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Don Quijote I.pdf - Ataun

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Obra reproducida sin responsabilidad editorial<br />

El ingenioso Hidalgo<br />

<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> de la<br />

Mancha<br />

Miguel de Cervantes Saavedra


Advertencia de Luarna Ediciones<br />

Este es un libro de dominio público en tanto<br />

que los derechos de autor, según la legislación<br />

española han caducado.<br />

Luarna lo presenta aquí como un obsequio a<br />

sus clientes, dejando claro que:<br />

1) La edición no está supervisada por<br />

nuestro departamento editorial, de forma<br />

que no nos responsabilizamos de la<br />

fidelidad del contenido del mismo.<br />

2) Luarna sólo ha adaptado la obra para<br />

que pueda ser fácilmente visible en los<br />

habituales readers de seis pulgadas.<br />

3) A todos los efectos no debe considerarse<br />

como un libro editado por Luarna.<br />

www.luarna.com


TASA<br />

Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de<br />

Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen<br />

en su Consejo, certifico y doy fe que,<br />

habiendo visto por los señores dél un libro intitulado<br />

El ingenioso hidalgo de la Mancha,<br />

compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra,<br />

tasaron cada pliego del dicho libro a tres maravedís<br />

y medio; el cual tiene ochenta y tres pliegos,<br />

que al dicho precio monta el dicho libro<br />

docientos y noventa maravedís y medio, en que<br />

se ha de vender en papel; y dieron licencia para<br />

que a este precio se pueda vender, y mandaron<br />

que esta tasa se ponga al principio del dicho<br />

libro, y no se pueda vender sin ella. Y, para que<br />

dello conste, di la presente en Valladolid, a<br />

veinte días del mes de deciembre de mil y seiscientos<br />

y cuatro años.<br />

Juan Gallo de Andrada.


TESTIMONIO DE LAS ERRATAS<br />

Este libro no tiene cosa digna que no corresponda<br />

a su original; en testimonio de lo haber<br />

correcto, di esta fee. En el Colegio de la Madre<br />

de Dios de los Teólogos de la Universidad de<br />

Alcalá, en primero de diciembre de 1604 años.<br />

El licenciado Francisco Murcia de la Llana.<br />

EL REY<br />

Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes,<br />

nos fue fecha relación que habíades compuesto<br />

un libro intitulado El ingenioso hidalgo<br />

de la Mancha, el cual os había costado mucho<br />

trabajo y era muy útil y provechoso, nos pedistes<br />

y suplicastes os mandásemos dar licencia y<br />

facultad para le poder imprimir, y previlegio<br />

por el tiempo que fuésemos servidos, o como la<br />

nuestra merced fuese; lo cual visto por los del<br />

nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se<br />

hicieron las diligencias que la premática últi-


mamente por nos fecha sobre la impresión de<br />

los libros dispone, fue acordado que debíamos<br />

mandar dar esta nuestra cédula para vos, en la<br />

dicha razón; y nos tuvímoslo por bien. Por la<br />

cual, por os hacer bien y merced, os damos licencia<br />

y facultad para que vos, o la persona que<br />

vuestro poder hubiere, y no otra alguna, podáis<br />

imprimir el dicho libro, intitulado El ingenioso<br />

hidalgo de la Mancha, que desuso se hace mención,<br />

en todos estos nuestros reinos de Castilla,<br />

por tiempo y espacio de diez años, que corran y<br />

se cuenten desde el dicho día de la data desta<br />

nuestra cédula; so pena que la persona o personas<br />

que, sin tener vuestro poder, lo imprimiere<br />

o vendiere, o hiciere imprimir o vender, por el<br />

mesmo caso pierda la impresión que hiciere,<br />

con los moldes y aparejos della; y más, incurra<br />

en pena de cincuenta mil maravedís cada vez<br />

que lo contrario hiciere. La cual dicha pena sea<br />

la tercia parte para la persona que lo acusare, y<br />

la otra tercia parte para nuestra Cámara, y la<br />

otra tercia parte para el juez que lo sentenciare.


Con tanto que todas las veces que hubiéredes<br />

de hacer imprimir el dicho libro, durante el<br />

tiempo de los dichos diez años, le traigáis al<br />

nuestro Consejo, juntamente con el original que<br />

en él fue visto, que va rubricado cada plana y<br />

firmado al fin dél de Juan Gallo de Andrada,<br />

nuestro Escribano de Cámara, de los que en él<br />

residen, para saber si la dicha impresión está<br />

conforme el original; o traigáis fe en pública<br />

forma de cómo por corretor nombrado por<br />

nuestro mandado, se vio y corrigió la dicha<br />

impresión por el original, y se imprimió conforme<br />

a él, y quedan impresas las erratas por él<br />

apuntadas, para cada un libro de los que así<br />

fueren impresos, para que se tase el precio que<br />

por cada volumen hubiéredes de haber. Y<br />

mandamos al impresor que así imprimiere el<br />

dicho libro, no imprima el principio ni el primer<br />

pliego dél, ni entregue más de un solo libro<br />

con el original al autor, o persona a cuya costa<br />

lo imprimiere, ni otro alguno, para efeto de la<br />

dicha correción y tasa, hasta que antes y prime-


o el dicho libro esté corregido y tasado por los<br />

del nuestro Consejo; y, estando hecho, y no de<br />

otra manera, pueda imprimir el dicho principio<br />

y primer pliego, y sucesivamente ponga esta<br />

nuestra cédula y la aprobación, tasa y erratas,<br />

so pena de caer e incurrir en las penas contenidas<br />

en las leyes y premáticas destos nuestros<br />

reinos. Y mandamos a los del nuestro Consejo,<br />

y a otras cualesquier justicias dellos, guarden y<br />

cumplan esta nuestra cédula y lo en ella contenido.<br />

Fecha en Valladolid, a veinte y seis días<br />

del mes de setiembre de mil y seiscientos y cuatro<br />

años.<br />

YO, EL REY.


Por mandado del Rey nuestro señor:<br />

Juan de Amezqueta.<br />

AL DUQUE DE BÉJAR,<br />

marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y<br />

Bañares, vizconde de La Puebla de Alcocer,<br />

señor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos<br />

En fe del buen acogimiento y honra que hace<br />

Vuestra Excelencia a toda suerte de libros, como<br />

príncipe tan inclinado a favorecer las buenas<br />

artes, mayormente las que por su nobleza<br />

no se abaten al servicio y granjerías del vulgo,<br />

he determinado de sacar a luz al Ingenioso<br />

hidalgo don <strong>Quijote</strong> de la Mancha, al abrigo del<br />

clarísimo nombre de Vuestra Excelencia, a<br />

quien, con el acatamiento que debo a tanta<br />

grandeza, suplico le reciba agradablemente en<br />

su protección, para que a su sombra, aunque<br />

desnudo de aquel precioso ornamento de ele-


gancia y erudición de que suelen andar vestidas<br />

las obras que se componen en las casas de<br />

los hombres que saben, ose parecer seguramente<br />

en el juicio de algunos que, no continiéndose<br />

en los límites de su ignorancia, suelen condenar<br />

con más rigor y menos justicia los trabajos ajenos;<br />

que, poniendo los ojos la prudencia de<br />

Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío que<br />

no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.<br />

Miguel de Cervantes Saavedra


PRÓLOGO<br />

Desocupado lector: sin juramento me podrás<br />

creer que quisiera que este libro, como hijo del<br />

entendimiento, fuera el más hermoso, el más<br />

gallardo y más discreto que pudiera imaginarse.<br />

Pero no he podido yo contravenir al orden<br />

de naturaleza; que en ella cada cosa engendra<br />

su semejante. Y así, ¿qué podía engendrar el<br />

estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia<br />

de un hijo seco, avellanado, antojadizo y<br />

lleno de pensamientos varios y nunca imaginados<br />

de otro alguno, bien como quien se engendró<br />

en una cárcel, donde toda incomodidad<br />

tiene su asiento y donde todo triste ruido hace<br />

su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la<br />

amenidad de los campos, la serenidad de los<br />

cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud<br />

del espíritu son grande parte para que las musas<br />

más estériles se muestren fecundas y ofrezcan<br />

partos al mundo que le colmen de maravilla<br />

y de contento. Acontece tener un padre un<br />

hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le


tiene le pone una venda en los ojos para que no<br />

vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y<br />

lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas<br />

y donaires. Pero yo, que, aunque parezco<br />

padre, soy padrastro de <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong>, no quiero<br />

irme con la corriente del uso, ni suplicarte, casi<br />

con las lágrimas en los ojos, como otros hacen,<br />

lector carísimo, que perdones o disimules las<br />

faltas que en este mi hijo vieres; pues ni eres su<br />

pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu<br />

cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado,<br />

y estás en tu casa, donde eres señor della, como<br />

el rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente<br />

se dice: que debajo de mi manto, al rey<br />

mato. Todo lo cual te esenta y hace libre de todo<br />

respecto y obligación; y así, puedes decir de<br />

la historia todo aquello que te pareciere, sin<br />

temor que te calunien por el mal ni te premien<br />

por el bien que dijeres della.<br />

Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el<br />

ornato de prólogo, ni de la inumerabilidad y


catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas<br />

y elogios que al principio de los libros<br />

suelen ponerse. Porque te sé decir que, aunque<br />

me costó algún trabajo componerla, ninguno<br />

tuve por mayor que hacer esta prefación que<br />

vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para<br />

escribille, y muchas la dejé, por no saber lo que<br />

escribiría; y, estando una suspenso, con el papel<br />

delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete<br />

y la mano en la mejilla, pensando lo que diría,<br />

entró a deshora un amigo mío, gracioso y<br />

bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo,<br />

me preguntó la causa; y, no encubriéndosela<br />

yo, le dije que pensaba en el prólogo que<br />

había de hacer a la historia de don <strong>Quijote</strong>, y<br />

que me tenía de suerte que ni quería hacerle, ni<br />

menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.<br />

—Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga<br />

confuso el qué dirá el antiguo legislador que<br />

llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos


años como ha que duermo en el silencio del<br />

olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas,<br />

con una leyenda seca como un esparto, ajena<br />

de invención, menguada de estilo, pobre de<br />

concetos y falta de toda erudición y doctrina;<br />

sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones<br />

en el fin del libro, como veo que están otros<br />

libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan<br />

llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y<br />

de toda la caterva de filósofos, que admiran a<br />

los leyentes y tienen a sus autores por hombres<br />

leídos, eruditos y elocuentes? ¿Pues qué, cuando<br />

citan la Divina Escritura? No dirán sino que<br />

son unos santos Tomases y otros doctores de la<br />

Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso,<br />

que en un renglón han pintado un enamorado<br />

destraído y en otro hacen un sermoncico<br />

cristiano, que es un contento y un regalo<br />

oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro,<br />

porque ni tengo qué acotar en el margen,<br />

ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores<br />

sigo en él, para ponerlos al principio, como


hacen todos, por las letras del A.B.C., comenzando<br />

en Aristóteles y acabando en Xenofonte<br />

y en Zoílo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el<br />

uno y pintor el otro. También ha de carecer mi<br />

libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos<br />

cuyos autores sean duques, marqueses,<br />

condes, obispos, damas o poetas celebérrimos;<br />

aunque, si yo los pidiese a dos o tres oficiales<br />

amigos, yo sé que me los darían, y tales, que no<br />

les igualasen los de aquellos que tienen más<br />

nombre en nuestra España. En fin, señor y amigo<br />

mío —proseguí—, yo determino que el señor<br />

don <strong>Quijote</strong> se quede sepultado en sus archivos<br />

en la Mancha, hasta que el cielo depare<br />

quien le adorne de tantas cosas como le faltan;<br />

porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por<br />

mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente<br />

soy poltrón y perezoso de andarme<br />

buscando autores que digan lo que yo me sé<br />

decir sin ellos. De aquí nace la suspensión y<br />

elevamiento, amigo, en que me hallastes; es


astante causa para ponerme en ella la que de<br />

mí habéis oído.<br />

Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada<br />

en la frente y disparando en una carga de<br />

risa, me dijo:<br />

—Por Dios, hermano, que agora me acabo de<br />

desengañar de un engaño en que he estado<br />

todo el mucho tiempo que ha que os conozco,<br />

en el cual siempre os he tenido por discreto y<br />

prudente en todas vuestras aciones. Pero agora<br />

veo que estáis tan lejos de serlo como lo está el<br />

cielo de la tierra. ¿Cómo que es posible que<br />

cosas de tan poco momento y tan fáciles de<br />

remediar puedan tener fuerzas de suspender y<br />

absortar un ingenio tan maduro como el vuestro,<br />

y tan hecho a romper y atropellar por otras<br />

dificultades mayores? A la fe, esto no nace de<br />

falta de habilidad, sino de sobra de pereza y<br />

penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad<br />

lo que digo? Pues estadme atento y veréis<br />

cómo, en un abrir y cerrar de ojos, confundo


todas vuestras dificultades y remedio todas las<br />

faltas que decís que os suspenden y acobardan<br />

para dejar de sacar a la luz del mundo la historia<br />

de vuestro famoso don <strong>Quijote</strong>, luz y espejo<br />

de toda la caballería andante.<br />

—Decid —le repliqué yo, oyendo lo que me<br />

decía—: ¿de qué modo pensáis llenar el vacío<br />

de mi temor y reducir a claridad el caos de mi<br />

confusión?<br />

A lo cual él dijo:<br />

—Lo primero en que reparáis de los sonetos,<br />

epigramas o elogios que os faltan para el principio,<br />

y que sean de personajes graves y de título,<br />

se puede remediar en que vos mesmo toméis<br />

algún trabajo en hacerlos, y después los<br />

podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes,<br />

ahijándolos al Preste Juan de las Indias o<br />

al Emperador de Trapisonda, de quien yo sé<br />

que hay noticia que fueron famosos poetas; y<br />

cuando no lo hayan sido y hubiere algunos


pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan<br />

y murmuren desta verdad, no se os dé dos<br />

maravedís; porque, ya que os averigüen la<br />

mentira, no os han de cortar la mano con que lo<br />

escribistes.<br />

»En lo de citar en las márgenes los libros y autores<br />

de donde sacáredes las sentencias y dichos<br />

que pusiéredes en vuestra historia, no hay<br />

más sino hacer, de manera que venga a pelo,<br />

algunas sentencias o latines que vos sepáis de<br />

memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco<br />

trabajo el buscalle; como será poner, tratando<br />

de libertad y cautiverio:<br />

Non bene pro toto libertas venditur auro.<br />

Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a<br />

quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la<br />

muerte, acudir luego con:<br />

Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas,<br />

regumque turres.


Si de la amistad y amor que Dios manda que se<br />

tenga al enemigo, entraros luego al punto por<br />

la Escritura Divina, que lo podéis hacer con<br />

tantico de curiosidad, y decir las palabras, por<br />

lo menos, del mismo Dios: Ego autem dico vobis:<br />

diligite inimicos vestros. Si tratáredes de<br />

malos pensamientos, acudid con el Evangelio:<br />

De corde exeunt cogitationes malae. Si de la<br />

instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que<br />

os dará su dístico:<br />

<strong>Don</strong>ec eris felix, multos numerabis amicos,<br />

tempora si fuerint nubila, solus eris.<br />

Y con estos latinicos y otros tales os tendrán<br />

siquiera por gramático, que el serlo no es de<br />

poca honra y provecho el día de hoy.<br />

»En lo que toca el poner anotaciones al fin del<br />

libro, seguramente lo podéis hacer desta manera:<br />

si nombráis algún gigante en vuestro libro,<br />

hacelde que sea el gigante Golías, y con sólo<br />

esto, que os costará casi nada, tenéis una gran-


de anotación, pues podéis poner: El gigante<br />

Golías, o Goliat, fue un filisteo a quien el pastor<br />

David mató de una gran pedrada en el valle de<br />

Terebinto, según se cuenta en el Libro de los<br />

Reyes, en el capítulo que vos halláredes que se<br />

escribe. Tras esto, para mostraros hombre erudito<br />

en letras humanas y cosmógrafo, haced de<br />

modo como en vuestra historia se nombre el río<br />

Tajo, y veréisos luego con otra famosa anotación,<br />

poniendo: El río Tajo fue así dicho por un<br />

rey de las Españas; tiene su nacimiento en tal<br />

lugar y muere en el mar océano, besando los<br />

muros de la famosa ciudad de Lisboa; y es opinión<br />

que tiene las arenas de oro, etc. Si tratáredes<br />

de ladrones, yo os diré la historia de Caco,<br />

que la sé de coro; si de mujeres rameras, ahí<br />

está el obispo de Mondoñedo, que os prestará a<br />

Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará<br />

gran crédito; si de crueles, Ovidio os entregará<br />

a Medea; si de encantadores y hechiceras,<br />

Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de<br />

capitanes valerosos, el mesmo Julio César os


prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco<br />

os dará mil Alejandros. Si tratáredes de<br />

amores, con dos onzas que sepáis de la lengua<br />

toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha<br />

las medidas. Y si no queréis andaros por<br />

tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca,<br />

Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que<br />

vos y el más ingenioso acertare a desear en tal<br />

materia. En resolución, no hay más sino que<br />

vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar<br />

estas historias en la vuestra, que aquí he dicho,<br />

y dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones<br />

y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros<br />

las márgenes y de gastar cuatro pliegos en<br />

el fin del libro.<br />

»Vengamos ahora a la citación de los autores<br />

que los otros libros tienen, que en el vuestro os<br />

faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil,<br />

porque no habéis de hacer otra cosa que buscar<br />

un libro que los acote todos, desde la A hasta la<br />

Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario


pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que<br />

a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad<br />

que vos teníades de aprovecharos dellos,<br />

no importa nada; y quizá alguno habrá tan<br />

simple, que crea que de todos os habéis aprovechado<br />

en la simple y sencilla historia vuestra;<br />

y, cuando no sirva de otra cosa, por lo menos<br />

servirá aquel largo catálogo de autores a dar de<br />

improviso autoridad al libro. Y más, que no<br />

habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes<br />

o no los seguistes, no yéndole nada en ello.<br />

Cuanto más que, si bien caigo en la cuenta, este<br />

vuestro libro no tiene necesidad de ninguna<br />

cosa de aquellas que vos decís que le falta, porque<br />

todo él es una invectiva contra los libros de<br />

caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles,<br />

ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón;<br />

ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos<br />

disparates las puntualidades de la verdad, ni<br />

las observaciones de la astrología; ni le son de<br />

importancia las medidas geométricas, ni la confutación<br />

de los argumentos de quien se sirve la


etórica; ni tiene para qué predicar a ninguno,<br />

mezclando lo humano con lo divino, que es un<br />

género de mezcla de quien no se ha de vestir<br />

ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene que<br />

aprovecharse de la imitación en lo que fuere<br />

escribiendo; que, cuanto ella fuere más perfecta,<br />

tanto mejor será lo que se escribiere. Y, pues<br />

esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer<br />

la autoridad y cabida que en el mundo y<br />

en el vulgo tienen los libros de caballerías, no<br />

hay para qué andéis mendigando sentencias de<br />

filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas<br />

de poetas, oraciones de retóricos, milagros<br />

de santos, sino procurar que a la llana, con palabras<br />

significantes, honestas y bien colocadas,<br />

salga vuestra oración y período sonoro y festivo;<br />

pintando, en todo lo que alcanzáredes y<br />

fuere posible, vuestra intención, dando a entender<br />

vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos.<br />

Procurad también que, leyendo<br />

vuestra historia, el melancólico se mueva a risa,<br />

el risueño la acreciente, el simple no se enfade,


el discreto se admire de la invención, el grave<br />

no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla.<br />

En efecto, llevad la mira puesta a derribar la<br />

máquina mal fundada destos caballerescos libros,<br />

aborrecidos de tantos y alabados de muchos<br />

más; que si esto alcanzásedes, no habríades<br />

alcanzado poco.<br />

Con silencio grande estuve escuchando lo que<br />

mi amigo me decía, y de tal manera se imprimieron<br />

en mí sus razones que, sin ponerlas en<br />

disputa, las aprobé por buenas y de ellas mismas<br />

quise hacer este prólogo; en el cual verás,<br />

lector suave, la discreción de mi amigo, la buena<br />

ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado<br />

tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan<br />

sincera y tan sin revueltas la historia del famoso<br />

don <strong>Quijote</strong> de la Mancha, de quien hay opinión,<br />

por todos los habitadores del distrito del<br />

campo de Montiel, que fue el más casto enamorado<br />

y el más valiente caballero que de muchos<br />

años a esta parte se vio en aquellos contornos.


Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago<br />

en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero,<br />

pero quiero que me agradezcas el conocimiento<br />

que tendrás del famoso Sancho<br />

Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te<br />

doy cifradas todas las gracias escuderiles que<br />

en la caterva de los libros vanos de caballerías<br />

están esparcidas.<br />

Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no olvide.<br />

Vale.


AL LIBRO DE DON QUIJOTE DE LA MAN-<br />

CHA<br />

Urganda la desconocida<br />

Si de llegarte a los bue-,<br />

libro, fueres con letu-,<br />

no te dirá el boquirru-<br />

que no pones bien los de-.<br />

Mas si el pan no se te cue-<br />

por ir a manos de idio-,<br />

verás de manos a bo-,<br />

aun no dar una en el cla-,<br />

si bien se comen las ma-<br />

por mostrar que son curio-.<br />

Y, pues la expiriencia ense-<br />

que el que a buen árbol se arri-<br />

buena sombra le cobi-,<br />

en Béjar tu buena estre-<br />

un árbol real te ofre-<br />

que da príncipes por fru-,<br />

en el cual floreció un du-<br />

que es nuevo Alejandro Ma-:


llega a su sombra, que a osa-<br />

favorece la fortu-.<br />

De un noble hidalgo manche-<br />

contarás las aventu-,<br />

a quien ociosas letu-,<br />

trastornaron la cabe-:<br />

damas, armas, caballe-,<br />

le provocaron de mo-,<br />

que, cual Orlando furio-,<br />

templado a lo enamora-,<br />

alcanzó a fuerza de bra-<br />

a Dulcinea del Tobo-.<br />

No indiscretos hieroglí-<br />

estampes en el escu-,<br />

que, cuando es todo figu-,<br />

con ruines puntos se envi-.<br />

Si en la dirección te humi-,<br />

no dirá, mofante, algu-:<br />

¡Qué don Álvaro de Lu-,<br />

qué Anibal el de Carta-,


qué rey Francisco en Espa-<br />

se queja de la Fortu-!<br />

Pues al cielo no le plu-<br />

que salieses tan ladi-<br />

como el negro Juan Lati-,<br />

hablar latines rehú-.<br />

No me despuntes de agu-,<br />

ni me alegues con filó-,<br />

porque, torciendo la bo-,<br />

dirá el que entiende la le-,<br />

no un palmo de las ore-:<br />

¿Para qué conmigo flo-?<br />

No te metas en dibu-,<br />

ni en saber vidas aje-,<br />

que, en lo que no va ni vie-,<br />

pasar de largo es cordu-.<br />

Que suelen en caperu-<br />

darles a los que grace-;<br />

mas tú quémate las ce-<br />

sólo en cobrar buena fa-;<br />

que el que imprime neceda-<br />

dalas a censo perpe-.


Advierte que es desati-,<br />

siendo de vidrio el teja-,<br />

tomar piedras en las ma-<br />

para tirar al veci-.<br />

Deja que el hombre de jui-,<br />

en las obras que compo-,<br />

se vaya con pies de plo-;<br />

que el que saca a luz pape-<br />

para entretener donce-<br />

escribe a tontas y a lo-.<br />

AMADÍS DE GAULA A DON QUIJOTE DE<br />

LA MANCHA<br />

Soneto<br />

Tú, que imitaste la llorosa vida<br />

que tuve, ausente y desdeñado sobre<br />

el gran ribazo de la Peña Pobre,<br />

de alegre a penitencia reducida;<br />

tú, a quien los ojos dieron la bebida


de abundante licor, aunque salobre,<br />

y alzándote la plata, estaño y cobre,<br />

te dio la tierra en tierra la comida,<br />

vive seguro de que eternamente,<br />

en tanto, al menos, que en la cuarta esfera,<br />

sus caballos aguije el rubio Apolo,<br />

tendrás claro renombre de valiente;<br />

tu patria será en todas la primera;<br />

tu sabio autor, al mundo único y solo.<br />

DON BELIANÍS DE GRECIA A DON QUI-<br />

JOTE DE LA MANCHA<br />

Soneto<br />

Rompí, corté, abollé, y dije y hice<br />

más que en el orbe caballero andante;


fui diestro, fui valiente, fui arrogante;<br />

mil agravios vengué, cien mil deshice.<br />

Hazañas di a la Fama que eternice;<br />

fui comedido y regalado amante;<br />

fue enano para mí todo gigante,<br />

y al duelo en cualquier punto satisfice.<br />

Tuve a mis pies postrada la Fortuna,<br />

y trajo del copete mi cordura<br />

a la calva Ocasión al estricote.<br />

Más, aunque sobre el cuerno de la luna<br />

siempre se vio encumbrada mi ventura,<br />

tus proezas envidio, ¡oh gran <strong>Quijote</strong>!


LA SEÑORA ORIANA A DULCINEA DEL<br />

TOBOSO<br />

Soneto<br />

¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,<br />

por más comodidad y más reposo,<br />

a Miraflores puesto en el Toboso,<br />

y trocara sus Londres con tu aldea!<br />

¡Oh, quién de tus deseos y librea<br />

alma y cuerpo adornara, y del famoso<br />

caballero que hiciste venturoso<br />

mirara alguna desigual pelea!<br />

¡Oh, quién tan castamente se escapara<br />

del señor Amadís como tú hiciste<br />

del comedido hidalgo don <strong>Quijote</strong>!<br />

Que así envidiada fuera, y no envidiara,


y fuera alegre el tiempo que fue triste,<br />

y gozara los gustos sin escote.<br />

GANDALÍN, ESCUDERO DE AMADÍS DE<br />

GAULA, A SANCHO PANZA, ESCUDERO<br />

DE DON QUIJOTE<br />

Soneto<br />

Salve, varón famoso, a quien Fortuna,<br />

cuando en el trato escuderil te puso,<br />

tan blanda y cuerdamente lo dispuso,<br />

que lo pasaste sin desgracia alguna.<br />

Ya la azada o la hoz poco repugna<br />

al andante ejercicio; ya está en uso<br />

la llaneza escudera, con que acuso<br />

al soberbio que intenta hollar la luna.<br />

Envidio a tu jumento y a tu nombre,


y a tus alforjas igualmente invidio,<br />

que mostraron tu cuerda providencia.<br />

Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre,<br />

que a solo tú nuestro español Ovidio<br />

con buzcorona te hace reverencia.<br />

DEL DONOSO, POETA ENTREVERADO, A<br />

SANCHO PANZA Y ROCINANTE<br />

Soy Sancho Panza, escude-<br />

del manchego don Quijo-.<br />

Puse pies en polvoro-,<br />

por vivir a lo discre-;<br />

que el tácito Villadie-<br />

toda su razón de esta-<br />

cifró en una retira-,<br />

según siente Celesti-,<br />

libro, en mi opinión, divi-<br />

si encubriera más lo huma-.


A Rocinante<br />

Soy Rocinante, el famo-<br />

bisnieto del gran Babie-.<br />

Por pecados de flaque-,<br />

fui a poder de un don Quijo-.<br />

Parejas corrí a lo flo-;<br />

mas, por uña de caba-,<br />

no se me escapó ceba-;<br />

que esto saqué a Lazari-<br />

cuando, para hurtar el vi-<br />

al ciego, le di la pa-.<br />

ORLANDO FURIOSO A DON QUIJOTE DE<br />

LA MANCHA<br />

Soneto<br />

Si no eres par, tampoco le has tenido:<br />

que par pudieras ser entre mil pares;<br />

ni puede haberle donde tú te hallares,<br />

invito vencedor, jamás vencido.


Orlando soy, <strong>Quijote</strong>, que, perdido<br />

por Angélica, vi remotos mares,<br />

ofreciendo a la Fama en sus altares<br />

aquel valor que respetó el olvido.<br />

No puedo ser tu igual; que este decoro<br />

se debe a tus proezas y a tu fama,<br />

puesto que, como yo, perdiste el seso.<br />

Mas serlo has mío, si al soberbio moro<br />

y cita fiero domas, que hoy nos llama<br />

iguales en amor con mal suceso.<br />

EL CABALLERO DEL FEBO A DON QUIJO-<br />

TE DE LA MANCHA<br />

Soneto<br />

A vuestra espada no igualó la mía,<br />

Febo español, curioso cortesano,


ni a la alta gloria de valor mi mano,<br />

que rayo fue do nace y muere el día.<br />

Imperios desprecié; la monarquía<br />

que me ofreció el Oriente rojo en vano<br />

dejé, por ver el rostro soberano<br />

de Claridiana, aurora hermosa mía.<br />

Améla por milagro único y raro,<br />

y, ausente en su desgracia, el propio infierno<br />

temió mi brazo, que domó su rabia.<br />

Mas vos, godo <strong>Quijote</strong>, ilustre y claro,<br />

por Dulcinea sois al mundo eterno,<br />

y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.


DE SOLISDÁN A DON QUIJOTE DE LA<br />

MANCHA<br />

Soneto<br />

Maguer, señor <strong>Quijote</strong>, que sandeces<br />

vos tengan el cerbelo derrumbado,<br />

nunca seréis de alguno reprochado<br />

por home de obras viles y soeces.<br />

Serán vuesas fazañas los joeces,<br />

pues tuertos desfaciendo habéis andado,<br />

siendo vegadas mil apaleado<br />

por follones cautivos y raheces.<br />

Y si la vuesa linda Dulcinea<br />

desaguisado contra vos comete,<br />

ni a vuesas cuitas muestra buen talante,<br />

en tal desmán, vueso conorte sea


que Sancho Panza fue mal alcagüete,<br />

necio él, dura ella, y vos no amante.<br />

DIÁLOGO ENTRE BABIECA Y ROCINAN-<br />

TE<br />

Soneto<br />

B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?<br />

R. Porque nunca se come, y se trabaja.<br />

B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?<br />

R. No me deja mi amo ni un bocado.<br />

B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,<br />

pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.<br />

R. Asno se es de la cuna a la mortaja.<br />

¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.<br />

B. ¿Es necedad amar? R. No es gran prudencia.<br />

B. Metafísico estáis. R. Es que no como.<br />

B. Quejaos del escudero. R. No es bastante.


¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,<br />

si el amo y escudero o mayordomo<br />

son tan rocines como Rocinante?


Capítulo I<br />

Que trata de la condición y ejercicio del famoso<br />

hidalgo don <strong>Quijote</strong> de la Mancha<br />

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre<br />

no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que<br />

vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,<br />

adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.<br />

Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón<br />

las más noches, duelos y quebrantos los<br />

sábados, lentejas los viernes, algún palomino<br />

de añadidura los domingos, consumían las tres<br />

partes de su hacienda. El resto della concluían<br />

sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas,<br />

con sus pantuflos de lo mesmo, y los días<br />

de entresemana se honraba con su vellorí de lo<br />

más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba<br />

de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a<br />

los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así<br />

ensillaba el rocín como tomaba la podadera.<br />

Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta<br />

años; era de complexión recia, seco de


carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y<br />

amigo de la caza. Quieren decir que tenía el<br />

sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en<br />

esto hay alguna diferencia en los autores que<br />

deste caso escriben; aunque, por conjeturas<br />

verosímiles, se deja entender que se llamaba<br />

Quejana. Pero esto importa poco a nuestro<br />

cuento; basta que en la narración dél no se salga<br />

un punto de la verdad.<br />

Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo,<br />

los ratos que estaba ocioso, que eran los<br />

más del año, se daba a leer libros de caballerías,<br />

con tanta afición y gusto, que olvidó casi de<br />

todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración<br />

de su hacienda. Y llegó a tanto su<br />

curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas<br />

hanegas de tierra de sembradura para<br />

comprar libros de caballerías en que leer, y así,<br />

llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos;<br />

y de todos, ningunos le parecían tan bien<br />

como los que compuso el famoso Feliciano de


Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas<br />

entricadas razones suyas le parecían de perlas,<br />

y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros<br />

y cartas de desafíos, donde en muchas partes<br />

hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a<br />

mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece,<br />

que con razón me quejo de la vuestra<br />

fermosura. Y también cuando leía: ...los altos<br />

cielos que de vuestra divinidad divinamente<br />

con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora<br />

del merecimiento que merece la vuestra<br />

grandeza.<br />

Con estas razones perdía el pobre caballero<br />

el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles<br />

el sentido, que no se lo sacara ni las<br />

entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara<br />

para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas<br />

que don Belianís daba y recebía, porque se<br />

imaginaba que, por grandes maestros que le<br />

hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y<br />

todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pe-


o, con todo, alababa en su autor aquel acabar<br />

su libro con la promesa de aquella inacabable<br />

aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar<br />

la pluma y dalle fin al pie de la letra, como<br />

allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y<br />

aun saliera con ello, si otros mayores y continuos<br />

pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo<br />

muchas veces competencia con el cura de su<br />

lugar -que era hombre docto, graduado en Sigüenza-,<br />

sobre cuál había sido mejor caballero:<br />

Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula;<br />

mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo,<br />

decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo,<br />

y que si alguno se le podía comparar, era<br />

don Galaor, hermano de Amadís de Gaula,<br />

porque tenía muy acomodada condición para<br />

todo; que no era caballero melindroso, ni tan<br />

llorón como su hermano, y que en lo de la valentía<br />

no le iba en zaga.<br />

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura,<br />

que se le pasaban las noches leyendo de


claro en claro, y los días de turbio en turbio; y<br />

así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó<br />

el celebro, de manera que vino a perder el juicio.<br />

Llenósele la fantasía de todo aquello que<br />

leía en los libros, así de encantamentos como de<br />

pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros,<br />

amores, tormentas y disparates imposibles;<br />

y asentósele de tal modo en la imaginación<br />

que era verdad toda aquella máquina de<br />

aquellas sonadas soñadas invenciones que leía,<br />

que para él no había otra historia más cierta en<br />

el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había<br />

sido muy buen caballero, pero que no tenía que<br />

ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que<br />

de sólo un revés había partido por medio dos<br />

fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba<br />

con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles<br />

había muerto a Roldán el encantado, valiéndose<br />

de la industria de Hércules, cuando<br />

ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los<br />

brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante,<br />

porque, con ser de aquella generación gigan-


tea, que todos son soberbios y descomedidos, él<br />

solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos,<br />

estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más<br />

cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos<br />

topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo<br />

de Mahoma que era todo de oro, según dice<br />

su historia. Diera él, por dar una mano de coces<br />

al traidor de Galalón, al ama que tenía, y aun a<br />

su sobrina de añadidura.<br />

En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en<br />

el más estraño pensamiento que jamás dio loco<br />

en el mundo; y fue que le pareció convenible y<br />

necesario, así para el aumento de su honra como<br />

para el servicio de su república, hacerse<br />

caballero andante, y irse por todo el mundo con<br />

sus armas y caballo a buscar las aventuras y a<br />

ejercitarse en todo aquello que él había leído<br />

que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo<br />

todo género de agravio, y poniéndose<br />

en ocasiones y peligros donde, acabándolos,<br />

cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el


pobre ya coronado por el valor de su brazo, por<br />

lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con<br />

estos tan agradables pensamientos, llevado del<br />

estraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a<br />

poner en efeto lo que deseaba.<br />

Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas<br />

que habían sido de sus bisabuelos, que,<br />

tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos<br />

había que estaban puestas y olvidadas en<br />

un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que<br />

pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era<br />

que no tenían celada de encaje, sino morrión<br />

simple; mas a esto suplió su industria, porque<br />

de cartones hizo un modo de media celada,<br />

que, encajada con el morrión, hacían una apariencia<br />

de celada entera. Es verdad que para<br />

probar si era fuerte y podía estar al riesgo de<br />

una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes,<br />

y con el primero y en un punto deshizo lo<br />

que había hecho en una semana; y no dejó de<br />

parecerle mal la facilidad con que la había


hecho pedazos, y, por asegurarse deste peligro,<br />

la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas<br />

barras de hierro por de dentro, de tal manera<br />

que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin<br />

querer hacer nueva experiencia della, la diputó<br />

y tuvo por celada finísima de encaje.<br />

Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía<br />

más cuartos que un real y más tachas que el<br />

caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa<br />

fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro<br />

ni Babieca el del Cid con él se igualaban.<br />

Cuatro días se le pasaron en imaginar qué<br />

nombre le pondría; porque, según se decía él a<br />

sí mesmo, no era razón que caballo de caballero<br />

tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin<br />

nombre conocido; y ansí, procuraba acomodársele<br />

de manera que declarase quién había sido,<br />

antes que fuese de caballero andante, y lo que<br />

era entonces; pues estaba muy puesto en razón<br />

que, mudando su señor estado, mudase él también<br />

el nombre, y le cobrase famoso y de es-


truendo, como convenía a la nueva orden y al<br />

nuevo ejercicio que ya profesaba. Y así, después<br />

de muchos nombres que formó, borró y quitó,<br />

añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria<br />

e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante:<br />

nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo<br />

de lo que había sido cuando fue rocín, antes<br />

de lo que ahora era, que era antes y primero de<br />

todos los rocines del mundo.<br />

Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo,<br />

quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento<br />

duró otros ocho días, y al cabo se vino<br />

a llamar don <strong>Quijote</strong>; de donde -como queda<br />

dicho- tomaron ocasión los autores desta tan<br />

verdadera historia que, sin duda, se debía de<br />

llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron<br />

decir. Pero, acordándose que el valeroso<br />

Amadís no sólo se había contentado con llamarse<br />

Amadís a secas, sino que añadió el nombre<br />

de su reino y patria, por Hepila famosa, y<br />

se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como


uen caballero, añadir al suyo el nombre de la<br />

suya y llamarse don <strong>Quijote</strong> de la Mancha, con<br />

que, a su parecer, declaraba muy al vivo su<br />

linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre<br />

della.<br />

Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión<br />

celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose<br />

a sí mismo, se dio a entender que no le<br />

faltaba otra cosa sino buscar una dama de<br />

quien enamorarse; porque el caballero andante<br />

sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y<br />

cuerpo sin alma. Decíase él a sí:<br />

-Si yo, por malos de mis pecados, o por mi<br />

buena suerte, me encuentro por ahí con algún<br />

gigante, como de ordinario les acontece a los<br />

caballeros andantes, y le derribo de un encuentro,<br />

o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente,<br />

le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a<br />

quien enviarle presentado y que entre y se hinque<br />

de rodillas ante mi dulce señora, y diga con<br />

voz humilde y rendido: Yo, señora, soy el gigante


Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a<br />

quien venció en singular batalla el jamás como se<br />

debe alabado caballero don <strong>Quijote</strong> de la Mancha, el<br />

cual me mandó que me presentase ante vuestra merced,<br />

para que la vuestra grandeza disponga de mí a<br />

su talante?<br />

¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero<br />

cuando hubo hecho este discurso, y más cuando<br />

halló a quien dar nombre de su dama! Y fue,<br />

a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo<br />

había una moza labradora de muy buen parecer,<br />

de quien él un tiempo anduvo enamorado,<br />

aunque, según se entiende, ella jamás lo supo,<br />

ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo,<br />

y a ésta le pareció ser bien darle título de<br />

señora de sus pensamientos; y, buscándole<br />

nombre que no desdijese mucho del suyo, y<br />

que tirase y se encaminase al de princesa y gran<br />

señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso,<br />

porque era natural del Toboso; nombre, a su<br />

parecer, músico y peregrino y significativo,


como todos los demás que a él y a sus cosas<br />

había puesto.


Capítulo II<br />

Que trata de la primera salida que de su tierra<br />

hizo el ingenioso don <strong>Quijote</strong><br />

Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso<br />

aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento,<br />

apretándole a ello la falta que él pensaba<br />

que hacía en el mundo su tardanza, según<br />

eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos<br />

que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos<br />

que mejorar y deudas que satisfacer. Y así,<br />

sin dar parte a persona alguna de su intención,<br />

y sin que nadie le viese, una mañana, antes del<br />

día, que era uno de los calurosos del mes de<br />

julio, se armó de todas sus armas, subió sobre<br />

Rocinante, puesta su mal compuesta celada,<br />

embrazó su adarga, tomó su lanza, y, por la<br />

puerta falsa de un corral, salió al campo con<br />

grandísimo contento y alborozo de ver con<br />

cuánta facilidad había dado principio a su buen<br />

deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando


le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por<br />

poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y<br />

fue que le vino a la memoria que no era armado<br />

caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni<br />

podía ni debía tomar armas con ningún caballero;<br />

y, puesto que lo fuera, había de llevar armas<br />

blancas, como novel caballero, sin empresa en<br />

el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase.<br />

Estos pensamientos le hicieron titubear en su<br />

propósito; mas, pudiendo más su locura que<br />

otra razón alguna, propuso de hacerse armar<br />

caballero del primero que topase, a imitación<br />

de otros muchos que así lo hicieron, según él<br />

había leído en los libros que tal le tenían. En lo<br />

de las armas blancas, pensaba limpiarlas de<br />

manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más<br />

que un armiño; y con esto se quietó y prosiguió<br />

su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo<br />

quería, creyendo que en aquello consistía<br />

la fuerza de las aventuras.


Yendo, pues, caminando nuestro flamante<br />

aventurero, iba hablando consigo mesmo y<br />

diciendo:<br />

-¿Quién duda sino que en los venideros<br />

tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia<br />

de mis famosos hechos, que el sabio que los<br />

escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta<br />

mi primera salidad tan de mañana, desta manera?:<br />

«Apenas había el rubicundo Apolo tendido<br />

por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas<br />

hebras de sus hermosos cabellos, y apenas<br />

los pequeños y pintados pajarillos con sus<br />

arpadas lenguas habían saludado con dulce y<br />

meliflua armonía la venida de la rosada aurora,<br />

que, dejando la blanda cama del celoso marido,<br />

por las puertas y balcones del manchego horizonte<br />

a los mortales se mostraba, cuando el<br />

famoso caballero don <strong>Quijote</strong> de la Mancha,<br />

dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso<br />

caballo Rocinante, y comenzó a caminar<br />

por el antiguo y conocido campo de Montiel».


Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió<br />

diciendo:<br />

-Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde<br />

saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas<br />

de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles<br />

y pintarse en tablas para memoria en lo futuro.<br />

¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que<br />

seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta<br />

peregrina historia, ruégote que no te olvides de<br />

mi buen Rocinante, compañero eterno mío en<br />

todos mis caminos y carreras!<br />

Luego volvía diciendo, como si verdaderamente<br />

fuera enamorado:<br />

-¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo<br />

corazón!, mucho agravio me habedes fecho en<br />

despedirme y reprocharme con el riguroso<br />

afincamiento de mandarme no parecer ante la<br />

vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros<br />

deste vuestro sujeto corazón, que tantas<br />

cuitas por vuestro amor padece.


Con éstos iba ensartando otros disparates,<br />

todos al modo de los que sus libros le habían<br />

enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje.<br />

Con esto, caminaba tan despacio, y el sol<br />

entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera<br />

bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.<br />

Casi todo aquel día caminó sin acontecerle<br />

cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba,<br />

porque quisiera topar luego luego con<br />

quien hacer experiencia del valor de su fuerte<br />

brazo. Autores hay que dicen que la primera<br />

aventura que le avino fue la del Puerto Lápice;<br />

otros dicen que la de los molinos de viento;<br />

pero, lo que yo he podido averiguar en este<br />

caso, y lo que he hallado escrito en los Anales<br />

de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día,<br />

y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados<br />

y muertos de hambre; y que, mirando a<br />

todas partes por ver si descubriría algún castillo<br />

o alguna majada de pastores donde recoger-


se y adonde pudiese remediar su mucha hambre<br />

y necesidad, vio, no lejos del camino por<br />

donde iba, una venta, que fue como si viera una<br />

estrella que, no a los portales, sino a los alcázares<br />

de su redención le encaminaba. Diose priesa<br />

a caminar, y llegó a ella a tiempo que anochecía.<br />

Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas,<br />

destas que llaman del partido, las cuales<br />

iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta<br />

aquella noche acertaron a hacer jornada; y, como<br />

a nuestro aventurero todo cuanto pensaba,<br />

veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al<br />

modo de lo que había leído, luego que vio la<br />

venta, se le representó que era un castillo con<br />

sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata,<br />

sin faltarle su puente levadiza y honda cava,<br />

con todos aquellos adherentes que semejantes<br />

castillos se pintan. Fuese llegando a la venta,<br />

que a él le parecía castillo, y a poco trecho della<br />

detuvo las riendas a Rocinante, esperando que


algún enano se pusiese entre las almenas a dar<br />

señal con alguna trompeta de que llegaba caballero<br />

al castillo. Pero, como vio que se tardaban<br />

y que Rocinante se daba priesa por llegar a la<br />

caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y<br />

vio a las dos destraídas mozas que allí estaban,<br />

que a él le parecieron dos hermosas doncellas o<br />

dos graciosas damas que delante de la puerta<br />

del castillo se estaban solazando. En esto, sucedió<br />

acaso que un porquero que andaba recogiendo<br />

de unos rastrojos una manada de puercos<br />

-que, sin perdón, así se llaman- tocó un<br />

cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante<br />

se le representó a don <strong>Quijote</strong> lo que deseaba,<br />

que era que algún enano hacía señal de<br />

su venida; y así, con estraño contento, llegó a la<br />

venta y a las damas, las cuales, como vieron<br />

venir un hombre de aquella suerte, armado y<br />

con lanza y adarga, llenas de miedo, se iban a<br />

entrar en la venta; pero don <strong>Quijote</strong>, coligiendo<br />

por su huida su miedo, alzándose la visera de<br />

papelón y descubriendo su seco y polvoroso


ostro, con gentil talante y voz reposada, les<br />

dijo:<br />

-No fuyan las vuestras mercedes ni teman<br />

desaguisado alguno; ca a la orden de caballería<br />

que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno,<br />

cuanto más a tan altas doncellas como vuestras<br />

presencias demuestran.<br />

Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos<br />

buscándole el rostro, que la mala visera le encubría;<br />

mas, como se oyeron llamar doncellas,<br />

cosa tan fuera de su profesión, no pudieron<br />

tener la risa, y fue de manera que don <strong>Quijote</strong><br />

vino a correrse y a decirles:<br />

-Bien parece la mesura en las fermosas, y es<br />

mucha sandez además la risa que de leve causa<br />

procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes<br />

ni mostredes mal talante; que el mío non es<br />

de ál que de serviros.


El lenguaje, no entendido de las señoras, y el<br />

mal talle de nuestro caballero acrecentaba en<br />

ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante<br />

si a aquel punto no saliera el ventero,<br />

hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico,<br />

el cual, viendo aquella figura contrahecha,<br />

armada de armas tan desiguales como eran la<br />

brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en<br />

nada en acompañar a las doncellas en las muestras<br />

de su contento.<br />

Mas, en efeto, temiendo la máquina de tantos<br />

pertrechos, determinó de hablarle comedidamente;<br />

y así, le dijo:<br />

-Si vuestra merced, señor caballero, busca<br />

posada, amén del lecho (porque en esta venta<br />

no hay ninguno), todo lo demás se hallará en<br />

ella en mucha abundancia.<br />

Viendo don <strong>Quijote</strong> la humildad del alcaide<br />

de la fortaleza, que tal le pareció a él el ventero<br />

y la venta, respondió:


-Para mí, señor castellano, cualquiera cosa<br />

basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso<br />

el pelear, etc.<br />

Pensó el huésped que el haberle llamado<br />

castellano había sido por haberle parecido de<br />

los sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y<br />

de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón<br />

que Caco, ni menos maleante que estudiantado<br />

paje; y así, le respondió:<br />

-Según eso, las camas de vuestra merced<br />

serán duras peñas, y su dormir, siempre velar;<br />

y siendo así, bien se puede apear, con seguridad<br />

de hallar en esta choza ocasión y ocasiones<br />

para no dormir en todo un año, cuanto más en<br />

una noche.<br />

Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don<br />

<strong>Quijote</strong>, el cual se apeó con mucha dificultad y<br />

trabajo, como aquel que en todo aquel día no se<br />

había desayunado.


Dijo luego al huésped que le tuviese mucho<br />

cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza<br />

que comía pan en el mundo. Miróle el ventero,<br />

y no le pareció tan bueno como don <strong>Quijote</strong><br />

decía, ni aun la mitad; y, acomodándole en la<br />

caballeriza, volvió a ver lo que su huésped<br />

mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas,<br />

que ya se habían reconciliado con él; las<br />

cuales, aunque le habían quitado el peto y el<br />

espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle<br />

la gola, ni quitalle la contrahecha celada,<br />

que traía atada con unas cintas verdes, y era<br />

menester cortarlas, por no poderse quitar los<br />

ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna<br />

manera, y así, se quedó toda aquella noche con<br />

la celada puesta, que era la más graciosa y estraña<br />

figura que se pudiera pensar; y, al desarmarle,<br />

como él se imaginaba que aquellas traídas<br />

y llevadas que le desarmaban eran algunas<br />

principales señoras y damas de aquel castillo,<br />

les dijo con mucho donaire:


-Nunca fuera caballero de damas tan bien<br />

servido como fuera don <strong>Quijote</strong> cuando de su<br />

aldea vino: doncellas curaban dél; princesas,<br />

del su rocino, o Rocinante, que éste es el nombre,<br />

señoras mías, de mi caballo, y don <strong>Quijote</strong><br />

de la Mancha el mío; que, puesto que no quisiera<br />

descubrirme fasta que las fazañas fechas en<br />

vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza<br />

de acomodar al propósito presente este romance<br />

viejo de Lanzarote ha sido causa que<br />

sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero,<br />

tiempo vendrá en que las vuestras señorías me<br />

manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo<br />

descubra el deseo que tengo de serviros.<br />

Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes<br />

retóricas, no respondían palabra; sólo<br />

le preguntaron si quería comer alguna cosa.<br />

-Cualquiera yantaría yo -respondió don <strong>Quijote</strong>-,<br />

porque, a lo que entiendo, me haría mucho<br />

al caso.


A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no<br />

había en toda la venta sino unas raciones de un<br />

pescado que en Castilla llaman abadejo, y en<br />

Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo,<br />

y en otras truchuela. Preguntáronle si por ventura<br />

comería su merced truchuela, que no había<br />

otro pescado que dalle a comer.<br />

-Como haya muchas truchuelas -respondió<br />

don <strong>Quijote</strong>-, podrán servir de una trucha, porque<br />

eso se me da que me den ocho reales en<br />

sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto<br />

más, que podría ser que fuesen estas truchuelas<br />

como la ternera, que es mejor que la vaca, y el<br />

cabrito que el cabrón.<br />

Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el<br />

trabajo y peso de las armas no se puede llevar<br />

sin el gobierno de las tripas.<br />

Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta,<br />

por el fresco, y trújole el huésped una porción<br />

del mal remojado y peor cocido bacallao, y un


pan tan negro y mugriento como sus armas;<br />

pero era materia de grande risa verle comer,<br />

porque, como tenía puesta la celada y alzada la<br />

visera, no podía poner nada en la boca con sus<br />

manos si otro no se lo daba y ponía; y ansí, una<br />

de aquellas señoras servía deste menester. Mas,<br />

al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el<br />

ventero no horadara una caña, y puesto el un<br />

cabo en la boca, por el otro le iba echando el<br />

vino; y todo esto lo recebía en paciencia, a trueco<br />

de no romper las cintas de la celada.<br />

Estando en esto, llegó acaso a la venta un<br />

castrador de puercos; y, así como llegó, sonó su<br />

silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo<br />

cual acabó de confirmar don <strong>Quijote</strong> que estaba<br />

en algún famoso castillo, y que le servían con<br />

música, y que el abadejo eran truchas; el pan,<br />

candeal; y las rameras, damas; y el ventero,<br />

castellano del castillo, y con esto daba por bien<br />

empleada su determinación y salida. Mas lo<br />

que más le fatigaba era el no verse armado ca-


allero, por parecerle que no se podría poner<br />

legítimamente en aventura alguna sin recebir la<br />

orden de caballería.


Capítulo III<br />

<strong>Don</strong>de se cuenta la graciosa manera que tuvo<br />

don <strong>Quijote</strong> en armarse caballero<br />

Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió su<br />

venteril y limitada cena; la cual acabada, llamó<br />

al ventero, y, encerrándose con él en la caballeriza,<br />

se hincó de rodillas ante él, diciéndole:<br />

-No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso<br />

caballero, fasta que la vuestra cortesía me<br />

otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará<br />

en alabanza vuestra y en pro del género<br />

humano.<br />

El ventero, que vio a su huésped a sus pies y<br />

oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole,<br />

sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba<br />

con él que se levantase, y jamás quiso, hasta<br />

que le hubo de decir que él le otorgaba el don<br />

que le pedía.


-No esperaba yo menos de la gran magnificencia<br />

vuestra, señor mío -respondió don <strong>Quijote</strong>-;<br />

y así, os digo que el don que os he pedido, y de<br />

vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que<br />

mañana en aquel día me habéis de armar caballero,<br />

y esta noche en la capilla deste vuestro<br />

castillo velaré las armas; y mañana, como tengo<br />

dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder,<br />

como se debe, ir por todas las cuatro partes<br />

del mundo buscando las aventuras, en pro de<br />

los menesterosos, como está a cargo de la caballería<br />

y de los caballeros andantes, como yo soy,<br />

cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado.<br />

El ventero, que, como está dicho, era un poco<br />

socarrón y ya tenía algunos barruntos de la<br />

falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo<br />

cuando acabó de oírle semejantes razones, y,<br />

por tener qué reír aquella noche, determinó de<br />

seguirle el humor; y así, le dijo que andaba<br />

muy acertado en lo que deseaba y pedía, y que<br />

tal prosupuesto era propio y natural de los ca-


alleros tan principales como él parecía y como<br />

su gallarda presencia mostraba; y que él, ansimesmo,<br />

en los años de su mocedad, se había<br />

dado a aquel honroso ejercicio, andando por<br />

diversas partes del mundo buscando sus aventuras,<br />

sin que hubiese dejado los Percheles de<br />

Málaga, Islas de Riarán,<br />

Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la<br />

Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa<br />

de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas<br />

de Toledo y otras diversas partes, donde<br />

había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza<br />

de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando<br />

muchas viudas, deshaciendo algunas<br />

doncellas y engañando a algunos pupilos,<br />

y, finalmente, dándose a conocer por cuantas<br />

audiencias y tribunales hay casi en toda España;<br />

y que, a lo último, se había venido a recoger<br />

a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda<br />

y con las ajenas, recogiendo en él a todos los<br />

caballeros andantes, de cualquiera calidad y


condición que fuesen, sólo por la mucha afición<br />

que les tenía y porque partiesen con él de sus<br />

haberes, en pago de su buen deseo.<br />

Díjole también que en aquel su castillo no había<br />

capilla alguna donde poder velar las armas,<br />

porque estaba derribada para hacerla de nuevo;<br />

pero que, en caso de necesidad, él sabía que se<br />

podían velar dondequiera, y que aquella noche<br />

las podría velar en un patio del castillo; que a la<br />

mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas<br />

ceremonias, de manera que él quedase<br />

armado caballero, y tan caballero que no pudiese<br />

ser más en el mundo.<br />

Preguntóle si traía dineros; respondió don <strong>Quijote</strong><br />

que no traía blanca, porque él nunca había<br />

leído en las historias de los caballeros andantes<br />

que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el<br />

ventero que se engañaba; que, puesto caso que<br />

en las historias no se escribía, por haberles parecido<br />

a los autores dellas que no era menester<br />

escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de


traerse como eran dineros y camisas limpias, no<br />

por eso se había de creer que no los trujeron; y<br />

así, tuviese por cierto y averiguado que todos<br />

los caballeros andantes, de que tantos libros<br />

están llenos y atestados, llevaban bien herradas<br />

las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que<br />

asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña<br />

llena de ungüentos para curar las heridas<br />

que recebían, porque no todas veces en los<br />

campos y desiertos donde se combatían y salían<br />

heridos había quien los curase, si ya no era que<br />

tenían algún sabio encantador por amigo, que<br />

luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna<br />

nube, alguna doncella o enano con alguna<br />

redoma de agua de tal virtud que, en gustando<br />

alguna gota della, luego al punto quedaban<br />

sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno<br />

hubiesen tenido. Mas que, en tanto que<br />

esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros<br />

por cosa acertada que sus escuderos fuesen<br />

proveídos de dineros y de otras cosas necesarias,<br />

como eran hilas y ungüentos para curarse;


y, cuando sucedía que los tales caballeros no<br />

tenían escuderos, que eran pocas y raras veces,<br />

ellos mesmos lo llevaban todo en unas alforjas<br />

muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas<br />

del caballo, como que era otra cosa de más importancia;<br />

porque, no siendo por ocasión semejante,<br />

esto de llevar alforjas no fue muy admitido<br />

entre los caballeros andantes; y por esto le<br />

daba por consejo, pues aún se lo podía mandar<br />

como a su ahijado, que tan presto lo había de<br />

ser, que no caminase de allí adelante sin dineros<br />

y sin las prevenciones referidas, y que vería<br />

cuán bien se hallaba con ellas cuando menos se<br />

pensase.<br />

Prometióle don <strong>Quijote</strong> de hacer lo que se le<br />

aconsejaba con toda puntualidad; y así, se dio<br />

luego orden como velase las armas en un corral<br />

grande que a un lado de la venta estaba; y, recogiéndolas<br />

don <strong>Quijote</strong> todas, las puso sobre<br />

una pila que junto a un pozo estaba, y, embrazando<br />

su adarga, asió de su lanza y con gentil


continente se comenzó a pasear delante de la<br />

pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a<br />

cerrar la noche.<br />

Contó el ventero a todos cuantos estaban en la<br />

venta la locura de su huésped, la vela de las<br />

armas y la armazón de caballería que esperaba.<br />

Admiráronse de tan estraño género de locura y<br />

fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que,<br />

con sosegado ademán, unas veces se paseaba;<br />

otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las<br />

armas, sin quitarlos por un buen espacio dellas.<br />

Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad<br />

de la luna, que podía competir con el que<br />

se la prestaba, de manera que cuanto el novel<br />

caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele<br />

en esto a uno de los arrieros que estaban en<br />

la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester<br />

quitar las armas de don <strong>Quijote</strong>, que estaban<br />

sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta<br />

le dijo:


-¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero,<br />

que llegas a tocar las armas del más valeroso<br />

andante que jamás se ciñó espada!, mira lo que<br />

haces y no las toques, si no quieres dejar la vida<br />

en pago de tu atrevimiento.<br />

No se curó el arriero destas razones (y fuera<br />

mejor que se curara, porque fuera curarse en<br />

salud); antes, trabando de las correas, las arrojó<br />

gran trecho de sí. Lo cual visto por don <strong>Quijote</strong>,<br />

alzó los ojos al cielo, y, puesto el pensamiento -<br />

a lo que pareció- en su señora Dulcinea, dijo:<br />

-Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta<br />

que a este vuestro avasallado pecho se le<br />

ofrece; no me desfallezca en este primero trance<br />

vuestro favor y amparo.<br />

Y, diciendo estas y otras semejantes razones,<br />

soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y<br />

dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza,<br />

que le derribó en el suelo, tan maltrecho<br />

que, si segundara con otro, no tuviera necesi-


dad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió<br />

sus armas y tornó a pasearse con el mismo<br />

reposo que primero. Desde allí a poco, sin<br />

saberse lo que había pasado (porque aún estaba<br />

aturdido el arriero), llegó otro con la mesma<br />

intención de dar agua a sus mulos; y, llegando<br />

a quitar las armas para desembarazar la pila,<br />

sin hablar don <strong>Quijote</strong> palabra y sin pedir favor<br />

a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez<br />

la lanza, y, sin hacerla pedazos, hizo más de<br />

tres la cabeza del segundo arriero, porque se la<br />

abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente<br />

de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto<br />

don <strong>Quijote</strong>, embrazó su adarga, y, puesta mano<br />

a su espada, dijo:<br />

-¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor<br />

del debilitado corazón mío!<br />

Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu<br />

grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña<br />

aventura está atendiendo.


Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que<br />

si le acometieran todos los arrieros del mundo,<br />

no volviera el pie atrás. Los compañeros de los<br />

heridos, que tales los vieron, comenzaron desde<br />

lejos a llover piedras sobre don <strong>Quijote</strong>, el cual,<br />

lo mejor que podía, se reparaba con su adarga,<br />

y no se osaba apartar de la pila por no desamparar<br />

las armas. El ventero daba voces que le<br />

dejasen, porque ya les había dicho como era<br />

loco, y que por loco se libraría, aunque los matase<br />

a todos. También don <strong>Quijote</strong> las daba,<br />

mayores, llamándolos de alevosos y traidores,<br />

y que el señor del castillo era un follón y mal<br />

nacido caballero, pues de tal manera consentía<br />

que se tratasen los andantes caballeros; y que si<br />

él hubiera recebido la orden de caballería, que<br />

él le diera a entender su alevosía:<br />

-Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago<br />

caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme<br />

en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el<br />

pago que lleváis de vuestra sandez y demasía.


Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió<br />

un terrible temor en los que le acometían;<br />

y, así por esto como por las persuasiones<br />

del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar<br />

a los heridos y tornó a la vela de sus armas con<br />

la misma quietud y sosiego que primero.<br />

No le parecieron bien al ventero las burlas de<br />

su huésped, y determinó abreviar y darle la<br />

negra orden de caballería luego, antes que otra<br />

desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, se<br />

desculpó de la insolencia que aquella gente baja<br />

con él había usado, sin que él supiese cosa alguna;<br />

pero que bien castigados quedaban de su<br />

atrevimiento. Díjole como ya le había dicho que<br />

en aquel castillo no había capilla, y para lo que<br />

restaba de hacer tampoco era necesaria; que<br />

todo el toque de quedar armado caballero consistía<br />

en la pescozada y en el espaldarazo,<br />

según él tenía noticia del ceremonial de la orden,<br />

y que aquello en mitad de un campo se<br />

podía hacer, y que ya había cumplido con lo


que tocaba al velar de las armas, que con solas<br />

dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que<br />

él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó<br />

don <strong>Quijote</strong>, y dijo que él estaba allí pronto<br />

para obedecerle, y que concluyese con la mayor<br />

brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez<br />

acometido y se viese armado caballero, no pensaba<br />

dejar persona viva en el castillo, eceto<br />

aquellas que él le mandase, a quien por su respeto<br />

dejaría.<br />

Advertido y medroso desto el castellano, trujo<br />

luego un libro donde asentaba la paja y cebada<br />

que daba a los arrieros, y con un cabo de vela<br />

que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas<br />

doncellas, se vino adonde don <strong>Quijote</strong><br />

estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo<br />

en su manual, como que decía alguna<br />

devota oración, en mitad de la leyenda alzó la<br />

mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y<br />

tras él, con su mesma espada, un gentil espaldazaro,<br />

siempre murmurando entre dientes,


como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de<br />

aquellas damas que le ciñese la espada, la cual<br />

lo hizo con mucha desenvoltura y discreción,<br />

porque no fue menester poca para no reventar<br />

de risa a cada punto de las ceremonias; pero las<br />

proezas que ya habían visto del novel caballero<br />

les tenía la risa a raya.<br />

Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:<br />

-Dios haga a vuestra merced muy venturoso<br />

caballero y le dé ventura en lides.<br />

<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> le preguntó cómo se llamaba, porque<br />

él supiese de allí adelante a quién quedaba<br />

obligado por la merced recebida; porque pensaba<br />

darle alguna parte de la honra que alcanzase<br />

por el valor de su brazo. Ella respondió<br />

con mucha humildad que se llamaba la Tolosa,<br />

y que era hija de un remendón natural de Toledo<br />

que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya,<br />

y que dondequiera que ella estuviese le serviría<br />

y le tendría por señor. <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> le replicó


que, por su amor, le hiciese merced que de allí<br />

adelante se pusiese don y se llamase doña Tolosa.<br />

Ella se lo prometió, y la otra le calzó la<br />

espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio<br />

que con la de la espada: preguntóle su<br />

nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y<br />

que era hija de un honrado molinero de Antequera;<br />

a la cual también rogó don <strong>Quijote</strong> que<br />

se pusiese don y se llamase doña Molinera,<br />

ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.<br />

Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí<br />

nunca vistas ceremonias, no vio la hora don<br />

<strong>Quijote</strong> de verse a caballo y salir buscando las<br />

aventuras; y, ensillando luego a Rocinante, subió<br />

en él, y, abrazando a su huésped, le dijo<br />

cosas tan estrañas, agradeciéndole la merced de<br />

haberle armado caballero, que no es posible<br />

acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera<br />

de la venta, con no menos retóricas, aunque<br />

con más breves palabras, respondió a las suyas,


y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a<br />

la buen hora.


Capítulo IV<br />

De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando<br />

salió de la venta<br />

La del alba sería cuando don <strong>Quijote</strong> salió de la<br />

venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado<br />

por verse ya armado caballero, que el gozo<br />

le reventaba por las cinchas del caballo. Mas,<br />

viniéndole a la memoria los consejos de su<br />

huésped cerca de las prevenciones tan necesarias<br />

que había de llevar consigo, especial la de<br />

los dineros y camisas, determinó volver a su<br />

casa y acomodarse de todo, y de un escudero,<br />

haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino<br />

suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a<br />

propósito para el oficio escuderil de la caballería.<br />

Con este pensamiento guió a Rocinante<br />

hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia,<br />

con tanta gana comenzó a caminar, que<br />

parecía que no ponía los pies en el suelo.


No había andado mucho, cuando le pareció que<br />

a su diestra mano, de la espesura de un bosque<br />

que allí estaba, salían unas voces delicadas,<br />

como de persona que se quejaba; y apenas las<br />

hubo oído, cuando dijo:<br />

-Gracias doy al cielo por la merced que me<br />

hace, pues tan presto me pone ocasiones delante<br />

donde yo pueda cumplir con lo que debo a<br />

mi profesión, y donde pueda coger el fruto de<br />

mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son<br />

de algún menesteroso o menesterosa, que ha<br />

menester mi favor y ayuda.<br />

Y, volviendo las riendas, encaminó a Rocinante<br />

hacia donde le pareció que las voces salían. Y, a<br />

pocos pasos que entró por el bosque, vio atada<br />

una yegua a una encina, y atado en otra a un<br />

muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba,<br />

hasta de edad de quince años, que era el que las<br />

voces daba; y no sin causa, porque le estaba<br />

dando con una pretina muchos azotes un la-


ador de buen talle, y cada azote le acompañaba<br />

con una reprehensión y consejo.<br />

Porque decía:<br />

-La lengua queda y los ojos listos.<br />

Y el muchacho respondía:<br />

-No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión<br />

de Dios, que no lo haré otra vez; y yo prometo<br />

de tener de aquí adelante más cuidado con el<br />

hato.<br />

Y, viendo don <strong>Quijote</strong> lo que pasaba, con voz<br />

airada dijo:<br />

-Descortés caballero, mal parece tomaros con<br />

quien defender no se puede; subid sobre vuestro<br />

caballo y tomad vuestra lanza -que también<br />

tenía una lanza arrimada a la encima adonde<br />

estaba arrendada la yegua-, que yo os haré conocer<br />

ser de cobardes lo que estáis haciendo.


El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena<br />

de armas blandiendo la lanza sobre su rostro,<br />

túvose por muerto, y con buenas palabras respondió:<br />

-Señor caballero, este muchacho que estoy castigando<br />

es un mi criado, que me sirve de guardar<br />

una manada de ovejas que tengo en estos<br />

contornos, el cual es tan descuidado, que cada<br />

día me falta una; y, porque castigo su descuido,<br />

o bellaquería, dice que lo hago de miserable,<br />

por no pagalle la soldada que le debo, y en Dios<br />

y en mi ánima que miente.<br />

-¿"Miente", delante de mí, ruin villano? -dijo<br />

don <strong>Quijote</strong>-. Por el sol que nos alumbra, que<br />

estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza.<br />

Pagadle luego sin más réplica; si no, por el<br />

Dios que nos rige, que os concluya y aniquile<br />

en este punto. Desatadlo luego.<br />

El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra,<br />

desató a su criado, al cual preguntó don


<strong>Quijote</strong> que cuánto le debía su amo. Él dijo que<br />

nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la<br />

cuenta don <strong>Quijote</strong> y halló que montaban setenta<br />

y tres reales, y díjole al labrador que al<br />

momento los desembolsase, si no quería morir<br />

por ello. Respondió el medroso villano que<br />

para el paso en que estaba y juramento que<br />

había hecho -y aún no había jurado nada-, que<br />

no eran tantos, porque se le habían de descontar<br />

y recebir en cuenta tres pares de zapatos<br />

que le había dado y un real de dos sangrías que<br />

le habían hecho estando enfermo.<br />

-Bien está todo eso -replicó don <strong>Quijote</strong>-, pero<br />

quédense los zapatos y las sangrías por los azotes<br />

que sin culpa le habéis dado; que si él rompió<br />

el cuero de los zapatos que vos pagastes,<br />

vos le habéis rompido el de su cuerpo; y si le<br />

sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en<br />

sanidad se la habéis sacado; ansí que, por esta<br />

parte, no os debe nada.


-El daño está, señor caballero, en que no tengo<br />

aquí dineros: véngase Andrés conmigo a mi<br />

casa, que yo se los pagaré un real sobre otro.<br />

-¿Irme yo con él? -dijo el muchacho-. Mas, ¡mal<br />

año! No, señor, ni por pienso; porque, en viéndose<br />

solo, me desuelle como a un San Bartolomé.<br />

-No hará tal -replicó don <strong>Quijote</strong>-: basta que yo<br />

se lo mande para que me tenga respeto; y con<br />

que él me lo jure por la ley de caballería que ha<br />

recebido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.<br />

-Mire vuestra merced, señor, lo que dice -dijo el<br />

muchacho-, que este mi amo no es caballero ni<br />

ha recebido orden de caballería alguna; que es<br />

Juan Haldudo el rico, el vecino del Quintanar.<br />

-Importa eso poco -respondió don <strong>Quijote</strong>-, que<br />

Haldudos puede haber caballeros; cuanto más,<br />

que cada uno es hijo de sus obras.


-Así es verdad -dijo Andrés-; pero este mi amo,<br />

¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada<br />

y mi sudor y trabajo?<br />

-No niego, hermano Andrés -respondió el labrador-;<br />

y hacedme placer de veniros conmigo,<br />

que yo juro por todas las órdenes que de caballerías<br />

hay en el mundo de pagaros, como tengo<br />

dicho, un real sobre otro, y aun sahumados.<br />

-Del sahumerio os hago gracia -dijo don <strong>Quijote</strong>-;<br />

dádselos en reales, que con eso me contento;<br />

y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado;<br />

si no, por el mismo juramento os juro de<br />

volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo<br />

de hallar, aunque os escondáis más que una<br />

lagartija. Y si queréis saber quién os manda<br />

esto, para quedar con más veras obligado a<br />

cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso don<br />

<strong>Quijote</strong> de la Mancha, el desfacedor de agravios<br />

y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta<br />

de las mientes lo prometido y jurado, so pena<br />

de la pena pronunciada.


Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante, y en<br />

breve espacio se apartó dellos. Siguióle el labrador<br />

con los ojos, y, cuando vio que había<br />

traspuesto del bosque y que ya no parecía, volvióse<br />

a su criado Andrés y díjole:<br />

-Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que<br />

os debo, como aquel deshacedor de agravios<br />

me dejó mandado.<br />

-Eso juro yo -dijo Andrés-; y ¡cómo que andará<br />

vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento<br />

de aquel buen caballero, que mil años<br />

viva; que, según es de valeroso y de buen juez,<br />

vive Roque, que si no me paga, que vuelva y<br />

ejecute lo que dijo!<br />

-También lo juro yo -dijo el labrador-; pero, por<br />

lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la<br />

deuda por acrecentar la paga.


Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina,<br />

donde le dio tantos azotes, que le dejó por<br />

muerto.<br />

-Llamad, señor Andrés, ahora -decía el labrador-<br />

al desfacedor de agravios, veréis cómo no<br />

desface aquéste; aunque creo que no está acabado<br />

de hacer, porque me viene gana de desollaros<br />

vivo, como vos temíades.<br />

Pero, al fin, le desató y le dio licencia que fuese<br />

a buscar su juez, para que ejecutase la pronunciada<br />

sentencia. Andrés se partió algo mohíno,<br />

jurando de ir a buscar al valeroso don <strong>Quijote</strong><br />

de la Mancha y contalle punto por punto lo que<br />

había pasado, y que se lo había de pagar con las<br />

setenas. Pero, con todo esto, él se partió llorando<br />

y su amo se quedó riendo.<br />

Y desta manera deshizo el agravio el valeroso<br />

don <strong>Quijote</strong>; el cual, contentísimo de lo sucedido,<br />

pareciéndole que había dado felicísimo y<br />

alto principio a sus caballerías, con gran satisfa-


ción de sí mismo iba caminando hacia su aldea,<br />

diciendo a media voz:<br />

-Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas<br />

hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las bellas bella<br />

Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte<br />

tener sujeto y rendido a toda tu voluntad e talante<br />

a un tan valiente y tan nombrado caballero<br />

como lo es y será don <strong>Quijote</strong> de la Mancha,<br />

el cual, como todo el mundo sabe, ayer rescibió<br />

la orden de caballería, y hoy ha desfecho el mayor<br />

tuerto y agravio que formó la sinrazón y<br />

cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la<br />

mano a aquel despiadado enemigo que tan sin<br />

ocasión vapulaba a aquel delicado infante.<br />

En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía,<br />

y luego se le vino a la imaginación las<br />

encrucejadas donde los caballeros andantes se<br />

ponían a pensar cuál camino de aquéllos tomarían,<br />

y, por imitarlos, estuvo un rato quedo; y, al<br />

cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la<br />

rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del


ocín la suya, el cual siguió su primer intento,<br />

que fue el irse camino de su caballeriza.<br />

Y, habiendo andado como dos millas, descubrió<br />

don <strong>Quijote</strong> un grande tropel de gente, que,<br />

como después se supo, eran unos mercaderes<br />

toledanos que iban a comprar seda a Murcia.<br />

Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros<br />

cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas<br />

a pie. Apenas los divisó don <strong>Quijote</strong>, cuando se<br />

imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por imitar<br />

en todo cuanto a él le parecía posible los<br />

pasos que había leído en sus libros, le pareció<br />

venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y<br />

así, con gentil continente y denuedo, se afirmó<br />

bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la<br />

adarga al pecho, y, puesto en la mitad del camino,<br />

estuvo esperando que aquellos caballeros<br />

andantes llegasen, que ya él por tales los tenía y<br />

juzgaba; y, cuando llegaron a trecho que se pudieron<br />

ver y oír, levantó don <strong>Quijote</strong> la voz, y<br />

con ademán arrogante dijo:


-Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no<br />

confiesa que no hay en el mundo todo doncella<br />

más hermosa que la emperatriz de la Mancha,<br />

la sin par Dulcinea del Toboso.<br />

Paráronse los mercaderes al son destas razones,<br />

y a ver la estraña figura del que las decía; y, por<br />

la figura y por las razones, luego echaron de<br />

ver la locura de su dueño; mas quisieron ver<br />

despacio en qué paraba aquella confesión que<br />

se les pedía, y uno dellos, que era un poco<br />

burlón y muy mucho discreto, le dijo:<br />

-Señor caballero, nosotros no conocemos quién<br />

sea esa buena señora que decís; mostrádnosla:<br />

que si ella fuere de tanta hermosura como significáis,<br />

de buena gana y sin apremio alguno<br />

confesaremos la verdad que por parte vuestra<br />

nos es pedida.<br />

-Si os la mostrara -replicó don <strong>Quijote</strong>-, ¿qué<br />

hiciérades vosotros en confesar una verdad tan<br />

notoria? La importancia está en que sin verla lo


habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender;<br />

donde no, conmigo sois en batalla, gente<br />

descomunal y soberbia. Que, ahora vengáis<br />

uno a uno, como pide la orden de caballería,<br />

ora todos juntos, como es costumbre y mala<br />

usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo<br />

y espero, confiado en la razón que de mi parte<br />

tengo.<br />

-Señor caballero -replicó el mercader-, suplico a<br />

vuestra merced, en nombre de todos estos<br />

príncipes que aquí estamos, que, porque no<br />

encarguemos nuestras conciencias confesando<br />

una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y<br />

más siendo tan en perjuicio de las emperatrices<br />

y reinas del Alcarria y Estremadura, que vuestra<br />

merced sea servido de mostrarnos algún<br />

retrato de esa señora, aunque sea tamaño como<br />

un grano de trigo; que por el hilo se sacará el<br />

ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros,<br />

y vuestra merced quedará contento y<br />

pagado; y aun creo que estamos ya tan de su


parte que, aunque su retrato nos muestre que<br />

es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellón<br />

y piedra azufre, con todo eso, por complacer<br />

a vuestra merced, diremos en su favor<br />

todo lo que quisiere.<br />

-No le mana, canalla infame -respondió don<br />

<strong>Quijote</strong>, encendido en cólera-; no le mana, digo,<br />

eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones;<br />

y no es tuerta ni corcovada, sino más<br />

derecha que un huso de Guadarrama. Pero vosotros<br />

pagaréis la grande blasfemia que habéis<br />

dicho contra tamaña beldad como es la de mi<br />

señora.<br />

Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja<br />

contra el que lo había dicho, con tanta furia y<br />

enojo que, si la buena suerte no hiciera que en<br />

la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante,<br />

lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó<br />

Rocinante, y fue rodando su amo una buena<br />

pieza por el campo; y, queriéndose levantar,<br />

jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza,


adarga, espuelas y celada, con el peso de las<br />

antiguas armas. Y, entretanto que pugnaba por<br />

levantarse y no podía, estaba diciendo:<br />

-¡Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva,<br />

atended!; que no por culpa mía, sino de mi caballo,<br />

estoy aquí tendido.<br />

Un mozo de mulas de los que allí venían, que<br />

no debía de ser muy bien intencionado, oyendo<br />

decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo<br />

pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas.<br />

Y, llegándose a él, tomó la lanza, y, después<br />

de haberla hecho pedazos, con uno dellos<br />

comenzó a dar a nuestro don <strong>Quijote</strong> tantos<br />

palos que, a despecho y pesar de sus armas, le<br />

molió como cibera. Dábanle voces sus amos<br />

que no le diese tanto y que le dejase, pero estaba<br />

ya el mozo picado y no quiso dejar el juego<br />

hasta envidar todo el resto de su cólera; y, acudiendo<br />

por los demás trozos de la lanza, los<br />

acabó de deshacer sobre el miserable caído,<br />

que, con toda aquella tempestad de palos que


sobre él vía, no cerraba la boca, amenazando al<br />

cielo y a la tierra, y a los malandrines, que tal le<br />

parecían.<br />

Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron su<br />

camino, llevando qué contar en todo él del pobre<br />

apaleado. El cual, después que se vio solo,<br />

tornó a probar si podía levantarse; pero si no lo<br />

pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo lo<br />

haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía<br />

por dichoso, pareciéndole que aquélla era propia<br />

desgracia de caballeros andantes, y toda la<br />

atribuía a la falta de su caballo, y no era posible<br />

levantarse, según tenía brumado todo el cuerpo.


Capítulo V<br />

<strong>Don</strong>de se prosigue la narración de la desgracia<br />

de nuestro caballero<br />

Viendo, pues, que, en efeto, no podía menearse,<br />

acordó de acogerse a su ordinario remedio, que<br />

era pensar en algún paso de sus libros; y trújole<br />

su locura a la memoria aquel de Valdovinos y<br />

del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó<br />

herido en la montiña, historia sabida de los<br />

niños, no ignorada de los mozos, celebrada y<br />

aun creída de los viejos; y, con todo esto, no<br />

más verdadera que los milagros de Mahoma.<br />

Ésta, pues, le pareció a él que le venía de molde<br />

para el paso en que se hallaba; y así, con muestras<br />

de grande sentimiento, se comenzó a volcar<br />

por la tierra y a decir con debilitado aliento<br />

lo mesmo que dicen decía el herido caballero<br />

del bosque:


-¿<strong>Don</strong>de estás, señora mía, que no te duele mi<br />

mal? O no lo sabes, señora, o eres falsa y desleal.<br />

Y, desta manera, fue prosiguiendo el romance<br />

hasta aquellos versos que dicen:<br />

-¡Oh noble marqués de Mantua, mi tío y señor<br />

carnal!<br />

Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso,<br />

acertó a pasar por allí un labrador de su mesmo<br />

lugar y vecino suyo, que venía de llevar una<br />

carga de trigo al molino; el cual, viendo aquel<br />

hombre allí tendido, se llegó a él y le preguntó<br />

que quién era y qué mal sentía que tan tristemente<br />

se quejaba. <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> creyó, sin duda,<br />

que aquél era el marqués de Mantua, su tío; y<br />

así, no le respondió otra cosa si no fue proseguir<br />

en su romance, donde le daba cuenta de su<br />

desgracia y de los amores del hijo del Emperante<br />

con su esposa, todo de la mesma manera que<br />

el romance lo canta.


El labrador estaba admirado oyendo aquellos<br />

disparates; y, quitándole la visera, que ya estaba<br />

hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro,<br />

que le tenía cubierto de polvo; y apenas le<br />

hubo limpiado, cuando le conoció y le dijo:<br />

-Señor Quijana -que así se debía de llamar<br />

cuando él tenía juicio y no había pasado de<br />

hidalgo sosegado a caballero andante-, ¿quién<br />

ha puesto a vuestra merced desta suerte?<br />

Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba.<br />

Viendo esto el buen hombre, lo mejor<br />

que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si<br />

tenía alguna herida; pero no vio sangre ni señal<br />

alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con<br />

poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer<br />

caballería más sosegada. Recogió las armas,<br />

hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre<br />

Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro<br />

al asno, y se encaminó hacia su pueblo,<br />

bien pensativo de oír los disparates que don<br />

<strong>Quijote</strong> decía; y no menos iba don <strong>Quijote</strong>, que,


de puro molido y quebrantado, no se podía<br />

tener sobre el borrico, y de cuando en cuando<br />

daba unos suspiros que los ponía en el cielo; de<br />

modo que de nuevo obligó a que el labrador le<br />

preguntase le dijese qué mal sentía; y no parece<br />

sino que el diablo le traía a la memoria los<br />

cuentos acomodados a sus sucesos, porque, en<br />

aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se<br />

acordó del moro Abindarráez, cuando el alcaide<br />

de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió<br />

y llevó cautivo a su alcaidía. De suerte que,<br />

cuando el labrador le volvió a preguntar que<br />

cómo estaba y qué sentía, le respondió las<br />

mesmas palabras y razones que el cautivo<br />

Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez,<br />

del mesmo modo que él había leído la historia<br />

en La Diana, de Jorge de Montemayor, donde<br />

se escribe; aprovechándose della tan a propósito,<br />

que el labrador se iba dando al diablo de oír<br />

tanta máquina de necedades; por donde conoció<br />

que su vecino estaba loco, y dábale priesa a<br />

llegar al pueblo, por escusar el enfado que don


<strong>Quijote</strong> le causaba con su larga arenga. Al cabo<br />

de lo cual, dijo:<br />

-Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de<br />

Narváez, que esta hermosa Jarifa que he dicho<br />

es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por<br />

quien yo he hecho, hago y haré los más famosos<br />

hechos de caballerías que se han visto, vean<br />

ni verán en el mundo.<br />

A esto respondió el labrador:<br />

-Mire vuestra merced, señor, pecador de mí,<br />

que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el<br />

marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su<br />

vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni<br />

Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor<br />

Quijana.<br />

-Yo sé quién soy -respondió don <strong>Quijote</strong>-; y sé<br />

que puedo ser no sólo los que he dicho, sino<br />

todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los<br />

Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas


que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron,<br />

se aventajarán las mías.<br />

En estas pláticas y en otras semejantes, llegaron<br />

al lugar a la hora que anochecía, pero el labrador<br />

aguardó a que fuese algo más noche, porque<br />

no viesen al molido hidalgo tan mal caballero.<br />

Llegada, pues, la hora que le pareció,<br />

entró en el pueblo, y en la casa de don <strong>Quijote</strong>,<br />

la cual halló toda alborotada; y estaban en ella<br />

el cura y el barbero del lugar, que eran grandes<br />

amigos de don <strong>Quijote</strong>, que estaba diciéndoles<br />

su ama a voces:<br />

-¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado<br />

Pero Pérez -que así se llamaba el cura-, de<br />

la desgracia de mi señor? Tres días ha que no<br />

parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza<br />

ni las armas. ¡Desventurada de mí!, que me doy<br />

a entender, y así es ello la verdad como nací<br />

para morir, que estos malditos libros de caballerías<br />

que él tiene y suele leer tan de ordinario<br />

le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo


haberle oído decir muchas veces, hablando entre<br />

sí, que quería hacerse caballero andante e<br />

irse a buscar las aventuras por esos mundos.<br />

Encomendados sean a Satanás y a Barrabás<br />

tales libros, que así han echado a perder el más<br />

delicado entendimiento que había en toda la<br />

Mancha.<br />

La sobrina decía lo mesmo, y aun decía más:<br />

-Sepa, señor maese Nicolás -que éste era el<br />

nombre del barbero-, que muchas veces le<br />

aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos<br />

desalmados libros de desventuras dos días<br />

con sus noches, al cabo de los cuales, arrojaba el<br />

libro de las manos, y ponía mano a la espada y<br />

andaba a cuchilladas con las paredes; y cuando<br />

estaba muy cansado, decía que había muerto a<br />

cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor<br />

que sudaba del cansancio decía que era sangre<br />

de las feridas que había recebido en la batalla; y<br />

bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba<br />

sano y sosegado, diciendo que aquella


agua era una preciosísima bebida que le había<br />

traído el sabio Esquife, un grande encantador y<br />

amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo,<br />

que no avisé a vuestras mercedes de los disparates<br />

de mi señor tío, para que lo remediaran<br />

antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran<br />

todos estos descomulgados libros, que tiene<br />

muchos, que bien merecen ser abrasados, como<br />

si fuesen de herejes.<br />

-Esto digo yo también -dijo el cura-, y a fee que<br />

no se pase el día de mañana sin que dellos no<br />

se haga acto público y sean condenados al fuego,<br />

porque no den ocasión a quien los leyere de<br />

hacer lo que mi buen amigo debe de haber<br />

hecho.<br />

Todo esto estaban oyendo el labrador y don<br />

<strong>Quijote</strong>, con que acabó de entender el labrador<br />

la enfermedad de su vecino; y así, comenzó a<br />

decir a voces:


-Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos<br />

y al señor marqués de Mantua, que viene malferido,<br />

y al señor moro Abindarráez, que trae<br />

cautivo el valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide<br />

de Antequera.<br />

A estas voces salieron todos, y, como conocieron<br />

los unos a su amigo, las otras a su amo y<br />

tío, que aún no se había apeado del jumento,<br />

porque no podía, corrieron a abrazarle. Él dijo:<br />

-Ténganse todos, que vengo malferido por la<br />

culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho y<br />

llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda,<br />

que cure y cate de mis feridas.<br />

-¡Mirá, en hora maza -dijo a este punto el ama-,<br />

si me decía a mí bien mi corazón del pie que<br />

cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen<br />

hora, que, sin que venga esa Hurgada, le sabremos<br />

aquí curar. ¡Malditos, digo, sean otra<br />

vez y otras ciento estos libros de caballerías,<br />

que tal han parado a vuestra merced!


Lleváronle luego a la cama, y, catándole las<br />

feridas, no le hallaron ninguna; y él dijo que<br />

todo era molimiento, por haber dado una gran<br />

caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose<br />

con diez jayanes, los más desaforados y atrevidos<br />

que se pudieran fallar en gran parte de la<br />

tierra.<br />

-¡Ta, ta! -dijo el cura-. ¿Jayanes hay en la danza?<br />

Para mi santiguada, que yo los queme mañana<br />

antes que llegue la noche.<br />

Hiciéronle a don <strong>Quijote</strong> mil preguntas, y a ninguna<br />

quiso responder otra cosa sino que le diesen<br />

de comer y le dejasen dormir, que era lo que<br />

más le importaba. Hízose así, y el cura se informó<br />

muy a la larga del labrador del modo que<br />

había hallado a don <strong>Quijote</strong>. Él se lo contó todo,<br />

con los disparates que al hallarle y al traerle<br />

había dicho; que fue poner más deseo en el licenciado<br />

de hacer lo que otro día hizo, que fue<br />

llamar a su amigo el barbero maese Nicolás, con<br />

el cual se vino a casa de don <strong>Quijote</strong>.


Capítulo VI<br />

Del donoso y grande escrutinio que el cura y<br />

el barbero hicieron en la librería de nuestro<br />

ingenioso hidalgo<br />

El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la<br />

sobrina, del aposento donde estaban los libros,<br />

autores del daño, y ella se las dio de muy buena<br />

gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos,<br />

y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes,<br />

muy bien encuadernados, y otros pequeños;<br />

y, así como el ama los vio, volvióse a salir<br />

del aposento con gran priesa, y tornó luego con<br />

una escudilla de agua bendita y un hisopo, y<br />

dijo:<br />

-Tome vuestra merced, señor licenciado: rocíe<br />

este aposento, no esté aquí algún encantador de<br />

los muchos que tienen estos libros, y nos encanten,<br />

en pena de las que les queremos dar<br />

echándolos del mundo.


Causó risa al licenciado la simplicidad del ama,<br />

y mandó al barbero que le fuese dando de<br />

aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban,<br />

pues podía ser hallar algunos que no<br />

mereciesen castigo de fuego.<br />

-No -dijo la sobrina-, no hay para qué perdonar<br />

a ninguno, porque todos han sido los dañadores;<br />

mejor será arrojarlos por las ventanas al<br />

patio, y hacer un rimero dellos y pegarles fuego;<br />

y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la<br />

hoguera, y no ofenderá el humo.<br />

Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las<br />

dos tenían de la muerte de aquellos inocentes;<br />

mas el cura no vino en ello sin primero leer<br />

siquiera los títulos. Y el primero que maese<br />

Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de<br />

Amadís de Gaula, y dijo el cura:<br />

-Parece cosa de misterio ésta; porque, según he<br />

oído decir, este libro fue el primero de caballerías<br />

que se imprimió en España, y todos los de-


más han tomado principio y origen déste; y así,<br />

me parece que, como a dogmatizador de una<br />

secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna,<br />

condenar al fuego.<br />

-No, señor -dijo el barbero-, que también he<br />

oído decir que es el mejor de todos los libros<br />

que de este género se han compuesto; y así,<br />

como a único en su arte, se debe perdonar.<br />

-Así es verdad -dijo el cura-, y por esa razón se<br />

le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que<br />

está junto a él.<br />

-Es -dijo el barbero- las Sergas de Esplandián,<br />

hijo legítimo de Amadís de Gaula.<br />

-Pues, en verdad -dijo el cura- que no le ha de<br />

valer al hijo la bondad del padre. Tomad, señora<br />

ama: abrid esa ventana y echadle al corral, y<br />

dé principio al montón de la hoguera que se ha<br />

de hacer.


Hízolo así el ama con mucho contento, y el<br />

bueno de Esplandián fue volando al corral,<br />

esperando con toda paciencia el fuego que le<br />

amenazaba.<br />

-Adelante -dijo el cura.<br />

-Este que viene -dijo el barbero- es Amadís de<br />

Grecia; y aun todos los deste lado, a lo que creo,<br />

son del mesmo linaje de Amadís.<br />

-Pues vayan todos al corral -dijo el cura-; que, a<br />

trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al<br />

pastor Darinel, y a sus églogas, y a las endiabladas<br />

y revueltas razones de su autor, quemaré<br />

con ellos al padre que me engendró, si<br />

anduviera en figura de caballero andante.<br />

-De ese parecer soy yo -dijo el barbero.<br />

-Y aun yo -añadió la sobrina.<br />

-Pues así es -dijo el ama-, vengan, y al corral<br />

con ellos.


Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la<br />

escalera y dio con ellos por la ventana abajo.<br />

-¿Quién es ese tonel? -dijo el cura.<br />

-Éste es -respondió el barbero- <strong>Don</strong> Olivante de<br />

Laura.<br />

-El autor de ese libro -dijo el cura- fue el mesmo<br />

que compuso a Jardín de flores; y en verdad<br />

que no sepa determinar cuál de los dos libros es<br />

más verdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso;<br />

sólo sé decir que éste irá al corral por<br />

disparatado y arrogante.<br />

-Éste que se sigue es Florimorte de Hircania -<br />

dijo el barbero.<br />

-¿Ahí está el señor Florimorte? -replicó el cura-.<br />

Pues a fe que ha de parar presto en el corral, a<br />

pesar de su estraño nacimiento y sonadas aventuras;<br />

que no da lugar a otra cosa la dureza y<br />

sequedad de su estilo.


Al corral con él y con esotro, señora ama.<br />

-Que me place, señor mío -respondía ella; y con<br />

mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado.<br />

-Éste es El Caballero Platir -dijo el barbero.<br />

-Antiguo libro es éste -dijo el cura-, y no hallo<br />

en él cosa que merezca venia. Acompañe a los<br />

demás sin réplica.<br />

Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que<br />

tenía por título El Caballero de la Cruz.<br />

-Por nombre tan santo como este libro tiene, se<br />

podía perdonar su ignorancia; mas también se<br />

suele decir: "tras la cruz está el diablo"; vaya al<br />

fuego.<br />

Tomando el barbero otro libro, dijo:<br />

-Éste es Espejo de caballerías.


-Ya conozco a su merced -dijo el cura-. Ahí anda<br />

el señor Reinaldos de Montalbán con sus<br />

amigos y compañeros, más ladrones que Caco,<br />

y los doce Pares, con el verdadero historiador<br />

Turpín; y en verdad que estoy por condenarlos<br />

no más que a destierro perpetuo, siquiera porque<br />

tienen parte de la invención del famoso<br />

Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela<br />

el cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si<br />

aquí le hallo, y que habla en otra lengua que la<br />

suya, no le guardaré respeto alguno; pero si<br />

habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza.<br />

-Pues yo le tengo en italiano -dijo el barbero-,<br />

mas no le entiendo.<br />

-Ni aun fuera bien que vos le entendiérades -<br />

respondió el cura-, y aquí le perdonáramos al<br />

señor capitán que no le hubiera traído a España<br />

y hecho castellano; que le quitó mucho de su<br />

natural valor, y lo mesmo harán todos aquellos<br />

que los libros de verso quisieren volver en otra<br />

lengua: que, por mucho cuidado que pongan y


habilidad que muestren, jamás llegarán al punto<br />

que ellos tienen en su primer nacimiento.<br />

Digo, en efeto, que este libro, y todos los que se<br />

hallaren que tratan destas cosas de Francia, se<br />

echen y depositen en un pozo seco, hasta que<br />

con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer<br />

dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que<br />

anda por ahí y a otro llamado Roncesvalles; que<br />

éstos, en llegando a mis manos, han de estar en<br />

las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión<br />

alguna.<br />

Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien<br />

y por cosa muy acertada, por entender que era<br />

el cura tan buen cristiano y tan amigo de la<br />

verdad, que no diría otra cosa por todas las del<br />

mundo. Y, abriendo otro libro, vio que era Palmerín<br />

de Oliva, y junto a él estaba otro que se<br />

llamaba Palmerín de Ingalaterra; lo cual visto<br />

por el licenciado, dijo:<br />

-Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que<br />

aun no queden della las cenizas; y esa palma de


Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa<br />

única, y se haga para ello otra caja como la que<br />

halló Alejandro en los despojos de Dario, que la<br />

diputó para guardar en ella las obras del poeta<br />

Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad<br />

por dos cosas: la una, porque él por sí<br />

es muy bueno, y la otra, porque es fama que le<br />

compuso un discreto rey de Portugal. Todas las<br />

aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas<br />

y de grande artificio; las razones, cortesanas<br />

y claras, que guardan y miran el decoro<br />

del que habla con mucha propriedad y entendimiento.<br />

Digo, pues, salvo vuestro buen parecer,<br />

señor maese Nicolás, que éste y Amadís de<br />

Gaula queden libres del fuego, y todos los demás,<br />

sin hacer más cala y cata, perezcan.<br />

-No, señor compadre -replicó el barbero-; que<br />

éste que aquí tengo es el afamado <strong>Don</strong> Belianís.<br />

-Pues ése -replicó el cura-, con la segunda, tercera<br />

y cuarta parte, tienen necesidad de un poco<br />

de ruibarbo para purgar la demasiada cólera


suya, y es menester quitarles todo aquello del<br />

castillo de la Fama y otras impertinencias de<br />

más importancia, para lo cual se les da término<br />

ultramarino, y como se enmendaren, así se<br />

usará con ellos de misericordia o de justicia; y<br />

en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra<br />

casa, mas no los dejéis leer a ninguno.<br />

-Que me place -respondió el barbero.<br />

Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías,<br />

mandó al ama que tomase todos los<br />

grandes y diese con ellos en el corral. No se dijo<br />

a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana<br />

de quemallos que de echar una tela, por grande<br />

y delgada que fuera; y, asiendo casi ocho de<br />

una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar<br />

muchos juntos, se le cayó uno a los pies del<br />

barbero, que le tomó gana de ver de quién era,<br />

y vio que decía: Historia del famoso caballero<br />

Tirante el Blanco.


-¡Válame Dios! -dijo el cura, dando una gran<br />

voz-. ¡Que aquí esté Tirante el Blanco! Dádmele<br />

acá, compadre; que hago cuenta que he hallado<br />

en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos.<br />

Aquí está don Quirieleisón de Montalbán,<br />

valeroso caballero, y su hermano Tomás<br />

de Montalbán, y el caballero Fonseca, con la<br />

batalla que el valiente de Tirante hizo con el<br />

alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida,<br />

con los amores y embustes de la viuda<br />

Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada<br />

de Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor<br />

compadre, que, por su estilo, es éste el mejor<br />

libro del mundo: aquí comen los caballeros, y<br />

duermen, y mueren en sus camas, y hacen testamento<br />

antes de su muerte, con estas cosas de<br />

que todos los demás libros deste género carecen.<br />

Con todo eso, os digo que merecía el que le<br />

compuso, pues no hizo tantas necedades de<br />

industria, que le echaran a galeras por todos los<br />

días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis<br />

que es verdad cuanto dél os he dicho.


-Así será -respondió el barbero-; pero, ¿qué<br />

haremos destos pequeños libros que quedan?<br />

-Éstos -dijo el cura- no deben de ser de caballerías,<br />

sino de poesía.<br />

Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge<br />

de Montemayor, y dijo, creyendo que todos los<br />

demás eran del mesmo género:<br />

-Éstos no merecen ser quemados, como los demás,<br />

porque no hacen ni harán el daño que los<br />

de caballerías han hecho; que son libros de entendimiento,<br />

sin perjuicio de tercero.<br />

-¡Ay señor! -dijo la sobrina-, bien los puede<br />

vuestra merced mandar quemar, como a los<br />

demás, porque no sería mucho que, habiendo<br />

sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca,<br />

leyendo éstos, se le antojase de hacerse<br />

pastor y andarse por los bosques y prados cantando<br />

y tañendo; y, lo que sería peor, hacerse


poeta; que, según dicen, es enfermedad incurable<br />

y pegadiza.<br />

-Verdad dice esta doncella -dijo el cura-, y será<br />

bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y<br />

ocasión delante. Y, pues comenzamos por La<br />

Diana de Montemayor, soy de parecer que no<br />

se queme, sino que se le quite todo aquello que<br />

trata de la sabia Felicia y de la agua encantada,<br />

y casi todos los versos mayores, y quédesele en<br />

hora buena la prosa, y la honra de ser primero<br />

en semejantes libros.<br />

-Éste que se sigue -dijo el barbero- es La Diana<br />

llamada segunda del Salmantino; y éste, otro<br />

que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil<br />

Polo.<br />

-Pues la del Salmantino -respondió el cura-,<br />

acompañe y acreciente el número de los condenados<br />

al corral, y la de Gil Polo se guarde como<br />

si fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, se-


ñor compadre, y démonos prisa, que se va<br />

haciendo tarde.<br />

-Este libro es -dijo el barbero, abriendo otro-<br />

Los diez libros de Fortuna de Amor, compuestos<br />

por Antonio de Lofraso, poeta sardo.<br />

-Por las órdenes que recebí -dijo el cura-, que,<br />

desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas,<br />

y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado<br />

libro como ése no se ha compuesto, y que,<br />

por su camino, es el mejor y el más único de<br />

cuantos deste género han salido a la luz del<br />

mundo; y el que no le ha leído puede hacer<br />

cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto.<br />

Dádmele acá, compadre, que precio más haberle<br />

hallado que si me dieran una sotana de raja<br />

de Florencia.<br />

Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero<br />

prosiguió diciendo:


-Estos que se siguen son El Pastor de Iberia,<br />

Ninfas de Henares y Desengaños de celos.<br />

-Pues no hay más que hacer -dijo el cura-, sino<br />

entregarlos al brazo seglar del ama; y no se me<br />

pregunte el porqué, que sería nunca acabar.<br />

-Este que viene es El Pastor de Fílida.<br />

-No es ése pastor -dijo el cura-, sino muy discreto<br />

cortesano; guárdese como joya preciosa.<br />

-Este grande que aquí viene se intitula -dijo el<br />

barbero- Tesoro de varias poesías.<br />

-Como ellas no fueran tantas -dijo el cura-, fueran<br />

más estimadas; menester es que este libro<br />

se escarde y limpie de algunas bajezas que entre<br />

sus grandezas tiene. Guárdese, porque su<br />

autor es amigo mío, y por respeto de otras más<br />

heroicas y levantadas obras que ha escrito.<br />

-Éste es -siguió el barbero- El Cancionero de<br />

López Maldonado.


-También el autor de ese libro -replicó el cura-<br />

es grande amigo mío, y sus versos en su boca<br />

admiran a quien los oye; y tal es la suavidad de<br />

la voz con que los canta, que encanta. Algo largo<br />

es en las églogas, pero nunca lo bueno fue<br />

mucho: guárdese con los escogidos. Pero, ¿qué<br />

libro es ese que está junto a él?<br />

-La Galatea, de Miguel de Cervantes -dijo el<br />

barbero.<br />

-Muchos años ha que es grande amigo mío ese<br />

Cervantes, y sé que es más versado en desdichas<br />

que en versos. Su libro tiene algo de buena<br />

invención; propone algo, y no concluye nada:<br />

es menester esperar la segunda parte que promete;<br />

quizá con la emienda alcanzará del todo<br />

la misericordia que ahora se le niega; y, entre<br />

tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra<br />

posada, señor compadre.<br />

-Que me place -respondió el barbero-. Y aquí<br />

vienen tres, todos juntos: La Araucana, de don


Alonso de Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo,<br />

jurado de Córdoba, y El Monserrato, de Cristóbal<br />

de Virués, poeta valenciano.<br />

-Todos esos tres libros -dijo el cura- son los mejores<br />

que, en verso heroico, en lengua castellana<br />

están escritos, y pueden competir con los más<br />

famosos de Italia: guárdense como las más ricas<br />

prendas de poesía que tiene España.<br />

Cansóse el cura de ver más libros; y así, a carga<br />

cerrada, quiso que todos los demás se quemasen;<br />

pero ya tenía abierto uno el barbero, que se<br />

llamaba Las lágrimas de Angélica.<br />

-Lloráralas yo -dijo el cura en oyendo el nombre-<br />

si tal libro hubiera mandado quemar; porque<br />

su autor fue uno de los famosos poetas del<br />

mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en<br />

la tradución de algunas fábulas de Ovidio.


Capítulo VII<br />

De la segunda salida de nuestro buen caballero<br />

don <strong>Quijote</strong> de la Mancha<br />

Estando en esto, comenzó a dar voces don <strong>Quijote</strong>,<br />

diciendo:<br />

-Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es menester<br />

mostrar la fuerza de vuestros valerosos<br />

brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del<br />

torneo.<br />

Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó<br />

adelante con el escrutinio de los demás libros<br />

que quedaban; y así, se cree que fueron al fuego,<br />

sin ser vistos ni oídos, La Carolea y León de<br />

España, con Los Hechos del Emperador, compuestos<br />

por don Luis de Ávila, que, sin duda,<br />

debían de estar entre los que quedaban; y<br />

quizá, si el cura los viera, no pasaran por tan<br />

rigurosa sentencia.


Cuando llegaron a don <strong>Quijote</strong>, ya él estaba<br />

levantado de la cama, y proseguía en sus voces<br />

y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses<br />

a todas partes, estando tan despierto como si<br />

nunca hubiera dormido.<br />

Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al<br />

lecho; y, después que hubo sosegado un poco,<br />

volviéndose a hablar con el cura, le dijo:<br />

-Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran<br />

mengua de los que nos llamamos doce Pares<br />

dejar, tan sin más ni más, llevar la vitoria deste<br />

torneo a los caballeros cortesanos, habiendo<br />

nosotros los aventureros ganado el prez en los<br />

tres días antecedentes.<br />

-Calle vuestra merced, señor compadre -dijo el<br />

cura-, que Dios será servido que la suerte se<br />

mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañana;<br />

y atienda vuestra merced a su salud por<br />

agora, que me parece que debe de estar dema-


siadamente cansado, si ya no es que está malferido.<br />

-Ferido no -dijo don <strong>Quijote</strong>-, pero molido y<br />

quebrantado, no hay duda en ello; porque<br />

aquel bastardo de don Roldán me ha molido a<br />

palos con el tronco de una encina, y todo de<br />

envidia, porque ve que yo solo soy el opuesto<br />

de sus valentías. Mas no me llamaría yo Reinaldos<br />

de Montalbán si, en levantándome deste<br />

lecho, no me lo pagare, a pesar de todos sus<br />

encantamentos; y, por agora, tráiganme de yantar,<br />

que sé que es lo que más me hará al caso, y<br />

quédese lo del vengarme a mi cargo.<br />

Hiciéronlo ansí: diéronle de comer, y quedóse<br />

otra vez dormido, y ellos, admirados de su locura.<br />

Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos<br />

libros había en el corral y en toda la casa, y tales<br />

debieron de arder que merecían guardarse en<br />

perpetuos archivos; mas no lo permitió su suer-


te y la pereza del escrutiñador; y así, se cumplió<br />

el refrán en ellos de que pagan a las veces justos<br />

por pecadores.<br />

Uno de los remedios que el cura y el barbero<br />

dieron, por entonces, para el mal de su amigo,<br />

fue que le murasen y tapiasen el aposento de<br />

los libros, porque cuando se levantase no los<br />

hallase -quizá quitando la causa, cesaría el efeto-,<br />

y que dijesen que un encantador se los había<br />

llevado, y el aposento y todo; y así fue hecho<br />

con mucha presteza. De allí a dos días se levantó<br />

don <strong>Quijote</strong>, y lo primero que hizo fue ir<br />

a ver sus libros; y, como no hallaba el aposento<br />

donde le había dejado, andaba de una en otra<br />

parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la<br />

puerta, y tentábala con las manos, y volvía y<br />

revolvía los ojos por todo, sin decir palabra;<br />

pero, al cabo de una buena pieza, preguntó a su<br />

ama que hacia qué parte estaba el aposento de<br />

sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida<br />

de lo que había de responder, le dijo:


-¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra<br />

merced? Ya no hay aposento ni libros en esta<br />

casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo.<br />

-No era diablo -replicó la sobrina-, sino un encantador<br />

que vino sobre una nube una noche,<br />

después del día que vuestra merced de aquí se<br />

partió, y, apeándose de una sierpe en que venía<br />

caballero, entró en el aposento, y no sé lo que se<br />

hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando<br />

por el tejado, y dejó la casa llena de<br />

humo; y, cuando acordamos a mirar lo que dejaba<br />

hecho, no vimos libro ni aposento alguno;<br />

sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama<br />

que, al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo<br />

en altas voces que, por enemistad secreta que<br />

tenía al dueño de aquellos libros y aposento,<br />

dejaba hecho el daño en aquella casa que después<br />

se vería. Dijo también que se llamaba el<br />

sabio Muñatón.<br />

-Frestón diría -dijo don <strong>Quijote</strong>.


-No sé -respondió el ama- si se llamaba Frestón<br />

o Fritón; sólo sé que acabó en tón su nombre.<br />

-Así es -dijo don <strong>Quijote</strong>-; que ése es un sabio<br />

encantador, grande enemigo mío, que me tiene<br />

ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que<br />

tengo de venir, andando los tiempos, a pelear<br />

en singular batalla con un caballero a quien él<br />

favorece, y le tengo de vencer, sin que él lo<br />

pueda estorbar, y por esto procura hacerme<br />

todos los sinsabores que puede; y mándole yo<br />

que mal podrá él contradecir ni evitar lo que<br />

por el cielo está ordenado.<br />

-¿Quién duda de eso? -dijo la sobrina-. Pero,<br />

¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en<br />

esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico<br />

en su casa y no irse por el mundo a buscar<br />

pan de trastrigo, sin considerar que muchos<br />

van por lana y vuelven tresquilados?<br />

-¡Oh sobrina mía -respondió don <strong>Quijote</strong>-, y<br />

cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a


mí me tresquilen, tendré peladas y quitadas las<br />

barbas a cuantos imaginaren tocarme en la<br />

punta de un solo cabello.<br />

No quisieron las dos replicarle más, porque<br />

vieron que se le encendía la cólera.<br />

Es, pues, el caso que él estuvo quince días en<br />

casa muy sosegado, sin dar muestras de querer<br />

segundar sus primeros devaneos, en los cuales<br />

días pasó graciosísimos cuentos con sus dos<br />

compadres el cura y el barbero, sobre que él<br />

decía que la cosa de que más necesidad tenía el<br />

mundo era de caballeros andantes y de que en<br />

él se resucitase la caballería andantesca. El cura<br />

algunas veces le contradecía y otras concedía,<br />

porque si no guardaba este artificio, no había<br />

poder averiguarse con él.<br />

En este tiempo, solicitó don <strong>Quijote</strong> a un labrador<br />

vecino suyo, hombre de bien -si es que este<br />

título se puede dar al que es pobre-, pero de<br />

muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto


le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el<br />

pobre villano se determinó de salirse con él y<br />

servirle de escudero. Decíale, entre otras cosas,<br />

don <strong>Quijote</strong> que se dispusiese a ir con él de<br />

buena gana, porque tal vez le podía suceder<br />

aventura que ganase, en quítame allá esas pajas,<br />

alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador<br />

della. Con estas promesas y otras tales,<br />

Sancho Panza, que así se llamaba el labrador,<br />

dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de<br />

su vecino.<br />

Dio luego don <strong>Quijote</strong> orden en buscar dineros;<br />

y, vendiendo una cosa y empeñando otra, y<br />

malbaratándolas todas, llegó una razonable<br />

cantidad.<br />

Acomodóse asimesmo de una rodela, que pidió<br />

prestada a un su amigo, y, pertrechando su rota<br />

celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero<br />

Sancho del día y la hora que pensaba ponerse<br />

en camino, para que él se acomodase de lo que<br />

viese que más le era menester. Sobre todo le


encargó que llevase alforjas; e dijo que sí llevaría,<br />

y que ansimesmo pensaba llevar un asno<br />

que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho<br />

a andar mucho a pie. En lo del asno reparó<br />

un poco don <strong>Quijote</strong>, imaginando si se le acordaba<br />

si algún caballero andante había traído<br />

escudero caballero asnalmente, pero nunca le<br />

vino alguno a la memoria; mas, con todo esto,<br />

determinó que le llevase, con presupuesto de<br />

acomodarle de más honrada caballería en<br />

habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo<br />

al primer descortés caballero que topase.<br />

Proveyóse de camisas y de las demás cosas que<br />

él pudo, conforme al consejo que el ventero le<br />

había dado; todo lo cual hecho y cumplido, sin<br />

despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don<br />

<strong>Quijote</strong> de su ama y sobrina, una noche se salieron<br />

del lugar sin que persona los viese; en la<br />

cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron<br />

por seguros de que no los hallarían aunque<br />

los buscasen.


Iba Sancho Panza sobre su jumento como un<br />

patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho<br />

deseo de verse ya gobernador de la ínsula<br />

que su amo le había prometido. Acertó don<br />

<strong>Quijote</strong> a tomar la misma derrota y camino que<br />

el que él había tomado en su primer viaje, que<br />

fue por el campo de Montiel, por el cual caminaba<br />

con menos pesadumbre que la vez pasada,<br />

porque, por ser la hora de la mañana y<br />

herirles a soslayo los rayos del sol, no les fatigaban.<br />

Dijo en esto Sancho Panza a su amo:<br />

-Mire vuestra merced, señor caballero andante,<br />

que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene<br />

prometido; que yo la sabré gobernar, por grande<br />

que sea.<br />

A lo cual le respondió don <strong>Quijote</strong>:<br />

-Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue<br />

costumbre muy usada de los caballeros andantes<br />

antiguos hacer gobernadores a sus escuderos<br />

de las ínsulas o reinos que ganaban, y yo


tengo determinado de que por mí no falte tan<br />

agradecida usanza; antes, pienso aventajarme<br />

en ella: porque ellos algunas veces, y quizá las<br />

más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos;<br />

y, ya después de hartos de servir y de llevar<br />

malos días y peores noches, les daban algún<br />

título de conde, o, por lo mucho, de marqués,<br />

de algún valle o provincia de poco más a menos;<br />

pero, si tú vives y yo vivo, bien podría ser<br />

que antes de seis días ganase yo tal reino que<br />

tuviese otros a él adherentes, que viniesen de<br />

molde para coronarte por rey de uno dellos. Y<br />

no lo tengas a mucho, que cosas y casos acontecen<br />

a los tales caballeros, por modos tan nunca<br />

vistos ni pensados, que con facilidad te podría<br />

dar aún más de lo que te prometo.<br />

-De esa manera -respondió Sancho Panza-, si yo<br />

fuese rey por algún milagro de los que vuestra<br />

merced dice, por lo menos, Juana Gutiérrez, mi<br />

oíslo, vendría a ser reina, y mis hijos infantes.<br />

-Pues, ¿quién lo duda? -respondió don <strong>Quijote</strong>.


-Yo lo dudo -replicó Sancho Panza-; porque<br />

tengo para mí que, aunque lloviese Dios reinos<br />

sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la<br />

cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no<br />

vale dos maravedís para reina; condesa le caerá<br />

mejor, y aun Dios y ayuda.<br />

-Encomiéndalo tú a Dios, Sancho -respondió<br />

don <strong>Quijote</strong>-, que Él dará lo que más le convenga,<br />

pero no apoques tu ánimo tanto, que te<br />

vengas a contentar con menos que con ser adelantado.<br />

-No lo haré, señor mío -respondió Sancho-; y<br />

más teniendo tan principal amo en vuestra<br />

merced, que me sabrá dar todo aquello que me<br />

esté bien y yo pueda llevar.


Capítulo VIII<br />

Del buen suceso que el valeroso don <strong>Quijote</strong><br />

tuvo en la espantable y jamás imaginada<br />

aventura de los molinos de viento, con otros<br />

sucesos dignos de felice recordación<br />

En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos<br />

de viento que hay en aquel campo; y, así<br />

como don <strong>Quijote</strong> los vio, dijo a su escudero:<br />

-La ventura va guiando nuestras cosas mejor de<br />

lo que acertáramos a desear, porque ves allí,<br />

amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta,<br />

o pocos más, desaforados gigantes, con<br />

quien pienso hacer batalla y quitarles a todos<br />

las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a<br />

enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran<br />

servicio de Dios quitar tan mala simiente de<br />

sobre la faz de la tierra.<br />

-¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza.


-Aquellos que allí ves -respondió su amo- de<br />

los brazos largos, que los suelen tener algunos<br />

de casi dos leguas.<br />

-Mire vuestra merced -respondió Sancho- que<br />

aquellos que allí se parecen no son gigantes,<br />

sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen<br />

brazos son las aspas, que, volteadas del<br />

viento, hacen andar la piedra del molino.<br />

-Bien parece -respondió don <strong>Quijote</strong>- que no<br />

estás cursado en esto de las aventuras: ellos son<br />

gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y<br />

ponte en oración en el espacio que yo voy a<br />

entrar con ellos en fiera y desigual batalla.<br />

Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo<br />

Rocinante, sin atender a las voces que su escudero<br />

Sancho le daba, advirtiéndole que, sin<br />

duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes,<br />

aquellos que iba a acometer. Pero él iba<br />

tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las<br />

voces de su escudero Sancho ni echaba de ver,


aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes,<br />

iba diciendo en voces altas:<br />

-Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que<br />

un solo caballero es el que os acomete.<br />

Levantóse en esto un poco de viento y las<br />

grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual<br />

visto por don <strong>Quijote</strong>, dijo:<br />

-Pues, aunque mováis más brazos que los del<br />

gigante Briareo, me lo habéis de pagar.<br />

Y, en diciendo esto, y encomendándose de todo<br />

corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que<br />

en tal trance le socorriese, bien cubierto de su<br />

rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo<br />

el galope de Rocinante y embistió con el<br />

primero molino que estaba delante; y, dándole<br />

una lanzada en el aspa, la volvió el viento con<br />

tanta furia que hizo la lanza pedazos, llevándose<br />

tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando<br />

muy maltrecho por el campo. Acudió


Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de<br />

su asno, y cuando llegó halló que no se podía<br />

menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.<br />

-¡Válame Dios! -dijo Sancho-. ¿No le dije yo a<br />

vuestra merced que mirase bien lo que hacía,<br />

que no eran sino molinos de viento, y no lo<br />

podía ignorar sino sino quien llevase otros tales<br />

en la cabeza?<br />

-Calla, amigo Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-,<br />

que las cosas de la guerra, más que otras, están<br />

sujetas a continua mudanza; cuanto más, que<br />

yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio<br />

Frestón que me robó el aposento y los libros ha<br />

vuelto estos gigantes en molinos por quitarme<br />

la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad<br />

que me tiene; mas, al cabo al cabo, han de poder<br />

poco sus malas artes contra la bondad de<br />

mi espada.


-Dios lo haga como puede -respondió Sancho<br />

Panza.<br />

Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre<br />

Rocinante, que medio despaldado estaba. Y,<br />

hablando en la pasada aventura, siguieron el<br />

camino del Puerto Lápice, porque allí decía don<br />

<strong>Quijote</strong> que no era posible dejar de hallarse<br />

muchas y diversas aventuras, por ser lugar<br />

muy pasajero; sino que iba muy pesaroso por<br />

haberle faltado la lanza; y, diciéndoselo a su<br />

escudero, le dijo:<br />

-Yo me acuerdo haber leído que un caballero<br />

español, llamado Diego Pérez de Vargas,<br />

habiéndosele en una batalla roto la espada,<br />

desgajó de una encina un pesado ramo o tronco,<br />

y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó<br />

tantos moros, que le quedó por sobrenombre<br />

Machuca, y así él como sus decendientes<br />

se llamaron, desde aquel día en adelante,<br />

Vargas y Machuca.


Hete dicho esto, porque de la primera encina o<br />

roble que se me depare pienso desgajar otro<br />

tronco tal y tan bueno como aquél, que me<br />

imagino y pienso hacer con él tales hazañas,<br />

que tú te tengas por bien afortunado de haber<br />

merecido venir a vellas y a ser testigo de cosas<br />

que apenas podrán ser creídas.<br />

-A la mano de Dios -dijo Sancho-; yo lo creo<br />

todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese<br />

un poco, que parece que va de medio<br />

lado, y debe de ser del molimiento de la caída.<br />

-Así es la verdad -respondió don <strong>Quijote</strong>-; y si<br />

no me quejo del dolor, es porque no es dado a<br />

los caballeros andantes quejarse de herida alguna,<br />

aunque se le salgan las tripas por ella.<br />

-Si eso es así, no tengo yo qué replicar -<br />

respondió Sancho-, pero sabe Dios si yo me<br />

holgara que vuestra merced se quejara cuando<br />

alguna cosa le doliera. De mí sé decir que me<br />

he de quejar del más pequeño dolor que tenga,


si ya no se entiende también con los escuderos<br />

de los caballeros andantes eso del no quejarse.<br />

No se dejó de reír don <strong>Quijote</strong> de la simplicidad<br />

de su escudero; y así, le declaró que podía muy<br />

bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana<br />

o con ella; que hasta entonces no había leído<br />

cosa en contrario en la orden de caballería.<br />

Díjole Sancho que mirase que era hora de comer.<br />

Respondióle su amo que por entonces no<br />

le hacía menester; que comiese él cuando se le<br />

antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho<br />

lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando<br />

de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba<br />

caminando y comiendo detrás de su amo muy<br />

de su espacio, y de cuando en cuando empinaba<br />

la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar<br />

el más regalado bodegonero de Málaga.<br />

Y, en tanto que él iba de aquella manera menudeando<br />

tragos, no se le acordaba de ninguna<br />

promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía<br />

por ningún trabajo, sino por mucho descanso,


andar buscando las aventuras, por peligrosas<br />

que fuesen.<br />

En resolución, aquella noche la pasaron entre<br />

unos árboles, y del uno dellos desgajó don <strong>Quijote</strong><br />

un ramo seco que casi le podía servir de<br />

lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que<br />

se le había quebrado. Toda aquella noche no<br />

durmió don <strong>Quijote</strong>, pensando en su señora<br />

Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído<br />

en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin<br />

dormir muchas noches en las florestas y despoblados,<br />

entretenidos con las memorias de sus<br />

señoras. No la pasó ansí Sancho Panza, que,<br />

como tenía el estómago lleno, y no de agua de<br />

chicoria, de un sueño se la llevó toda; y no fueran<br />

parte para despertarle, si su amo no lo llamara,<br />

los rayos del sol, que le daban en el rostro,<br />

ni el canto de las aves, que, muchas y muy<br />

regocijadamente, la venida del nuevo día saludaban.<br />

Al levantarse dio un tiento a la bota, y<br />

hallóla algo más flaca que la noche antes; y afli-


giósele el corazón, por parecerle que no llevaban<br />

camino de remediar tan presto su falta. No<br />

quiso desayunarse don <strong>Quijote</strong>, porque, como<br />

está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias.<br />

Tornaron a su comenzado camino del<br />

Puerto Lápice, y a obra de las tres del día le<br />

descubrieron.<br />

-Aquí -dijo, en viéndole, don <strong>Quijote</strong>- podemos,<br />

hermano Sancho Panza, meter las manos hasta<br />

los codos en esto que llaman aventuras. Mas<br />

advierte que, aunque me veas en los mayores<br />

peligros del mundo, no has de poner mano a tu<br />

espada para defenderme, si ya no vieres que los<br />

que me ofenden es canalla y gente baja, que en<br />

tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren<br />

caballeros, en ninguna manera te es lícito ni<br />

concedido por las leyes de caballería que me<br />

ayudes, hasta que seas armado caballero.<br />

-Por cierto, señor -respondió Sancho-, que vuestra<br />

merced sea muy bien obedicido en esto; y<br />

más, que yo de mío me soy pacífico y enemigo


de meterme en ruidos ni pendencias. Bien es<br />

verdad que, en lo que tocare a defender mi persona,<br />

no tendré mucha cuenta con esas leyes,<br />

pues las divinas y humanas permiten que cada<br />

uno se defienda de quien quisiere agraviarle.<br />

-No digo yo menos -respondió don <strong>Quijote</strong>-;<br />

pero, en esto de ayudarme contra caballeros,<br />

has de tener a raya tus naturales ímpetus.<br />

-Digo que así lo haré -respondió Sancho-, y que<br />

guardaré ese preceto tan bien como el día del<br />

domingo.<br />

Estando en estas razones, asomaron por el camino<br />

dos frailes de la orden de San Benito, caballeros<br />

sobre dos dromedarios: que no eran<br />

más pequeñas dos mulas en que venían. Traían<br />

sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás<br />

dellos venía un coche, con cuatro o cinco de a<br />

caballo que le acompañaban y dos mozos de<br />

mulas a pie. Venía en el coche, como después se<br />

supo, una señora vizcaína, que iba a Sevilla,


donde estaba su marido, que pasaba a las Indias<br />

con un muy honroso cargo. No venían los<br />

frailes con ella, aunque iban el mesmo camino;<br />

mas, apenas los divisó don <strong>Quijote</strong>, cuando dijo<br />

a su escudero:<br />

-O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa<br />

aventura que se haya visto; porque aquellos<br />

bultos negros que allí parecen deben de ser, y<br />

son sin duda, algunos encantadores que llevan<br />

hurtada alguna princesa en aquel coche, y es<br />

menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.<br />

-Peor será esto que los molinos de viento -dijo<br />

Sancho-. Mire, señor, que aquéllos son frailes<br />

de San Benito, y el coche debe de ser de alguna<br />

gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo<br />

que hace, no sea el diablo que le engañe.<br />

-Ya te he dicho, Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-<br />

, que sabes poco de achaque de aventuras; lo<br />

que yo digo es verdad, y ahora lo verás.


Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la<br />

mitad del camino por donde los frailes venían,<br />

y, en llegando tan cerca que a él le pareció que<br />

le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:<br />

-Gente endiablada y descomunal, dejad luego<br />

al punto las altas princesas que en ese coche<br />

lleváis forzadas; si no, aparejaos a recebir presta<br />

muerte, por justo castigo de vuestras malas<br />

obras.<br />

Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron<br />

admirados, así de la figura de don <strong>Quijote</strong> como<br />

de sus razones, a las cuales respondieron:<br />

-Señor caballero, nosotros no somos endiablados<br />

ni descomunales, sino dos religiosos de San<br />

Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos<br />

si en este coche vienen, o no, ningunas<br />

forzadas princesas.


-Para conmigo no hay palabras blandas, que ya<br />

yo os conozco, fementida canalla -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

Y, sin esperar más respuesta, picó a Rocinante<br />

y, la lanza baja, arremetió contra el primero<br />

fraile, con tanta furia y denuedo que, si el fraile<br />

no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir<br />

al suelo mal de su grado, y aun malferido, si no<br />

cayera muerto. El segundo religioso, que vio<br />

del modo que trataban a su compañero, puso<br />

piernas al castillo de su buena mula, y comenzó<br />

a correr por aquella campaña, más ligero que el<br />

mesmo viento.<br />

Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile,<br />

apeándose ligeramente de su asno, arremetió a<br />

él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron<br />

en esto dos mozos de los frailes y preguntáronle<br />

que por qué le desnudaba.<br />

Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él<br />

ligítimamente, como despojos de la batalla que


su señor don <strong>Quijote</strong> había ganado. Los mozos,<br />

que no sabían de burlas, ni entendían aquello<br />

de despojos ni batallas, viendo que ya don <strong>Quijote</strong><br />

estaba desviado de allí, hablando con las<br />

que en el coche venían, arremetieron con Sancho<br />

y dieron con él en el suelo; y, sin dejarle<br />

pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron<br />

tendido en el suelo sin aliento ni sentido. Y,<br />

sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile,<br />

todo temeroso y acobardado y sin color en el<br />

rostro; y, cuando se vio a caballo, picó tras su<br />

compañero, que un buen espacio de allí le estaba<br />

aguardando, y esperando en qué paraba<br />

aquel sobresalto; y, sin querer aguardar el fin<br />

de todo aquel comenzado suceso, siguieron su<br />

camino, haciéndose más cruces que si llevaran<br />

al diablo a las espaldas.<br />

<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> estaba, como se ha dicho, hablando<br />

con la señora del coche, diciéndole:<br />

-La vuestra fermosura, señora mía, puede facer<br />

de su persona lo que más le viniere en talante,


porque ya la soberbia de vuestros robadores<br />

yace por el suelo, derribada por este mi fuerte<br />

brazo; y, porque no penéis por saber el nombre<br />

de vuestro libertador, sabed que yo me llamo<br />

don <strong>Quijote</strong> de la Mancha, caballero andante y<br />

aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa<br />

doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio<br />

que de mí habéis recebido, no quiero otra<br />

cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi<br />

parte os presentéis ante esta señora y le digáis<br />

lo que por vuestra libertad he fecho.<br />

Todo esto que don <strong>Quijote</strong> decía escuchaba un<br />

escudero de los que el coche acompañaban, que<br />

era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar<br />

pasar el coche adelante, sino que decía que luego<br />

había de dar la vuelta al Toboso, se fue para<br />

don <strong>Quijote</strong> y, asiéndole de la lanza, le dijo, en<br />

mala lengua castellana y peor vizcaína, desta<br />

manera:


-Anda, caballero que mal andes; por el Dios<br />

que crióme, que, si no dejas coche, así te matas<br />

como estás ahí vizcaíno.<br />

Entendióle muy bien don <strong>Quijote</strong>, y con mucho<br />

sosiego le respondió:<br />

-Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo<br />

hubiera castigado tu sandez y atrevimiento,<br />

cautiva criatura.<br />

A lo cual replicó el vizcaíno:<br />

-¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como<br />

cristiano. Si lanza arrojas y espada sacas, ¡el<br />

agua cuán presto verás que al gato llevas!<br />

Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo<br />

por el diablo; y mientes que mira si otra dices<br />

cosa.<br />

-¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes! -respondió<br />

don <strong>Quijote</strong>.


Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada<br />

y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno<br />

con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno,<br />

que así le vio venir, aunque quisiera apearse<br />

de la mula, que, por ser de las malas de<br />

alquiler, no había que fiar en ella, no pudo<br />

hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avínole<br />

bien que se halló junto al coche, de donde<br />

pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo,<br />

y luego se fueron el uno para el otro, como<br />

si fueran dos mortales enemigos. La demás<br />

gente quisiera ponerlos en paz, mas no pudo,<br />

porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas<br />

razones que si no le dejaban acabar su batalla,<br />

que él mismo había de matar a su ama y a toda<br />

la gente que se lo estorbase. La señora del coche,<br />

admirada y temerosa de lo que veía, hizo<br />

al cochero que se desviase de allí algún poco, y<br />

desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda,<br />

en el discurso de la cual dio el vizcaíno una<br />

gran cuchillada a don <strong>Quijote</strong> encima de un<br />

hombro, por encima de la rodela, que, a dársela


sin defensa, le abriera hasta la cintura. <strong>Don</strong><br />

<strong>Quijote</strong>, que sintió la pesadumbre de aquel<br />

desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:<br />

-¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la<br />

fermosura, socorred a este vuestro caballero,<br />

que, por satisfacer a la vuestra mucha bondad,<br />

en este riguroso trance se halla!<br />

El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse<br />

bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno,<br />

todo fue en un tiempo, llevando determinación<br />

de aventurarlo todo a la de un golpe solo.<br />

El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien<br />

entendió por su denuedo su coraje, y determinó<br />

de hacer lo mesmo que don <strong>Quijote</strong>; y así, le<br />

aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder<br />

rodear la mula a una ni a otra parte; que ya,<br />

de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías,<br />

no podía dar un paso.


Venía, pues, como se ha dicho, don <strong>Quijote</strong><br />

contra el cauto vizcaíno, con la espada en alto,<br />

con determinación de abrirle por medio, y el<br />

vizcaíno le aguardaba ansimesmo levantada la<br />

espada y aforrado con su almohada, y todos los<br />

circunstantes estaban temerosos y colgados de<br />

lo que había de suceder de aquellos tamaños<br />

golpes con que se amenazaban; y la señora del<br />

coche y las demás criadas suyas estaban<br />

haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las<br />

imágenes y casas de devoción de España, porque<br />

Dios librase a su escudero y a ellas de aquel<br />

tan grande peligro en que se hallaban.<br />

Pero está el daño de todo esto que en este punto<br />

y término deja pendiente el autor desta historia<br />

esta batalla, disculpándose que no halló<br />

más escrito destas hazañas de don <strong>Quijote</strong> de<br />

las que deja referidas. Bien es verdad que el<br />

segundo autor desta obra no quiso creer que<br />

tan curiosa historia estuviese entregada a las<br />

leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco


curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen<br />

en sus archivos o en sus escritorios algunos<br />

papeles que deste famoso caballero tratasen;<br />

y así, con esta imaginación, no se desesperó<br />

de hallar el fin desta apacible historia, el<br />

cual, siéndole el cielo favorable, le halló del<br />

modo que se contará en la segunda parte.


Capítulo IX<br />

<strong>Don</strong>de se concluye y da fin a la estupenda<br />

batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente<br />

manchego tuvieron<br />

Dejamos en la primera parte desta historia al<br />

valeroso vizcaíno y al famoso don <strong>Quijote</strong> con<br />

las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar<br />

dos furibundos fendientes, tales que, si<br />

en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían<br />

y fenderían de arriba abajo y abrirían como<br />

una granada; y que en aquel punto tan dudoso<br />

paró y quedó destroncada tan sabrosa historia,<br />

sin que nos diese noticia su autor dónde se<br />

podría hallar lo que della faltaba.<br />

Causóme esto mucha pesadumbre, porque el<br />

gusto de haber leído tan poco se volvía en disgusto,<br />

de pensar el mal camino que se ofrecía<br />

para hallar lo mucho que, a mi parecer, faltaba<br />

de tan sabroso cuento. Parecióme cosa imposible<br />

y fuera de toda buena costumbre que a tan


uen caballero le hubiese faltado algún sabio<br />

que tomara a cargo el escrebir sus nunca vistas<br />

hazañas, cosa que no faltó a ninguno de los<br />

caballeros andantes, de los que dicen las gentes<br />

que van a sus aventuras, porque cada uno dellos<br />

tenía uno o dos sabios, como de molde, que<br />

no solamente escribían sus hechos, sino que<br />

pintaban sus más mínimos pensamientos y<br />

niñerías, por más escondidas que fuesen; y no<br />

había de ser tan desdichado tan buen caballero,<br />

que le faltase a él lo que sobró a Platir y a otros<br />

semejantes. Y así, no podía inclinarme a creer<br />

que tan gallarda historia hubiese quedado<br />

manca y estropeada; y echaba la culpa a la malignidad<br />

del tiempo, devorador y consumidor<br />

de todas las cosas, el cual, o la tenía oculta o<br />

consumida.<br />

Por otra parte, me parecía que, pues entre sus<br />

libros se habían hallado tan modernos como<br />

Desengaño de celos y Ninfas y Pastores de<br />

Henares, que también su historia debía de ser


moderna; y que, ya que no estuviese escrita,<br />

estaría en la memoria de la gente de su aldea y<br />

de las a ella circunvecinas. Esta imaginación me<br />

traía confuso y deseoso de saber, real y verdaderamente,<br />

toda la vida y milagros de nuestro<br />

famoso español don <strong>Quijote</strong> de la Mancha, luz<br />

y espejo de la caballería manchega, y el primero<br />

que en nuestra edad y en estos tan calamitosos<br />

tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes<br />

armas, y al desfacer agravios, socorrer<br />

viudas, amparar doncellas, de aquellas que<br />

andaban con sus azotes y palafrenes, y con toda<br />

su virginidad a cuestas, de monte en monte y<br />

de valle en valle; que, si no era que algún<br />

follón, o algún villano de hacha y capellina, o<br />

algún descomunal gigante las forzaba, doncella<br />

hubo en los pasados tiempos que, al cabo de<br />

ochenta años, que en todos ellos no durmió un<br />

día debajo de tejado, y se fue tan entera a la<br />

sepultura como la madre que la había parido.<br />

Digo, pues, que, por estos y otros muchos respetos,<br />

es digno nuestro gallardo <strong>Quijote</strong> de


continuas y memorables alabanzas; y aun a mí<br />

no se me deben negar, por el trabajo y diligencia<br />

que puse en buscar el fin desta agradable<br />

historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y<br />

la fortuna no me ayudan, el mundo quedará<br />

falto y sin el pasatiempo y gusto que bien casi<br />

dos horas podrá tener el que con atención la<br />

leyere. Pasó, pues, el hallarla en esta manera:<br />

Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó<br />

un muchacho a vender unos cartapacios y papeles<br />

viejos a un sedero; y, como yo soy aficionado<br />

a leer, aunque sean los papeles rotos de<br />

las calles, llevado desta mi natural inclinación,<br />

tomé un cartapacio de los que el muchacho<br />

vendía, y vile con caracteres que conocí ser arábigos.<br />

Y, puesto que, aunque los conocía, no los<br />

sabía leer, anduve mirando si parecía por allí<br />

algún morisco aljamiado que los leyese; y no<br />

fue muy dificultoso hallar intérprete semejante,<br />

pues, aunque le buscara de otra mejor y más<br />

antigua lengua, le hallara. En fin, la suerte me<br />

deparó uno, que, diciéndole mi deseo y po-


niéndole el libro en las manos, le abrió por medio,<br />

y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.<br />

Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme<br />

que de una cosa que tenía aquel libro escrita<br />

en el margen por anotación. Díjele que me la<br />

dijese; y él, sin dejar la risa, dijo:<br />

-Está, como he dicho, aquí en el margen escrito<br />

esto: "Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en<br />

esta historia referida, dicen que tuvo la mejor<br />

mano para salar puercos que otra mujer de toda<br />

la Mancha".<br />

Cuando yo oí decir "Dulcinea del Toboso",<br />

quedé atónito y suspenso, porque luego se me<br />

representó que aquellos cartapacios contenían<br />

la historia de don <strong>Quijote</strong>. Con esta imaginación,<br />

le di priesa que leyese el principio, y,<br />

haciéndolo ansí, volviendo de improviso el<br />

arábigo en castellano, dijo que decía: Historia<br />

de don <strong>Quijote</strong> de la Mancha, escrita por Cide<br />

Hamete Benengeli, historiador arábigo. Mucha


discreción fue menester para disimular el contento<br />

que recebí cuando llegó a mis oídos el<br />

título del libro; y, salteándosele al sedero,<br />

compré al muchacho todos los papeles y cartapacios<br />

por medio real; que, si él tuviera discreción<br />

y supiera lo que yo los deseaba, bien se<br />

pudiera prometer y llevar más de seis reales de<br />

la compra. Apartéme luego con el morisco por<br />

el claustro de la iglesia mayor, y roguéle me<br />

volviese aquellos cartapacios, todos los que<br />

trataban de don <strong>Quijote</strong>, en lengua castellana,<br />

sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la<br />

paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas<br />

de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió<br />

de traducirlos bien y fielmente y con mucha<br />

brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio<br />

y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le<br />

truje a mi casa, donde en poco más de mes y<br />

medio la tradujo toda, del mesmo modo que<br />

aquí se refiere.


Estaba en el primero cartapacio, pintada muy al<br />

natural, la batalla de don <strong>Quijote</strong> con el vizcaíno,<br />

puestos en la mesma postura que la historia<br />

cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto<br />

de su rodela, el otro de la almohada, y la mula<br />

del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando<br />

ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies<br />

escrito el vizcaíno un título que decía: <strong>Don</strong> Sancho<br />

de Azpetia, que, sin duda, debía de ser su<br />

nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro<br />

que decía: <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong>. Estaba Rocinante maravillosamente<br />

pintado, tan largo y tendido, tan<br />

atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético<br />

confirmado, que mostraba bien al descubierto<br />

con cuánta advertencia y propriedad se le había<br />

puesto el nombre de Rocinante. Junto a él estaba<br />

Sancho Panza, que tenía del cabestro a su<br />

asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que<br />

decía: Sancho Zancas, y debía de ser que tenía,<br />

a lo que mostraba la pintura, la barriga grande,<br />

el talle corto y las zancas largas; y por esto se le<br />

debió de poner nombre de Panza y de Zancas,


que con estos dos sobrenombres le llama algunas<br />

veces la historia. Otras algunas menudencias<br />

había que advertir, pero todas son de poca<br />

importancia y que no hacen al caso a la verdadera<br />

relación de la historia; que ninguna es mala<br />

como sea verdadera.<br />

Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca<br />

de su verdad, no podrá ser otra sino haber<br />

sido su autor arábigo, siendo muy propio de los<br />

de aquella nación ser mentirosos; aunque, por<br />

ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender<br />

haber quedado falto en ella que demasiado.<br />

Y ansí me parece a mí, pues, cuando pudiera<br />

y debiera estender la pluma en las alabanzas<br />

de tan buen caballero, parece que de<br />

industria las pasa en silencio: cosa mal hecha y<br />

peor pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores<br />

puntuales, verdaderos y no nada<br />

apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el<br />

rancor ni la afición, no les hagan torcer del camino<br />

de la verdad, cuya madre es la historia,


émula del tiempo, depósito de las acciones,<br />

testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,<br />

advertencia de lo por venir. En ésta sé<br />

que se hallará todo lo que se acertare a desear<br />

en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare,<br />

para mí tengo que fue por culpa del galgo<br />

de su autor, antes que por falta del sujeto. En<br />

fin, su segunda parte, siguiendo la tradución,<br />

comenzaba desta manera:<br />

Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas<br />

de los dos valerosos y enojados combatientes,<br />

no parecía sino que estaban amenazando<br />

al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo<br />

y continente que tenían. Y el primero<br />

que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno,<br />

el cual fue dado con tanta fuerza y tanta<br />

furia que, a no volvérsele la espada en el camino,<br />

aquel solo golpe fuera bastante para dar fin<br />

a su rigurosa contienda y a todas las aventuras<br />

de nuestro caballero; mas la buena suerte, que<br />

para mayores cosas le tenía guardado, torció la


espada de su contrario, de modo que, aunque le<br />

acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro<br />

daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole<br />

de camino gran parte de la celada, con la<br />

mitad de la oreja; que todo ello con espantosa<br />

ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho.<br />

¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente<br />

pueda contar ahora la rabia que entró en<br />

el corazón de nuestro manchego, viéndose parar<br />

de aquella manera! No se diga más, sino<br />

que fue de manera que se alzó de nuevo en los<br />

estribos, y, apretando más la espada en las dos<br />

manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno,<br />

acertándole de lleno sobre la almohada y sobre<br />

la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa,<br />

como si cayera sobre él una montaña, comenzó<br />

a echar sangre por las narices, y por la boca y<br />

por los oídos, y a dar muestras de caer de la<br />

mula abajo, de donde cayera, sin duda, si no se<br />

abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacó<br />

los pies de los estribos y luego soltó los brazos;


y la mula, espantada del terrible golpe, dio a<br />

correr por el campo, y a pocos corcovos dio con<br />

su dueño en tierra.<br />

Estábaselo con mucho sosiego mirando don<br />

<strong>Quijote</strong>, y, como lo vio caer, saltó de su caballo<br />

y con mucha ligereza se llegó a él, y, poniéndole<br />

la punta de la espada en los ojos, le dijo que<br />

se rindiese; si no, que le cortaría la cabeza. Estaba<br />

el vizcaíno tan turbado que no podía responder<br />

palabra, y él lo pasara mal, según estaba<br />

ciego don <strong>Quijote</strong>, si las señoras del coche,<br />

que hasta entonces con gran desmayo habían<br />

mirado la pendencia, no fueran adonde estaba<br />

y le pidieran con mucho encarecimiento les<br />

hiciese tan gran merced y favor de perdonar la<br />

vida a aquel su escudero. A lo cual don <strong>Quijote</strong><br />

respondió, con mucho entono y gravedad:<br />

-Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento<br />

de hacer lo que me pedís; mas ha de ser<br />

con una condición y concierto, y es que este<br />

caballero me ha de prometer de ir al lugar del


Toboso y presentarse de mi parte ante la sin par<br />

doña Dulcinea, para que ella haga dél lo que<br />

más fuere de su voluntad.<br />

La temerosa y desconsolada señora, sin entrar<br />

en cuenta de lo que don <strong>Quijote</strong> pedía, y sin<br />

preguntar quién Dulcinea fuese, le prometió<br />

que el escudero haría todo aquello que de su<br />

parte le fuese mandado.<br />

-Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más<br />

daño, puesto que me lo tenía bien merecido.


