de Eusebio, atrayendo la memoria<br />

de su generosa beneficencia los ánimos reconocidos que la experimentaron; los unos para<br />

agradecerle y contarle la fortuna que habían hecho con los medios y socorros que les dio, los<br />

otros para implorar su humanidad sabiendo que no serían desechados.<br />

Entre éstos fue uno el cura de la parroquia en que Eusebio vivía, representándosele la<br />

falta que había hecho su presencia a muchos infelices que se hallaban en suma miseria, por no<br />

tener quien los socorriese. Aunque Eusebio no se negó a su representación, dándole un<br />

generoso socorro, le dijo sin embargo que ya no podía ser tan liberal <strong>com</strong>o lo había sido antes,<br />

cuando no tenía familia que mantener, ni tantos temores de perder su herencia <strong>com</strong>o ahora<br />

tenía, debiendo ir con tiento en prodigar la hacienda que todavía no podía llamar suya, pues<br />

dependía de la voluntad, aunque generosa, de aquel que lo había prohijado.<br />

Reía por otra parte en secreto la malignidad de sus enemigos, resarciendo con ufano<br />

júbilo por su llegada el sentimiento que tuvieron por su partida repentina, la cual rompió por<br />

entonces la trama que urdían para acusarlo por el impío sacrificio que celebraba a las musas<br />

en su casa. Reían por lo mismo ahora con mayor satisfacción, viéndolo caído <strong>com</strong>o pez<br />

incauto en la red que le tenían tendida. Su tío don Gerónimo, desde su luminoso asiento de<br />

intendente, atizaba mucho más el fuego de los ánimos de aquellos que se ofrecieron a<br />

acusarlo, teniendo por seguro que de este modo se decidiría el pleito sin apelación.<br />

Eusebio <strong>com</strong>enzó a dar sobre éste sus primeros pasos, sin afanarse ni inquietarse por<br />

ganarlo ni por perderlo, persuadido que dejaría hartos bienes a su hijo, si le dejaba la virtud<br />

por herencia y un honesto oficio, en caso que la suerte le arrebatase la paterna herencia, <strong>com</strong>o<br />

lo iba disponiendo en secreto, sin que él lo sospechase, con la desgracia que había de


descargar sobre su cabeza y sobre la inocente Leocadia, sirviéndose de la violenta pasión de<br />

don Felipe para apresurarla, aunque por este mismo medio lo libró del golpe más funesto y<br />

terrible que le estaban amagando los que querían acusarlo al tribunal, contentándose su tío<br />

don Gerónimo de tener prenda segura para alzarse con la herencia, a que sólo aspiraba, <strong>com</strong>o<br />

la tuvo por medio del desventurado don Felipe.<br />

Estimulado éste de las sospechas que le habían infundido las preguntas y la consternación<br />

de su padre, se esforzaba en sofocarlas y en creer imposible su hermandad con Leocadia, a<br />

quien fue inmediatamente a visitar con intención de tomar el tiento a la casa, y a los caminos<br />

y medios de que debía valerse para asegurar la violencia que estaba resuelto usar con ella;<br />

pues tenía ya sobradas pruebas de la virtud de Leocadia para esperar que se rindiese a sus<br />

solicitaciones.<br />

Quedaba todavía impreso en el ánimo de Leocadia el resentimiento contra don Felipe por<br />

haberla sorprendido en el cuarto del mesón la mañana antes que llegasen a S... Lo disimuló<br />

sin embargo, atendidas las instancias que le hizo Eusebio para que lo avisase de la respuesta<br />

que le daría su padre sobre la hermandad. Sobre la misma recayó la pregunta que le hizo<br />

Leocadia luego que le vio <strong>com</strong>parecer en su casa. Mas <strong>com</strong>o era ya inútil a las miras de su<br />

pasión resoluta fomentar le la credulidad de tal especie, la desmintió del todo don Felipe para<br />

que Leocadia perdiese el horror que pudiera darle la idea del incesto y se rindiese más<br />

fácilmente a sus primeras instancias y amenazas.<br />

Respondióle, pues, don Felipe, que su padre había recibido la carta con risa de desprecio<br />

y que lo había enviado a pasear por respuesta. Que así podía desengañarse enteramente, pues<br />

en vez de serle hermano, pudiera ser su mando, si don Eusebio no estuviera disfrutando esta<br />

felicidad en la posesión de una hermosura, la más envidiable. Dicho esto, arroja un suspiro y<br />

da una fiera mirada a Leocadia, sin tener valor para pasar adelante, contenido de la presencia<br />

de Clarise, que iba sacando la ropa blanca de un baúl.<br />

Leocadia, que había dejado de ayudar a Clarise para recibir a don Felipe, después de<br />

haber oído la respuesta que le dio su padre, y perdido con ella y con el tono con que la profirió<br />

don Felipe las esperanzas que le quedaban sobre la pretendida hermandad, juzgó que debía<br />

usar con él más seria modestia, atendida su manifiesta pasión y la mirada y suspiro con que<br />

a<strong>com</strong>pañó aquel impenitente requiebro; ni halló mejor medio para cortar tal discurso que<br />

torcer la conversación a la hermosura de la ciudad y del sitio de la casa. Mas don Felipe, que<br />

no vela otra hermosura que la de Leocadia, le dijo que toda S... con sus riquezas no valía una<br />

sola mirada de las suyas, y que por ella daría los reinos de la tierra.<br />

Esta nueva jaculatoria <strong>com</strong>enzó a consternar un poco la severa honestidad de Leocadia, e<br />

hízole buscar expediente para dar a entender a don Felipe que no le <strong>com</strong>petía tal discurso.<br />

Proporcionóselo Clarise que iba a salir del cuarto, diciéndole que esperase allí. Clarise<br />

obedece a despecho de don Felipe, a quien encendió la rabia el corazón, viendo que Leocadia<br />

manifestaba recatarse de él con aquella precaución que llevaba visos de sonrojo. Disimuló no<br />

obstante su rencor esperando que se le proporcionase la ocasión, que no desesperaba de<br />

encontrar con el tiempo.<br />

Mas no pudiendo quedar allí por entonces a saborearse la amargura de aquella ofensa, se<br />

levantó para despedirse haciéndose sumo esfuerzo para disimular su enojo, el cual cobró<br />

mayores fuerzas de la fría modestia con que Leocadia recibió su pronta despedida, sin hacerle<br />

ninguna instancia para que se quedase y sin mencionarle el corto tiempo que había durado su<br />

visita. Lo excusó él mismo con el achaque de los muchos negocios que tenía y con el estado<br />

de la salud de su padre; pero de hecho apresuraba su salida para poder poner más presto en<br />

ejecución los furiosos intentos de su pasión exasperada.


A este fin, habiéndose encontrado con Taydor al salir de la estancia de Leocadia, le rogó<br />

le mostrase la casa. Taydor, que había visto la intimidad con que su amo lo había tratado en<br />

Cádiz y en el viaje, condescendió con sus ruegos y satisfizo a las preguntas que le hizo,<br />

sirviéndose don Felipe de las respuestas de Taydor y de la vista de la casa para tomar mejor<br />

sus medidas, empleándose después en atar cabos y modo para ejecutar la maldad que no<br />

perdía de vista.<br />

Con la ocasión de hacerle ver Taydor la casa, llevólo inadvertidamente a la cocina, sobre<br />

cuya mesa tenía dos rollos de tabaco de Virginia que estaba picando. Bien lo notó don Felipe,<br />

mas su alma, llena entonces de los pensamientos de su pasión y arrojo, no hizo alto en ello, ni<br />

le ocurrió entonces que aquel tabaco podía servirle de medio para vengarse de Eusebio y de<br />

Leocadia, y para perderlos, <strong>com</strong>o después lo hizo. Sólo llevaba presente por entonces llegar a<br />

sorprender a Leocadia y hacerla fuerza, <strong>com</strong>o había determinado a cualquier coste. Luego,<br />

pues, que tuvo tramado el modo, esperó ocasión en que Eusebio no pudiese estar en casa, lo<br />

que se le proporcionó presto, habiéndolo apalabrado sus abogados, y para entonces resolvió la<br />

ejecución de sus designios.<br />

Prevínose a este fin de un rejón, más para amedrentar a Leocadia y para hacerla rendir<br />

más presto a sus deseos, que por intención que llevase de teñirlo bárbaramente en su sangre.<br />

Sólo tenía que vencer el obstáculo de Clarise y de los criados. Eusebio, a más de Taydor,<br />

había tomado otro luego que llegó a S... llamado Damián. De éste le ocurrió que podría<br />

desembarazarse fácilmente, untándole la mano para que fuese a su casa a traerle la caja del<br />

tabaco, que fingiría habérsele olvidado. A Taydor, a quien sabía que no podía corromper con<br />

dones, se le ofreció darle orden en nombre de su amo para que fuese a esperarlo a casa del<br />

abogado.<br />

Ningún medio oportuno le ocurría para librarse del argos de Clarise, mucho menos no<br />

sabiendo él hablar en inglés, ni ella en español. Resolvió, sin embargo, cerrar tras sí la puerta<br />

del cuarto de Leocadia si la encontraba sola, o en caso de hallarla con Clarise, hacía cuenta de<br />

llamarla al cuarto que daba sobre el río para hacerla ver una cosa que no había, y con esto<br />

ejecutar en aquel mismo cuarto sus malvados intentos. La fantasía todo lo facilita. Parecióle<br />

haber allanado con esto todas las dificultades; de modo que llegada la hora en que sabía que<br />

Eusebio había de ir a verse con el abogado, ya se hallaba él en la casa de enfrente esperando<br />

que saliese Eusebio de la suya para meterse en ella, <strong>com</strong>o lo ejecutó luego que Eusebio<br />

traspuso la calle.<br />

Parecía que su fatal destino le allanase todos los caminos, pues aunque encontró cerrada<br />

la puerta de la escalera, en que no había pensado, sirvióle este mismo accidente para salir<br />

mejor con sus intentos; porque tocando a ella ligeramente, fue oído de Damián, que acudió a<br />

abrirle. Don Felipe dícele inmediatamente con gran desenvoltura: Me encuentro sin la caja y<br />

no puedo pasar sin ella; id en dos saltos a mi casa y traedla, que aquí tenéis para remendar los<br />

zapatos; y le pone en la mano un escudo. Damián, hombre simple y nuevo, deslumbrado de la<br />

plata, va sin detenerse adonde era enviado y sin sospechar traición en don Felipe, a quien<br />

había visto otra vez en la casa. Así pudo penetrar don Felipe sin estorbo hasta la estancia de<br />

Leocadia sin cuidarse de Taydor ni de Clarise.<br />

Leocadia, enteramente confiada en la cerrada puerta que estaba en<strong>com</strong>endada a Damián,<br />

sorprendióse sobremanera al ver entrar en su cuarto a don Felipe. Taydor hacía de cocinero,<br />

Clarise estaba planchando en otro cuarto. Don Felipe, loco y furioso de amor, viéndose en el<br />

ansiado lance sin haber encontrado estorbo, no teniendo por qué guardar respeto ni<br />

conveniencia alguna en sus intentos, entrado apenas en el cuarto, cierra la puerta tras sí.<br />

Leocadia, que conoció a su aspecto, y por el atrevimiento descortés de cerrar la puerta, la<br />

mala intención con que llegaba, se levanta y le dice con encendida modestia: ¿Qué hace vmd.


don Felipe? La puerta ha de estar abierta. Mas don Felipe, sin darle atención, arrojóse a ella<br />

para abrazarla, y lo consigue.<br />

Leocadia, cuya delicadeza era bien inferior en fuerzas a un loco furioso, y furioso de<br />

amor, aunque tentó hacer todos los esfuerzos posibles para desasirse de él, echó de ver que no<br />

era Orme que quería obligarla al casamiento, sino un furioso resoluto que quería ultrajarla a<br />

cualquier coste; ni halló otro medio para defenderse de él que gritar con todas sus fuerzas<br />

llamando a Clarise, a Taydor y a Damián. Mas todavía le resistía oyendo recios golpes y<br />

empujones a la puerta, y la voz del mismo Eusebio que se nombraba y que llamaba a Taydor a<br />

gritos. Leocadia, al conocer la voz de Eusebio, con tanto mayor ánimo y consuelo gritaba,<br />

implorando contra la violencia de don Felipe. Viose éste entonces perdido; ni sabía qué<br />

partido tomar en aquellas terribles circunstancias, semejante a un tigre que, asentadas apenas<br />

sus garras sobre la presa palpitante, se ve a<strong>com</strong>etido de repente del animoso montero, y queda<br />

en la furiosa incertidumbre de a<strong>com</strong>eter al uno o despedazar al otro.<br />

Ahora lo incitaba la rabia y el enojo a vengarse de Leocadia por haberle resistido y<br />

descubierto con sus gritos, ahora quería implorarla, movido del temor, mostrándosele<br />

arrepentido. Mientras lucha con estos sentimientos, continuando a gemir y a gritar Leocadia,<br />

crecen los golpes a la puerta <strong>com</strong>o si quisiesen derribarla. El temor de perder la vida sugirió<br />

entonces a don Felipe armarse del rejón que había arrojado y deja libre a Leocadia para ir a<br />

tomarlo mientras Taydor, dejándose de golpes, impele de corrida la puerta con todas sus<br />

fuerzas y la abre.<br />

Don Felipe quiere entonces abrirse el paso con el rejón en la mano, mas viendo a Taydor<br />

con la cuchilla de la cocina, que fue la primer arma que le pusieron en las manos las voces e<br />

instancias de su amo, se acobarda y se acoge a Leocadia, poniéndose de rodillas tras de ella a<br />

fin de evitar el golpe que Taydor le amenazaba. Eusebio, viendo que don Felipe había<br />

arrojado el cuchillo, detiene el brazo a Taydor diciéndole: No ofendas a un desarmado que<br />

implora piedad; tente, Taydor. Don Felipe, penetrado de las palabras de Eusebio, le dirigió la<br />

palabra diciendo: Perdone vmd. señor don Eusebio, un loco y temerario arrojo a que sólo<br />

pudo inducirme Satanás.<br />

Eusebio, después de haberlo mirado un instante en silencio pensando lo que le diría,<br />

haciéndose un heroico esfuerzo de moderación, le dijo: Vaya vmd. con Dios, don Felipe;<br />

queda todo perdonado. Fuera de aquí no se sabrá un hecho que desde ahora quedará sepultado<br />

en un eterno silencio y olvido. Don Felipe, asegurado de la noble entereza con que Eusebio le<br />

prometía seguridad, se levanta exclamando: ¿Cómo pude <strong>com</strong>eter tal maldad? Cegóme una<br />

furiosa pasión que detesto; perdone vmd. señor don Eusebio. Vaya vmd. con Dios, volvió a<br />

decirle Eusebio; nadie le ofenderá. Don Felipe, oprimido de vergüenza y de confusión, no<br />

pudo sufrir más la presencia de Eusebio, ni el victorioso ademán de tierna confianza con que<br />

Leocadia se había asido de su brazo enjugándose las lágrimas.<br />

Haciéndoles entonces un mudo saludo inclinando la cabeza, se salió del cuarto. Taydor,<br />

que iba detrás para asegurarse de verlo salir de casa, reparó que iba dándose palmadas en la<br />

frente y haciendo ademanes que manifestaban antes su rabia y despecho, que arrepentimiento<br />

y confusión. Quedando ya solos Eusebio y Leocadia, se abrazan mutuamente, diciendo<br />

Leocadia: No creía abrazaros más, amado Eusebio; el cielo me ha protegido.<br />

EUSEBIO.- Prenda eterna de mi dicha, adorable Leocadia, vuelvo a poseeros. Sentaos,<br />

que tembláis toda.<br />

LEOCADIA.- ¿Quién hubiera pensado ni temido cosa semejante?