Capítulo X<br />

De lo que más le avino a don <strong>Quijote</strong> con el<br />

vizcaíno, y del peligro en que se vio con una<br />

turba de yangüeses<br />

Ya en este tiempo se había levantado Sancho<br />

Panza, algo maltratado de los mozos de los<br />

frailes, y había estado atento a la batalla de su<br />

señor don <strong>Quijote</strong>, y rogaba a Dios en su corazón<br />

fuese servido de darle vitoria y que en<br />

ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese<br />

gobernador, como se lo había prometido. Viendo,<br />

pues, ya acabada la pendencia, y que su<br />

amo volvía a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle<br />

el estribo; y antes que subiese se hincó de<br />

rodillas delante dél, y, asiéndole de la mano, se<br />

la besó y le dijo:<br />

-Sea vuestra merced servido, señor don <strong>Quijote</strong><br />

mío, de darme el gobierno de la ínsula que en<br />

esta rigurosa pendencia se ha ganado; que, por<br />

grande que sea, yo me siento con fuerzas de


saberla gobernar tal y tan bien como otro que<br />

haya gobernado ínsulas en el mundo.<br />

A lo cual respondió don <strong>Quijote</strong>:<br />

-Advertid, hermano Sancho, que esta aventura<br />

y las a ésta semejantes no son aventuras de<br />

ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se<br />

gana otra cosa que sacar rota la cabeza o una<br />

oreja menos. Tened paciencia, que aventuras se<br />

ofrecerán donde no solamente os pueda hacer<br />

gobernador, sino más adelante.<br />

Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole otra<br />

vez la mano y la falda de la loriga, le ayudó a<br />

subir sobre Rocinante; y él subió sobre su asno<br />

y comenzó a seguir a su señor, que, a paso tirado,<br />

sin despedirse ni hablar más con las del<br />

coche, se entró por un bosque que allí junto<br />

estaba.<br />

Seguíale Sancho a todo el trote de su jumento,<br />

pero caminaba tanto Rocinante que, viéndose


quedar atrás, le fue forzoso dar voces a su amo<br />

que se aguardase. Hízolo así don <strong>Quijote</strong>, teniendo<br />

las riendas a Rocinante hasta que llegase<br />

su cansado escudero, el cual, en llegando, le<br />

dijo:<br />

-Paréceme, señor, que sería acertado irnos a<br />

retraer a alguna iglesia; que, según quedó maltrecho<br />

aquel con quien os combatistes, no será<br />

mucho que den noticia del caso a la Santa<br />

Hermandad y nos prendan; y a fe que si lo<br />

hacen, que primero que salgamos de la cárcel<br />

que nos ha de sudar el hopo.<br />

-Calla -dijo don <strong>Quijote</strong>-. Y ¿dónde has visto tú,<br />

o leído jamás, que caballero andante haya sido<br />

puesto ante la justicia, por más homicidios que<br />

hubiese cometido?<br />

-Yo no sé nada de omecillos -respondió Sancho-<br />

, ni en mi vida le caté a ninguno; sólo sé que la<br />

Santa Hermandad tiene que ver con los que


pelean en el campo, y en esotro no me entremeto.<br />

-Pues no tengas pena, amigo -respondió don<br />

<strong>Quijote</strong>-, que yo te sacaré de las manos de los<br />

caldeos, cuanto más de las de la Hermandad.<br />

Pero dime, por tu vida: ¿has visto más valeroso<br />

caballero que yo en todo lo descubierto de la<br />

tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni<br />

haya tenido más brío en acometer, más aliento<br />

en el perseverar, más destreza en el herir, ni<br />

más maña en el derribar?<br />

-La verdad sea -respondió Sancho- que yo no<br />

he leído ninguna historia jamás, porque ni sé<br />

leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar es que<br />

más atrevido amo que vuestra merced yo no le<br />

he servido en todos los días de mi vida, y quiera<br />

Dios que estos atrevimientos no se paguen<br />

donde tengo dicho. Lo que le ruego a vuestra<br />

merced es que se cure, que le va mucha sangre<br />

de esa oreja; que aquí traigo hilas y un poco de<br />

ungüento blanco en las alforjas.


-Todo eso fuera bien escusado -respondió don<br />

<strong>Quijote</strong>- si a mí se me acordara de hacer una<br />

redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sola<br />

una gota se ahorraran tiempo y medicinas.<br />

-¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? -dijo Sancho<br />

Panza.<br />

-Es un bálsamo -respondió don <strong>Quijote</strong>- de<br />

quien tengo la receta en la memoria, con el cual<br />

no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar<br />

morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le<br />

haga y te le dé, no tienes más que hacer sino<br />

que, cuando vieres que en alguna batalla me<br />

han partido por medio del cuerpo (como muchas<br />

veces suele acontecer), bonitamente la parte<br />

del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y<br />

con mucha sotileza, antes que la sangre se yele,<br />

la pondrás sobre la otra mitad que quedare en<br />

la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al<br />

justo; luego me darás a beber solos dos tragos<br />

del bálsamo que he dicho, y verásme quedar<br />

más sano que una manzana.


-Si eso hay -dijo Panza-, yo renuncio desde aquí<br />

el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero<br />

otra cosa, en pago de mis muchos y buenos<br />

servicios, sino que vuestra merced me dé la<br />

receta de ese estremado licor; que para mí tengo<br />

que valdrá la onza adondequiera más de a<br />

dos reales, y no he menester yo más para pasar<br />

esta vida honrada y descansadamente. Pero es<br />

de saber agora si tiene mucha costa el hacelle.<br />

-Con menos de tres reales se pueden hacer tres<br />

azumbres -respondió don <strong>Quijote</strong>.<br />

-¡Pecador de mí! -replicó Sancho-. ¿Pues a qué<br />

aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele?<br />

-Calla, amigo -respondió don <strong>Quijote</strong>-, que mayores<br />

secretos pienso enseñarte y mayores mercedes<br />

hacerte; y, por agora, curémonos, que la<br />

oreja me duele más de lo que yo quisiera.


Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento.<br />

Mas, cuando don <strong>Quijote</strong> llegó a ver rota su<br />

celada, pensó perder el juicio, y, puesta la mano<br />

en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo:<br />

-Yo hago juramento al Criador de todas las cosas<br />

y a los santos cuatro Evangelios, donde más<br />

largamente están escritos, de hacer la vida que<br />

hizo el grande marqués de Mantua cuando juró<br />

de vengar la muerte de su sobrino Valdovinos,<br />

que fue de no comer pan a manteles, ni con su<br />

mujer folgar, y otras cosas que, aunque dellas<br />

no me acuerdo, las doy aquí por expresadas,<br />

hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado<br />

me fizo.<br />

Oyendo esto Sancho, le dijo:<br />

-Advierta vuestra merced, señor don <strong>Quijote</strong>,<br />

que si el caballero cumplió lo que se le dejó<br />

ordenado de irse a presentar ante mi señora<br />

Dulcinea del Toboso, ya habrá cumplido con lo


que debía, y no merece otra pena si no comete<br />

nuevo delito.<br />

-Has hablado y apuntado muy bien -respondió<br />

don <strong>Quijote</strong>-; y así, anulo el juramento en cuanto<br />

lo que toca a tomar dél nueva venganza; pero<br />

hágole y confírmole de nuevo de hacer la<br />

vida que he dicho, hasta tanto que quite por<br />

fuerza otra celada tal y tan buena como ésta a<br />

algún caballero. Y no pienses, Sancho, que así a<br />

humo de pajas hago esto, que bien tengo a<br />

quien imitar en ello; que esto mesmo pasó, al<br />

pie de la letra, sobre el yelmo de Mambrino,<br />

que tan caro le costó a Sacripante.<br />

-Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos,<br />

señor mío -replicó Sancho-; que son<br />

muy en daño de la salud y muy en perjuicio de<br />

la conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso en<br />

muchos días no topamos hombre armado con<br />

celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir<br />

el juramento, a despecho de tantos inconvenientes<br />

e incomodidades, como será el dormir


vestido, y el no dormir en poblado, y otras mil<br />

penitencias que contenía el juramento de aquel<br />

loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra<br />

merced quiere revalidar ahora? Mire vuestra<br />

merced bien, que por todos estos caminos no<br />

andan hombres armados, sino arrieros y carreteros,<br />

que no sólo no traen celadas, pero quizá<br />

no las han oído nombrar en todos los días de su<br />

vida.<br />

-Engáñaste en eso -dijo don <strong>Quijote</strong>-, porque no<br />

habremos estado dos horas por estas encrucijadas,<br />

cuando veamos más armados que los que<br />

vinieron sobre Albraca a la conquista de Angélica<br />

la Bella.<br />

-Alto, pues; sea ansí -dijo Sancho-, y a Dios<br />

prazga que nos suceda bien, y que se llegue ya<br />

el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me<br />

cuesta, y muérame yo luego.<br />

-Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado<br />

alguno; que, cuando faltare ínsula, ahí


está el reino de Dinamarca o el de Soliadisa,<br />

que te vendrán como anillo al dedo; y más, que,<br />

por ser en tierra firme, te debes más alegrar.<br />

Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si<br />

traes algo en esas alforjas que comamos, porque<br />

vamos luego en busca de algún castillo donde<br />

alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que<br />

te he dicho; porque yo te voto a Dios que me va<br />

doliendo mucho la oreja.<br />

-Aquí trayo una cebolla, y un poco de queso y<br />

no sé cuántos mendrugos de pan -dijo Sancho-,<br />

pero no son manjares que pertenecen a tan valiente<br />

caballero como vuestra merced.<br />

-¡Qué mal lo entiendes! -respondió don <strong>Quijote</strong>-<br />

. Hágote saber, Sancho, que es honra de los<br />

caballeros andantes no comer en un mes; y, ya<br />

que coman, sea de aquello que hallaren más a<br />

mano; y esto se te hiciera cierto si hubieras leído<br />

tantas historias como yo; que, aunque han<br />

sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha<br />

relación de que los caballeros andantes comie-


sen, si no era acaso y en algunos suntuosos<br />

banquetes que les hacían, y los demás días se<br />

los pasaban en flores. Y, aunque se deja entender<br />

que no podían pasar sin comer y sin hacer<br />

todos los otros menesteres naturales, porque,<br />

en efeto, eran hombres como nosotros, hase de<br />

entender también que, andando lo más del<br />

tiempo de su vida por las florestas y despoblados,<br />

y sin cocinero, que su más ordinaria comida<br />

sería de viandas rústicas, tales como las que<br />

tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no<br />

te congoje lo que a mí me da gusto. Ni querrás<br />

tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería<br />

andante de sus quicios.<br />

-Perdóneme vuestra merced -dijo Sancho-; que,<br />

como yo no sé leer ni escrebir, como otra vez he<br />

dicho, no sé ni he caído en las reglas de la profesión<br />

caballeresca; y, de aquí adelante, yo proveeré<br />

las alforjas de todo género de fruta seca<br />

para vuestra merced, que es caballero, y para


mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas<br />

volátiles y de más sustancia.<br />

-No digo yo, Sancho -replicó don <strong>Quijote</strong>-, que<br />

sea forzoso a los caballeros andantes no comer<br />

otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su<br />

más ordinario sustento debía de ser dellas, y de<br />

algunas yerbas que hallaban por los campos,<br />

que ellos conocían y yo también conozco.<br />

-Virtud es -respondió Sancho- conocer esas<br />

yerbas; que, según yo me voy imaginando,<br />

algún día será menester usar de ese conocimiento.<br />

Y, sacando, en esto, lo que dijo que traía, comieron<br />

los dos en buena paz y compaña. Pero,<br />

deseosos de buscar donde alojar aquella noche,<br />

acabaron con mucha brevedad su pobre y seca<br />

comida. Subieron luego a caballo, y diéronse<br />

priesa por llegar a poblado antes que anocheciese;<br />

pero faltóles el sol, y la esperanza de alcanzar<br />

lo que deseaban, junto a unas chozas de


unos cabreros, y así, determinaron de pasarla<br />

allí; que cuanto fue de pesadumbre para Sancho<br />

no llegar a poblado, fue de contento para<br />

su amo dormirla al cielo descubierto, por parecerle<br />

que cada vez que esto le sucedía era hacer<br />

un acto posesivo que facilitaba la prueba de su<br />

caballería.


Capítulo XI<br />

De lo que le sucedió a don <strong>Quijote</strong> con unos<br />

cabreros<br />

Fue recogido de los cabreros con buen ánimo;<br />

y, habiendo Sancho, lo mejor que pudo, acomodado<br />

a Rocinante y a su jumento, se fue tras<br />

el olor que despedían de sí ciertos tasajos de<br />

cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban;<br />

y, aunque él quisiera en aquel mesmo<br />

punto ver si estaban en sazón de trasladarlos<br />

del caldero al estómago, lo dejó de hacer, porque<br />

los cabreros los quitaron del fuego, y, tendiendo<br />

por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron<br />

con mucha priesa su rústica mesa y<br />

convidaron a los dos, con muestras de muy<br />

buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a<br />

la redonda de las pieles seis dellos, que eran los<br />

que en la majada había, habiendo primero con<br />

groseras ceremonias rogado a don <strong>Quijote</strong> que<br />

se sentase sobre un dornajo que vuelto del


evés le pusieron. Sentóse don <strong>Quijote</strong>, y<br />

quedábase Sancho en pie para servirle la copa,<br />

que era hecha de cuerno. Viéndole en pie su<br />

amo, le dijo:<br />

-Porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra<br />

la andante caballería, y cuán a pique están los<br />

que en cualquiera ministerio della se ejercitan<br />

de venir brevemente a ser honrados y estimados<br />

del mundo, quiero que aquí a mi lado y en<br />

compañía desta buena gente te sientes, y que<br />

seas una mesma cosa conmigo, que soy tu amo<br />

y natural señor; que comas en mi plato y bebas<br />

por donde yo bebiere; porque de la caballería<br />

andante se puede decir lo mesmo que del amor<br />

se dice: que todas las cosas iguala.<br />

-¡Gran merced! -dijo Sancho-; pero sé decir a<br />

vuestra merced que, como yo tuviese bien de<br />

comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y<br />

a mis solas como sentado a par de un emperador.<br />

Y aun, si va a decir verdad, mucho mejor<br />

me sabe lo que como en mi rincón, sin melin-


dres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que<br />

los gallipavos de otras mesas donde me sea<br />

forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme<br />

a menudo, no estornudar ni toser si me viene<br />

gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la<br />

libertad traen consigo. Ansí que, señor mío,<br />

estas honras que vuestra merced quiere darme<br />

por ser ministro y adherente de la caballería<br />

andante, como lo soy siendo escudero de vuestra<br />

merced, conviértalas en otras cosas que me<br />

sean de más cómodo y provecho; que éstas,<br />

aunque las doy por bien recebidas, las renuncio<br />

para desde aquí al fin del mundo.<br />

-Con todo eso, te has de sentar; porque a quien<br />

se humilla, Dios le ensalza.<br />

Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que junto<br />

dél se sentase.<br />

No entendían los cabreros aquella jerigonza de<br />

escuderos y de caballeros andantes, y no hacían<br />

otra cosa que comer y callar, y mirar a sus


huéspedes, que, con mucho donaire y gana,<br />

embaulaban tasajo como el puño.<br />

Acabado el servicio de carne, tendieron sobre<br />

las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas,<br />

y juntamente pusieron un medio queso,<br />

más duro que si fuera hecho de argamasa. No<br />

estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque andaba<br />

a la redonda tan a menudo (ya lleno, ya vacío,<br />

como arcaduz de noria) que con facilidad vació<br />

un zaque de dos que estaban de manifiesto.<br />

Después que don <strong>Quijote</strong> hubo bien satisfecho<br />

su estómago, tomó un puño de bellotas en la<br />

mano, y, mirándolas atentamente, soltó la voz a<br />

semejantes razones:<br />

-Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a<br />

quien los antiguos pusieron nombre de dorados,<br />

y no porque en ellos el oro, que en esta<br />

nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase<br />

en aquella venturosa sin fatiga alguna,<br />

sino porque entonces los que en ella vivían ig-


noraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran<br />

en aquella santa edad todas las cosas comunes;<br />

a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario<br />

sustento, tomar otro trabajo que alzar la<br />

mano y alcanzarle de las robustas encinas, que<br />

liberalmente les estaban convidando con su<br />

dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y<br />

corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas<br />

y transparentes aguas les ofrecían. En las<br />

quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles<br />

formaban su república las solícitas y discretas<br />

abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin<br />

interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo<br />

trabajo. Los valientes alcornoques despedían de<br />

sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus<br />

anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron<br />

a cubrir las casas, sobre rústicas estacas<br />

sustentadas, no más que para defensa de las<br />

inclemencias del cielo. Todo era paz entonces,<br />

todo amistad, todo concordia; aún no se había<br />

atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir<br />

ni visitar las entrañas piadosas de nuestra pri-


mera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía,<br />

por todas las partes de su fértil y espacioso seno,<br />

lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a<br />

los hijos que entonces la poseían. Entonces sí<br />

que andaban las simples y hermosas zagalejas<br />

de valle en valle y de otero en otero, en trenza y<br />

en cabello, sin más vestidos de aquellos que<br />

eran menester para cubrir honestamente lo que<br />

la honestidad quiere y ha querido siempre que<br />

se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora<br />

se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por<br />

tantos modos martirizada seda encarecen, sino<br />

de algunas hojas verdes de lampazos y yedra<br />

entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas<br />

y compuestas como van agora nuestras cortesanas<br />

con las raras y peregrinas invenciones<br />

que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces<br />

se decoraban los concetos amorosos del<br />

alma simple y sencillamente, del mesmo modo<br />

y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso<br />

rodeo de palabras para encarecerlos. No<br />

había la fraude, el engaño ni la malicia mezclá-


dose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba<br />

en sus proprios términos, sin que la osasen<br />

turbar ni ofender los del favor y los del interese,<br />

que tanto ahora la menoscaban, turban y<br />

persiguen. La ley del encaje aún no se había<br />

sentado en el entendimiento del juez, porque<br />

entonces no había qué juzgar, ni quién fuese<br />

juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban,<br />

como tengo dicho, por dondequiera, sola y<br />

señora, sin temor que la ajena desenvoltura y<br />

lascivo intento le menoscabasen, y su perdición<br />

nacía de su gusto y propria voluntad. Y agora,<br />

en estos nuestros detestables siglos, no está<br />

segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro<br />

nuevo laberinto como el de Creta; porque allí,<br />

por los resquicios o por el aire, con el celo de la<br />

maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia<br />

y les hace dar con todo su recogimiento<br />

al traste. Para cuya seguridad, andando más los<br />

tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó<br />

la orden de los caballeros andantes, para defender<br />

las doncellas, amparar las viudas y soco-


er a los huérfanos y a los menesterosos. Desta<br />

orden soy yo, hermanos cabreros, a quien<br />

agradezco el gasaje y buen acogimiento que<br />

hacéis a mí y a mi escudero; que, aunque por<br />

ley natural están todos los que viven obligados<br />

a favorecer a los caballeros andantes, todavía,<br />

por saber que sin saber vosotros esta obligación<br />

me acogistes y regalastes, es razón que, con la<br />

voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.<br />

Toda esta larga arenga -que se pudiera muy<br />

bien escusar- dijo nuestro caballero porque las<br />

bellotas que le dieron le trujeron a la memoria<br />

la edad dorada y antojósele hacer aquel inútil<br />

razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle<br />

palabra, embobados y suspensos, le estuvieron<br />

escuchando. Sancho, asimesmo, callaba y<br />

comía bellotas, y visitaba muy a menudo el<br />

segundo zaque, que, porque se enfriase el vino,<br />

le tenían colgado de un alcornoque.


Más tardó en hablar don <strong>Quijote</strong> que en acabarse<br />

la cena; al fin de la cual, uno de los cabreros<br />

dijo:<br />

-Para que con más veras pueda vuestra merced<br />

decir, señor caballero andante, que le agasajamos<br />

con prompta y buena voluntad, queremos<br />

darle solaz y contento con hacer que cante un<br />

compañero nuestro que no tardará mucho en<br />

estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y<br />

muy enamorado, y que, sobre todo, sabe leer y<br />

escrebir y es músico de un rabel, que no hay<br />

más que desear.<br />

Apenas había el cabrero acabado de decir esto,<br />

cuando llegó a sus oídos el son del rabel, y de<br />

allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo<br />

de hasta veinte y dos años, de muy buena<br />

gracia. Preguntáronle sus compañeros si había<br />

cenado, y, respondiendo que sí, el que había<br />

hecho los ofrecimientos le dijo:


-De esa manera, Antonio, bien podrás hacernos<br />

placer de cantar un poco, porque vea este señor<br />

huésped que tenemos quien; también por los<br />

montes y selvas hay quien sepa de música.<br />

Hémosle dicho tus buenas habilidades, y deseamos<br />

que las muestres y nos saques verdaderos;<br />

y así, te ruego por tu vida que te sientes y<br />

cantes el romance de tus amores que te compuso<br />

el beneficiado tu tío, que en el pueblo ha<br />

parecido muy bien.<br />

-Que me place -respondió el mozo.<br />

Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco<br />

de una desmochada encina, y, templando su<br />

rabel, de allí a poco, con muy buena gracia,<br />

comenzó a cantar, diciendo desta manera:<br />

Antonio<br />

-Yo sé, Olalla, que me adoras,<br />

puesto que no me lo has dicho<br />

ni aun con los ojos siquiera,<br />

mudas lenguas de amoríos.


Porque sé que eres sabida,<br />

en que me quieres me afirmo;<br />

que nunca fue desdichado<br />

amor que fue conocido.<br />

Bien es verdad que tal vez,<br />

Olalla, me has dado indicio<br />

que tienes de bronce el alma<br />

y el blanco pecho de risco.<br />

Mas allá entre tus reproches<br />

y honestísimos desvíos,<br />

tal vez la esperanza muestra<br />

la orilla de su vestido.<br />

Abalánzase al señuelo<br />

mi fe, que nunca ha podido,<br />

ni menguar por no llamado,<br />

ni crecer por escogido.<br />

Si el amor es cortesía,<br />

de la que tienes colijo<br />

que el fin de mis esperanzas<br />

ha de ser cual imagino.<br />

Y si son servicios parte<br />

de hacer un pecho benigno,


algunos de los que he hecho<br />

fortalecen mi partido.<br />

Porque si has mirado en ello,<br />

más de una vez habrás visto<br />

que me he vestido en los lunes<br />

lo que me honraba el domingo.<br />

Como el amor y la gala<br />

andan un mesmo camino,<br />

en todo tiempo a tus ojos<br />

quise mostrarme polido.<br />

Dejo el bailar por tu causa,<br />

ni las músicas te pinto<br />

que has escuchado a deshoras<br />

y al canto del gallo primo.<br />

No cuento las alabanzas<br />

que de tu belleza he dicho;<br />

que, aunque verdaderas, hacen<br />

ser yo de algunas malquisto.<br />

Teresa del Berrocal,<br />

yo alabándote, me dijo:<br />

"Tal piensa que adora a un ángel,<br />

y viene a adorar a un jimio;


merced a los muchos dijes<br />

y a los cabellos postizos,<br />

y a hipócritas hermosuras,<br />

que engañan al Amor mismo".<br />

Desmentíla y enojóse;<br />

volvió por ella su primo:<br />

desafióme, y ya sabes<br />

lo que yo hice y él hizo.<br />

No te quiero yo a montón,<br />

ni te pretendo y te sirvo<br />

por lo de barraganía;<br />

que más bueno es mi designio.<br />

Coyundas tiene la Iglesia<br />

que son lazadas de sirgo;<br />

pon tú el cuello en la gamella;<br />

verás como pongo el mío.<br />

<strong>Don</strong>de no, desde aquí juro,<br />

por el santo más bendito,<br />

de no salir destas sierras<br />

sino para capuchino.<br />

Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque<br />

don <strong>Quijote</strong> le rogó que algo más cantase, no lo


consintió Sancho Panza, porque estaba más<br />

para dormir que para oír canciones. Y ansí, dijo<br />

a su amo:<br />

-Bien puede vuestra merced acomodarse desde<br />

luego adonde ha de posar esta noche, que el<br />

trabajo que estos buenos hombres tienen todo<br />

el día no permite que pasen las noches cantando.<br />

-Ya te entiendo, Sancho -le respondió don <strong>Quijote</strong>-;<br />

que bien se me trasluce que las visitas del<br />

zaque piden más recompensa de sueño que de<br />

música.<br />

-A todos nos sabe bien, bendito sea Dios -<br />

respondió Sancho.<br />

-No lo niego -replicó don <strong>Quijote</strong>-, pero<br />

acomódate tú donde quisieres, que los de mi<br />

profesión mejor parecen velando que durmiendo.<br />

Pero, con todo esto, sería bien, Sancho, que


me vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo<br />

más de lo que es menester.<br />

Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo<br />

uno de los cabreros la herida, le dijo que no<br />

tuviese pena, que él pondría remedio con que<br />

fácilmente se sanase. Y, tomando algunas hojas<br />

de romero, de mucho que por allí había, las<br />

mascó y las mezcló con un poco de sal, y,<br />

aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy bien,<br />

asegurándole que no había menester otra medicina;<br />

y así fue la verdad.


Capítulo XII<br />

De lo que contó un cabrero a los que estaban<br />

con don <strong>Quijote</strong><br />

Estando en esto, llegó otro mozo de los que les<br />

traían del aldea el bastimento, y dijo:<br />

-¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?<br />

-¿Cómo lo podemos saber? -respondió uno dellos.<br />

-Pues sabed -prosiguió el mozo- que murió esta<br />

mañana aquel famoso pastor estudiante llamado<br />

Grisóstomo, y se murmura que ha muerto<br />

de amores de aquella endiablada moza de Marcela,<br />

la hija de Guillermo el rico, aquélla que se<br />

anda en hábito de pastora por esos andurriales.<br />

-Por Marcela dirás -dijo uno.<br />

-Por ésa digo -respondió el cabrero-. Y es lo<br />

bueno, que mandó en su testamento que le en-


terrasen en el campo, como si fuera moro, y que<br />

sea al pie de la peña donde está la fuente del<br />

alcornoque; porque, según es fama, y él dicen<br />

que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la<br />

vez primera. Y también mandó otras cosas,<br />

tales, que los abades del pueblo dicen que no se<br />

han de cumplir, ni es bien que se cumplan,<br />

porque parecen de gentiles. A todo lo cual responde<br />

aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante,<br />

que también se vistió de pastor con él,<br />

que se ha de cumplir todo, sin faltar nada, como<br />

lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto<br />

anda el pueblo alborotado; mas, a lo que se<br />

dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos los<br />

pastores sus amigos quieren; y mañana le vienen<br />

a enterrar con gran pompa adonde tengo<br />

dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy<br />

de ver; a lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si<br />

supiese no volver mañana al lugar.


-Todos haremos lo mesmo -respondieron los<br />

cabreros-; y echaremos suertes a quién ha de<br />

quedar a guardar las cabras de todos.<br />

-Bien dices, Pedro -dijo uno-; aunque no será<br />

menester usar de esa diligencia, que yo me<br />

quedaré por todos. Y no lo atribuyas a virtud y<br />

a poca curiosidad mía, sino a que no me deja<br />

andar el garrancho que el otro día me pasó este<br />

pie.<br />

-Con todo eso, te lo agradecemos -respondió<br />

Pedro.<br />

Y don <strong>Quijote</strong> rogó a Pedro le dijese qué muerto<br />

era aquél y qué pastora aquélla; a lo cual<br />

Pedro respondió que lo que sabía era que el<br />

muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar<br />

que estaba en aquellas sierras, el cual había<br />

sido estudiante muchos años en Salamanca, al<br />

cabo de los cuales había vuelto a su lugar, con<br />

opinión de muy sabio y muy leído.


-«Principalmente, decían que sabía la ciencia de<br />

las estrellas, y de lo que pasan, allá en el cielo,<br />

el sol y la luna; porque puntualmente nos decía<br />

el cris del sol y de la luna.»<br />

-Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse<br />

esos dos luminares mayores -dijo don<br />

<strong>Quijote</strong>.<br />

Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió<br />

su cuento diciendo:<br />

-«Asimesmo adevinaba cuándo había de ser el<br />

año abundante o estil.»<br />

-Estéril queréis decir, amigo -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Estéril o estil -respondió Pedro-, todo se sale<br />

allá. «Y digo que con esto que decía se hicieron<br />

su padre y sus amigos, que le daban crédito,<br />

muy ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba,<br />

diciéndoles: Sembrad este año cebada, no trigo;<br />

en éste podéis sembrar garbanzos y no cebada; el que


viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no<br />

se cogerá gota.»<br />

-Esa ciencia se llama astrología -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

-No sé yo cómo se llama -replicó Pedro-, mas sé<br />

que todo esto sabía, y aún más. «Finalmente, no<br />

pasaron muchos meses, después que vino de<br />

Salamanca, cuando un día remaneció vestido<br />

de pastor, con su cayado y pellico, habiéndose<br />

quitado los hábitos largos que como escolar<br />

traía; y juntamente se vistió con él de pastor<br />

otro su grande amigo, llamado Ambrosio, que<br />

había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme<br />

de decir como Grisóstomo, el difunto,<br />

fue grande hombre de componer coplas;<br />

tanto, que él hacía los villancicos para la noche<br />

del Nacimiento del Señor, y los autos para el<br />

día de Dios, que los representaban los mozos<br />

de nuestro pueblo, y todos decían que eran por<br />

el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso<br />

vestidos de pastores a los dos escolares,


quedaron admirados, y no podían adivinar la<br />

causa que les había movido a hacer aquella tan<br />

estraña mudanza. Ya en este tiempo era muerto<br />

el padre de nuestro Grisóstomo, y él quedó<br />

heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí<br />

en muebles como en raíces, y en no pequeña<br />

cantidad de ganado, mayor y menor, y en gran<br />

cantidad de dineros; de todo lo cual quedó el<br />

mozo señor desoluto, y en verdad que todo lo<br />

merecía, que era muy buen compañero y caritativo<br />

y amigo de los buenos, y tenía una cara<br />

como una bendición.<br />

Después se vino a entender que el haberse mudado<br />

de traje no había sido por otra cosa que<br />

por andarse por estos despoblados en pos de<br />

aquella pastora Marcela que nuestro zagal<br />

nombró denantes, de la cual se había enamorado<br />

el pobre difunto de Grisóstomo.» Y quiéroos<br />

decir agora, porque es bien que lo sepáis, quién<br />

es esta rapaza; quizá, y aun sin quizá, no habréis<br />

oído semejante cosa en todos los días de


vuestra vida, aunque viváis más años que sarna.<br />

-Decid Sarra -replicó don <strong>Quijote</strong>, no pudiendo<br />

sufrir el trocar de los vocablos del cabrero.<br />

-Harto vive la sarna -respondió Pedro-; y si es,<br />

señor, que me habéis de andar zaheriendo a<br />

cada paso los vocablos, no acabaremos en un<br />

año.<br />

-Perdonad, amigo -dijo don <strong>Quijote</strong>-; que por<br />

haber tanta diferencia de sarna a Sarra os lo<br />

dije; pero vos respondistes muy bien, porque<br />

vive más sarna que Sarra; y proseguid vuestra<br />

historia, que no os replicaré más en nada.<br />

-«Digo, pues, señor mío de mi alma -dijo el cabrero-,<br />

que en nuestra aldea hubo un labrador<br />

aún más rico que el padre de Grisóstomo, el<br />

cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios,<br />

amén de las muchas y grandes riquezas, una<br />

hija, de cuyo parto murió su madre, que fue la


más honrada mujer que hubo en todos estos<br />

contornos. No parece sino que ahora la veo, con<br />

aquella cara que del un cabo tenía el sol y del<br />

otro la luna; y, sobre todo, hacendosa y amiga<br />

de los pobres, por lo que creo que debe de estar<br />

su ánima a la hora de ahora gozando de Dios<br />

en el otro mundo. De pesar de la muerte de tan<br />

buena mujer murió su marido Guillermo, dejando<br />

a su hija Marcela, muchacha y rica, en<br />

poder de un tío suyo sacerdote y beneficiado en<br />

nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza,<br />

que nos hacía acordar de la de su madre, que la<br />

tuvo muy grande; y, con todo esto, se juzgaba<br />

que le había de pasar la de la hija. Y así fue,<br />

que, cuando llegó a edad de catorce a quince<br />

años, nadie la miraba que no bendecía a Dios,<br />

que tan hermosa la había criado, y los más<br />

quedaban enamorados y perdidos por ella.<br />

Guardábala su tío con mucho recato y con mucho<br />

encerramiento; pero, con todo esto, la fama<br />

de su mucha hermosura se estendió de manera


que, así por ella como por sus muchas riquezas,<br />

no solamente de los de nuestro pueblo, sino de<br />

los de muchas leguas a la redonda, y de los<br />

mejores dellos, era rogado, solicitado e importunado<br />

su tío se la diese por mujer. Mas él, que<br />

a las derechas es buen cristiano, aunque quisiera<br />

casarla luego, así como la vía de edad, no<br />

quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener<br />

ojo a la ganancia y granjería que le ofrecía el<br />

tener la hacienda de la moza, dilatando su casamiento.<br />

Y a fe que se dijo esto en más de un<br />

corrillo en el pueblo, en alabanza del buen sacerdote.»<br />

Que quiero que sepa, señor andante,<br />

que en estos lugares cortos de todo se trata y de<br />

todo se murmura; y tened para vos, como yo<br />

tengo para mí, que debía de ser demasiadamente<br />

bueno el clérigo que obliga a sus feligreses<br />

a que digan bien dél, especialmente en las<br />

aldeas.<br />

-Así es la verdad -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y proseguid<br />

adelante, que el cuento es muy bueno, y


vos, buen Pedro, le contáis con muy buena gracia.<br />

-La del Señor no me falte, que es la que hace al<br />

caso. «Y en lo demás sabréis que, aunque el tío<br />

proponía a la sobrina y le decía las calidades de<br />

cada uno en particular, de los muchos que por<br />

mujer la pedían, rogándole que se casase y escogiese<br />

a su gusto, jamás ella respondió otra<br />

cosa sino que por entonces no quería casarse, y<br />

que, por ser tan muchacha, no se sentía hábil<br />

para poder llevar la carga del matrimonio. Con<br />

estas que daba, al parecer justas escusas, dejaba<br />

el tío de importunarla, y esperaba a que entrase<br />

algo más en edad y ella supiese escoger compañía<br />

a su gusto. Porque decía él, y decía muy<br />

bien, que no habían de dar los padres a sus<br />

hijos estado contra su voluntad. Pero hételo<br />

aquí, cuando no me cato, que remanece un día<br />

la melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin ser<br />

parte su tío ni todos los del pueblo, que se lo<br />

desaconsejaban, dio en irse al campo con las


demás zagalas del lugar, y dio en guardar su<br />

mesmo ganado. Y, así como ella salió en público<br />

y su hermosura se vio al descubierto, no os<br />

sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos,<br />

hidalgos y labradores han tomado el traje<br />

de Grisóstomo y la andan requebrando por<br />

esos campos. Uno de los cuales, como ya está<br />

dicho, fue nuestro difunto, del cual decían que<br />

la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense<br />

que porque Marcela se puso en aquella libertad<br />

y vida tan suelta y de tan poco o de ningún<br />

recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni<br />

por semejas, que venga en menoscabo de su<br />

honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia<br />

con que mira por su honra, que de cuantos<br />

la sirven y solicitan ninguno se ha alabado,<br />

ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado<br />

alguna pequeña esperanza de alcanzar su<br />

deseo. Que, puesto que no huye ni se esquiva<br />

de la compañía y conversación de los pastores,<br />

y los trata cortés y amigablemente, en llegando<br />

a descubrirle su intención cualquiera dellos,


aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio,<br />

los arroja de sí como con un trabuco.<br />

Y con esta manera de condición hace más daño<br />

en esta tierra que si por ella entrara la pestilencia;<br />

porque su afabilidad y hermosura atrae los<br />

corazones de los que la tratan a servirla y a<br />

amarla, pero su desdén y desengaño los conduce<br />

a términos de desesperarse; y así, no saben<br />

qué decirle, sino llamarla a voces cruel y desagradecida,<br />

con otros títulos a éste semejantes,<br />

que bien la calidad de su condición manifiestan.<br />

Y si aquí estuviésedes, señor, algún día,<br />

veríades resonar estas sierras y estos valles con<br />

los lamentos de los desengañados que la siguen.<br />

No está muy lejos de aquí un sitio donde<br />

hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay<br />

ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado<br />

y escrito el nombre de Marcela; y encima de<br />

alguna, una corona grabada en el mesmo árbol,<br />

como si más claramente dijera su amante que<br />

Marcela la lleva y la merece de toda la hermosura<br />

humana. Aquí sospira un pastor, allí se


queja otro; acullá se oyen amorosas canciones,<br />

acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa<br />

todas las horas de la noche sentado al pie de<br />

alguna encina o peñasco, y allí, sin plegar los<br />

llorosos ojos, embebecido y transportado en sus<br />

pensamientos, le halló el sol a la mañana; y cuál<br />

hay que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros,<br />

en mitad del ardor de la más enfadosa siesta<br />

del verano, tendido sobre la ardiente arena,<br />

envía sus quejas al piadoso cielo.<br />

Y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos,<br />

libre y desenfadadamente triunfa la hermosa<br />

Marcela; y todos los que la conocemos estamos<br />

esperando en qué ha de parar su altivez y quién<br />

ha de ser el dichoso que ha de venir a domeñar<br />

condición tan terrible y gozar de hermosura tan<br />

estremada.» Por ser todo lo que he contado tan<br />

averiguada verdad, me doy a entender que<br />

también lo es la que nuestro zagal dijo que se<br />

decía de la causa de la muerte de Grisóstomo. Y<br />

así, os aconsejo, señor, que no dejéis de hallaros


mañana a su entierro, que será muy de ver,<br />

porque Grisóstomo tiene muchos amigos, y no<br />

está de este lugar a aquél donde manda enterrarse<br />

media legua.<br />

-En cuidado me lo tengo -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y<br />

agradézcoos el gusto que me habéis dado con<br />

la narración de tan sabroso cuento.<br />

-¡Oh! -replicó el cabrero-, aún no sé yo la mitad<br />

de los casos sucedidos a los amantes de Marcela,<br />

mas podría ser que mañana topásemos en el<br />

camino algún pastor que nos los dijese. Y, por<br />

ahora, bien será que os vais a dormir debajo de<br />

techado, porque el sereno os podría dañar la<br />

herida, puesto que es tal la medicina que se os<br />

ha puesto, que no hay que temer de contrario<br />

acidente.<br />

Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto<br />

hablar del cabrero, solicitó, por su parte, que su<br />

amo se entrase a dormir en la choza de Pedro.<br />

Hízolo así, y todo lo más de la noche se le pasó


en memorias de su señora Dulcinea, a imitación<br />

de los amantes de Marcela. Sancho Panza se<br />

acomodó entre Rocinante y su jumento, y durmió,<br />

no como enamorado desfavorecido, sino<br />

como hombre molido a coces.


Capítulo XIII<br />

<strong>Don</strong>de se da fin al cuento de la pastora Marcela,<br />

con otros sucesos<br />

Mas, apenas comenzó a descubrirse el día por<br />

los balcones del oriente, cuando los cinco de los<br />

seis cabreros se levantaron y fueron a despertar<br />

a don <strong>Quijote</strong>, y a decille si estaba todavía con<br />

propósito de ir a ver el famoso entierro de<br />

Grisóstomo, y que ellos le harían compañía.<br />

<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong>, que otra cosa no deseaba, se levantó<br />

y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase<br />

al momento, lo cual él hizo con mucha<br />

diligencia, y con la mesma se pusieron luego<br />

todos en camino. Y no hubieron andado un<br />

cuarto de legua, cuando, al cruzar de una senda,<br />

vieron venir hacia ellos hasta seis pastores,<br />

vestidos con pellicos negros y coronadas las<br />

cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga<br />

adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de<br />

acebo en la mano. Venían con ellos, asimesmo,


dos gentiles hombres de a caballo, muy bien<br />

aderezados de camino, con otros tres mozos de<br />

a pie que los acompañaban. En llegándose a<br />

juntar, se saludaron cortésmente, y, preguntándose<br />

los unos a los otros dónde iban, supieron<br />

que todos se encaminaban al lugar del entierro;<br />

y así, comenzaron a caminar todos juntos.<br />

Uno de los de a caballo, hablando con su compañero,<br />

le dijo:<br />

-Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar<br />

por bien empleada la tardanza que hiciéremos<br />

en ver este famoso entierro, que no podrá dejar<br />

de ser famoso, según estos pastores nos han<br />

contado estrañezas, ansí del muerto pastor como<br />

de la pastora homicida.<br />

-Así me lo parece a mí -respondió Vivaldo-; y<br />

no digo yo hacer tardanza de un día, pero de<br />

cuatro la hiciera a trueco de verle.


Preguntóles don <strong>Quijote</strong> qué era lo que habían<br />

oído de Marcela y de Grisóstomo. El caminante<br />

dijo que aquella madrugada habían encontrado<br />

con aquellos pastores, y que, por haberles visto<br />

en aquel tan triste traje, les habían preguntado<br />

la ocasión por que iban de aquella manera; que<br />

uno dellos se lo contó, contando la estrañeza y<br />

hermosura de una pastora llamada Marcela, y<br />

los amores de muchos que la recuestaban, con<br />

la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo entierro<br />

iban. Finalmente, él contó todo lo que Pedro a<br />

don <strong>Quijote</strong> había contado.<br />

Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando<br />

el que se llamaba Vivaldo a don <strong>Quijote</strong> qué<br />

era la ocasión que le movía a andar armado de<br />

aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual<br />

respondió don <strong>Quijote</strong>:<br />

-La profesión de mi ejercicio no consiente ni<br />

permite que yo ande de otra manera. El buen<br />

paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para<br />

los blandos cortesanos; mas el trabajo, la in-


quietud y las armas sólo se inventaron e hicieron<br />

para aquellos que el mundo llama caballeros<br />

andantes, de los cuales yo, aunque indigno,<br />

soy el menor de todos.<br />

Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron<br />

por loco; y, por averiguarlo más y ver qué<br />

género de locura era el suyo, le tornó a preguntar<br />

Vivaldo que qué quería decir "caballeros<br />

andantes".<br />

-¿No han vuestras mercedes leído -respondió<br />

don <strong>Quijote</strong>- los anales e historias de Ingalaterra,<br />

donde se tratan las famosas fazañas del rey<br />

Arturo, que continuamente en nuestro romance<br />

castellano llamamos el rey Artús, de quien es<br />

tradición antigua y común en todo aquel reino<br />

de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino<br />

que, por arte de encantamento, se convirtió en<br />

cuervo, y que, andando los tiempos, ha de volver<br />

a reinar y a cobrar su reino y cetro; a cuya<br />

causa no se probará que desde aquel tiempo a<br />

éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno?


Pues en tiempo de este buen rey fue instituida<br />

aquella famosa orden de caballería de los caballeros<br />

de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar<br />

un punto, los amores que allí se cuentan de don<br />

Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo<br />

medianera dellos y sabidora aquella tan honrada<br />

dueña Quintañona, de donde nació aquel<br />

tan sabido romance, y tan decantado en nuestra<br />

España, de:<br />

Nunca fuera caballero<br />

de damas tan bien servido<br />

como fuera Lanzarote<br />

cuando de Bretaña vino;<br />

con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus<br />

amorosos y fuertes fechos.<br />

Pues desde entonces, de mano en mano, fue<br />

aquella orden de caballería estendiéndose y<br />

dilatándose por muchas y diversas partes del<br />

mundo; y en ella fueron famosos y conocidos<br />

por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con<br />

todos sus hijos y nietos, hasta la quinta genera-


ción, y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el<br />

nunca como se debe alabado Tirante el Blanco,<br />

y casi que en nuestros días vimos y comunicamos<br />

y oímos al invencible y valeroso caballero<br />

don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es<br />

ser caballero andante, y la que he dicho es la<br />

orden de su caballería; en la cual, como otra vez<br />

he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión,<br />

y lo mesmo que profesaron los caballeros<br />

referidos profeso yo. Y así, me voy por estas<br />

soledades y despoblados buscando las aventuras,<br />

con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y<br />

mi persona a la más peligrosa que la suerte me<br />

deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos.<br />

Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse<br />

los caminantes que era don <strong>Quijote</strong> falto de<br />

juicio, y del género de locura que lo señoreaba,<br />

de lo cual recibieron la mesma admiración que<br />

recibían todos aquellos que de nuevo venían en<br />

conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona


muy discreta y de alegre condición, por pasar<br />

sin pesadumbre el poco camino que decían que<br />

les faltaba, al llegar a la sierra del entierro, quiso<br />

darle ocasión a que pasase más adelante con<br />

sus disparates. Y así, le dijo:<br />

-Paréceme, señor caballero andante, que vuestra<br />

merced ha profesado una de las más estrechas<br />

profesiones que hay en la tierra, y tengo<br />

para mí que aun la de los frailes cartujos no es<br />

tan estrecha.<br />

-Tan estrecha bien podía ser -respondió nuestro<br />

don <strong>Quijote</strong>-, pero tan necesaria en el mundo<br />

no estoy en dos dedos de ponello en duda.<br />

Porque, si va a decir verdad, no hace menos el<br />

soldado que pone en ejecución lo que su capitán<br />

le manda que el mesmo capitán que se lo<br />

ordena. Quiero decir que los religiosos, con<br />

toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la<br />

tierra; pero los soldados y caballeros ponemos<br />

en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola<br />

con el valor de nuestros brazos y filos de nues-


tras espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo<br />

abierto, puestos por blanco de los insufribles<br />

rayos del sol en verano y de los erizados yelos<br />

del invierno. Así que, somos ministros de Dios<br />

en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella<br />

su justicia. Y, como las cosas de la guerra y las a<br />

ellas tocantes y concernientes no se pueden<br />

poner en ejecución sino sudando, afanando y<br />

trabajando, síguese que aquellos que la profesan<br />

tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos<br />

que en sosegada paz y reposo están rogando<br />

a Dios favorezca a los que poco pueden. No<br />

quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento,<br />

que es tan buen estado el de caballero andante<br />

como el del encerrado religioso; sólo quiero<br />

inferir, por lo que yo padezco, que, sin duda, es<br />

más trabajoso y más aporreado, y más hambriento<br />

y sediento, miserable, roto y piojoso;<br />

porque no hay duda sino que los caballeros<br />

andantes pasados pasaron mucha malaventura<br />

en el discurso de su vida. Y si algunos subieron<br />

a ser emperadores por el valor de su brazo, a fe


que les costó buen porqué de su sangre y de su<br />

sudor; y que si a los que a tal grado subieron<br />

les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran,<br />

que ellos quedaran bien defraudados de<br />

sus deseos y bien engañados de sus esperanzas.<br />

-De ese parecer estoy yo -replicó el caminante-;<br />

pero una cosa, entre otras muchas, me parece<br />

muy mal de los caballeros andantes, y es que,<br />

cuando se ven en ocasión de acometer una<br />

grande y peligrosa aventura, en que se vee manifiesto<br />

peligro de perder la vida, nunca en<br />

aquel instante de acometella se acuerdan de<br />

encomendarse a Dios, como cada cristiano está<br />

obligado a hacer en peligros semejantes; antes,<br />

se encomiendan a sus damas, con tanta gana y<br />

devoción como si ellas fueran su Dios: cosa que<br />

me parece que huele algo a gentilidad.<br />

-Señor -respondió don <strong>Quijote</strong>-, eso no puede<br />

ser menos en ninguna manera, y caería en mal<br />

caso el caballero andante que otra cosa hiciese;<br />

que ya está en uso y costumbre en la caballería


andantesca que el caballero andante que, al<br />

acometer algún gran fecho de armas, tuviese su<br />

señora delante,vuelva a ella los ojos blanda y<br />

amorosamente, como que le pide con ellos le<br />

favorezca y ampare en el dudoso trance que<br />

acomete; y aun si nadie le oye, está obligado a<br />

decir algunas palabras entre dientes, en que de<br />

todo corazón se le encomiende; y desto tenemos<br />

innumerables ejemplos en las historias. Y<br />

no se ha de entender por esto que han de dejar<br />

de encomendarse a Dios; que tiempo y lugar les<br />

queda para hacerlo en el discurso de la obra.<br />

-Con todo eso -replicó el caminante-, me queda<br />

un escrúpulo, y es que muchas veces he leído<br />

que se traban palabras entre dos andantes caballeros,<br />

y, de una en otra, se les viene a encender<br />

la cólera, y a volver los caballos y tomar una<br />

buena pieza del campo, y luego, sin más ni<br />

más, a todo el correr dellos, se vuelven a encontrar;<br />

y, en mitad de la corrida, se encomiendan<br />

a sus damas; y lo que suele suceder del encuen-


tro es que el uno cae por las ancas del caballo,<br />

pasado con la lanza del contrario de parte a<br />

parte, y al otro le viene también que, a no tenerse<br />

a las crines del suyo, no pudiera dejar de<br />

venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo<br />

lugar para encomendarse a Dios en el discurso<br />

de esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las<br />

palabras que en la carrera gastó encomendándose<br />

a su dama las gastara en lo que debía y<br />

estaba obligado como cristiano. Cuanto más,<br />

que yo tengo para mí que no todos los caballeros<br />

andantes tienen damas a quien encomendarse,<br />

porque no todos son enamorados.<br />

-Eso no puede ser -respondió don <strong>Quijote</strong>-:<br />

digo que no puede ser que haya caballero andante<br />

sin dama, porque tan proprio y tan natural<br />

les es a los tales ser enamorados como al<br />

cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se<br />

haya visto historia donde se halle caballero<br />

andante sin amores; y por el mesmo caso que<br />

estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo


caballero, sino por bastardo, y que entró en la<br />

fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta,<br />

sino por las bardas, como salteador y ladrón.<br />

-Con todo eso -dijo el caminante-, me parece, si<br />

mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor,<br />

hermano del valeroso Amadís de Gaula,<br />

nunca tuvo dama señalada a quien pudiese<br />

encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido<br />

en menos, y fue un muy valiente y famoso caballero.<br />

A lo cual respondió nuestro don <strong>Quijote</strong>:<br />

-Señor, una golondrina sola no hace verano.<br />

Cuanto más, que yo sé que de secreto estaba<br />

ese caballero muy bien enamorado; fuera que,<br />

aquello de querer a todas bien cuantas bien le<br />

parecían era condición natural, a quien no podía<br />

ir a la mano. Pero, en resolución, averiguado<br />

está muy bien que él tenía una sola a quien él<br />

había hecho señora de su voluntad, a la cual se


encomendaba muy a menudo y muy secretamente,<br />

porque se preció de secreto caballero.<br />

-Luego, si es de esencia que todo caballero andante<br />

haya de ser enamorado -dijo el caminante-,<br />

bien se puede creer que vuestra merced lo<br />

es, pues es de la profesión. Y si es que vuestra<br />

merced no se precia de ser tan secreto como<br />

don Galaor, con las veras que puedo le suplico,<br />

en nombre de toda esta compañía y en el mío,<br />

nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura<br />

de su dama; que ella se tendría por dichosa<br />

de que todo el mundo sepa que es querida y<br />

servida de un tal caballero como vuestra merced<br />

parece.<br />

Aquí dio un gran suspiro don <strong>Quijote</strong>, y dijo:<br />

-Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga<br />

gusta, o no, de que el mundo sepa que yo la<br />

sirvo; sólo sé decir, respondiendo a lo que con<br />

tanto comedimiento se me pide, que su nombre<br />

es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la


Mancha; su calidad, por lo menos, ha de ser de<br />

princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura,<br />

sobrehumana, pues en ella se vienen a<br />

hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos<br />

atributos de belleza que los poetas dan a<br />

sus damas: que sus cabellos son oro, su frente<br />

campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus<br />

ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales,<br />

perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol<br />

su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve,<br />

y las partes que a la vista humana encubrió la<br />

honestidad son tales, según yo pienso y entiendo,<br />

que sólo la discreta consideración puede<br />

encarecerlas, y no compararlas.<br />

-El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber<br />

-replicó Vivaldo.<br />

A lo cual respondió don <strong>Quijote</strong>:<br />

-No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones<br />

romanos, ni de los modernos Colonas y<br />

Ursinos; ni de los Moncadas y Requesenes de


Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villanovas<br />

de Valencia; Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas,<br />

Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas<br />

de Aragón; Cerdas, Manriques, Mendozas y<br />

Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y<br />

Meneses de Portogal; pero es de los del Toboso<br />

de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que<br />

puede dar generoso principio a las más ilustres<br />

familias de los venideros siglos. Y no se me<br />

replique en esto, si no fuere con las condiciones<br />

que puso Cervino al pie del trofeo de las armas<br />

de Orlando, que decía:<br />

nadie las mueva que estar no pueda con Roldán<br />

a prueba.<br />

-Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo<br />

-respondió el caminante-, no le osaré yo poner<br />

con el del Toboso de la Mancha, puesto que,<br />

para decir verdad, semejante apellido hasta<br />

ahora no ha llegado a mis oídos.


-¡Como eso no habrá llegado! -replicó don <strong>Quijote</strong>.<br />

Con gran atención iban escuchando todos los<br />

demás la plática de los dos, y aun hasta los<br />

mesmos cabreros y pastores conocieron la demasiada<br />

falta de juicio de nuestro don <strong>Quijote</strong>.<br />

Sólo Sancho Panza pensaba que cuanto su amo<br />

decía era verdad, sabiendo él quién era y<br />

habiéndole conocido desde su nacimiento; y en<br />

lo que dudaba algo era en creer aquello de la<br />

linda Dulcinea del Toboso, porque nunca tal<br />

nombre ni tal princesa había llegado jamás a su<br />

noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso.<br />

En estas pláticas iban, cuando vieron que, por<br />

la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban<br />

hasta veinte pastores, todos con pellicos de<br />

negra lana vestidos y coronados con guirnaldas,<br />

que, a lo que después pareció, eran cuál de<br />

tejo y cuál de ciprés. Entre seis dellos traían<br />

unas andas, cubiertas de mucha diversidad de


flores y de ramos. Lo cual visto por uno de los<br />

cabreros, dijo:<br />

-Aquellos que allí vienen son los que traen el<br />

cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña<br />

es el lugar donde él mandó que le enterrasen.<br />

Por esto se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo<br />

que ya los que venían habían puesto las andas<br />

en el suelo; y cuatro dellos con agudos picos<br />

estaban cavando la sepultura a un lado de una<br />

dura peña.<br />

Recibiéronse los unos y los otros cortésmente; y<br />

luego don <strong>Quijote</strong> y los que con él venían se<br />

pusieron a mirar las andas, y en ellas vieron<br />

cubierto de flores un cuerpo muerto, vestido<br />

como pastor, de edad, al parecer, de treinta<br />

años; y, aunque muerto, mostraba que vivo<br />

había sido de rostro hermoso y de disposición<br />

gallarda. Alrededor dél tenía en las mesmas<br />

andas algunos libros y muchos papeles, abier-


tos y cerrados. Y así los que esto miraban, como<br />

los que abrían la sepultura, y todos los demás<br />

que allí había, guardaban un maravilloso silencio,<br />

hasta que uno de los que al muerto trujeron<br />

dijo a otro:<br />

-Mirá bien, Ambrosio, si es éste el lugar que<br />

Grisóstomo dijo, ya que queréis que tan puntualmente<br />

se cumpla lo que dejó mandado en<br />

su testamento.<br />

-Éste es -respondió Ambrosio-; que muchas<br />

veces en él me contó mi desdichado amigo la<br />

historia de su desventura. Allí me dijo él que<br />

vio la vez primera a aquella enemiga mortal del<br />

linaje humano, y allí fue también donde la primera<br />

vez le declaró su pensamiento, tan honesto<br />

como enamorado, y allí fue la última vez<br />

donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar,<br />

de suerte que puso fin a la tragedia de<br />

su miserable vida. Y aquí, en memoria de tantas<br />

desdichas, quiso él que le depositasen en las<br />

entrañas del eterno olvido.


Y, volviéndose a don <strong>Quijote</strong> y a los caminantes,<br />

prosiguió diciendo:<br />

-Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos<br />

estáis mirando, fue depositario de un alma en<br />

quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas.<br />

Ése es el cuerpo de Grisóstomo, que fue<br />

único en el ingenio, solo en la cortesía, estremo<br />

en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico<br />

sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza,<br />

y, finalmente, primero en todo lo que es ser<br />

bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser<br />

desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró,<br />

fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a<br />

un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la<br />

soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó<br />

por premio ser despojos de la muerte en la mitad<br />

de la carrera de su vida, a la cual dio fin<br />

una pastora a quien él procuraba eternizar para<br />

que viviera en la memoria de las gentes, cual lo<br />

pudieran mostrar bien esos papeles que estáis<br />

mirando, si él no me hubiera mandado que los


entregara al fuego en habiendo entregado su<br />

cuerpo a la tierra.<br />

-De mayor rigor y crueldad usaréis vos con<br />

ellos -dijo Vivaldo- que su mesmo dueño, pues<br />

no es justo ni acertado que se cumpla la voluntad<br />

de quien lo que ordena va fuera de todo<br />

razonable discurso. Y no le tuviera bueno Augusto<br />

César si consintiera que se pusiera en<br />

ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su<br />

testamento mandado. Ansí que, señor Ambrosio,<br />

ya que deis el cuerpo de vuestro amigo a la<br />

tierra, no queráis dar sus escritos al olvido; que<br />

si él ordenó como agraviado, no es bien que vos<br />

cumpláis como indiscreto. Antes haced, dando<br />

la vida a estos papeles, que la tenga siempre la<br />

crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo,<br />

en los tiempos que están por venir, a los<br />

vivientes, para que se aparten y huyan de caer<br />

en semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y los<br />

que aquí venimos, la historia deste vuestro<br />

enamorado y desesperado amigo, y sabemos la


amistad vuestra, y la ocasión de su muerte, y lo<br />

que dejó mandado al acabar de la vida; de la<br />

cual lamentable historia se puede sacar cuánto<br />

haya sido la crueldad de Marcela, el amor de<br />

Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el<br />

paradero que tienen los que a rienda suelta<br />

corren por la senda que el desvariado amor<br />

delante de los ojos les pone. Anoche supimos la<br />

muerte de Grisóstomo, y que en este lugar había<br />

de ser enterrado; y así, de curiosidad y de<br />

lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos<br />

de venir a ver con los ojos lo que tanto<br />

nos había lastimado en oíllo. Y, en pago desta<br />

lástima y del deseo que en nosotros nació de<br />

remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto<br />

Ambrosio! (a lo menos, yo te lo suplico de<br />

mi parte), que, dejando de abrasar estos papeles,<br />

me dejes llevar algunos dellos.<br />

Y, sin aguardar que el pastor respondiese,<br />

alargó la mano y tomó algunos de los que más<br />

cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:


-Por cortesía consentiré que os quedéis, señor,<br />

con los que ya habéis tomado; pero pensar que<br />

dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento<br />

vano.<br />

Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles<br />

decían, abrió luego el uno dellos y vio que tenía<br />

por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio<br />

y dijo:<br />

-Ése es el último papel que escribió el desdichado;<br />

y, porque veáis, señor, en el término que<br />

le tenían sus desventuras, leelde de modo que<br />

seáis oído; que bien os dará lugar a ello el que<br />

se tardare en abrir la sepultura.<br />

-Eso haré yo de muy buena gana -dijo Vivaldo.<br />

Y, como todos los circunstantes tenían el mesmo<br />

deseo, se le pusieron a la redonda; y él, leyendo<br />

en voz clara, vio que así decía:


Capítulo XIV<br />

<strong>Don</strong>de se ponen los versos desesperados del<br />

difunto pastor, con otros no esperados sucesos<br />

Canción de Grisóstomo<br />

Ya que quieres, cruel, que se publique,<br />

de lengua en lengua y de una en otra gente,<br />

del áspero rigor tuyo la fuerza,<br />

haré que el mesmo infierno comunique<br />

al triste pecho mío un son doliente,<br />

con que el uso común de mi voz tuerza.<br />

Y al par de mi deseo, que se esfuerza<br />

a decir mi dolor y tus hazañas,<br />

de la espantable voz irá el acento,<br />

y en él mezcladas, por mayor tormento,<br />

pedazos de las míseras entrañas.<br />

Escucha, pues, y presta atento oído,<br />

no al concertado son, sino al rüido<br />

que de lo hondo de mi amargo pecho,<br />

llevado de un forzoso desvarío,<br />

por gusto mío sale y tu despecho.


El rugir del león, del lobo fiero<br />

el temeroso aullido, el silbo horrendo<br />

de escamosa serpiente, el espantable<br />

baladro de algún monstruo, el agorero<br />

graznar de la corneja, y el estruendo<br />

del viento contrastado en mar instable;<br />

del ya vencido toro el implacable<br />

bramido, y de la viuda tortolilla<br />

el sentible arrullar; el triste canto<br />

del envidiado búho, con el llanto<br />

de toda la infernal negra cuadrilla,<br />

salgan con la doliente ánima fuera,<br />

mezclados en un son, de tal manera<br />

que se confundan los sentidos todos,<br />

pues la pena cruel que en mí se halla<br />

para contalla pide nuevos modos.<br />

De tanta confusión no las arenas<br />

del padre Tajo oirán los tristes ecos,<br />

ni del famoso Betis las olivas:<br />

que allí se esparcirán mis duras penas


en altos riscos y en profundos huecos,<br />

con muerta lengua y con palabras vivas;<br />

o ya en escuros valles, o en esquivas<br />

playas, desnudas de contrato humano,<br />

o adonde el sol jamás mostró su lumbre,<br />

o entre la venenosa muchedumbre<br />

de fieras que alimenta el libio llano;<br />

que, puesto que en los páramos desiertos<br />

los ecos roncos de mi mal, inciertos,<br />

suenen con tu rigor tan sin segundo,<br />

por privilegio de mis cortos hados,<br />

serán llevados por el ancho mundo.<br />

Mata un desdén, atierra la paciencia,<br />

o verdadera o falsa, una sospecha;<br />

matan los celos con rigor más fuerte;<br />

desconcierta la vida larga ausencia;<br />

contra un temor de olvido no aprovecha<br />

firme esperanza de dichosa suerte.<br />

En todo hay cierta, inevitable muerte;<br />

mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo<br />

celoso, ausente, desdeñado y cierto


de las sospechas que me tienen muerto;<br />

y en el olvido en quien mi fuego avivo,<br />

y, entre tantos tormentos, nunca alcanza<br />

mi vista a ver en sombra a la esperanza,<br />

ni yo, desesperado, la procuro;<br />

antes, por estremarme en mi querella,<br />

estar sin ella eternamente juro.<br />

¿Puédese, por ventura, en un instante<br />

esperar y temer, o es bien hacello,<br />

siendo las causas del temor más ciertas?<br />

¿Tengo, si el duro celo está delante,<br />

de cerrar estos ojos, si he de vello<br />

por mil heridas en el alma abiertas?<br />

¿Quién no abrirá de par en par las puertas<br />

a la desconfianza, cuando mira<br />

descubierto el desdén, y las sospechas,<br />

¡oh amarga conversión!, verdades hechas,<br />

y la limpia verdad vuelta en mentira?<br />

¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos<br />

celos, ponedme un hierro en estas manos!<br />

Dame, desdén, una torcida soga.


Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,<br />

vuestra memoria el sufrimiento ahoga.<br />

Yo muero, en fin; y, porque nunca espere<br />

buen suceso en la muerte ni en la vida,<br />

pertinaz estaré en mi fantasía.<br />

Diré que va acertado el que bien quiere,<br />

y que es más libre el alma más rendida<br />

a la de amor antigua tiranía.<br />

Diré que la enemiga siempre mía<br />

hermosa el alma como el cuerpo tiene,<br />

y que su olvido de mi culpa nace,<br />

y que, en fe de los males que nos hace,<br />

amor su imperio en justa paz mantiene.<br />

Y, con esta opinión y un duro lazo,<br />

acelerando el miserable plazo<br />

a que me han conducido sus desdenes,<br />

ofreceré a los vientos cuerpo y alma,<br />

sin lauro o palma de futuros bienes.<br />

Tú, que con tantas sinrazones muestras<br />

la razón que me fuerza a que la haga


a la cansada vida que aborrezco,<br />

pues ya ves que te da notorias muestras<br />

esta del corazón profunda llaga,<br />

de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,<br />

si, por dicha, conoces que merezco<br />

que el cielo claro de tus bellos ojos<br />

en mi muerte se turbe, no lo hagas;<br />

que no quiero que en nada satisfagas,<br />

al darte de mi alma los despojos.<br />

Antes, con risa en la ocasión funesta,<br />

descubre que el fin mío fue tu fiesta;<br />

mas gran simpleza es avisarte desto,<br />

pues sé que está tu gloria conocida<br />

en que mi vida llegue al fin tan presto.<br />

Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo<br />

Tántalo con su sed; Sísifo venga<br />

con el peso terrible de su canto;<br />

Ticio traya su buitre, y ansimismo<br />

con su rueda Egïón no se detenga,<br />

ni las hermanas que trabajan tanto;<br />

y todos juntos su mortal quebranto


trasladen en mi pecho, y en voz baja<br />

-si ya a un desesperado son debidas-<br />

canten obsequias tristes, doloridas,<br />

al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.<br />

Y el portero infernal de los tres rostros,<br />

con otras mil quimeras y mil monstros,<br />

lleven el doloroso contrapunto;<br />

que otra pompa mejor no me parece<br />

que la merece un amador difunto.<br />

Canción desesperada, no te quejes<br />

cuando mi triste compañía dejes;<br />

antes, pues que la causa do naciste<br />

con mi desdicha augmenta su ventura,<br />

aun en la sepultura no estés triste.<br />

Bien les pareció, a los que escuchado habían, la<br />

canción de Grisóstomo, puesto que el que la<br />

leyó dijo que no le parecía que conformaba con<br />

la relación que él había oído del recato y bondad<br />

de Marcela, porque en ella se quejaba<br />

Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia,<br />

todo en perjuicio del buen crédito y buena fama<br />

de Marcela. A lo cual respondió Ambrosio, co-


mo aquel que sabía bien los más escondidos<br />

pensamientos de su amigo:<br />

-Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es<br />

bien que sepáis que cuando este desdichado<br />

escribió esta canción estaba ausente de Marcela,<br />

de quien él se había ausentado por su voluntad,<br />

por ver si usaba con él la ausencia de sus ordinarios<br />

fueros. Y, como al enamorado ausente<br />

no hay cosa que no le fatigue ni temor que no le<br />

dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los<br />

celos imaginados y las sospechas temidas como<br />

si fueran verdaderas. Y con esto queda en su<br />

punto la verdad que la fama pregona de la<br />

bondad de Marcela; la cual, fuera de ser cruel, y<br />

un poco arrogante y un mucho desdeñosa, la<br />

mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta<br />

alguna.<br />

-Así es la verdad -respondió Vivaldo.<br />

Y, queriendo leer otro papel de los que había<br />

reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa


visión -que tal parecía ella- que improvisamente<br />

se les ofreció a los ojos; y fue que, por cima<br />

de la peña donde se cavaba la sepultura, pareció<br />

la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba<br />

a su fama su hermosura. Los que hasta entonces<br />

no la habían visto la miraban con admiración<br />

y silencio, y los que ya estaban acostumbrados<br />

a verla no quedaron menos suspensos<br />

que los que nunca la habían visto. Mas, apenas<br />

la hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras<br />

de ánimo indignado, le dijo:<br />

-¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco<br />

destas montañas!, si con tu presencia vierten<br />

sangre las heridas deste miserable a quien tu<br />

crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en<br />

las crueles hazañas de tu condición, o a ver<br />

desde esa altura, como otro despiadado Nero,<br />

el incendio de su abrasada Roma, o a pisar,<br />

arrogante, este desdichado cadáver, como la<br />

ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos<br />

presto a lo que vienes, o qué es aquello de que


más gustas; que, por saber yo que los pensamientos<br />

de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte<br />

en vida, haré que, aun él muerto, te<br />

obedezcan los de todos aquellos que se llamaron<br />

sus amigos.<br />

-No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de<br />

las que has dicho -respondió Marcela-, sino a<br />

volver por mí misma, y a dar a entender cuán<br />

fuera de razón van todos aquellos que de sus<br />

penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan;<br />

y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis<br />

atentos, que no será menester mucho tiempo ni<br />

gastar muchas palabras para persuadir una<br />

verdad a los discretos.<br />

»Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa,<br />

y de tal manera que, sin ser poderosos a otra<br />

cosa, a que me améis os mueve mi hermosura;<br />

y, por el amor que me mostráis, decís, y aun<br />

queréis, que esté yo obligada a amaros.