EUSEBIO.- Vivimos entre hombres, Leocadia. No hay cosa que debamos extrañar de<br />

ellos; esto es lo que dan de sí. Agradezcamos a ese desventurado que no os haya quitado la<br />

vida. Hay maldades que merecen ser agradecidas por no ser llevadas a su colmo. Mas, ¿cómo<br />

os sorprendió?<br />

LEOCADIA.- No sé decirlo. Le vi <strong>com</strong>parecer de repente en mi cuarto sin haber oído<br />

tocar a la puerta y sin haber hecho pasar recado. No sé lo que se hizo Damián; si éste me<br />

hubiera avisado que era don Felipe, no sé si lo hubiera recibido; tenía motivo para ello.<br />

EUSEBIO.- ¿Motivo teníais?<br />

LEOCADIA.- No hay para qué os le oculte después de tal escarmiento. Temo haber<br />

dado motivo a don Felipe para ese arrojo, aunque inocentemente. Ahora veo que no basta<br />

recato ni modestia para con los hombres. Una mujer que ama su decoro conviene que los trate<br />

con áspera rusticidad.<br />

EUSEBIO.- Os <strong>com</strong>padezco, Leocadia; el lance ha sido terrible, pero rara vez suceden<br />

tales lances. La aspereza y la rusticidad desdicen de la modestia; por rústica que queráis<br />

manifestaros, no por eso se encubren las gracias del sexo, que de cualquier modo darán presa<br />

a un loco a quien se le antoje un desatino. ¿Mas no podré saber ese inocente motivo que<br />

habéis insinuado?<br />

LEOCADIA.- Aunque tarde, servirá mi confesión para recobrar la entera confianza que<br />

dejé de haceros, a esto debo referir la causa del arrojo de don Felipe por no haberos<br />

<strong>com</strong>unicado inmediatamente la declaración que me hizo de su apasionado amor en el mesón<br />

de Cádiz.<br />

EUSEBIO.- ¿Ya entonces os hizo esa declaración? A la verdad el medio de<br />

descubrírmela hubiera sido muy oportuno para impedir el mal; pues sin abusar de vuestra<br />

cariñosa confianza y sin dar a entender a don Felipe que me la hubieseis hecho, me hubiera<br />

sólo servido para arreglarme con prudencia, excusándome de hacer el viaje en su <strong>com</strong>pañía.<br />

Mas ¿cómo se pueden prevenir los infinitos lances desgraciados que pueden acontecer en la<br />

tierra? La virtud solamente puede hacerlos llevaderos...<br />

Clarise, que entraba a avisar a sus amos de la llegada de Damián de quien no sabían el<br />

paradero, interrumpió su discurso. El llamado Damián entra con la caja de don Felipe en la<br />

mano y les cuenta el encargo que le hizo de ir por ella a su casa. Eusebio, sin des<strong>com</strong>ponerse<br />

y sin dar a entender a Damián nada de lo que había pasado con don Felipe, le dio orden para<br />

que fuese a restituirle la caja. Encontró Damián a don Felipe al tiempo que salía de su casa y<br />

se la entregó. Mas él, habiendo ya sacado mayor rabia y enojo de la misma magnánima<br />

moderación de Eusebio, y mayor odio y venganza de la entereza de Leocadia, había resuelto<br />

perderlos e iba entonces a ejecutarlo.<br />

El pavor que le causó la vista de Taydor con la cuchilla levantada en ademán de matarlo<br />

sin <strong>com</strong>pasión, habíalo hecho humillar en apariencia para salvar la vida con la sumisión; pero<br />

la soberbia de su corazón echaba chispas interiormente, viéndose forzado a tal abatimiento y<br />

obligado a tragar todas las heces de la ignominia y vergüenza delante de la majestuosa<br />

presencia de Eusebio, que lo había sorprendido en el cuerpo del delito cuando lo creía muy de<br />

asiento en casa del abogado.<br />

Iba de hecho Eusebio a verse con él; mas, habiendo traspuesto la calle, se halló menos el<br />

dinero que había empaquetado para entregárselo al abogado, y volvió por él, pudiendo<br />

impedir con este accidente la tragedia que hubiera tal vez llevado al cabo la furiosa y ciega


pasión de don Felipe, atendida la firme resolución de Leocadia de morir antes que dejarse<br />

deshonrar de aquel loco, el cual convirtió por lo mismo toda su amorosa afición en más<br />

rabioso despecho y odio implacable; a que, añadiéndose el recelo que le nació de que Eusebio<br />

diese parte a la justicia de su maldad, resolvió adelantársele por seguro atajo y acusarlo a la<br />

misma justicia, trayéndole a la memoria la venganza los rollos del tabaco que había visto<br />

sobre la mesa de la cocina la mañana que el inadvertido Taydor, condescendiendo con sus<br />

ruegos, le mostró la casa.<br />

Sabiendo, pues, que aquel contrabando bastaba para perderlos a todos, mucho más<br />

hallándose intendente su tío don Gerónimo, sin descansar en su casa, después que dejó la de<br />

Eusebio y sin respeto por la extremaunción que había recibido su padre moribundo,<br />

aguijoneado del deseo de la venganza, se apresuró a poner el colmo a su maldad y a su<br />

ignominia, yendo a delatar el contrabando. Mas no alegró su corazón <strong>com</strong>o esperaba y <strong>com</strong>o<br />

se lo prometía la venganza, a la cual a<strong>com</strong>paña el arrepentimiento.<br />

Creció éste con la inmediata muerte de su padre, a quien vio expirar poco después de su<br />

delación, devorado de terribles angustias y afanes, esforzándose a decirle, según parecía<br />

querer entre las bascas de la muerte, lo que ya no podía y lo que había ya declarado en<br />

presencia de testigos, obligándole a ello el confesor. Aunque quedaba legalizada la<br />

declaración del padre y encargado el mismo confesor de participársela a don Felipe, que nada<br />

sabía y que estaba tan ajeno de saberla, quiso sin embargo dejar pasar algún día para no<br />

agravar tanto el dolor del que se suponía hijo del mismo, y que <strong>com</strong>o tal se había vestido del<br />

luto que no le <strong>com</strong>petía, pero que era triste agüero del funesto fin que le esperaba.<br />

Hízoselo apresurar la fatal y deplorable prisión de Eusebio y de Leocadia, los cuales,<br />

hallándose en dulce y suave <strong>com</strong>pañía aquella misma noche leyendo en Plutarco los hechos y<br />

dichos notables de los lacedemonios, se ven <strong>com</strong>parecer a Clarise toda despavorida, diciendo<br />

en voz baja y titubeando que entraba la justicia en casa, que los alguaciles habían prendido a<br />

Damián.<br />

Leocadia se asusta, Eusebio se sorprende, ni le dio tiempo para reflexionar lo que pudiera<br />

ser. Uno de los ministros principales que, a<strong>com</strong>pañado de algunos alguaciles, entró en el<br />

cuarto, y dirigiéndole la palabra, le dijo: ¿Es vmd. don Eusebio M...? A que respondió<br />

Eusebio que sí lo era; hizo la respectiva pregunta a Leocadia, y confirmando que lo era, dijo el<br />

ministro que venía a cumplir con los órdenes que tenía de parte del rey, que podrían excusarse<br />

del registro que les era mandado, entregándoles toda la cantidad de tabaco de rapé que tenían.<br />

Maravillado Eusebio de tal razonamiento, le respondió que él no tomaba tabaco de<br />

ninguna calidad ni sabía que lo hubiese en su casa; que si no se fiaban de su dicho, podían<br />

hacer el registro que les era mandado. Nada de hecho sabía Eusebio de aquel tabaco; Taydor,<br />

que lo tomaba y que no sabía pasar sin él, era el que lo había traído de la América. Al mismo<br />

se lo encontraron los alguaciles; mas <strong>com</strong>o el orden que traían del intendente era que si<br />

encontraban el tabaco prendiesen a Eusebio y a su mujer, lo ejecutaron inmediatamente que se<br />

apoderaron de los rollos que Taydor no supo ni tuvo tiempo para ocultarlos. Con esto<br />

arrancaron aquellos inocentes y respetables esposos del seno de sus <strong>com</strong>odidades y dichosa<br />

libertad, de todos sus bienes y de sus criados, para llevarlos a una horrible e ignominiosa<br />

cárcel.<br />

Esforzábase Eusebio en llamar todos sus sentimientos y las máximas de la virtud en<br />

alivio de su inocencia, para llevar con la posible fortaleza aquella inesperada desgracia,<br />

angustiándolo sobre todo la memoria de su amada Leocadia. Iba ésta deslumbrada del terror<br />

que le había infundido la aparición de los alguaciles en su casa y fuera de sí, oprimida de la<br />

ignominia y dolor de verse sacar de ella por aquellos armados corchetes, y llevar entre las


tinieblas de la noche <strong>com</strong>o a una mujer infame a la cárcel, cuya vista acrecentó el horror y<br />

espanto que se apoderaron de su ánimo, en que agravaron la desolación de su mortal tristeza.<br />

Creció ésta mucho más cuando la dejaron encerrada los alguaciles en el calabozo sin su<br />

amado Eusebio, desamparada de todos los humanos y asombrada de aquella funesta soledad y<br />

espantosa prisión.<br />

No pudo contener entonces el llanto que brotó de sus ojos, llegando casi a sofocarla los<br />

sollozos, cuyo eco acrecentaba el horror de su situación. Sintiendo que iba a caer desfallecida,<br />

vióse precisada a sacar fuerzas de su abatimiento para ir a sentarse en un poyo medio<br />

desmoronado que descubrió a la escasa luz de un sucio candil que la dejó el carcelero. No<br />

permitiéndole llegar a él la opresión de la tristeza y su desfallecimiento, hubo de dejarse caer<br />

sentada en el suelo para no dar consigo en él. Levantando entonces sus hermosos ojos hacia el<br />

cielo, cruzadas las manos sobre el delantal, lo imploraba en favor de su inocencia, regándole<br />

el rostro las lágrimas que hilo a hilo le caían, diciendo:<br />

¡Oh santa e inescrutable providencia! ¿En qué pude ofender la justicia de los hombres<br />

para verme conducida y encerrada en este abismo de desolación y de oprobio? ¿Qué será de<br />

mí, Dios justo? ¿Qué será de mi amado Eusebio? ¿Es acaso la muerte la que nos está<br />

destinada, o bien nuestra perpetua separación en este lugar infame y horrible? Mas ¿qué<br />

delito, Dios mío, qué violación de ley pudo hacernos merecer a entrambos este terrible<br />

castigo? ¿Ha de poder tanto la calumnia contra los derechos de la honestidad, si es ella por<br />

ventura la que nos derribó en esta tenebrosa sima de horrores y de penas?<br />

En tan fiera incertidumbre de mi estado, de mi inocencia y de mi vida, dadme, justo Dios,<br />

aliento para que pueda resistir al dolor y mortales angustias que oprimen mi corazón<br />

desfallecido; dádmelo si acaso he de volver a ver y a poseer a mi amado Eusebio; mas si<br />

vuestros inescrutables decretos me condenan a quedar privada para siempre de este mi mayor<br />

bien, que sólo sustenta a mi esperanza entre los funestos horrores que me cercan, abreviadme<br />

¡oh Dios omnipotente!, una vida infeliz y más acerba y horrible que la muerte que imploro.<br />

Interrumpe a esta plegaria y hace atemorizar de horror a la sollozante Leocadia un ruido<br />

ligero de paja, que no descubrió a primera vista; pero que, llamando a sus ojos consternados,<br />

la hizo advertir en el ruin jergón que estaba tendido en el suelo, en que vio correr un grueso<br />

ratón que salió de la paja. El temor que la buena Leocadia había cobrado desde niña a los<br />

ratones era entre otras una de las flaquezas que Eusebio quiso que perdiese con el estudio de<br />

la filosofía moral. En fuerza de este estudio había ella lidiado con aquel temor, haciéndola<br />

hacer Eusebio reflexiones para vencer a su imaginación. Habíalo recabado en parte, mas no<br />

por eso dejó de sobresaltarse vivamente en fuerza de aquel ruido que la advertía de lo que<br />

podía ser y de lo que vio confirmado en el mismo insecto.<br />

Mas ¿a dónde huir? ¿Qué criados llamar? ¿Cómo ahuyentarlo? La necesidad lo recaba<br />

todo. Por fuerza o de grado ella hace plegar la frente a todos sus accidentes. Leocadia, que sin<br />

el previo estudio de perfeccionar su interior hubiera quedado allí yerta de terror al verse<br />

encerrada con aquel animal inmundo, hízose luego con la reflexión un grande esfuerzo para<br />

sobreponerse al miedo, fortaleciendo su ánimo con los consejos y máximas de la sabiduría<br />

que había oído de Eusebio, cuya memoria y la de las penas y miseria igual que padecería, fue<br />

llamando poco a poco, y llegó a sacar su ánimo de aquel yerto enajenamiento que le había<br />

causado la vista de aquel asqueroso animalejo.<br />

Volvió a prevalecer entonces el dolor, el llanto y los afectos con que desahogaba las<br />

angustias que oprimían a su corazón sensible, sin ser ya capaces a distraerla las corridas y<br />

chillidos de otros allegados ratones que entraban y salían impunemente por el roto y <strong>com</strong>ido<br />

jergón. La memoria de Eusebio era la que tenía ocupada enteramente su alma y sentimientos,


pareciéndole que la repetía las máximas y consejos que otras veces la había dado, y que le<br />

acordaba el consuelo que había sacado él mismo de la virtud en otros semejantes lances de<br />

oprobio, de miseria y de prisión en que se había visto.<br />

Así pasaba aquella eterna noche sentada en el suelo, llorando amargamente, sin tener ni<br />

fuerzas ni aliento para ir a descansar en aquel nidal de sucios animales, hasta que la luz del día<br />

<strong>com</strong>enzó a penetrar por una pequeña reja de aquella mazmorra, disipando escasamente sus<br />

tinieblas, mas no el horror ni la aflicción mortal en que la virtuosa e inocente Leocadia se<br />

hallaba sumergida.<br />

No era mejor la situación de Eusebio ni el calabozo en que lo habían encerrado; pero su<br />

ánimo estaba ya amoldado a semejantes desgracias, y más fortalecido de la virtud. Bien es<br />

verdad que, luego que se vio solo y encerrado, no pudo contener el llanto que le arrancó la<br />

memoria de las angustias y terribles penas que padecería su amada Leocadia; mas en vez de<br />

zozobrar su sufrimiento, se fortalecía al contrario con las reflexiones de la mudanza de las<br />

cosas humanas, de la malicia de los hombres y de los males que no podían penetrar en el<br />

corazón donde la virtud los rebate, dando al alma un sublime consuelo que no creen posible<br />

los que no prueban la alta causa de donde nace.<br />

Quiso, sin embargo, pensar el motivo que podía tener su prisión. ¿Pero cómo atinar en la<br />

causa verdadera, aunque le ocurriese luego el tabaco, si no sabía nada ni había tenido la<br />

menor parte en aquel fraude? Mas no dudando ya que su tío don Gerónimo, <strong>com</strong>o intendente<br />

que era, se valiese de aquel contrabando para perderlo, usando con él de todo el rigor de la<br />

ley, recurrió al cielo sólo, asilo de la virtud, remitiendo a la providencia su causa y la de su<br />

amada Leocadia. Echó de sí todos los tristes pensamientos que le venían en tropel sobre sus<br />

perdidos bienes y <strong>com</strong>odidades, sobre Taydor y Clarise, sobre la ignominia que le había de<br />

redundar si no salía inocente de aquella calumnia. Cansado de imaginar dio consigo sobre el<br />

jergón que allí había también, en que se tendió con tanto mayor esfuerzo de ánimo, cuanto era<br />

más la repugnancia que vencía en servirse de aquel asqueroso lecho.<br />

Almohada no había; incorporóse en aquel embudo de rastrojos para quitarse la casaca y<br />

hacerla servir de almohada, mas ocurriéndole que aquello era buscar expediente a la<br />

in<strong>com</strong>odidad en que quería abatirlo la suerte, vuelve a meter en la manga el brazo que había<br />

sacado y se tiende en el jergón. Estando así le ocurre de nuevo su Leocadia, si tendría cama<br />

igual, las lágrimas que derramaría al verse en tan horrible y funesto estado y tan indigno de<br />

sus inocentes costumbres y delicadeza. Ocurrióle también Henrique Myden, su pequeño<br />