Yo conozco, con el natural entendimiento que<br />

Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable;<br />

mas no alcanzo que, por razón de ser amado,<br />

esté obligado lo que es amado por hermoso<br />

a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer<br />

que el amador de lo hermoso fuese feo, y,<br />

siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy<br />

mal el decir Quiérote por hermosa; hasme de amar<br />

aunque sea feo. Pero, puesto caso que corran<br />

igualmente las hermosuras, no por eso han de<br />

correr iguales los deseos, que no todas hermosuras<br />

enamoran; que algunas alegran la vista y<br />

no rinden la voluntad; que si todas las bellezas<br />

enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades<br />

confusas y descaminadas, sin saber en<br />

cuál habían de parar; porque, siendo infinitos<br />

los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los<br />

deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero<br />

amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no<br />

forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es,<br />

¿por qué queréis que rinda mi voluntad por<br />

fuerza, obligada no más de que decís que me


queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo<br />

me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo<br />

que me quejara de vosotros porque no me<br />

amábades?<br />

Cuanto más, que habéis de considerar que yo<br />

no escogí la hermosura que tengo; que, tal cual<br />

es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni<br />

escogella. Y, así como la víbora no merece ser<br />

culpada por la ponzoña que tiene, puesto que<br />

con ella mata, por habérsela dado naturaleza,<br />

tampoco yo merezco ser reprehendida por ser<br />

hermosa; que la hermosura en la mujer honesta<br />

es como el fuego apartado o como la espada<br />

aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a<br />

ellos no se acerca. La honra y las virtudes son<br />

adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque<br />

lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si<br />

la honestidad es una de las virtudes que al<br />

cuerpo y al alma más adornan y hermosean,<br />

¿por qué la ha de perder la que es amada por<br />

hermosa, por corresponder a la intención de


aquel que, por sólo su gusto, con todas sus<br />

fuerzas e industrias procura que la pierda?<br />

»Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la<br />

soledad de los campos.<br />

Los árboles destas montañas son mi compañía,<br />

las claras aguas destos arroyos mis espejos; con<br />

los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos<br />

y hermosura. Fuego soy apartado y<br />

espada puesta lejos. A los que he enamorado<br />

con la vista he desengañado con las palabras. Y<br />

si los deseos se sustentan con esperanzas, no<br />

habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni a<br />

otro alguno, el fin de ninguno dellos bien se<br />

puede decir que antes le mató su porfía que mi<br />

crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos<br />

sus pensamientos, y que por esto estaba<br />

obligada a corresponder a ellos, digo que,<br />

cuando en ese mismo lugar donde ahora se<br />

cava su sepultura me descubrió la bondad de<br />

su intención, le dije yo que la mía era vivir en<br />

perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase


el fruto de mi recogimiento y los despojos de<br />

mi hermosura; y si él, con todo este desengaño,<br />

quiso porfiar contra la esperanza y navegar<br />

contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en<br />

la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera,<br />

fuera falsa; si le contentara, hiciera contra<br />

mi mejor intención y prosupuesto. Porfió<br />

desengañado, desesperó sin ser aborrecido:<br />

¡mirad ahora si será razón que de su pena se<br />

me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado, desespérese<br />

aquel a quien le faltaron las prometidas<br />

esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese<br />

el que yo admitiere; pero no me llame<br />

cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo,<br />

engaño, llamo ni admito.<br />

»El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo<br />

ame por destino, y el pensar que tengo de amar<br />

por elección es escusado. Este general desengaño<br />

sirva a cada uno de los que me solicitan de<br />

su particular provecho; y entiéndase, de aquí<br />

adelante, que si alguno por mí muriere, no


muere de celoso ni desdichado, porque quien a<br />

nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los<br />

desengaños no se han de tomar en cuenta de<br />

desdenes. El que me llama fiera y basilisco,<br />

déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me<br />

llama ingrata, no me sirva; el que desconocida,<br />

no me conozca; quien cruel, no me siga; que<br />

esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel<br />

y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá<br />

ni seguirá en ninguna manera. Que si a<br />

Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado<br />

deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto<br />

proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza<br />

con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de<br />

querer que la pierda el que quiere que la tenga<br />

con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas<br />

propias y no codicio las ajenas; tengo libre<br />

condición y no gusto de sujetarme: ni quiero ni<br />

aborrezco a nadie. No engaño a éste ni solicito<br />

aquél, ni burlo con uno ni me entretengo con el<br />

otro. La conversación honesta de las zagalas<br />

destas aldeas y el cuidado de mis cabras me


entretiene. Tienen mis deseos por término estas<br />

montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la<br />

hermosura del cielo, pasos con que camina el<br />

alma a su morada primera.<br />

Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta<br />

alguna, volvió las espaldas y se entró por lo<br />

más cerrado de un monte que allí cerca estaba,<br />

dejando admirados, tanto de su discreción como<br />

de su hermosura, a todos los que allí estaban.<br />

Y algunos dieron muestras -de aquellos<br />

que de la poderosa flecha de los rayos de sus<br />

bellos ojos estaban heridos- de quererla seguir,<br />

sin aprovecharse del manifiesto desengaño que<br />

habían oído. Lo cual visto por don <strong>Quijote</strong>, pareciéndole<br />

que allí venía bien usar de su caballería,<br />

socorriendo a las doncellas menesterosas,<br />

puesta la mano en el puño de su espada, en<br />

altas e inteligibles voces, dijo:<br />

-Ninguna persona, de cualquier estado y condición<br />

que sea, se atreva a seguir a la hermosa


Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación<br />

mía.<br />

Ella ha mostrado con claras y suficientes razones<br />

la poca o ninguna culpa que ha tenido en la<br />

muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de<br />

condescender con los deseos de ninguno de sus<br />

amantes, a cuya causa es justo que, en lugar de<br />

ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada<br />

de todos los buenos del mundo, pues<br />

muestra que en él ella es sola la que con tan<br />

honesta intención vive.<br />

O ya que fuese por las amenazas de don <strong>Quijote</strong>,<br />

o porque Ambrosio les dijo que concluyesen<br />

con lo que a su buen amigo debían, ninguno de<br />

los pastores se movió ni apartó de allí hasta<br />

que, acabada la sepultura y abrasados los papeles<br />

de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella,<br />

no sin muchas lágrimas de los circunstantes.<br />

Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en<br />

tanto que se acababa una losa que, según Am-


osio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio<br />

que había de decir desta manera:<br />

Yace aquí de un amador<br />

el mísero cuerpo helado,<br />

que fue pastor de ganado,<br />

perdido por desamor.<br />

Murió a manos del rigor<br />

de una esquiva hermosa ingrata,<br />

con quien su imperio dilata<br />

la tiranía de su amor.<br />

Luego esparcieron por cima de la sepultura<br />

muchas flores y ramos, y, dando todos el<br />

pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron<br />

dél. Lo mesmo hicieron Vivaldo y su compañero,<br />

y don <strong>Quijote</strong> se despidió de sus huéspedes<br />

y de los caminantes, los cuales le rogaron se<br />

viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar tan<br />

acomodado a hallar aventuras, que en cada<br />

calle y tras cada esquina se ofrecen más que en<br />

otro alguno. <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> les agradeció el aviso<br />

y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y


dijo que por entonces no quería ni debía ir a<br />

Sevilla, hasta que hubiese despojado todas<br />

aquellas sierras de ladrones malandrines, de<br />

quien era fama que todas estaban llenas. Viendo<br />

su buena determinación, no quisieron los<br />

caminantes importunarle más, sino, tornándose<br />

a despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron<br />

su camino, en el cual no les faltó de qué tratar,<br />

así de la historia de Marcela y Grisóstomo como<br />

de las locuras de don <strong>Quijote</strong>. El cual determinó<br />

de ir a buscar a la pastora Marcela y<br />

ofrecerle todo lo que él podía en su servicio.<br />

Mas no le avino como él pensaba, según se<br />

cuenta en el discurso desta verdadera historia,<br />

dando aquí fin la segunda parte.


Capítulo XV<br />

<strong>Don</strong>de se cuenta la desgraciada aventura que<br />

se topó don <strong>Quijote</strong> en topar con unos desalmados<br />

yangüeses<br />

Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que, así<br />

como don <strong>Quijote</strong> se despidió de sus huéspedes<br />

y de todos los que se hallaron al entierro del<br />

pastor Grisóstomo, él y su escudero se entraron<br />

por el mesmo bosque donde vieron que se había<br />

entrado la pastora Marcela; y, habiendo andado<br />

más de dos horas por él, buscándola por<br />

todas partes sin poder hallarla, vinieron a parar<br />

a un prado lleno de fresca yerba, junto del cual<br />

corría un arroyo apacible y fresco; tanto, que<br />

convidó y forzó a pasar allí las horas de la siesta,<br />

que rigurosamente comenzaba ya a entrar.<br />

Apeáronse don <strong>Quijote</strong> y Sancho, y, dejando al<br />

jumento y a Rocinante a sus anchuras pacer de<br />

la mucha yerba que allí había, dieron saco a las<br />

alforjas, y, sin cerimonia alguna, en buena paz


y compañía, amo y mozo comieron lo que en<br />

ellas hallaron.<br />

No se había curado Sancho de echar sueltas a<br />

Rocinante, seguro de que le conocía por tan<br />

manso y tan poco rijoso que todas las yeguas<br />

de la dehesa de Córdoba no le hicieran tomar<br />

mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte, y el diablo,<br />

que no todas veces duerme, que andaban<br />

por aquel valle paciendo una manada de hacas<br />

galicianas de unos arrieros gallegos, de los cuales<br />

es costumbre sestear con su recua en lugares<br />

y sitios de yerba y agua; y aquel donde acertó a<br />

hallarse don <strong>Quijote</strong> era muy a propósito de los<br />

gallegos.<br />

Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en deseo<br />

de refocilarse con las señoras facas; y saliendo,<br />

así como las olió, de su natural paso y costumbre,<br />

sin pedir licencia a su dueño, tomó un trotico<br />

algo picadillo y se fue a comunicar su necesidad<br />

con ellas. Mas ellas, que, a lo que pareció,<br />

debían de tener más gana de pacer que de ál,


ecibiéronle con las herraduras y con los dientes,<br />

de tal manera que, a poco espacio, se le<br />

rompieron las cinchas y quedó, sin silla, en pelota.<br />

Pero lo que él debió más de sentir fue que,<br />

viendo los arrieros la fuerza que a sus yeguas<br />

se les hacía, acudieron con estacas, y tantos<br />

palos le dieron que le derribaron malparado en<br />

el suelo.<br />

Ya en esto don <strong>Quijote</strong> y Sancho, que la paliza<br />

de Rocinante habían visto, llegaban ijadeando;<br />

y dijo don <strong>Quijote</strong> a Sancho:<br />

-A lo que yo veo, amigo Sancho, éstos no son<br />

caballeros, sino gente soez y de baja ralea.<br />

Dígolo porque bien me puedes ayudar a tomar<br />

la debida venganza del agravio que delante de<br />

nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante.<br />

-¿Qué diablos de venganza hemos de tomar -<br />

respondió Sancho-, si éstos son más de veinte y<br />

nosotros no más de dos, y aun, quizá, nosotros<br />

sino uno y medio?


-Yo valgo por ciento -replicó don <strong>Quijote</strong>.<br />

Y, sin hacer más discursos, echó mano a su espada<br />

y arremetió a los gallegos, y lo mesmo<br />

hizo Sancho Panza, incitado y movido del<br />

ejemplo de su amo. Y, a las primeras, dio don<br />

<strong>Quijote</strong> una cuchillada a uno, que le abrió un<br />

sayo de cuero de que venía vestido, con gran<br />

parte de la espalda.<br />

Los gallegos, que se vieron maltratar de aquellos<br />

dos hombres solos, siendo ellos tantos,<br />

acudieron a sus estacas, y, cogiendo a los dos<br />

en medio, comenzaron a menudear sobre ellos<br />

con grande ahínco y vehemencia. Verdad es<br />

que al segundo toque dieron con Sancho en el<br />

suelo, y lo mesmo le avino a don <strong>Quijote</strong>, sin<br />

que le valiese su destreza y buen ánimo; y quiso<br />

su ventura que viniese a caer a los pies de<br />

Rocinante, que aún no se había levantado;<br />

donde se echa de ver la furia con que machacan<br />

estacas puestas en manos rústicas y enojadas.


Viendo, pues, los gallegos el mal recado que<br />

habían hecho, con la mayor presteza que pudieron,<br />

cargaron su recua y siguieron su camino,<br />

dejando a los dos aventureros de mala traza<br />

y de peor talante.<br />

El primero que se resintió fue Sancho Panza; y,<br />

hallándose junto a su señor, con voz enferma y<br />

lastimada, dijo:<br />

-¡Señor don <strong>Quijote</strong>! ¡Ah, señor don <strong>Quijote</strong>!<br />

-¿Qué quieres, Sancho hermano? -respondió<br />

don <strong>Quijote</strong> con el mesmo tono afeminado y<br />

doliente que Sancho.<br />

-Querría, si fuese posible -respondió Sancho<br />

Panza-, que vuestra merced me diese dos tragos<br />

de aquella bebida del feo Blas, si es que la<br />

tiene vuestra merced ahí a mano. Quizá será de<br />

provecho para los quebrantamientos de huesos<br />

como lo es para las feridas.


-Pues, a tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿qué<br />

nos faltaba? -respondió don <strong>Quijote</strong>-. Mas yo te<br />

juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante,<br />

que antes que pasen dos días, si la fortuna no<br />

ordena otra cosa, la tengo de tener en mi poder,<br />

o mal me han de andar las manos.<br />

-Pues, ¿en cuántos le parece a vuestra merced<br />

que podremos mover los pies? -replicó Sancho<br />

Panza.<br />

-De mí sé decir -dijo el molido caballero don<br />

<strong>Quijote</strong>- que no sabré poner término a esos<br />

días. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no<br />

había de poner mano a la espada contra hombres<br />

que no fuesen armados caballeros como<br />

yo; y así, creo que, en pena de haber pasado las<br />

leyes de la caballería, ha permitido el dios de<br />

las batallas que se me diese este castigo. Por lo<br />

cual, Sancho Panza, conviene que estés advertido<br />

en esto que ahora te diré, porque importa<br />

mucho a la salud de entrambos; y es que, cuando<br />

veas que semejante canalla nos hace algún


agravio, no aguardes a que yo ponga mano al<br />

espada para ellos, porque no lo haré en ninguna<br />

manera, sino pon tú mano a tu espada y<br />

castígalos muy a tu sabor; que si en su ayuda y<br />

defensa acudieren caballeros, yo te sabré defender<br />

y ofendellos con todo mi poder; que ya<br />

habrás visto por mil señales y experiencias hasta<br />

adónde se estiende el valor de este mi fuerte<br />

brazo.<br />

Tal quedó de arrogante el pobre señor con el<br />

vencimiento del valiente vizcaíno. Mas no le<br />

pareció tan bien a Sancho Panza el aviso de su<br />

amo que dejase de responder, diciendo:<br />

-Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado,<br />

y sé disimilar cualquiera injuria, porque<br />

tengo mujer y hijos que sustentar y criar. Así<br />

que, séale a vuestra merced también aviso,<br />

pues no puede ser mandato, que en ninguna<br />

manera pondré mano a la espada, ni contra<br />

villano ni contra caballero; y que, desde aquí<br />

para delante de Dios, perdono cuantos agravios


me han hecho y han de hacer: ora me los haya<br />

hecho, o haga o haya de hacer, persona alta o<br />

baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin eceptar<br />

estado ni condición alguna.<br />

Lo cual oído por su amo, le respondió:<br />

-Quisiera tener aliento para poder hablar un<br />

poco descansado, y que el dolor que tengo en<br />

esta costilla se aplacara tanto cuanto, para darte<br />

a entender, Panza, en el error en que estás. Ven<br />

acá, pecador; si el viento de la fortuna, hasta<br />

ahora tan contrario, en nuestro favor se vuelve,<br />

llevándonos las velas del deseo para que seguramente<br />

y sin contraste alguno tomemos puerto<br />

en alguna de las ínsulas que te tengo prometida,<br />

¿qué sería de ti si, ganándola yo, te hiciese<br />

señor della? Pues ¿lo vendrás a imposibilitar<br />

por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener<br />

valor ni intención de vengar tus injurias y defender<br />

tu señorío? Porque has de saber que en<br />

los reinos y provincias nuevamente conquistados<br />

nunca están tan quietos los ánimos de sus


naturales, ni tan de parte del nuevo señor que<br />

no se tengan temor de que han de hacer alguna<br />

novedad para alterar de nuevo las cosas, y volver,<br />

como dicen, a probar ventura; y así, es menester<br />

que el nuevo posesor tenga entendimiento<br />

para saberse gobernar, y valor para ofender<br />

y defenderse en cualquiera acontecimiento.<br />

-En este que ahora nos ha acontecido -<br />

respondió Sancho-, quisiera yo tener ese entendimiento<br />

y ese valor que vuestra merced dice;<br />

mas yo le juro, a fe de pobre hombre, que más<br />

estoy para bizmas que para pláticas. Mire vuestra<br />

merced si se puede levantar, y ayudaremos<br />

a Rocinante, aunque no lo merece, porque él<br />

fue la causa principal de todo este molimiento.<br />

Jamás tal creí de Rocinante, que le tenía por<br />

persona casta y tan pacífica como yo. En fin,<br />

bien dicen que es menester mucho tiempo para<br />

venir a conocer las personas, y que no hay cosa<br />

segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de<br />

aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra


merced dio a aquel desdichado caballero andante,<br />

había de venir, por la posta y en seguimiento<br />

suyo, esta tan grande tempestad de palos<br />

que ha descargado sobre nuestras espaldas?<br />

-Aun las tuyas, Sancho -replicó don <strong>Quijote</strong>-,<br />

deben de estar hechas a semejantes nublados;<br />

pero las mías, criadas entre sinabafas y holandas,<br />

claro está que sentirán más el dolor desta<br />

desgracia. Y si no fuese porque imagino..., ¿qué<br />

digo imagino?, sé muy cierto, que todas estas<br />

incomodidades son muy anejas al ejercicio de<br />

las armas, aquí me dejaría morir de puro enojo.<br />

A esto replicó el escudero:<br />

-Señor, ya que estas desgracias son de la cosecha<br />

de la caballería, dígame vuestra merced si<br />

suceden muy a menudo, o si tienen sus tiempos<br />

limitados en que acaecen; porque me parece a<br />

mí que a dos cosechas quedaremos inútiles para<br />

la tercera, si Dios, por su infinita misericordia,<br />

no nos socorre.


-Sábete, amigo Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-,<br />

que la vida de los caballeros andantes está sujeta<br />

a mil peligros y desventuras; y, ni más ni<br />

menos, está en potencia propincua de ser los<br />

caballeros andantes reyes y emperadores, como<br />

lo ha mostrado la experiencia en muchos y diversos<br />

caballeros, de cuyas historias yo tengo<br />

entera noticia. Y pudiérate contar agora, si el<br />

dolor me diera lugar, de algunos que, sólo por<br />

el valor de su brazo, han subido a los altos grados<br />

que he contado; y estos mesmos se vieron<br />

antes y después en diversas calamidades y miserias.<br />

Porque el valeroso Amadís de Gaula se<br />

vio en poder de su mortal enemigo Arcaláus el<br />

encantador, de quien se tiene por averiguado<br />

que le dio, teniéndole preso, más de docientos<br />

azotes con las riendas de su caballo, atado a<br />

una coluna de un patio. Y aun hay un autor<br />

secreto, y de no poco crédito, que dice que,<br />

habiendo cogido al Caballero del Febo con una<br />

cierta trampa que se le hundió debajo de los<br />

pies, en un cierto castillo, y al caer, se halló en


una honda sima debajo de tierra, atado de pies<br />

y manos, y allí le echaron una destas que llaman<br />

melecinas, de agua de nieve y arena, de lo<br />

que llegó muy al cabo; y si no fuera socorrido<br />

en aquella gran cuita de un sabio grande amigo<br />

suyo, lo pasara muy mal el pobre caballero.<br />

Ansí que, bien puedo yo pasar entre tanta buena<br />

gente; que mayores afrentas son las que<br />

éstos pasaron, que no las que ahora nosotros<br />

pasamos. Porque quiero hacerte sabidor, Sancho,<br />

que no afrentan las heridas que se dan con<br />

los instrumentos que acaso se hallan en las manos;<br />

y esto está en la ley del duelo, escrito por<br />

palabras expresas: que si el zapatero da a otro<br />

con la horma que tiene en la mano, puesto que<br />

verdaderamente es de palo, no por eso se dirá<br />

que queda apaleado aquel a quien dio con ella.<br />

Digo esto porque no pienses que, puesto que<br />

quedamos desta pendencia molidos, quedamos<br />

afrentados; porque las armas que aquellos<br />

hombres traían, con que nos machacaron, no<br />

eran otras que sus estacas, y ninguno dellos, a


lo que se me acuerda, tenía estoque, espada ni<br />

puñal.<br />

-No me dieron a mí lugar -respondió Sancho- a<br />

que mirase en tanto; porque, apenas puse mano<br />

a mi tizona, cuando me santiguaron los hombros<br />

con sus pinos, de manera que me quitaron<br />

la vista de los ojos y la fuerza de los pies, dando<br />

conmigo adonde ahora yago, y adonde no me<br />

da pena alguna el pensar si fue afrenta o no lo<br />

de los estacazos, como me la da el dolor de los<br />

golpes, que me han de quedar tan impresos en<br />

la memoria como en las espaldas.<br />

-Con todo eso, te hago saber, hermano Panza -<br />

replicó don <strong>Quijote</strong>-, que no hay memoria a<br />

quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte<br />

no le consuma.<br />

-Pues, ¿qué mayor desdicha puede ser -replicó<br />

Panza- de aquella que aguarda al tiempo que la<br />

consuma y a la muerte que la acabe? Si esta<br />

nuestra desgracia fuera de aquellas que con un


par de bizmas se curan, aun no tan malo; pero<br />

voy viendo que no han de bastar todos los emplastos<br />

de un hospital para ponerlas en buen<br />

término siquiera.<br />

-Déjate deso y saca fuerzas de flaqueza, Sancho<br />

-respondió don <strong>Quijote</strong>-, que así haré yo, y<br />

veamos cómo está Rocinante; que, a lo que me<br />

parece, no le ha cabido al pobre la menor parte<br />

desta desgracia.<br />

-No hay de qué maravillarse deso -respondió<br />

Sancho-, siendo él tan buen caballero andante;<br />

de lo que yo me maravillo es de que mi jumento<br />

haya quedado libre y sin costas donde nosotros<br />

salimos sin costillas.<br />

-Siempre deja la ventura una puerta abierta en<br />

las desdichas, para dar remedio a ellas -dijo<br />

don <strong>Quijote</strong>-. Dígolo porque esa bestezuela<br />

podrá suplir ahora la falta de Rocinante,<br />

llevándome a mí desde aquí a algún castillo<br />

donde sea curado de mis feridas. Y más, que no


tendré a deshonra la tal caballería, porque me<br />

acuerdo haber leído que aquel buen viejo Sileno,<br />

ayo y pedagogo del alegre dios de la risa,<br />

cuando entró en la ciudad de las cien puertas<br />

iba, muy a su placer, caballero sobre un muy<br />

hermoso asno.<br />

-Verdad será que él debía de ir caballero, como<br />

vuestra merced dice -respondió Sancho-, pero<br />

hay grande diferencia del ir caballero al ir atravesado<br />

como costal de basura.<br />

A lo cual respondió don <strong>Quijote</strong>:<br />

-Las feridas que se reciben en las batallas, antes<br />

dan honra que la quitan.<br />

Así que, Panza amigo, no me repliques más,<br />

sino, como ya te he dicho, levántate lo mejor<br />

que pudieres y ponme de la manera que más te<br />

agradare encima de tu jumento, y vamos de<br />

aquí antes que la noche venga y nos saltee en<br />

este despoblado.


-Pues yo he oído decir a vuestra merced -dijo<br />

Panza- que es muy de caballeros andantes el<br />

dormir en los páramos y desiertos lo más del<br />

año, y que lo tienen a mucha ventura.<br />

-Eso es -dijo don <strong>Quijote</strong>- cuando no pueden<br />

más, o cuando están enamorados; y es tan verdad<br />

esto, que ha habido caballero que se ha<br />

estado sobre una peña, al sol y a la sombra, y a<br />

las inclemencias del cielo, dos años, sin que lo<br />

supiese su señora. Y uno déstos fue Amadís,<br />

cuando, llamándose Beltenebros, se alojó en la<br />

Peña Pobre, ni sé si ocho años o ocho meses,<br />

que no estoy muy bien en la cuenta: basta que<br />

él estuvo allí haciendo penitencia, por no sé qué<br />

sinsabor que le hizo la señora Oriana. Pero dejemos<br />

ya esto, Sancho, y acaba, antes que suceda<br />

otra desgracia al jumento, como a Rocinante.<br />

-Aun ahí sería el diablo -dijo Sancho.<br />

Y, despidiendo treinta ayes, y sesenta sospiros,<br />

y ciento y veinte pésetes y reniegos de quien


allí le había traído, se levantó, quedándose<br />

agobiado en la mitad del camino, como arco<br />

turquesco, sin poder acabar de enderezarse; y<br />

con todo este trabajo aparejó su asno, que también<br />

había andado algo destraído con la demasiada<br />

libertad de aquel día. Levantó luego a<br />

Rocinante, el cual, si tuviera lengua con que<br />

quejarse, a buen seguro que Sancho ni su amo<br />

no le fueran en zaga.<br />

En resolución, Sancho acomodó a don <strong>Quijote</strong><br />

sobre el asno y puso de reata a Rocinante; y,<br />

llevando al asno de cabestro, se encaminó, poco<br />

más a menos, hacia donde le pareció que podía<br />

estar el camino real. Y la suerte, que sus cosas<br />

de bien en mejor iba guiando, aún no hubo andado<br />

una pequeña legua, cuando le deparó el<br />

camino, en el cual descubrió una venta que, a<br />

pesar suyo y gusto de don <strong>Quijote</strong>, había de ser<br />

castillo. Porfiaba Sancho que era venta, y su<br />

amo que no, sino castillo; y tanto duró la porfía,<br />

que tuvieron lugar, sin acabarla, de llegar a ella,


en la cual Sancho se entró, sin más averiguación,<br />

con toda su recua.


Capítulo XVI<br />

De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en<br />

la venta que él imaginaba ser castillo<br />

El ventero, que vio a don <strong>Quijote</strong> atravesado en<br />

el asno, preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho<br />

le respondió que no era nada, sino que había<br />

dado una caída de una peña abajo, y que<br />

venía algo brumadas las costillas. Tenía el ventero<br />

por mujer a una, no de la condición que<br />

suelen tener las de semejante trato, porque naturalmente<br />

era caritativa y se dolía de las calamidades<br />

de sus prójimos; y así, acudió luego a<br />

curar a don <strong>Quijote</strong> y hizo que una hija suya,<br />

doncella, muchacha y de muy buen parecer, la<br />

ayudase a curar a su huésped. Servía en la venta,<br />

asimesmo, una moza asturiana, ancha de<br />

cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo<br />

tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la<br />

gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no<br />

tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las


espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían<br />

mirar al suelo más de lo que ella quisiera. Esta<br />

gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las<br />

dos hicieron una muy mala cama a don <strong>Quijote</strong><br />

en un camaranchón que, en otros tiempos, daba<br />

manifiestos indicios que había servido de pajar<br />

muchos años.<br />

En la cual también alojaba un arriero, que tenía<br />

su cama hecha un poco más allá de la de nuestro<br />

don <strong>Quijote</strong>. Y, aunque era de las enjalmas y<br />

mantas de sus machos, hacía mucha ventaja a la<br />

de don <strong>Quijote</strong>, que sólo contenía cuatro mal<br />

lisas tablas, sobre dos no muy iguales bancos, y<br />

un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno<br />

de bodoques, que, a no mostrar que eran de<br />

lana por algunas roturas, al tiento, en la dureza,<br />

semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de<br />

cuero de adarga, y una frazada, cuyos hilos, si<br />

se quisieran contar, no se perdiera uno solo de<br />

la cuenta.


En esta maldita cama se acostó don <strong>Quijote</strong>, y<br />

luego la ventera y su hija le emplastaron de<br />

arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que así<br />

se llamaba la asturiana; y, como al bizmalle<br />

viese la ventera tan acardenalado a partes a don<br />

<strong>Quijote</strong>, dijo que aquello más parecían golpes<br />

que caída.<br />

-No fueron golpes -dijo Sancho-, sino que la<br />

peña tenía muchos picos y tropezones.<br />

Y que cada uno había hecho su cardenal. Y<br />

también le dijo:<br />

-Haga vuestra merced, señora, de manera que<br />

queden algunas estopas, que no faltará quien<br />

las haya menester; que también me duelen a mí<br />

un poco los lomos.<br />

-Desa manera -respondió la ventera-, también<br />

debistes vos de caer.


-No caí -dijo Sancho Panza-, sino que del sobresalto<br />

que tomé de ver caer a mi amo, de tal manera<br />

me duele a mí el cuerpo que me parece<br />

que me han dado mil palos.<br />

-Bien podrá ser eso -dijo la doncella-; que a mí<br />

me ha acontecido muchas veces soñar que caía<br />

de una torre abajo y que nunca acababa de llegar<br />

al suelo, y, cuando despertaba del sueño,<br />

hallarme tan molida y quebrantada como si<br />

verdaderamente hubiera caído.<br />

-Ahí está el toque, señora -respondió Sancho<br />

Panza-: que yo, sin soñar nada, sino estando<br />

más despierto que ahora estoy, me hallo con<br />

pocos menos cardenales que mi señor don <strong>Quijote</strong>.<br />

-¿Cómo se llama este caballero? -preguntó la<br />

asturiana Maritornes.<br />

-<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> de la Mancha -respondió Sancho<br />

Panza-, y es caballero aventurero, y de los me-


jores y más fuertes que de luengos tiempos acá<br />

se han visto en el mundo.<br />

-¿Qué es caballero aventurero? -replicó la moza.<br />

-¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis<br />

vos? -respondió Sancho Panza-. Pues sabed,<br />

hermana mía, que caballero aventurero es una<br />

cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador.<br />

Hoy está la más desdichada criatura<br />

del mundo y la más menesterosa, y mañana<br />

tendría dos o tres coronas de reinos que dar a<br />

su escudero.<br />

-Pues, ¿cómo vos, siéndolo deste tan buen señor<br />

-dijo la ventera-, no tenéis, a lo que parece,<br />

siquiera algún condado?<br />

-Aún es temprano -respondió Sancho-, porque<br />

no ha sino un mes que andamos buscando las<br />

aventuras, y hasta ahora no hemos topado con<br />

ninguna que lo sea. Y tal vez hay que se busca


una cosa y se halla otra. Verdad es que, si mi<br />

señor don <strong>Quijote</strong> sana desta herida o caída y<br />

yo no quedo contrecho della, no trocaría mis<br />

esperanzas con el mejor título de España.<br />

Todas estas pláticas estaba escuchando, muy<br />

atento, don <strong>Quijote</strong>, y, sentándose en el lecho<br />

como pudo, tomando de la mano a la ventera,<br />

le dijo:<br />

-Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar<br />

venturosa por haber alojado en este vuestro<br />

castillo a mi persona, que es tal, que si yo no<br />

la alabo, es por lo que suele decirse que la alabanza<br />

propria envilece; pero mi escudero os<br />

dirá quién soy. Sólo os digo que tendré eternamente<br />

escrito en mi memoria el servicio que me<br />

habedes fecho, para agradecéroslo mientras la<br />

vida me durare; y pluguiera a los altos cielos<br />

que el amor no me tuviera tan rendido y tan<br />

sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella hermosa<br />

ingrata que digo entre mis dientes; que los des-


ta fermosa doncella fueran señores de mi libertad.<br />

Confusas estaban la ventera y su hija y la buena<br />

de Maritornes oyendo las razones del andante<br />

caballero, que así las entendían como si hablara<br />

en griego, aunque bien alcanzaron que todas se<br />

encaminaban a ofrecimiento y requiebros; y,<br />

como no usadas a semejante lenguaje, mirábanle<br />

y admirábanse, y parecíales otro hombre de<br />

los que se usaban; y, agradeciéndole con venteriles<br />

razones sus ofrecimientos, le dejaron; y la<br />

asturiana Maritornes curó a Sancho, que no<br />

menos lo había menester que su amo.<br />

Había el arriero concertado con ella que aquella<br />

noche se refocilarían juntos, y ella le había dado<br />

su palabra de que, en estando sosegados los<br />

huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar<br />

y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase.<br />

Y cuéntase desta buena moza que jamás dio<br />

semejantes palabras que no las cumpliese, aunque<br />

las diese en un monte y sin testigo alguno;


porque presumía muy de hidalga, y no tenía<br />

por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en<br />

la venta, porque decía ella que desgracias y<br />

malos sucesos la habían traído a aquel estado.<br />

El duro, estrecho, apocado y fementido lecho<br />

de don <strong>Quijote</strong> estaba primero en mitad de<br />

aquel estrellado establo, y luego, junto a él, hizo<br />

el suyo Sancho, que sólo contenía una estera de<br />

enea y una manta, que antes mostraba ser de<br />

anjeo tundido que de lana. Sucedía a estos dos<br />

lechos el del arriero, fabricado, como se ha dicho,<br />

de las enjalmas y todo el adorno de los dos<br />

mejores mulos que traía, aunque eran doce,<br />

lucios, gordos y famosos, porque era uno de los<br />

ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el autor<br />

desta historia, que deste arriero hace particular<br />

mención, porque le conocía muy bien, y aun<br />

quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera<br />

de que Cide Mahamate Benengeli fue historiador<br />

muy curioso y muy puntual en todas las<br />

cosas; y échase bien de ver, pues las que que-


dan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras,<br />

no las quiso pasar en silencio; de donde<br />

podrán tomar ejemplo los historiadores graves,<br />

que nos cuentan las acciones tan corta y sucintamente<br />

que apenas nos llegan a los labios,<br />

dejándose en el tintero, ya por descuido, por<br />

malicia o ignorancia, lo más sustancial de la<br />

obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tablante<br />

de Ricamonte, y aquel del otro libro donde se<br />

cuenta los hechos del conde Tomillas; y con qué<br />

puntualidad lo describen todo!<br />

Digo, pues, que después de haber visitado el<br />

arriero a su recua y dádole el segundo pienso,<br />

se tendió en sus enjalmas y se dio a esperar a su<br />

puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho<br />

bizmado y acostado, y, aunque procuraba<br />

dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas;<br />

y don <strong>Quijote</strong>, con el dolor de las suyas, tenía<br />

los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba<br />

en silencio, y en toda ella no había otra luz


que la que daba una lámpara que colgada en<br />

medio del portal ardía.<br />

Esta maravillosa quietud, y los pensamientos<br />

que siempre nuestro caballero traía de los sucesos<br />

que a cada paso se cuentan en los libros<br />

autores de su desgracia, le trujo a la imaginación<br />

una de las estrañas locuras que buenamente<br />

imaginarse pueden. Y fue que él se imaginó<br />

haber llegado a un famoso castillo -que, como<br />

se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las<br />

ventas donde alojaba-, y que la hija del ventero<br />

lo era del señor del castillo, la cual, vencida de<br />

su gentileza, se había enamorado dél y prometido<br />

que aquella noche, a furto de sus padres,<br />

vendría a yacer con él una buena pieza; y, teniendo<br />

toda esta quimera, que él se había fabricado,<br />

por firme y valedera, se comenzó a acuitar<br />

y a pensar en el peligroso trance en que su<br />

honestidad se había de ver, y propuso en su<br />

corazón de no cometer alevosía a su señora<br />

Dulcinea del Toboso, aunque la mesma reina


Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen<br />

delante.<br />

Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el<br />

tiempo y la hora -que para él fue menguada- de<br />

la venida de la asturiana, la cual, en camisa y<br />

descalza, cogidos los cabellos en una albanega<br />

de fustán, con tácitos y atentados pasos, entró<br />

en el aposento donde los tres alojaban en busca<br />

del arriero. Pero, apenas llegó a la puerta,<br />

cuando don <strong>Quijote</strong> la sintió, y, sentándose en<br />

la cama, a pesar de sus bizmas y con dolor de<br />

sus costillas, tendió los brazos para recebir a su<br />

fermosa doncella. La asturiana, que, toda recogida<br />

y callando, iba con las manos delante buscando<br />

a su querido, topó con los brazos de don<br />

<strong>Quijote</strong>, el cual la asió fuertemente de una muñeca<br />

y, tirándola hacía sí, sin que ella osase<br />

hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama.<br />

Tentóle luego la camisa, y, aunque ella era de<br />

harpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado<br />

cendal. Traía en las muñecas unas cuentas


de vidro, pero a él le dieron vislumbres de preciosas<br />

perlas orientales. Los cabellos, que en<br />

alguna manera tiraban a crines, él los marcó<br />

por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo<br />

resplandor al del mesmo sol escurecía. Y el<br />

aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada<br />

fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba<br />

de su boca un olor suave y aromático; y,<br />

finalmente, él la pintó en su imaginación de la<br />

misma traza y modo que lo había leído en sus<br />

libros de la otra princesa que vino a ver el mal<br />

ferido caballero, vencida de sus amores, con<br />

todos los adornos que aquí van puestos. Y era<br />

tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el<br />

tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí<br />

la buena doncella, no le desengañaban, las cuales<br />

pudieran hacer vomitar a otro que no fuera<br />

arriero; antes, le parecía que tenía entre sus<br />

brazos a la diosa de la hermosura. Y, teniéndola<br />

bien asida, con voz amorosa y baja le comenzó<br />

a decir:


-Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta<br />

señora, de poder pagar tamaña merced como la<br />

que con la vista de vuestra gran fermosura me<br />

habedes fecho, pero ha querido la fortuna, que<br />

no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme<br />

en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado<br />

que, aunque de mi voluntad quisiera<br />

satisfacer a la vuestra, fuera imposible. Y más,<br />

que se añade a esta imposibilidad otra mayor,<br />

que es la prometida fe que tengo dada a la sin<br />

par Dulcinea del Toboso, única señora de mis<br />

más escondidos pensamientos; que si esto no<br />

hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio<br />

caballero que dejara pasar en blanco la venturosa<br />

ocasión en que vuestra gran bondad me ha<br />

puesto.<br />

Maritornes estaba congojadísima y trasudando,<br />

de verse tan asida de don <strong>Quijote</strong>, y, sin entender<br />

ni estar atenta a las razones que le decía,<br />

procuraba, sin hablar palabra, desasirse. El<br />

bueno del arriero, a quien tenían despierto sus


malos deseos, desde el punto que entró su coima<br />

por la puerta, la sintió; estuvo atentamente<br />

escuchando todo lo que don <strong>Quijote</strong> decía, y,<br />

celoso de que la asturiana le hubiese faltado la<br />

palabra por otro, se fue llegando más al lecho<br />

de don <strong>Quijote</strong>, y estúvose quedo hasta ver en<br />

qué paraban aquellas razones, que él no podía<br />

entender. Pero, como vio que la moza forcejaba<br />

por desasirse y don <strong>Quijote</strong> trabajaba por tenella,<br />

pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo<br />

en alto y descargó tan terrible puñada sobre las<br />

estrechas quijadas del enamorado caballero,<br />

que le bañó toda la boca en sangre; y, no contento<br />

con esto, se le subió encima de las costillas,<br />

y con los pies más que de trote, se las paseó<br />

todas de cabo a cabo.<br />

El lecho, que era un poco endeble y de no firmes<br />

fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura<br />

del arriero, dio consigo en el suelo, a cuyo<br />

gran ruido despertó el ventero, y luego imaginó<br />

que debían de ser pendencias de Maritornes,


porque, habiéndola llamado a voces, no respondía.<br />

Con esta sospecha se levantó, y, encendiendo<br />

un candil, se fue hacia donde había sentido<br />

la pelaza. La moza, viendo que su amo<br />

venía, y que era de condición terrible, toda medrosica<br />

y alborotada, se acogió a la cama de<br />

Sancho Panza, que aún dormía, y allí se acorrucó<br />

y se hizo un ovillo. El ventero entró diciendo:<br />

-¿Adónde estás, puta? A buen seguro que son<br />

tus cosas éstas.<br />

En esto, despertó Sancho, y, sintiendo aquel<br />

bulto casi encima de sí, pensó que tenía la pesadilla,<br />

y comenzó a dar puñadas a una y otra<br />

parte, y entre otras alcanzó con no sé cuántas a<br />

Maritornes, la cual, sentida del dolor, echando<br />

a rodar la honestidad, dio el retorno a Sancho<br />

con tantas que, a su despecho, le quitó el sueño;<br />

el cual, viéndose tratar de aquella manera y sin<br />

saber de quién, alzándose como pudo, se<br />

abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los


dos la más reñida y graciosa escaramuza del<br />

mundo.<br />

Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del candil<br />

del ventero, cuál andaba su dama, dejando a<br />

don <strong>Quijote</strong>, acudió a dalle el socorro necesario.<br />

Lo mismo hizo el ventero, pero con intención<br />

diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo<br />

sin duda que ella sola era la ocasión de<br />

toda aquella armonía. Y así como suele decirse:<br />

el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al<br />

palo, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza,<br />

la moza a él, el ventero a la moza, y todos<br />

menudeaban con tanta priesa que no se daban<br />

punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero<br />

se le apagó el candil, y, como quedaron ascuras,<br />

dábanse tan sin compasión todos a bulto que, a<br />

doquiera que ponían la mano, no dejaban cosa<br />

sana.<br />

Alojaba acaso aquella noche en la venta un<br />

cuadrillero de los que llaman de la Santa Hermandad<br />

Vieja de Toledo, el cual, oyendo ansi-


mesmo el estraño estruendo de la pelea, asió de<br />

su media vara y de la caja de lata de sus títulos,<br />

y entró ascuras en el aposento, diciendo:<br />

-¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la Santa<br />

Hermandad!<br />

Y el primero con quien topó fue con el apuñeado<br />

de don <strong>Quijote</strong>, que estaba en su derribado<br />

lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno,<br />

y, echándole a tiento mano a las barbas, no cesaba<br />

de decir:<br />

-¡Favor a la justicia!<br />

Pero, viendo que el que tenía asido no se bullía<br />

ni meneaba, se dio a entender que estaba muerto,<br />

y que los que allí dentro estaban eran sus<br />

matadores; y con esta sospecha reforzó la voz,<br />

diciendo:<br />

-¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no se<br />

vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre!


Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual dejó la<br />

pendencia en el grado que le tomó la voz. Retiróse<br />

el ventero a su aposento, el arriero a sus<br />

enjalmas, la moza a su rancho; solos los desventurados<br />

don <strong>Quijote</strong> y Sancho no se pudieron<br />

mover de donde estaban. Soltó en esto el cuadrillero<br />

la barba de don <strong>Quijote</strong>, y salió a buscar<br />

luz para buscar y prender los delincuentes;<br />

mas no la halló, porque el ventero, de industria,<br />

había muerto la lámpara cuando se retiró a su<br />

estancia, y fuele forzoso acudir a la chimenea,<br />

donde, con mucho trabajo y tiempo, encendió<br />

el cuadrillero otro candil.


Capítulo XVII<br />

<strong>Don</strong>de se prosiguen los innumerables trabajos<br />

que el bravo don <strong>Quijote</strong> y su buen escudero<br />

Sancho Panza pasaron en la venta que,<br />

por su mal, pensó que era castillo<br />

Había ya vuelto en este tiempo de su parasismo<br />

don <strong>Quijote</strong>, y, con el mesmo tono de voz con<br />

que el día antes había llamado a su escudero,<br />

cuando estaba tendido en el val de las estacas,<br />

le comenzó a llamar, diciendo:<br />

-Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo<br />

Sancho?<br />

-¿Qué tengo de dormir, pesia a mí -respondió<br />

Sancho, lleno de pesadumbre y de despecho-;<br />

que no parece sino que todos los diablos han<br />

andado conmigo esta noche?<br />

-Puédeslo creer ansí, sin duda -respondió don<br />

<strong>Quijote</strong>-, porque, o yo sé poco, o este castillo es


encantado. Porque has de saber... Mas, esto que<br />

ahora quiero decirte hasme de jurar que lo<br />

tendrás secreto hasta después de mi muerte.<br />

-Sí juro -respondió Sancho.<br />

-Dígolo -replicó don <strong>Quijote</strong>-, porque soy enemigo<br />

de que se quite la honra a nadie.<br />

-Digo que sí juro -tornó a decir Sancho- que lo<br />

callaré hasta después de los días de vuestra<br />

merced, y plega a Dios que lo pueda descubrir<br />

mañana.<br />

-¿Tan malas obras te hago, Sancho -respondió<br />

don <strong>Quijote</strong>-, que me querrías ver muerto con<br />

tanta brevedad?<br />

-No es por eso -respondió Sancho-, sino porque<br />

soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no<br />

querría que se me pudriesen de guardadas.<br />

-Sea por lo que fuere -dijo don <strong>Quijote</strong>-; que<br />

más fío de tu amor y de tu cortesía; y así, has de


saber que esta noche me ha sucedido una de las<br />

más estrañas aventuras que yo sabré encarecer;<br />

y, por contártela en breve, sabrás que poco ha<br />

que a mí vino la hija del señor deste castillo,<br />

que es la más apuesta y fermosa doncella que<br />

en gran parte de la tierra se puede hallar. ¿Qué<br />

te podría decir del adorno de su persona? ¿Qué<br />

de su gallardo entendimiento? ¿Qué de otras<br />

cosas ocultas, que, por guardar la fe que debo a<br />

mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar<br />

intactas y en silencio? Sólo te quiero decir que,<br />

envidioso el cielo de tanto bien como la ventura<br />

me había puesto en las manos, o quizá, y esto<br />

es lo más cierto, que, como tengo dicho, es encantado<br />

este castillo, al tiempo que yo estaba<br />

con ella en dulcísimos y amorosísimos coloquios,<br />

sin que yo la viese ni supiese por dónde<br />

venía, vino una mano pegada a algún brazo de<br />

algún descomunal gigante y asentóme una puñada<br />

en las quijadas, tal, que las tengo todas<br />

bañadas en sangre; y después me molió de tal<br />

suerte que estoy peor que ayer cuando los ga-


llegos, que, por demasías de Rocinante, nos<br />

hicieron el agravio que sabes. Por donde conjeturo<br />

que el tesoro de la fermosura desta doncella<br />

le debe de guardar algún encantado moro, y<br />

no debe de ser para mí.<br />

-Ni para mí tampoco -respondió Sancho-, porque<br />

más de cuatrocientos moros me han aporreado<br />

a mí, de manera que el molimiento de<br />

las estacas fue tortas y pan pintado. Pero dígame,<br />

señor, ¿cómo llama a ésta buena y rara<br />

aventura, habiendo quedado della cual quedamos?<br />

Aun vuestra merced menos mal, pues<br />

tuvo en sus manos aquella incomparable fermosura<br />

que ha dicho, pero yo, ¿qué tuve sino<br />

los mayores porrazos que pienso recebir en<br />

toda mi vida? ¡Desdichado de mí y de la madre<br />

que me parió, que ni soy caballero andante, ni<br />

lo pienso ser jamás, y de todas las malandanzas<br />

me cabe la mayor parte!<br />

-Luego, ¿también estás tú aporreado? -<br />

respondió don <strong>Quijote</strong>.


-¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje? -dijo<br />

Sancho.<br />

-No tengas pena, amigo -dijo don <strong>Quijote</strong>-, que<br />

yo haré agora el bálsamo precioso con que sanaremos<br />

en un abrir y cerrar de ojos.<br />

Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero,<br />

y entró a ver el que pensaba que era<br />

muerto; y, así como le vio entrar Sancho, viéndole<br />

venir en camisa y con su paño de cabeza y<br />

candil en la mano, y con una muy mala cara,<br />

preguntó a su amo:<br />

-Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro encantado,<br />

que nos vuelve a castigar, si se dejó algo en el<br />

tintero?<br />

-No puede ser el moro -respondió don <strong>Quijote</strong>-,<br />

porque los encantados no se dejan ver de nadie.<br />

-Si no se dejan ver, déjanse sentir -dijo Sancho-;<br />

si no, díganlo mis espaldas.


-También lo podrían decir las mías -respondió<br />

don <strong>Quijote</strong>-, pero no es bastante indicio ése<br />

para creer que este que se vee sea el encantado<br />

moro.<br />

Llegó el cuadrillero, y, como los halló hablando<br />

en tan sosegada conversación, quedó suspenso.<br />

Bien es verdad que aún don <strong>Quijote</strong> se estaba<br />

boca arriba, sin poderse menear, de puro molido<br />

y emplastado. Llegóse a él el cuadrillero y<br />

díjole:<br />

-Pues, ¿cómo va, buen hombre?<br />

-Hablara yo más bien criado -respondió don<br />

<strong>Quijote</strong>-, si fuera que vos.<br />

¿Úsase en esta tierra hablar desa suerte a los<br />

caballeros andantes, majadero?<br />

El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un<br />

hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir,<br />

y, alzando el candil con todo su aceite, dio a


don <strong>Quijote</strong> con él en la cabeza, de suerte que le<br />

dejó muy bien descalabrado; y, como todo<br />

quedó ascuras, salióse luego; y Sancho Panza<br />

dijo:<br />

-Sin duda, señor, que éste es el moro encantado,<br />

y debe de guardar el tesoro para otros, y<br />

para nosotros sólo guarda las puñadas y los<br />

candilazos.<br />

-Así es -respondió don <strong>Quijote</strong>-, y no hay que<br />

hacer caso destas cosas de encantamentos, ni<br />

hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas;<br />

que, como son invisibles y fantásticas, no hallaremos<br />

de quién vengarnos, aunque más lo procuremos.<br />

Levántate, Sancho, si puedes, y llama<br />

al alcaide desta fortaleza, y procura que se me<br />

dé un poco de aceite, vino, sal y romero para<br />

hacer el salutífero bálsamo; que en verdad que<br />

creo que lo he bien menester ahora, porque se<br />

me va mucha sangre de la herida que esta fantasma<br />

me ha dado.


Levántose Sancho con harto dolor de sus huesos,<br />

y fue ascuras donde estaba el ventero; y,<br />

encontrándose con el cuadrillero, que estaba<br />

escuchando en qué paraba su enemigo, le dijo:<br />

-Señor, quien quiera que seáis, hacednos merced<br />

y beneficio de darnos un poco de romero,<br />

aceite, sal y vino, que es menester para curar<br />

uno de los mejores caballeros andantes que hay<br />

en la tierra, el cual yace en aquella cama, malferido<br />

por las manos del encantado moro que<br />

está en esta venta.<br />

Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre<br />

falto de seso; y, porque ya comenzaba a<br />

amanecer, abrió la puerta de la venta, y, llamando<br />

al ventero, le dijo lo que aquel buen<br />

hombre quería. El ventero le proveyó de cuanto<br />

quiso, y Sancho se lo llevó a don <strong>Quijote</strong>, que<br />

estaba con las manos en la cabeza, quejándose<br />

del dolor del candilazo, que no le había hecho<br />

más mal que levantarle dos chichones algo crecidos,<br />

y lo que él pensaba que era sangre no era


sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada<br />

tormenta.<br />

En resolución, él tomó sus simples, de los cuales<br />

hizo un compuesto, mezclándolos todos y<br />

cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció<br />

que estaban en su punto. Pidió luego alguna<br />

redoma para echallo, y, como no la hubo en la<br />

venta, se resolvió de ponello en una alcuza o<br />

aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le<br />

hizo grata donación. Y luego dijo sobre la alcuza<br />

más de ochenta paternostres y otras tantas<br />

avemarías, salves y credos, y a cada palabra<br />

acompañaba una cruz, a modo de bendición; a<br />

todo lo cual se hallaron presentes Sancho, el<br />

ventero y cuadrillero; que ya el arriero sosegadamente<br />

andaba entendiendo en el beneficio de<br />

sus machos.<br />

Hecho esto, quiso él mesmo hacer luego la esperiencia<br />

de la virtud de aquel precioso bálsamo<br />

que él se imaginaba; y así, se bebió, de lo<br />

que no pudo caber en la alcuza y quedaba en la


olla donde se había cocido, casi media azumbre;<br />

y apenas lo acabó de beber, cuando comenzó<br />

a vomitar de manera que no le quedó<br />

cosa en el estómago; y con las ansias y agitación<br />

del vómito le dio un sudor copiosísimo, por lo<br />

cual mandó que le arropasen y le dejasen solo.<br />

Hiciéronlo ansí, y quedóse dormido más de tres<br />

horas, al cabo de las cuales despertó y se sintió<br />

aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejor<br />

de su quebrantamiento que se tuvo por sano; y<br />

verdaderamente creyó que había acertado con<br />

el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio<br />

podía acometer desde allí adelante, sin temor<br />

alguno, cualesquiera ruinas, batallas y<br />

pendencias, por peligrosas que fuesen.<br />

Sancho Panza, que también tuvo a milagro la<br />

mejoría de su amo, le rogó que le diese a él lo<br />

que quedaba en la olla, que no era poca cantidad.<br />

Concedióselo don <strong>Quijote</strong>, y él, tomándola a<br />

dos manos, con buena fe y mejor talante, se la


echó a pechos, y envasó bien poco menos que<br />

su amo. Es, pues, el caso que el estómago del<br />

pobre Sancho no debía de ser tan delicado como<br />

el de su amo, y así, primero que vomitase,<br />

le dieron tantas ansias y bascas, con tantos trasudores<br />

y desmayos que él pensó bien y verdaderamente<br />

que era llegada su última hora; y,<br />

viéndose tan afligido y congojado, maldecía el<br />

bálsamo y al ladrón que se lo había dado.<br />

Viéndole así don <strong>Quijote</strong>, le dijo:<br />

-Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de<br />

no ser armado caballero, porque tengo para mí<br />

que este licor no debe de aprovechar a los que<br />

no lo son.<br />

-Si eso sabía vuestra merced -replicó Sancho-,<br />

¡mal haya yo y toda mi parentela!, ¿para qué<br />

consintió que lo gustase?<br />

En esto, hizo su operación el brebaje, y comenzó<br />

el pobre escudero a desaguarse por entrambas<br />

canales, con tanta priesa que la estera


de enea, sobre quien se había vuelto a echar, ni<br />

la manta de anjeo con que se cubría, fueron más<br />

de provecho. Sudaba y trasudaba con tales parasismos<br />

y accidentes, que no solamente él, sino<br />

todos pensaron que se le acababa la vida. Duróle<br />

esta borrasca y mala andanza casi dos horas,<br />

al cabo de las cuales no quedó como su amo,<br />

sino tan molido y quebrantado que no se podía<br />

tener.<br />

Pero don <strong>Quijote</strong>, que, como se ha dicho, se<br />

sintió aliviado y sano, quiso partirse luego a<br />

buscar aventuras, pareciéndole que todo el<br />

tiempo que allí se tardaba era quitársele al<br />

mundo y a los en él menesterosos de su favor y<br />

amparo; y más con la seguridad y confianza<br />

que llevaba en su bálsamo. Y así, forzado deste<br />

deseo, él mismo ensilló a Rocinante y enalbardó<br />

al jumento de su escudero, a quien también<br />

ayudó a vestir y a subir en el asno. Púsose luego<br />

a caballo, y, llegándose a un rincón de la


venta, asió de un lanzón que allí estaba, para<br />

que le sirviese de lanza.<br />

Estábanle mirando todos cuantos había en la<br />

venta, que pasaban de más de veinte personas;<br />

mirábale también la hija del ventero, y él también<br />

no quitaba los ojos della, y de cuando en<br />

cuando arrojaba un sospiro que parecía que le<br />

arrancaba de lo profundo de sus entrañas, y<br />

todos pensaban que debía de ser del dolor que<br />

sentía en las costillas; a lo menos, pensábanlo<br />

aquellos que la noche antes le habían visto<br />

bizmar.<br />

Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto a la<br />

puerta de la venta, llamó al ventero, y con voz<br />

muy reposada y grave le dijo:<br />

-Muchas y muy grandes son las mercedes, señor<br />

alcaide, que en este vuestro castillo he recebido,<br />

y quedo obligadísimo a agradecéroslas<br />

todos los días de mi vida. Si os las puedo pagar<br />

en haceros vengado de algún soberbio que os


haya fecho algún agravio, sabed que mi oficio<br />

no es otro sino valer a los que poco pueden, y<br />

vengar a los que reciben tuertos, y castigar alevosías.<br />

Recorred vuestra memoria, y si halláis<br />

alguna cosa deste jaez que encomendarme, no<br />

hay sino decilla; que yo os prometo, por la orden<br />

de caballero que recebí, de faceros satisfecho<br />

y pagado a toda vuestra voluntad.<br />

El ventero le respondió con el mesmo sosiego:<br />

-Señor caballero, yo no tengo necesidad de que<br />

vuestra merced me vengue ningún agravio,<br />

porque yo sé tomar la venganza que me parece,<br />

cuando se me hacen. Sólo he menester que<br />

vuestra merced me pague el gasto que esta noche<br />

ha hecho en la venta, así de la paja y cebada<br />

de sus dos bestias, como de la cena y camas.<br />

-Luego, ¿venta es ésta? -replicó don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Y muy honrada -respondió el ventero.


-Engañado he vivido hasta aquí -respondió don<br />

<strong>Quijote</strong>-, que en verdad que pensé que era castillo,<br />

y no malo; pero, pues es ansí que no es<br />

castillo sino venta, lo que se podrá hacer por<br />

agora es que perdonéis por la paga, que yo no<br />

puedo contravenir a la orden de los caballeros<br />

andantes, de los cuales sé cierto, sin que hasta<br />

ahora haya leído cosa en contrario, que jamás<br />

pagaron posada ni otra cosa en venta donde<br />

estuviesen, porque se les debe de fuero y de<br />

derecho cualquier buen acogimiento que se les<br />

hiciere, en pago del insufrible trabajo que padecen<br />

buscando las aventuras de noche y de día,<br />

en invierno y en verano, a pie y a caballo, con<br />

sed y con hambre, con calor y con frío, sujetos a<br />

todas las inclemencias del cielo y a todos los<br />

incómodos de la tierra.<br />

-Poco tengo yo que ver en eso -respondió el<br />

ventero-; págueseme lo que se me debe, y<br />

dejémonos de cuentos ni de caballerías, que yo


no tengo cuenta con otra cosa que con cobrar<br />

mi hacienda.<br />

-Vos sois un sandio y mal hostalero -respondió<br />

don <strong>Quijote</strong>.<br />

Y, poniendo piernas al Rocinante y terciando su<br />

lanzón, se salió de la venta sin que nadie le detuviese,<br />

y él, sin mirar si le seguía su escudero,<br />

se alongó un buen trecho.<br />

El ventero, que le vio ir y que no le pagaba,<br />

acudió a cobrar de Sancho Panza, el cual dijo<br />

que, pues su señor no había querido pagar, que<br />

tampoco él pagaría; porque, siendo él escudero<br />

de caballero andante, como era, la mesma regla<br />

y razón corría por él como por su amo en no<br />

pagar cosa alguna en los mesones y ventas.<br />

Amohinóse mucho desto el ventero, y amenazóle<br />

que si no le pagaba, que lo cobraría de<br />

modo que le pesase. A lo cual Sancho respondió<br />

que, por la ley de caballería que su amo<br />

había recebido, no pagaría un solo cornado,


aunque le costase la vida; porque no había de<br />

perder por él la buena y antigua usanza de los<br />

caballeros andantes, ni se habían de quejar dél<br />

los escuderos de los tales que estaban por venir<br />

al mundo, reprochándole el quebrantamiento<br />

de tan justo fuero.<br />

Quiso la mala suerte del desdichado Sancho<br />

que, entre la gente que estaba en la venta, se<br />

hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros<br />

del Potro de Córdoba y dos vecinos de la<br />

Heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada,<br />

maleante y juguetona, los cuales, casi como<br />

instigados y movidos de un mesmo espíritu, se<br />

llegaron a Sancho, y, apeándole del asno, uno<br />

dellos entró por la manta de la cama del huésped,<br />

y, echándole en ella, alzaron los ojos y<br />

vieron que el techo era algo más bajo de lo que<br />

habían menester para su obra, y determinaron<br />

salirse al corral, que tenía por límite el cielo. Y<br />

allí, puesto Sancho en mitad de la manta, co-


menzaron a levantarle en alto y a holgarse con<br />

él como con perro por carnestolendas.<br />

Las voces que el mísero manteado daba fueron<br />

tantas, que llegaron a los oídos de su amo; el<br />

cual, determinándose a escuchar atentamente,<br />

creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta<br />

que claramente conoció que el que gritaba<br />

era su escudero; y, volviendo las riendas, con<br />

un penado galope llegó a la venta, y, hallándola<br />

cerrada, la rodeó por ver si hallaba por donde<br />

entrar; pero no hubo llegado a las paredes del<br />

corral, que no eran muy altas, cuando vio el<br />

mal juego que se le hacía a su escudero. Viole<br />

bajar y subir por el aire, con tanta gracia y presteza<br />

que, si la cólera le dejara, tengo para mí<br />

que se riera. Probó a subir desde el caballo a las<br />

bardas, pero estaba tan molido y quebrantado<br />

que aun apearse no pudo; y así, desde encima<br />

del caballo, comenzó a decir tantos denuestos y<br />

baldones a los que a Sancho manteaban, que no<br />

es posible acertar a escribillos; mas no por esto


cesaban ellos de su risa y de su obra, ni el volador<br />

Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con<br />

amenazas, ya con ruegos; mas todo aprovechaba<br />

poco, ni aprovechó, hasta que de puro cansados<br />

le dejaron.<br />

Trujéronle allí su asno, y, subiéndole encima, le<br />

arroparon con su gabán. Y la compasiva de<br />

Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser<br />

bien socorrelle con un jarro de agua, y así, se le<br />

trujo del pozo, por ser más frío. Tomóle Sancho,<br />

y llevándole a la boca, se paró a las voces que<br />

su amo le daba, diciendo:<br />

-¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la bebas,<br />

que te matará! ¿Ves? Aquí tengo el santísimo<br />

bálsamo -y enseñábale la alcuza del brebaje-,<br />

que con dos gotas que dél bebas sanarás sin<br />

duda.<br />

A estas voces volvió Sancho los ojos, como de<br />

través, y dijo con otras mayores:


-¿Por dicha hásele olvidado a vuestra merced<br />

como yo no soy caballero, o quiere que acabe<br />

de vomitar las entrañas que me quedaron de<br />

anoche?<br />

Guárdese su licor con todos los diablos y déjeme<br />

a mí.<br />

Y el acabar de decir esto y el comenzar a beber<br />

todo fue uno; mas, como al primer trago vio<br />

que era agua, no quiso pasar adelante, y rogó a<br />

Maritornes que se le trujese de vino, y así lo<br />

hizo ella de muy buena voluntad, y lo pagó de<br />

su mesmo dinero; porque, en efecto, se dice<br />

della que, aunque estaba en aquel trato, tenía<br />

unas sombras y lejos de cristiana.<br />

Así como bebió Sancho, dio de los carcaños a su<br />

asno, y, abriéndole la puerta de la venta de par<br />

en par, se salió della, muy contento de no haber<br />

pagado nada y de haber salido con su intención,<br />

aunque había sido a costa de sus acostumbrados<br />

fiadores, que eran sus espaldas.


Verdad es que el ventero se quedó con sus alforjas<br />

en pago de lo que se le debía; mas Sancho<br />

no las echó menos, según salió turbado. Quiso<br />

el ventero atrancar bien la puerta así como le<br />

vio fuera, mas no lo consintieron los manteadores,<br />

que eran gente que, aunque don <strong>Quijote</strong><br />

fuera verdaderamente de los caballeros andantes<br />

de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos<br />

ardites.


Capítulo XVIII<br />

<strong>Don</strong>de se cuentan las razones que pasó Sancho<br />

Panza con su señor <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong>, con otras<br />

aventuras dignas de ser contadas<br />

Llegó Sancho a su amo marchito y desmayado;<br />

tanto, que no podía arrear a su jumento. Cuando<br />

así le vio don <strong>Quijote</strong>, le dijo:<br />

-Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que<br />

aquel castillo o venta, de que es encantado sin<br />

duda; porque aquellos que tan atrozmente tomaron<br />

pasatiempo contigo, ¿qué podían ser<br />

sino fantasmas y gente del otro mundo? Y confirmo<br />

esto por haber visto que, cuando estaba<br />

por las bardas del corral mirando los actos de<br />

tu triste tragedia, no me fue posible subir por<br />

ellas, ni menos pude apearme de Rocinante,<br />

porque me debían de tener encantado; que te<br />

juro, por la fe de quien soy, que si pudiera subir<br />

o apearme, que yo te hiciera vengado de manera<br />

que aquellos follones y malandrines se acor-


daran de la burla para siempre, aunque en ello<br />

supiera contravenir a las leyes de la caballería,<br />

que, como ya muchas veces te he dicho, no consienten<br />

que caballero ponga mano contra quien<br />

no lo sea, si no fuere en defensa de su propria<br />

vida y persona, en caso de urgente y gran necesidad.<br />

-También me vengara yo si pudiera, fuera o no<br />

fuera armado caballero, pero no pude; aunque<br />

tengo para mí que aquellos que se holgaron<br />

conmigo no eran fantasmas ni hombres encantados,<br />

como vuestra merced dice, sino hombres<br />

de carne y hueso como nosotros; y todos, según<br />

los oí nombrar cuando me volteaban, tenían sus<br />

nombres: que el uno se llamaba Pedro Martínez,<br />

y el otro Tenorio Hernández, y el ventero<br />

oí que se llamaba Juan Palomeque el Zurdo.<br />

Así que, señor, el no poder saltar las bardas del<br />

corral, ni apearse del caballo, en ál estuvo que<br />

en encantamentos. Y lo que yo saco en limpio<br />

de todo esto es que estas aventuras que anda-


mos buscando, al cabo al cabo, nos han de traer<br />

a tantas desventuras que no sepamos cuál es<br />

nuestro pie derecho. Y lo que sería mejor y más<br />

acertado, según mi poco entendimiento, fuera<br />

el volvernos a nuestro lugar, ahora que es<br />

tiempo de la siega y de entender en la hacienda,<br />

dejándonos de andar de Ceca en Meca y de<br />

zoca en colodra, como dicen.<br />

-¡Qué poco sabes, Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-,<br />

de achaque de caballería! Calla y ten paciencia,<br />

que día vendrá donde veas por vista de<br />

ojos cuán honrosa cosa es andar en este ejercicio.<br />

Si no, dime: ¿qué mayor contento puede<br />

haber en el mundo, o qué gusto puede igualarse<br />

al de vencer una batalla y al de triunfar de su<br />

enemigo? Ninguno, sin duda alguna.<br />

-Así debe de ser -respondió Sancho-, puesto<br />

que yo no lo sé; sólo sé que, después que somos<br />

caballeros andantes, o vuestra merced lo es<br />

(que yo no hay para qué me cuente en tan honroso<br />

número), jamás hemos vencido batalla


alguna, si no fue la del vizcaíno, y aun de aquélla<br />

salió vuestra merced con media oreja y media<br />

celada menos; que, después acá, todo ha<br />

sido palos y más palos, puñadas y más puñadas,<br />

llevando yo de ventaja el manteamiento y<br />

haberme sucedido por personas encantadas, de<br />

quien no puedo vengarme, para saber hasta<br />

dónde llega el gusto del vencimiento del enemigo,<br />

como vuestra merced dice.<br />

-Ésa es la pena que yo tengo y la que tú debes<br />

tener, Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-; pero, de<br />

aquí adelante, yo procuraré haber a las manos<br />

alguna espada hecha por tal maestría, que al<br />

que la trujere consigo no le puedan hacer<br />

ningún género de encantamentos; y aun podría<br />

ser que me deparase la ventura aquella de<br />

Amadís, cuando se llamaba el Caballero de la<br />

Ardiente Espada, que fue una de las mejores<br />

espadas que tuvo caballero en el mundo, porque,<br />

fuera que tenía la virtud dicha, cortaba<br />

como una navaja, y no había armadura, por


fuerte y encantada que fuese, que se le parase<br />

delante.<br />

-Yo soy tan venturoso -dijo Sancho- que, cuando<br />

eso fuese y vuestra merced viniese a hallar<br />

espada semejante, sólo vendría a servir y aprovechar<br />

a los armados caballeros, como el<br />

bálsamo; y los escuderos, que se los papen duelos.<br />

-No temas eso, Sancho -dijo don <strong>Quijote</strong>-, que<br />

mejor lo hará el cielo contigo.<br />

Es estos coloquios iban don <strong>Quijote</strong> y su escudero,<br />

cuando vio don <strong>Quijote</strong> que por el camino<br />

que iban venía hacia ellos una grande y espesa<br />

polvareda; y, en viéndola, se volvió a Sancho y<br />

le dijo:<br />

-Éste es el día, ¡oh Sancho!, en el cual se ha de<br />

ver el bien que me tiene guardado mi suerte;<br />

éste es el día, digo, en que se ha de mostrar,<br />

tanto como en otro alguno, el valor de mi bra-


zo, y en el que tengo de hacer obras que queden<br />

escritas en el libro de la Fama por todos los<br />

venideros siglos.<br />

¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho?<br />

Pues toda es cuajada de un copiosísimo<br />

ejército que de diversas e innumerables gentes<br />

por allí viene marchando.<br />

-A esa cuenta, dos deben de ser -dijo Sancho-,<br />

porque desta parte contraria se levanta asimesmo<br />

otra semejante polvareda.<br />

Volvió a mirarlo don <strong>Quijote</strong>, y vio que así era<br />

la verdad; y, alegrándose sobremanera, pensó,<br />

sin duda alguna, que eran dos ejércitos que<br />

venían a embestirse y a encontrarse en mitad<br />

de aquella espaciosa llanura; porque tenía a<br />

todas horas y momentos llena la fantasía de<br />

aquellas batallas, encantamentos, sucesos, desatinos,<br />

amores, desafíos, que en los libros de<br />

caballerías se cuentan, y todo cuanto hablaba,<br />

pensaba o hacía era encaminado a cosas seme-


jantes. Y la polvareda que había visto la levantaban<br />

dos grandes manadas de ovejas y carneros<br />

que, por aquel mesmo camino, de dos diferentes<br />

partes venían, las cuales, con el polvo, no<br />

se echaron de ver hasta que llegaron cerca. Y<br />

con tanto ahínco afirmaba don <strong>Quijote</strong> que eran<br />

ejércitos, que Sancho lo vino a creer y a decirle:<br />

-Señor, ¿pues qué hemos de hacer nosotros?<br />

-¿Qué? -dijo don <strong>Quijote</strong>-: favorecer y ayudar a<br />

los menesterosos y desvalidos. Y has de saber,<br />

Sancho, que este que viene por nuestra frente le<br />

conduce y guía el grande emperador Alifanfarón,<br />

señor de la grande isla Trapobana; este<br />

otro que a mis espaldas marcha es el de su<br />

enemigo, el rey de los garamantas, Pentapolén<br />

del Arremangado Brazo, porque siempre entra<br />

en las batallas con el brazo derecho desnudo.<br />

-Pues, ¿por qué se quieren tan mal estos dos<br />

señores? -preguntó Sancho.


-Quierénse mal -respondió don <strong>Quijote</strong>- porque<br />

este Alefanfarón es un foribundo pagano y está<br />

enamorado de la hija de Pentapolín, que es una<br />

muy fermosa y además agraciada señora, y es<br />

cristiana, y su padre no se la quiere entregar al<br />

rey pagano si no deja primero la ley de su falso<br />

profeta Mahoma y se vuelve a la suya.<br />

-¡Para mis barbas -dijo Sancho-, si no hace muy<br />

bien Pentapolín, y que le tengo de ayudar en<br />

cuanto pudiere!<br />

-En eso harás lo que debes, Sancho -dijo don<br />

<strong>Quijote</strong>-, porque, para entrar en batallas semejantes,<br />

no se requiere ser armado caballero.<br />

-Bien se me alcanza eso -respondió Sancho-,<br />

pero, ¿dónde pondremos a este asno que estemos<br />

ciertos de hallarle después de pasada la<br />

refriega? Porque el entrar en ella en semejante<br />

caballería no creo que está en uso hasta agora.