Henrique, que enternecieron de nuevo su corazón sensible, haciéndose violencia suma para<br />

apartar de sí tales ideas, y en vez de ellas sustituir las reflexiones y consejos de la virtud, para<br />

disponer su ánimo y fortalecerlo contra todos los funestos efectos que pudiera tener aquella<br />

prisión.<br />

El tratado de la tranquilidad del sabio, el de la constancia del mismo y el de la felicidad<br />

de la vida de Séneca, que casi sabía de memoria, le sirvieron de grande confortativo y<br />

consuelo en aquella terrible situación. Añadióse a esto el descubrir a la escasa luz una imagen<br />

del Salvador formada con lápiz en la pared por alguno de los infelices que habían habitado<br />

antes aquel calabozo. Contribuyó su vista para que Eusebio <strong>com</strong>enzase a cotejar su triste<br />

estado y el que le podía esperar con la pobreza, con el oprobio y tormentos padecidos de aquel<br />

divino sol de justicia y de virtud, ante el cual todos los sabios de la tierra se oscurecían <strong>com</strong>o<br />

pequeños astros, que sólo resplandecieron en las tinieblas de la ignorancia y del error, que<br />

disipó con la luz de sus divinas máximas y consejos aquel hombre Dios que se dejó ver a la<br />

tierra para ilustrarla y para ser su Redentor y dechado de las virtudes más sublimes.


Estas memorias y las de los consejos y ejemplos del Evangelio que Eusebio llamaba a su<br />

memoria, fortalecían y consolaban su ánimo. Mas <strong>com</strong>o el lecho en que se hallaba era<br />

también nidal de ratones, no lo dejaron éstos descansar largo rato en la postura que se hallaba<br />

tendido, llegando ellos a pasar y repasar por su cuerpo, de modo que lo obligaron a levantarse<br />

para poder tomar el hilo de sus santas reflexiones, caminando por aquella mazmorra. Así se le<br />

pasó la noche sin poder cerrar los ojos al sueño. Al otro día, acordándole la misma soledad<br />

que le había quedado el reloj en la faltriquera, sin poder consultarlo sobre los tristes<br />

momentos que duraba su prisión por no haberle dado cuerda, resolvió deshacerse también de<br />

aquella alhaja inútil, la sola que le quedaba para no depender de cosa alguna de la tierra.<br />

Quiso ejecutar esta resolución cuando entró el carcelero para darle un mendrugo de pan<br />

prieto y un jarro de agua. Eusebio recibe este opíparo desayuno diciendo al que se lo<br />

entregaba: Veo, amigo, para qué se me da todo esto y es justo agradecérselo; tomad este reloj<br />

y ajustadlo con el tiempo. El carcelero le vuelve la espalda sin responderle cosa alguna,<br />

dejándolo en la postura de ofrecerle el reloj. ¡Bueno!, dijo Eusebio, el desinterés es grande,<br />

pero a<strong>com</strong>pañado de la dureza, ¿qué significa? Ello dirá. Comamos ahora, ¡pues podemos<br />

sacar también algún consuelo de un mendrugo! ¡Ah, si pudiese yo <strong>com</strong>unicar mis<br />

sentimientos a Leocadia! Mas ella queda instruida en la virtud y en sus santas máximas, y<br />

aunque joven y delicada, es inocente y tiene corazón capaz y susceptible de la fortaleza, y<br />

luces de la sabiduría para contrastar con la aflicción y angustias que la a<strong>com</strong>etan.<br />

La misma <strong>com</strong>ida y con el mismo modo le presentaron a Leocadia. Mas ella, rendida a<br />

las terribles memorias que le renovaba su miserable y espantosa situación, sin gana, sin<br />

aliento para llegar a la boca aquel infeliz y perruno alimento, persistía sentada en el suelo,<br />

deshaciéndose en llanto, invocando al cielo, a su providencia y justicia en favor de su<br />

inocencia para que la librase de aquellas mortales penas que padecía, y para que juntamente<br />

sacase de aquel abismo de ignominia y de horror a su amado Eusebio y les restituyese a su<br />

hijo Henrique, a sus bienes perdidos y a su preciosa libertad. Invocaba por último las divinas<br />

disposiciones para que fortaleciesen su ánimo y le hiciesen más llevaderas con el santo<br />

sufrimiento y paciencia todas aquellas extremas necesidades y trabajos a que por sus altos<br />

fines la condenaban.<br />

Entre tanto que Eusebio y Leocadia pasaban así su lamentable encarcelamiento, y que se<br />

les formaba un injusto proceso, don Felipe tuvo tiempo para sentir los voraces<br />

remordimientos de su conciencia, al paso que la venganza de su pasión desatendida y<br />

humillada iba perdiendo su primera violencia. Su soberbia, mortificada con la idea de las<br />

miserias y del oprobio a que había expuesto aquellas víctimas inocentes, dejaba lugar a la<br />

reflexión para considerar su bárbara acusación y su cruel ingratitud a tantas atenciones y<br />

favores que había recibido de los mismos, y a la inclinación afectuosa que Leocadia le había<br />

manifestado teniéndolo por hermano; de cuyas tiernas lisonjas había abusado su ciega y fiera<br />

pasión para violentarla, aun después que su padre moribundo le había dado motivo para no<br />

reputarlas extravagantes.<br />

La consternación que se apoderó de su ánimo con estas reflexiones, llegó al colmo<br />

cuando el confesor de su padre ya difunto, pasados dos días, le descubrió todo el fatal secreto<br />

y con él le dejó ver todo el horror de las maldades que había <strong>com</strong>etido. Eran demasiado<br />

funestas y terribles las consecuencias de la declaración del confesor para que, a pesar del<br />

trastorno horrible que le causó, quisiese o pudiese creer don Felipe que no era hijo del difunto<br />

don Fernando, a quien había tenido siempre por padre, sino de don Alonso V... que se hallaba<br />

en la América, y hermano por consiguiente de doña Leocadia. Esta consecuencia la sacaba el<br />

mismo don Felipe, pues el confesor nada sabía de dicha doña Leocadia; aunque don Felipe,<br />

oída apenas su fatal declaración, levantándose furioso del asiento y caminando sin tino por el


cuarto, iba diciendo fuera de sí: ¿Yo hermano de Leocadia? ¿Yo su hermano? ¿Y este terrible<br />

secreto sólo se me había de descubrir después que con tanta crueldad...?<br />

No se atrevió a pasar adelante para no descubrir delante del confesor lo que iba a decir<br />

sobre la violencia usada con su misma hermana, y sobre la acusación. Mas lo que no declaró<br />

con la lengua lo significó con el rabioso llanto y los furiosos extremos de desesperación en<br />

que prorrumpió, mesándose los cabellos y llamándose el hombre más bárbaro y más indigno<br />

de la vida. El confesor, que ignoraba a qué aludiesen aquellas expresiones y que no esperaba<br />

que don Felipe recibiese aquella declaración con dolor tan furioso, <strong>com</strong>enzó a quererlo<br />

consolar, diciéndole que se había informado que su padre verdadero era rico y a<strong>com</strong>odado, y<br />

que al consuelo que tendría en reconocerlo resarciría el dolor del putativo que acababa de<br />

perder.<br />

Mas nada de todo esto era lo que abrasaba y despedazaba las entrañas de don Felipe, sino<br />

su descubierta hermandad y la rabiosa desesperación que su conocimiento le causaba, y que<br />

impidiéndole dar atención a lo que el confesor le decía, hacíale prorrumpir en terribles<br />

imprecaciones contra el difunto don Fernando y contra sí mismo, maldiciendo de su<br />

existencia, del día que lo vio nacer, de su detestable pasión; de modo que llegó a poner miedo<br />

al confesor, creyendo éste que don Felipe se hubiese vuelto loco, y loco furioso; hasta que,<br />

cansado y medio reventado de sus rabiosas demostraciones y lamentos, se puso a llorar<br />

amargamente en silencio.<br />

Después de haber estado así largo rato, pareciendo que se hubiese sosegado, dijo al<br />

confesor que no dudaba de la infausta declaración que le había hecho pero que desearía<br />

certificarse de ella y de sus circunstancias. Entrególe entonces el confesor copia de la<br />

declaración hecha por su padre putativo, autenticada en presencia de testigos y hecha para<br />

descargo de su conciencia y para resarcir de algún modo los daños que hubiera podido causar<br />

a su padre verdadero <strong>com</strong>o también a los herederos de la renta que había disfrutado hasta<br />

entonces sin derecho, y que fue la que sólo le indujo al robo de don Felipe siendo niño.<br />

Era este don Fernando un caballero de S... y el segundo de tres hermanos que fueron. En<br />

cabeza del hijo varón que, así él <strong>com</strong>o su tercer hermano tuviesen, fundó dos mayorazgos una<br />

tía suya, con la condición que si cualquiera de ellos quedase sin hijos o no los tuviese, pasase<br />

de contado la herencia al que los tuviese, queriendo con esto obligar a entrambos a que se<br />

casasen. Habíanse de hecho casado los dos, y ambos tenían hijos. Pero don Fernando tenía<br />

uno solo, y éste enfermizo, que no daba esperanzas de larga vida, y con ella quitaba a su padre<br />

las del mayorazgo que debía recaer en los hijos de su hermano, si aquél se le moría. Para<br />

remediar a este inconveniente valióse del pretexto de enviar su hijo a una de sus haciendas<br />

para que recobrase allí su salud, pero con el fin de poder sustituir otro niño en caso que aquél<br />

llegase a faltarle, sin que ninguno penetrase el cambio.<br />

Esperaba valerse para ello de un niño expósito, mas no siendo fácil este expediente, iba<br />

pensando en encontrar otro, a tiempo que se le presentó una gitana que solía vender bujerías<br />

por S... La opinión en que estaba que los gitanos mataban y <strong>com</strong>ían los niños, le sugirió que<br />

aquélla podría encontrarle un niño y quiso de hecho proponerle la especie, ofreciéndola veinte<br />

doblones si le traía un niño de las circunstancias que deseaba. La gitana, tentada de la oferta,<br />

le trajo de hecho a don Felipe en fajas, habiéndolo robado al ama que lo criaba en su casa. La<br />

gitana desapareció de S... y el hurto se publicó luego en la ciudad por el recurso que hizo a la<br />

justicia el padre del robado don Felipe, y por la prisión que debió padecer el ama que lo criaba<br />

por las sospechas de que lo hubiese muerto.<br />

A pesar de todos estos daños y desconcierto, persistió don Fernando en hacer criar el<br />

robado don Felipe en otra hacienda distante de aquélla donde había fallecido su hijo


verdadero. Ya crecido, le dio estudios y crianza <strong>com</strong>o si fuese hijo suyo, y últimamente le<br />

consiguió el empleo en que se hallaba y en que todos lo creían hijo de don Fernando viviendo<br />

el mismo don Felipe en esta persuasión hasta la hora fatal en que se le descubrió el secreto,<br />

cuyas circunstancias estaban menudamente descritas en la declaración de don Fernando que le<br />

entregó el confesor.<br />

Disipadas enteramente con ella todas las dudas que ofuscaban la grandeza de sus delitos,<br />

dejáronle ver en claro todo el horror, toda la fealdad de su incestuosa pasión y de la violencia<br />

detestable que había querido hacer a su propia hermana, y la barbaridad <strong>com</strong>etida contra ella y<br />

contra su virtuoso marido, acusando el contrabando para perderles. Acuden entonces de tropel<br />

a su exaltada imaginación todos los trabajos, las penas, las angustias y la ignominia de los<br />

mismos en la prisión, existiendo en su ánimo la <strong>com</strong>pasiva ternura para con su hermana en<br />

aquel abismo de males en que la había sepultado. Derretíase en llanto, pedíale perdón<br />

poniéndose de rodillas ante su imagen desfigurada y transida de dolor, según se la<br />

representaba en su fantasía; besábala sus aherrojados pies y adoraba su recato y honestidad, a<br />

prueba del cuchillo que encaró bárbaramente a su pecho.<br />

Tolerando su ánimo estas ideas, lo despedazaban, obligándolo luego a revolcarse por el<br />

suelo, en que se arañaba el rostro considerando el mal irremediable y la condenación infame y<br />

funesta que se seguiría a las penas y miserias de la prisión, así de su hermana <strong>com</strong>o de su<br />

respetable marido, cuya virtud y beneficencia se habían granjeado el aplauso y estimación de<br />

toda la ciudad, que poco antes lo bendecía y que ahora lo vería condenado y reducido a la más<br />

oprobiosa miseria. Encendido y arrebatado de estas reflexiones y del violento dolor y<br />

arrepentimiento de su maldad, iba fuera de sí por la casa sintiendo vivos impulsos de quitarse<br />

la vida, prorrumpiendo en vivas blasfemias y maldiciones contra quien lo robó, contra sí<br />

mismo y contra su abominable pasión, causa principal de todos aquellos males.<br />

Sorprendido a más de esto del temor de que pudiese descubrirse y publicarse su delito, y<br />

asombrado del horror y conclusión que le cubrirían todos los días de su vida, resuelve huir de<br />

aquella casa que no le pertenecía y salir de la ciudad para evitar el caer en manos de la<br />

justicia, que le parecía que lo persiguiese, corriendo <strong>com</strong>o loco furioso por las calles y<br />

vagueando sin saber por dónde; hasta que, conducido de su mala ventura al río, resolvió<br />

apagar en él el incendio y dolor de sus fieros remordimientos y penas que lo devoraban<br />

interiormente. Así, agitado de las furias, se precipitó en la corriente a vista de algunos que<br />

acudieron en vano a socorrerle, sin haberse visto más su cadáver.<br />

Raro antecedentem scelestum<br />

Deseruit poena, pede claudo.


Libro quinto<br />

Grande había sido la sorpresa y el temor que se apoderó de toda la ciudad de S...<br />

cuando se divulgó en ella la prisión de Eusebio y de Leocadia. El concepto que Eusebio se<br />

había granjeado por su humanidad y beneficencia, acrecentó la <strong>com</strong>pasión y dolor por su<br />

desgracia luego que se divulgó también el motivo de los rollos de tabaco encontrados en su<br />

casa; ni jamás la gente hizo más vivo cotejo de la desproporción de la funesta pena al delito,<br />

aunque suponían que Eusebio había introducido el tabaco, pues quedó en secreto entre los<br />

ministros de la justicia que era Taydor su criado el que lo había introducido. Tomó esta<br />

precaución su tío don Gerónimo <strong>com</strong>o intendente, para perder a Eusebio y condenarlo según<br />

la ley a la confiscación de todos los bienes, creyendo salir así del pleito de un golpe y<br />

ganarlo sin apelación.<br />

Estaba tan asegurado de esto, que hizo suspender la delación para el tribunal contra el<br />

sacrificio que solía hacer Eusebio a las musas con sus amigos, contentándose con llevar<br />

adelante el proceso <strong>com</strong>enzado contra el contrabando del tabaco. Esparcióse, entretanto, con<br />

no menor sorpresa de todos, la catástrofe de don Felipe que se había echado en el río, y con<br />

este motivo el secreto de no ser hijo de don Fernando R... sino de don Alonso V... a quien se<br />

lo robaron en mantillas, habiéndolo declarado en su muerte el mismo don Fernando que lo<br />

hizo robar. Creció la admiración de todos publicándose también que el dicho don Felipe era<br />

hermano de la mujer de Eusebio, que se hallaba presa con él en la cárcel.<br />

Esta crueldad ejercitada en Leocadia, dio motivo a las públicas quejas y murmuraciones<br />

del pueblo contra el intendente que le había mandado prender; mas todas ellas no ponían<br />

término a sus penas, ni a la funesta desolación en que se hallaba, que antes bien le acrecentó<br />

el severo interrogatorio que le hicieron para cerrar el proceso. Todo anunciaba a Leocadia<br />

alguna cosa mayor sin atinar lo que era, quedándole poco aliento y esfuerzo para reflexionar<br />

en las preguntas que se le hacía. Extenuada del continuo llanto, de la abstinencia y de los<br />

desvelos, apenas podía sostenerse en pie.<br />

Su hermoso rostro había perdido la viveza de su colorido; apagóse en sus dulces ojos el<br />

fuego que los animaba y a quien daba realce su modestia. Sus facciones enflaquecidas y<br />

menguada su morbidez, llegaban casi a desfigurarla, aunque sin destruir la nobleza que<br />

respiraba su dolor mismo y la hermosa aflicción, a quien condecoraba su espesa y rubia<br />

cabellera, que la caía en rico desorden por las mejillas sobre los hombros, llegando a<br />

conmover los ánimos de los que sólo hacían la formalidad del interrogatorio. ¿Qué fuera si<br />

hubiesen podido ver su interior y la hermosura de su virtud acrisolada con tantas penas y<br />

con tanto sufrimiento?<br />

Hasta entonces no había probado Leocadia ningunos trabajos ni reveses de la fortuna.<br />

¿Cómo era posible, a pesar del estudio de la sabiduría y de los consejos y reflexiones que la<br />

había hecho hacer Eusebio, dejar de ceder a la violencia de la más terrible desgracia que<br />

pudiera a<strong>com</strong>eterla, siendo la primera que le sucedía? Ni era sólo la prisión, funesta y<br />

espantosa, ni el indigno tratamiento, ni la privación de todas sus <strong>com</strong>odidades y riquezas, ni<br />

el oprobio de su encarcelamiento, los que oprimían a su corazón tierno y sensible. ¿Qué era<br />

todo esto en cotejo de la privación y separación de su amado y adorable Eusebio?<br />

Forzada de la necesidad, habíanse a<strong>com</strong>odado sus miembros delicados a la dureza del<br />

suelo que le servía de continuo asiento; sus ojos y ánimo, a la vista y hastío de los inmundos<br />

insectos, que eran sus solos <strong>com</strong>pañeros en aquella sucia y hedionda mazmorra. Su apetito<br />

estragado habíase familiarizado sin gana al duro pan mugriento; su amor, no destituido de la<br />

esperanza de volver a ver a su Eusebio, forzaba su inapetencia a morder aquel alimento para<br />

sostener su vida, aunque miserable y dolorosa, para llegar a disfrutar otra vez con ella la sola<br />

felicidad que le podía quedar en la posesión de su marido. Estas esperanzas embotaban en


cierto modo sus miembros contra el sentimiento y horror que sentía en la espantosa soledad<br />

de aquel pozo de miserias.<br />

Olvidada casi de sí y de sus mismos males, ocupaba de continuo su memoria en los de<br />

Eusebio. Por él se deshacía en llanto, por él importunaba con continuas plegarias al cielo y<br />

por él ofrecía su vida a penas y miserias mayores, si con ellas pudieran aliviar las de<br />

Eusebio, haciendo resonar con sus súplicas hechas a la providencia aquel calabozo, para que<br />

se lo devolviese y le concediese este favor que le pedía con todo el fervor y pureza de su<br />

inocencia.<br />

Concedióle finalmente el volverlo a ver el cielo. Mas, ¿cómo lo vio? ¿Y en qué fatal<br />

instante? Cuando ya los ojos de la misma, agravados del peso de la confusión y del temor al<br />

verse en la presencia del juez y cercada de alguaciles, no los podía levantar del suelo en que<br />

los tenía clavados; de modo que no vio ni reparó cuando introdujeron, a Eusebio en aquel<br />

mismo lugar, hasta que el eco de su voz penetró sus oídos y corazón con el motivo de<br />

responder Eusebio a la pregunta que el juez le hizo. El alma de Leocadia, agitada entonces<br />

de aquel dulce eco, rompió las ataduras de su enajenamiento, y dando un irresistible impulso<br />

a su cabeza y ojos, los volvió para ponerlos en su mando que se hallaba allí preso.<br />

Su aspecto, viva imagen del santo sufrimiento, hizo en su corazón tan profunda herida<br />

que, no pudiendo resistir a su dolor, cayó desfallecida, arrojando un fuerte y agudo gemido<br />

que puso en consternación al juez y a los alguaciles.<br />

¿Quién retratará la fortaleza del ánimo y de los sentimientos de la virtud de Eusebio en<br />

aquel fatal instante en que, reconociéndose víctima de la injusticia codiciosa, vio caer a sus<br />

pies casi muerta a su adorable esposa? Habíanla descubierto sus ojos al entrar en aquel<br />

lugar, fijándolos con intenso dolor en su rostro extenuado y descolorido, medio cubierto de<br />

su caída cabellera. Aunque al reconocerla probó un rápido consuelo <strong>com</strong>o relámpago,<br />

viéndola tan desfigurada, recayó en las tinieblas del dolor y de la <strong>com</strong>pasión más tierna que<br />

sacó de sus ojos pocas pero ¡qué lágrimas! Recobró, sin embargo, la fortaleza de los<br />

sentimientos que sacaba del calabozo, y que ennoblecía a su presencia revestida de una<br />

modestia tan imperturbable, que humilló al mal ánimo del juez vendido a la voluntad de su<br />

tío don Gerónimo, el cual le había encargado aquella formalidad aparente teniendo<br />

determinada su condenación.<br />

Tuvo, sin embargo, Eusebio no pequeño consuelo cuando llegó a ver que Leocadia<br />

desahogó en llanto su desfallecimiento; pero se volvió a trocar luego en mayor dolor cuando<br />

el juez dio orden para que los llevasen a sus respectivos calabozos. Allí se renovaron con<br />

mayor fuerza sus dolores y angustias con la nueva separación, que la codicia de su tío hizo<br />

más breve de lo que temían los presos inocentes, los cuales fueron citados de allí a dos días<br />

para intimarles la sentencia fatal que, atendida la violación de las órdenes reales en el<br />

descubierto fraude del tabaco, los condenaba a la confiscación de todos sus bienes.<br />

Antes de intimarles esta funesta sentencia, mientras se les leían algunos capítulos del<br />

proceso, conociendo por ellos Eusebio la manifiesta injusticia, preguntó al juez si le sería<br />

permitido decir dos palabras en defensa de su causa; pero, siéndole negado, calló y sometió<br />

su ánimo a las divinas permisiones para recibir con magnanimidad la sentencia, <strong>com</strong>o la<br />

recibió, sin dar ninguna señal en su rostro de alteración. No la dio tampoco Leocadia; antes<br />

bien, las ansias que sentía para llegar otra vez a la posesión de su amado Eusebio y de salir<br />

de tantas angustias y miserias, pareció que no le dejasen sentir la pérdida de todos sus bienes<br />

y <strong>com</strong>odidades, mirando con harta indiferencia la pobreza y miseria a que la condenaban, en<br />

cotejo del cobro de su libertad y de la <strong>com</strong>pañía de su respetable marido.<br />

Era ya de noche cuando, acabadas todas las funestas formalidades, los llevaron a la<br />

puerta de la cárcel los alguaciles para darles la libertad. A pesar de la terrible y lamentable<br />

desgracia de que salían cargados, debieron refrenar los ímpetus de su mutua ternura,<br />

especialmente Eusebio, para no echar los brazos al cuello de su adorable Leocadia, mientras<br />

se hallaban a la sombra de aquel oprobioso edificio que los acababa de arrojar de sí.<br />

Asiéndola, sin embargo, de la mano, la encaminaba consigo sin saber dónde, diciéndola: El


cielo que no desampara a los viles gusarapos, ¿nos dejará por ventura perecer en la miseria a<br />

que nos condena? No, Leocadia, venid; ¿qué zahúrda nos podrá parecer despreciable<br />

después que soportamos en los horrores de la cárcel nuestra separación?<br />

Dicho esto, llegó a una bocacalle donde, pudiendo dar soltura a su ternura, se abrazó<br />

estrechamente con ella prorrumpiendo en llanto. Leocadia, en cuyo corazón <strong>com</strong>batían los<br />

sentimientos de gozo, de amor y de ternura con los de la aflicción y dolor al verse reducida a<br />

la pobreza, sin casa, sin bienes, sin parientes que la acogiesen y expuesta a la mendicidad,<br />

prorrumpió también en sollozos que procuraba sofocar temiendo ser oída y notada. Decíale<br />

Eusebio:<br />

Os vuelvo a poseer, excelso amor mío, os vuelvo a poseer; no es esto sueño, pues siento<br />

la dulzura celestial con que inunda a mi alma el cielo en la correspondencia de vuestro santo<br />

amor. ¿Qué son todas las penas, los trabajos, las angustias padecidas y la pobreza misma en<br />

que nos vemos, en cotejo del inexplicable gozo que tengo en vuestra posesión?<br />

LEOCADIA.- Nada, mi buen Eusebio, nada. Renueva mi ánimo, aunque oprimido de<br />

la desgracia, el gozo mayor y más puro que había probado. El cielo re<strong>com</strong>pensa ciertamente<br />

con él todos los horrores y angustias que padecimos.<br />

EUSEBIO.- ¡Justo Dios! ¿Es éste el premio que reservas a la maltratada inocencia y<br />

virtud? Lo es, lo es, no hay duda, ¡oh dulce prenda de mi dicha! ¿Qué otra mano que la<br />

omnipotente pudiera derramar tan suave alborozo en nuestros corazones en medio de la<br />

horrible miseria y de la privación de todas las <strong>com</strong>odidades a que la suerte nos expone?<br />

LEOCADIA.- Por grande que sea nuestra desgracia, vuestra <strong>com</strong>pañía, amado<br />

Eusebio, la hará perder todo el horror; con vos me será dulce el soportarla.<br />

EUSEBIO.- ¡Oh sublime confortativo de mis penas, Leocadia adorable! Dejad que<br />

desahogue el exceso del agradecimiento y ternura que me causáis; recibid por prenda de<br />

ellos esta demostración ardiente del alma, que acude para ello a mis labios.<br />

LEOCADIA.- La acepto, Eusebio, con toda la efusión de mi tierno reconocimiento; no<br />

os aflija nuestro estado, aunque miserable; la virtud no nos dejará perecer en él.<br />

EUSEBIO.- No son indicio de la aflicción estas lágrimas, aunque las derramo. Por<br />

ellas y por el sentimiento que me las saca trocara todos los tesoros de la tierra. Vamos, dulce<br />

amor mío, a buscar algún recobro donde podamos descansar y pasar la noche, ya que no con<br />

<strong>com</strong>odidad, a lo menos en libertad que hará llevadera nuestra pobreza.<br />

Dicho esto, se encaminaron por aquel callejón, mirando Eusebio a una y otra parte para<br />

ver si descubría alguna puerta abierta con intención de pedir posada para aquella noche.<br />

Leocadia iba enjugándose las preciosas lágrimas que le había sacado la demostración de<br />

Eusebio. No viendo ninguna puerta en aquella calle, ni en otras que fueron recorriendo, la<br />

encontraron en la extremidad de aquel barrio. Era de una pobre casilla, en cuya entrada<br />

había una vieja sentada que hilaba a la luz escasa de un candil, lo cual renovó a Eusebio la<br />

memoria de la pobre Betty Bridway que los acogió en Londres a él y a Hardyl en caso<br />

semejante.<br />

Eusebio entró dentro, y dadas las buenas noches a la vieja, la preguntó si tendría algún<br />

rincón que alquilarles para pasar la noche, pues eran pobres que habían caminado mucho y<br />

cualquier cama les sería apreciable. No tengo cama que alquilar, responde la vieja; la que<br />

tengo de vacío sirve a mi hijo que es calesero, el cual puede volver de un día para otro de<br />

Madrid, adonde fue. En caso que vuelva le cederemos la cama, replicó Eusebio; pero entre<br />

tanto, si no os molesto y nos queréis hacer esta caridad, os la satisfaré. ¿Molesto? No, por<br />

cierto; basta que os contentéis de un jergón; si queréis, venid a verlo. Toma luego el candil<br />

que tenía metido en la pared por la punta del mango y los precede hacia un antiestablo,<br />

donde les mostró el jergón sobre cuatro tablas en que su hijo dormía.<br />

Su vista y la del infeliz cuarto a tela vana, entoldado de telarañas, representó tan<br />

vivamente a Leocadia la pérdida de todos sus bienes, la de su casa, de sus <strong>com</strong>odidades y<br />

regalos, la de sus ricos muebles y camas y el desamparo en que se veía, que sin poder


contenerse ni recatarse de la vieja, prorrumpió en repentino llanto y sollozos. Eusebio,<br />

conmovido de ellos, teniéndola arrimada a su seno, la decía:<br />

¿Qué a<strong>com</strong>etimiento de tristeza es éste, mi dulce Leocadia? ¡Ah!, os <strong>com</strong>padezco. La<br />

humanidad debe resentirse saboreando la amargura de la desgracia; ¿mas por ventura no nos<br />

servirán en nuestro presente estado los consejos de la sabiduría, <strong>com</strong>o nos sirvieron en la<br />

sufrida prisión?<br />

LEOCADIA.- ¡Oh Eusebio!, no esperaba de mí esta flaqueza. La triste imagen de<br />

nuestros bienes y de las perdidas <strong>com</strong>odidades, hízome olvidar que me quedaba el bien<br />

mayor y el que sólo puede suplir a todos los demás. Con vos me será esta estancia<br />

apreciable; ni se abatirá más mi corazón a desear lo que desecharía si con vos no lo<br />

disfrutara.<br />

EUSEBIO.- Prenda de mi felicidad más pura, que me hacéis la pobreza amable y<br />

respetable la miseria: acordaos que no hay ruin habitación en el suelo, que no sea mil veces<br />

preferida a la cárcel de que acabamos de salir. En ella no padecí mal mayor que el de vuestra<br />

privación. Mas ahora que os vuelvo a poseer, ¿qué bienes ni riquezas puede echar menos mi<br />

corazón? Esta estancia me será delicioso palacio. En vuestra virtud, Leocadia, en vuestro<br />

amor tienen mis sentimientos el mayor suplemento a todos nuestros haberes perdidos, a<br />

quienes mirábamos <strong>com</strong>o prestados de la suerte. Ved aquí el lance en que ella se los quiso<br />

apropiar, sin que tengamos justo motivo de quejarnos porque se llevó lo que no era nuestro.<br />