-Así es verdad -dijo don <strong>Quijote</strong>-. Lo que puedes<br />

hacer dél es dejarle a sus aventuras, ora se<br />

pierda o no, porque serán tantos los caballos<br />

que tendremos, después que salgamos vencedores,<br />

que aun corre peligro Rocinante no le<br />

trueque por otro. Pero estáme atento y mira,<br />

que te quiero dar cuenta de los caballeros más<br />

principales que en estos dos ejércitos vienen. Y,<br />

para que mejor los veas y notes, retirémonos a<br />

aquel altillo que allí se hace, de donde se deben<br />

de descubrir los dos ejércitos.<br />

Hiciéronlo ansí, y pusierónse sobre una loma,<br />

desde la cual se vieran bien las dos manadas<br />

que a don <strong>Quijote</strong> se le hicieron ejército, si las<br />

nubes del polvo que levantaban no les turbara<br />

y cegara la vista; pero, con todo esto, viendo en<br />

su imaginación lo que no veía ni había, con voz<br />

levantada comenzó a decir:<br />

-Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes,<br />

que trae en el escudo un león coronado,<br />

rendido a los pies de una doncella, es el valero-


so Laurcalco, señor de la Puente de Plata; el<br />

otro de las armas de las flores de oro, que trae<br />

en el escudo tres coronas de plata en campo<br />

azul, es el temido Micocolembo, gran duque de<br />

Quirocia; el otro de los miembros giganteos,<br />

que está a su derecha mano, es el nunca medroso<br />

Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres<br />

Arabias, que viene armado de aquel cuero de<br />

serpiente, y tiene por escudo una puerta que,<br />

según es fama, es una de las del templo que<br />

derribó Sansón, cuando con su muerte se vengó<br />

de sus enemigos. Pero vuelve los ojos a estotra<br />

parte y verás delante y en la frente destotro<br />

ejército al siempre vencedor y jamás vencido<br />

Timonel de Carcajona, príncipe de la Nueva<br />

Vizcaya, que viene armado con las armas partidas<br />

a cuarteles, azules, verdes, blancas y amarillas,<br />

y trae en el escudo un gato de oro en<br />

campo leonado, con una letra que dice: Miau,<br />

que es el principio del nombre de su dama, que,<br />

según se dice, es la sin par Miulina, hija del<br />

duque Alfeñiquén del Algarbe; el otro, que car-


ga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana,<br />

que trae las armas como nieve blancas y el<br />

escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero<br />

novel, de nación francés, llamado Pierres<br />

Papín, señor de las baronías de Utrique; el<br />

otro, que bate las ijadas con los herrados carcaños<br />

a aquella pintada y ligera cebra, y trae las<br />

armas de los veros azules, es el poderoso duque<br />

de Nerbia, Espartafilardo del Bosque, que trae<br />

por empresa en el escudo una esparraguera,<br />

con una letra en castellano que dice así: Rastrea<br />

mi suerte.<br />

Y desta manera fue nombrando muchos caballeros<br />

del uno y del otro escuadrón, que él se<br />

imaginaba, y a todos les dio sus armas, colores,<br />

empresas y motes de improviso, llevado de la<br />

imaginación de su nunca vista locura; y, sin<br />

parar, prosiguió diciendo:<br />

-A este escuadrón frontero forman y hacen gentes<br />

de diversas naciones: aquí están los que<br />

bebían las dulces aguas del famoso Janto; los


montuosos que pisan los masílicos campos; los<br />

que criban el finísimo y menudo oro en la felice<br />

Arabia; los que gozan las famosas y frescas riberas<br />

del claro Termodonte; los que sangran<br />

por muchas y diversas vías al dorado Pactolo;<br />

los númidas, dudosos en sus promesas; los persas,<br />

arcos y flechas famosos; los partos, los medos,<br />

que pelean huyendo; los árabes, de mudables<br />

casas; los citas, tan crueles como blancos;<br />

los etiopes, de horadados labios, y otras infinitas<br />

naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque<br />

de los nombres no me acuerdo. En estotro<br />

escuadrón vienen los que beben las corrientes<br />

cristalinas del olivífero Betis; los que tersan y<br />

pulen sus rostros con el licor del siempre rico y<br />

dorado Tajo; los que gozan las provechosas<br />

aguas del divino Genil; los que pisan los tartesios<br />

campos, de pastos abundantes; los que se<br />

alegran en los elíseos jerezanos prados; los<br />

manchegos, ricos y coronados de rubias espigas;<br />

los de hierro vestidos, reliquias antiguas de<br />

la sangre goda; los que en Pisuerga se bañan,


famoso por la mansedumbre de su corriente;<br />

los que su ganado apacientan en las estendidas<br />

dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por<br />

su escondido curso; los que tiemblan con el frío<br />

del silvoso Pirineo y con los blancos copos del<br />

levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la<br />

Europa en sí contiene y encierra.<br />

¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas<br />

naciones nombró, dándole a cada una, con<br />

maravillosa presteza, los atributos que le pertenecían,<br />

todo absorto y empapado en lo que<br />

había leído en sus libros mentirosos!<br />

Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras,<br />

sin hablar ninguna, y, de cuando en cuando,<br />

volvía la cabeza a ver si veía los caballeros y<br />

gigantes que su amo nombraba; y, como no<br />

descubría a ninguno, le dijo:<br />

-Señor, encomiendo al diablo hombre, ni gigante,<br />

ni caballero de cuantos vuestra merced dice<br />

parece por todo esto; a lo menos, yo no los veo;


quizá todo debe ser encantamento, como las<br />

fantasmas de anoche.<br />

-¿Cómo dices eso? -respondió don <strong>Quijote</strong>-.<br />

¿No oyes el relinchar de los caballos, el tocar de<br />

los clarines, el ruido de los atambores?<br />

-No oigo otra cosa -respondió Sancho- sino muchos<br />

balidos de ovejas y carneros.<br />

Y así era la verdad, porque ya llegaban cerca<br />

los dos rebaños.<br />

-El miedo que tienes -dijo don <strong>Quijote</strong>- te hace,<br />

Sancho, que ni veas ni oyas a derechas; porque<br />

uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos<br />

y hacer que las cosas no parezcan lo que<br />

son; y si es que tanto temes, retírate a una parte<br />

y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a<br />

la parte a quien yo diere mi ayuda.<br />

Y, diciendo esto, puso las espuelas a Rocinante,<br />

y, puesta la lanza en el ristre, bajó de la coste-


zuela como un rayo. Diole voces Sancho, diciéndole:<br />

-¡Vuélvase vuestra merced, señor don <strong>Quijote</strong>,<br />

que voto a Dios que son carneros y ovejas las<br />

que va a embestir! ¡Vuélvase, desdichado del<br />

padre que me engendró! ¿Qué locura es ésta?<br />

Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni<br />

gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros,<br />

ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo que<br />

hace? ¡Pecador soy yo a Dios!<br />

Ni por ésas volvió don <strong>Quijote</strong>; antes, en altas<br />

voces, iba diciendo:<br />

-¡Ea, caballeros, los que seguís y militáis debajo<br />

de las banderas del valeroso emperador Pentapolín<br />

del Arremangado Brazo, seguidme todos:<br />

veréis cuán fácilmente le doy venganza de su<br />

enemigo Alefanfarón de la Trapobana!<br />

Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón<br />

de las ovejas, y comenzó de alanceallas


con tanto coraje y denuedo como si de veras<br />

alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores<br />

y ganaderos que con la manada venían<br />

dábanle voces que no hiciese aquello; pero,<br />

viendo que no aprovechaban, desciñéronse las<br />

hondas y comenzaron a saludalle los oídos con<br />

piedras como el puño. <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> no se curaba<br />

de las piedras; antes, discurriendo a todas<br />

partes, decía:<br />

-¿Adónde estás, soberbio Alifanfuón? Vente a<br />

mí; que un caballero solo soy, que desea, de<br />

solo a solo, probar tus fuerzas y quitarte la vida,<br />

en pena de la que das al valeroso Pentapolín<br />

Garamanta.<br />

Llegó en esto una peladilla de arroyo, y, dándole<br />

en un lado, le sepultó dos costillas en el<br />

cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda<br />

que estaba muerto o malferido, y, acordándose<br />

de su licor, sacó su alcuza y púsosela a la boca,<br />

y comenzó a echar licor en el estómago; mas,<br />

antes que acabase de envasar lo que a él le pa-


ecía que era bastante, llegó otra almendra y<br />

diole en la mano y en el alcuza tan de lleno que<br />

se la hizo pedazos, llevándole de camino tres o<br />

cuatro dientes y muelas de la boca, y machucándole<br />

malamente dos dedos de la mano.<br />

Tal fue el golpe primero, y tal el segundo, que<br />

le fue forzoso al pobre caballero dar consigo del<br />

caballo abajo. Llegáronse a él los pastores y<br />

creyeron que le habían muerto; y así, con mucha<br />

priesa, recogieron su ganado, y cargaron de<br />

las reses muertas, que pasaban de siete, y, sin<br />

averiguar otra cosa, se fueron.<br />

Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta,<br />

mirando las locuras que su amo hacía, y<br />

arrancábase las barbas, maldiciendo la hora y el<br />

punto en que la fortuna se le había dado a conocer.<br />

Viéndole, pues, caído en el suelo, y que<br />

ya los pastores se habían ido, bajó de la cuesta y<br />

llegóse a él, y hallóle de muy mal arte, aunque<br />

no había perdido el sentido, y díjole:


-¿No le decía yo, señor don <strong>Quijote</strong>, que se volviese,<br />

que los que iba a acometer no eran ejércitos,<br />

sino manadas de carneros?<br />

-Como eso puede desparecer y contrahacer<br />

aquel ladrón del sabio mi enemigo.<br />

Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales<br />

hacernos parecer lo que quieren, y este maligno<br />

que me persigue, envidioso de la gloria que vio<br />

que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto<br />

los escuadrones de enemigos en manadas de<br />

ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida,<br />

porque te desengañes y veas ser verdad lo<br />

que te digo: sube en tu asno y síguelos bonitamente,<br />

y verás cómo, en alejándose de aquí<br />

algún poco, se vuelven en su ser primero, y,<br />

dejando de ser carneros, son hombres hechos y<br />

derechos, como yo te los pinté primero... Pero<br />

no vayas agora, que he menester tu favor y<br />

ayuda; llégate a mí y mira cuántas muelas y<br />

dientes me faltan, que me parece que no me ha<br />

quedado ninguno en la boca.


Llegóse Sancho tan cerca que casi le metía los<br />

ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había<br />

obrado el bálsamo en el estómago de don <strong>Quijote</strong>;<br />

y, al tiempo que Sancho llegó a mirarle la<br />

boca, arrojó de sí, más recio que una escopeta,<br />

cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en las<br />

barbas del compasivo escudero.<br />

-¡Santa María! -dijo Sancho-, ¿y qué es esto que<br />

me ha sucedido? Sin duda, este pecador está<br />

herido de muerte, pues vomita sangre por la<br />

boca.<br />

Pero, reparando un poco más en ello, echó de<br />

ver en la color, sabor y olor, que no era sangre,<br />

sino el bálsamo de la alcuza que él le había visto<br />

beber; y fue tanto el asco que tomó que, revolviéndosele<br />

el estómago, vomitó las tripas<br />

sobre su mismo señor, y quedaron entrambos<br />

como de perlas. Acudió Sancho a su asno para<br />

sacar de las alforjas con qué limpiarse y con qué<br />

curar a su amo; y, como no las halló, estuvo a<br />

punto de perder el juicio. Maldíjose de nuevo, y


propuso en su corazón de dejar a su amo y volverse<br />

a su tierra, aunque perdiese el salario de<br />

lo servido y las esperanzas del gobierno de la<br />

prometida ínsula.<br />

Levantóse en esto don <strong>Quijote</strong>, y, puesta la mano<br />

izquierda en la boca, porque no se le acabasen<br />

de salir los dientes, asió con la otra las riendas<br />

de Rocinante, que nunca se había movido<br />

de junto a su amo -tal era de leal y bien acondicionado-,<br />

y fuese adonde su escudero estaba, de<br />

pechos sobre su asno, con la mano en la mejilla,<br />

en guisa de hombre pensativo además. Y, viéndole<br />

don <strong>Quijote</strong> de aquella manera, con muestras<br />

de tanta tristeza, le dijo:<br />

-Sábete, Sancho, que no es un hombre más que<br />

otro si no hace más que otro. Todas estas borrascas<br />

que nos suceden son señales de que<br />

presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos<br />

bien las cosas; porque no es posible que<br />

el mal ni el bien sean durables, y de aquí se<br />

sigue que, habiendo durado mucho el mal, el


ien está ya cerca. Así que, no debes congojarte<br />

por las desgracias que a mí me suceden, pues a<br />

ti no te cabe parte dellas.<br />

-¿Cómo no? -respondió Sancho-. Por ventura, el<br />

que ayer mantearon, ¿era otro que el hijo de mi<br />

padre? Y las alforjas que hoy me faltan, con<br />

todas mis alhajas, ¿son de otro que del mismo?<br />

-¿Que te faltan las alforjas, Sancho? -dijo don<br />

<strong>Quijote</strong>.<br />

-Sí que me faltan -respondió Sancho.<br />

-Dese modo, no tenemos qué comer hoy -<br />

replicó don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Eso fuera -respondió Sancho- cuando faltaran<br />

por estos prados las yerbas que vuestra merced<br />

dice que conoce, con que suelen suplir semejantes<br />

faltas los tan malaventurados andantes caballeros<br />

como vuestra merced es.


-Con todo eso -respondió don <strong>Quijote</strong>-, tomara<br />

yo ahora más aína un cuartal de pan, o una<br />

hogaza y dos cabezas de sardinas arenques,<br />

que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque<br />

fuera el ilustrado por el doctor Laguna.<br />

Mas, con todo esto, sube en tu jumento, Sancho<br />

el bueno, y vente tras mí; que Dios, que es proveedor<br />

de todas las cosas, no nos ha de faltar, y<br />

más andando tan en su servicio como andamos,<br />

pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los<br />

gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del<br />

agua; y es tan piadoso que hace salir su sol sobre<br />

los buenos y los malos, y llueve sobre los<br />

injustos y justos.<br />

-Más bueno era vuestra merced -dijo Sancho-<br />

para predicador que para caballero andante.<br />

-De todo sabían y han de saber los caballeros<br />

andantes, Sancho -dijo don <strong>Quijote</strong>-, porque<br />

caballero andante hubo en los pasados siglos<br />

que así se paraba a hacer un sermón o plática,<br />

en mitad de un campo real, como si fuera gra-


duado por la Universidad de París; de donde se<br />

infiere que nunca la lanza embotó la pluma, ni<br />

la pluma la lanza.<br />

-Ahora bien, sea así como vuestra merced dice -<br />

respondió Sancho-, vamos ahora de aquí, y<br />

procuremos donde alojar esta noche, y quiera<br />

Dios que sea en parte donde no haya mantas, ni<br />

manteadores, ni fantasmas, ni moros encantados;<br />

que si los hay, daré al diablo el hato y el<br />

garabato.<br />

-Pídeselo tú a Dios, hijo -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y<br />

guía tú por donde quisieres, que esta vez quiero<br />

dejar a tu eleción el alojarnos. Pero dame acá<br />

la mano y atiéntame con el dedo, y mira bien<br />

cuántos dientes y muelas me faltan deste lado<br />

derecho de la quijada alta, que allí siento el<br />

dolor.<br />

Metió Sancho los dedos, y, estándole tentando,<br />

le dijo:


-¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en<br />

esta parte?<br />

-Cuatro -respondió don <strong>Quijote</strong>-, fuera de la<br />

cordal, todas enteras y muy sanas.<br />

-Mire vuestra merced bien lo que dice, señor -<br />

respondió Sancho.<br />

-Digo cuatro, si no eran cinco -respondió don<br />

<strong>Quijote</strong>-, porque en toda mi vida me han sacado<br />

diente ni muela de la boca, ni se me ha caído<br />

ni comido de neguijón ni de reuma alguna.<br />

-Pues en esta parte de abajo -dijo Sancho- no<br />

tiene vuestra merced más de dos muelas y media,<br />

y en la de arriba, ni media ni ninguna, que<br />

toda está rasa como la palma de la mano.<br />

-¡Sin ventura yo! -dijo don <strong>Quijote</strong>, oyendo las<br />

tristes nuevas que su escudero le daba-, que<br />

más quisiera que me hubieran derribado un<br />

brazo, como no fuera el de la espada; porque te


hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es<br />

como molino sin piedra, y en mucho más se ha<br />

de estimar un diente que un diamante. Mas a<br />

todo esto estamos sujetos los que profesamos la<br />

estrecha orden de la caballería. Sube, amigo, y<br />

guía, que yo te seguiré al paso que quisieres.<br />

Hízolo así Sancho, y encaminóse hacia donde le<br />

pareció que podía hallar acogimiento, sin salir<br />

del camino real, que por allí iba muy seguido.<br />

Yéndose, pues, poco a poco, porque el dolor de<br />

las quijadas de don <strong>Quijote</strong> no le dejaba sosegar<br />

ni atender a darse priesa, quiso Sancho entretenelle<br />

y divertille diciéndole alguna cosa; y, entre<br />

otras que le dijo, fue lo que se dirá en el siguiente<br />

capítulo.


Capítulo XIX<br />

De las discretas razones que Sancho pasaba<br />

con su amo, y de la aventura que le sucedió<br />

con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos<br />

famosos<br />

-Paréceme, señor mío, que todas estas desventuras<br />

que estos días nos han sucedido, sin duda<br />

alguna han sido pena del pecado cometido por<br />

vuestra merced contra la orden de su caballería,<br />

no habiendo cumplido el juramento que hizo<br />

de no comer pan a manteles ni con la reina folgar,<br />

con todo aquello que a esto se sigue y<br />

vuestra merced juró de cumplir, hasta quitar<br />

aquel almete de Malandrino, o como se llama el<br />

moro, que no me acuerdo bien.<br />

-Tienes mucha razón, Sancho -dijo don <strong>Quijote</strong>-<br />

; mas, para decirte verdad, ello se me había<br />

pasado de la memoria; y también puedes tener<br />

por cierto que por la culpa de no habérmelo tú<br />

acordado en tiempo te sucedió aquello de la


manta; pero yo haré la enmienda, que modos<br />

hay de composición en la orden de la caballería<br />

para todo.<br />

-Pues, ¿juré yo algo, por dicha? -respondió Sancho.<br />

-No importa que no hayas jurado -dijo don<br />

<strong>Quijote</strong>-: basta que yo entiendo que de participantes<br />

no estás muy seguro, y, por sí o por no,<br />

no será malo proveernos de remedio.<br />

-Pues si ello es así -dijo Sancho-, mire vuestra<br />

merced no se le torne a olvidar esto, como lo<br />

del juramento; quizá les volverá la gana a las<br />

fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aun<br />

con vuestra merced si le ven tan pertinaz.<br />

En estas y otras pláticas les tomó la noche en<br />

mitad del camino, sin tener ni descubrir donde<br />

aquella noche se recogiesen; y lo que no había<br />

de bueno en ello era que perecían de hambre;<br />

que, con la falta de las alforjas, les faltó toda la


despensa y matalotaje. Y, para acabar de confirmar<br />

esta desgracia, les sucedió una aventura<br />

que, sin artificio alguno, verdaderamente lo<br />

parecía. Y fue que la noche cerró con alguna<br />

escuridad; pero, con todo esto, caminaban, creyendo<br />

Sancho que, pues aquel camino era real,<br />

a una o dos leguas, de buena razón, hallaría en<br />

él alguna venta.<br />

Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el<br />

escudero hambriento y el amo con gana de comer,<br />

vieron que por el mesmo camino que iban<br />

venían hacia ellos gran multitud de lumbres,<br />

que no parecían sino estrellas que se movían.<br />

Pasmóse Sancho en viéndolas, y don <strong>Quijote</strong> no<br />

las tuvo todas consigo; tiró el uno del cabestro a<br />

su asno, y el otro de las riendas a su rocino, y<br />

estuvieron quedos, mirando atentamente lo que<br />

podía ser aquello, y vieron que las lumbres se<br />

iban acercando a ellos, y mientras más se llegaban,<br />

mayores parecían; a cuya vista Sancho<br />

comenzó a temblar como un azogado, y los


cabellos de la cabeza se le erizaron a don <strong>Quijote</strong>;<br />

el cual, animándose un poco, dijo:<br />

-Ésta, sin duda, Sancho, debe de ser grandísima<br />

y peligrosísima aventura, donde será necesario<br />

que yo muestre todo mi valor y esfuerzo.<br />

-¡Desdichado de mí! -respondió Sancho-; si acaso<br />

esta aventura fuese de fantasmas, como me<br />

lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas que la<br />

sufran?<br />

-Por más fantasmas que sean -dijo don <strong>Quijote</strong>-,<br />

no consentiré yo que te toque en el pelo de la<br />

ropa; que si la otra vez se burlaron contigo, fue<br />

porque no pude yo saltar las paredes del corral,<br />

pero ahora estamos en campo raso, donde<br />

podré yo como quisiere esgremir mi espada.<br />

-Y si le encantan y entomecen, como la otra vez<br />

lo hicieron -dijo Sancho-, ¿qué aprovechará<br />

estar en campo abierto o no?


-Con todo eso -replicó don <strong>Quijote</strong>-, te ruego,<br />

Sancho, que tengas buen ánimo, que la experiencia<br />

te dará a entender el que yo tengo.<br />

-Sí tendré, si a Dios place -respondió Sancho.<br />

Y, apartándose los dos a un lado del camino,<br />

tornaron a mirar atentamente lo que aquello de<br />

aquellas lumbres que caminaban podía ser; y<br />

de allí a muy poco descubrieron muchos encamisados,<br />

cuya temerosa visión de todo punto<br />

remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó<br />

a dar diente con diente, como quien<br />

tiene frío de cuartana; y creció más el batir y<br />

dentellear cuando distintamente vieron lo que<br />

era, porque descubrieron hasta veinte encamisados,<br />

todos a caballo, con sus hachas encendidas<br />

en las manos; detrás de los cuales venía una<br />

litera cubierta de luto, a la cual seguían otros<br />

seis de a caballo, enlutados hasta los pies de las<br />

mulas; que bien vieron que no eran caballos en<br />

el sosiego con que caminaban. Iban los encamisados<br />

murmurando entre sí, con una voz baja y


compasiva. Esta estraña visión, a tales horas y<br />

en tal despoblado, bien bastaba para poner<br />

miedo en el corazón de Sancho, y aun en el de<br />

su amo; y así fuera en cuanto a don <strong>Quijote</strong>,<br />

que ya Sancho había dado al través con todo su<br />

esfuerzo. Lo contrario le avino a su amo, al cual<br />

en aquel punto se le representó en su imaginación<br />

al vivo que aquélla era una de las aventuras<br />

de sus libros.<br />

Figurósele que la litera eran andas donde debía<br />

de ir algún mal ferido o muerto caballero, cuya<br />

venganza a él solo estaba reservada; y, sin<br />

hacer otro discurso, enristró su lanzón, púsose<br />

bien en la silla, y con gentil brío y continente se<br />

puso en la mitad del camino por donde los encamisados<br />

forzosamente habían de pasar, y<br />

cuando los vio cerca alzó la voz y dijo:<br />

-Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis,<br />

y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís,<br />

adónde vais, qué es lo que en aquellas andas<br />

lleváis; que, según las muestras, o vosotros


habéis fecho, o vos han fecho, algún desaguisado,<br />

y conviene y es menester que yo lo sepa, o<br />

bien para castigaros del mal que fecistes, o bien<br />

para vengaros del tuerto que vos ficieron.<br />

-Vamos de priesa -respondió uno de los encamisados-<br />

y está la venta lejos, y no nos podemos<br />

detener a dar tanta cuenta como pedís.<br />

Y, picando la mula, pasó adelante. Sintióse desta<br />

respuesta grandemente don <strong>Quijote</strong>, y, trabando<br />

del freno, dijo:<br />

-Deteneos y sed más bien criado, y dadme<br />

cuenta de lo que os he preguntado; si no, conmigo<br />

sois todos en batalla.<br />

Era la mula asombradiza, y al tomarla del freno<br />

se espantó de manera que, alzándose en los<br />

pies, dio con su dueño por las ancas en el suelo.<br />

Un mozo que iba a pie, viendo caer al encamisado,<br />

comenzó a denostar a don <strong>Quijote</strong>, el<br />

cual, ya encolerizado, sin esperar más, enris-


trando su lanzón, arremetió a uno de los enlutados,<br />

y, mal ferido, dio con él en tierra; y, revolviéndose<br />

por los demás, era cosa de ver con<br />

la presteza que los acometía y desbarataba; que<br />

no parecía sino que en aquel instante le habían<br />

nacido alas a Rocinante, según andaba de ligero<br />

y orgulloso.<br />

Todos los encamisados era gente medrosa y sin<br />

armas, y así, con facilidad, en un momento dejaron<br />

la refriega y comenzaron a correr por<br />

aquel campo con las hachas encendidas, que no<br />

parecían sino a los de las máscaras que en noche<br />

de regocijo y fiesta corren. Los enlutados,<br />

asimesmo, revueltos y envueltos en sus faldamentos<br />

y lobas, no se podían mover; así que,<br />

muy a su salvo, don <strong>Quijote</strong> los apaleó a todos<br />

y les hizo dejar el sitio mal de su grado, porque<br />

todos pensaron que aquél no era hombre, sino<br />

diablo del infierno que les salía a quitar el<br />

cuerpo muerto que en la litera llevaban.


Todo lo miraba Sancho, admirado del ardimiento<br />

de su señor, y decía entre sí:<br />

-Sin duda este mi amo es tan valiente y esforzado<br />

como él dice.<br />

Estaba una hacha ardiendo en el suelo, junto al<br />

primero que derribó la mula, a cuya luz le pudo<br />

ver don <strong>Quijote</strong>; y, llegándose a él, le puso la<br />

punta del lanzón en el rostro, diciéndole que se<br />

rindiese; si no, que le mataría. A lo cual respondió<br />

el caído:<br />

-Harto rendido estoy, pues no me puedo mover,<br />

que tengo una pierna quebrada; suplico a<br />

vuestra merced, si es caballero cristiano, que no<br />

me mate; que cometerá un gran sacrilegio, que<br />

soy licenciado y tengo las primeras órdenes.<br />

-Pues, ¿quién diablos os ha traído aquí -dijo<br />

don <strong>Quijote</strong>-, siendo hombre de Iglesia?


-¿Quién, señor? -replicó el caído-: mi desventura.<br />

-Pues otra mayor os amenaza -dijo don <strong>Quijote</strong>-<br />

, si no me satisfacéis a todo cuanto primero os<br />

pregunté.<br />

-Con facilidad será vuestra merced satisfecho -<br />

respondió el licenciado-; y así, sabrá vuestra<br />

merced que, aunque denantes dije que yo era<br />

licenciado, no soy sino bachiller, y llámome<br />

Alonso López; soy natural de Alcobendas; vengo<br />

de la ciudad de Baeza con otros once sacerdotes,<br />

que son los que huyeron con las hachas;<br />

vamos a la ciudad de Segovia acompañando un<br />

cuerpo muerto, que va en aquella litera, que es<br />

de un caballero que murió en Baeza, donde fue<br />

depositado; y ahora, como digo, llevábamos sus<br />

huesos a su sepultura, que está en Segovia, de<br />

donde es natural.<br />

-¿Y quién le mató? -preguntó don <strong>Quijote</strong>.


-Dios, por medio de unas calenturas pestilentes<br />

que le dieron -respondió el bachiller.<br />

-Desa suerte -dijo don <strong>Quijote</strong>-, quitado me ha<br />

Nuestro Señor del trabajo que había de tomar<br />

en vengar su muerte si otro alguno le hubiera<br />

muerto; pero, habiéndole muerto quien le<br />

mató, no hay sino callar y encoger los hombros,<br />

porque lo mesmo hiciera si a mí mismo me matara.<br />

Y quiero que sepa vuestra reverencia que<br />

yo soy un caballero de la Mancha, llamado don<br />

<strong>Quijote</strong>, y es mi oficio y ejercicio andar por el<br />

mundo enderezando tuertos y desfaciendo<br />

agravios.<br />

-No sé cómo pueda ser eso de enderezar tuertos<br />

-dijo el bachiller-, pues a mí de derecho me<br />

habéis vuelto tuerto, dejándome una pierna<br />

quebrada, la cual no se verá derecha en todos<br />

los días de su vida; y el agravio que en mí habéis<br />

deshecho ha sido dejarme agraviado de manera<br />

que me quedaré agraviado para siempre; y


harta desventura ha sido topar con vos, que<br />

vais buscando aventuras.<br />

-No todas las cosas -respondió don <strong>Quijote</strong>-<br />

suceden de un mismo modo. El daño estuvo,<br />

señor bachiller Alonso López, en venir, como<br />

veníades, de noche, vestidos con aquellas sobrepellices,<br />

con las hachas encendidas, rezando,<br />

cubiertos de luto, que propiamente semejábades<br />

cosa mala y del otro mundo; y así, yo no<br />

pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos,<br />

y os acometiera aunque verdaderamente<br />

supiera que érades los memos satanases<br />

del infierno, que por tales os juzgué y tuve<br />

siempre.<br />

-Ya que así lo ha querido mi suerte -dijo el bachiller-,<br />

suplico a vuestra merced, señor caballero<br />

andante (que tan mala andanza me ha<br />

dado), me ayude a salir de debajo desta mula,<br />

que me tiene tomada una pierna entre el estribo<br />

y la silla.


-¡Hablara yo para mañana! -dijo don <strong>Quijote</strong>-. Y<br />

¿hasta cuándo aguardábades a decirme vuestro<br />

afán?<br />

Dio luego voces a Sancho Panza que viniese;<br />

pero él no se curó de venir, porque andaba<br />

ocupado desvalijando una acémila de repuesto<br />

que traían aquellos buenos señores, bien bastecida<br />

de cosas de comer. Hizo Sancho costal de<br />

su gabán, y, recogiendo todo lo que pudo y<br />

cupo en el talego, cargó su jumento, y luego<br />

acudió a las voces de su amo y ayudó a sacar al<br />

señor bachiller de la opresión de la mula; y,<br />

poniéndole encima della, le dio la hacha, y don<br />

<strong>Quijote</strong> le dijo que siguiese la derrota de sus<br />

compañeros, a quien de su parte pidiese<br />

perdón del agravio, que no había sido en su<br />

mano dejar de haberle hecho. Díjole también<br />

Sancho:<br />

-Si acaso quisieren saber esos señores quién ha<br />

sido el valeroso que tales los puso, diráles vuestra<br />

merced que es el famoso don <strong>Quijote</strong> de la


Mancha, que por otro nombre se llama el Caballero<br />

de la Triste Figura.<br />

Con esto, se fue el bachiller; y don <strong>Quijote</strong> preguntó<br />

a Sancho que qué le había movido a llamarle<br />

el Caballero de la Triste Figura, más entonces<br />

que nunca.<br />

-Yo se lo diré -respondió Sancho-: porque le he<br />

estado mirando un rato a la luz de aquella<br />

hacha que lleva aquel malandante, y verdaderamente<br />

tiene vuestra merced la más mala figura,<br />

de poco acá, que jamás he visto; y débelo de<br />

haber causado, o ya el cansancio deste combate,<br />

o ya la falta de las muelas y dientes.<br />

-No es eso -respondió don <strong>Quijote</strong>-, sino que el<br />

sabio, a cuyo cargo debe de estar el escribir la<br />

historia de mis hazañas, le habrá parecido que<br />

será bien que yo tome algún nombre apelativo,<br />

como lo tomaban todos los caballeros pasados:<br />

cuál se llamaba el de la Ardiente Espada; cuál,<br />

el del Unicornio; aquel, de las <strong>Don</strong>cellas; aqués-


te, el del Ave Fénix; el otro, el Caballero del<br />

Grifo; estotro, el de la Muerte; y por estos nombres<br />

e insignias eran conocidos por toda la redondez<br />

de la tierra. Y así, digo que el sabio ya<br />

dicho te habrá puesto en la lengua y en el pensamiento<br />

ahora que me llamases el Caballero<br />

de la Triste Figura, como pienso llamarme desde<br />

hoy en adelante; y, para que mejor me cuadre<br />

tal nombre, determino de hacer pintar,<br />

cuando haya lugar, en mi escudo una muy triste<br />

figura.<br />

-No hay para qué gastar tiempo y dineros en<br />

hacer esa figura -dijo Sancho-, sino lo que se ha<br />

de hacer es que vuestra merced descubra la<br />

suya y dé rostro a los que le miraren; que, sin<br />

más ni más, y sin otra imagen ni escudo, le llamarán<br />

el de la Triste Figura; y créame que le<br />

digo verdad, porque le prometo a vuestra merced,<br />

señor, y esto sea dicho en burlas, que le<br />

hace tan mala cara la hambre y la falta de las


muelas, que, como ya tengo dicho, se podrá<br />

muy bien escusar la triste pintura.<br />

Rióse don <strong>Quijote</strong> del donaire de Sancho, pero,<br />

con todo, propuso de llamarse de aquel nombre<br />

en pudiendo pintar su escudo, o rodela, como<br />

había imaginado.<br />

En esto volvió el bachiller y le dijo a don <strong>Quijote</strong>:<br />

-Olvidábaseme de decir que advierta vuestra<br />

merced que queda descomulgado por haber<br />

puesto las manos violentamente en cosa sagrada:<br />

juxta illud: Si quis suadente diabolo, etc.<br />

-No entiendo ese latín -respondió don <strong>Quijote</strong>-,<br />

mas yo sé bien que no puse las manos, sino este<br />

lanzón; cuanto más, que yo no pensé que<br />

ofendía a sacerdotes ni a cosas de la Iglesia, a<br />

quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano<br />

que soy, sino a fantasmas y a vestiglos del<br />

otro mundo; y, cuando eso así fuese, en la me-


moria tengo lo que le pasó al Cid Ruy Díaz,<br />

cuando quebró la silla del embajador de aquel<br />

rey delante de Su Santidad del Papa, por lo cual<br />

lo descomulgó, y anduvo aquel día el buen Rodrigo<br />

de Vivar como muy honrado y valiente<br />

caballero.<br />

En oyendo esto el bachiller, se fue, como queda<br />

dicho, sin replicarle palabra. Quisiera don <strong>Quijote</strong><br />

mirar si el cuerpo que venía en la litera<br />

eran huesos o no, pero no lo consintió Sancho,<br />

diciéndole:<br />

-Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa<br />

aventura lo más a su salvo de todas las<br />

que yo he visto; esta gente, aunque vencida y<br />

desbaratada, podría ser que cayese en la cuenta<br />

de que los venció sola una persona, y, corridos<br />

y avergonzados desto, volviesen a rehacerse y a<br />

buscarnos, y nos diesen en qué entender. El<br />

jumento está como conviene, la montaña cerca,<br />

la hambre carga, no hay que hacer sino retirarnos<br />

con gentil compás de pies, y, como dicen,


váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la<br />

hogaza.<br />

Y, antecogiendo su asno, rogó a su señor que le<br />

siguiese; el cual, pareciéndole que Sancho tenía<br />

razón, sin volverle a replicar, le siguió. Y, a poco<br />

trecho que caminaban por entre dos montañuelas,<br />

se hallaron en un espacioso y escondido<br />

valle, donde se apearon; y Sancho alivió el jumento,<br />

y, tendidos sobre la verde yerba, con la<br />

salsa de su hambre, almorzaron, comieron, merendaron<br />

y cenaron a un mesmo punto, satisfaciendo<br />

sus estómagos con más de una fiambrera<br />

que los señores clérigos del difunto -que pocas<br />

veces se dejan mal pasar- en la acémila de<br />

su repuesto traían.<br />

Mas sucedióles otra desgracia, que Sancho la<br />

tuvo por la peor de todas, y fue que no tenían<br />

vino que beber, ni aun agua que llegar a la boca;<br />

y, acosados de la sed, dijo Sancho, viendo<br />

que el prado donde estaban estaba colmado de


verde y menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente<br />

capítulo.


Capítulo XX<br />

De la jamás vista ni oída aventura que con<br />

más poco peligro fue acabada de famoso caballero<br />

en el mundo, como la que acabó el valeroso<br />

don <strong>Quijote</strong> de la Mancha<br />

-No es posible, señor mío, sino que estas yerbas<br />

dan testimonio de que por aquí cerca debe de<br />

estar alguna fuente o arroyo que estas yerbas<br />

humedece; y así, será bien que vamos un poco<br />

más adelante, que ya toparemos donde podamos<br />

mitigar esta terrible sed que nos fatiga,<br />

que, sin duda, causa mayor pena que la hambre.<br />

Parecióle bien el consejo a don <strong>Quijote</strong>, y, tomando<br />

de la rienda a Rocinante, y Sancho del<br />

cabestro a su asno, después de haber puesto<br />

sobre él los relieves que de la cena quedaron,<br />

comenzaron a caminar por el prado arriba a<br />

tiento, porque la escuridad de la noche no les<br />

dejaba ver cosa alguna; mas, no hubieron an-


dado docientos pasos, cuando llegó a sus oídos<br />

un grande ruido de agua, como que de algunos<br />

grandes y levantados riscos se despeñaba.<br />

Alegróles el ruido en gran manera, y, parándose<br />

a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a<br />

deshora otro estruendo que les aguó el contento<br />

del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente<br />

era medroso y de poco ánimo. Digo<br />

que oyeron que daban unos golpes a compás,<br />

con un cierto crujir de hierros y cadenas, que,<br />

acompañados del furioso estruendo del agua,<br />

que pusieran pavor a cualquier otro corazón<br />

que no fuera el de don <strong>Quijote</strong>.<br />

Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos<br />

acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas<br />

hojas, movidas del blando viento, hacían un<br />

temeroso y manso ruido; de manera que la soledad,<br />

el sitio, la escuridad, el ruido del agua<br />

con el susurro de las hojas, todo causaba horror<br />

y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes<br />

cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana


llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el<br />

lugar donde se hallaban. Pero don <strong>Quijote</strong>,<br />

acompañado de su intrépido corazón, saltó<br />

sobre Rocinante, y, embrazando su rodela, terció<br />

su lanzón y dijo:<br />

-Sancho amigo, has de saber que yo nací, por<br />

querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro,<br />

para resucitar en ella la de oro, o la dorada,<br />

como suele llamarse. Yo soy aquél para quien<br />

están guardados los peligros, las grandes hazañas,<br />

los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez,<br />

quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda,<br />

los Doce de Francia y los Nueve de la Fama, y<br />

el que ha de poner en olvido los Platires, los<br />

Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y<br />

Belianises, con toda la caterva de los famosos<br />

caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo<br />

en este en que me hallo tales grandezas,<br />

estrañezas y fechos de armas, que escurezcan<br />

las más claras que ellos ficieron. Bien notas,<br />

escudero fiel y legal, las tinieblas desta noche,


su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo<br />

destos árboles, el temeroso ruido de aquella<br />

agua en cuya busca venimos, que parece que se<br />

despeña y derrumba desde los altos montes de<br />

la luna, y aquel incesable golpear que nos hiere<br />

y lastima los oídos; las cuales cosas, todas juntas<br />

y cada una por sí, son bastantes a infundir<br />

miedo, temor y espanto en el pecho del mesmo<br />

Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado<br />

a semejantes acontecimientos y aventuras.<br />

Pues todo esto que yo te pinto son incentivos<br />

y despertadores de mi ánimo, que ya hace<br />

que el corazón me reviente en el pecho, con el<br />

deseo que tiene de acometer esta aventura, por<br />

más dificultosa que se muestra. Así que, aprieta<br />

un poco las cinchas a Rocinante y quédate a<br />

Dios, y espérame aquí hasta tres días no más,<br />

en los cuales, si no volviere, puedes tú volverte<br />

a nuestra aldea, y desde allí, por hacerme merced<br />

y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a<br />

la incomparable señora mía Dulcinea que su


cautivo caballero murió por acometer cosas que<br />

le hiciesen digno de poder llamarse suyo.<br />

Cuando Sancho oyó las palabras de su amo,<br />

comenzó a llorar con la mayor ternura del<br />

mundo y a decille:<br />

-Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced<br />

acometer esta tan temerosa aventura: ahora es<br />

de noche, aquí no nos vee nadie, bien podemos<br />

torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque<br />

no bebamos en tres días; y, pues no hay<br />

quien nos vea, menos habrá quien nos note de<br />

cobardes; cuanto más, que yo he oído predicar<br />

al cura de nuestro lugar, que vuestra merced<br />

bien conoce, que quien busca el peligro perece<br />

en él; así que, no es bien tentar a Dios acometiendo<br />

tan desaforado hecho, donde no se puede<br />

escapar sino por milagro; y basta los que ha<br />

hecho el cielo con vuestra merced en librarle de<br />

ser manteado, como yo lo fui, y en sacarle vencedor,<br />

libre y salvo de entre tantos enemigos<br />

como acompañaban al difunto. Y, cuando todo


esto no mueva ni ablande ese duro corazón,<br />

muévale el pensar y creer que apenas se habrá<br />

vuestra merced apartado de aquí, cuando yo,<br />

de miedo, dé mi ánima a quien quisiere llevarla.<br />

Yo salí de mi tierra y dejé hijos y mujer por<br />

venir a servir a vuestra merced, creyendo valer<br />

más y no menos; pero, como la cudicia rompe<br />

el saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas,<br />

pues cuando más vivas las tenía de alcanzar<br />

aquella negra y malhadada ínsula que tantas<br />

veces vuestra merced me ha prometido, veo<br />

que, en pago y trueco della, me quiere ahora<br />

dejar en un lugar tan apartado del trato humano.<br />

Por un solo Dios, señor mío, que non se me<br />

faga tal desaguisado; y ya que del todo no quiera<br />

vuestra merced desistir de acometer este<br />

fecho, dilátelo, a lo menos, hasta la mañana;<br />

que, a lo que a mí me muestra la ciencia que<br />

aprendí cuando era pastor, no debe de haber<br />

desde aquí al alba tres horas, porque la boca de<br />

la Bocina está encima de la cabeza, y hace la<br />

media noche en la línea del brazo izquierdo.


-¿Cómo puedes tú, Sancho -dijo don <strong>Quijote</strong>-,<br />

ver dónde hace esa línea, ni dónde está esa boca<br />

o ese colodrillo que dices, si hace la noche<br />

tan escura que no parece en todo el cielo estrella<br />

alguna?<br />

-Así es -dijo Sancho-, pero tiene el miedo muchos<br />

ojos y vee las cosas debajo de tierra, cuanto<br />

más encima en el cielo; puesto que, por buen<br />

discurso, bien se puede entender que hay poco<br />

de aquí al día.<br />

-Falte lo que faltare -respondió don <strong>Quijote</strong>-;<br />

que no se ha de decir por mí, ahora ni en<br />

ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me apartaron<br />

de hacer lo que debía a estilo de caballero;<br />

y así, te ruego, Sancho, que calles; que Dios,<br />

que me ha puesto en corazón de acometer ahora<br />

esta tan no vista y tan temerosa aventura,<br />

tendrá cuidado de mirar por mi salud y de consolar<br />

tu tristeza. Lo que has de hacer es apretar<br />

bien las cinchas a Rocinante y quedarte aquí,<br />

que yo daré la vuelta presto, o vivo o muerto.


Viendo, pues, Sancho la última resolución de su<br />

amo y cuán poco valían con él sus lágrimas,<br />

consejos y ruegos, determinó de aprovecharse<br />

de su industria y hacerle esperar hasta el día, si<br />

pudiese; y así, cuando apretaba las cinchas al<br />

caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con<br />

el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante,<br />

de manera que cuando don <strong>Quijote</strong> se quiso<br />

partir, no pudo, porque el caballo no se podía<br />

mover sino a saltos. Viendo Sancho Panza el<br />

buen suceso de su embuste, dijo:<br />

-Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis<br />

lágrimas y plegarias, ha ordenado que no se<br />

pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar,<br />

y espolear, y dalle, será enojar a la fortuna<br />

y dar coces, como dicen, contra el aguijón.<br />

Desesperábase con esto don <strong>Quijote</strong>, y, por más<br />

que ponía las piernas al caballo, menos le podía<br />

mover; y, sin caer en la cuenta de la ligadura,<br />

tuvo por bien de sosegarse y esperar, o a que<br />

amaneciese, o a que Rocinante se menease, cre-


yendo, sin duda, que aquello venía de otra parte<br />

que de la industria de Sancho; y así, le dijo:<br />

-Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede<br />

moverse, yo soy contento de esperar a que ría<br />

el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en<br />

venir.<br />

-No hay que llorar -respondió Sancho-, que yo<br />

entretendré a vuestra merced contando cuentos<br />

desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear<br />

y echarse a dormir un poco sobre la verde<br />

yerba, a uso de caballeros andantes, para<br />

hallarse más descansado cuando llegue el día y<br />

punto de acometer esta tan desemejable aventura<br />

que le espera.<br />

-¿A qué llamas apear o a qué dormir? -dijo don<br />

<strong>Quijote</strong>-. ¿Soy yo, por ventura, de aquellos caballeros<br />

que toman reposo en los peligros?<br />

Duerme tú, que naciste para dormir, o haz lo<br />

que quisieres, que yo haré lo que viere que más<br />

viene con mi pretensión.


No se enoje vuestra merced, señor mío -<br />

respondió Sancho-, que no lo dije por tanto.<br />

Y, llegándose a él, puso la una mano en el<br />

arzón delantero y la otra en el otro, de modo<br />

que quedó abrazado con el muslo izquierdo de<br />

su amo, sin osarse apartar dél un dedo: tal era<br />

el miedo que tenía a los golpes, que todavía<br />

alternativamente sonaban. Díjole don <strong>Quijote</strong><br />

que contase algún cuento para entretenerle,<br />

como se lo había prometido, a lo que Sancho<br />

dijo que sí hiciera si le dejara el temor de lo que<br />

oía.<br />

-Pero, con todo eso, yo me esforzaré a decir una<br />

historia que, si la acierto a contar y no me van a<br />

la mano, es la mejor de las historias; y estéme<br />

vuestra merced atento, que ya comienzo. «Érase<br />

que se era, el bien que viniere para todos sea,<br />

y el mal, para quien lo fuere a buscar...» Y advierta<br />

vuestra merced, señor mío, que el principio<br />

que los antiguos dieron a sus consejas no<br />

fue así comoquiera, que fue una sentencia de


Catón Zonzorino, romano, que dice: "Y el mal,<br />

para quien le fuere a buscar", que viene aquí<br />

como anillo al dedo, para que vuestra merced<br />

se esté quedo y no vaya a buscar el mal a ninguna<br />

parte, sino que nos volvamos por otro<br />

camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos<br />

éste, donde tantos miedos nos sobresaltan.<br />

-Sigue tu cuento, Sancho -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y<br />

del camino que hemos de seguir déjame a mí el<br />

cuidado.<br />

-«Digo, pues -prosiguió Sancho-, que en un<br />

lugar de Estremadura había un pastor cabrerizo<br />

(quiero decir que guardaba cabras), el cual pastor<br />

o cabrerizo, como digo, de mi cuento, se<br />

llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba<br />

enamorado de una pastora que se llamaba Torralba,<br />

la cual pastora llamada Torralba era hija<br />

de un ganadero rico, y este ganadero rico...»<br />

-Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho -dijo<br />

don <strong>Quijote</strong>-, repitiendo dos veces lo que vas


diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente<br />

y cuéntalo como hombre de entendimiento,<br />

y si no, no digas nada.<br />

-De la misma manera que yo lo cuento -<br />

respondió Sancho-, se cuentan en mi tierra todas<br />

las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni<br />

es bien que vuestra merced me pida que haga<br />

usos nuevos.<br />

-Di como quisieres -respondió don <strong>Quijote</strong>-;<br />

que, pues la suerte quiere que no pueda dejar<br />

de escucharte, prosigue.<br />

-«Así que, señor mío de mi ánima -prosiguió<br />

Sancho-, que, como ya tengo dicho, este pastor<br />

andaba enamorado de Torralba, la pastora, que<br />

era una moza rolliza, zahareña y tiraba algo a<br />

hombruna, porque tenía unos pocos de bigotes,<br />

que parece que ahora la veo.»<br />

-Luego, ¿conocístela tú? -dijo don <strong>Quijote</strong>.


-No la conocí yo -respondió Sancho-, pero<br />

quien me contó este cuento me dijo que era tan<br />

cierto y verdadero que podía bien, cuando lo<br />

contase a otro, afirmar y jurar que lo había visto<br />

todo. «Así que, yendo días y viniendo días, el<br />

diablo, que no duerme y que todo lo añasca,<br />

hizo de manera que el amor que el pastor tenía<br />

a la pastora se volviese en omecillo y mala voluntad;<br />

y la causa fue, según malas lenguas,<br />

una cierta cantidad de celillos que ella le dio,<br />

tales que pasaban de la raya y llegaban a lo<br />

vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció<br />

de allí adelante que, por no verla, se quiso ausentar<br />

de aquella tierra e irse donde sus ojos no<br />

la viesen jamás. La Torralba, que se vio desdeñada<br />

del Lope, luego le quiso bien, mas que<br />

nunca le había querido.»<br />

-Ésa es natural condición de mujeres -dijo don<br />

<strong>Quijote</strong>-: desdeñar a quien las quiere y amar a<br />

quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho.


-«Sucedió -dijo Sancho- que el pastor puso por<br />

obra su determinación, y, antecogiendo sus<br />

cabras, se encaminó por los campos de Estremadura,<br />

para pasarse a los reinos de Portugal.<br />

La Torralba, que lo supo, se fue tras él, y seguíale<br />

a pie y descalza desde lejos, con un bordón<br />

en la mano y con unas alforjas al cuello, donde<br />

llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y<br />

otro de un peine, y no sé qué botecillo de mudas<br />

para la cara; mas, llevase lo que llevase, que<br />

yo no me quiero meter ahora en averiguallo,<br />

sólo diré que dicen que el pastor llegó con su<br />

ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella<br />

sazón iba crecido y casi fuera de madre, y por<br />

la parte que llegó no había barca ni barco, ni<br />

quien le pasase a él ni a su ganado de la otra<br />

parte, de lo que se congojó mucho, porque veía<br />

que la Torralba venía ya muy cerca y le había<br />

de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y<br />

lágrimas; mas, tanto anduvo mirando, que vio<br />

un pescador que tenía junto a sí un barco, tan<br />

pequeño que solamente podían caber en él una


persona y una cabra; y, con todo esto, le habló y<br />

concertó con él que le pasase a él y a trecientas<br />

cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco,<br />

y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó<br />

a volver, y tornó a pasar otra.» Tenga vuestra<br />

merced cuenta en las cabras que el pescador va<br />

pasando, porque si se pierde una de la memoria,<br />

se acabará el cuento y no será posible contar<br />

más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el<br />

desembarcadero de la otra parte estaba lleno de<br />

cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho<br />

tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por<br />

otra cabra, y otra, y otra...»<br />

-Haz cuenta que las pasó todas -dijo don <strong>Quijote</strong>-:<br />

no andes yendo y viniendo desa manera,<br />

que no acabarás de pasarlas en un año.<br />

-¿Cuántas han pasado hasta agora? -dijo Sancho.<br />

-¡Yo qué diablos sé! -respondió don <strong>Quijote</strong>-.


-He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta.<br />

Pues, por Dios, que se ha acabado el cuento,<br />

que no hay pasar adelante.<br />

-¿Cómo puede ser eso? -respondió don <strong>Quijote</strong>-<br />

. ¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras<br />

que han pasado, por estenso, que si se yerra<br />

una del número no puedes seguir adelante<br />

con la historia?<br />

-No señor, en ninguna manera -respondió Sancho-;<br />

porque, así como yo pregunté a vuestra<br />

merced que me dijese cuántas cabras habían<br />

pasado y me respondió que no sabía, en aquel<br />

mesmo instante se me fue a mí de la memoria<br />

cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de<br />

mucha virtud y contento.<br />

-¿De modo -dijo don <strong>Quijote</strong>- que ya la historia<br />

es acabada?<br />

-Tan acabada es como mi madre -dijo Sancho.


-Dígote de verdad -respondió don <strong>Quijote</strong>- que<br />

tú has contado una de las más nuevas consejas,<br />

cuento o historia, que nadie pudo pensar en el<br />

mundo; y que tal modo de contarla ni dejarla,<br />

jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la<br />

vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu<br />

buen discurso; mas no me maravillo, pues<br />

quizá estos golpes, que no cesan, te deben de<br />

tener turbado el entendimiento.<br />

-Todo puede ser -respondió Sancho-, mas yo sé<br />

que en lo de mi cuento no hay más que decir:<br />

que allí se acaba do comienza el yerro de la<br />

cuenta del pasaje de las cabras.<br />

-Acabe norabuena donde quisiere -dijo don<br />

<strong>Quijote</strong>-, y veamos si se puede mover Rocinante.<br />

Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar<br />

saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien<br />

atado.


En esto, parece ser, o que el frío de la mañana,<br />

que ya venía, o que Sancho hubiese cenado<br />

algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural<br />

-que es lo que más se debe creer-, a él le vino en<br />

voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera<br />

hacer por él; mas era tanto el miedo que<br />

había entrado en su corazón, que no osaba<br />

apartarse un negro de uña de su amo. Pues<br />

pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco<br />

era posible; y así, lo que hizo, por bien de paz,<br />

fue soltar la mano derecha, que tenía asida al<br />

arzón trasero, con la cual, bonitamente y sin<br />

rumor alguno, se soltó la lazada corrediza con<br />

que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra<br />

alguna, y, en quitándosela, dieron luego abajo y<br />

se le quedaron como grillos. Tras esto, alzó la<br />

camisa lo mejor que pudo y echó al aire entrambas<br />

posaderas, que no eran muy pequeñas.<br />

Hecho esto -que él pensó que era lo más que<br />

tenía que hacer para salir de aquel terrible<br />

aprieto y angustia-, le sobrevino otra mayor,<br />

que fue que le pareció que no podía mudarse


sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar<br />

los dientes y a encoger los hombros, recogiendo<br />

en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con<br />

todas estas diligencias, fue tan desdichado que,<br />

al cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido,<br />

bien diferente de aquel que a él le ponía tanto<br />

miedo. Oyólo don <strong>Quijote</strong> y dijo:<br />

-¿Qué rumor es ése, Sancho?<br />

-No sé, señor -respondió él-. Alguna cosa nueva<br />

debe de ser, que las aventuras y desventuras<br />

nunca comienzan por poco.<br />

Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle<br />

tan bien que, sin más ruido ni alboroto que el<br />

pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre<br />

le había dado. Mas, como don <strong>Quijote</strong><br />

tenía el sentido del olfato tan vivo como el de<br />

los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido<br />

con él que casi por línea recta subían los vapores<br />

hacia arriba, no se pudo escusar de que algunos<br />

no llegasen a sus narices; y, apenas


hubieron llegado, cuando él fue al socorro,<br />

apretándolas entre los dos dedos; y, con tono<br />

algo gangoso, dijo:<br />

-Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.<br />

-Sí tengo -respondió Sancho-; mas, ¿en qué lo<br />

echa de ver vuestra merced ahora más que<br />

nunca?<br />

-En que ahora más que nunca hueles, y no a<br />

ámbar -respondió don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Bien podrá ser -dijo Sancho-, mas yo no tengo<br />

la culpa, sino vuestra merced, que me trae a<br />

deshoras y por estos no acostumbrados pasos.<br />

-Retírate tres o cuatro allá, amigo -dijo don <strong>Quijote</strong><br />

(todo esto sin quitarse los dedos de las narices)-,<br />

y desde aquí adelante ten más cuenta<br />

con tu persona y con lo que debes a la mía; que<br />

la mucha conversación que tengo contigo ha<br />

engendrado este menosprecio.


-Apostaré -replicó Sancho- que piensa vuestra<br />

merced que yo he hecho de mi persona alguna<br />

cosa que no deba.<br />

-Peor es meneallo, amigo Sancho -respondió<br />

don <strong>Quijote</strong>.<br />

En estos coloquios y otros semejantes pasaron<br />

la noche amo y mozo. Mas, viendo Sancho que<br />

a más andar se venía la mañana, con mucho<br />

tiento desligó a Rocinante y se ató los calzones.<br />

Como Rocinante se vio libre, aunque él de suyo<br />

no era nada brioso, parece que se resintió, y<br />

comenzó a dar manotadas; porque corvetas -<br />

con perdón suyo- no las sabía hacer. Viendo,<br />

pues, don <strong>Quijote</strong> que ya Rocinante se movía,<br />

lo tuvo a buena señal, y creyó que lo era de que<br />

acometiese aquella temerosa aventura.<br />

Acabó en esto de descubrirse el alba y de parecer<br />

distintamente las cosas, y vio don <strong>Quijote</strong><br />

que estaba entre unos árboles altos, que ellos<br />

eran castaños, que hacen la sombra muy escura.


Sintió también que el golpear no cesaba, pero<br />

no vio quién lo podía causar; y así, sin más detenerse,<br />

hizo sentir las espuelas a Rocinante, y,<br />

tornando a despedirse de Sancho, le mandó que<br />

allí le aguardase tres días, a lo más largo, como<br />

ya otra vez se lo había dicho; y que, si al cabo<br />

dellos no hubiese vuelto, tuviese por cierto que<br />

Dios había sido servido de que en aquella peligrosa<br />

aventura se le acabasen sus días. Tornóle<br />

a referir el recado y embajada que había de llevar<br />

de su parte a su señora Dulcinea, y que, en<br />

lo que tocaba a la paga de sus servicios, no tuviese<br />

pena, porque él había dejado hecho su<br />

testamento antes que saliera de su lugar, donde<br />

se hallaría gratificado de todo lo tocante a su<br />

salario, rata por cantidad, del tiempo que<br />

hubiese servido; pero que si Dios le sacaba de<br />

aquel peligro sano y salvo y sin cautela, se podía<br />

tener por muy más que cierta la prometida<br />

ínsula.


De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de<br />

nuevo las lastimeras razones de su buen señor,<br />

y determinó de no dejarle hasta el último<br />

tránsito y fin de aquel negocio.<br />

Destas lágrimas y determinación tan honrada<br />

de Sancho Panza saca el autor desta historia<br />

que debía de ser bien nacido, y, por lo menos,<br />

cristiano viejo. Cuyo sentimiento enterneció<br />

algo a su amo, pero no tanto que mostrase flaqueza<br />

alguna; antes, disimulando lo mejor que<br />

pudo, comenzó a caminar hacia la parte por<br />

donde le pareció que el ruido del agua y del<br />

golpear venía.<br />

Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de<br />

costumbre, del cabestro a su jumento, perpetuo<br />

compañero de sus prósperas y adversas fortunas;<br />

y, habiendo andado una buena pieza por<br />

entre aquellos castaños y árboles sombríos, dieron<br />

en un pradecillo que al pie de unas altas<br />

peñas se hacía, de las cuales se precipitaba un<br />

grandísimo golpe de agua. Al pie de las peñas,


estaban unas casas mal hechas, que más parecían<br />

ruinas de edificios que casas, de entre las<br />

cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo<br />

de aquel golpear, que aún no cesaba.<br />

Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua<br />

y de los golpes, y, sosegándole don <strong>Quijote</strong>, se<br />

fue llegando poco a poco a las casas, encomendándose<br />

de todo corazón a su señora, suplicándole<br />

que en aquella temerosa jornada y<br />

empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba<br />

también a Dios, que no le olvidase.<br />

No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba<br />

cuanto podía el cuello y la vista por entre<br />

las piernas de Rocinante, por ver si vería ya lo<br />

que tan suspenso y medroso le tenía.<br />

Otros cien pasos serían los que anduvieron,<br />

cuando, al doblar de una punta, pareció descubierta<br />

y patente la misma causa, sin que pudiese<br />

ser otra, de aquel horrísono y para ellos espantable<br />

ruido, que tan suspensos y medrosos<br />

toda la noche los había tenido. Y eran -si no lo


has, ¡oh lector!, por pesadumbre y enojo- seis<br />

mazos de batán, que con sus alternativos golpes<br />

aquel estruendo formaban.<br />

Cuando don <strong>Quijote</strong> vio lo que era, enmudeció<br />

y pasmóse de arriba abajo.<br />

Miróle Sancho, y vio que tenía la cabeza inclinada<br />

sobre el pecho, con muestras de estar corrido.<br />

Miró también don <strong>Quijote</strong> a Sancho, y<br />

viole que tenía los carrillos hinchados y la boca<br />

llena de risa, con evidentes señales de querer<br />

reventar con ella, y no pudo su melanconía<br />

tanto con él que, a la vista de Sancho, pudiese<br />

dejar de reírse; y, como vio Sancho que su amo<br />

había comenzado, soltó la presa de manera que<br />

tuvo necesidad de apretarse las ijadas con los<br />

puños, por no reventar riendo. Cuatro veces<br />

sosegó, y otras tantas volvió a su risa con el<br />

mismo ímpetu que primero; de lo cual ya se<br />

daba al diablo don <strong>Quijote</strong>, y más cuando le<br />

oyó decir, como por modo de fisga:


-«Has de saber, ¡oh Sancho amigo!, que yo nací,<br />

por querer del cielo, en esta nuestra edad de<br />

hierro, para resucitar en ella la dorada, o de<br />

oro. Yo soy aquél para quien están guardados<br />

los peligros, las hazañas grandes, los valerosos<br />

fechos...»<br />

Y por aquí fue repitiendo todas o las más razones<br />

que don <strong>Quijote</strong> dijo la vez primera que<br />

oyeron los temerosos golpes.<br />

Viendo, pues, don <strong>Quijote</strong> que Sancho hacía<br />

burla dél, se corrió y enojó en tanta manera,<br />

que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales<br />

que, si, como los recibió en las espaldas, los<br />

recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle<br />

el salario, si no fuera a sus herederos. Viendo<br />

Sancho que sacaba tan malas veras de sus burlas,<br />

con temor de que su amo no pasase adelante<br />

en ellas, con mucha humildad le dijo:<br />

-Sosiéguese vuestra merced; que, por Dios, que<br />

me burlo.


-Pues, porque os burláis, no me burlo yo -<br />

respondió don <strong>Quijote</strong>-. Venid acá, señor alegre:<br />

¿paréceos a vos que, si como éstos fueron<br />

mazos de batán, fueran otra peligrosa aventura,<br />

no había yo mostrado el ánimo que convenía<br />

para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado,<br />

a dicha, siendo, como soy, caballero, a conocer<br />

y destinguir los sones y saber cuáles son<br />

de batán o no? Y más, que podría ser, como es<br />

verdad, que no los he visto en mi vida, como<br />

vos los habréis visto, como villano ruin que<br />

sois, criado y nacido entre ellos. Si no, haced<br />

vos que estos seis mazos se vuelvan en seis<br />

jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno, o<br />

todos juntos, y, cuando yo no diere con todos<br />

patas arriba, haced de mí la burla que quisiéredes.<br />

-No haya más, señor mío -replicó Sancho-, que<br />

yo confieso que he andado algo risueño en demasía.<br />

Pero dígame vuestra merced, ahora que<br />

estamos en paz (así Dios le saque de todas las


aventuras que le sucedieren tan sano y salvo<br />

como le ha sacado désta), ¿no ha sido cosa de<br />

reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos<br />

tenido? A lo menos, el que yo tuve; que de<br />

vuestra merced ya yo sé que no le conoce, ni<br />

sabe qué es temor ni espanto.<br />

-No niego yo -respondió don <strong>Quijote</strong>- que lo<br />

que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa,<br />

pero no es digna de contarse; que no son todas<br />

las personas tan discretas que sepan poner en<br />

su punto las cosas.<br />

-A lo menos -respondió Sancho-, supo vuestra<br />

merced poner en su punto el lanzón, apuntándome<br />

a la cabeza, y dándome en las espaldas,<br />

gracias a Dios y a la diligencia que puse en ladearme.<br />

Pero vaya, que todo saldrá en la colada;<br />

que yo he oído decir: "Ése te quiere bien,<br />

que te hace llorar"; y más, que suelen los principales<br />

señores, tras una mala palabra que dicen<br />

a un criado, darle luego unas calzas; aunque<br />

no sé lo que le suelen dar tras haberle dado


de palos, si ya no es que los caballeros andantes<br />

dan tras palos ínsulas o reinos en tierra firme.<br />

-Tal podría correr el dado -dijo don <strong>Quijote</strong>-<br />

que todo lo que dices viniese a ser verdad; y<br />

perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes<br />

que los primeros movimientos no son en mano<br />

del hombre, y está advertido de aquí adelante<br />

en una cosa, para que te abstengas y reportes<br />

en el hablar demasiado conmigo; que en cuantos<br />

libros de caballerías he leído, que son infinitos,<br />

jamás he hallado que ningún escudero<br />

hablase tanto con su señor como tú con el tuyo.<br />

Y en verdad que lo tengo a gran falta, tuya y<br />

mía: tuya, en que me estimas en poco; mía, en<br />

que no me dejo estimar en más. Sí, que Gandalín,<br />

escudero de Amadís de Gaula, conde fue<br />

de la ínsula Firme; y se lee dél que siempre<br />

hablaba a su señor con la gorra en la mano,<br />

inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more<br />

turquesco. Pues, ¿qué diremos de Gasabal, escudero<br />

de don Galaor, que fue tan callado que,


para declararnos la excelencia de su maravilloso<br />

silencio, sola una vez se nombra su nombre<br />

en toda aquella tan grande como verdadera<br />

historia? De todo lo que he dicho has de inferir,<br />

Sancho, que es menester hacer diferencia de<br />

amo a mozo, de señor a criado y de caballero a<br />

escudero. Así que, desde hoy en adelante, nos<br />

hemos de tratar con más respeto, sin darnos<br />

cordelejo, porque, de cualquiera manera que yo<br />

me enoje con vos, ha de ser mal para el cántaro.<br />

Las mercedes y beneficios que yo os he prometido<br />

llegarán a su tiempo; y si no llegaren, el<br />

salario, a lo menos, no se ha de perder, como ya<br />

os he dicho.<br />

-Está bien cuanto vuestra merced dice -dijo<br />

Sancho-, pero querría yo saber, por si acaso no<br />

llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario<br />

acudir al de los salarios, cuánto ganaba un<br />

escudero de un caballero andante en aquellos<br />

tiempos, y si se concertaban por meses, o por<br />

días, como peones de albañir.


-No creo yo -respondió don <strong>Quijote</strong>- que jamás<br />

los tales escuderos estuvieron a salario, sino a<br />

merced. Y si yo ahora te le he señalado a ti en el<br />

testamento cerrado que dejé en mi casa, fue por<br />

lo que podía suceder; que aún no sé cómo<br />

prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros<br />

la caballería, y no querría que por pocas<br />

cosas penase mi ánima en el otro mundo. Porque<br />

quiero que sepas, Sancho, que en él no hay<br />

estado más peligroso que el de los aventureros.<br />

-Así es verdad -dijo Sancho-, pues sólo el ruido<br />

de los mazos de un batán pudo alborotar y desasosegar<br />

el corazón de un tan valeroso andante<br />

aventurero como es vuestra merced. Mas, bien<br />

puede estar seguro que, de aquí adelante, no<br />

despliegue mis labios para hacer donaire de las<br />

cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle,<br />

como a mi amo y señor natural.<br />

-Desa manera -replicó don <strong>Quijote</strong>-, vivirás<br />

sobre la haz de la tierra; porque, después de a


los padres, a los amos se ha de respetar como si<br />

lo fuesen.


Capítulo XXI<br />

Que trata de la alta aventura y rica ganancia<br />

del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas<br />

a nuestro invencible caballero<br />

En esto, comenzó a llover un poco, y quisiera<br />

Sancho que se entraran en el molino de los batanes;<br />

mas habíales cobrado tal aborrecimiento<br />

don <strong>Quijote</strong>, por la pesada burla, que en ninguna<br />

manera quiso entrar dentro; y así, torciendo<br />

el camino a la derecha mano, dieron en<br />

otro como el que habían llevado el día de antes.<br />

De allí a poco, descubrió don <strong>Quijote</strong> un hombre<br />

a caballo, que traía en la cabeza una cosa<br />

que relumbraba como si fuera de oro, y aún él<br />

apenas le hubo visto, cuando se volvió a Sancho<br />

y le dijo:<br />

-Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no<br />

sea verdadero, porque todos son sentencias<br />

sacadas de la mesma experiencia, madre de las


ciencias todas, especialmente aquel que dice:<br />

"<strong>Don</strong>de una puerta se cierra, otra se abre".<br />

Dígolo porque si anoche nos cerró la ventura la<br />

puerta de la que buscábamos, engañándonos<br />

con los batanes, ahora nos abre de par en par<br />

otra, para otra mejor y más cierta aventura; que<br />

si yo no acertare a entrar por ella, mía será la<br />

culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de<br />

batanes ni a la escuridad de la noche. Digo esto<br />

porque, si no me engaño, hacia nosotros viene<br />

uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de<br />

Mambrino, sobre que yo hice el juramento que<br />

sabes.<br />

-Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor<br />

lo que hace -dijo Sancho-, que no querría que<br />

fuesen otros batanes que nos acabasen de abatanar<br />

y aporrear el sentido.<br />

-¡Válate el diablo por hombre! -replicó don <strong>Quijote</strong>-.<br />

¿Qué va de yelmo a batanes?


-No sé nada -respondió Sancho-; mas, a fe que<br />

si yo pudiera hablar tanto como solía, que<br />

quizá diera tales razones que vuestra merced<br />

viera que se engañaba en lo que dice.<br />

-¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor<br />

escrupuloso? -dijo don <strong>Quijote</strong>-. Dime, ¿no<br />

ves aquel caballero que hacia nosotros viene,<br />

sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto<br />

en la cabeza un yelmo de oro?<br />

-Lo que yo veo y columbro -respondió Sancho-<br />

no es sino un hombre sobre un asno pardo,<br />

como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa<br />

que relumbra.<br />

-Pues ése es el yelmo de Mambrino -dijo don<br />

<strong>Quijote</strong>-. Apártate a una parte y déjame con él a<br />

solas: verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar<br />

del tiempo, concluyo esta aventura y queda<br />

por mío el yelmo que tanto he deseado.