LEOCADIA.- No, Eusebio, no me quejaré; mi corazón no desmentirá en adelante el<br />

consuelo que prueba mi alma en la posesión de aquel a quien amo mucho más que a todos<br />

los tesoros de la tierra.<br />

La vieja, presente a aquel tierno coloquio, oyendo que nombraban las riquezas y bienes<br />

perdidos, maravillada de aquellos sus huéspedes, especialmente viéndolos en aquel traje<br />

forastero, les dijo: ¿Os ha sucedido alguna desgracia? ¿No parece que sois de esta tierra?<br />

EUSEBIO.- De esta tierra somos, pues veis que hablamos la lengua.<br />

LA VIEJA.- El traje a lo menos no lo es.<br />

EUSEBIO.- Lo es del país de donde venimos.<br />

LA VIEJA.- Debéis de estar muy cansados; siento no tener mejor cama que daros.<br />

EUSEBIO.- Cual es la aceptamos de buena gana, y os agradecemos vuestra buena<br />

voluntad; nos fuera igualmente apreciable si tuvierais algo que darnos de <strong>com</strong>er por nuestro<br />

dinero, pues nos hallamos faltos de sustento.<br />

LA VIEJA.- No tengo más que tres gallinas, pero ellas ponen y no quiero matarlas; si<br />

queréis iré a <strong>com</strong>prar lo que mandaseis.<br />

Eusebio dijo entonces a Leocadia qué era lo que apetecía, pues le quedaban algunos<br />

reales en la faltriquera y el reloj que no quiso recibir el carcelero y que vendería al otro día<br />

en caso que su antiguo agente no quisiese adelantarle el dinero. Aunque Leocadia persistía<br />

en no querer <strong>com</strong>er, Eusebio, atendida su flaqueza y extenuación, la instó tanto que<br />

condescendió en tomar un huevo pasado por agua. Eusebio dio entonces a la vieja dos reales<br />

para que <strong>com</strong>prase huevos y pan; lo que hizo ella de buena gana, mostrándose <strong>com</strong>pasiva<br />

con Leocadia, a quien exhortó a que estuviese alegre.<br />

Quedando los dos solos, Leocadia fue la primera en manifestar a Eusebio que las<br />

atenciones de la vieja le servían de consuelo; mas luego volvió a llorar viniéndole a la<br />

memoria Henrique Myden y su hijo Henrique, insinuando a Eusebio que, puesto que se<br />

hallaban en libertad, podían volver cuanto antes a la América. Procuró consolarla Eusebio<br />

diciéndole que tales eran sus intenciones en caso que su agente quisiese adelantarle el dinero<br />

para el viaje, lo que tentaría al día siguiente. Ocurriéronle también a Leocadia los criados,<br />

especialmente Clarise y la inadvertencia de Taydor que los había reducido a aquel estado de<br />

miseria, pues el tabaco que introdujo fue la causa de su prisión y de la confiscación y<br />

pérdida de todos sus bienes. Dioles esto harta materia de discurrir y de ejercitar los


sentimientos virtuosos para con Taydor, a quien a pesar de su grave descuido, temía Eusebio<br />

no ver más, persuadiéndose que lo hubiesen encerrado para siempre en un calabozo.<br />

La llegada de la vieja con los huevos y con el pan interrumpió su discurso, diciendo:<br />

Vengo con el recado, y por reciente se me vendió.<br />

EUSEBIO.- Día más o menos no vuelve los huevos hueros. Dios os lo pague y vengan<br />

acá, que quiero hacer de cocinero. ¿Tenéis algo en que ponerlos a hervir? ¿Vuestra gracia<br />

cuál es?<br />

LA VIEJA.- Engracia, para servir a Dios y a vmd. Aquí tengo una ollita que, aunque<br />

cascada, no sentirá que se le vaya el caldo; tómela vmd. y voy a traer el agua y algunas<br />

virutas para encender lumbre.<br />

Eusebio, luego que trajo Engracia las virutas, se arrodilla en el hogar que estaba rasero<br />

al suelo, para encenderlas con el candil. La vieja puso agua en la olla, no dejando a Leocadia<br />

el hacerlo <strong>com</strong>o pretendía, y alargósela a Eusebio que la aplicó a la humosa llama de las<br />

virutas, soplando de nuevo para que hirviese luego. Entre tanto contaba Engracia que era<br />

viuda, que había tenido tres hijos, pero que sólo le quedaba vivo el que les dijo que era<br />

calesero, que la mantenía con sus escasas ganancias, que en lo demás suplía el cura de la<br />

parroquia, que les era pariente, con algunas limosnas.<br />

EUSEBIO.- Pariente vuestro es el cura, ¿y os deja en esa pobreza?<br />

ENGRACIA.- ¿Sabe vmd. lo que me respondió una vez a una objeción semejante que<br />

le hice? Que el Evangelio decía da a los pobres y no a los parientes.<br />

EUSEBIO.- Mas si los parientes son pobres, ¿los hace por ventura ricos el parentesco?<br />

ENGRACIA.- Si he de decir entera verdad, nos acude con lo necesario si alguna vez<br />

enfermamos, <strong>com</strong>o lo experimenté en la enfermedad de cuidado que tuvo mi hijo Pedro,<br />

dándome un doblón de a ocho, diciéndome que lo acababa de recibir de la caridad de un<br />

caballero que venía de la América.<br />

EUSEBIO.- ¿De la América venía ese caballero? ¿Sabéis cómo se llamaba?<br />

ENGRACIA.- No lo sé; pero por lo que dice la gente, infiero que es el mismo a quien<br />

pusieron en la cárcel con su mujer por un contrabando que les encontraron, sin saberse en<br />

qué pararán.<br />

Aquí Eusebio y Leocadia se dieron una mirada llena de enternecimiento, continuando a<br />

decir Engracia: Ha sido un caso que ha trastornado y aturdido a toda la ciudad, pues dicen<br />

todos que el dicho caballero era tan bueno y tan misericordioso, que mantenía algunas<br />

familias pobres de esta parroquia, y yo conozco a una a quien ahora le luce el pelo por<br />

haberles puesto tienda de planta cuando se casaron, la otra vez que estuvo en S...<br />

Leocadia, al oír esto, aunque se cubrió los ojos con la mano y procuró sofocar los<br />

sollozos que le causaba la narración de la vieja, no lo pudo conseguir. Eusebio hízose<br />

también suma fuerza para no a<strong>com</strong>pañar a Leocadia, distrayendo su enternecimiento con<br />

achaque de los huevos que hervían, sacándolos del fuego y poniendo la olla sobre una<br />

mesilla que se resintió con el peso de su cojera. Estas circunstancias sirvieron de distracción<br />

al llanto. La vieja Engracia acudió por un plato en que Eusebio puso los huevos, sin hacerse<br />

mención de manteles ni cubiertos, que no había.<br />

EUSEBIO.- Vamos, Leocadia, la cena está dispuesta, acercaos; venid también,<br />

Engracia, hacednos <strong>com</strong>pañía.<br />

ENGRACIA.- ¡Oh!, no señor, que la cena es para vmds.<br />

EUSEBIO.- Y para vos también; aquí hay seis huevos, dos para cada uno.<br />

ENGRACIA.- No señor, que <strong>com</strong>pré tres para cada uno de vmds.<br />

EUSEBIO.- En fin, nosotros no <strong>com</strong>enzamos si no nos despertáis el apetito.<br />

LEOCADIA.- Venid acá, Engracia, pues yo no sé si podré salir con uno sólo.<br />

ENGRACIA.- Por obedecer a mi señora Leocadia aquí estoy.


EUSEBIO.- Pues este huevo está en su punto.<br />

ENGRACIA.- ¡Oh pecadora de mí! Me olvidé de la sal.<br />

LEOCADIA.- No paséis pena por ello; no es gran daño.<br />

ENGRACIA.- Pues otra que tal, no me ocurrió preguntarles si querían vino.<br />

EUSEBIO.- Leocadia no lo bebe; yo lo bebo cuando lo hay, cuando no, no lo bebo; el<br />

agua suple.<br />

ENGRACIA.- Aquí está pues el cantarillo.<br />

Esforzábase Eusebio en dar tono de alegre indiferencia a aquella cena, supliendo a su<br />

pobreza con los sentimientos de moderación y constancia que a las veces se echan de ver<br />

más en las cosas pequeñas que en las grandes, a<strong>com</strong>odándose a ellas el corazón.<br />

Acabada la cena, <strong>com</strong>enzó a despertar en sus pechos el santo amor los afectos con que<br />

prometía re<strong>com</strong>pensar tanto tiempo de funesta privación, y de penas y congojas con que los<br />

maltrató la suerte. Apresuró la buena Engracia el momento, exhortándolos a que fuesen a<br />

descansar, <strong>com</strong>o lo ejecutaron dándola las buenas noches y agradeciéndole sus servicios. La<br />

ruin estancia perdió entonces el aspecto infeliz que antes tenía, convertida del himeneo en<br />

templo de la más pura ternura de la virtud, que colmó sus corazones de los destellos del más<br />

sublime consuelo, adormeciéndolos en el seno de la dulcísima confianza y satisfacción de<br />

sus acendrados afectos y sentimientos.<br />

El primer movimiento de sus almas cuando los despertó la luz del día amanecido, fue<br />

agradecer a la providencia el alborozo que tuvieron al reconocerse en aquel pobre lecho, sí,<br />

pero en su entera libertad, fuera de los horribles calabozos en que los había sepultado la<br />

desgracia. Después que desahogaron su júbilo con nuevas demostraciones de ternura, con<br />

que aliviaban la falta de todo lo necesario en su presente estado, salieron a saludar a la vieja<br />

Engracia, a quien encontraron hilando. Supieron por ella que era más tarde de lo que<br />

pensaban. Eusebio resolvió ante todas cosas ir a verse con su antiguo agente para pedirle<br />

dinero a fin de remediar su miseria.<br />

Eran <strong>com</strong>o las nueve del día cuando Eusebio salía de aquella casa que le sirvió de asilo,<br />

encaminándose hacia la de su agente. Las primeras calles que andaba ofrecíanle pocos<br />

mirones; mas luego que <strong>com</strong>enzó a internarse en las concurridas todos lo señalaban con<br />

<strong>com</strong>pasión: unos se paraban, otros salían a las puertas de las tiendas por donde pasaba,<br />

llamándose unos a otros para que reparasen en él. Eusebio, sin perder nada de su modesta<br />

soberanía, iba siguiendo su camino, arrostrando con serenidad todas las miradas y juicios de<br />

aquellos que se paraban para verle, hasta que llegó a casa de su agente, que la halló cerrada.<br />

Tocó a ella con su mano animada de la fortaleza de la moderación y sufrimiento. El<br />

hacerlo esperar un buen rato antes de abrirle, hízole sospechar alguna mudanza en el ánimo<br />

del dueño; pero iba sobrado prevenido para resistirse por contraria que fuese la respuesta<br />

que le diesen. El criado se asomó finalmente para ver quién era, y le abre; pero acudió a la<br />

escalera para preguntarle lo que quería. Eusebio, sin extrañar la seca indiferencia con que<br />

era recibido, le dijo que tenía que hablar con su amo, replicándole el criado que su amo<br />

estaba ocupado, que le dijese lo que deseaba. Eusebio le dijo que venía a pedir a su amo el<br />

dinero que necesitaba. El criado lleva el recado dejando a Eusebio <strong>com</strong>o extraño y<br />

desconocido al pie de la escalera, de donde no se movió tampoco, sonriéndose de aquella<br />

mutación de escena en que quiso representar el papel de desconocido, hasta que se le antojó<br />

al criado volver para decirle de parte de su amo que perdonase si no podía darle el dinero<br />

que deseaba, no teniendo orden para ello.<br />

Esta respuesta hizo acordar a Eusebio que no presentó al mercader las letras de cambio<br />

que traía, por no necesitar de dinero cuando llegó. Pero <strong>com</strong>o la justicia se había apoderado<br />

de todas las cosas y papeles, juzgó superfluo dar esta excusa al criado, a quien dijo<br />

solamente que tenía su amo mucha razón; y se salió de la casa para volver a la de Engracia.<br />

A pocos pasos se encontró con un embozado que pareció hacer ademán de pararlo; pero<br />

conteniéndose de repente, lo dejó pasar, torciendo inmediatamente el camino para seguirlo,


tomando las mismas calles que él tomaba.<br />

Llegado a casa de Engracia, <strong>com</strong>o encontrase a Leocadia hilando en la rueca de la vieja,<br />

se <strong>com</strong>pungió tanto, que no pudo contenerse de no besarla la mano, a<strong>com</strong>pañando esta<br />

demostración con llanto y con expresión de ternura. Leocadia le dijo que había tomado la<br />

rueca para evitar el ocio y que si hubiese tenido su bastidor, hubiera <strong>com</strong>enzado a trabajar<br />

para remediar su desgracia. Arrojó entonces Eusebio un suspiro, que nacía antes de<br />

admiración enternecida de los sentimientos de Leocadia, que de aflicción de verla y de verse<br />

él en aquel estado miserable. Mas ella lo tomó por señal del mal despacho que traía del<br />

mercader, <strong>com</strong>o se lo insinuó a Eusebio. Contóle éste lo que le había pasado, añadiendo qué<br />

le quedaba para <strong>com</strong>er aquel día; que vendería el reloj para poder poner tienda de cestero<br />

con lo que sacase de la venta, <strong>com</strong>o la puso en Londres con Hardyl; que entre tanto<br />

escribiría al lord Harrington a Madrid para que le prestase alguna suma y para que le<br />

obtuviese salvoconducto para la América.<br />

Leocadia aprobó su determinación y le rogó que si alcanzaba el dinero que sacase del<br />

reloj para <strong>com</strong>prarle un bastidor de bordar, podría también ella ganarse el sustento con aquel<br />

trabajo. Apenas había proferido esto Leocadia, cuando entra en la casa el embozado que<br />

había seguido a Eusebio, diciéndole con llanto: ¡Oh dulce amigo!, vengo a desahogar en<br />

vuestros brazos el dolor e indignación con que exasperó mi pecho vuestra desgracia.<br />

Reconoció entonces Eusebio con suma ternura y gozo a su grande e íntimo amigo don<br />

Eugenio de Arq... y estrechándolo a su seno le decía:<br />

EUSEBIO.- Ánimo, don Eugenio, que Jonás salió ya de la ballena, y aunque desnudo,<br />

así debía ser y suceder a quien escapa del naufragio. ¿Os indignaríais acaso contra las olas y<br />

la tempestad, si después de haberme anegado me arrojasen a la playa, <strong>com</strong>o lo hicieron con<br />

Ulises? Éste no sintió seguramente tan puro consuelo al verse amparado de Nausica, cuanto<br />

yo de vuestra generosa demostración.<br />

DON EUGENIO.- ¡Ah! vuestra alma grande no podía desmentir sus virtuosos<br />

sentimientos en la más terrible prueba. Esta mi demostración no es sólo efecto del tierno<br />

amor que os debo, don Eusebio, sino también de la veneración y del aprecio sumo que<br />

vuestra virtud merece; mas no vine para alabaros, sino para daros prueba de mi inviolable<br />

amistad y memoria.<br />

EUSEBIO.- Es sumo el aprecio con que la recibo, don Eugenio; prueba mayor no la<br />

pudiera esperar en mi desgracia.<br />

DON EUGENIO.- No creo que necesitéis en ella de consejos ni de exhortaciones<br />

ajenas, a pesar de la pérdida de todos vuestros bienes. No vine tampoco para esto, sino para<br />

aliviar vuestra necesidad con estos cincuenta doblones. Sé, a lo menos no me lisonjeo, que<br />

no os humillará este don viniendo de la mano de la amistad más pura y más sincera.<br />

EUSEBIO.- ¿Humillarme? No, por cierto, don Eugenio; sólo puede avergonzarse de<br />

recibir el que se avergüenza de ser pobre. Permitidme, sin embargo, que os diga que faltan<br />

títulos para que yo acepte toda esa generosa oferta.<br />

DON EUGENIO.- ¿Cómo? ¿Qué queréis significar? ¿Qué títulos son esos?<br />

EUSEBIO.- Sois todavía hijo de familia, y por lo mismo no podéis socorrer a vuestro<br />

amigo sin hacer un sacrificio a vuestras <strong>com</strong>odidades y conveniencias. Ved aquí el título<br />

que me humillaría si yo aceptase tan excesivo don.<br />

DON EUGENIO.- Y todas las <strong>com</strong>odidades de que yo pudiera privarme, ¿equivaldrían<br />

al gozo y consuelo que tuviera de socorrer a mi mayor amigo?<br />

EUSEBIO.- Ese consuelo lo podéis tener del mismo modo, sin exceder los límites de<br />

vuestra posibilidad. No me prevaldré de otro modo de la demostración de vuestra<br />

beneficencia.<br />

LEOCADIA.- Ea, pues, estaré a los límites que me pongáis; no puedo usar con vos de<br />

mayor confianza y sinceridad a pesar del desconsuelo y mortificación que me dais con<br />

vuestra extraña delicadeza. ¿Qué límites son esos?


EUSEBIO.- Os diré mi sentir. En el naufragio de todos mis bienes salvóse conmigo mi<br />

reloj; es de repetición y pieza no mala. Había determinado venderlo hoy mismo, pues es<br />

alhaja que ya no me <strong>com</strong>pete. Hagamos un trueque amigable: yo os daré mi reloj, vos me<br />

daréis tres doblones; pues no es bien mentar <strong>com</strong>pra y venta a la amistad.<br />

DON EUGENIO.- ¡Cielo! ¿Qué proferís? ¡Ah!, don Eusebio, no despedacéis mi<br />

corazón. Por lo que más amáis en este suelo, por esta vuestra respetable <strong>com</strong>pañera en la<br />

desgracia, os ruego no queráis desechar esta demostración de mi afecto, y conservad vuestro<br />

reloj para otra ocasión en que yo no tenga parte.<br />

EUSEBIO.- No es posible, don Eugenio; me disteis palabra de estar a los límites que<br />

os pusiese; éstos son: No hay que pasar de ahí. Para no llevar, sin embargo, la nota de<br />

humillada pertinacia, añadiré otra condición que espero será bien admitida.<br />

DON EUGENIO.- Decidla pues.<br />

EUSEBIO.- Que en caso que no me basten esos tres doblones que os pido por el<br />

trueque para suplir a mis necesidades, acudiré a vos el primero para que me socorráis.<br />

DON EUGENIO.- Enhorabuena pues; admito la condición, con tal que me deis palabra<br />

de cumplirla.<br />

EUSEBIO.- Os la doy.<br />

DON EUGENIO.- Aquí tenéis los tres doblones; venga ese reloj inestimable.<br />

EUSEBIO.- Vedlo aquí.<br />

DON EUGENIO.- Lo recibo sólo para tener la mayor y más pura <strong>com</strong>placencia de<br />

trasladarlo a vuestras manos, doña Leocadia. No puedo darle mejor destino, ni yo tener<br />

mayor consuelo que el que recibiré si os dignáis aceptar alhaja que, habiendo sido de<br />

vuestro marido, os deberá ser apreciable.<br />

LEOCADIA.- Lo serán sin <strong>com</strong>paración mucho más vuestras generosas atenciones,<br />

don Eugenio; perdonad si no lo recibo, en ningunas manos estuviera más desairado que en<br />

éstas, destinadas de la suerte a ganarse el pan con el trabajo. Todo ha de ser correspondiente<br />

a los tiempos y circunstancias. En otro tiempo pudieran tal vez <strong>com</strong>petirme tales alhajas, no<br />

en el presente; mucho menos aquéllas de que se desapropia mi marido <strong>com</strong>o superfluas a su<br />

pobre estado.<br />

DON EUGENIO.- Almas dignas de mi veneración, puesto que todas las<br />

demostraciones de mi amistad no hallan cabida en vuestros excelsos corazones, dignaos a lo<br />

menos de valeros de una voluntad que os queda consagrada; dadme a lo menos el consuelo y<br />

la gloria de que os pueda servir en lo que sufra vuestra excelsa virtud y delicadeza de<br />

sentimientos.<br />

LEOCADIA.- El consuelo lo recibiré yo, don Eugenio, si queréis hacerme el singular<br />

favor de informaros del paradero de Clarise y de los criados, especialmente de Taydor.<br />

DON EUGENIO.- De Clarise sólo puedo deciros que fue a parar a casa del cónsul de<br />

Inglaterra; los otros criados los pusieron en libertad, mas no sé en dónde paran.<br />

EUSEBIO.- ¿En libertad pusieron a Taydor?<br />

DON EUGENIO.- ¿Os maravilláis, oh dulce amigo? No tenía haciendas que perder, ni<br />

caudal con que cebar la codicia de los administradores.<br />

EUSEBIO.- No lo pregunto por eso; olvidé ya todo lo pasado. Omnia mea mecum<br />

porto. Mi pregunta fue efecto del gozo que me causó el saber que el buen Taydor quedaba<br />

en libertad; lo tuviera mucho mayor si pudiese saber en dónde para.<br />

DON EUGENIO.- Voy, pues, a informarme inmediatamente. La <strong>com</strong>placencia que<br />

tengo en disfrutar de vuestra apreciable <strong>com</strong>pañía, cederá al sumo gozo que tendré de<br />

serviros y de satisfacer en algo a vuestros deseos. Adiós, mi respetable don Eusebio, recibid<br />

este nuevo abrazo en confirmación del júbilo por vuestra recobrada libertad y por la de doña<br />

Leocadia.


Luego que partió don Eugenio llegó Engracia con la carne que Eusebio la había<br />

en<strong>com</strong>endado para hacer puchero, atendida la falta en que se hallaba Leocadia de<br />

nutrimento, con la larga abstinencia de la cárcel. La misma Leocadia había puesto la olla al<br />

fuego mientras que Eusebio fue a verse con el mercader, y luego que entró Engracia con la<br />

carne, acudió a tomársela para ponerla en la olla, queriéndolo hacer con firme voluntad de<br />

a<strong>com</strong>odarse a las circunstancias del estado en que se hallaba. Engracia no quería consentir<br />

en ello, diciéndola que desdecía de sus blancas y delicadas manos aquel oficio.<br />

Compungido el ánimo de Eusebio de aquella demostración de Leocadia, decidió la<br />

<strong>com</strong>petencia, tomando él la carne y poniéndola en la olla. Hecho esto, dijo a Leocadia que<br />

iba a <strong>com</strong>prar recado para escribir al lord Harrington a Madrid, y que de paso vería si<br />

encontraba materiales para poder poner la tienda de cestero. Para ello debió internarse en la<br />

ciudad. Al pasar por una calle llamó a su atención el eco de una trompeta de pregonero y<br />

ocurrióle vivamente si se haría almoneda de sus muebles confiscados. Satisfizo a su<br />

curiosidad siguiendo el sonido que lo atrajo a una plazuela, donde vio confirmada su<br />

sospecha, no sin alguna conmoción de su ánimo, la cual se mudó inmediatamente en gozo al<br />

descubrir entre aquellos muebles el bastidor de que se servía Leocadia para bordar.<br />

La mucha gente que allí se hallaba puso luego sus ojos en él, admirando la firme y<br />

modesta serenidad con que se había presentado; ni dudaban que hubiese ido a <strong>com</strong>prar algún<br />

mueble que lo interesase mucho, lo que hizo empeñar más su curiosa <strong>com</strong>pasión. Hubo de<br />

esperar Eusebio que el pregonero pusiese posturas a algunos muebles antes que al bastidor,<br />

el cual quedó por suyo a la primera con gran conmoción de todos los circunstantes, que no<br />

sólo consideraban la grandeza de su desgracia, sino que admiraban la magnanimidad y<br />

moderación con que la soportaba. Creció el enternecimiento de todos ellos cuando,<br />

entregado el dinero, vieron que cargaba él mismo sobre sus hombros el armatoste, yéndose<br />

algunos por no verlo, y diciendo mientras se iban: No hay valor para ver esto; enternecería a<br />

las mismas piedras.<br />

Eusebio, superior a todos los dichos y juicios de los hombres, <strong>com</strong>placiéndose en su<br />

interior por aquel hallazgo y <strong>com</strong>pra <strong>com</strong>o si fuera un tesoro, iba abrazado con aquella carga<br />

apretándola a su seno, sin acordarse más de los materiales para la tienda, ni del recado para<br />

escribir. Leocadia, al verlo entrar con aquel armatoste sobre los hombros, no sabía atinar qué<br />

fuese a primera vista; mas luego que lo reconoció, manifestó su gozo y deseo de saber el<br />

modo <strong>com</strong>o lo había podido conseguir. Contóselo Eusebio, haciéndola también enternecer<br />

en la narración, y volvió a salir de casa para <strong>com</strong>prar el recado que se le había olvidado y el<br />

que necesitaba Leocadia para hacer el diseño y bordarlo. Entre tanto, Engracia acabó de<br />

disponer la <strong>com</strong>ida ayudada de Leocadia, la cual a ejemplo de Eusebio se esforzaba en sacar<br />

consuelo de todo aquello, poniendo en práctica los consejos y máximas que le había hecho<br />

aprender su virtuoso marido en tiempo de la prosperidad para el de la desgracia que pudiera<br />

venir y que, venida ya, le hacía ver y probar que el estudio de la virtud y ejercicio era el<br />

mayor remedio contra ella.<br />

Cuando volvió Eusebio lo esperaba ya la dispuesta <strong>com</strong>ida. La buena vieja, que por la<br />

presencia, expresiones y afectos que notaba en sus huéspedes, echaba de ver que eran de<br />

calidad superior a la que mostraba su necesidad, había pedido prestado a una vecina suya el<br />

ajuar de la mesa que, aunque limpio, se resentía también de la pobreza de su dueño. El<br />

mantel era decente y las cucharas de palo. La cojera de la mesa habíase remediado con un<br />

tiesto de olla. Todo lo demás lo tenía en casa Engracia, la cual luego que entró Eusebio,<br />

dijo:<br />

ENGRACIA.- En mejor punto no podía llegar vmd. señor don Eusebio; acabo de sacar<br />

el arroz.<br />

EUSEBIO.- Aquí estoy pues, y con ganas de probar el arroz hecho por vuestras<br />

oficiosas manos.<br />

ENGRACIA.- Igual parte o mayor tuvieron en él las de mi señora doña Leocadia; yo<br />

atendí sólo a que estuviese en su punto.


EUSEBIO.- Me será, pues, más estimable hecho por vos y por Leocadia; sentémonos<br />

en hora buena.<br />

ENGRACIA.- Y Dios nos bendiga.<br />

EUSEBIO.- Así sea.<br />

ENGRACIA.- No sé si agradará a mi señora doña Leocadia.<br />

LEOCADIA.- En muy buen punto está.<br />

EUSEBIO.- No probé mejor arroz en mi vida, ni que más regalase mi alma.<br />

ENGRACIA.- ¿Tanto le place a vmd.?<br />

EUSEBIO.- Tanto que renovara con él de buena gana la venta de Esaú.<br />

ENGRACIA.- ¿Qué caso es ése?<br />

EUSEBIO.- Que dio toda su herencia por una escudilla de lentejas.<br />

ENGRACIA.- ¿Debería ser loco ese señor Esaú? ¿Dar toda su herencia por lo que yo<br />

no daría dos maravedís? No me cabe en el entendimiento.<br />

EUSEBIO.- ¿También pues me tuvierais a mí por loco si diera mi hacienda por este<br />

arroz?<br />

ENGRACIA.- Entendí la fuerza de la expresión de vmd. que aludió al haberlo hecho<br />

mi señora doña Leocadia, a quien vmd. ama mucho.<br />

EUSEBIO.- ¿Y os persuadís de la alusión?<br />

ENGRACIA.- Son ciertos modos de decir, que aunque jamás pueden llegar a la<br />

ejecución, prueban sin embargo la fuerza del afecto de quien los profiere. ¿Mas quién sabe<br />

que no haya dejado vmd. otra herencia igual a la de Esaú por mi señora Leocadia? Y esto lo<br />

creyera más fácilmente que por el arroz y las lentejas.<br />

EUSEBIO.- ¿De dónde sacáis esas sospechas?<br />

ENGRACIA.- De otros casos de amores, que aunque oídos en consejas, no se hacen<br />

increíbles. Príncipes y princesas que andando a sus aventuras pararon en chozas de pastores<br />

y en casas pobres semejantes a ésta, en que pudieron muy bien refugiarse vmds. perseguidos<br />

de su mala ventura. Acrecienta a éstas mis sospechas el traje en que los veo, y que se me<br />

antoja el mismo en que vinieron a España los doce pares.<br />

EUSEBIO.- Según eso, ¿os parecerá Leocadia una princesa?<br />

ENGRACIA.- ¡Y cómo que me lo parece! Para mi santiguada, que ni doña Merindana,<br />

ni doña Flor, ni la de don Gaiferos, ni de Roldán se atrevieran ponerse a tiro de su cotejo.<br />

LEOCADIA.- Ahora es tiempo de <strong>com</strong>er, Engracia, y no de <strong>com</strong>paraciones.<br />

ENGRACIA.- ¿Y no se pueden hacer <strong>com</strong>iendo? Será, pues, vmd. la sola a quien no<br />

agraden tales <strong>com</strong>paraciones. Aunque si lo dice para evitar el parecer princesa y el que yo<br />

adivine que lo es, me acrecienta por lo mismo mis sospechas.<br />

Así proseguía Engracia dando motivo a sus huéspedes para que la satisficiesen la<br />

curiosidad que tenía de saber quiénes eran; y aunque no pudo sacar nada de ellos, amenizó<br />

la <strong>com</strong>ida. Acabada ésta, Leocadia, animada de sus virtuosos deseos y sentimientos, se puso<br />

inmediatamente a formar el diseño para unas vueltas, que fue lo primero que le ocurrió<br />

bordar. Eusebio escribió la carta al lord Harrington. En ella le participa la desgracia que le<br />

había acontecido, la cual hacía superflua la re<strong>com</strong>endación sobre su pleito, a quien había<br />

puesto fin la confiscación de todos sus bienes. En fuerza de esto le rogaba quisiese, con su<br />

autoridad y fianza, proporcionarle embarco para la América en algún bastimento inglés, a<br />

quien satisfaría luego que llegase a ella.<br />

Escrita la carta, se la leyó a Leocadia y fue a llevarla él mismo al correo. Al tiempo que<br />

volvía a casa, pasando por una tienda en que vio hacer espaldares de juncos, entró en ella<br />

para informarse del maestro del lugar en dónde se proveía de aquellos materiales. Díjole el<br />

artesano que si quería le vendería cuantos quisiese. Conciértanse sobre un grande haz de<br />

ellos que el maestro le mostró, y habiéndole entregado Eusebio el dinero, cargó con él,


enovando todos los fuertes sentimientos que la virtud le había infundido en la escuela de<br />