-Yo me tengo en cuidado el apartarme -replicó<br />

Sancho-, mas quiera Dios, torno a decir, que<br />

orégano sea, y no batanes.<br />

-Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis,<br />

ni por pienso, más eso de los batanes -dijo don<br />

<strong>Quijote</strong>-; que voto..., y no digo más, que os batanee<br />

el alma.<br />

Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese<br />

el voto que le había echado, redondo<br />

como una bola.<br />

Es, pues, el caso que el yelmo, y el caballo y<br />

caballero que don <strong>Quijote</strong> veía, era esto: que en<br />

aquel contorno había dos lugares, el uno tan<br />

pequeño que ni tenía botica ni barbero, y el<br />

otro, que estaba junto, sí; y así, el barbero del<br />

mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad<br />

un enfermo de sangrarse y otro de hacerse<br />

la barba, para lo cual venía el barbero, y traía<br />

una bacía de azófar; y quiso la suerte que, al<br />

tiempo que venía, comenzó a llover, y, porque


no se le manchase el sombrero, que debía de ser<br />

nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como<br />

estaba limpia, desde media legua relumbraba.<br />

Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo,<br />

y ésta fue la ocasión que a don <strong>Quijote</strong> le pareció<br />

caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo<br />

de oro; que todas las cosas que veía, con mucha<br />

facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías<br />

y malandantes pensamientos. Y cuando<br />

él vio que el pobre caballero llegaba cerca,<br />

sin ponerse con él en razones, a todo correr de<br />

Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando<br />

intención de pasarle de parte a parte; mas<br />

cuando a él llegaba, sin detener la furia de su<br />

carrera, le dijo:<br />

-¡Defiéndete, cautiva criatura, o entriégame de<br />

tu voluntad lo que con tanta razón se me debe!<br />

El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio<br />

venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro<br />

remedio, para poder guardarse del golpe de la<br />

lanza, si no fue el dejarse caer del asno abajo; y


no hubo tocado al suelo, cuando se levantó más<br />

ligero que un gamo y comenzó a correr por<br />

aquel llano, que no le alcanzara el viento. Dejóse<br />

la bacía en el suelo, con la cual se contentó<br />

don <strong>Quijote</strong>, y dijo que el pagano había andado<br />

discreto y que había imitado al castor, el cual,<br />

viéndose acosado de los cazadores, se taraza y<br />

arpa con los dientes aquéllo por lo que él, por<br />

distinto natural, sabe que es perseguido.<br />

Mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual,<br />

tomándola en las manos, dijo:<br />

-Por Dios, que la bacía es buena y que vale un<br />

real de a ocho como un maravedí.<br />

Y, dándosela a su amo, se la puso luego en la<br />

cabeza, rodeándola a una parte y a otra,<br />

buscándole el encaje; y, como no se le hallaba,<br />

dijo:<br />

-Sin duda que el pagano, a cuya medida se<br />

forjó primero esta famosa celada, debía de tener


grandísima cabeza, y lo peor dello es que le<br />

falta la mitad.<br />

Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no<br />

pudo tener la risa; mas vínosele a las mientes la<br />

cólera de su amo, y calló en la mitad della.<br />

-¿De qué te ríes, Sancho? -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Ríome -respondió él- de considerar la gran<br />

cabeza que tenía el pagano dueño deste almete,<br />

que no semeja sino una bacía de barbero pintiparada.<br />

-¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa<br />

pieza deste encantado yelmo, por algún estraño<br />

acidente, debió de venir a manos de quien no<br />

supo conocer ni estimar su valor, y, sin saber lo<br />

que hacía, viéndola de oro purísimo, debió de<br />

fundir la otra mitad para aprovecharse del precio,<br />

y de la otra mitad hizo ésta, que parece<br />

bacía de barbero, como tú dices. Pero, sea lo<br />

que fuere; que para mí que la conozco no hace


al caso su trasmutación; que yo la aderezaré en<br />

el primer lugar donde haya herrero, y de suerte<br />

que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la que<br />

hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios<br />

de las batallas; y, en este entretanto, la traeré<br />

como pudiere, que más vale algo que no nada;<br />

cuanto más, que bien será bastante para defenderme<br />

de alguna pedrada.<br />

-Eso será -dijo Sancho- si no se tira con honda,<br />

como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos,<br />

cuando le santiguaron a vuestra merced las<br />

muelas y le rompieron el alcuza donde venía<br />

aquel benditísimo brebaje que me hizo vomitar<br />

las asaduras.<br />

-No me da mucha pena el haberle perdido, que<br />

ya sabes tú, Sancho -dijo don <strong>Quijote</strong>-, que yo<br />

tengo la receta en la memoria.<br />

-También la tengo yo -respondió Sancho-, pero<br />

si yo le hiciere ni le probare más en mi vida,<br />

aquí sea mi hora. Cuanto más, que no pienso


ponerme en ocasión de haberle menester, porque<br />

pienso guardarme con todos mis cinco sentidos<br />

de ser ferido ni de ferir a nadie. De lo del<br />

ser otra vez manteado, no digo nada, que semejantes<br />

desgracias mal se pueden prevenir, y si<br />

vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger<br />

los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos y<br />

dejarse ir por donde la suerte y la manta nos<br />

llevare.<br />

-Mal cristiano eres, Sancho -dijo, oyendo esto,<br />

don <strong>Quijote</strong>-, porque nunca olvidas la injuria<br />

que una vez te han hecho; pues sábete que es<br />

de pechos nobles y generosos no hacer caso de<br />

niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué costilla<br />

quebrada, qué cabeza rota, para que no se te<br />

olvide aquella burla?<br />

Que, bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo;<br />

que, a no entenderlo yo ansí, ya yo<br />

hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza<br />

más daño que el que hicieron los griegos<br />

por la robada Elena. La cual, si fuera en este


tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pudiera<br />

estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa<br />

como tiene.<br />

Y aquí dio un sospiro, y le puso en las nubes. Y<br />

dijo Sancho:<br />

-Pase por burlas, pues la venganza no puede<br />

pasar en veras; pero yo sé de qué calidad fueron<br />

las veras y las burlas, y sé también que no<br />

se me caerán de la memoria, como nunca se<br />

quitarán de las espaldas. Pero, dejando esto<br />

aparte, dígame vuestra merced qué haremos<br />

deste caballo rucio rodado, que parece asno<br />

pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino<br />

que vuestra merced derribó; que, según él<br />

puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego,<br />

no lleva pergenio de volver por él jamás;<br />

y ¡para mis barbas, si no es bueno el rucio!<br />

-Nunca yo acostumbro -dijo don <strong>Quijote</strong>- despojar<br />

a los que venzo, ni es uso de caballería<br />

quitarles los caballos y dejarlos a pie, si ya no


fuese que el vencedor hubiese perdido en la<br />

pendencia el suyo; que, en tal caso, lícito es<br />

tomar el del vencido, como ganado en guerra<br />

lícita. Así que, Sancho, deja ese caballo, o asno,<br />

o lo que tú quisieres que sea, que, como su<br />

dueño nos vea alongados de aquí, volverá por<br />

él.<br />

-Dios sabe si quisiera llevarle -replicó Sancho-,<br />

o, por lo menos, trocalle con este mío, que no<br />

me parece tan bueno. Verdaderamente que son<br />

estrechas las leyes de caballería, pues no se estienden<br />

a dejar trocar un asno por otro; y querría<br />

saber si podría trocar los aparejos siquiera.<br />

-En eso no estoy muy cierto -respondió don<br />

<strong>Quijote</strong>-; y, en caso de duda, hasta estar mejor<br />

informado, digo que los trueques, si es que tienes<br />

dellos necesidad estrema.<br />

-Tan estrema es -respondió Sancho- que si fueran<br />

para mi misma persona, no los hubiera menester<br />

más.


Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo<br />

mutatio caparum y puso su jumento a las mil<br />

lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto.<br />

Hecho esto, almorzaron de las sobras del real<br />

que del acémila despojaron, bebieron del agua<br />

del arroyo de los batanes, sin volver la cara a<br />

mirallos: tal era el aborrecimiento que les tenían<br />

por el miedo en que les habían puesto.<br />

Cortada, pues, la cólera, y aun la malenconía,<br />

subieron a caballo, y, sin tomar determinado<br />

camino, por ser muy de caballeros andantes el<br />

no tomar ninguno cierto, se pusieron a caminar<br />

por donde la voluntad de Rocinante quiso, que<br />

se llevaba tras sí la de su amo, y aun la del asno,<br />

que siempre le seguía por dondequiera que<br />

guiaba, en buen amor y compañía. Con todo<br />

esto, volvieron al camino real y siguieron por él<br />

a la ventura, sin otro disignio alguno.


Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su<br />

amo:<br />

-Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia<br />

que departa un poco con él?<br />

Que, después que me puso aquel áspero mandamiento<br />

del silencio, se me han podrido más<br />

de cuatro cosas en el estómago, y una sola que<br />

ahora tengo en el pico de la lengua no querría<br />

que se mal lograse.<br />

-Dila -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y sé breve en tus razonamientos,<br />

que ninguno hay gustoso si es largo.<br />

-Digo, pues, señor -respondió Sancho-, que, de<br />

algunos días a esta parte, he considerado cuán<br />

poco se gana y granjea de andar buscando estas<br />

aventuras que vuestra merced busca por estos<br />

desiertos y encrucijadas de caminos, donde, ya<br />

que se venzan y acaben las más peligrosas, no<br />

hay quien las vea ni sepa; y así, se han de que-


dar en perpetuo silencio, y en perjuicio de la<br />

intención de vuestra merced y de lo que ellas<br />

merecen. Y así, me parece que sería mejor, salvo<br />

el mejor parecer de vuestra merced, que nos<br />

fuésemos a servir a algún emperador, o a otro<br />

príncipe grande que tenga alguna guerra, en<br />

cuyo servicio vuestra merced muestre el valor<br />

de su persona, sus grandes fuerzas y mayor<br />

entendimiento; que, visto esto del señor a quien<br />

sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a<br />

cada cual según sus méritos, y allí no faltará<br />

quien ponga en escrito las hazañas de vuestra<br />

merced, para perpetua memoria. De las mías<br />

no digo nada, pues no han de salir de los límites<br />

escuderiles; aunque sé decir que, si se usa<br />

en la caballería escribir hazañas de escuderos,<br />

que no pienso que se han de quedar las mías<br />

entre renglones.<br />

-No dices mal, Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-;<br />

mas, antes que se llegue a ese término, es menester<br />

andar por el mundo, como en aproba-


ción, buscando las aventuras, para que, acabando<br />

algunas, se cobre nombre y fama tal que,<br />

cuando se fuere a la corte de algún gran monarca,<br />

ya sea el caballero conocido por sus<br />

obras; y que, apenas le hayan visto entrar los<br />

muchachos por la puerta de la ciudad, cuando<br />

todos le sigan y rodeen, dando voces, diciendo:<br />

Éste es el Caballero del Sol, o de la Sierpe, o de<br />

otra insignia alguna, debajo de la cual hubiere<br />

acabado grandes hazañas. Éste es -dirán- el que<br />

venció en singular batalla al gigantazo Brocabruno<br />

de la Gran Fuerza; el que desencantó al Gran Mameluco<br />

de Persia del largo encantamento en que<br />

había estado casi novecientos años. Así que, de<br />

mano en mano, irán pregonando tus hechos, y<br />

luego, al alboroto de los muchachos y de la<br />

demás gente, se parará a las fenestras de su real<br />

palacio el rey de aquel reino, y así como vea al<br />

caballero, conociéndole por las armas o por la<br />

empresa del escudo, forzosamente ha de decir:<br />

¡Ea, sus! ¡Salgan mis caballeros, cuantos en mi corte<br />

están, a recebir a la flor de la caballería, que allí vie-


ne! A cuyo mandamiento saldrán todos, y él<br />

llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará<br />

estrechísimamente, y le dará paz besándole<br />

en el rostro; y luego le llevará por la mano al<br />

aposento de la señora reina, adonde el caballero<br />

la hallará con la infanta, su hija, que ha de ser<br />

una de las más fermosas y acabadas doncellas<br />

que, en gran parte de lo descubierto de la tierra,<br />

a duras penas se pueda hallar.<br />

Sucederá tras esto, luego en continente, que ella<br />

ponga los ojos en el caballero y él en los della, y<br />

cada uno parezca a otro cosa más divina que<br />

humana; y, sin saber cómo ni cómo no, han de<br />

quedar presos y enlazados en la intricable red<br />

amorosa, y con gran cuita en sus corazones por<br />

no saber cómo se han de fablar para descubrir<br />

sus ansias y sentimientos. Desde allí le llevarán,<br />

sin duda, a algún cuarto del palacio, ricamente<br />

aderezado, donde, habiéndole quitado las armas,<br />

le traerán un rico manto de escarlata con<br />

que se cubra; y si bien pareció armado, tan bien


y mejor ha de parecer en farseto. Venida la noche,<br />

cenará con el rey, reina e infanta, donde<br />

nunca quitará los ojos della, mirándola a furto<br />

de los circustantes, y ella hará lo mesmo con la<br />

mesma sagacidad, porque, como tengo dicho,<br />

es muy discreta doncella. Levantarse han las<br />

tablas, y entrará a deshora por la puerta de la<br />

sala un feo y pequeño enano con una fermosa<br />

dueña, que, entre dos gigantes, detrás del enano<br />

viene, con cierta aventura, hecha por un<br />

antiquísimo sabio, que el que la acabare será<br />

tenido por el mejor caballero del mundo. Mandará<br />

luego el rey que todos los que están presentes<br />

la prueben, y ninguno le dará fin y cima<br />

sino el caballero huésped, en mucho pro de su<br />

fama, de lo cual quedará contentísima la infanta,<br />

y se tendrá por contenta y pagada además,<br />

por haber puesto y colocado sus pensamientos<br />

en tan alta parte. Y lo bueno es que este rey, o<br />

príncipe, o lo que es, tiene una muy reñida guerra<br />

con otro tan poderoso como él, y el caballero<br />

huésped le pide (al cabo de algunos días que


ha estado en su corte) licencia para ir a servirle<br />

en aquella guerra dicha. Darásela el rey de muy<br />

buen talante, y el caballero le besará cortésmente<br />

las manos por la merced que le face. Y aquella<br />

noche se despedirá de su señora la infanta<br />

por las rejas de un jardín, que cae en el aposento<br />

donde ella duerme, por las cuales ya otras<br />

muchas veces la había fablado, siendo medianera<br />

y sabidora de todo una doncella de quien<br />

la infanta mucho se fiaba. Sospirará él, desmayaráse<br />

ella, traerá agua la doncella, acuitaráse<br />

mucho porque viene la mañana, y no querría<br />

que fuesen descubiertos, por la honra de su<br />

señora. Finalmente, la infanta volverá en sí y<br />

dará sus blancas manos por la reja al caballero,<br />

el cual se las besará mil y mil veces y se las bañará<br />

en lágrimas. Quedará concertado entre los<br />

dos del modo que se han de hacer saber sus<br />

buenos o malos sucesos, y rogarále la princesa<br />

que se detenga lo menos que pudiere; prometérselo<br />

ha él con muchos juramentos; tórnale<br />

a besar las manos, y despídese con tanto senti-


miento que estará poco por acabar la vida. Vase<br />

desde allí a su aposento, échase sobre su lecho,<br />

no puede dormir del dolor de la partida, madruga<br />

muy de mañana, vase a despedir del rey<br />

y de la reina y de la infanta; dícenle, habiéndose<br />

despedido de los dos, que la señora infanta<br />

está mal dispuesta y que no puede recebir visita;<br />

piensa el caballero que es de pena de su partida,<br />

traspásasele el corazón, y falta poco de no<br />

dar indicio manifiesto de su pena. Está la doncella<br />

medianera delante, halo de notar todo,<br />

váselo a decir a su señora, la cual la recibe con<br />

lágrimas y le dice que una de las mayores penas<br />

que tiene es no saber quién sea su caballero,<br />

y si es de linaje de reyes o no; asegúrala la doncella<br />

que no puede caber tanta cortesía, gentileza<br />

y valentía como la de su caballero sino en<br />

subjeto real y grave; consuélase con esto la cuitada;<br />

procura consolarse, por no dar mal indicio<br />

de sí a sus padres, y, a cabo de dos días, sale<br />

en público. Ya se es ido el caballero: pelea en la<br />

guerra, vence al enemigo del rey, gana muchas


ciudades, triunfa de muchas batallas, vuelve a<br />

la corte, ve a su señora por donde suele, conciértase<br />

que la pida a su padre por mujer en<br />

pago de sus servicios. No se la quiere dar el rey,<br />

porque no sabe quién es; pero, con todo esto, o<br />

robada o de otra cualquier suerte que sea, la<br />

infanta viene a ser su esposa y su padre lo viene<br />

a tener a gran ventura, porque se vino a averiguar<br />

que el tal caballero es hijo de un valeroso<br />

rey de no sé qué reino, porque creo que no debe<br />

de estar en el mapa. Muérese el padre, hereda<br />

la infanta, queda rey el caballero en dos palabras.<br />

Aquí entra luego el hacer mercedes a su<br />

escudero y a todos aquellos que le ayudaron a<br />

subir a tan alto estado: casa a su escudero con<br />

una doncella de la infanta, que será, sin duda,<br />

la que fue tercera en sus amores, que es hija de<br />

un duque muy principal.<br />

-Eso pido, y barras derechas -dijo Sancho-; a eso<br />

me atengo, porque todo, al pie de la letra, ha de


suceder por vuestra merced, llamándose el Caballero<br />

de la Triste Figura.<br />

-No lo dudes, Sancho -replicó don <strong>Quijote</strong>-,<br />

porque del mesmo y por los mesmos pasos que<br />

esto he contado suben y han subido los caballeros<br />

andantes a ser reyes y emperadores. Sólo<br />

falta agora mirar qué rey de los cristianos o de<br />

los paganos tenga guerra y tenga hija hermosa;<br />

pero tiempo habrá para pensar esto, pues, como<br />

te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama<br />

por otras partes que se acuda a la corte.<br />

También me falta otra cosa; que, puesto caso<br />

que se halle rey con guerra y con hija hermosa,<br />

y que yo haya cobrado fama increíble por todo<br />

el universo, no sé yo cómo se podía hallar que<br />

yo sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo<br />

segundo de emperador; porque no me<br />

querrá el rey dar a su hija por mujer si no está<br />

primero muy enterado en esto, aunque más lo<br />

merezcan mis famosos hechos. Así que, por<br />

esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene


ien merecido. Bien es verdad que yo soy hijodalgo<br />

de solar conocido, de posesión y propriedad<br />

y de devengar quinientos sueldos; y<br />

podría ser que el sabio que escribiese mi historia<br />

deslindase de tal manera mi parentela y<br />

decendencia, que me hallase quinto o sesto nieto<br />

de rey. Porque te hago saber, Sancho, que<br />

hay dos maneras de linajes en el mundo: unos<br />

que traen y derriban su decendencia de príncipes<br />

y monarcas, a quien poco a poco el tiempo<br />

ha deshecho, y han acabado en punta, como<br />

pirámide puesta al revés; otros tuvieron principio<br />

de gente baja, y van subiendo de grado en<br />

grado, hasta llegar a ser grandes señores. De<br />

manera que está la diferencia en que unos fueron,<br />

que ya no son, y otros son, que ya no fueron;<br />

y podría ser yo déstos que, después de<br />

averiguado, hubiese sido mi principio grande y<br />

famoso, con lo cual se debía de contentar el rey,<br />

mi suegro, que hubiere de ser. Y cuando no, la<br />

infanta me ha de querer de manera que, a pesar<br />

de su padre, aunque claramente sepa que soy


hijo de un azacán, me ha de admitir por señor y<br />

por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevalla<br />

donde más gusto me diere; que el tiempo o<br />

la muerte ha de acabar el enojo de sus padres.<br />

-Ahí entra bien también -dijo Sancho- lo que<br />

algunos desalmados dicen: "No pidas de grado<br />

lo que puedes tomar por fuerza"; aunque mejor<br />

cuadra decir:<br />

"Más vale salto de mata que ruego de hombres<br />

buenos". Dígolo porque si el señor rey, suegro<br />

de vuestra merced, no se quisiere domeñar a<br />

entregalle a mi señora la infanta, no hay sino,<br />

como vuestra merced dice, roballa y trasponella.<br />

Pero está el daño que, en tanto que se hagan<br />

las paces y se goce pacíficamente el reino, el<br />

pobre escudero se podrá estar a diente en esto<br />

de las mercedes. Si ya no es que la doncella<br />

tercera, que ha de ser su mujer, se sale con la<br />

infanta, y él pasa con ella su mala ventura, hasta<br />

que el cielo ordene otra cosa; porque bien


podrá, creo yo, desde luego dársela su señor<br />

por ligítima esposa.<br />

-Eso no hay quien la quite -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Pues, como eso sea -respondió Sancho-, no hay<br />

sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la<br />

suerte por donde mejor lo encaminare.<br />

-Hágalo Dios -respondió don <strong>Quijote</strong>- como yo<br />

deseo y tú, Sancho, has menester; y ruin sea<br />

quien por ruin se tiene.<br />

-Sea par Dios -dijo Sancho-, que yo cristiano<br />

viejo soy, y para ser conde esto me basta.<br />

-Y aun te sobra -dijo don <strong>Quijote</strong>-; y cuando no<br />

lo fueras, no hacía nada al caso, porque, siendo<br />

yo el rey, bien te puedo dar nobleza, sin que la<br />

compres ni me sirvas con nada. Porque, en<br />

haciéndote conde, cátate ahí caballero, y digan<br />

lo que dijeren; que a buena fe que te han de<br />

llamar señoría, mal que les pese.


-Y ¡montas que no sabría yo autorizar el litado!<br />

-dijo Sancho.<br />

-Dictado has de decir, que no litado -dijo su<br />

amo.<br />

-Sea ansí -respondió Sancho Panza-. Digo que<br />

le sabría bien acomodar, porque, por vida mía,<br />

que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y<br />

que me asentaba tan bien la ropa de muñidor,<br />

que decían todos que tenía presencia para poder<br />

ser prioste de la mesma cofradía. Pues,<br />

¿qué será cuando me ponga un ropón ducal a<br />

cuestas, o me vista de oro y de perlas, a uso de<br />

conde estranjero? Para mí tengo que me han de<br />

venir a ver de cien leguas.<br />

-Bien parecerás -dijo don <strong>Quijote</strong>-, pero será<br />

menester que te rapes las barbas a menudo;<br />

que, según las tienes de espesas, aborrascadas y<br />

mal puestas, si no te las rapas a navaja, cada<br />

dos días por lo menos, a tiro de escopeta se<br />

echará de ver lo que eres.


-¿Qué hay más -dijo Sancho-, sino tomar un<br />

barbero y tenelle asalariado en casa? Y aun, si<br />

fuere menester, le haré que ande tras mí, como<br />

caballerizo de grande.<br />

-Pues, ¿cómo sabes tú -preguntó don <strong>Quijote</strong>-<br />

que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos?<br />

-Yo se lo diré -respondió Sancho-: los años pasados<br />

estuve un mes en la corte, y allí vi que,<br />

paseándose un señor muy pequeño, que decían<br />

que era muy grande, un hombre le seguía a<br />

caballo a todas las vueltas que daba, que no<br />

parecía sino que era su rabo. Pregunté que<br />

cómo aquel hombre no se juntaba con el otro,<br />

sino que siempre andaba tras dél. Respondiéronme<br />

que era su caballerizo y que era uso de<br />

los grandes llevar tras sí a los tales.<br />

Desde entonces lo sé tan bien que nunca se me<br />

ha olvidado.


-Digo que tienes razón -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y que<br />

así puedes tú llevar a tu barbero; que los usos<br />

no vinieron todos juntos, ni se inventaron a<br />

una, y puedes ser tú el primero conde que lleve<br />

tras sí su barbero; y aun es de más confianza el<br />

hacer la barba que ensillar un caballo.<br />

-Quédese eso del barbero a mi cargo -dijo Sancho-,<br />

y al de vuestra merced se quede el procurar<br />

venir a ser rey y el hacerme conde.<br />

-Así será -respondió don <strong>Quijote</strong>.<br />

Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente<br />

capítulo.


Capítulo XXII<br />

De la libertad que dio don <strong>Quijote</strong> a muchos<br />

desdichados que, mal de su grado, los llevaban<br />

donde no quisieran ir<br />

Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y<br />

manchego, en esta gravísima, altisonante,<br />

mínima, dulce e imaginada historia que, después<br />

que entre el famoso don <strong>Quijote</strong> de la<br />

Mancha y Sancho Panza, su escudero, pasaron<br />

aquellas razones que en el fin del capítulo veinte<br />

y uno quedan referidas, que don <strong>Quijote</strong> alzó<br />

los ojos y vio que por el camino que llevaba<br />

venían hasta doce hombres a pie, ensartados,<br />

como cuentas, en una gran cadena de hierro<br />

por los cuellos, y todos con esposas a las manos.<br />

Venían ansimismo con ellos dos hombres<br />

de a caballo y dos de a pie; los de a caballo, con<br />

escopetas de rueda, y los de a pie, con dardos y<br />

espadas; y que así como Sancho Panza los vido,<br />

dijo:


-Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del<br />

rey, que va a las galeras.<br />

-¿Cómo gente forzada? -preguntó don <strong>Quijote</strong>-.<br />

¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna<br />

gente?<br />

-No digo eso -respondió Sancho-, sino que es<br />

gente que, por sus delitos, va condenada a servir<br />

al rey en las galeras de por fuerza.<br />

-En resolución -replicó don <strong>Quijote</strong>-, comoquiera<br />

que ello sea, esta gente, aunque los llevan,<br />

van de por fuerza, y no de su voluntad.<br />

-Así es -dijo Sancho.<br />

-Pues desa manera -dijo su amo-, aquí encaja la<br />

ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer<br />

y acudir a los miserables.<br />

-Advierta vuestra merced -dijo Sancho- que la<br />

justicia, que es el mesmo rey, no hace fuerza ni


agravio a semejante gente, sino que los castiga<br />

en pena de sus delitos.<br />

Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y don<br />

<strong>Quijote</strong>, con muy corteses razones, pidió a los<br />

que iban en su guarda fuesen servidos de informalle<br />

y decille la causa, o causas, por que<br />

llevan aquella gente de aquella manera.<br />

Una de las guardas de a caballo respondió que<br />

eran galeotes, gente de Su Majestad que iba a<br />

galeras, y que no había más que decir, ni él tenía<br />

más que saber.<br />

-Con todo eso -replicó don <strong>Quijote</strong>-, querría<br />

saber de cada uno dellos en particular la causa<br />

de su desgracia.<br />

Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones,<br />

para moverlos a que dijesen lo que deseaba,<br />

que la otra guarda de a caballo le dijo:


-Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las<br />

sentencias de cada uno destos malaventurados,<br />

no es tiempo éste de detenerles a sacarlas ni a<br />

leellas; vuestra merced llegue y se lo pregunte a<br />

ellos mesmos, que ellos lo dirán si quisieren,<br />

que sí querrán, porque es gente que recibe gusto<br />

de hacer y decir bellaquerías.<br />

Con esta licencia, que don <strong>Quijote</strong> se tomara<br />

aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al<br />

primero le preguntó que por qué pecados iba<br />

de tan mala guisa. Él le respondió que por<br />

enamorado iba de aquella manera.<br />

-¿Por eso no más? -replicó don <strong>Quijote</strong>-. Pues,<br />

si por enamorados echan a galeras, días ha que<br />

pudiera yo estar bogando en ellas.<br />

-No son los amores como los que vuestra merced<br />

piensa -dijo el galeote-; que los míos fueron<br />

que quise tanto a una canasta de colar, atestada<br />

de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente<br />

que, a no quitármela la justicia por


fuerza, aún hasta agora no la hubiera dejado de<br />

mi voluntad.<br />

Fue en fragante, no hubo lugar de tormento;<br />

concluyóse la causa, acomodáronme las espaldas<br />

con ciento, y por añadidura tres precisos de<br />

gurapas, y acabóse la obra.<br />

-¿Qué son gurapas? -preguntó don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Gurapas son galeras -respondió el galeote.<br />

El cual era un mozo de hasta edad de veinte y<br />

cuatro años, y dijo que era natural de Piedrahíta.<br />

Lo mesmo preguntó don <strong>Quijote</strong> al segundo,<br />

el cual no respondió palabra, según iba de triste<br />

y malencónico; mas respondió por él el primero,<br />

y dijo:<br />

-Éste, señor, va por canario; digo, por músico y<br />

cantor.<br />

-Pues, ¿cómo -repitió don <strong>Quijote</strong>-, por músicos<br />

y cantores van también a galeras?


-Sí, señor -respondió el galeote-, que no hay<br />

peor cosa que cantar en el ansia.<br />

-Antes, he yo oído decir -dijo don <strong>Quijote</strong>- que<br />

quien canta sus males espanta.<br />

-Acá es al revés -dijo el galeote-, que quien canta<br />

una vez llora toda la vida.<br />

-No lo entiendo -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

Mas una de las guardas le dijo:<br />

-Señor caballero, cantar en el ansia se dice, entre<br />

esta gente non santa, confesar en el tormento.<br />

A este pecador le dieron tormento y confesó<br />

su delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón<br />

de bestias, y, por haber confesado, le condenaron<br />

por seis años a galeras, amén de docientos<br />

azotes que ya lleva en las espaldas. Y va siempre<br />

pensativo y triste, porque los demás ladrones<br />

que allá quedan y aquí van le maltratan y


aniquilan, y escarnecen y tienen en poco, porque<br />

confesó y no tuvo ánimo de decir nones.<br />

Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no<br />

como un sí, y que harta ventura tiene un delincuente,<br />

que está en su lengua su vida o su<br />

muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y<br />

para mí tengo que no van muy fuera de camino.<br />

-Y yo lo entiendo así -respondió don <strong>Quijote</strong>.<br />

El cual, pasando al tercero, preguntó lo que a<br />

los otros; el cual, de presto y con mucho desenfado,<br />

respondió y dijo:<br />

-Yo voy por cinco años a las señoras gurapas<br />

por faltarme diez ducados.<br />

-Yo daré veinte de muy buena gana -dijo don<br />

<strong>Quijote</strong>- por libraros desa pesadumbre.<br />

-Eso me parece -respondió el galeote- como<br />

quien tiene dineros en mitad del golfo y se está


muriendo de hambre, sin tener adonde comprar<br />

lo que ha menester. Dígolo porque si a su<br />

tiempo tuviera yo esos veinte ducados que<br />

vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado<br />

con ellos la péndola del escribano y avivado<br />

el ingenio del procurador, de manera que hoy<br />

me viera en mitad de la plaza de Zocodover, de<br />

Toledo, y no en este camino, atraillado como<br />

galgo; pero Dios es grande: paciencia y basta.<br />

Pasó don <strong>Quijote</strong> al cuarto, que era un hombre<br />

de venerable rostro con una barba blanca que le<br />

pasaba del pecho; el cual, oyéndose preguntar<br />

la causa por que allí venía, comenzó a llorar y<br />

no respondió palabra; mas el quinto condenado<br />

le sirvió de lengua, y dijo:<br />

-Este hombre honrado va por cuatro años a<br />

galeras, habiendo paseado las acostumbradas<br />

vestido en pompa y a caballo.<br />

-Eso es -dijo Sancho Panza-, a lo que a mí me<br />

parece, haber salido a la vergüenza.


-Así es -replicó el galeote-; y la culpa por que le<br />

dieron esta pena es por haber sido corredor de<br />

oreja, y aun de todo el cuerpo. En efecto, quiero<br />

decir que este caballero va por alcahuete, y por<br />

tener asimesmo sus puntas y collar de hechicero.<br />

-A no haberle añadido esas puntas y collar -dijo<br />

don <strong>Quijote</strong>-, por solamente el alcahuete limpio,<br />

no merecía él ir a bogar en las galeras, sino<br />

a mandallas y a ser general dellas; porque no es<br />

así comoquiera el oficio de alcahuete, que es<br />

oficio de discretos y necesarísimo en la república<br />

bien ordenada, y que no le debía ejercer sino<br />

gente muy bien nacida; y aun había de haber<br />

veedor y examinador de los tales, como le hay<br />

de los demás oficios, con número deputado y<br />

conocido, como corredores de lonja; y desta<br />

manera se escusarían muchos males que se<br />

causan por andar este oficio y ejercicio entre<br />

gente idiota y de poco entendimiento, como<br />

son mujercillas de poco más a menos, pajecillos


y truhanes de pocos años y de poca experiencia,<br />

que, a la más necesaria ocasión y cuando es<br />

menester dar una traza que importe, se les yelan<br />

las migas entre la boca y la mano y no saben<br />

cuál es su mano derecha. Quisiera pasar adelante<br />

y dar las razones por que convenía hacer<br />

elección de los que en la república habían de<br />

tener tan necesario oficio, pero no es el lugar<br />

acomodado para ello: algún día lo diré a quien<br />

lo pueda proveer y remediar. Sólo digo ahora<br />

que la pena que me ha causado ver estas blancas<br />

canas y este rostro venerable en tanta fatiga,<br />

por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de<br />

ser hechicero; aunque bien sé que no hay<br />

hechizos en el mundo que puedan mover y<br />

forzar la voluntad, como algunos simples piensan;<br />

que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba<br />

ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer<br />

algunas mujercillas simples y algunos embusteros<br />

bellacos es algunas misturas y venenos con<br />

que vuelven locos a los hombres, dando a entender<br />

que tienen fuerza para hacer querer


ien, siendo, como digo, cosa imposible forzar<br />

la voluntad.<br />

-Así es -dijo el buen viejo-, y, en verdad, señor,<br />

que en lo de hechicero que no tuve culpa; en lo<br />

de alcahuete, no lo pude negar. Pero nunca<br />

pensé que hacía mal en ello: que toda mi intención<br />

era que todo el mundo se holgase y viviese<br />

en paz y quietud, sin pendencias ni penas; pero<br />

no me aprovechó nada este buen deseo para<br />

dejar de ir adonde no espero volver, según me<br />

cargan los años y un mal de orina que llevo,<br />

que no me deja reposar un rato.<br />

Y aquí tornó a su llanto, como de primero; y<br />

túvole Sancho tanta compasión, que sacó un<br />

real de a cuatro del seno y se le dio de limosna.<br />

Pasó adelante don <strong>Quijote</strong>, y preguntó a otro su<br />

delito, el cual respondió con no menos, sino con<br />

mucha más gallardía que el pasado:


-Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente<br />

con dos primas hermanas mías, y con otras dos<br />

hermanas que no lo eran mías; finalmente, tanto<br />

me burlé con todas, que resultó de la burla<br />

crecer la parentela, tan intricadamente que no<br />

hay diablo que la declare. Probóseme todo,<br />

faltó favor, no tuve dineros, víame a pique de<br />

perder los tragaderos, sentenciáronme a galeras<br />

por seis años, consentí: castigo es de mi culpa;<br />

mozo soy: dure la vida, que con ella todo se<br />

alcanza. Si vuestra merced, señor caballero,<br />

lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes,<br />

Dios se lo pagará en el cielo, y nosotros<br />

tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios<br />

en nuestras oraciones por la vida y salud de<br />

vuestra merced, que sea tan larga y tan buena<br />

como su buena presencia merece.<br />

Éste iba en hábito de estudiante, y dijo una de<br />

las guardas que era muy grande hablador y<br />

muy gentil latino.


Tras todos éstos, venía un hombre de muy<br />

buen parecer, de edad de treinta años, sino que<br />

al mirar metía el un ojo en el otro un poco. Venía<br />

diferentemente atado que los demás, porque<br />

traía una cadena al pie, tan grande que se la<br />

liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la<br />

garganta, la una en la cadena, y la otra de las<br />

que llaman guardaamigo o piedeamigo, de la<br />

cual decendían dos hierros que llegaban a la<br />

cintura, en los cuales se asían dos esposas,<br />

donde llevaba las manos, cerradas con un grueso<br />

candado, de manera que ni con las manos<br />

podía llegar a la boca, ni podía bajar la cabeza a<br />

llegar a las manos. Preguntó don <strong>Quijote</strong> que<br />

cómo iba aquel hombre con tantas prisiones<br />

más que los otros. Respondióle la guarda porque<br />

tenía aquel solo más delitos que todos los<br />

otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande<br />

bellaco que, aunque le llevaban de aquella<br />

manera, no iban seguros dél, sino que temían<br />

que se les había de huir.


-¿Qué delitos puede tener -dijo don <strong>Quijote</strong>-, si<br />

no han merecido más pena que echalle a las<br />

galeras?<br />

-Va por diez años -replicó la guarda-, que es<br />

como muerte cevil. No se quiera saber más,<br />

sino que este buen hombre es el famoso Ginés<br />

de Pasamonte, que por otro nombre llaman<br />

Ginesillo de Parapilla.<br />

-Señor comisario -dijo entonces el galeote-,<br />

váyase poco a poco, y no andemos ahora a deslindar<br />

nombres y sobrenombres. Ginés me llamo<br />

y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia,<br />

y no Parapilla, como voacé dice; y cada uno se<br />

dé una vuelta a la redonda, y no hará poco.<br />

-Hable con menos tono -replicó el comisario-,<br />

señor ladrón de más de la marca, si no quiere<br />

que le haga callar, mal que le pese.<br />

-Bien parece -respondió el galeote- que va el<br />

hombre como Dios es servido, pero algún día


sabrá alguno si me llamo Ginesillo de Parapilla<br />

o no.<br />

-Pues, ¿no te llaman ansí, embustero? -dijo la<br />

guarda.<br />

-Sí llaman -respondió Ginés-, mas yo haré que<br />

no me lo llamen, o me las pelaría donde yo digo<br />

entre mis dientes. Señor caballero, si tiene<br />

algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios,<br />

que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas;<br />

y si la mía quiere saber, sepa que yo soy<br />

Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por<br />

estos pulgares.<br />

-Dice verdad -dijo el comisario-: que él mesmo<br />

ha escrito su historia, que no hay más, y deja<br />

empeñado el libro en la cárcel en docientos reales.<br />

-Y le pienso quitar -dijo Ginés-, si quedara en<br />

docientos ducados.


-¿Tan bueno es? -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Es tan bueno -respondió Ginés- que mal año<br />

para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos<br />

de aquel género se han escrito o escribieren. Lo<br />

que le sé decir a voacé es que trata verdades, y<br />

que son verdades tan lindas y tan donosas que<br />

no pueden haber mentiras que se le igualen.<br />

-¿Y cómo se intitula el libro? -preguntó don<br />

<strong>Quijote</strong>.<br />

-La vida de Ginés de Pasamonte -respondió el<br />

mismo.<br />

-¿Y está acabado? -preguntó don <strong>Quijote</strong>.<br />

-¿Cómo puede estar acabado -respondió él-, si<br />

aún no está acabada mi vida?<br />

Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta<br />

el punto que esta última vez me han echado<br />

en galeras.


-Luego, ¿otra vez habéis estado en ellas? -dijo<br />

don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado<br />

cuatro años, y ya sé a qué sabe el bizcocho y el<br />

corbacho -respondió Ginés-; y no me pesa mucho<br />

de ir a ellas, porque allí tendré lugar de<br />

acabar mi libro, que me quedan muchas cosas<br />

que decir, y en las galeras de España hay mas<br />

sosiego de aquel que sería menester, aunque no<br />

es menester mucho más para lo que yo tengo<br />

de escribir, porque me lo sé de coro.<br />

-Hábil pareces -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Y desdichado -respondió Ginés-; porque siempre<br />

las desdichas persiguen al buen ingenio.<br />

-Persiguen a los bellacos -dijo el comisario.<br />

-Ya le he dicho, señor comisario -respondió<br />

Pasamonte-, que se vaya poco a poco, que<br />

aquellos señores no le dieron esa vara para que


maltratase a los pobretes que aquí vamos, sino<br />

para que nos guiase y llevase adonde Su Majestad<br />

manda. Si no, ¡por vida de...! ¡Basta!, que<br />

podría ser que saliesen algún día en la colada<br />

las manchas que se hicieron en la venta; y todo<br />

el mundo calle, y viva bien, y hable mejor y<br />

caminemos, que ya es mucho regodeo éste.<br />

Alzó la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte<br />

en respuesta de sus amenazas, mas<br />

don <strong>Quijote</strong> se puso en medio y le rogó que no<br />

le maltratase, pues no era mucho que quien<br />

llevaba tan atadas las manos tuviese algún tanto<br />

suelta la lengua. Y, volviéndose a todos los<br />

de la cadena, dijo:<br />

-De todo cuanto me habéis dicho, hermanos<br />

carísimos, he sacado en limpio que, aunque os<br />

han castigado por vuestras culpas, las penas<br />

que vais a padecer no os dan mucho gusto, y<br />

que vais a ellas muy de mala gana y muy contra<br />

vuestra voluntad; y que podría ser que el<br />

poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la


falta de dineros déste, el poco favor del otro y,<br />

finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese<br />

sido causa de vuestra perdición y de no haber<br />

salido con la justicia que de vuestra parte teníades.<br />

Todo lo cual se me representa a mí ahora<br />

en la memoria de manera que me está diciendo,<br />

persuadiendo y aun forzando que muestre con<br />

vosotros el efeto para que el cielo me arrojó al<br />

mundo, y me hizo profesar en él la orden de<br />

caballería que profeso, y el voto que en ella hice<br />

de favorecer a los menesterosos y opresos de<br />

los mayores. Pero, porque sé que una de las<br />

partes de la prudencia es que lo que se puede<br />

hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar<br />

a estos señores guardianes y comisario sean<br />

servidos de desataros y dejaros ir en paz, que<br />

no faltarán otros que sirvan al rey en mejores<br />

ocasiones; porque me parece duro caso hacer<br />

esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres.<br />

Cuanto más, señores guardas -añadió don <strong>Quijote</strong>-,<br />

que estos pobres no han cometido nada<br />

contra vosotros. Allá se lo haya cada uno con


su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida<br />

de castigar al malo ni de premiar al bueno,<br />

y no es bien que los hombres honrados sean<br />

verdugos de los otros hombres, no yéndoles<br />

nada en ello. Pido esto con esta mansedumbre y<br />

sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que<br />

agradeceros; y, cuando de grado no lo hagáis,<br />

esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo,<br />

harán que lo hagáis por fuerza.<br />

-¡<strong>Don</strong>osa majadería! -respondió el comisario-<br />

¡Bueno está el donaire con que ha salido a cabo<br />

de rato! ¡Los forzados del rey quiere que le dejemos,<br />

como si tuviéramos autoridad para soltarlos<br />

o él la tuviera para mandárnoslo!<br />

Váyase vuestra merced, señor, norabuena, su<br />

camino adelante, y enderécese ese bacín que<br />

trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies<br />

al gato.<br />

-¡Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco! -<br />

respondió don <strong>Quijote</strong>.


Y, diciendo y haciendo, arremetió con él tan<br />

presto que, sin que tuviese lugar de ponerse en<br />

defensa, dio con él en el suelo, malherido de<br />

una lanzada; y avínole bien, que éste era el de<br />

la escopeta. Las demás guardas quedaron atónitas<br />

y suspensas del no esperado acontecimiento;<br />

pero, volviendo sobre sí, pusieron mano<br />

a sus espadas los de a caballo, y los de a pie<br />

a sus dardos, y arremetieron a don <strong>Quijote</strong>, que<br />

con mucho sosiego los aguardaba; y, sin duda,<br />

lo pasara mal si los galeotes, viendo la ocasión<br />

que se les ofrecía de alcanzar libertad, no la<br />

procuraran, procurando romper la cadena<br />

donde venían ensartados. Fue la revuelta de<br />

manera que las guardas, ya por acudir a los<br />

galeotes, que se desataban, ya por acometer a<br />

don <strong>Quijote</strong>, que los acometía, no hicieron cosa<br />

que fuese de provecho.<br />

Ayudó Sancho, por su parte, a la soltura de<br />

Ginés de Pasamonte, que fue el primero que<br />

saltó en la campaña libre y desembarazado, y,


arremetiendo al comisario caído, le quitó la<br />

espada y la escopeta, con la cual, apuntando al<br />

uno y señalando al otro, sin disparalla jamás,<br />

no quedó guarda en todo el campo, porque se<br />

fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte<br />

como de las muchas pedradas que los ya<br />

sueltos galeotes les tiraban.<br />

Entristecióse mucho Sancho deste suceso, porque<br />

se le representó que los que iban huyendo<br />

habían de dar noticia del caso a la Santa Hermandad,<br />

la cual, a campana herida, saldría a<br />

buscar los delincuentes, y así se lo dijo a su<br />

amo, y le rogó que luego de allí se partiesen y<br />

se emboscasen en la sierra, que estaba cerca.<br />

-Bien está eso -dijo don <strong>Quijote</strong>-, pero yo sé lo<br />

que ahora conviene que se haga.<br />

Y, llamando a todos los galeotes, que andaban<br />

alborotados y habían despojado al comisario<br />

hasta dejarle en cueros, se le pusieron todos a la


edonda para ver lo que les mandaba, y así les<br />

dijo:<br />

-De gente bien nacida es agradecer los beneficios<br />

que reciben, y uno de los pecados que más<br />

a Dios ofende es la ingratitud. Dígolo porque<br />

ya habéis visto, señores, con manifiesta experiencia,<br />

el que de mí habéis recebido; en pago<br />

del cual querría, y es mi voluntad, que, cargados<br />

de esa cadena que quité de vuestros cuellos,<br />

luego os pongáis en camino y vais a la ciudad<br />

del Toboso, y allí os presentéis ante la señora<br />

Dulcinea del Toboso y le digáis que su<br />

caballero, el de la Triste Figura, se le envía a<br />

encomendar, y le contéis, punto por punto,<br />

todos los que ha tenido esta famosa aventura<br />

hasta poneros en la deseada libertad; y, hecho<br />

esto, os podréis ir donde quisiéredes a la buena<br />

ventura.<br />

Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y<br />

dijo:


-Lo que vuestra merced nos manda, señor y<br />

libertador nuestro, es imposible de toda imposibilidad<br />

cumplirlo, porque no podemos ir juntos<br />

por los caminos, sino solos y divididos, y<br />

cada uno por su parte, procurando meterse en<br />

las entrañas de la tierra, por no ser hallado de<br />

la Santa Hermandad, que, sin duda alguna, ha<br />

de salir en nuestra busca. Lo que vuestra merced<br />

puede hacer, y es justo que haga, es mudar<br />

ese servicio y montazgo de la señora Dulcinea<br />

del Toboso en alguna cantidad de avemarías y<br />

credos, que nosotros diremos por la intención<br />

de vuestra merced; y ésta es cosa que se podrá<br />

cumplir de noche y de día, huyendo o reposando,<br />

en paz o en guerra; pero pensar que hemos<br />

de volver ahora a las ollas de Egipto, digo, a<br />

tomar nuestra cadena y a ponernos en camino<br />

del Toboso, es pensar que es ahora de noche,<br />

que aún no son las diez del día, y es pedir a<br />

nosotros eso como pedir peras al olmo.


-Pues ¡voto a tal! -dijo don <strong>Quijote</strong>, ya puesto<br />

en cólera-, don hijo de la puta, don Ginesillo de<br />

Paropillo, o como os llamáis, que habéis de ir<br />

vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena<br />

a cuestas.<br />

Pasamonte, que no era nada bien sufrido, estando<br />

ya enterado que don <strong>Quijote</strong> no era muy<br />

cuerdo, pues tal disparate había cometido como<br />

el de querer darles libertad, viéndose tratar de<br />

aquella manera, hizo del ojo a los compañeros,<br />

y, apartándose aparte, comenzaron a llover<br />

tantas piedras sobre don <strong>Quijote</strong>, que no se<br />

daba manos a cubrirse con la rodela; y el pobre<br />

de Rocinante no hacía más caso de la espuela<br />

que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso<br />

tras su asno, y con él se defendía de la nube y<br />

pedrisco que sobre entrambos llovía. No se<br />

pudo escudar tan bien don <strong>Quijote</strong> que no le<br />

acertasen no sé cuántos guijarros en el cuerpo,<br />

con tanta fuerza que dieron con él en el suelo; y<br />

apenas hubo caído, cuando fue sobre él el estu-


diante y le quitó la bacía de la cabeza, y diole<br />

con ella tres o cuatro golpes en las espaldas y<br />

otros tantos en la tierra, con que la hizo pedazos.<br />

Quitáronle una ropilla que traía sobre las<br />

armas, y las medias calzas le querían quitar si<br />

las grebas no lo estorbaran. A Sancho le quitaron<br />

el gabán, y, dejándole en pelota, repartiendo<br />

entre sí los demás despojos de la batalla, se<br />

fueron cada uno por su parte, con más cuidado<br />

de escaparse de la Hermandad, que temían,<br />

que de cargarse de la cadena e ir a presentarse<br />

ante la señora Dulcinea del Toboso.<br />

Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y<br />

<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong>; el jumento, cabizbajo y pensativo,<br />

sacudiendo de cuando en cuando las orejas,<br />

pensando que aún no había cesado la borrasca<br />

de las piedras, que le perseguían los oídos; Rocinante,<br />

tendido junto a su amo, que también<br />

vino al suelo de otra pedrada; Sancho, en pelota<br />

y temeroso de la Santa Hermandad; don Quijo-


te, mohinísimo de verse tan malparado por los<br />

mismos a quien tanto bien había hecho.


Capítulo XXIII<br />

De lo que le aconteció al famoso don <strong>Quijote</strong><br />

en Sierra Morena, que fue una de las más raras<br />

aventuras que en esta verdadera historia se<br />

cuentan<br />

Viéndose tan malparado don <strong>Quijote</strong>, dijo a su<br />

escudero:<br />

-Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el hacer<br />

bien a villanos es echar agua en la mar. Si yo<br />

hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera<br />

escusado esta pesadumbre; pero ya está hecho:<br />

paciencia, y escarmentar para desde aquí adelante.<br />

-Así escarmentará vuestra merced -respondió<br />

Sancho- como yo soy turco; pero, pues dice que<br />

si me hubiera creído se hubiera escusado este<br />

daño, créame ahora y escusará otro mayor;<br />

porque le hago saber que con la Santa Hermandad<br />

no hay usar de caballerías, que no se le


da a ella por cuantos caballeros andantes hay<br />

dos maravedís; y sepa que ya me parece que<br />

sus saetas me zumban por los oídos.<br />

-Naturalmente eres cobarde, Sancho -dijo don<br />

<strong>Quijote</strong>-, pero, porque no digas que soy contumaz<br />

y que jamás hago lo que me aconsejas, por<br />

esta vez quiero tomar tu consejo y apartarme<br />

de la furia que tanto temes; mas ha de ser con<br />

una condición: que jamás, en vida ni en muerte,<br />

has de decir a nadie que yo me retiré y aparté<br />

deste peligro de miedo, sino por complacer a<br />

tus ruegos; que si otra cosa dijeres, mentirás en<br />

ello, y desde ahora para entonces, y desde entonces<br />

para ahora, te desmiento, y digo que<br />

mientes y mentirás todas las veces que lo pensares<br />

o lo dijeres. Y no me repliques más, que<br />

en sólo pensar que me aparto y retiro de algún<br />

peligro, especialmente déste, que parece que<br />

lleva algún es no es de sombra de miedo, estoy<br />

ya para quedarme, y para aguardar aquí solo,<br />

no solamente a la Santa Hermandad que dices


y temes, sino a los hermanos de los doce tribus<br />

de Israel, y a los siete Macabeos, y a Cástor y a<br />

Pólux, y aun a todos los hermanos y hermandades<br />

que hay en el mundo.<br />

-Señor -respondió Sancho-, que el retirar no es<br />

huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro<br />

sobrepuja a la esperanza, y de sabios es guardarse<br />

hoy para mañana y no aventurarse todo<br />

en un día. Y sepa que, aunque zafio y villano,<br />

todavía se me alcanza algo desto que llaman<br />

buen gobierno; así que, no se arrepienta de<br />

haber tomado mi consejo, sino suba en Rocinante,<br />

si puede, o si no yo le ayudaré, y sígame,<br />

que el caletre me dice que hemos menester ahora<br />

más los pies que las manos.<br />

Subió don <strong>Quijote</strong>, sin replicarle más palabra,<br />

y, guiando Sancho sobre su asno, se entraron<br />

por una parte de Sierra Morena, que allí junto<br />

estaba, llevando Sancho intención de atravesarla<br />

toda e ir a salir al Viso, o a Almodóvar del<br />

Campo, y esconderse algunos días por aquellas


asperezas, por no ser hallados si la Hermandad<br />

los buscase. Animóle a esto haber visto que de<br />

la refriega de los galeotes se había escapado<br />

libre la despensa que sobre su asno venía, cosa<br />

que la juzgó a milagro, según fue lo que llevaron<br />

y buscaron los galeotes.<br />

Así como don <strong>Quijote</strong> entró por aquellas montañas,<br />

se le alegró el corazón, pareciéndole<br />

aquellos lugares acomodados para las aventuras<br />

que buscaba.<br />

Reducíansele a la memoria los maravillosos<br />

acaecimientos que en semejantes soledades y<br />

asperezas habían sucedido a caballeros andantes.<br />

Iba pensando en estas cosas, tan embebecido<br />

y trasportado en ellas que de ninguna otra<br />

se acordaba. Ni Sancho llevaba otro cuidado -<br />

después que le pareció que caminaba por parte<br />

segura- sino de satisfacer su estómago con los<br />

relieves que del despojo clerical habían quedado;<br />

y así, iba tras su amo sentado a la mujeriega<br />

sobre su jumento, sacando de un costal y em-


aulando en su panza; y no se le diera por<br />

hallar otra ventura, entretanto que iba de aquella<br />

manera, un ardite.<br />

En esto, alzó los ojos y vio que su amo estaba<br />

parado, procurando con la punta del lanzón<br />

alzar no sé qué bulto que estaba caído en el<br />

suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a ayudarle<br />

si fuese menester; y cuando llegó fue a<br />

tiempo que alzaba con la punta del lanzón un<br />

cojín y una maleta asida a él, medio podridos, o<br />

podridos del todo, y deshechos; mas, pesaba<br />

tanto, que fue necesario que Sancho se apease a<br />

tomarlos, y mandóle su amo que viese lo que<br />

en la maleta venía.<br />

Hízolo con mucha presteza Sancho, y, aunque<br />

la maleta venía cerrada con una cadena y su<br />

candado, por lo roto y podrido della vio lo que<br />

en ella había, que eran cuatro camisas de delgada<br />

holanda y otras cosas de lienzo, no menos<br />

curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló


un buen montoncillo de escudos de oro; y, así<br />

como los vio, dijo:<br />

-¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado<br />

una aventura que sea de provecho!<br />

Y buscando más, halló un librillo de memoria,<br />

ricamente guarnecido. Éste le pidió don <strong>Quijote</strong>,<br />

y mandóle que guardase el dinero y lo tomase<br />

para él.<br />

Besóle las manos Sancho por la merced, y, desvalijando<br />

a la valija de su lencería, la puso en el<br />

costal de la despensa. Todo lo cual visto por<br />

don <strong>Quijote</strong>, dijo:<br />

-Paréceme, Sancho, y no es posible que sea otra<br />

cosa, que algún caminante descaminado debió<br />

de pasar por esta sierra, y, salteándole malandrines,<br />

le debieron de matar, y le trujeron a<br />

enterrar en esta tan escondida parte.


-No puede ser eso -respondió Sancho-, porque<br />

si fueran ladrones, no se dejaran aquí este dinero.<br />

-Verdad dices -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y así, no adivino<br />

ni doy en lo que esto pueda ser; mas, espérate:<br />

veremos si en este librillo de memoria hay<br />

alguna cosa escrita por donde podamos rastrear<br />

y venir en conocimiento de lo que deseamos.<br />

Abrióle, y lo primero que halló en él escrito,<br />

como en borrador, aunque de muy buena letra,<br />

fue un soneto, que, leyéndole alto porque Sancho<br />

también lo oyese, vio que decía desta manera:<br />

O le falta al Amor conocimiento, o le sobra<br />

crueldad, o no es mi pena igual a la ocasión que<br />

me condena al género más duro de tormento.<br />

Pero si Amor es dios, es argumento que nada<br />

ignora, y es razón muy buena que un dios no<br />

sea cruel. Pues, ¿quién ordena el terrible dolor<br />

que adoro y siento? Si digo que sois vos, Fili, no


acierto; que tanto mal en tanto bien no cabe, ni<br />

me viene del cielo esta rüina. Presto habré de<br />

morir, que es lo más cierto; que al mal de quien<br />

la causa no se sabe milagro es acertar la medicina.<br />

-Por esa trova -dijo Sancho- no se puede saber<br />

nada, si ya no es que por ese hilo que está ahí se<br />

saque el ovillo de todo.<br />

-¿Qué hilo está aquí? -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Paréceme -dijo Sancho- que vuestra merced<br />

nombró ahí hilo.<br />

-No dije sino Fili -respondió don <strong>Quijote</strong>-, y<br />

éste, sin duda, es el nombre de la dama de<br />

quien se queja el autor deste soneto; y a fe que<br />

debe de ser razonable poeta, o yo sé poco del<br />

arte.<br />

-Luego, ¿también -dijo Sancho- se le entiende a<br />

vuestra merced de trovas?


-Y más de lo que tú piensas -respondió don<br />

<strong>Quijote</strong>-, y veráslo cuando lleves una carta,<br />

escrita en verso de arriba abajo, a mi señora<br />

Dulcinea del Toboso. Porque quiero que sepas,<br />

Sancho, que todos o los más caballeros andantes<br />

de la edad pasada eran grandes trovadores<br />

y grandes músicos; que estas dos habilidades, o<br />

gracias, por mejor decir, son anexas a los enamorados<br />

andantes. Verdad es que las coplas de<br />

los pasados caballeros tienen más de espíritu<br />

que de primor.<br />

-Lea más vuestra merced -dijo Sancho-, que ya<br />

hallará algo que nos satisfaga.<br />

Volvió la hoja don <strong>Quijote</strong> y dijo:<br />

-Esto es prosa, y parece carta.<br />

-¿Carta misiva, señor? -preguntó Sancho.<br />

-En el principio no parece sino de amores -<br />

respondió don <strong>Quijote</strong>.


-Pues lea vuestra merced alto -dijo Sancho-, que<br />

gusto mucho destas cosas de amores.<br />

-Que me place -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

Y, leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado,<br />

vio que decía desta manera:<br />

Tu falsa promesa y mi cierta desventura me<br />

llevan a parte donde antes volverán a tus oídos<br />

las nuevas de mi muerte que las razones de mis<br />

quejas.<br />

Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene<br />

más, no por quien vale más que yo; mas si la<br />

virtud fuera riqueza que se estimara, no envidiara<br />

yo dichas ajenas ni llorara desdichas propias.<br />

Lo que levantó tu hermosura han derribado<br />

tus obras: por ella entendí que eras ángel, y<br />

por ellas conozco que eres mujer. Quédate en<br />

paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo<br />

que los engaños de tu esposo estén siempre<br />

encubiertos, porque tú no quedes arrepentida


de lo que heciste y yo no tome venganza de lo<br />

que no deseo.<br />

Acabando de leer la carta, dijo don <strong>Quijote</strong>:<br />

-Menos por ésta que por los versos se puede<br />

sacar más de que quien la escribió es algún<br />

desdeñado amante.<br />

Y, hojeando casi todo el librillo, halló otros versos<br />

y cartas, que algunos pudo leer y otros no;<br />

pero lo que todos contenían eran quejas, lamentos,<br />

desconfianzas, sabores y sinsabores, favores<br />

y desdenes, solenizados los unos y llorados<br />

los otros.<br />

En tanto que don <strong>Quijote</strong> pasaba el libro, pasaba<br />

Sancho la maleta, sin dejar rincón en toda<br />

ella, ni en el cojín, que no buscase, escudriñase<br />

e inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni<br />

vedija de lana que no escarmenase, porque no<br />

se quedase nada por diligencia ni mal recado:<br />

tal golosina habían despertado en él los halla-


dos escudos, que pasaban de ciento. Y, aunque<br />

no halló mas de lo hallado, dio por bien empleados<br />

los vuelos de la manta, el vomitar del<br />

brebaje, las bendiciones de las estacas, las puñadas<br />

del arriero, la falta de las alforjas, el robo<br />

del gabán y toda la hambre, sed y cansancio<br />

que había pasado en servicio de su buen señor,<br />

pareciéndole que estaba más que rebién pagado<br />

con la merced recebida de la entrega del<br />

hallazgo.<br />

Con gran deseo quedó el Caballero de la Triste<br />

Figura de saber quién fuese el dueño de la maleta,<br />

conjeturando, por el soneto y carta, por el<br />

dinero en oro y por las tan buenas camisas, que<br />

debía de ser de algún principal enamorado, a<br />

quien desdenes y malos tratamientos de su<br />

dama debían de haber conducido a algún desesperado<br />

término. Pero, como por aquel lugar<br />

inhabitable y escabroso no parecía persona alguna<br />

de quien poder informarse, no se curó de<br />

más que de pasar adelante, sin llevar otro ca-


mino que aquel que Rocinante quería, que era<br />

por donde él podía caminar, siempre con imaginación<br />

que no podía faltar por aquellas malezas<br />

alguna estraña aventura.<br />

Yendo, pues, con este pensamiento, vio que,<br />

por cima de una montañuela que delante de los<br />

ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre, de<br />

risco en risco y de mata en mata, con estraña<br />

ligereza. Figurósele que iba desnudo, la barba<br />

negra y espesa, los cabellos muchos y rabultados,<br />

los pies descalzos y las piernas sin cosa<br />

alguna; los muslos cubrían unos calzones, al<br />

parecer de terciopelo leonado, mas tan hechos<br />

pedazos que por muchas partes se le descubrían<br />

las carnes. Traía la cabeza descubierta, y,<br />

aunque pasó con la ligereza que se ha dicho,<br />

todas estas menudencias miró y notó el Caballero<br />

de la Triste Figura; y, aunque lo procuró,<br />

no pudo seguille, porque no era dado a la debilidad<br />

de Rocinante andar por aquellas asperezas,<br />

y más siendo él de suyo pisacorto y flemá-


tico. Luego imaginó don <strong>Quijote</strong> que aquél era<br />

el dueño del cojín y de la maleta, y propuso en<br />

sí de buscalle, aunque supiese andar un año<br />

por aquellas montañas hasta hallarle; y así,<br />

mandó a Sancho que se apease del asno y atajase<br />

por la una parte de la montaña, que él iría<br />

por la otra y podría ser que topasen, con esta<br />

diligencia, con aquel hombre que con tanta<br />

priesa se les había quitado de delante.<br />

-No podré hacer eso -respondió Sancho-, porque,<br />

en apartándome de vuestra merced, luego<br />

es conmigo el miedo, que me asalta con mil<br />

géneros de sobresaltos y visiones. Y sírvale esto<br />

que digo de aviso, para que de aquí adelante no<br />

me aparte un dedo de su presencia.<br />

-Así será -dijo el de la Triste Figura-, y yo estoy<br />

muy contento de que te quieras valer de mi<br />

ánimo, el cual no te ha de faltar, aunque te falte<br />

el ánima del cuerpo. Y vente ahora tras mí poco<br />

a poco, o como pudieres, y haz de los ojos lanternas;<br />

rodearemos esta serrezuela: quizá topa-


emos con aquel hombre que vimos, el cual, sin<br />

duda alguna, no es otro que el dueño de nuestro<br />

hallazgo.<br />

A lo que Sancho respondió:<br />

-Harto mejor sería no buscalle, porque si le<br />

hallamos y acaso fuese el dueño del dinero,<br />

claro está que lo tengo de restituir; y así, fuera<br />

mejor, sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo<br />

yo con buena fe hasta que, por otra vía menos<br />

curiosa y diligente, pareciera su verdadero señor;<br />

y quizá fuera a tiempo que lo hubiera gastado,<br />

y entonces el rey me hacía franco.<br />

-Engáñaste en eso, Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-;<br />

que, ya que hemos caído en sospecha de<br />

quién es el dueño, cuasi delante, estamos obligados<br />

a buscarle y volvérselos; y, cuando no le<br />

buscásemos, la vehemente sospecha que tenemos<br />

de que él lo sea nos pone ya en tanta culpa<br />

como si lo fuese.


Así que, Sancho amigo, no te dé pena el buscalle,<br />

por la que a mí se me quitará si le hallo.<br />

Y así, picó a Rocinante, y siguióle Sancho con<br />

su acostumbrado jumento; y, habiendo rodeado<br />

parte de la montaña, hallaron en un arroyo,<br />

caída, muerta y medio comida de perros y picada<br />

de grajos, una mula ensillada y enfrenada;<br />

todo lo cual confirmó en ellos más la sospecha<br />

de que aquel que huía era el dueño de la mula<br />

y del cojín.<br />

Estándola mirando, oyeron un silbo como de<br />

pastor que guardaba ganado, y a deshora, a su<br />

siniestra mano, parecieron una buena cantidad<br />

de cabras, y tras ellas, por cima de la montaña,<br />

pareció el cabrero que las guardaba, que era un<br />

hombre anciano. Diole voces don <strong>Quijote</strong>, y<br />

rogóle que bajase donde estaban. Él respondió<br />

a gritos que quién les había traído por aquel<br />

lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de<br />

pies de cabras o de lobos y otras fieras que por<br />

allí andaban. Respondióle Sancho que bajase,


que de todo le darían buena cuenta. Bajó el cabrero,<br />

y, en llegando adonde don <strong>Quijote</strong> estaba,<br />

dijo:<br />

-Apostaré que está mirando la mula de alquiler<br />

que está muerta en esa hondonada. Pues a buena<br />

fe que ha ya seis meses que está en ese lugar.<br />

Díganme: ¿han topado por ahí a su dueño?<br />

-No hemos topado a nadie -respondió don <strong>Quijote</strong>-,<br />

sino a un cojín y a una maletilla que no<br />

lejos deste lugar hallamos.<br />

-También la hallé yo -respondió el cabrero-,<br />

mas nunca la quise alzar ni llegar a ella, temeroso<br />

de algún desmán y de que no me la pidiesen<br />

por de hurto; que es el diablo sotil, y debajo<br />

de los pies se levanta allombre cosa donde tropiece<br />

y caya, sin saber cómo ni cómo no.<br />

-Eso mesmo es lo que yo digo -respondió Sancho-:<br />

que también la hallé yo, y no quise llegar


a ella con un tiro de piedra; allí la dejé y allí se<br />

queda como se estaba, que no quiero perro con<br />

cencerro.<br />

-Decidme, buen hombre -dijo don <strong>Quijote</strong>-,<br />

¿sabéis vos quién sea el dueño destas prendas?<br />

-Lo que sabré yo decir -dijo el cabrero- es que<br />

«habrá al pie de seis meses, poco más a menos,<br />

que llegó a una majada de pastores, que estará<br />

como tres leguas deste lugar, un mancebo de<br />

gentil talle y apostura, caballero sobre esa<br />

mesma mula que ahí está muerta, y con el<br />

mesmo cojín y maleta que decís que hallastes y<br />

no tocastes. Preguntónos que cuál parte desta<br />

sierra era la más áspera y escondida; dijímosle<br />

que era esta donde ahora estamos; y es ansí la<br />

verdad, porque si entráis media legua más<br />

adentro, quizá no acertaréis a salir; y estoy maravillado<br />

de cómo habéis podido llegar aquí,<br />

porque no hay camino ni senda que a este lugar<br />

encamine. Digo, pues, que, en oyendo nuestra<br />

respuesta el mancebo, volvió las riendas y en-


caminó hacia el lugar donde le señalamos,<br />

dejándonos a todos contentos de su buen talle,<br />

y admirados de su demanda y de la priesa con<br />

que le víamos caminar y volverse hacia la sierra;<br />

y desde entonces nunca más le vimos, hasta<br />

que desde allí a algunos días salió al camino a<br />

uno de nuestros pastores, y, sin decille nada, se<br />

llegó a él y le dio muchas puñadas y coces, y<br />

luego se fue a la borrica del hato y le quitó<br />

cuanto pan y queso en ella traía; y, con estraña<br />

ligereza, hecho esto, se volvió a emboscar en la<br />

sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le<br />

anduvimos a buscar casi dos días por lo más<br />

cerrado desta sierra, al cabo de los cuales le<br />

hallamos metido en el hueco de un grueso y<br />

valiente alcornoque. Salió a nosotros con mucha<br />

mansedumbre, ya roto el vestido, y el rostro<br />

disfigurado y tostado del sol, de tal suerte<br />

que apenas le conocíamos, sino que los vestidos,<br />

aunque rotos, con la noticia que dellos<br />

teníamos, nos dieron a entender que era el que<br />

buscábamos. Saludónos cortésmente, y en po-


cas y muy buenas razones nos dijo que no nos<br />

maravillásemos de verle andar de aquella suerte,<br />

porque así le convenía para cumplir cierta<br />

penitencia que por sus muchos pecados le había<br />

sido impuesta. Rogámosle que nos dijese<br />

quién era, mas nunca lo pudimos acabar con él.<br />

Pedímosle también que, cuando hubiese menester<br />

el sustento, sin el cual no podía pasar,<br />

nos dijese dónde le hallaríamos, porque con<br />

mucho amor y cuidado se lo llevaríamos; y que<br />

si esto tampoco fuese de su gusto, que, a lo menos,<br />

saliese a pedirlo, y no a quitarlo a los pastores.<br />

Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió<br />

perdón de los asaltos pasados, y ofreció de pedillo<br />

de allí adelante por amor de Dios, sin dar<br />

molestia alguna a nadie.<br />

En cuanto lo que tocaba a la estancia de su<br />

habitación, dijo que no tenía otra que aquella<br />

que le ofrecía la ocasión donde le tomaba la<br />

noche; y acabó su plática con un tan tierno llanto,<br />

que bien fuéramos de piedra los que escu-


chado le habíamos, si en él no le acompañáramos,<br />

considerándole cómo le habíamos visto la<br />

vez primera, y cuál le veíamos entonces. Porque,<br />

como tengo dicho, era un muy gentil y<br />

agraciado mancebo, y en sus corteses y concertadas<br />

razones mostraba ser bien nacido y muy<br />

cortesana persona; que, puesto que éramos<br />

rústicos los que le escuchábamos, su gentileza<br />

era tanta, que bastaba a darse a conocer a la<br />

mesma rusticidad. Y, estando en lo mejor de su<br />

plática, paró y enmudecióse; clavó los ojos en el<br />

suelo por un buen espacio, en el cual todos estuvimos<br />

quedos y suspensos, esperando en qué<br />

había de parar aquel embelesamiento, con no<br />

poca lástima de verlo; porque, por lo que hacía<br />

de abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin<br />

mover pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos,<br />

apretando los labios y enarcando las cejas,<br />

fácilmente conocimos que algún accidente de<br />

locura le había sobrevenido. Mas él nos dio a<br />

entender presto ser verdad lo que pensábamos,<br />

porque se levantó con gran furia del suelo,


donde se había echado, y arremetió con el primero<br />

que halló junto a sí, con tal denuedo y<br />

rabia que, si no se le quitáramos, le matara a<br />

puñadas y a bocados; y todo esto hacía, diciendo:<br />

¡Ah, fementido Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás<br />

la sinrazón que me heciste: estas manos te<br />

sacarán el corazón, donde albergan y tienen manida<br />

todas las maldades juntas, principalmente la fraude<br />

y el engaño! Y a éstas añadía otras razones, que<br />

todas se encaminaban a decir mal de aquel Fernando<br />

y a tacharle de traidor y fementido.<br />

Quitámossele, pues, con no poca pesadumbre,<br />

y él, sin decir más palabra, se apartó de nosotros<br />

y se emboscó corriendo por entre estos<br />

jarales y malezas, de modo que nos imposibilitó<br />

el seguille. Por esto conjeturamos que la locura<br />

le venía a tiempos, y que alguno que se llamaba<br />

Fernando le debía de haber hecho alguna mala<br />

obra, tan pesada cuanto lo mostraba el término<br />

a que le había conducido. Todo lo cual se ha<br />

confirmado después acá con las veces, que han<br />

sido muchas, que él ha salido al camino, unas a


pedir a los pastores le den de lo que llevan para<br />

comer y otras a quitárselo por fuerza; porque<br />

cuando está con el accidente de la locura, aunque<br />

los pastores se lo ofrezcan de buen grado,<br />

no lo admite, sino que lo toma a puñadas; y<br />

cuando está en su seso, lo pide por amor de<br />

Dios, cortés y comedidamente, y rinde por ello<br />

muchas gracias, y no con falta de lágrimas.<br />

Y en verdad os digo, señores -prosiguió el cabrero-,<br />

que ayer determinamos yo y cuatro zagales,<br />

los dos criados y los dos amigos míos, de<br />

buscarle hasta tanto que le hallemos, y, después<br />

de hallado, ya por fuerza ya por grado, le<br />

hemos de llevar a la villa de Almodóvar, que<br />

está de aquí ocho leguas, y allí le curaremos, si<br />

es que su mal tiene cura, o sabremos quién es<br />

cuando esté en sus seso, y si tiene parientes a<br />

quien dar noticia de su desgracia». Esto es, señores,<br />

lo que sabré deciros de lo que me habéis<br />

preguntado; y entended que el dueño de las<br />

prendas que hallastes es el mesmo que vistes


pasar con tanta ligereza como desnudez -que<br />

ya le había dicho don <strong>Quijote</strong> cómo había visto<br />

pasar aquel hombre saltando por la sierra.<br />

El cual quedó admirado de lo que al cabrero<br />

había oído, y quedó con más deseo de saber<br />

quién era el desdichado loco; y propuso en sí lo<br />

mesmo que ya tenía pensado: de buscalle por<br />

toda la montaña, sin dejar rincón ni cueva en<br />

ella que no mirase, hasta hallarle. Pero hízolo<br />

mejor la suerte de lo que él pensaba ni esperaba,<br />

porque en aquel mesmo instante pareció,<br />

por entre una quebrada de una sierra que salía<br />

donde ellos estaban, el mancebo que buscaba,<br />

el cual venía hablando entre sí cosas que no<br />

podían ser entendidas de cerca, cuanto más de<br />

lejos. Su traje era cual se ha pintado, sólo que,<br />

llegando cerca, vio don <strong>Quijote</strong> que un coleto<br />

hecho pedazos que sobre sí traía era de ámbar;<br />

por donde acabó de entender que persona que<br />

tales hábitos traía no debía de ser de ínfima<br />

calidad.


En llegando el mancebo a ellos, les saludó con<br />

una voz desentonada y bronca, pero con mucha<br />

cortesía. <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> le volvió las saludes con<br />

no menos comedimiento, y, apeándose de Rocinante,<br />

con gentil continente y donaire, le fue a<br />

abrazar y le tuvo un buen espacio estrechamente<br />

entre sus brazos, como si de luengos tiempos<br />

le hubiera conocido. El otro, a quien podemos<br />

llamar el Roto de la Mala Figura -como a don<br />

<strong>Quijote</strong> el de la Triste-, después de haberse dejado<br />

abrazar, le apartó un poco de sí, y, puestas<br />

sus manos en los hombros de don <strong>Quijote</strong>, le<br />

estuvo mirando, como que quería ver si le conocía;<br />

no menos admirado quizá de ver la figura,<br />

talle y armas de don <strong>Quijote</strong>, que don <strong>Quijote</strong><br />

lo estaba de verle a él. En resolución, el primero<br />

que habló después del abrazamiento fue<br />

el Roto, y dijo lo que se dirá adelante.


Capítulo XXIV<br />

<strong>Don</strong>de se prosigue la aventura de la Sierra<br />

Morena<br />

Dice la historia que era grandísima la atención<br />

con que don <strong>Quijote</strong> escuchaba al astroso Caballero<br />

de la Sierra, el cual, prosiguiendo su plática,<br />

dijo:<br />

-Por cierto, señor, quienquiera que seáis, que yo<br />

no os conozco, yo os agradezco las muestras y<br />

la cortesía que conmigo habéis usado; y quisiera<br />

yo hallarme en términos que con más que la<br />

voluntad pudiera servir la que habéis mostrado<br />

tenerme en el buen acogimiento que me habéis<br />

hecho, mas no quiere mi suerte darme otra cosa<br />

con que corresponda a las buenas obras que me<br />

hacen, que buenos deseos de satisfacerlas.<br />

-Los que yo tengo -respondió don <strong>Quijote</strong>- son<br />

de serviros; tanto, que tenía determinado de no<br />

salir destas sierras hasta hallaros y saber de vos


si el dolor que en la estrañeza de vuestra vida<br />

mostráis tener se podía hallar algún género de<br />

remedio; y si fuera menester buscarle, buscarle<br />

con la diligencia posible. Y, cuando vuestra<br />

desventura fuera de aquellas que tienen cerradas<br />

las puertas a todo género de consuelo, pensaba<br />

ayudaros a llorarla y plañirla como mejor<br />

pudiera, que todavía es consuelo en las desgracias<br />

hallar quien se duela dellas. Y, si es que mi<br />

buen intento merece ser agradecido con algún<br />

género de cortesía, yo os suplico, señor, por la<br />

mucha que veo que en vos se encierra, y juntamente<br />

os conjuro por la cosa que en esta vida<br />

más habéis amado o amáis, que me digáis<br />

quién sois y la causa que os ha traído a vivir y a<br />

morir entre estas soledades como bruto animal,<br />

pues moráis entre ellos tan ajeno de vos mismo<br />

cual lo muestra vuestro traje y persona. Y juro -<br />

añadió don <strong>Quijote</strong>-, por la orden de caballería<br />

que recebí, aunque indigno y pecador, y por la<br />

profesión de caballero andante, que si en esto,<br />

señor, me complacéis, de serviros con las veras


a que me obliga el ser quien soy: ora remediando<br />

vuestra desgracia, si tiene remedio, ora<br />

ayudándoos a llorarla, como os lo he prometido.<br />

El Caballero del Bosque, que de tal manera oyó<br />

hablar al de la Triste Figura, no hacía sino mirarle,<br />

y remirarle y tornarle a mirar de arriba<br />

abajo; y, después que le hubo bien mirado, le<br />

dijo:<br />

-Si tienen algo que darme a comer, por amor de<br />

Dios que me lo den; que, después de haber comido,<br />

yo haré todo lo que se me manda, en<br />

agradecimiento de tan buenos deseos como<br />

aquí se me han mostrado.<br />

Luego sacaron, Sancho de su costal y el cabrero<br />

de su zurrón, con que satisfizo el Roto su hambre,<br />

comiendo lo que le dieron como persona<br />

atontada, tan apriesa que no daba espacio de<br />

un bocado al otro, pues antes los engullía que<br />

tragaba; y, en tanto que comía, ni él ni los que


le miraban hablaban palabra. Como acabó de<br />

comer, les hizo de señas que le siguiesen, como<br />

lo hicieron, y él los llevó a un verde pradecillo<br />

que a la vuelta de una peña poco desviada de<br />

allí estaba. En llegando a él se tendió en el suelo,<br />

encima de la yerba, y los demás hicieron lo<br />

mismo; y todo esto sin que ninguno hablase,<br />

hasta que el Roto, después de haberse acomodado<br />

en su asiento, dijo:<br />

-Si gustáis, señores, que os diga en breves razones<br />

la inmensidad de mis desventuras, habéisme<br />

de prometer de que con ninguna pregunta,<br />

ni otra cosa, no interromperéis el hilo de mi<br />

triste historia; porque en el punto que lo hagáis,<br />

en ése se quedará lo que fuere contando.<br />

Estas razones del Roto trujeron a la memoria a<br />

don <strong>Quijote</strong> el cuento que le había contado su<br />

escudero, cuando no acertó el número de las<br />

cabras que habían pasado el río y se quedó la<br />

historia pendiente. Pero, volviendo al Roto,<br />

prosiguió diciendo:


-Esta prevención que hago es porque querría<br />

pasar brevemente por el cuento de mis desgracias;<br />

que el traerlas a la memoria no me sirve de<br />

otra cosa que añadir otras de nuevo, y, mientras<br />

menos me preguntáredes, más presto acabaré<br />

yo de decillas, puesto que no dejaré por<br />

contar cosa alguna que sea de importancia para<br />

no satisfacer del todo a vuestro deseo.<br />

<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> se lo prometió, en nombre de los<br />

demás, y él, con este seguro, comenzó desta<br />

manera:<br />

-«Mi nombre es Cardenio; mi patria, una ciudad<br />

de las mejores desta Andalucía; mi linaje,<br />

noble; mis padres, ricos; mi desventura, tanta<br />

que la deben de haber llorado mis padres y<br />

sentido mi linaje, sin poderla aliviar con su riqueza;<br />

que para remediar desdichas del cielo<br />

poco suelen valer los bienes de fortuna. Vivía<br />

en esta mesma tierra un cielo, donde puso el<br />

amor toda la gloria que yo acertara a desearme:<br />

tal es la hermosura de Luscinda, doncella tan


noble y tan rica como yo, pero de más ventura<br />

y de menos firmeza de la que a mis honrados<br />

pensamientos se debía. A esta Luscinda amé,<br />

quise y adoré desde mis tiernos y primeros<br />

años, y ella me quiso a mí con aquella sencillez<br />

y buen ánimo que su poca edad permitía. Sabían<br />

nuestros padres nuestros intentos, y no les<br />

pesaba dello, porque bien veían que, cuando<br />

pasaran adelante, no podían tener otro fin que<br />

el de casarnos, cosa que casi la concertaba la<br />

igualdad de nuestro linaje y riquezas.<br />

Creció la edad, y con ella el amor de entrambos,<br />

que al padre de Luscinda le pareció que por<br />

buenos respetos estaba obligado a negarme la<br />

entrada de su casa, casi imitando en esto a los<br />

padres de aquella Tisbe tan decantada de los<br />

poetas. Y fue esta negación añadir llama a llama<br />

y deseo a deseo, porque, aunque pusieron<br />

silencio a las lenguas, no le pudieron poner a<br />

las plumas, las cuales, con más libertad que las<br />

lenguas, suelen dar a entender a quien quieren


lo que en el alma está encerrado; que muchas<br />

veces la presencia de la cosa amada turba y<br />

enmudece la intención más determinada y la<br />

lengua más atrevida. ¡Ay cielos, y cuántos billetes<br />

le escribí! ¡Cuán regaladas y honestas respuestas<br />

tuve! ¡Cuántas canciones compuse y<br />

cuántos enamorados versos, donde el alma declaraba<br />

y trasladaba sus sentimientos, pintaba<br />

sus encendidos deseos, entretenía sus memorias<br />

y recreaba su voluntad!<br />

»En efeto, viéndome apurado, y que mi alma se<br />

consumía con el deseo de verla, determiné poner<br />

por obra y acabar en un punto lo que me<br />

pareció que más convenía para salir con mi<br />

deseado y merecido premio; y fue el pedírsela a<br />

su padre por legítima esposa, como lo hice; a lo<br />

que él me respondió que me agradecía la voluntad<br />

que mostraba de honralle, y de querer<br />

honrarme con prendas suyas, pero que, siendo<br />

mi padre vivo, a él tocaba de justo derecho<br />

hacer aquella demanda; porque, si no fuese con


mucha voluntad y gusto suyo, no era Luscinda<br />

mujer para tomarse ni darse a hurto.<br />

»Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome<br />

que llevaba razón en lo que decía, y que mi<br />

padre vendría en ello como yo se lo dijese; y<br />

con este intento, luego en aquel mismo instante,<br />

fui a decirle a mi padre lo que deseaba. Y, al<br />

tiempo que entré en un aposento donde estaba,<br />

le hallé con una carta abierta en la mano, la<br />

cual, antes que yo le dijese palabra, me la dio y<br />

me dijo: Por esa carta verás, Cardenio, la voluntad<br />

que el duque Ricardo tiene de hacerte merced.» Este<br />

duque Ricardo, como ya vosotros, señores,<br />

debéis de saber, es un grande de España que<br />

tiene su estado en lo mejor desta Andalucía.<br />

«Tomé y leí la carta, la cual venía tan encarecida<br />

que a mí mesmo me pareció mal si mi padre<br />

dejaba de cumplir lo que en ella se le pedía, que<br />

era que me enviase luego donde él estaba; que<br />

quería que fuese compañero, no criado, de su<br />

hijo el mayor, y que él tomaba a cargo el po-


nerme en estado que correspondiese a la estimación<br />

en que me tenía. Leí la carta y enmudecí<br />

leyéndola, y más cuando oí que mi padre<br />

me decía: De aquí a dos días te partirás, Cardenio,<br />

a hacer la voluntad del duque; y da gracias a Dios<br />

que te va abriendo camino por donde alcances lo que<br />

yo sé que mereces. Añadió a éstas otras razones<br />

de padre consejero.<br />

»Llegóse el término de mi partida, hablé una<br />

noche a Luscinda, díjele todo lo que pasaba, y<br />

lo mesmo hice a su padre, suplicándole se entretuviese<br />

algunos días y dilatase el darle estado<br />

hasta que yo viese lo que Ricardo me quería.<br />

Él me lo prometió y ella me lo confirmó con mil<br />

juramentos y mil desmayos. Vine, en fin, donde<br />

el duque Ricardo estaba. Fui dél tan bien recebido<br />

y tratado, que desde luego comenzó la<br />

envidia a hacer su oficio, teniéndomela los<br />

criados antiguos, pareciéndoles que las muestras<br />

que el duque daba de hacerme merced<br />

habían de ser en perjuicio suyo. Pero el que


más se holgó con mi ida fue un hijo segundo<br />

del duque, llamado Fernando, mozo gallardo,<br />

gentilhombre, liberal y enamorado, el cual, en<br />

poco tiempo, quiso que fuese tan su amigo, que<br />

daba que decir a todos; y, aunque el mayor me<br />

quería bien y me hacía merced, no llegó al estremo<br />

con que don Fernando me quería y trataba.<br />

»Es, pues, el caso que, como entre los amigos<br />

no hay cosa secreta que no se comunique, y la<br />

privanza que yo tenía con don Fernando dejada<br />

de serlo por ser amistad, todos sus pensamientos<br />

me declaraba, especialmente uno enamorado,<br />

que le traía con un poco de desasosiego.<br />

Quería bien a una labradora, vasalla de su padre<br />

(y ella los tenía muy ricos), y era tan hermosa,<br />

recatada, discreta y honesta que nadie<br />

que la conocía se determinaba en cuál destas<br />

cosas tuviese más excelencia ni más se aventajase.<br />

Estas tan buenas partes de la hermosa labradora<br />

redujeron a tal término los deseos de


don Fernando, que se determinó, para poder<br />

alcanzarlo y conquistar la entereza de la labradora,<br />

darle palabra de ser su esposo, porque de<br />

otra manera era procurar lo imposible. Yo,<br />

obligado de su amistad, con las mejores razones<br />

que supe y con los más vivos ejemplos que<br />

pude, procuré estorbarle y apartarle de tal<br />

propósito. Pero, viendo que no aprovechaba,<br />

determiné de decirle el caso al duque Ricardo,<br />

su padre. Mas don Fernando, como astuto y<br />

discreto, se receló y temió desto, por parecerle<br />

que estaba yo obligado, en vez de buen criado,<br />

no tener encubierta cosa que tan en perjuicio de<br />

la honra de mi señor el duque venía; y así, por<br />

divertirme y engañarme, me dijo que no hallaba<br />

otro mejor remedio para poder apartar de la<br />

memoria la hermosura que tan sujeto le tenía,<br />

que el ausentarse por algunos meses; y que<br />

quería que el ausencia fuese que los dos nos<br />

viniésemos en casa de mi padre, con ocasión<br />

que darían al duque que venía a ver y a feriar


unos muy buenos caballos que en mi ciudad<br />

había, que es madre de los mejores del mundo.<br />

»Apenas le oí yo decir esto, cuando, movido de<br />

mi afición, aunque su determinación no fuera<br />

tan buena, la aprobara yo por una de las más<br />

acertadas que se podían imaginar, por ver cuán<br />

buena ocasión y coyuntura se me ofrecía de<br />

volver a ver a mi Luscinda. Con este pensamiento<br />

y deseo, aprobé su parecer y esforcé su<br />

propósito, diciéndole que lo pusiese por obra<br />

con la brevedad posible, porque, en efeto, la<br />

ausencia hacía su oficio, a pesar de los más firmes<br />

pensamientos. Ya cuando él me vino a decir<br />

esto, según después se supo, había gozado a<br />

la labradora con título de esposo, y esperaba<br />

ocasión de descubrirse a su salvo, temeroso de<br />

lo que el duque su padre haría cuando supiese<br />

su disparate.<br />

»Sucedió, pues, que, como el amor en los mozos,<br />

por la mayor parte, no lo es, sino apetito, el<br />

cual, como tiene por último fin el deleite, en


llegando a alcanzarle se acaba y ha de volver<br />

atrás aquello que parecía amor, porque no<br />

puede pasar adelante del término que le puso<br />

naturaleza, el cual término no le puso a lo que<br />

es verdadero amor...; quiero decir que, así como<br />

don Fernando gozó a la labradora, se le aplacaron<br />

sus deseos y se resfriaron sus ahíncos; y si<br />

primero fingía quererse ausentar, por remediarlos,<br />

ahora de veras procuraba irse, por no ponerlos<br />

en ejecución.<br />

Diole el duque licencia, y mandóme que le<br />

acompañase. Venimos a mi ciudad, recibióle mi<br />

padre como quien era; vi yo luego a Luscinda,<br />

tornaron a vivir, aunque no habían estado<br />

muertos ni amortiguados, mis deseos, de los<br />

cuales di cuenta, por mi mal, a don Fernando,<br />

por parecerme que, en la ley de la mucha amistad<br />

que mostraba, no le debía encubrir nada.<br />

Alabéle la hermosura, donaire y discreción de<br />

Luscinda de tal manera, que mis alabanzas<br />

movieron en él los deseos de querer ver donce-


lla de tantas buenas partes adornada. Cumplíselos<br />

yo, por mi corta suerte, enseñándosela<br />

una noche, a la luz de una vela, por una ventana<br />

por donde los dos solíamos hablarnos. Viola<br />

en sayo, tal, que todas las bellezas hasta entonces<br />

por él vistas las puso en olvido. Enmudeció,<br />

perdió el sentido, quedó absorto y, finalmente,<br />

tan enamorado cual lo veréis en el discurso del<br />

cuento de mi desventura. Y, para encenderle<br />

más el deseo, que a mí me celaba y al cielo a<br />

solas descubría, quiso la fortuna que hallase un<br />

día un billete suyo pidiéndome que la pidiese a<br />

su padre por esposa, tan discreto, tan honesto y<br />

tan enamorado que, en leyéndolo, me dijo que<br />

en sola Luscinda se encerraban todas las gracias<br />

de hermosura y de entendimiento que en las<br />

demás mujeres del mundo estaban repartidas.<br />

»Bien es verdad que quiero confesar ahora que,<br />

puesto que yo veía con cuán justas causas don<br />

Fernando a Luscinda alababa, me pesaba de oír<br />

aquellas alabanzas de su boca, y comencé a


temer y a recelarme dél, porque no se pasaba<br />

momento donde no quisiese que tratásemos de<br />

Luscinda, y él movía la plática, aunque la trujese<br />

por los cabellos; cosa que despertaba en mí<br />

un no sé qué de celos, no porque yo temiese<br />

revés alguno de la bondad y de la fe de Luscinda,<br />

pero, con todo eso, me hacía temer mi suerte<br />

lo mesmo que ella me aseguraba. Procuraba<br />

siempre don Fernando leer los papeles que yo a<br />

Luscinda enviaba y los que ella me respondía, a<br />

título que de la discreción de los dos gustaba<br />

mucho. Acaeció, pues, que, habiéndome pedido<br />

Luscinda un libro de caballerías en que leer, de<br />

quien era ella muy aficionada, que era el de<br />

Amadís de Gaula...»<br />

No hubo bien oído don <strong>Quijote</strong> nombrar libro<br />

de caballerías, cuando dijo:<br />

-Con que me dijera vuestra merced, al principio<br />

de su historia, que su merced de la señora Luscinda<br />

era aficionada a libros de caballerías, no<br />

fuera menester otra exageración para darme a


entender la alteza de su entendimiento, porque<br />

no le tuviera tan bueno como vos, señor, le<br />

habéis pintado, si careciera del gusto de tan<br />

sabrosa leyenda: así que, para conmigo, no es<br />

menester gastar más palabras en declararme su<br />

hermosura, valor y entendimiento; que, con<br />

sólo haber entendido su afición, la confirmo<br />

por la más hermosa y más discreta mujer del<br />

mundo. Y quisiera yo, señor, que vuestra merced<br />

le hubiera enviado junto con Amadís de<br />

Gaula al bueno de <strong>Don</strong> Rugel de Grecia, que yo<br />

sé que gustara la señora Luscinda mucho de<br />

Daraida y Geraya, y de las discreciones del pastor<br />

Darinel y de aquellos admirables versos de<br />

sus bucólicas, cantadas y representadas por él<br />

con todo donaire, discreción y desenvoltura.<br />

Pero tiempo podrá venir en que se enmiende<br />

esa falta, y no dura más en hacerse la enmienda<br />

de cuanto quiera vuestra merced ser servido de<br />

venirse conmigo a mi aldea, que allí le podré<br />

dar más de trecientos libros, que son el regalo<br />

de mi alma y el entretenimiento de mi vida;


aunque tengo para mí que ya no tengo ninguno,<br />

merced a la malicia de malos y envidiosos<br />

encantadores. Y perdóneme vuestra merced el<br />

haber contravenido a lo que prometimos de no<br />

interromper su plática, pues, en oyendo cosas<br />

de caballerías y de caballeros andantes, así es<br />

en mi mano dejar de hablar en ellos, como lo es<br />

en la de los rayos del sol dejar de calentar, ni<br />

humedecer en los de la luna. Así que, perdón y<br />

proseguir, que es lo que ahora hace más al caso.<br />

En tanto que don <strong>Quijote</strong> estaba diciendo lo<br />

que queda dicho, se le había caído a Cardenio<br />

la cabeza sobre el pecho, dando muestras de<br />

estar profundamente pensativo. Y, puesto que<br />

dos veces le dijo don <strong>Quijote</strong> que prosiguiese su<br />

historia, ni alzaba la cabeza ni respondía palabra;<br />

pero, al cabo de un buen espacio, la levantó<br />

y dijo:<br />

-No se me puede quitar del pensamiento, ni<br />

habrá quien me lo quite en el mundo, ni quien<br />

me dé a entender otra cosa (y sería un majadero


el que lo contrario entendiese o creyese), sino<br />

que aquel bellaconazo del maestro Elisabat estaba<br />

amancebado con la reina Madésima.<br />

-Eso no, ¡voto a tal! -respondió con mucha cólera<br />

don <strong>Quijote</strong> (y arrojóle, como tenía de costumbre)-;<br />

y ésa es una muy gran malicia, o bellaquería,<br />

por mejor decir: la reina Madásima<br />

fue muy principal señora, y no se ha de presumir<br />

que tan alta princesa se había de amancebar<br />

con un sacapotras; y quien lo contrario entendiere,<br />

miente como muy gran bellaco. Y yo<br />

se lo daré a entender, a pie o a caballo, armado<br />

o desarmado, de noche o de día, o como más<br />

gusto le diere.<br />

Estábale mirando Cardenio muy atentamente,<br />

al cual ya había venido el accidente de su locura<br />

y no estaba para proseguir su historia; ni<br />

tampoco don <strong>Quijote</strong> se la oyera, según le había<br />

disgustado lo que de Madásima le había oído.<br />

¡Estraño caso; que así volvió por ella como si<br />

verdaderamente fuera su verdadera y natural


señora: tal le tenían sus descomulgados libros!<br />

Digo, pues, que, como ya Cardenio estaba loco<br />

y se oyó tratar de mentís y de bellaco, con otros<br />

denuestos semejantes, parecióle mal la burla, y<br />

alzó un guijarro que halló junto a sí, y dio con<br />

él en los pechos tal golpe a don <strong>Quijote</strong> que le<br />

hizo caer de espaldas. Sancho Panza, que de tal<br />

modo vio parar a su señor, arremetió al loco<br />

con el puño cerrado; y el Roto le recibió de tal<br />

suerte que con una puñada dio con él a sus<br />

pies, y luego se subió sobre él y le brumó las<br />

costillas muy a su sabor. El cabrero, que le quiso<br />

defender, corrió el mesmo peligro. Y, después<br />

que los tuvo a todos rendidos y molidos,<br />

los dejó y se fue, con gentil sosiego, a emboscarse<br />

en la montaña.<br />

Levantóse Sancho, y, con la rabia que tenía de<br />

verse aporreado tan sin merecerlo, acudió a<br />

tomar la venganza del cabrero, diciéndole que<br />

él tenía la culpa de no haberles avisado que a<br />

aquel hombre le tomaba a tiempos la locura;


que, si esto supieran, hubieran estado sobre<br />

aviso para poderse guardar. Respondió el cabrero<br />

que ya lo había dicho, y que si él no lo<br />

había oído, que no era suya la culpa. Replicó<br />

Sancho Panza, y tornó a replicar el cabrero, y<br />

fue el fin de las réplicas asirse de las barbas y<br />

darse tales puñadas que, si don <strong>Quijote</strong> no los<br />

pusiera en paz, se hicieran pedazos. Decía Sancho,<br />

asido con el cabrero:<br />

-Déjeme vuestra merced, señor Caballero de la<br />

Triste Figura, que en éste, que es villano como<br />

yo y no está armado caballero, bien puedo a mi<br />

salvo satisfacerme del agravio que me ha<br />

hecho, peleando con él mano a mano, como<br />

hombre honrado.<br />

-Así es -dijo don <strong>Quijote</strong>-, pero yo sé que él no<br />

tiene ninguna culpa de lo sucedido.<br />

Con esto los apaciguó, y don <strong>Quijote</strong> volvió a<br />

preguntar al cabrero si sería posible hallar a<br />

Cardenio, porque quedaba con grandísimo de-


seo de saber el fin de su historia. Díjole el cabrero<br />

lo que primero le había dicho, que era no<br />

saber de cierto su manida; pero que, si anduviese<br />

mucho por aquellos contornos, no dejaría<br />

de hallarle, o cuerdo o loco.


Capítulo XXV<br />

Que trata de las estrañas cosas que en Sierra<br />

Morena sucedieron al valiente caballero de la<br />

Mancha, y de la imitación que hizo a la penitencia<br />

de Beltenebros<br />

Despidióse del cabrero don <strong>Quijote</strong>, y, subiendo<br />

otra vez sobre Rocinante, mandó a Sancho<br />

que le siguiese, el cual lo hizo, con su jumento,<br />

de muy mala gana. Íbanse poco a poco entrando<br />

en lo más áspero de la montaña, y Sancho<br />

iba muerto por razonar con su amo, y deseaba<br />

que él comenzase la plática, por no contravenir<br />

a lo que le tenía mandado; mas, no pudiendo<br />

sufrir tanto silencio, le dijo:<br />

-Señor don <strong>Quijote</strong>, vuestra merced me eche su<br />

bendición y me dé licencia; que desde aquí me<br />

quiero volver a mi casa, y a mi mujer y a mis<br />

hijos, con los cuales, por lo menos, hablaré y<br />

departiré todo lo que quisiere; porque querer<br />

vuestra merced que vaya con él por estas sole-


dades, de día y de noche, y que no le hable<br />

cuando me diere gusto es enterrarme en vida.<br />

Si ya quisiera la suerte que los animales hablaran,<br />

como hablaban en tiempos de Guisopete,<br />

fuera menos mal, porque departiera yo con mi<br />

jumento lo que me viniera en gana, y con esto<br />

pasara mi mala ventura; que es recia cosa, y<br />

que no se puede llevar en paciencia, andar buscando<br />

aventuras toda la vida y no hallar sino<br />

coces y manteamientos, ladrillazos y puñadas,<br />

y, con todo esto, nos hemos de coser la boca, sin<br />

osar decir lo que el hombre tiene en su corazón,<br />

como si fuera mudo.<br />

-Ya te entiendo, Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-:<br />

tú mueres porque te alce el entredicho que<br />

te tengo puesto en la lengua. Dale por alzado y<br />

di lo que quisieres, con condición que no ha de<br />

durar este alzamiento más de en cuanto anduviéremos<br />

por estas sierras.<br />

-Sea ansí -dijo Sancho-: hable yo ahora, que<br />

después Dios sabe lo que será; y, comenzando a


gozar de ese salvoconduto, digo que ¿qué le iba<br />

a vuestra merced en volver tanto por aquella<br />

reina Magimasa, o como se llama? O, ¿qué hacía<br />

al caso que aquel abad fuese su amigo o no?<br />

Que, si vuestra merced pasara con ello, pues no<br />

era su juez, bien creo yo que el loco pasara adelante<br />

con su historia, y se hubieran ahorrado el<br />

golpe del guijarro, y las coces, y aun más de<br />

seis torniscones.<br />

-A fe, Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-, que si tú<br />

supieras, como yo lo sé, cuán honrada y cuán<br />

principal señora era la reina Madásima, yo sé<br />

que dijeras que tuve mucha paciencia, pues no<br />

quebré la boca por donde tales blasfemias salieron;<br />

porque es muy gran blasfemia decir ni<br />

pensar que una reina esté amancebada con un<br />

cirujano. La verdad del cuento es que aquel<br />

maestro Elisabat, que el loco dijo, fue un hombre<br />

muy prudente y de muy sanos consejos, y<br />

sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar<br />

que ella era su amiga es disparate digno de


muy gran castigo. Y, porque veas que Cardenio<br />

no supo lo que dijo, has de advertir que cuando<br />

lo dijo ya estaba sin juicio.<br />

-Eso digo yo -dijo Sancho-: que no había para<br />

qué hacer cuenta de las palabras de un loco,<br />

porque si la buena suerte no ayudara a vuestra<br />

merced y encaminara el guijarro a la cabeza,<br />

como le encaminó al pecho, buenos quedáramos<br />

por haber vuelto por aquella mi señora,<br />

que Dios cohonda. Pues, ¡montas que no se<br />

librara Cardenio por loco!<br />

-Contra cuerdos y contra locos está obligado<br />

cualquier caballero andante a volver por la<br />

honra de las mujeres, cualesquiera que sean,<br />

cuanto más por las reinas de tan alta guisa y<br />

pro como fue la reina Madásima, a quien yo<br />

tengo particular afición por sus buenas partes;<br />

porque, fuera de haber sido fermosa, además<br />

fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades,<br />

que las tuvo muchas; y los consejos y<br />

compañía del maestro Elisabat le fue y le fue-


on de mucho provecho y alivio para poder<br />

llevar sus trabajos con prudencia y paciencia. Y<br />

de aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y mal<br />

intencionado de decir y pensar que ella era su<br />

manceba; y mienten, digo otra vez, y mentirán<br />

otras docientas, todos los que tal pensaren y<br />

dijeren.<br />

-Ni yo lo digo ni lo pienso -respondió Sancho-:<br />

allá se lo hayan; con su pan se lo coman. Si fueron<br />

amancebados, o no, a Dios habrán dado la<br />

cuenta.<br />

De mis viñas vengo, no sé nada; no soy amigo<br />

de saber vidas ajenas; que el que compra y<br />

miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más, que<br />

desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni<br />

gano; mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y<br />

muchos piensan que hay tocinos y no hay estacas.<br />

Mas, ¿quién puede poner puertas al campo?<br />

Cuanto más, que de Dios dijeron.


-¡Válame Dios -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y qué de necedades<br />

vas, Sancho, ensartando! ¿Qué va de lo<br />

que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu<br />

vida, Sancho, que calles; y de aquí adelante,<br />

entremétete en espolear a tu asno, y deja de<br />

hacello en lo que no te importa. Y entiende con<br />

todos tus cinco sentidos que todo cuanto yo he<br />

hecho, hago e hiciere, va muy puesto en razón<br />

y muy conforme a las reglas de caballería, que<br />

las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron<br />

en el mundo.<br />

-Señor -respondió Sancho-, y ¿es buena regla de<br />

caballería que andemos perdidos por estas<br />

montañas, sin senda ni camino, buscando a un<br />

loco, el cual, después de hallado, quizá le<br />

vendrá en voluntad de acabar lo que dejó comenzado,<br />

no de su cuento, sino de la cabeza de<br />

vuestra merced y de mis costillas, acabándonoslas<br />

de romper de todo punto?<br />

-Calla, te digo otra vez, Sancho -dijo don <strong>Quijote</strong>-;<br />

porque te hago saber que no sólo me trae


por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto<br />

el que tengo de hacer en ellas una hazaña<br />

con que he de ganar perpetuo nombre y fama<br />

en todo lo descubierto de la tierra; y será tal,<br />

que he de echar con ella el sello a todo aquello<br />

que puede hacer perfecto y famoso a un andante<br />

caballero.<br />

-Y ¿es de muy gran peligro esa hazaña? -<br />

preguntó Sancho Panza.<br />

-No -respondió el de la Triste Figura-, puesto<br />

que de tal manera podía correr el dado, que<br />

echásemos azar en lugar de encuentro; pero<br />

todo ha de estar en tu diligencia.<br />

-¿En mi diligencia? -dijo Sancho.<br />

-Sí -dijo don <strong>Quijote</strong>-, porque si vuelves presto<br />

de adonde pienso enviarte, presto se acabará<br />

mi pena y presto comenzará mi gloria. Y, porque<br />

no es bien que te tenga más suspenso, esperando<br />

en lo que han de parar mis razones,


quiero, Sancho, que sepas que el famoso<br />

Amadís de Gaula fue uno de los más perfectos<br />

caballeros andantes. No he dicho bien fue uno:<br />

fue el solo, el primero, el único, el señor de todos<br />

cuantos hubo en su tiempo en el mundo.<br />

Mal año y mal mes para don Belianís y para<br />

todos aquellos que dijeren que se le igualó en<br />

algo, porque se engañan, juro cierto. Digo asimismo<br />

que, cuando algún pintor quiere salir<br />

famoso en su arte, procura imitar los originales<br />

de los más únicos pintores que sabe; y esta<br />

mesma regla corre por todos los más oficios o<br />

ejercicios de cuenta que sirven para adorno de<br />

las repúblicas. Y así lo ha de hacer y hace el que<br />

quiere alcanzar nombre de prudente y sufrido,<br />

imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos<br />

nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia<br />

y de sufrimiento; como también nos mostró<br />

Virgilio, en persona de Eneas, el valor de un<br />

hijo piadoso y la sagacidad de un valiente y<br />

entendido capitán, no pintándolo ni descubriéndolo<br />

como ellos fueron, sino como habían


de ser, para quedar ejemplo a los venideros<br />

hombres de sus virtudes. Desta mesma suerte,<br />

Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los valientes<br />

y enamorados caballeros, a quien debemos<br />

de imitar todos aquellos que debajo de la<br />

bandera de amor y de la caballería militamos.<br />

Siendo, pues, esto ansí, como lo es, hallo yo,<br />

Sancho amigo, que el caballero andante que<br />

más le imitare estará más cerca de alcanzar la<br />

perfeción de la caballería. Y una de las cosas en<br />

que más este caballero mostró su prudencia,<br />

valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue<br />

cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana,<br />

a hacer penitencia en la Peña Pobre, mudado<br />

su nombre en el de Beltenebros, nombre,<br />

por cierto, significativo y proprio para la vida<br />

que él de su voluntad había escogido. Ansí que,<br />

me es a mí más fácil imitarle en esto que no en<br />

hender gigantes, descabezar serpientes, matar<br />

endriagos, desbaratar ejércitos, fracasar armadas<br />

y deshacer encantamentos. Y, pues estos<br />

lugares son tan acomodados para semejantes


efectos, no hay para qué se deje pasar la ocasión,<br />

que ahora con tanta comodidad me ofrece<br />

sus guedejas.<br />

-En efecto -dijo Sancho-, ¿qué es lo que vuestra<br />

merced quiere hacer en este tan remoto lugar?<br />

-¿Ya no te he dicho -respondió don <strong>Quijote</strong>-<br />

que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del<br />

desesperado, del sandio y del furioso, por imitar<br />

juntamente al valiente don Roldán, cuando<br />

halló en una fuente las señales de que Angélica<br />

la Bella había cometido vileza con Medoro, de<br />

cuya pesadumbre se volvió loco y arrancó los<br />

árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes,<br />

mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas,<br />

derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras<br />

cien mil insolencias, dignas de eterno nombre y<br />

escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a<br />

Roldán, o Orlando, o Rotolando (que todos<br />

estos tres nombres tenía), parte por parte en<br />

todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el<br />

bosquejo, como mejor pudiere, en las que me


pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que<br />

viniese a contentarme con sola la imitación de<br />

Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de<br />

lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como<br />

el que más.<br />

-Paréceme a mí -dijo Sancho- que los caballeros<br />

que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron<br />

causa para hacer esas necedades y penitencias,<br />

pero vuestra merced, ¿qué causa tiene para<br />

volverse loco? ¿Qué dama le ha desdeñado, o<br />

qué señales ha hallado que le den a entender<br />

que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho<br />

alguna niñería con moro o cristiano?<br />

-Ahí esta el punto -respondió don <strong>Quijote</strong>- y<br />

ésa es la fineza de mi negocio; que volverse<br />

loco un caballero andante con causa, ni grado<br />

ni gracias: el toque está desatinar sin ocasión y<br />

dar a entender a mi dama que si en seco hago<br />

esto, ¿qué hiciera en mojado? Cuanto más, que<br />

harta ocasión tengo en la larga ausencia que he<br />

hecho de la siempre señora mía Dulcinea del


Toboso; que, como ya oíste decir a aquel pastor<br />

de marras, Ambrosio: quien está ausente todos<br />

los males tiene y teme. Así que, Sancho amigo,<br />

no gastes tiempo en aconsejarme que deje tan<br />

rara, tan felice y tan no vista imitación. Loco<br />

soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas<br />

con la respuesta de una carta que contigo pienso<br />

enviar a mi señora Dulcinea; y si fuere tal<br />

cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y<br />

mi penitencia; y si fuere al contrario, seré loco<br />

de veras, y, siéndolo, no sentiré nada.<br />

Ansí que, de cualquiera manera que responda,<br />

saldré del conflito y trabajo en que me dejares,<br />

gozando el bien que me trujeres, por cuerdo, o<br />

no sintiendo el mal que me aportares, por loco.<br />

Pero dime, Sancho, ¿traes bien guardado el<br />

yelmo de Mambrino?; que ya vi que le alzaste<br />

del suelo cuando aquel desagradecido le quiso<br />

hacer pedazos. Pero no pudo, donde se puede<br />

echar de ver la fineza de su temple.<br />

A lo cual respondió Sancho:


-Vive Dios, señor Caballero de la Triste Figura,<br />

que no puedo sufrir ni llevar en paciencia algunas<br />

cosas que vuestra merced dice, y que por<br />

ellas vengo a imaginar que todo cuanto me dice<br />

de caballerías y de alcanzar reinos e imperios,<br />

de dar ínsulas y de hacer otras mercedes y<br />

grandezas, como es uso de caballeros andantes,<br />

que todo debe de ser cosa de viento y mentira,<br />

y todo pastraña, o patraña, o como lo llamáremos.<br />

Porque quien oyere decir a vuestra merced<br />

que una bacía de barbero es el yelmo de<br />

Mambrino, y que no salga de este error en más<br />

de cuatro días, ¿qué ha de pensar, sino que<br />

quien tal dice y afirma debe de tener güero el<br />

juicio? La bacía yo la llevo en el costal, toda<br />

abollada, y llévola para aderezarla en mi casa y<br />

hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta<br />

gracia que algún día me vea con mi mujer y<br />

hijos.<br />

-Mira, Sancho, por el mismo que denantes juraste,<br />

te juro -dijo don <strong>Quijote</strong>- que tienes el


más corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero<br />

en el mundo. ¿Que es posible que en<br />

cuanto ha que andas conmigo no has echado de<br />

ver que todas las cosas de los caballeros andantes<br />

parecen quimeras, necedades y desatinos, y<br />

que son todas hechas al revés? Y no porque sea<br />

ello ansí, sino porque andan entre nosotros<br />

siempre una caterva de encantadores que todas<br />

nuestras cosas mudan y truecan y les vuelven<br />

según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos<br />

o destruirnos; y así, eso que a ti te parece<br />

bacía de barbero, me parece a mí el yelmo<br />

de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa. Y<br />

fue rara providencia del sabio que es de mi<br />

parte hacer que parezca bacía a todos lo que<br />

real y verdaderamente es yelmo de Mambrino,<br />

a causa que, siendo él de tanta estima, todo el<br />

mundo me perseguirá por quitármele; pero,<br />

como ven que no es más de un bacín de barbero,<br />

no se curan de procuralle, como se mostró<br />

bien en el que quiso rompelle y le dejó en el<br />

suelo sin llevarle; que a fe que si le conociera,


que nunca él le dejara. Guárdale, amigo, que<br />

por ahora no le he menester; que antes me tengo<br />

de quitar todas estas armas y quedar desnudo<br />

como cuando nací, si es que me da en voluntad<br />

de seguir en mi penitencia más a Roldán<br />

que a Amadís.<br />

Llegaron, en estas pláticas, al pie de una alta<br />

montaña que, casi como peñón tajado, estaba<br />

sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría<br />

por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por<br />

toda su redondez un prado tan verde y vicioso,<br />

que daba contento a los ojos que le miraban.<br />

Había por allí muchos árboles silvestres y algunas<br />

plantas y flores, que hacían el lugar apacible.<br />

Este sitio escogió el Caballero de la Triste<br />

Figura para hacer su penitencia; y así, en viéndole,<br />

comenzó a decir en voz alta, como si estuviera<br />

sin juicio:<br />

-Éste es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y escojo<br />

para llorar la desventura en que vosotros mesmos<br />

me habéis puesto. Éste es el sitio donde el


humor de mis ojos acrecentará las aguas deste<br />

pequeño arroyo, y mis continos y profundos<br />

sospiros moverán a la contina las hojas destos<br />

montaraces árboles, en testimonio y señal de la<br />

pena que mi asendereado corazón padece. ¡Oh<br />

vosotros, quienquiera que seáis, rústicos dioses<br />

que en este inhabitable lugar tenéis vuestra<br />

morada, oíd las quejas deste desdichado amante,<br />

a quien una luenga ausencia y unos imaginados<br />

celos han traído a lamentarse entre estas<br />

asperezas, y a quejarse de la dura condición de<br />

aquella ingrata y bella, término y fin de toda<br />

humana hermosura! ¡Oh vosotras, napeas y<br />

dríadas, que tenéis por costumbre de habitar en<br />

las espesuras de los montes, así los ligeros y<br />

lascivos sátiros, de quien sois, aunque en vano,<br />

amadas, no perturben jamás vuestro dulce sosiego,<br />

que me ayudéis a lamentar mi desventura,<br />

o, a lo menos, no os canséis de oílla! ¡Oh<br />

Dulcinea del Toboso, día de mi noche, gloria de<br />

mi pena, norte de mis caminos, estrella de mi<br />

ventura, así el cielo te la dé buena en cuanto


acertares a pedirle, que consideres el lugar y el<br />

estado a que tu ausencia me ha conducido, y<br />

que con buen término correspondas al que a mi<br />

fe se le debe! ¡Oh solitarios árboles, que desde<br />

hoy en adelante habéis de hacer compañía a mi<br />

soledad, dad indicio, con el blando movimiento<br />

de vuestras ramas, que no os desagrade mi presencia!<br />

¡Oh tú, escudero mío, agradable compañero<br />

en más prósperos y adversos sucesos,<br />

toma bien en la memoria lo que aquí me verás<br />

hacer, para que lo cuentes y recetes a la causa<br />

total de todo ello!<br />

Y, diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en un<br />

momento le quitó el freno y la silla; y, dándole<br />

una palmada en las ancas, le dijo:<br />

-Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh caballo<br />

tan estremado por tus obras cuan desdichado<br />

por tu suerte! Vete por do quisieres, que en la<br />

frente llevas escrito que no te igualó en ligereza<br />

el Hipogrifo de Astolfo, ni el nombrado Frontino,<br />

que tan caro le costó a Bradamante.


Viendo esto Sancho, dijo:<br />

-Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo de<br />

desenalbardar al rucio; que a fe que no faltaran<br />

palmadicas que dalle, ni cosas que decille en su<br />

alabanza; pero si él aquí estuviera, no consintiera<br />

yo que nadie le desalbardara, pues no había<br />

para qué, que a él no le tocaban las generales de<br />

enamorado ni de desesperado, pues no lo estaba<br />

su amo, que era yo, cuando Dios quería. Y<br />

en verdad, señor Caballero de la Triste Figura,<br />

que si es que mi partida y su locura de vuestra<br />

merced va de veras, que será bien tornar a ensillar<br />

a Rocinante, para que supla la falta del rucio,<br />

porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta;<br />

que si la hago a pie, no sé cuándo llegaré ni<br />

cuándo volveré, porque, en resolución, soy mal<br />

caminante.<br />

-Digo, Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-, que sea<br />

como tú quisieres, que no me parece mal tu<br />

designio; y digo que de aquí a tres días te par-


tirás, porque quiero que en este tiempo veas lo<br />

que por ella hago y digo, para que se lo digas.<br />

-Pues, ¿qué más tengo de ver -dijo Sancho- que<br />

lo que he visto?<br />

-¡Bien estás en el cuento! -respondió don <strong>Quijote</strong>-.<br />

Ahora me falta rasgar las vestiduras, esparcir<br />

las armas y darme de calabazadas por estas<br />

peñas, con otras cosas deste jaez que te han de<br />

admirar.<br />

-Por amor de Dios -dijo Sancho-, que mire<br />

vuestra merced cómo se da esas calabazadas;<br />

que a tal peña podrá llegar, y en tal punto, que<br />

con la primera se acabase la máquina desta<br />

penitencia; y sería yo de parecer que, ya que<br />

vuestra merced le parece que son aquí necesarias<br />

calabazadas y que no se puede hacer esta<br />

obra sin ellas, se contentase, pues todo esto es<br />

fingido y cosa contrahecha y de burla, se contentase,<br />

digo, con dárselas en el agua, o en alguna<br />

cosa blanda, como algodón; y déjeme a mí


el cargo, que yo diré a mi señora que vuestra<br />

merced se las daba en una punta de peña más<br />

dura que la de un diamante.<br />

-Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho<br />

-respondió don <strong>Quijote</strong>-, mas quiérote<br />

hacer sabidor de que todas estas cosas que hago<br />

no son de burlas, sino muy de veras; porque de<br />

otra manera, sería contravenir a las órdenes de<br />

caballería, que nos mandan que no digamos<br />

mentira alguna, pena de relasos, y el hacer una<br />

cosa por otra lo mesmo es que mentir. Ansí<br />

que, mis calabazadas han de ser verdaderas,<br />

firmes y valederas, sin que lleven nada del<br />

sofístico ni del fantástico. Y será necesario que<br />

me dejes algunas hilas para curarme, pues que<br />

la ventura quiso que nos faltase el bálsamo que<br />

perdimos.<br />

-Más fue perder el asno -respondió Sancho-,<br />

pues se perdieron en él las hilas y todo. Y ruégole<br />

a vuestra merced que no se acuerde más<br />

de aquel maldito brebaje; que en sólo oírle


mentar se me revuelve el alma, no que el estómago.<br />

Y más le ruego: que haga cuenta que son<br />

ya pasados los tres días que me ha dado de<br />

término para ver las locuras que hace, que ya<br />

las doy por vistas y por pasadas en cosa juzgada,<br />

y diré maravillas a mi señora; y escriba la<br />

carta y despácheme luego, porque tengo gran<br />

deseo de volver a sacar a vuestra merced deste<br />

purgatorio donde le dejo.<br />

-¿Purgatorio le llamas, Sancho? -dijo don <strong>Quijote</strong>-.<br />

Mejor hicieras de llamarle infierno, y aun<br />

peor, si hay otra cosa que lo sea.<br />

-Quien ha infierno -respondió Sancho-, nula es<br />

retencio, según he oído decir.<br />

-No entiendo qué quiere decir retencio -dijo<br />

don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Retencio es -respondió Sancho- que quien está<br />

en el infierno nunca sale dél, ni puede. Lo cual<br />

será al revés en vuestra merced, o a mí me an-


darán mal los pies, si es que llevo espuelas para<br />

avivar a Rocinante; y póngame yo una por una<br />

en el Toboso, y delante de mi señora Dulcinea,<br />

que yo le diré tales cosas de las necedades y<br />

locuras, que todo es uno, que vuestra merced<br />

ha hecho y queda haciendo, que la venga a poner<br />

más blanda que un guante, aunque la halle<br />

más dura que un alcornoque; con cuya respuesta<br />

dulce y melificada volveré por los aires, como<br />

brujo, y sacaré a vuestra merced deste purgatorio,<br />

que parece infierno y no lo es, pues hay<br />

esperanza de salir dél, la cual, como tengo dicho,<br />

no la tienen de salir los que están en el<br />

infierno, ni creo que vuestra merced dirá otra<br />

cosa.<br />

-Así es la verdad -dijo el de la Triste Figura-;<br />

pero, ¿qué haremos para escribir la carta?<br />

-Y la libranza pollinesca también -añadió Sancho.


-Todo irá inserto -dijo don <strong>Quijote</strong>-; y sería<br />

bueno, ya que no hay papel, que la escribiésemos,<br />

como hacían los antiguos, en hojas de<br />

árboles, o en unas tablitas de cera; aunque tan<br />

dificultoso será hallarse eso ahora como el papel.<br />

Mas ya me ha venido a la memoria dónde<br />

será bien, y aun más que bien, escribilla: que es<br />

en el librillo de memoria que fue de Cardenio; y<br />

tú tendrás cuidado de hacerla trasladar en papel,<br />

de buena letra, en el primer lugar que<br />

hallares, donde haya maestro de escuela de<br />

muchachos, o si no, cualquiera sacristán te la<br />

trasladará; y no se la des a trasladar a ningún<br />

escribano, que hacen letra procesada, que no la<br />

entenderá Satanás.<br />

-Pues, ¿qué se ha de hacer de la firma? -dijo<br />

Sancho.<br />

-Nunca las cartas de Amadís se firman -<br />

respondió don <strong>Quijote</strong>.


-Está bien -respondió Sancho-, pero la libranza<br />

forzosamente se ha de firmar, y ésa, si se traslada,<br />

dirán que la firma es falsa y quedaréme<br />

sin pollinos.<br />

-La libranza irá en el mesmo librillo firmada;<br />

que, en viéndola, mi sobrina no pondrá dificultad<br />

en cumplilla. Y, en lo que toca a la carta de<br />

amores, pondrás por firma: "Vuestro hasta la<br />

muerte, el Caballero de la Triste Figura". Y hará<br />

poco al caso que vaya de mano ajena, porque, a<br />

lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir<br />

ni leer, y en toda su vida ha visto letra<br />

mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos<br />

han sido siempre platónicos, sin estenderse<br />

a más que a un honesto mirar. Y aun esto tan<br />

de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad<br />

que en doce años que ha que la quiero más<br />

que a la lumbre destos ojos que han de comer la<br />

tierra, no la he visto cuatro veces; y aun podrá<br />

ser que destas cuatro veces no hubiese ella<br />

echado de ver la una que la miraba: tal es el


ecato y encerramiento con que sus padres,<br />

Lorenzo Corchuelo, y su madre, Aldonza Nogales,<br />

la han criado.<br />

-¡Ta, ta! -dijo Sancho-. ¿Que la hija de Lorenzo<br />

Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso,<br />

llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?<br />

-Ésa es -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y es la que merece<br />

ser señora de todo el universo.<br />

-Bien la conozco -dijo Sancho-, y sé decir que<br />

tira tan bien una barra como el más forzudo<br />

zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es<br />

moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en<br />

pecho, y que puede sacar la barba del lodo a<br />

cualquier caballero andante, o por andar, que la<br />

tuviere por señora!<br />

¡Oh hideputa, qué dejo que tiene, y qué voz! Sé<br />

decir que se puso un día encima del campanario<br />

del aldea a llamar unos zagales suyos que<br />

andaban en un barbecho de su padre, y, aun-


que estaban de allí más de media legua, así la<br />

oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y<br />

lo mejor que tiene es que no es nada melindrosa,<br />

porque tiene mucho de cortesana: con todos<br />

se burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora<br />

digo, señor Caballero de la Triste Figura, que<br />

no solamente puede y debe vuestra merced<br />

hacer locuras por ella, sino que, con justo título,<br />

puede desesperarse y ahorcarse; que nadie<br />

habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado<br />

de bien, puesto que le lleve el diablo. Y<br />

querría ya verme en camino, sólo por vella; que<br />

ha muchos días que no la veo, y debe de estar<br />

ya trocada, porque gasta mucho la faz de las<br />

mujeres andar siempre al campo, al sol y al<br />

aire. Y confieso a vuestra merced una verdad,<br />

señor don <strong>Quijote</strong>: que hasta aquí he estado en<br />

una grande ignorancia; que pensaba bien y<br />

fielmente que la señora Dulcinea debía de ser<br />

alguna princesa de quien vuestra merced estaba<br />

enamorado, o alguna persona tal, que mereciese<br />

los ricos presentes que vuestra merced le


ha enviado: así el del vizcaíno como el de los<br />

galeotes, y otros muchos que deben ser, según<br />

deben de ser muchas las vitorias que vuestra<br />

merced ha ganado y ganó en el tiempo que yo<br />

aún no era su escudero. Pero, bien considerado,<br />

¿qué se le ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo,<br />

digo, a la señora Dulcinea del Toboso, de<br />

que se le vayan a hincar de rodillas delante<br />

della los vencidos que vuestra merced le envía<br />

y ha de enviar? Porque podría ser que, al tiempo<br />

que ellos llegasen, estuviese ella rastrillando<br />

lino, o trillando en las eras, y ellos se corriesen<br />

de verla, y ella se riese y enfadase del presente.<br />

-Ya te tengo dicho antes de agora muchas veces,<br />

Sancho -dijo don <strong>Quijote</strong>-, que eres muy<br />

grande hablador, y que, aunque de ingenio<br />

boto, muchas veces despuntas de agudo. Mas,<br />

para que veas cuán necio eres tú y cuán discreto<br />

soy yo, quiero que me oyas un breve cuento.<br />

«Has de saber que una viuda hermosa, moza,<br />

libre y rica, y, sobre todo, desenfadada, se ena-


moró de un mozo motilón, rollizo y de buen<br />

tomo. Alcanzólo a saber su mayor, y un día dijo<br />

a la buena viuda, por vía de fraternal reprehensión:<br />

Maravillado estoy, señora, y no sin mucha<br />

causa, de que una mujer tan principal, tan hermosa<br />

y tan rica como vuestra merced, se haya enamorado<br />

de un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota como<br />

fulano, habiendo en esta casa tantos maestros, tantos<br />

presentados y tantos teólogos, en quien vuestra merced<br />

pudiera escoger como entre peras, y decir: "Éste<br />

quiero, aquéste no quiero". Mas ella le respondió,<br />

con mucho donaire y desenvoltura:<br />

Vuestra merced, señor mío, está muy engañado, y<br />

piensa muy a lo antiguo si piensa que yo he escogido<br />

mal en fulano, por idiota que le parece, pues, para lo<br />

que yo le quiero, tanta filosofía sabe, y más, que<br />

Aristóteles».<br />

Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea<br />

del Toboso, tanto vale como la más alta<br />

princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas<br />

que alaban damas, debajo de un nombre que


ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las<br />

tienen. ¿Piensas tú que las Amariles, las Filis,<br />

las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y<br />

otras tales de que los libros, los romances, las<br />

tiendas de los barberos, los teatros de las comedias,<br />

están llenos, fueron verdaderamente damas<br />

de carne y hueso, y de aquéllos que las<br />

celebran y celebraron? No, por cierto, sino que<br />

las más se las fingen, por dar subjeto a sus versos<br />

y porque los tengan por enamorados y por<br />

hombres que tienen valor para serlo. Y así,<br />

bástame a mí pensar y creer que la buena de<br />

Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo<br />

del linaje importa poco, que no han de ir a<br />

hacer la información dél para darle algún hábito,<br />

y yo me hago cuenta que es la más alta princesa<br />

del mundo.<br />

Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que<br />

dos cosas solas incitan a amar más que otras,<br />

que son la mucha hermosura y la buena fama; y<br />

estas dos cosas se hallan consumadamente en


Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le<br />

iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y<br />

para concluir con todo, yo imagino que todo lo<br />

que digo es así, sin que sobre ni falte nada; y<br />

píntola en mi imaginación como la deseo, así en<br />

la belleza como en la principalidad, y ni la llega<br />

Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de<br />

las famosas mujeres de las edades pretéritas,<br />

griega, bárbara o latina.<br />

Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto<br />

fuere reprehendido de los ignorantes, no seré<br />

castigado de los rigurosos.<br />

-Digo que en todo tiene vuestra merced razón -<br />

respondió Sancho-, y que yo soy un asno. Mas<br />

no sé yo para qué nombro asno en mi boca,<br />

pues no se ha de mentar la soga en casa del<br />

ahorcado. Pero venga la carta, y a Dios, que me<br />

mudo.<br />

Sacó el libro de memoria don <strong>Quijote</strong>, y,<br />

apartándose a una parte, con mucho sosiego


comenzó a escribir la carta; y, en acabándola,<br />

llamó a Sancho y le dijo que se la quería leer,<br />

porque la tomase de memoria, si acaso se le<br />

perdiese por el camino, porque de su desdicha<br />

todo se podía temer. A lo cual respondió Sancho:<br />

-Escríbala vuestra merced dos o tres veces ahí<br />

en el libro y démele, que yo le llevaré bien<br />

guardado, porque pensar que yo la he de tomar<br />

en la memoria es disparate: que la tengo tan<br />

mala que muchas veces se me olvida cómo me<br />

llamo. Pero, con todo eso, dígamela vuestra<br />

merced, que me holgaré mucho de oílla, que<br />

debe de ir como de molde.<br />

-Escucha, que así dice -dijo don <strong>Quijote</strong>:<br />

Carta de don <strong>Quijote</strong> a Dulcinea del Toboso<br />

Soberana y alta señora:<br />

El ferido de punta de ausencia y el llagado de<br />

las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del


Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu<br />

fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi<br />

pro, si tus desdenes son en mi afincamiento,<br />

maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré<br />

sostenerme en esta cuita, que, además de ser<br />

fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero<br />

Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata,<br />

amada enemiga mía!, del modo que por tu<br />

causa quedo. Si gustares de acorrerme, tuyo<br />

soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto; que,<br />

con acabar mi vida, habré satisfecho a tu crueldad<br />

y a mi deseo.<br />

Tuyo hasta la muerte, El Caballero de la Triste<br />

Figura.<br />

-Por vida de mi padre -dijo Sancho en oyendo<br />

la carta-, que es la más alta cosa que jamás he<br />

oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le dice vuestra<br />

merced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que<br />

encaja en la firma El Caballero de la Triste Figura!<br />

Digo de verdad que es vuestra merced el<br />

mesmo diablo, y que no haya cosa que no sepa.


-Todo es menester -respondió don <strong>Quijote</strong>- para<br />

el oficio que trayo.<br />

-Ea, pues -dijo Sancho-, ponga vuestra merced<br />

en esotra vuelta la cédula de los tres pollinos y<br />

fírmela con mucha claridad, porque la conozcan<br />

en viéndola.<br />

-Que me place -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

Y, habiéndola escrito,se la leyó; que decía ansí:<br />

Mandará vuestra merced, por esta primera de<br />

pollinos, señora sobrina, dar a Sancho Panza,<br />

mi escudero, tres de los cinco que dejé en casa y<br />

están a cargo de vuestra merced. Los cuales tres<br />

pollinos se los mando librar y pagar por otros<br />

tantos aquí recebidos de contado, que consta, y<br />

con su carta de pago serán bien dados. Fecha en<br />

las entrañas de Sierra Morena, a veinte y dos de<br />

agosto deste presente año.


-Buena está -dijo Sancho-; fírmela vuestra merced.<br />

-No es menester firmarla -dijo don <strong>Quijote</strong>-,<br />

sino solamente poner mi rúbrica, que es lo<br />

mesmo que firma, y para tres asnos, y aun para<br />

trecientos, fuera bastante.<br />

-Yo me confío de vuestra merced -respondió<br />

Sancho-. Déjeme, iré a ensillar a Rocinante, y<br />

aparéjese vuestra merced a echarme su bendición,<br />

que luego pienso partirme, sin ver las<br />

sandeces que vuestra merced ha de hacer, que<br />

yo diré que le vi hacer tantas que no quiera<br />

más.<br />

-Por lo menos quiero, Sancho, y porque es menester<br />

ansí, quiero, digo, que me veas en cueros,<br />

y hacer una o dos docenas de locuras, que<br />

las haré en menos de media hora, porque,<br />

habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas jurar a<br />

tu salvo en las demás que quisieres añadir; y


asegúrote que no dirás tú tantas cuantas yo<br />

pienso hacer.<br />

-Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en<br />

cueros a vuestra merced, que me dará mucha<br />

lástima y no podré dejar de llorar; y tengo tal la<br />

cabeza, del llanto que anoche hice por el rucio,<br />

que no estoy para meterme en nuevos lloros; y<br />

si es que vuestra merced gusta de que yo vea<br />

algunas locuras, hágalas vestido, breves y las<br />

que le vinieren más a cuento. Cuanto más, que<br />

para mí no era menester nada deso, y, como ya<br />

tengo dicho, fuera ahorrar el camino de mi<br />

vuelta, que ha de ser con las nuevas que vuestra<br />

merced desea y merece. Y si no, aparéjese la<br />

señora Dulcinea; que si no responde como es<br />

razón, voto hago solene a quien puedo que le<br />

tengo de sacar la buena respuesta del estómago<br />

a coces y a bofetones. Porque, ¿dónde se ha de<br />

sufrir que un caballero andante, tan famoso<br />

como vuestra merced, se vuelva loco, sin qué ni<br />

para qué, por una...? No me lo haga decir la


señora, porque por Dios que despotrique y lo<br />

eche todo a doce, aunque nunca se venda. ¡Bonico<br />

soy yo para eso! ¡Mal me conoce! ¡Pues, a<br />

fe que si me conociese, que me ayunase!<br />

-A fe, Sancho -dijo don <strong>Quijote</strong>-, que, a lo que<br />

parece, que no estás tú más cuerdo que yo.<br />

-No estoy tan loco -respondió Sancho-, mas<br />

estoy más colérico. Pero, dejando esto aparte,<br />

¿qué es lo que ha de comer vuestra merced en<br />

tanto que yo vuelvo? ¿Ha de salir al camino,<br />

como Cardenio, a quitárselo a los pastores?<br />

-No te dé pena ese cuidado -respondió don<br />

<strong>Quijote</strong>-, porque, aunque tuviera, no comiera<br />

otra cosa que las yerbas y frutos que este prado<br />

y estos árboles me dieren, que la fineza de mi<br />

negocio está en no comer y en hacer otras asperezas<br />

equivalentes.<br />

-A Dios, pues. Pero, ¿sabe vuestra merced qué<br />

temo? Que no tengo de acertar a volver a este


lugar donde agora le dejo, según está de escondido.<br />

-Toma bien las señas, que yo procuraré no<br />

apartarme destos contornos -dijo don <strong>Quijote</strong>-,<br />

y aun tendré cuidado de subirme por estos más<br />

altos riscos, por ver si te descubro cuando<br />

vuelvas. Cuanto más, que lo más acertado será,<br />

para que no me yerres y te pierdas, que cortes<br />

algunas retamas de las muchas que por aquí<br />

hay y las vayas poniendo de trecho a trecho,<br />

hasta salir a lo raso, las cuales te servirán de<br />

mojones y señales para que me halles cuando<br />

vuelvas, a imitación del hilo del laberinto de<br />

Teseo.<br />

-Así lo haré -respondió Sancho Panza.<br />

Y, cortando algunos, pidió la bendición a su<br />

señor, y, no sin muchas lágrimas de entrambos,<br />

se despidió dél. Y, subiendo sobre Rocinante, a<br />

quien don <strong>Quijote</strong> encomendó mucho, y que<br />

mirase por él como por su propria persona, se


puso en camino del llano, esparciendo de trecho<br />

a trecho los ramos de la retama, como su<br />

amo se lo había aconsejado. Y así, se fue, aunque<br />

todavía le importunaba don <strong>Quijote</strong> que le<br />

viese siquiera hacer dos locuras. Mas no hubo<br />

andado cien pasos, cuando volvió y dijo:<br />

-Digo, señor, que vuestra merced ha dicho muy<br />

bien: que, para que pueda jurar sin cargo de<br />

conciencia que le he visto hacer locuras, será<br />

bien que vea siquiera una, aunque bien grande<br />

la he visto en la quedada de vuestra merced.<br />

-¿No te lo decía yo? -dijo don <strong>Quijote</strong>-. Espérate,<br />

Sancho, que en un credo las haré.<br />

Y, desnudándose con toda priesa los calzones,<br />

quedó en carnes y en pañales, y luego, sin más<br />

ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas,<br />

la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo<br />

cosas que, por no verlas otra vez, volvió<br />

Sancho la rienda a Rocinante y se dio por contento<br />

y satisfecho de que podía jurar que su amo


quedaba loco. Y así, le dejaremos ir su camino,<br />

hasta la vuelta, que fue breve.


Capítulo XXVI<br />

<strong>Don</strong>de se prosiguen las finezas que de enamorado<br />

hizo don <strong>Quijote</strong> en Sierra Morena<br />

Y, volviendo a contar lo que hizo el de la Triste<br />

Figura después que se vio solo, dice la historia<br />

que, así como don <strong>Quijote</strong> acabó de dar las<br />

tumbas o vueltas, de medio abajo desnudo y de<br />

medio arriba vestido, y que vio que Sancho se<br />

había ido sin querer aguardar a ver más sandeces,<br />

se subió sobre una punta de una alta peña<br />

y allí tornó a pensar lo que otras muchas veces<br />

había pensado, sin haberse jamás resuelto en<br />

ello. Y era que cuál sería mejor y le estaría más<br />

a cuento: imitar a Roldán en las locuras desaforadas<br />

que hizo, o Amadís en las malencónicas.<br />

Y, hablando entre sí mesmo, decía:<br />

-Si Roldán fue tan buen caballero y tan valiente<br />

como todos dicen, ¿qué maravilla?, pues, al fin,<br />

era encantado y no le podía matar nadie si no<br />

era metiéndole un alfiler de a blanca por la


planta del pie, y él traía siempre los zapatos con<br />

siete suelas de hierro. Aunque no le valieron<br />

tretas contra Bernardo del Carpio, que se las<br />

entendió y le ahogó entre los brazos, en Roncesvalles.<br />

Pero, dejando en él lo de la valentía a<br />

una parte, vengamos a lo de perder el juicio,<br />

que es cierto que le perdió, por las señales que<br />

halló en la fontana y por las nuevas que le dio<br />

el pastor de que Angélica había dormido más<br />

de dos siestas con Medoro, un morillo de cabellos<br />

enrizados y paje de Agramante; y si él entendió<br />

que esto era verdad y que su dama le<br />

había cometido desaguisado, no hizo mucho en<br />

volverse loco. Pero yo, ¿cómo puedo imitalle en<br />

las locuras, si no le imito en la ocasión dellas?<br />

Porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar<br />

que no ha visto en todos los días de su vida<br />

moro alguno, ansí como él es, en su mismo traje,<br />

y que se está hoy como la madre que la parió;<br />

y haríale agravio manifiesto si, imaginando<br />

otra cosa della, me volviese loco de aquel género<br />

de locura de Roldán el furioso. Por otra par-


te, veo que Amadís de Gaula, sin perder el juicio<br />

y sin hacer locuras, alcanzó tanta fama de<br />

enamorado como el que más; porque lo que<br />

hizo, según su historia, no fue más de que, por<br />

verse desdeñado de su señora Oriana, que le<br />

había mandado que no pareciese ante su presencia<br />

hasta que fuese su voluntad, de que se<br />

retiró a la Peña Pobre en compañía de un ermitaño,<br />

y allí se hartó de llorar y de encomendarse<br />

a Dios, hasta que el cielo le acorrió, en medio<br />

de su mayor cuita y necesidad. Y si esto es verdad,<br />

como lo es, ¿para qué quiero yo tomar<br />

trabajo agora de desnudarme del todo, ni dar<br />

pesadumbre a estos árboles, que no me han<br />

hecho mal alguno? Ni tengo para qué enturbiar<br />

el agua clara destos arroyos, los cuales me han<br />

de dar de beber cuando tenga gana. Viva la<br />

memoria de Amadís, y sea imitado de don <strong>Quijote</strong><br />

de la Mancha en todo lo que pudiere; del<br />

cual se dirá lo que del otro se dijo: que si no<br />

acabó grandes cosas, murió por acometellas; y<br />

si yo no soy desechado ni desdeñado de Dulci-


nea del Toboso, bástame, como ya he dicho,<br />

estar ausente della. Ea, pues, manos a la obra:<br />

venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme<br />

por dónde tengo de comenzar a imitaros.<br />

Mas ya sé que lo más que él hizo fue rezar<br />

y encomendarse a Dios; pero, ¿qué haré de rosario,<br />

que no le tengo?<br />

En esto le vino al pensamiento cómo le haría, y<br />

fue que rasgó una gran tira de las faldas de la<br />

camisa, que andaban colgando, y diole once<br />

ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto<br />

le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo,<br />

donde rezó un millón de avemarías. Y lo que le<br />

fatigaba mucho era no hallar por allí otro ermitaño<br />

que le confesase y con quien consolarse. Y<br />

así, se entretenía paseándose por el pradecillo,<br />

escribiendo y grabando por las cortezas de los<br />

árboles y por la menuda arena muchos versos,<br />

todos acomodados a su tristeza, y algunos en<br />

alabanza de Dulcinea. Mas los que se pudieron<br />

hallar enteros y que se pudiesen leer, después


que a él allí le hallaron, no fueron más que estos<br />

que aquí se siguen:<br />

Árboles, yerbas y plantas<br />

que en aqueste sitio estáis,<br />

tan altos, verdes y tantas,<br />

si de mi mal no os holgáis,<br />

escuchad mis quejas santas.<br />

Mi dolor no os alborote,<br />

aunque más terrible sea,<br />

pues, por pagaros escote,<br />

aquí lloró don <strong>Quijote</strong><br />

ausencias de Dulcinea<br />

del Toboso.<br />

Es aquí el lugar adonde<br />

el amador más leal<br />

de su señora se esconde,<br />

y ha venido a tanto mal<br />

sin saber cómo o por dónde.<br />

Tráele amor al estricote,<br />

que es de muy mala ralea;<br />

y así, hasta henchir un pipote,


aquí lloró don <strong>Quijote</strong><br />

ausencias de Dulcinea<br />

del Toboso.<br />

Buscando las aventuras<br />

por entre las duras peñas,<br />

maldiciendo entrañas duras,<br />

que entre riscos y entre breñas<br />

halla el triste desventuras,<br />

hirióle amor con su azote,<br />

no con su blanda correa;<br />

y, en tocándole el cogote,<br />

aquí lloró don <strong>Quijote</strong><br />

ausencias de Dulcinea<br />

del Toboso.<br />

No causó poca risa en los que hallaron los versos<br />

referidos el añadidura del Toboso al nombre<br />

de Dulcinea, porque imaginaron que debió<br />

de imaginar don <strong>Quijote</strong> que si, en nombrando<br />

a Dulcinea, no decía también del Toboso, no se<br />

podría entender la copla; y así fue la verdad,<br />

como él después confesó. Otros muchos escri-


ió, pero, como se ha dicho, no se pudieron<br />

sacar en limpio, ni enteros, más destas tres coplas.<br />

En esto, y en suspirar y en llamar a los<br />

faunos y silvanos de aquellos bosques, a las<br />

ninfas de los ríos, a la dolorosa y húmida Eco,<br />

que le respondiese, consolasen y escuchasen, se<br />

entretenía, y en buscar algunas yerbas con que<br />

sustentarse en tanto que Sancho volvía; que, si<br />

como tardó tres días, tardara tres semanas, el<br />

Caballero de la Triste Figura quedara tan desfigurado<br />

que no le conociera la madre que lo<br />

parió.<br />

Y será bien dejalle, envuelto entre sus suspiros<br />

y versos, por contar lo que le avino a Sancho<br />

Panza en su mandadería. Y fue que, en saliendo<br />

al camino real, se puso en busca del Toboso, y<br />

otro día llegó a la venta donde le había sucedido<br />

la desgracia de la manta; y no la hubo bien<br />

visto, cuando le pareció que otra vez andaba en<br />

los aires, y no quiso entrar dentro, aunque llegó<br />

a hora que lo pudiera y debiera hacer, por ser la


del comer y llevar en deseo de gustar algo caliente;<br />

que había grandes días que todo era<br />

fiambre.<br />

Esta necesidad le forzó a que llegase junto a la<br />

venta, todavía dudoso si entraría o no. Y, estando<br />

en esto, salieron de la venta dos personas<br />

que luego le conocieron; y dijo el uno al otro:<br />

-Dígame, señor licenciado, aquel del caballo,<br />

¿no es Sancho Panza, el que dijo el ama de<br />

nuestro aventurero que había salido con su<br />

señor por escudero?<br />

-Sí es -dijo el licenciado-; y aquél es el caballo<br />

de nuestro don <strong>Quijote</strong>.<br />

Y conociéronle tan bien como aquellos que eran<br />

el cura y el barbero de su mismo lugar, y los<br />

que hicieron el escrutinio y acto general de los<br />

libros.