Hardyl, y la memoria de la carga que llevó en <strong>com</strong>pañía del mismo cuando se vieron<br />

precisados a poner tienda en Londres.<br />

No había aún andado la mitad del camino, cuando oyó que le daban voces, diciéndole<br />

en inglés que esperase, llamándole por su nombre. Eusebio, que llevaba la carga en uno de<br />

los hombros, pudo volver la cabeza con la carga para ver si era Taydor el que lo llamaba,<br />

pareciéndole que lo fuese su voz. Reconociéndolo, deja caer la carga en el suelo penetrado<br />

del fuerte alborozo que le causó su vista, y extendió los brazos para recibirle en ellos.<br />

Taydor, corriendo <strong>com</strong>o venía, se precipita a sus pies con el sombrero en la mano,<br />

sollozando tan recio que no podía proferir palabra. Hubo de inclinarse Eusebio para<br />

abrazarle y para quitarle con aquella demostración los temores que pudiera tener de que<br />

estuviese vivamente resentido contra él por causa del contrabando que le había causado la<br />

prisión y la pérdida de todos sus bienes, reduciéndole a la miseria y necesidad de haber de<br />

ganar su sustento con el trabajo de sus manos.<br />

Eusebio, después de haberlo consolado con expresiones amorosas, hacíale instancias<br />

para que se levantase; mas él, puesto de rodillas, le tenía abrazada la una pierna y animada<br />

su cara al muslo, haciendo resonar entre sollozos el perdón que le pedía por su<br />

inconsiderado proceder y descuido, poniendo al cielo por testigo de la inocencia de sus<br />

intenciones en aquel funesto caso que quisiera remediar con toda su sangre y con mil vidas<br />

si las tuviera. No pudiendo recabar Eusebio que se levantase del suelo, y viendo que su<br />

postura y voces llamaban mucha gente, le ocurrió decirle para obligarlo que Leocadia estaba<br />

con cuidado por él y que deseaba verlo. Consiguió con esto hacerlo levantar, y luego que lo<br />

vio en pie, echó Eusebio mano de la carga para volvérsela a poner sobre el hombro.<br />

Taydor, llevado entonces del ímpetu de su <strong>com</strong>punción y enternecimiento, arrebató con<br />

ella, sin cesar de proferir mil quejas y lamentos contra sí mismo y contra la funesta<br />

desventura, que renovó con sollozos y mayor llanto a los pies de Leocadia luego que llegó a<br />

verla en aquella casa. Costó no poco a Eusebio y a la misma Leocadia el acallarlo y<br />

sosegarlo, concediéndole repetidas veces el perdón que deseaba oír de sus bocas. Al cabo de<br />

largo rato que consiguieron consolarlo, deseó Eusebio que le contase lo que le pasó a él y a<br />

Clarise y a Damián la noche que los prendieron.<br />

Satisfizo a esto el doliente Taydor diciendo que a él y a Damián los llevaron a la cárcel,<br />

en donde estuvo dos días, en los cuales le tomaron declaración; pero que, a pesar de haberse<br />

confesado solo reo, lo pusieron en libertad, le restituyeron toda su ropa y dinero,<br />

intimándole graves penas si publicaba cosa alguna de la declaración; que ya libre,<br />

apremiado del dolor por la desgracia que había causado a su amo adorable, estuvo tentado<br />

por quitarse la vida, pero que la esperanza que alimentaba de que redundase en daño de su<br />

amo su desacierto, le hizo diferir su resolución hasta ver el éxito de su prisión que, según<br />

veía, era muy diverso de lo que se había lisonjeado; que por lo mismo no podía resistir al<br />

fiero sentimiento que la funesta desgracia de entrambos le causaba, y que sólo podía resarcir<br />

con su muerte.<br />

Eusebio, que conocía a Taydor y que echaba de ver por sus expresiones y por el tétrico<br />

aspecto con que las decía, que sería capaz de cumplir con la funesta resolución que<br />

significaba, usó con él las mayores demostraciones de amor a fin de dejarlo consolado y de<br />

desviar los fatales pensamientos que fomentaba. Mas viendo que todas ellas no despejaban<br />

el triste ceño de su rostro, quiso empeñar el honor del mismo, a que se mostró siempre muy<br />

sensible, diciéndole que, aunque lo veía a él y a Leocadia en aquella miseria, se lisonjeaba<br />

de su acendrada honradez y fidelidad que no los desampararía, y que volvería con ellos a la<br />

América, a donde hacía cuenta de partir cuanto antes.<br />

Este prudentísimo expediente de Eusebio tocó tan vivamente al ánimo de Taydor, que<br />

lo hizo prorrumpir en llanto, y postrándose a los pies de Eusebio y de Leocadia les decía que<br />

antes perdería mil vidas que desampararlos, que los serviría del mismo modo y con el<br />

mismo amor en la pobreza en que se hallaban por su causa, <strong>com</strong>o los había servido en la


iqueza, que dividiría con ellos el pan que pudiese ganarse con el sudor de su rostro, y que si<br />

se lo permitían vendría a estar con ellos y a servirlos en aquella casa; que tenía consigo cien<br />

escudos que había traído de la América y que su mayor consuelo sería si los quisiesen<br />

aceptar en la necesidad presente.<br />

Eusebio, para consolarlo y para consolidar más el buen efecto de su ocurrencia, no sólo<br />

vino bien en aceptar su oferta y en tenerlo consigo en aquella casa, mostrándose deseoso de<br />

ello, sino que también le encargó, para tener ocupados sus pensamientos, que viese si podía<br />

encontrarle un alojamiento decente para pasar el tiempo que se detendrían en aquella ciudad<br />

mientras que se les proporcionaba embarco para la América. Serenado con esto Taydor,<br />

partió inmediatamente para cumplir con los encargos que su buen amo le hacía, dejándolo<br />

enteramente asegurado sobre los temores que había concebido, <strong>com</strong>o los había también<br />

imaginado Leocadia; los cuales, viéndose solos, resolvieron dar feliz principio a su trabajo.<br />

Leocadia se puso a formar su diseño y Eusebio, deshecho el haz de juncos, llevó un<br />

brazado de ellos junto a la mesa en que Leocadia hacía el diseño, y sentándose en un asiento<br />

bajo que allí había, <strong>com</strong>enzó el entretejo de un cesto. Engracia no estaba en casa. Con esto,<br />

<strong>com</strong>enzado ya su trabajo en santa y muy envidiable <strong>com</strong>pañía, tuvieron los dos<br />

conversación, siendo Eusebio el primero en decir a Leocadia:<br />

Ved aquí, Leocadia, cómo llegamos a ver verificado lo que mirábamos tan remoto<br />

cuando os decía en la América que nos podíamos ver reducidos a ganarnos el pan con el<br />

sudor de nuestros rostros, sin que nos hayan valido los bienes considerables que aquí<br />

teníamos ni los que tenemos en la Pensilvania. Cuán grande fuera nuestro dolor y la<br />

desesperación tal vez, si lisonjeados <strong>com</strong>o otros muchos de su riqueza y desvanecidos con<br />

ella y con sus <strong>com</strong>odidades, hubiésemos desdeñado aprender un oficio, y la virtud con él,<br />

para saber llevar con fortaleza y serenidad nuestra desgracia.<br />

LEOCADIA.- No es fácil, Eusebio, que ningún rico llegue a persuadirse que pueda<br />

caer y verse en desgracia semejante a la nuestra. Apenas suceden de estos casos en el<br />

mundo.<br />

EUSEBIO.- No son tan raros cuanto os lo parece. Si hubierais corrido un poco de<br />

mundo, veríais que los vicios, el juego, la vanidad, los pleitos, un incendio, una calumnia, la<br />

guerra y otros muchos accidentes y <strong>com</strong>binaciones de la suerte, derriban a muchos del<br />

asiento de sus <strong>com</strong>odidades y riquezas en pobreza y estado igual al que un rollo de hojas<br />

secas nos expuso. Fueran, bien sí, muy raros los que en igual desgracia tuvieran la dulce<br />

satisfacción interior, que alivia y consuela nuestras almas a cada impulso que da la mano en<br />

el trabajo emprendido para ganarnos con él el necesario sustento. Yo a lo menos tengo esta<br />

dulce satisfacción; no sé si vos la tenéis también.<br />

LEOCADIA.- Al principio se me hacía algo sensible, pero confortada de vuestro<br />

ejemplo y de tantas reflexiones que me hicisteis hacer con el estudio de la virtud, para que<br />

pudiese sobreponer mis sentimientos a la vanidad, a la ambición y a los juicios de los<br />

hombres, hallo finalmente consuelo y dulce alivio interior en el pobre estado en que nos<br />

vemos, y el tener el medio en mis manos para soportar tan impensada desgracia y pobreza,<br />

sin haber de ir a importunar a ninguno.<br />

EUSEBIO.- Ved, Leocadia, por qué dijeron los antiguos que no había espectáculo más<br />

sublime a los ojos de la divinidad que el sabio que lucha con su mala ventura. De hecho,<br />

¿qué pintura más viva se pudiera hacer de la virtud que la del hombre que ejercita en la<br />

mayor desgracia su paciencia y sufrimiento, sin quejarse y sin murmurar en medio de los<br />

trabajos y necesidades que le cercan? De aquí la enternecida admiración de los hombres que<br />

le <strong>com</strong>padecen, porque se revisten del sentimiento de las penas, del oprobio y de la<br />

humillación a que lo ven expuesto y en que parece manifestarse insensible, fortalecido de<br />

los sentimientos de la fuerte moderación y del desprecio de las grandezas y bienes de que se<br />

ve privado, y que lo representan superior a todas ellas. Lo que se hace tanto más digno de<br />

admiración, cuanto más arduo parece y más difícil de conseguir a los que no conocen los<br />

sentimientos y fortaleza de la virtud. ¿Pero os parece, Leocadia, que cueste tanto de alcanzar


el amor santo y virtuoso? ¿Os parece que necesita entonces de tan grande esfuerzo la virtud?<br />

LEOCADIA.- Quién sabe que no sea el amor antes que la virtud el que nos consuela<br />

en la pobreza en que nos vemos.<br />

EUSEBIO.- Pero sin virtud, ¿se ama de la manera que nos amamos?<br />

Interrumpió a este discurso la vieja Engracia, que entró diciendo: ¿qué acabo de saber,<br />

Dios mío? ¿Qué acabo de saber? ¿Venirse a acoger en mi pobre casa unos caballeros <strong>com</strong>o<br />

vmds.?<br />

EUSEBIO.- ¿Quién os ha dicho que somos caballeros?<br />

ENGRACIA.- La gente, que dice que vmd. y mi señora doña Leocadia son los que<br />

vinieron de la América y a los que pusieron en la cárcel con tan grande crueldad e injusticia.<br />

EUSEBIO.- ¿Os pesa haber dado asilo y amparo a un desgraciado caballero?<br />

ENGRACIA.- Dios me libre de ello <strong>com</strong>o de mal, y a vmds. de ulteriores desgracias.<br />

No señor, que antes bien lo tengo a mucha honra y ventura. ¡Si andaba yo muy errada en lo<br />

de los doce pares! ¡Quién me lo había de decir que había de honrar a mi pobre casa el<br />

generoso caballero que entregó al señor cura el doblón para socorrer a mi hijo! ¡Virgen<br />

Santa! ¡Verse ahora vmd. en tanta pobreza, reducido a ganarse el pan <strong>com</strong>o un pobre<br />

artesano, después que se vio en tanta riqueza y señorío...!<br />

EUSEBIO.- ¿Qué hay ahí por qué llorar?<br />

ENGRACIA.- ¡Ah!, señor, que estas son cosas que harían enternecer a los guijarros.<br />

¡Pobre de mi señora Leocadia! ¡Una señora tan delicada, de tales gracias y hermosura, verse<br />

en esta miseria y oscuridad... el corazón se me despedaza!<br />

LEOCADIA.- ¿No se vieron en el mismo estado las princesas que nombrasteis esta<br />

mañana?<br />

ENGRACIA.- ¡Ah, señora, que la cosa es muy diversa! Éstas se iban rozando por esos<br />

campos en busca de sus aventuras, y amarteladas por sus errantes caballeros; y si se veían en<br />

chozas o en desgracias, su mal con su pan. Mas vmd. tan modesta y tan buena, perder sus<br />

joyas, sus riquezas, su casa y <strong>com</strong>odidades sin haber dado motivo para ello, es cosa que<br />

quebranta el corazón.<br />

LEOCADIA.- Estos son casos contra los cuales no hay otro remedio que la paciencia y<br />

sufrimiento, de que nos dio ejemplo nuestro divino redentor.<br />

ENGRACIA.- Bien haya el alma de vmd. que se sabe aprovechar de ellos.<br />

Así proseguía Engracia su razonamiento con Leocadia hasta que, anocheciendo ya, le<br />

pidió Eusebio el candil. La buena vieja quiso encenderlo soplando en un tizón que salió del<br />

rescoldo; mas no pudiendo salir con ello, hubo de hacerlo Eusebio. Encendido ya, lo colgó<br />

de un clavo que había en la pared sobre la mesa en que Leocadia dibujaba. Hecho esto,<br />

volvieron a continuar entrambos su trabajo, en que los sorprendió don Eugenio; el cual<br />

quedó sumamente conmovido y suspenso de admiración al ver aquel espectáculo. Había<br />

motivo para ello, pues la pobreza y miseria de la estancia y de sus ruines trastos, realzada de<br />

la postura de Eusebio que, casi sentado en el suelo y rodeado de sus juncos, trabajaba al lado<br />

de la mesa en que se ocupaba Leocadia a la escasa luz del candil, fueron objetos que<br />

penetraron el corazón sensible de tal amigo.<br />

Eusebio, al verlo parado y suspenso, diole las buenas noches con sonrisa amigable<br />

<strong>com</strong>o que notaba su suspensión. Leocadia se hubo de volver para dárselas; mas don Eugenio<br />

sin darles respuesta, después de haber estado un rato en silencio, <strong>com</strong>o meditando lo que<br />

debía hacer, echóse sobre el trabajo de Eusebio, esforzándose en querer sacarle de las manos<br />

el <strong>com</strong>enzado cesto, diciendo que no permitiría aquella traición hecha a su amistad. Se<br />

defendía al contrario Eusebio de los esfuerzos de don Eugenio, diciéndole que allí no había<br />

ninguna traición, sino que hacía el oficio que le <strong>com</strong>petía. Don Eugenio, sin responderle,<br />

atendía sólo a sacarle el cesto de las manos, lo que consiguió entregándoselo Eusebio; pero<br />

luego que lo tuvo don Eugenio, lo arrojó al hogar insistiendo en quejarse del agravio que


hacía a sus amigables ofertas.<br />

En vano Eusebio le rogaba se sosegase y lo escuchase. Don Eugenio, mostrándose<br />

seriamente resentido, juraba que no lo dejaría trabajar aunque hubiese de permanecer allí día<br />

y noche, hasta obligarlo a que se valiese del dinero que le había ofrecido. Llegó entonces<br />

Taydor con el dinero que traía y con la respuesta del cuarto que había encontrado, burlando<br />

las intenciones de Eusebio, pues sólo le había hecho aquel encargo a Taydor para desviar<br />

sus pensamientos de la funesta resolución que había manifestado, lisonjeándose que <strong>com</strong>o<br />

forastero no encontraría fácilmente el alojamiento que le encargaba. Don Eugenio,<br />

informado por Taydor del sitio, quiso que Eusebio y Leocadia pasasen sobre la marcha a<br />

habitarlo, asiendo a Eusebio por el brazo para obligarlo a salir de aquella casa.<br />

No hubiera desistido de su empeño don Eugenio, si Eusebio no le hubiera dado palabra<br />

de hacerlo y si Taydor no hubiera añadido que el dicho cuarto se hallaba sin muebles y sin<br />

cama, de que sería necesario proveerse. Sosegado con esto don Eugenio, se fue<br />

inmediatamente a dar orden para que lo alhajasen, después que obtuvo promesa de Eusebio<br />

de que pasaría a habitarlo al día siguiente; y después de haber satisfecho al encargo de<br />

Leocadia sobre Clarise, diciéndole que se hallaba en casa de Roberto Wilkins, a quien había<br />

ido a visitar para rogarle enviase a Clarise a su ama, la que había salido de la cárcel,<br />

dejándole por escrito el nombre de la calle y casa en donde la encontraría.<br />

A poco rato que se había ido don Eugenio, oyeron ruido de coches que se pararon a la<br />

puerta de la casa. Compareció inmediatamente un criado que preguntaba si don Eusebio y<br />

doña Leocadia M... se hallaban en aquella casa. Salido con la respuesta, ven entrar a Clarise<br />

con los brazos abiertos que se precipitó sollozando en los de Leocadia. Seguíala Roberto<br />

Wilkins, su mujer y una hija suya, a cuya vista inesperada se levantó Eusebio del humilde<br />

asiento en que trabajaba para recibirlos y para ofrecerles las sillas y un banquillo que allí<br />

había, mientras que Clarise desahogaba con Leocadia su enternecido alborozo. Viose<br />

precisada Leocadia a desistir d e sus cariñosas demostraciones con Clarise, en atención a<br />

aquellos señores que venían a visitarla.<br />

Roberto Wilkins tomó entonces la palabra haciendo a Eusebio y a Leocadia un<br />

enternecido cumplimiento sobre su desgracia. Luego les dijo que en fuerza de la<br />

re<strong>com</strong>endación que le hizo el lord Harrington poco después que llegaron a S..., le había<br />

enviado un propio para participarle su prisión el mismo día que aconteció; que el lord le<br />

encargaba en respuesta que hiciese lo posible para favorecerles en aquellas funestas<br />

circunstancias; pero que, habiendo sabido al mismo tiempo su obtenida libertad, había hecho<br />

en vano mil diligencias para saber dónde habían parado, hasta que aquella misma tarde<br />

<strong>com</strong>pareció en su casa un caballero que le dejó por escrito el sitio y casa en que se hallaban,<br />

y que con sumo alborozo suyo y de su familia venía, no solamente a traerles a Clarise, sino<br />

también a participarles las intenciones del lord Harrington, en fuerza de las cuales les tenía<br />

preparado alojamiento en su casa, esperando que se dignarían aceptar la oferta.<br />

Eusebio, agradecido a la atención de Wilkins y a las intenciones del lord, no supo ni<br />

pudo negarse a tan generoso ofrecimiento, respondiendo a Wilkins, que allí lo tenía, que<br />

dispusiese de su persona. La misma oferta en otros términos hizo también Wilkins a<br />

Leocadia; la cual respondió que no la quedaba motivo para rehusarla después que la había<br />

aceptado su marido; que aunque pobre y sucia, <strong>com</strong>o la veían, no podía pedir tiempo para<br />

mudarse, no quedándole otro ajuar que aquel que llevaba encima. Entonces Brígida Wilkins,<br />

asiéndola de la mano, la besó diciéndola: No os aflija, doña Leocadia, un estado en que nos<br />

sois más respetable; toda S... se interesa en vuestra desgracia y en la de vuestro marido. No<br />

tendrá por qué <strong>com</strong>placerse en su venganza el que la tomó tan bárbaramente de vuestra<br />

inocencia, instigado de su codicia. No hay para que nos detengamos, dijo entonces Wilkins,<br />

los coches nos esperan; y ofrecióse a Leocadia para a<strong>com</strong>pañarla al coche.<br />

Pidióle Leocadia un instante para despedirse de su buena huéspeda Engracia, que los<br />

había recibido y servido en su pobre casa, y volviéndose a ella la decía cuán agradecida<br />

quedaba a su favor y cuán reconocida a sus atenciones y servicios, de los cuales conservaría


memoria toda su vida. Díjola Eusebio las mismas expresiones, a<strong>com</strong>pañándolas con uno de<br />

los doblones que le había entregado don Eugenio y que ella recibió con admiración y con<br />

extraordinario agradecimiento, que manifestaba con llanto y con mil bendiciones y<br />

alabanzas, de las cuales no desistió aun después que los vio en el coche y que se ausentaron<br />

de sus ojos.<br />

Llegados a casa de Wilkins, experimentaron toda especie de demostraciones cariñosas<br />

de la generosidad y esmero de sus nuevos huéspedes, llegando a tanto la afectuosa atención<br />

de Brígida Wilkins, que ella misma, ayudada de su hijo, quiso con sus propias manos<br />

desenredar y peinar el hermoso cabello de Leocadia, que no había sufrido peine desde que la<br />

llevaron a la cárcel.<br />

Abrióseles de par en par el cielo a Eusebio y a Leocadia luego que se vieron fuera de la<br />

sima de la desgracia y de las miserias en que los había derribado la suerte, agradeciendo a la<br />

providencia este favor y la fortaleza de sentimientos que les había conservado para que<br />

pudiesen sacar dulce satisfacción y consuelo de los trabajos padecidos, valiéndose de la<br />

generosa mano de Wilkins para sacarlos de ellos y para ponerlos en <strong>com</strong>odidad juntamente<br />

con sus fieles criados Clarise y Taydor, pues nada habían podido saber de Damián, de quien<br />

tampoco necesitaban en casa de su generoso huésped.<br />

Al otro día que se hallaban en ella, fue don Eugenio a casa de Engracia para llevarlos al<br />

alojamiento que le había indicado Taydor, y que don Eugenio había hecho disponer y<br />

alhajar la misma noche. La afligida Engracia le contó entonces que habían venido unos<br />

caballeros en coches, en que se los llevaron, sin saberles dar otras señas sino la de la lengua<br />

extraña que hablaban y que ella no entendía. Conoció don Eugenio que no podía ser otro<br />

que Wilkins el caballero que la vieja le decía; fue a la casa del mismo para certificarse,<br />

donde viéndose con Eusebio, le dio con los parabienes nuevas pruebas de su sincera amistad<br />

y afecto.<br />

Con esta ocasión, sospechando que Eusebio ignorase todavía la catástrofe de don Felipe<br />

y su descubierta hermandad con Leocadia, se la contó con gran sorpresa de Eusebio, que<br />

tuvo harto motivo para admirar la extrañeza de las <strong>com</strong>binaciones y de dolerse del funesto<br />

fin de su infeliz cuñado. Sirvióle esta noticia para prevenir inmediatamente a Wilkins y a<br />

todos los de su familia, que procurasen ocultar a Leocadia el descubrimiento de su hermano<br />

don Felipe y su aciaga muerte que, atendidas todas las circunstancias, pudiera causar a su<br />

corazón indecible sentimiento.<br />

Supo a más de esto Eusebio, por medio de su amigo, que su tío don Gerónimo iba a<br />

perder el fruto de sus codiciosas miras y cruel proceder, por cuanto la corte, atendida la<br />

calidad del pleito, parecía querer entrar en los derechos del reo que miraba <strong>com</strong>o suyos,<br />

después que quedaban adjudicadas al fisco las haciendas y demás bienes confiscados para el<br />

rey. Hízole al mismo tiempo instancias para que se presentase en la corte a fin de justificarse<br />

y hacer ver la bárbara injusticia y tropelía de su tío don Gerónimo, pues se le presentaba la<br />

mejor ocasión del mundo con la caída del ministro de Hacienda (que acababa de saber), que<br />

era el que protegía a su tío y el que le había dado el empleo de intendente. Que a más de esto<br />

se decía que el lord Harrington era el que más que ningún otro había contribuido a su caída,<br />

a instancias de la corte de Londres.<br />

Mas Eusebio, que había entregado al olvido la ofensa de su tío y su cruel proceder<br />

contra él, le dijo que no le quedaba ya cosa alguna que pretender en España, que sólo<br />

pensaba en restituirse a la América, para donde había determinado partir luego que le llegase<br />

la respuesta del lord Harrington. Que la suerte le había dejado sobrados bienes para vivir<br />

con decencia y pasar holgadamente los días que le quedaban; que no aspiraba a más que a<br />

llevar con ellos una vida quieta y sosegada en el seno de su familia. No pudo don Eugenio<br />

apearle de su determinación con las nuevas instancias que le hizo, ni hacerle diferir su<br />

partida luego que le llegó la respuesta del lord.<br />

En ella le decía éste que hallaría en Cádiz una fragata del rey que lo conduciría a<br />

Boston, a cuyo capitán había enviado órdenes para ello; y que por lo que les pudiese ocurrir,


ecibiría de Roberto Wilkins trescientas libras esterlinas. Entregóselas dicho Wilkins, y<br />

viéndolo resuelto a aprovecharse de la ocasión que el lord Harrington le sugería, quiso<br />

también en atención a éste a<strong>com</strong>pañarlo hasta Cádiz. Sintió sumamente don Eugenio su<br />

resolución, a que hubo de ceder con tiernas lágrimas, haciéndole aceptar una primorosa<br />

escribanía de plata en cambio del reloj, que decía querer conservar <strong>com</strong>o preciosa reliquia<br />

de tal amigo. En los abrazos que se dieron suplieron las lágrimas y las tiernas<br />

demostraciones a la escasez de las palabras, en que no abundan los sinceros corazones,<br />

mucho menos cuando el sentimiento anuda las lenguas.<br />

Dejaron finalmente Eusebio y Leocadia aquella ciudad que había sido <strong>com</strong>o escollo<br />

funesto en que pareció naufragar su felicidad, sin que pudiese ver la contraria fortuna su<br />

virtud anegada en las olas del oprobio y de las penas y trabajos padecidos; pues antes bien le<br />

sirvió la misma de tabla para salir salvos a la orilla, semejantes a aquellos que, tragados del<br />

mar con sus riquezas, los arroja el mismo a una playa donde encuentran un tesoro mayor<br />

que el que perdieron, y suelo fértil y delicioso donde con su frondosidad y abundancia los<br />

alivia y recrea.<br />

Llegados a Cádiz, tardaron poco a embarcarse en la fragata que el lord Harrington había<br />

insinuado a Eusebio, zarpando con viento próspero, que en breve los alejó de aquel suelo en<br />

que la suerte les hizo apurar las heces de la desgracia. Temía Eusebio que la fama hubiese<br />

publicado su prisión en Filadelfia antes de su llegada, pues no dudaba que ella sola bastaría<br />

para abreviar la vida avanzada de su buen padre Henrique y para congojar gravemente a los<br />

padres de Leocadia, especialmente si hubiese llegado a su noticia el descubrimiento de su<br />

hijo y su pérdida desastrada. Mas la precaución que tomó Eusebio para que Leocadia lo<br />

ignorase, así <strong>com</strong>o obtuvo el deseado fin para con ella, así también sirvió para que no<br />

llegasen a saberlo jamás sus padres, quedando sepultado el secreto en la prudencia de<br />

Eusebio, y para que el gozo y júbilo de todos fuese cumplido en su llegada cuando menos lo<br />

esperaban.<br />

El buen viejo Henrique Myden, enajenado de la dulce sorpresa de verlos <strong>com</strong>parecer<br />

sanos y salvos, no sabía de qué expresiones valerse para declararlos su alborozo, excediendo<br />

a las fuerzas de su edad los transportes y repetidos abrazos que les daba, estrechando a su<br />

seno a sus devueltos hijos, sin que pudiese disminuir el júbilo que le acarreaba su vuelta, la<br />

noticia de la pérdida del pleito que le contó Eusebio, <strong>com</strong>o si sólo lo hubiera perdido por<br />

tela de juicio, callándole la entera desgracia y trabajos que la a<strong>com</strong>pañaron. Diolo todo a la<br />

suerte <strong>com</strong>o de barato el buen viejo, por la suma <strong>com</strong>placencia y seguridad de verlos allí<br />

salvos.<br />

No fue menor el alborozo de Eusebio y de Leocadia cuando llegaron a ver en la granja<br />

a su dulce Henriquito, robusto y sano. Mas Leocadia estuvo a punto de desfallecer cuando lo<br />

cerró entre sus brazos, sofocándola los sollozos en que la hicieron prorrumpir las ideas de<br />

sus padecidos trabajos y desgracias, y los temores y congojas que tuvo de perderlo para<br />

siempre.<br />

Aunque el sumo gozo de volver a ver a su hijo arrancó a Eusebio algunas lágrimas, no<br />

enajenó tanto a su ternura, que no la contuviese con los sentimientos de la moderación, por<br />

lo mismo que le acordaban los pasados trabajos, que podía perderlo de mil modos, lo que le<br />

movió a hacer de su amado hijo el mismo ofrecimiento y sacrificio de resignación a la<br />

voluntad del cielo, que el que hizo antes de dejarlo, poniéndolo en las manos de la<br />

providencia y consagrándolo a sus inescrutables disposiciones.<br />

Quiso solemnizar Henrique Myden la llegada de sus hijos, y convidó para ello a los<br />

padres de Leocadia, que no tardaron en <strong>com</strong>parecer para dar a su querida hija y a Eusebio<br />

las más tiernas demostraciones de gozo, sin que tampoco hiciese ninguna mella en sus<br />

generosos ánimos la pérdida del pleito, del modo <strong>com</strong>o lo había contado Eusebio,<br />

ocultándoles su prisión y el descubrimiento y muerte de su hijo, quedándoles hartos bienes<br />

de fortuna en que dejar heredada a Leocadia.<br />

¿Quién explicará la deliciosa satisfacción y sublime consuelo que tuvieron al mismo


tiempo aquellos virtuosos casados cuando se vieron salvos en aquel asilo de felicidad, libres<br />

ya de todos los pasados afanes y miserias que quisieron hacer presa de sus amantes<br />

corazones? Postrados de rodillas ante el mismo tálamo nupcial que fue testigo de su<br />

<strong>com</strong>enzada dicha, agradecieron con tiernas lágrimas al cielo el fin de todos sus peligros y<br />

trabajos, devueltos a sus padres, a su hijo, a la quietud y <strong>com</strong>odidades que les conservó su<br />

beneficencia.<br />

Para que ninguna cosa faltase al colmo de su consuelo, hallaron restablecido a Gil<br />

Altano, cuyas demostraciones de ternura y de amor fueron extremadas por poder ver otra<br />

vez a sus adorables amos, los cuales, luego que restablecieron sus cuerpos y ánimos de los<br />

padecidos reveses y desastres, y de la larga navegación, volvieron a emprender con santa e<br />

imperturbable tranquilidad el ejercicio de la virtud, que llegó a colmarlos de su más pura<br />

satisfacción y dulzura en el seno de la abundancia, después que les dio a probar su más<br />

precioso consuelo entre las penas y angustias del oprobio y de los agravios de la contraria<br />

suerte, para confirmar en ellos que no hay bienes ni tesoros en la tierra que por si solos<br />

puedan hacer felices a los hombres sin la virtud; y que, por el contrario, no hay mal,<br />

ignominia ni tormento que ella no endulce y no haga llevadero con la fortaleza de sus<br />

máximas y consejos, que forman sólo la verdadera sabiduría en la tierra.<br />

FIN DE LA CUARTA PARTE

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