Los cuales, así como acabaron de conocer a<br />

Sancho Panza y a Rocinante, deseosos de saber<br />

de don <strong>Quijote</strong>, se fueron a él; y el cura le llamó<br />

por su nombre, diciéndole:<br />

-Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda vuestro<br />

amo?<br />

Conociólos luego Sancho Panza, y determinó<br />

de encubrir el lugar y la suerte donde y como<br />

su amo quedaba; y así, les respondió que su<br />

amo quedaba ocupado en cierta parte y en cierta<br />

cosa que le era de mucha importancia, la cual<br />

él no podía descubrir, por los ojos que en la<br />

cara tenía.<br />

-No, no -dijo el barbero-, Sancho Panza; si vos<br />

no nos decís dónde queda, imaginaremos, como<br />

ya imaginamos, que vos le habéis muerto y<br />

robado, pues venís encima de su caballo. En<br />

verdad que nos habéis de dar el dueño del<br />

rocín, o sobre eso, morena.


-No hay para qué conmigo amenazas, que yo<br />

no soy hombre que robo ni mato a nadie: a cada<br />

uno mate su ventura, o Dios, que le hizo. Mi<br />

amo queda haciendo penitencia en la mitad<br />

desta montaña, muy a su sabor.<br />

Y luego, de corrida y sin parar, les contó de la<br />

suerte que quedaba, las aventuras que le habían<br />

sucedido y cómo llevaba la carta a la señora<br />

Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo<br />

Corchuelo, de quien estaba enamorado hasta<br />

los hígados.<br />

Quedaron admirados los dos de lo que Sancho<br />

Panza les contaba; y, aunque ya sabían la locura<br />

de don <strong>Quijote</strong> y el género della, siempre<br />

que la oían se admiraban de nuevo. Pidiéronle<br />

a Sancho Panza que les enseñase la carta que<br />

llevaba a la señora Dulcinea del Toboso. Él dijo<br />

que iba escrita en un libro de memoria y que<br />

era orden de su señor que la hiciese trasladar<br />

en papel en el primer lugar que llegase; a lo<br />

cual dijo el cura que se la mostrase, que él la


trasladaría de muy buena letra. Metió la mano<br />

en el seno Sancho Panza, buscando el librillo,<br />

pero no le halló, ni le podía hallar si le buscara<br />

hasta agora, porque se había quedado don <strong>Quijote</strong><br />

con él y no se le había dado, ni a él se le<br />

acordó de pedírsele.<br />

Cuando Sancho vio que no hallaba el libro, fuésele<br />

parando mortal el rostro; y, tornándose a<br />

tentar todo el cuerpo muy apriesa, tornó a<br />

echar de ver que no le hallaba; y, sin más ni<br />

más, se echó entrambos puños a las barbas y se<br />

arrancó la mitad de ellas, y luego, apriesa y sin<br />

cesar, se dio media docena de puñadas en el<br />

rostro y en las narices, que se las bañó todas en<br />

sangre. Visto lo cual por el cura y el barbero, le<br />

dijeron que qué le había sucedido, que tan mal<br />

se paraba.<br />

-¿Qué me ha de suceder -respondió Sancho-,<br />

sino el haber perdido de una mano a otra, en<br />

un estante, tres pollinos, que cada uno era como<br />

un castillo?


-¿Cómo es eso? -replicó el barbero.<br />

-He perdido el libro de memoria -respondió<br />

Sancho-, donde venía carta para Dulcinea y una<br />

cédula firmada de su señor, por la cual mandaba<br />

que su sobrina me diese tres pollinos, de<br />

cuatro o cinco que estaban en casa.<br />

Y, con esto, les contó la pérdida del rucio. Consolóle<br />

el cura, y díjole que, en hallando a su<br />

señor, él le haría revalidar la manda y que tornase<br />

a hacer la libranza en papel, como era uso<br />

y costumbre, porque las que se hacían en libros<br />

de memoria jamás se acetaban ni cumplían.<br />

Con esto se consoló Sancho, y dijo que, como<br />

aquello fuese ansí, que no le daba mucha pena<br />

la pérdida de la carta de Dulcinea, porque él la<br />

sabía casi de memoria, de la cual se podría trasladar<br />

donde y cuando quisiesen.<br />

-Decildo, Sancho, pues -dijo el barbero-, que<br />

después la trasladaremos.


Paróse Sancho Panza a rascar la cabeza para<br />

traer a la memoria la carta, y ya se ponía sobre<br />

un pie, y ya sobre otro; unas veces miraba al<br />

suelo, otras al cielo; y, al cabo de haberse roído<br />

la mitad de la yema de un dedo, teniendo suspensos<br />

a los que esperaban que ya la dijese, dijo<br />

al cabo de grandísimo rato:<br />

-Por Dios, señor licenciado, que los diablos lleven<br />

la cosa que de la carta se me acuerda; aunque<br />

en el principio decía: «Alta y sobajada señora».<br />

-No diría -dijo el barbero- sobajada, sino sobrehumana<br />

o soberana señora.<br />

-Así es -dijo Sancho-. Luego, si mal no me<br />

acuerdo, proseguía..., si mal no me acuerdo: «el<br />

llego y falto de sueño, y el ferido besa a vuestra<br />

merced las manos, ingrata y muy desconocida<br />

hermosa», y no sé qué decía de salud y de enfermedad<br />

que le enviaba, y por aquí iba escu-


iendo, hasta que acababa en «Vuestro hasta la<br />

muerte, el Caballero de la Triste Figura».<br />

No poco gustaron los dos de ver la buena memoria<br />

de Sancho Panza, y alabáronsela mucho,<br />

y le pidieron que dijese la carta otras dos veces,<br />

para que ellos, ansimesmo, la tomasen de memoria<br />

para trasladalla a su tiempo.<br />

Tornóla a decir Sancho otras tres veces, y otras<br />

tantas volvió a decir otros tres mil disparates.<br />

Tras esto, contó asimesmo las cosas de su amo,<br />

pero no habló palabra acerca del manteamiento<br />

que le había sucedido en aquella venta, en la<br />

cual rehusaba entrar. Dijo también como su<br />

señor, en trayendo que le trujese buen despacho<br />

de la señora Dulcinea del Toboso, se había<br />

de poner en camino a procurar cómo ser emperador,<br />

o, por lo menos, monarca; que así lo tenían<br />

concertado entre los dos, y era cosa muy<br />

fácil venir a serlo, según era el valor de su persona<br />

y la fuerza de su brazo; y que, en siéndolo,<br />

le había de casar a él, porque ya sería viudo,


que no podía ser menos, y le había de dar por<br />

mujer a una doncella de la emperatriz, heredera<br />

de un rico y grande estado de tierra firme, sin<br />

ínsulos ni ínsulas, que ya no las quería.<br />

Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose<br />

de cuando en cuando las narices, y con tan<br />

poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo,<br />

considerando cuán vehemente había sido la<br />

locura de don <strong>Quijote</strong>, pues había llevado tras<br />

sí el juicio de aquel pobre hombre. No quisieron<br />

cansarse en sacarle del error en que estaba,<br />

pareciéndoles que, pues no le dañaba nada la<br />

conciencia, mejor era dejarle en él, y a ellos les<br />

sería de más gusto oír sus necedades. Y así, le<br />

dijeron que rogase a Dios por la salud de su<br />

señor, que cosa contingente y muy agible era<br />

venir, con el discurso del tiempo, a ser emperador,<br />

como él decía, o, por lo menos, arzobispo,<br />

o otra dignidad equivalente. A lo cual respondió<br />

Sancho:


-Señores, si la fortuna rodease las cosas de manera<br />

que a mi amo le viniese en voluntad de no<br />

ser emperador, sino de ser arzobispo, querría<br />

yo saber agora qué suelen dar los arzobispos<br />

andantes a sus escuderos.<br />

-Suélenles dar -respondió el cura- algún beneficio,<br />

simple o curado, o alguna sacristanía, que<br />

les vale mucho de renta rentada, amén del pie<br />

de altar, que se suele estimar en otro tanto.<br />

-Para eso será menester -replicó Sancho- que el<br />

escudero no sea casado y que sepa ayudar a<br />

misa, por lo menos; y si esto es así, ¡desdichado<br />

de yo, que soy casado y no sé la primera letra<br />

del ABC! ¿Qué será de mí si a mi amo le da<br />

antojo de ser arzobispo, y no emperador, como<br />

es uso y costumbre de los caballeros andantes?<br />

-No tengáis pena, Sancho amigo -dijo el barbero-,<br />

que aquí rogaremos a vuestro amo y se lo<br />

aconsejaremos, y aun se lo pondremos en caso<br />

de conciencia, que sea emperador y no arzobis-


po, porque le será más fácil, a causa de que él<br />

es más valiente que estudiante.<br />

-Así me ha parecido a mí -respondió Sancho-,<br />

aunque sé decir que para todo tiene habilidad.<br />

Lo que yo pienso hacer de mi parte es rogarle a<br />

Nuestro Señor que le eche a aquellas partes<br />

donde él más se sirva y adonde a mí más mercedes<br />

me haga.<br />

-Vos lo decís como discreto -dijo el cura- y lo<br />

haréis como buen cristiano. Mas lo que ahora se<br />

ha de hacer es dar orden como sacar a vuestro<br />

amo de aquella inútil penitencia que decís que<br />

queda haciendo; y, para pensar el modo que<br />

hemos de tener, y para comer, que ya es hora,<br />

será bien nos entremos en esta venta.<br />

Sancho dijo que entrasen ellos, que él esperaría<br />

allí fuera y que después les diría la causa por<br />

que no entraba ni le convenía entrar en ella;<br />

mas que les rogaba que le sacasen allí algo de<br />

comer que fuese cosa caliente, y, ansimismo,


cebada para Rocinante. Ellos se entraron y le<br />

dejaron, y, de allí a poco, el barbero le sacó de<br />

comer. Después, habiendo bien pensado entre<br />

los dos el modo que tendrían para conseguir lo<br />

que deseaban, vino el cura en un pensamiento<br />

muy acomodado al gusto de don <strong>Quijote</strong> y para<br />

lo que ellos querían. Y fue que dijo al barbero<br />

que lo que había pensado era que él se vestiría<br />

en hábito de doncella andante, y que él procurase<br />

ponerse lo mejor que pudiese como escudero,<br />

y que así irían adonde don <strong>Quijote</strong> estaba,<br />

fingiendo ser ella una doncella afligida y menesterosa,<br />

y le pediría un don, el cual él no<br />

podría dejársele de otorgar, como valeroso caballero<br />

andante. Y que el don que le pensaba<br />

pedir era que se viniese con ella donde ella le<br />

llevase, a desfacelle un agravio que un mal caballero<br />

le tenía fecho; y que le suplicaba, ansimesmo,<br />

que no la mandase quitar su antifaz, ni<br />

la demandase cosa de su facienda, fasta que la<br />

hubiese fecho derecho de aquel mal caballero; y<br />

que creyese, sin duda, que don <strong>Quijote</strong> vendría


en todo cuanto le pidiese por este término; y<br />

que desta manera le sacarían de allí y le llevarían<br />

a su lugar, donde procurarían ver si tenía<br />

algún remedio su estraña locura.


Capítulo XXVII<br />

De cómo salieron con su intención el cura y el<br />

barbero, con otras cosas dignas de que se<br />

cuenten en esta grande historia<br />

No le pareció mal al barbero la invención del<br />

cura, sino tan bien, que luego la pusieron por<br />

obra. Pidiéronle a la ventera una saya y unas<br />

tocas, dejándole en prendas una sotana nueva<br />

del cura. El barbero hizo una gran barba de una<br />

cola rucia o roja de buey, donde el ventero tenía<br />

colgado el peine. Preguntóles la ventera que<br />

para qué le pedían aquellas cosas. El cura le<br />

contó en breves razones la locura de don <strong>Quijote</strong>,<br />

y cómo convenía aquel disfraz para sacarle<br />

de la montaña, donde a la sazón estaba. Cayeron<br />

luego el ventero y la ventera en que el loco<br />

era su huésped, el del bálsamo, y el amo del<br />

manteado escudero, y contaron al cura todo lo<br />

que con él les había pasado, sin callar lo que<br />

tanto callaba Sancho. En resolución, la ventera


vistió al cura de modo que no había más que<br />

ver: púsole una saya de paño, llena de fajas de<br />

terciopelo negro de un palmo en ancho, todas<br />

acuchilladas, y unos corpiños de terciopelo<br />

verde, guarnecidos con unos ribetes de raso<br />

blanco, que se debieron de hacer, ellos y la saya,<br />

en tiempo del rey Wamba. No consintió el<br />

cura que le tocasen, sino púsose en la cabeza un<br />

birretillo de lienzo colchado que llevaba para<br />

dormir de noche, y ciñóse por la frente una liga<br />

de tafetán negro, y con otra liga hizo un antifaz,<br />

con que se cubrió muy bien las barbas y el rostro;<br />

encasquetóse su sombrero, que era tan<br />

grande que le podía servir de quitasol, y, cubriéndose<br />

su herreruelo, subió en su mula a<br />

mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba<br />

que le llegaba a la cintura, entre roja y blanca,<br />

como aquella que, como se ha dicho, era<br />

hecha de la cola de un buey barroso.<br />

Despidiéronse de todos, y de la buena de Maritornes,<br />

que prometió de rezar un rosario, aun-


que pecadora, porque Dios les diese buen suceso<br />

en tan arduo y tan cristiano negocio como<br />

era el que habían emprendido.<br />

Mas, apenas hubo salido de la venta, cuando le<br />

vino al cura un pensamiento: que hacía mal en<br />

haberse puesto de aquella manera, por ser cosa<br />

indecente que un sacerdote se pusiese así, aunque<br />

le fuese mucho en ello; y, diciéndoselo al<br />

barbero, le rogó que trocasen trajes, pues era<br />

más justo que él fuese la doncella menesterosa,<br />

y que él haría el escudero, y que así se profanaba<br />

menos su dignidad; y que si no lo quería<br />

hacer, determinaba de no pasar adelante, aunque<br />

a don <strong>Quijote</strong> se le llevase el diablo.<br />

En esto, llegó Sancho, y de ver a los dos en<br />

aquel traje no pudo tener la risa. En efeto, el<br />

barbero vino en todo aquello que el cura quiso,<br />

y, trocando la invención, el cura le fue informando<br />

el modo que había de tener y las palabras<br />

que había de decir a don <strong>Quijote</strong> para moverle<br />

y forzarle a que con él se viniese, y dejase


la querencia del lugar que había escogido para<br />

su vana penitencia. El barbero respondió que,<br />

sin que se le diese lición, él lo pondría bien en<br />

su punto. No quiso vestirse por entonces, hasta<br />

que estuviesen junto de donde don <strong>Quijote</strong><br />

estaba; y así, dobló sus vestidos, y el cura acomodó<br />

su barba, y siguieron su camino, guiándolos<br />

Sancho Panza; el cual les fue contando lo<br />

que les aconteció con el loco que hallaron en la<br />

sierra, encubriendo, empero, el hallazgo de la<br />

maleta y de cuanto en ella venía; que, maguer<br />

que tonto, era un poco codicioso el mancebo.<br />

Otro día llegaron al lugar donde Sancho había<br />

dejado puestas las señales de las ramas para<br />

acertar el lugar donde había dejado a su señor;<br />

y, en reconociéndole, les dijo como aquélla era<br />

la entrada, y que bien se podían vestir, si era<br />

que aquello hacía al caso para la libertad de su<br />

señor; porque ellos le habían dicho antes que el<br />

ir de aquella suerte y vestirse de aquel modo<br />

era toda la importancia para sacar a su amo de


aquella mala vida que había escogido, y que le<br />

encargaban mucho que no dijese a su amo<br />

quien ellos eran, ni que los conocía; y que si le<br />

preguntase, como se lo había de preguntar, si<br />

dio la carta a Dulcinea, dijese que sí, y que, por<br />

no saber leer, le había respondido de palabra,<br />

diciéndole que le mandaba, so pena de la su<br />

desgracia, que luego al momento se viniese a<br />

ver con ella, que era cosa que le importaba mucho;<br />

porque con esto y con lo que ellos pensaban<br />

decirle tenían por cosa cierta reducirle a<br />

mejor vida, y hacer con él que luego se pusiese<br />

en camino para ir a ser emperador o monarca;<br />

que en lo de ser arzobispo no había de qué temer.<br />

Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien en<br />

la memoria, y les agradeció mucho la intención<br />

que tenían de aconsejar a su señor fuese emperador<br />

y no arzobispo, porque él tenía para sí<br />

que, para hacer mercedes a sus escuderos, más<br />

podían los emperadores que los arzobispos


andantes. También les dijo que sería bien que él<br />

fuese delante a buscarle y darle la respuesta de<br />

su señora, que ya sería ella bastante a sacarle de<br />

aquel lugar, sin que ellos se pusiesen en tanto<br />

trabajo. Parecióles bien lo que Sancho Panza<br />

decía, y así, determinaron de aguardarle hasta<br />

que volviese con las nuevas del hallazgo de su<br />

amo.<br />

Entróse Sancho por aquellas quebradas de la<br />

sierra, dejando a los dos en una por donde corría<br />

un pequeño y manso arroyo, a quien hacían<br />

sombra agradable y fresca otras peñas y algunos<br />

árboles que por allí estaban. El calor, y el<br />

día que allí llegaron, era de los del mes de agosto,<br />

que por aquellas partes suele ser el ardor<br />

muy grande; la hora, las tres de la tarde: todo lo<br />

cual hacía al sitio más agradable, y que convidase<br />

a que en él esperasen la vuelta de Sancho,<br />

como lo hicieron.<br />

Estando, pues, los dos allí, sosegados y a la<br />

sombra, llegó a sus oídos una voz que, sin


acompañarla son de algún otro instrumento,<br />

dulce y regaladamente sonaba, de que no poco<br />

se admiraron, por parecerles que aquél no era<br />

lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase.<br />

Porque, aunque suele decirse que por las<br />

selvas y campos se hallan pastores de voces<br />

estremadas, más son encarecimientos de poetas<br />

que verdades; y más, cuando advirtieron que lo<br />

que oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos,<br />

sino de discretos cortesanos. Y confirmó<br />

esta verdad haber sido los versos que<br />

oyeron éstos:<br />

¿Quién menoscaba mis bienes?<br />

Desdenes.<br />

Y ¿quién aumenta mis duelos?<br />

Los celos.<br />

Y ¿quién prueba mi paciencia?<br />

Ausencia.<br />

De ese modo, en mi dolencia<br />

ningún remedio se alcanza,<br />

pues me matan la esperanza


desdenes, celos y ausencia.<br />

¿Quién me causa este dolor?<br />

Amor.<br />

Y ¿quién mi gloria repugna?<br />

Fortuna.<br />

Y ¿quién consiente en mi duelo?<br />

El cielo<br />

De ese modo, yo recelo<br />

morir deste mal estraño,<br />

pues se aumentan en mi daño,<br />

amor, fortuna y el cielo.<br />

¿Quién mejorará mi suerte?<br />

La muerte.<br />

Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?<br />

Mudanza.<br />

Y sus males, ¿quién los cura?<br />

Locura.<br />

De ese modo, no es cordura


querer curar la pasión<br />

cuando los remedios son<br />

muerte, mudanza y locura.<br />

La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza<br />

del que cantaba causó admiración y contento<br />

en los dos oyentes, los cuales se estuvieron<br />

quedos, esperando si otra alguna cosa oían;<br />

pero, viendo que duraba algún tanto el silencio,<br />

determinaron de salir a buscar el músico que<br />

con tan buena voz cantaba. Y, queriéndolo poner<br />

en efeto, hizo la mesma voz que no se moviesen,<br />

la cual llegó de nuevo a sus oídos, cantando<br />

este soneto:<br />

Soneto<br />

Santa amistad, que con ligeras alas,<br />

tu apariencia quedándose en el suelo,<br />

entre benditas almas, en el cielo,<br />

subiste alegre a las impíreas salas,<br />

desde allá, cuando quieres, nos señalas<br />

la justa paz cubierta con un velo,


por quien a veces se trasluce el celo<br />

de buenas obras que, a la fin, son malas.<br />

Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas<br />

que el engaño se vista tu librea,<br />

con que destruye a la intención sincera;<br />

que si tus apariencias no le quitas,<br />

presto ha de verse el mundo en la pelea<br />

de la discorde confusión primera.<br />

El canto se acabó con un profundo suspiro, y<br />

los dos, con atención, volvieron a esperar si<br />

más se cantaba; pero, viendo que la música se<br />

había vuelto en sollozos y en lastimeros ayes,<br />

acordaron de saber quién era el triste, tan estremado<br />

en la voz como doloroso en los gemidos;<br />

y no anduvieron mucho, cuando, al volver<br />

de una punta de una peña, vieron a un hombre<br />

del mismo talle y figura que Sancho Panza les<br />

había pintado cuando les contó el cuento de<br />

Cardenio; el cual hombre, cuando los vio, sin<br />

sobresaltarse, estuvo quedo, con la cabeza in-


clinada sobre el pecho a guisa de hombre pensativo,<br />

sin alzar los ojos a mirarlos más de la<br />

vez primera, cuando de improviso llegaron.<br />

El cura, que era hombre bien hablado (como el<br />

que ya tenía noticia de su desgracia, pues por<br />

las señas le había conocido), se llegó a él, y con<br />

breves aunque muy discretas razones le rogó y<br />

persuadió que aquella tan miserable vida dejase,<br />

porque allí no la perdiese, que era la desdicha<br />

mayor de las desdichas. Estaba Cardenio<br />

entonces en su entero juicio, libre de aquel furioso<br />

accidente que tan a menudo le sacaba de<br />

sí mismo; y así, viendo a los dos en traje tan no<br />

usado de los que por aquellas soledades andaban,<br />

no dejó de admirarse algún tanto, y más<br />

cuando oyó que le habían hablado en su negocio<br />

como en cosa sabida -porque las razones<br />

que el cura le dijo así lo dieron a entender-; y<br />

así, respondió desta manera:<br />

-Bien veo yo, señores, quienquiera que seáis,<br />

que el cielo, que tiene cuidado de socorrer a los


uenos, y aun a los malos muchas veces, sin yo<br />

merecerlo, me envía, en estos tan remotos y<br />

apartados lugares del trato común de las gentes,<br />

algunas personas que, poniéndome delante<br />

de los ojos con vivas y varias razones cuán sin<br />

ella ando en hacer la vida que hago, han procurado<br />

sacarme désta a mejor parte; pero, como<br />

no saben que sé yo que en saliendo deste daño<br />

he de caer en otro mayor, quizá me deben de<br />

tener por hombre de flacos discursos, y aun, lo<br />

que peor sería, por de ningún juicio. Y no sería<br />

maravilla que así fuese, porque a mí se me trasluce<br />

que la fuerza de la imaginación de mis<br />

desgracias es tan intensa y puede tanto en mi<br />

perdición que, sin que yo pueda ser parte a<br />

estobarlo, vengo a quedar como piedra, falto de<br />

todo buen sentido y conocimiento; y vengo a<br />

caer en la cuenta desta verdad, cuando algunos<br />

me dicen y muestran señales de las cosas que<br />

he hecho en tanto que aquel terrible accidente<br />

me señorea, y no sé más que dolerme en vano y<br />

maldecir sin provecho mi ventura, y dar por


disculpa de mis locuras el decir la causa dellas<br />

a cuantos oírla quieren; porque, viendo los<br />

cuerdos cuál es la causa, no se maravillarán de<br />

los efetos, y si no me dieren remedio, a lo menos<br />

no me darán culpa, convirtiéndoseles el<br />

enojo de mi desenvoltura en lástima de mis<br />

desgracias. Y si es que vosotros, señores, venís<br />

con la mesma intención que otros han venido,<br />

antes que paséis adelante en vuestras discretas<br />

persuasiones, os ruego que escuchéis el cuento,<br />

que no le tiene, de mis desventuras; porque<br />

quizá, después de entendido, ahorraréis del<br />

trabajo que tomaréis en consolar un mal que de<br />

todo consuelo es incapaz.<br />

Los dos, que no deseaban otra cosa que saber<br />

de su mesma boca la causa de su daño, le rogaron<br />

se la contase, ofreciéndole de no hacer otra<br />

cosa de la que él quisiese, en su remedio o consuelo;<br />

y con esto, el triste caballero comenzó su<br />

lastimera historia, casi por las mesmas palabras<br />

y pasos que la había contado a don <strong>Quijote</strong> y al


cabrero pocos días atrás, cuando, por ocasión<br />

del maestro Elisabat y puntualidad de don <strong>Quijote</strong><br />

en guardar el decoro a la caballería, se<br />

quedó el cuento imperfeto, como la historia lo<br />

deja contado. Pero ahora quiso la buena suerte<br />

que se detuvo el accidente de la locura y le dio<br />

lugar de contarlo hasta el fin; y así, llegando al<br />

paso del billete que había hallado don Fernando<br />

entre el libro de Amadís de Gaula, dijo Cardenio<br />

que le tenía bien en la memoria, y que<br />

decía desta manera:<br />

«Luscinda a Cardenio<br />

Cada día descubro en vos valores que me obligan<br />

y fuerzan a que en más os estime; y así, si<br />

quisiéredes sacarme desta deuda sin ejecutarme<br />

en la honra, lo podréis muy bien hacer. Padre<br />

tengo, que os conoce y que me quiere bien, el<br />

cual, sin forzar mi voluntad, cumplirá la que<br />

será justo que vos tengáis, si es que me estimáis<br />

como decís y como yo creo.


-»Por este billete me moví a pedir a Luscinda<br />

por esposa, como ya os he contado, y éste fue<br />

por quien quedó Luscinda en la opinión de don<br />

Fernando por una de las más discretas y avisadas<br />

mujeres de su tiempo; y este billete fue el<br />

que le puso en deseo de destruirme, antes que<br />

el mío se efetuase. Díjele yo a don Fernando en<br />

lo que reparaba el padre de Luscinda, que era<br />

en que mi padre se la pidiese, lo cual yo no le<br />

osaba decir, temeroso que no vendría en ello,<br />

no porque no tuviese bien conocida la calidad,<br />

bondad, virtud y hermosura de Luscinda, y que<br />

tenía partes bastantes para enoblecer cualquier<br />

otro linaje de España, sino porque yo entendía<br />

dél que deseaba que no me casase tan presto,<br />

hasta ver lo que el duque Ricardo hacía conmigo.<br />

En resolución, le dije que no me aventuraba<br />

a decírselo a mi padre, así por aquel inconveniente<br />

como por otros muchos que me acobardaban,<br />

sin saber cuáles eran, sino que me parecía<br />

que lo que yo desease jamás había de tener<br />

efeto.


»A todo esto me respondió don Fernando que<br />

él se encargaba de hablar a mi padre y hacer<br />

con él que hablase al de Luscinda. ¡Oh Mario<br />

ambicioso, oh Catilina cruel, oh Sila facinoroso,<br />

oh Galalón embustero, oh Vellido traidor, oh<br />

Julián vengativo, oh Judas codicioso! Traidor,<br />

cruel, vengativo y embustero, ¿qué deservicios<br />

te había hecho este triste, que con tanta llaneza<br />

te descubrió los secretos y contentos de su corazón?<br />

¿Qué ofensa te hice? ¿Qué palabras te<br />

dije, o qué consejos te di, que no fuesen todos<br />

encaminados a acrecentar tu honra y tu provecho?<br />

Mas, ¿de qué me quejo?, ¡desventurado de<br />

mí!, pues es cosa cierta que cuando traen las<br />

desgracias la corriente de las estrellas, como<br />

vienen de alto a bajo, despeñándose con furor y<br />

con violencia, no hay fuerza en la tierra que las<br />

detenga, ni industria humana que prevenirlas<br />

pueda. ¿Quién pudiera imaginar que don Fernando,<br />

caballero ilustre, discreto, obligado de<br />

mis servicios, poderoso para alcanzar lo que el<br />

deseo amoroso le pidiese dondequiera que le


ocupase, se había de enconar, como suele decirse,<br />

en tomarme a mí una sola oveja, que aún no<br />

poseía? Pero quédense estas consideraciones<br />

aparte, como inútiles y sin provecho, y añudemos<br />

el roto hilo de mi desdichada historia.<br />

»Digo, pues, que, pareciéndole a don Fernando<br />

que mi presencia le era inconveniente<br />

para poner en ejecución su falso y mal pensamiento,<br />

determinó de enviarme a su hermano<br />

mayor, con ocasión de pedirle unos dineros<br />

para pagar seis caballos, que de industria, y<br />

sólo para este efeto de que me ausentase (para<br />

poder mejor salir con su dañado intento), el<br />

mesmo día que se ofreció hablar a mi padre los<br />

compró, y quiso que yo viniese por el dinero.<br />

¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por<br />

ventura, caer en imaginarla? No, por cierto;<br />

antes, con grandísimo gusto, me ofrecí a partir<br />

luego, contento de la buena compra hecha.<br />

Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo<br />

que con don Fernando quedaba concertado, y<br />

que tuviese firme esperanza de que tendrían


efeto nuestros buenos y justos deseos. Ella me<br />

dijo, tan segura como yo de la traición de don<br />

Fernando, que procurase volver presto, porque<br />

creía que no tardaría más la conclusión de<br />

nuestras voluntades que tardase mi padre de<br />

hablar al suyo. No sé qué se fue, que, en acabando<br />

de decirme esto, se le llenaron los ojos de<br />

lágrimas y un nudo se le atravesó en la garganta,<br />

que no le dejaba hablar palabra de otras muchas<br />

que me pareció que procuraba decirme.<br />

»Quedé admirado deste nuevo accidente, hasta<br />

allí jamás en ella visto, porque siempre nos<br />

hablábamos, las veces que la buena fortuna y<br />

mi diligencia lo concedía, con todo regocijo y<br />

contento, sin mezclar en nuestras pláticas<br />

lágrimas, suspiros, celos, sospechas o temores.<br />

Todo era engrandecer yo mi ventura, por<br />

habérmela dado el cielo por señora: exageraba<br />

su belleza, admirábame de su valor y entendimiento.<br />

Volvíame ella el recambio, alabando en<br />

mí lo que, como enamorada, le parecía digno


de alabanza. Con esto, nos contábamos cien mil<br />

niñerías y acaecimientos de nuestros vecinos y<br />

conocidos, y a lo que más se entendía mi desenvoltura<br />

era a tomarle, casi por fuerza, una de<br />

sus bellas y blancas manos, y llegarla a mi boca,<br />

según daba lugar la estrecheza de una baja reja<br />

que nos dividía. Pero la noche que precedió al<br />

triste día de mi partida, ella lloró, gimió y suspiró,<br />

y se fue, y me dejó lleno de confusión y<br />

sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas<br />

y tan tristes muestras de dolor y sentimiento en<br />

Luscinda. Pero, por no destruir mis esperanzas,<br />

todo lo atribuí a la fuerza del amor que me tenía<br />

y al dolor que suele causar la ausencia en los<br />

que bien se quieren.<br />

»En fin, yo me partí triste y pensativo, llena el<br />

alma de imaginaciones y sospechas, sin saber lo<br />

que sospechaba ni imaginaba: claros indicios<br />

que me mostraban el triste suceso y desventura<br />

que me estaba guardada. Llegué al lugar donde<br />

era enviado. Di las cartas al hermano de don


Fernando. Fui bien recebido, pero no bien despachado,<br />

porque me mandó aguardar, bien a<br />

mi disgusto, ocho días, y en parte donde el duque,<br />

su padre, no me viese, porque su hermano<br />

le escribía que le enviase cierto dinero sin su<br />

sabiduría. Y todo fue invención del falso don<br />

Fernando, pues no le faltaban a su hermano<br />

dineros para despacharme luego. Orden y<br />

mandato fue éste que me puso en condición de<br />

no obedecerle, por parecerme imposible sustentar<br />

tantos días la vida en el ausencia de Luscinda,<br />

y más, habiéndola dejado con la tristeza que<br />

os he contado; pero, con todo esto, obedecí,<br />

como buen criado, aunque veía que había de<br />

ser a costa de mi salud.<br />

»Pero, a los cuatro días que allí llegué, llegó un<br />

hombre en mi busca con una carta, que me dio,<br />

que en el sobrescrito conocí ser de Luscinda,<br />

porque la letra dél era suya. Abríla, temeroso y<br />

con sobresalto, creyendo que cosa grande debía<br />

de ser la que la había movido a escribirme es-


tando ausente, pues presente pocas veces lo<br />

hacía. Preguntéle al hombre, antes de leerla,<br />

quién se la había dado y el tiempo que había<br />

tardado en el camino. Díjome que acaso, pasando<br />

por una calle de la ciudad a la hora de<br />

medio día, una señora muy hermosa le llamó<br />

desde una ventana, los ojos llenos de lágrimas,<br />

y que con mucha priesa le dijo: Hermano: si sois<br />

cristiano, como parecéis, por amor de Dios os ruego<br />

que encaminéis luego luego esta carta al lugar y a la<br />

persona que dice el sobrescrito, que todo es bien conocido,<br />

y en ello haréis un gran servicio a nuestro<br />

Señor; y, para que no os falte comodidad de poderlo<br />

hacer, tomad lo que va en este pañuelo. Y, diciendo<br />

esto, me arrojó por la ventana un pañuelo, donde<br />

venían atados cien reales y esta sortija de oro que<br />

aquí traigo, con esa carta que os he dado. Y luego,<br />

sin aguardar respuesta mía, se quitó de la ventana;<br />

aunque primero vio cómo yo tomé la carta y el pañuelo,<br />

y, por señas, le dije que haría lo que me mandaba.<br />

Y así, viéndome tan bien pagado del trabajo<br />

que podía tomar en traérosla y conociendo por el<br />

sobrescrito que érades vos a quien se enviaba, porque


yo, señor, os conozco muy bien, y obligado asimesmo<br />

de las lágrimas de aquella hermosa señora, determiné<br />

de no fiarme de otra persona, sino venir yo mesmo a<br />

dárosla; y en diez y seis horas que ha que se me dio,<br />

he hecho el camino, que sabéis que es de diez y ocho<br />

leguas.<br />

»En tanto que el agradecido y nuevo correo<br />

esto me decía, estaba yo colgado de sus palabras,<br />

temblándome las piernas de manera que<br />

apenas podía sostenerme. En efeto, abrí la carta<br />

y vi que contenía estas razones:<br />

La palabra que don Fernando os dio de hablar a<br />

vuestro padre para que hablase al mío, la ha<br />

cumplido más en su gusto que en vuestro provecho.<br />

Sabed, señor, que él me ha pedido por esposa, y<br />

mi padre, llevado de la ventaja que él piensa<br />

que don Fernando os hace, ha venido en lo que<br />

quiere, con tantas veras que de aquí a dos días<br />

se ha de hacer el desposorio, tan secreto y tan a


solas, que sólo han de ser testigos los cielos y<br />

alguna gente de casa. Cual yo quedo, imaginaldo;<br />

si os cumple venir, veldo; y si os quiero<br />

bien o no, el suceso deste negocio os lo dará a<br />

entender. A Dios plega que ésta llegue a vuestras<br />

manos antes que la mía se vea en condición<br />

de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar<br />

la fe que promete.<br />

ȃstas, en suma, fueron las razones que la carta<br />

contenía y las que me hicieron poner luego en<br />

camino, sin esperar otra respuesta ni otros dineros;<br />

que bien claro conocí entonces que no la<br />

compra de los caballos, sino la de su gusto,<br />

había movido a don Fernando a enviarme a su<br />

hermano.<br />

El enojo que contra don Fernando concebí, junto<br />

con el temor de perder la prenda que con<br />

tantos años de servicios y deseos tenía granjeada,<br />

me pusieron alas, pues, casi como en vuelo,<br />

otro día me puse en mi lugar, al punto y hora<br />

que convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré


secreto, y dejé una mula en que venía en casa<br />

del buen hombre que me había llevado la carta;<br />

y quiso la suerte que entonces la tuviese tan<br />

buena que hallé a Luscinda puesta a la reja,<br />

testigo de nuestros amores. Conocióme Luscinda<br />

luego, y conocíla yo; mas no como debía ella<br />

conocerme y yo conocerla. Pero, ¿quién hay en<br />

el mundo que se pueda alabar que ha penetrado<br />

y sabido el confuso pensamiento y condición<br />

mudable de una mujer? Ninguno, por cierto.<br />

»Digo, pues, que, así como Luscinda me vio,<br />

me dijo: Cardenio, de boda estoy vestida; ya me<br />

están aguardando en la sala don Fernando el traidor<br />

y mi padre el codicioso, con otros testigos, que antes<br />

lo serán de mi muerte que de mi desposorio. No te<br />

turbes, amigo, sino procura hallarte presente a este<br />

sacrificio, el cual si no pudiere ser estorbado de mis<br />

razones, una daga llevo escondida que podrá estorbar<br />

más determinadas fuerzas, dando fin a mi vida y<br />

principio a que conozcas la voluntad que te he tenido<br />

y tengo. Yo le respondí turbado y apriesa, teme-


oso no me faltase lugar para responderla:<br />

Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras;<br />

que si tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo<br />

espada para defenderte con ella o para matarme si la<br />

suerte nos fuere contraria. No creo que pudo oír<br />

todas estas razones, porque sentí que la llamaban<br />

apriesa, porque el desposado aguardaba.<br />

Cerróse con esto la noche de mi tristeza, púsoseme<br />

el sol de mi alegría: quedé sin luz en los<br />

ojos y sin discurso en el entendimiento. No<br />

acertaba a entrar en su casa, ni podía moverme<br />

a parte alguna; pero, considerando cuánto importaba<br />

mi presencia para lo que suceder pudiese<br />

en aquel caso, me animé lo más que pude<br />

y entré en su casa.<br />

Y, como ya sabía muy bien todas sus entradas y<br />

salidas, y más con el alboroto que de secreto en<br />

ella andaba, nadie me echó de ver. Así que, sin<br />

ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco<br />

que hacía una ventana de la mesma sala, que<br />

con las puntas y remates de dos tapices se cubr-


ía, por entre las cuales podía yo ver, sin ser visto,<br />

todo cuanto en la sala se hacía.<br />

»¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos<br />

que me dio el corazón mientras allí estuve, los<br />

pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones<br />

que hice?, que fueron tantas y tales,<br />

que ni se pueden decir ni aun es bien que se<br />

digan. Basta que sepáis que el desposado entró<br />

en la sala sin otro adorno que los mesmos vestidos<br />

ordinarios que solía. Traía por padrino a<br />

un primo hermano de Luscinda, y en toda la<br />

sala no había persona de fuera, sino los criados<br />

de casa. De allí a un poco, salió de una recámara<br />

Luscinda, acompañada de su madre y de dos<br />

doncellas suyas, tan bien aderezada y compuesta<br />

como su calidad y hermosura merecían, y<br />

como quien era la perfeción de la gala y bizarría<br />

cortesana. No me dio lugar mi suspensión y<br />

arrobamiento para que mirase y notase en particular<br />

lo que traía vestido; sólo pude advertir a<br />

las colores, que eran encarnado y blanco, y en


las vislumbres que las piedras y joyas del tocado<br />

y de todo el vestido hacían, a todo lo cual se<br />

aventajaba la belleza singular de sus hermosos<br />

y rubios cabellos; tales que, en competencia de<br />

las preciosas piedras y de las luces de cuatro<br />

hachas que en la sala estaban, la suya con más<br />

resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria,<br />

enemiga mortal de mi descanso! ¿De qué sirve<br />

representarme ahora la incomparable belleza<br />

de aquella adorada enemiga mía? ¿No será mejor,<br />

cruel memoria, que me acuerdes y representes<br />

lo que entonces hizo, para que, movido<br />

de tan manifiesto agravio, procure, ya que no la<br />

venganza, a lo menos perder la vida?» No os<br />

canséis, señores, de oír estas digresiones que<br />

hago; que no es mi pena de aquellas que puedan<br />

ni deban contarse sucintamente y de paso,<br />

pues cada circunstancia suya me parece a mí<br />

que es digna de un largo discurso.<br />

A esto le respondió el cura que no sólo no se<br />

cansaban en oírle, sino que les daba mucho


gusto las menudencias que contaba, por ser<br />

tales, que merecían no pasarse en silencio, y la<br />

mesma atención que lo principal del cuento.<br />

-«Digo, pues -prosiguió Cardenio-, que, estando<br />

todos en la sala, entró el cura de la perroquia,<br />

y, tomando a los dos por la mano para<br />

hacer lo que en tal acto se requiere, al decir:<br />

¿Queréis, señora Luscinda, al señor don Fernando,<br />

que está presente, por vuestro legítimo esposo, como<br />

lo manda la Santa Madre Iglesia?, yo saqué toda<br />

la cabeza y cuello de entre los tapices, y con<br />

atentísimos oídos y alma turbada me puse a<br />

escuchar lo que Luscinda respondía, esperando<br />

de su respuesta la sentencia de mi muerte o la<br />

confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se atreviera<br />

a salir entonces, diciendo a voces!: ¡Ah Luscinda,<br />

Luscinda, mira lo que haces, considera lo que<br />

me debes, mira que eres mía y que no puedes ser de<br />

otro! Advierte que el decir tú sí y el acabárseme la<br />

vida ha de ser todo a un punto. ¡Ah traidor don Fernando,<br />

robador de mi gloria, muerte de mi vida!<br />

¿Qué quieres? ¿Qué pretendes? Considera que no


puedes cristianamente llegar al fin de tus deseos,<br />

porque Luscinda es mi esposa y yo soy su marido.<br />

¡Ah, loco de mí, ahora que estoy ausente y lejos<br />

del peligro, digo que había de hacer lo que no<br />

hice! ¡Ahora que dejé robar mi cara prenda,<br />

maldigo al robador, de quien pudiera vengarme<br />

si tuviera corazón para ello como le tengo<br />

para quejarme! En fin, pues fui entonces cobarde<br />

y necio, no es mucho que muera ahora corrido,<br />

arrepentido y loco.<br />

»Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda,<br />

que se detuvo un buen espacio en darla,<br />

y, cuando yo pensé que sacaba la daga para<br />

acreditarse, o desataba la lengua para decir<br />

alguna verdad o desengaño que en mi provecho<br />

redundase, oigo que dijo con voz desmayada<br />

y flaca: Sí quiero; y lo mesmo dijo don Fernando;<br />

y, dándole el anillo, quedaron en disoluble<br />

nudo ligados. Llegó el desposado a abrazar<br />

a su esposa, y ella, poniéndose la mano sobre<br />

el corazón, cayó desmayada en los brazos


de su madre. Resta ahora decir cuál quedé yo<br />

viendo, en el sí que había oído, burladas mis<br />

esperanzas, falsas las palabras y promesas de<br />

Luscinda: imposibilitado de cobrar en algún<br />

tiempo el bien que en aquel instante había perdido.<br />

Quedé falto de consejo, desamparado, a<br />

mi parecer, de todo el cielo, hecho enemigo de<br />

la tierra que me sustentaba, negándome el aire<br />

aliento para mis suspiros y el agua humor para<br />

mis ojos; sólo el fuego se acrecentó de manera<br />

que todo ardía de rabia y de celos.<br />

»Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda,<br />

y, desabrochándole su madre el pecho<br />

para que le diese el aire, se descubrió en él un<br />

papel cerrado, que don Fernando tomó luego y<br />

se le puso a leer a la luz de una de las hachas; y,<br />

en acabando de leerle, se sentó en una silla y se<br />

puso la mano en la mejilla, con muestras de<br />

hombre muy pensativo, sin acudir a los remedios<br />

que a su esposa se hacían para que del<br />

desmayo volviese. Yo, viendo alborotada toda


la gente de casa, me aventuré a salir, ora fuese<br />

visto o no, con determinación que si me viesen,<br />

de hacer un desatino tal, que todo el mundo<br />

viniera a entender la justa indignación de mi<br />

pecho en el castigo del falso don Fernando, y<br />

aun en el mudable de la desmayada traidora.<br />

Pero mi suerte, que para mayores males, si es<br />

posible que los haya, me debe tener guardado,<br />

ordenó que en aquel punto me sobrase el entendimiento<br />

que después acá me ha faltado; y<br />

así, sin querer tomar venganza de mis mayores<br />

enemigos (que, por estar tan sin pensamiento<br />

mío, fuera fácil tomarla), quise tomarla de mi<br />

mano y ejecutar en mí la pena que ellos merecían;<br />

y aun quizá con más rigor del que con ellos<br />

se usara si entonces les diera muerte, pues la<br />

que se recibe repentina presto acaba la pena;<br />

mas la que se dilata con tormentos siempre<br />

mata, sin acabar la vida.<br />

»En fin, yo salí de aquella casa y vine a la de<br />

aquél donde había dejado la mula; hice que me


la ensillase, sin despedirme dél subí en ella, y<br />

salí de la ciudad, sin osar, como otro Lot, volver<br />

el rostro a miralla; y cuando me vi en el campo<br />

solo, y que la escuridad de la noche me encubría<br />

y su silencio convidaba a quejarme, sin respeto<br />

o miedo de ser escuchado ni conocido,<br />

solté la voz y desaté la lengua en tantas maldiciones<br />

de Luscinda y de don Fernando, como si<br />

con ellas satisficiera el agravio que me habían<br />

hecho. Dile títulos de cruel, de ingrata, de falsa<br />

y desagradecida; pero, sobre todos, de codiciosa,<br />

pues la riqueza de mi enemigo la había cerrado<br />

los ojos de la voluntad, para quitármela a<br />

mí y entregarla a aquél con quien más liberal y<br />

franca la fortuna se había mostrado; y, en mitad<br />

de la fuga destas maldiciones y vituperios, la<br />

desculpaba, diciendo que no era mucho que<br />

una doncella recogida en casa de sus padres,<br />

hecha y acostumbrada siempre a obedecerlos,<br />

hubiese querido condecender con su gusto,<br />

pues le daban por esposo a un caballero tan<br />

principal, tan rico y tan gentil hombre que, a no


querer recebirle, se podía pensar, o que no tenía<br />

juicio, o que en otra parte tenía la voluntad:<br />

cosa que redundaba tan en perjuicio de su buena<br />

opinión y fama. Luego volvía diciendo que,<br />

puesto que ella dijera que yo era su esposo,<br />

vieran ellos que no había hecho en escogerme<br />

tan mala elección, que no la disculparan, pues<br />

antes de ofrecérseles don Fernando no pudieran<br />

ellos mesmos acertar a desear, si con razón<br />

midiesen su deseo, otro mejor que yo para esposo<br />

de su hija; y que bien pudiera ella, antes<br />

de ponerse en el trance forzoso y último de dar<br />

la mano, decir que ya yo le había dado la mía;<br />

que yo viniera y concediera con todo cuanto<br />

ella acertara a fingir en este caso.<br />

»En fin, me resolví en que poco amor, poco<br />

juicio, mucha ambición y deseos de grandezas<br />

hicieron que se olvidase de las palabras con que<br />

me había engañado, entretenido y sustentado<br />

en mis firmes esperanzas y honestos deseos.<br />

Con estas voces y con esta inquietud caminé lo


que quedaba de aquella noche, y di al amanecer<br />

en una entrada destas sierras, por las cuales<br />

caminé otros tres días, sin senda ni camino alguno,<br />

hasta que vine a parar a unos prados,<br />

que no sé a qué mano destas montañas caen, y<br />

allí pregunté a unos ganaderos que hacia dónde<br />

era lo más áspero destas sierras.<br />

Dijéronme que hacia esta parte. Luego me encaminé<br />

a ella, con intención de acabar aquí la<br />

vida, y, en entrando por estas asperezas, del<br />

cansancio y de la hambre se cayó mi mula<br />

muerta, o, lo que yo más creo, por desechar de<br />

sí tan inútil carga como en mí llevaba. Yo quedé<br />

a pie, rendido de la naturaleza, traspasado de<br />

hambre, sin tener, ni pensar buscar, quien me<br />

socorriese.<br />

»De aquella manera estuve no sé qué tiempo,<br />

tendido en el suelo, al cabo del cual me levanté<br />

sin hambre, y hallé junto a mí a unos cabreros,<br />

que, sin duda, debieron ser los que mi necesidad<br />

remediaron, porque ellos me dijeron de la


manera que me habían hallado, y cómo estaba<br />

diciendo tantos disparates y desatinos, que daba<br />

indicios claros de haber perdido el juicio; y<br />

yo he sentido en mí, después acá, que no todas<br />

veces le tengo cabal, sino tan desmedrado y<br />

flaco que hago mil locuras, rasgándome los<br />

vestidos, dando voces por estas soledades,<br />

maldiciendo mi ventura y repitiendo en vano el<br />

nombre amado de mi enemiga, sin tener otro<br />

discurso ni intento entonces que procurar acabar<br />

la vida voceando; y cuando en mí vuelvo,<br />

me hallo tan cansado y molido, que apenas<br />

puedo moverme. Mi más común habitación es<br />

en el hueco de un alcornoque, capaz de cubrir<br />

este miserable cuerpo. Los vaqueros y cabreros<br />

que andan por estas montañas, movidos de<br />

caridad, me sustentan, poniéndome el manjar<br />

por los caminos y por las peñas por donde entienden<br />

que acaso podré pasar y hallarlo; y así,<br />

aunque entonces me falte el juicio, la necesidad<br />

natural me da a conocer el mantenimiento, y<br />

despierta en mí el deseo de apetecerlo y la vo-


luntad de tomarlo. Otras veces me dicen ellos,<br />

cuando me encuentran con juicio, que yo salgo<br />

a los caminos y que se lo quito por fuerza, aunque<br />

me lo den de grado, a los pastores que vienen<br />

con ello del lugar a las majadas.<br />

»Desta manera paso mi miserable y estrema<br />

vida, hasta que el cielo sea servido de conducirle<br />

a su último fin, o de ponerle en mi memoria,<br />

para que no me acuerde de la hermosura y de<br />

la traición de Luscinda y del agravio de don<br />

Fernando; que si esto él hace sin quitarme la<br />

vida, yo volveré a mejor discurso mis pensamientos;<br />

donde no, no hay sino rogarle que<br />

absolutamente tenga misericordia de mi alma,<br />

que yo no siento en mí valor ni fuerzas para<br />

sacar el cuerpo desta estrecheza en que por mi<br />

gusto he querido ponerle».<br />

Ésta es, ¡oh señores!, la amarga historia de mi<br />

desgracia: decidme si es tal, que pueda celebrarse<br />

con menos sentimientos que los que en<br />

mí habéis visto; y no os canséis en persuadirme


ni aconsejarme lo que la razón os dijere que<br />

puede ser bueno para mi remedio, porque ha<br />

de aprovechar conmigo lo que aprovecha la<br />

medicina recetada de famoso médico al enfermo<br />

que recebir no la quiere. Yo no quiero salud<br />

sin Luscinda; y, pues ella gustó de ser ajena,<br />

siendo, o debiendo ser, mía, guste yo de ser de<br />

la desventura, pudiendo haber sido de la buena<br />

dicha. Ella quiso, con su mudanza, hacer estable<br />

mi perdición; yo querré, con procurar perderme,<br />

hacer contenta su voluntad, y será<br />

ejemplo a los por venir de que a mí solo faltó lo<br />

que a todos los desdichados sobra, a los cuales<br />

suele ser consuelo la imposibilidad de tenerle, y<br />

en mí es causa de mayores sentimientos y males,<br />

porque aun pienso que no se han de acabar<br />

con la muerte.<br />

Aquí dio fin Cardenio a su larga plática y tan<br />

desdichada como amorosa historia. Y, al tiempo<br />

que el cura se prevenía para decirle algunas<br />

razones de consuelo, le suspendió una voz que


llegó a sus oídos, que en lastimados acentos<br />

oyeron que decía lo que se dirá en la cuarta<br />

parte desta narración, que en este punto dio fin<br />

a la tercera el sabio y atentado historiador Cide<br />

Hamete Benengeli.


Capítulo XXVIII<br />

Que trata de la nueva y agradable aventura<br />

que al cura y barbero sucedió en la mesma<br />

sierra<br />

Felicísimos y venturosos fueron los tiempos<br />

donde se echó al mundo el audacísimo caballero<br />

don <strong>Quijote</strong> de la Mancha, pues por haber<br />

tenido tan honrosa determinación como fue el<br />

querer resucitar y volver al mundo la ya perdida<br />

y casi muerta orden de la andante caballería,<br />

gozamos ahora, en esta nuestra edad, necesitada<br />

de alegres entretenimientos, no sólo de la<br />

dulzura de su verdadera historia, sino de los<br />

cuentos y episodios della, que, en parte, no son<br />

menos agradables y artificiosos y verdaderos<br />

que la misma historia; la cual, prosiguiendo su<br />

rastrillado, torcido y aspado hilo, cuenta que,<br />

así como el cura comenzó a prevenirse para<br />

consolar a Cardenio, lo impidió una voz que


llegó a sus oídos, que, con tristes acentos, decía<br />

desta manera:<br />

-¡Ay Dios! ¿Si será posible que he ya hallado<br />

lugar que pueda servir de escondida sepultura<br />

a la carga pesada deste cuerpo, que tan contra<br />

mi voluntad sostengo? Sí será, si la soledad que<br />

prometen estas sierras no me miente. ¡Ay, desdichada,<br />

y cuán más agradable compañía harán<br />

estos riscos y malezas a mi intención, pues me<br />

darán lugar para que con quejas comunique mi<br />

desgracia al cielo, que no la de ningún hombre<br />

humano, pues no hay ninguno en la tierra de<br />

quien se pueda esperar consejo en las dudas,<br />

alivio en las quejas, ni remedio en los males!<br />

Todas estas razones oyeron y percibieron el<br />

cura y los que con él estaban, y por parecerles,<br />

como ello era, que allí junto las decían, se levantaron<br />

a buscar el dueño, y no hubieron andado<br />

veinte pasos, cuando detrás de un peñasco<br />

vieron, sentado al pie de un fresno, a un mozo<br />

vestido como labrador, al cual, por tener


inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los<br />

pies en el arroyo que por allí corría, no se le<br />

pudieron ver por entonces. Y ellos llegaron con<br />

tanto silencio que dél no fueron sentidos, ni él<br />

estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies,<br />

que eran tales, que no parecían sino dos pedazos<br />

de blanco cristal que entre las otras piedras<br />

del arroyo se habían nacido. Suspendióles la<br />

blancura y belleza de los pies, pareciéndoles<br />

que no estaban hechos a pisar terrones, ni a<br />

andar tras el arado y los bueyes, como mostraba<br />

el hábito de su dueño; y así, viendo que no<br />

habían sido sentidos, el cura, que iba delante,<br />

hizo señas a los otros dos que se agazapasen o<br />

escondiesen detrás de unos pedazos de peña<br />

que allí había, y así lo hicieron todos, mirando<br />

con atención lo que el mozo hacía; el cual traía<br />

puesto un capotillo pardo de dos haldas, muy<br />

ceñido al cuerpo con una toalla blanca. Traía,<br />

ansimesmo, unos calzones y polainas de paño<br />

pardo, y en la cabeza una montera parda. Tenía<br />

las polainas levantadas hasta la mitad de la


pierna, que, sin duda alguna, de blanco alabastro<br />

parecía. Acabóse de lavar los hermosos pies,<br />

y luego, con un paño de tocar, que sacó debajo<br />

de la montera, se los limpió; y, al querer quitársele,<br />

alzó el rostro, y tuvieron lugar los que<br />

mirándole estaban de ver una hermosura incomparable;<br />

tal, que Cardenio dijo al cura, con<br />

voz baja:<br />

-Ésta, ya que no es Luscinda, no es persona<br />

humana, sino divina.<br />

El mozo se quitó la montera, y, sacudiendo la<br />

cabeza a una y a otra parte, se comenzaron a<br />

descoger y desparcir unos cabellos, que pudieran<br />

los del sol tenerles envidia. Con esto conocieron<br />

que el que parecía labrador era mujer, y<br />

delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces<br />

los ojos de los dos habían visto, y aun los<br />

de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido<br />

a Luscinda; que después afirmó que sola la belleza<br />

de Luscinda podía contender con aquélla.<br />

Los luengos y rubios cabellos no sólo le cubrie-


on las espaldas, mas toda en torno la escondieron<br />

debajo de ellos; que si no eran los pies, ninguna<br />

otra cosa de su cuerpo se parecía: tales y<br />

tantos eran. En esto, les sirvió de peine unas<br />

manos, que si los pies en el agua habían parecido<br />

pedazos de cristal, las manos en los cabellos<br />

semejaban pedazos de apretada nieve; todo lo<br />

cual, en más admiración y en más deseo de<br />

saber quién era ponía a los tres que la miraban.<br />

Por esto determinaron de mostrarse, y, al movimiento<br />

que hicieron de ponerse en pie, la<br />

hermosa moza alzó la cabeza, y, apartándose<br />

los cabellos de delante de los ojos con entrambas<br />

manos, miró los que el ruido hacían; y apenas<br />

los hubo visto, cuando se levantó en pie, y,<br />

sin aguardar a calzarse ni a recoger los cabellos,<br />

asió con mucha presteza un bulto, como de<br />

ropa, que junto a sí tenía, y quiso ponerse en<br />

huida, llena de turbación y sobresalto; mas no<br />

hubo dado seis pasos cuando, no pudiendo<br />

sufrir los delicados pies la aspereza de las pie-


dras, dio consigo en el suelo. Lo cual visto por<br />

los tres, salieron a ella, y el cura fue el primero<br />

que le dijo:<br />

-Deteneos, señora, quienquiera que seáis, que<br />

los que aquí veis sólo tienen intención de serviros.<br />

No hay para qué os pongáis en tan impertinente<br />

huida, porque ni vuestros pies lo<br />

podrán sufrir ni nosotros consentir.<br />

A todo esto, ella no respondía palabra, atónita y<br />

confusa. Llegaron, pues, a ella, y, asiéndola por<br />

la mano el cura, prosiguió diciendo:<br />

-Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros<br />

cabellos nos descubren: señales claras que<br />

no deben de ser de poco momento las causas<br />

que han disfrazado vuestra belleza en hábito<br />

tan indigno, y traídola a tanta soledad como es<br />

ésta, en la cual ha sido ventura el hallaros, si no<br />

para dar remedio a vuestros males, a lo menos<br />

para darles consejo, pues ningún mal puede<br />

fatigar tanto, ni llegar tan al estremo de serlo,


mientras no acaba la vida, que rehúya de no<br />

escuchar siquiera el consejo que con buena intención<br />

se le da al que lo padece. Así que, señora<br />

mía, o señor mío, o lo que vos quisierdes ser,<br />

perded el sobresalto que nuestra vista os ha<br />

causado y contadnos vuestra buena o mala<br />

suerte; que en nosotros juntos, o en cada uno,<br />

hallaréis quien os ayude a sentir vuestras desgracias.<br />

En tanto que el cura decía estas razones, estaba<br />

la disfrazada moza como embelesada, mirándolos<br />

a todos, sin mover labio ni decir palabra<br />

alguna: bien así como rústico aldeano que de<br />

improviso se le muestran cosas raras y dél<br />

jamás vistas. Mas, volviendo el cura a decirle<br />

otras razones al mesmo efeto encaminadas,<br />

dando ella un profundo suspiro, rompió el silencio<br />

y dijo:<br />

-Pues que la soledad destas sierras no ha sido<br />

parte para encubrirme, ni la soltura de mis descompuestos<br />

cabellos no ha permitido que sea


mentirosa mi lengua, en balde sería fingir yo de<br />

nuevo ahora lo que, si se me creyese, sería más<br />

por cortesía que por otra razón alguna. Presupuesto<br />

esto, digo, señores, que os agradezco el<br />

ofrecimiento que me habéis hecho, el cual me<br />

ha puesto en obligación de satisfaceros en todo<br />

lo que me habéis pedido, puesto que temo que<br />

la relación que os hiciere de mis desdichas os<br />

ha de causar, al par de la compasión, la pesadumbre,<br />

porque no habéis de hallar remedio<br />

para remediarlas ni consuelo para entretenerlas.<br />

Pero, con todo esto, porque no ande vacilando<br />

mi honra en vuestras intenciones,<br />

habiéndome ya conocido por mujer y viéndome<br />

moza, sola y en este traje, cosas todas juntas,<br />

y cada una por sí, que pueden echar por<br />

tierra cualquier honesto crédito, os habré de<br />

decir lo que quisiera callar si pudiera.<br />

Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa<br />

mujer parecía, con tan suelta lengua, con voz<br />

tan suave, que no menos les admiró su discre-


ción que su hermosura. Y, tornándole a hacer<br />

nuevos ofrecimientos y nuevos ruegos para que<br />

lo prometido cumpliese, ella, sin hacerse más<br />

de rogar, calzándose con toda honestidad y<br />

recogiendo sus cabellos, se acomodó en el<br />

asiento de una piedra, y, puestos los tres alrededor<br />

della, haciéndose fuerza por detener algunas<br />

lágrimas que a los ojos se le venían, con<br />

voz reposada y clara, comenzó la historia de su<br />

vida desta manera:<br />

-«En esta Andalucía hay un lugar de quien toma<br />

título un duque, que le hace uno de los que<br />

llaman grandes en España. Éste tiene dos hijos:<br />

el mayor, heredero de su estado, y, al parecer,<br />

de sus buenas costumbres; y el menor, no sé yo<br />

de qué sea heredero, sino de las traiciones de<br />

Vellido y de los embustes de Galalón. Deste<br />

señor son vasallos mis padres, humildes en<br />

linaje, pero tan ricos que si los bienes de su naturaleza<br />

igualaran a los de su fortuna, ni ellos<br />

tuvieran más que desear ni yo temiera verme


en la desdicha en que me veo; porque quizá<br />

nace mi poca ventura de la que no tuvieron<br />

ellos en no haber nacido ilustres. Bien es verdad<br />

que no son tan bajos que puedan afrentarse<br />

de su estado, ni tan altos que a mí me quiten la<br />

imaginación que tengo de que de su humildad<br />

viene mi desgracia. Ellos, en fin, son labradores,<br />

gente llana, sin mezcla de alguna raza mal<br />

sonante, y, como suele decirse, cristianos viejos<br />

ranciosos; pero tan ricos que su riqueza y<br />

magnífico trato les va poco a poco adquiriendo<br />

nombre de hidalgos, y aun de caballeros. Puesto<br />

que de la mayor riqueza y nobleza que ellos<br />

se preciaban era de tenerme a mí por hija; y, así<br />

por no tener otra ni otro que los heredase como<br />

por ser padres, y aficionados, yo era una de las<br />

más regaladas hijas que padres jamás regalaron.<br />

Era el espejo en que se miraban, el báculo<br />

de su vejez, y el sujeto a quien encaminaban,<br />

midiéndolos con el cielo, todos sus deseos; de<br />

los cuales, por ser ellos tan buenos, los míos no<br />

salían un punto. Y del mismo modo que yo era


señora de sus ánimos, ansí lo era de su hacienda:<br />

por mí se recebían y despedían los criados;<br />

la razón y cuenta de lo que se sembraba y cogía<br />

pasaba por mi mano; los molinos de aceite, los<br />

lagares de vino, el número del ganado mayor y<br />

menor, el de las colmenas. Finalmente, de todo<br />

aquello que un tan rico labrador como mi padre<br />

puede tener y tiene, tenía yo la cuenta, y era la<br />

mayordoma y señora, con tanta solicitud mía y<br />

con tanto gusto suyo, que buenamente no acertaré<br />

a encarecerlo. Los ratos que del día me<br />

quedaban, después de haber dado lo que convenía<br />

a los mayorales, a capataces y a otros<br />

jornaleros, los entretenía en ejercicios que son a<br />

las doncellas tan lícitos como necesarios, como<br />

son los que ofrece la aguja y la almohadilla, y la<br />

rueca muchas veces; y si alguna, por recrear el<br />

ánimo, estos ejercicios dejaba, me acogía al entretenimiento<br />

de leer algún libro devoto, o a<br />

tocar una arpa, porque la experiencia me mostraba<br />

que la música compone los ánimos des-


compuestos y alivia los trabajos que nacen del<br />

espíritu.<br />

»Ésta, pues, era la vida que yo tenía en casa de<br />

mis padres, la cual, si tan particularmente he<br />

contado, no ha sido por ostentación ni por dar a<br />

entender que soy rica, sino porque se advierta<br />

cuán sin culpa me he venido de aquel buen<br />

estado que he dicho al infelice en que ahora me<br />

hallo. Es, pues, el caso que, pasando mi vida en<br />

tantas ocupaciones y en un encerramiento tal<br />

que al de un monesterio pudiera compararse,<br />

sin ser vista, a mi parecer, de otra persona alguna<br />

que de los criados de casa, porque los días<br />

que iba a misa era tan de mañana, y tan acompañada<br />

de mi madre y de otras criadas, y yo<br />

tan cubierta y recatada que apenas vían mis<br />

ojos más tierra de aquella donde ponía los pies;<br />

y, con todo esto, los del amor, o los de la ociosidad,<br />

por mejor decir, a quien los de lince no<br />

pueden igualarse, me vieron, puestos en la soli-


citud de don Fernando, que éste es el nombre<br />

del hijo menor del duque que os he contado».<br />

No hubo bien nombrado a don Fernando la que<br />

el cuento contaba, cuando a Cardenio se le<br />

mudó la color del rostro, y comenzó a trasudar,<br />

con tan grande alteración que el cura y el barbero,<br />

que miraron en ello, temieron que le venía<br />

aquel accidente de locura que habían oído decir<br />

que de cuando en cuando le venía. Mas Cardenio<br />

no hizo otra cosa que trasudar y estarse<br />

quedo, mirando de hito en hito a la labradora,<br />

imaginando quién ella era; la cual, sin advertir<br />

en los movimientos de Cardenio, prosiguió su<br />

historia, diciendo:<br />

-«Y no me hubieron bien visto cuando, según él<br />

dijo después, quedó tan preso de mis amores<br />

cuanto lo dieron bien a entender sus demostraciones.<br />

Mas, por acabar presto con el cuento, que no le<br />

tiene, de mis desdichas, quiero pasar en silencio


las diligencias que don Fernando hizo para<br />

declararme su voluntad. Sobornó toda la gente<br />

de mi casa, dio y ofreció dádivas y mercedes a<br />

mis parientes. Los días eran todos de fiesta y de<br />

regocijo en mi calle; las noches no dejaban<br />

dormir a nadie las músicas. Los billetes que, sin<br />

saber cómo, a mis manos venían, eran infinitos,<br />

llenos de enamoradas razones y ofrecimientos,<br />

con menos letras que promesas y juramentos.<br />

Todo lo cual no sólo no me ablandaba, pero me<br />

endurecía de manera como si fuera mi mortal<br />

enemigo, y que todas las obras que para reducirme<br />

a su voluntad hacía, las hiciera para el<br />

efeto contrario; no porque a mí me pareciese<br />

mal la gentileza de don Fernando, ni que tuviese<br />

a demasía sus solicitudes; porque me daba<br />

un no sé qué de contento verme tan querida y<br />

estimada de un tan principal caballero, y no me<br />

pesaba ver en sus papeles mis alabanzas: que<br />

en esto, por feas que seamos las mujeres, me<br />

parece a mí que siempre nos da gusto el oír que<br />

nos llaman hermosas.


»Pero a todo esto se opone mi honestidad y los<br />

consejos continuos que mis padres me daban,<br />

que ya muy al descubierto sabían la voluntad<br />

de don Fernando, porque ya a él no se le daba<br />

nada de que todo el mundo la supiese. Decíanme<br />

mis padres que en sola mi virtud y bondad<br />

dejaban y depositaban su honra y fama, y<br />

que considerase la desigualdad que había entre<br />

mí y don Fernando, y que por aquí echaría de<br />

ver que sus pensamientos, aunque él dijese otra<br />

cosa, mas se encaminaban a su gusto que a mi<br />

provecho; y que si yo quisiese poner en alguna<br />

manera algún inconveniente para que él se dejase<br />

de su injusta pretensión, que ellos me casarían<br />

luego con quien yo más gustase: así de<br />

los más principales de nuestro lugar como de<br />

todos los circunvecinos, pues todo se podía<br />

esperar de su mucha hacienda y de mi buena<br />

fama. Con estos ciertos prometimientos, y con<br />

la verdad que ellos me decían, fortificaba yo mi<br />

entereza, y jamás quise responder a don Fer-


nando palabra que le pudiese mostrar, aunque<br />

de muy lejos, esperanza de alcanzar su deseo.<br />

»Todos estos recatos míos, que él debía de tener<br />

por desdenes, debieron de ser causa de avivar<br />

más su lascivo apetito, que este nombre quiero<br />

dar a la voluntad que me mostraba; la cual, si<br />

ella fuera como debía, no la supiérades vosotros<br />

ahora, porque hubiera faltado la ocasión de<br />

decírosla.<br />

Finalmente, don Fernando supo que mis padres<br />

andaban por darme estado, por quitalle a él la<br />

esperanza de poseerme, o, a lo menos, porque<br />

yo tuviese más guardas para guardarme; y esta<br />

nueva o sospecha fue causa para que hiciese lo<br />

que ahora oiréis. Y fue que una noche, estando<br />

yo en mi aposento con sola la compañía de una<br />

doncella que me servía, teniendo bien cerradas<br />

las puertas, por temor que, por descuido, mi<br />

honestidad no se viese en peligro, sin saber ni<br />

imaginar cómo, en medio destos recatos y prevenciones,<br />

y en la soledad deste silencio y en-


cierro, me le hallé delante, cuya vista me turbó<br />

de manera que me quitó la de mis ojos y me<br />

enmudeció la lengua; y así, no fui poderosa de<br />

dar voces, ni aun él creo que me las dejara dar,<br />

porque luego se llegó a mí, y, tomándome entre<br />

sus brazos (porque yo, como digo, no tuve<br />

fuerzas para defenderme, según estaba turbada),<br />

comenzó a decirme tales razones, que no sé<br />

cómo es posible que tenga tanta habilidad la<br />

mentira que las sepa componer de modo que<br />

parezcan tan verdaderas. Hacía el traidor que<br />

sus lágrimas acreditasen sus palabras y los suspiros<br />

su intención. Yo, pobrecilla, sola entre los<br />

míos, mal ejercitada en casos semejantes, comencé,<br />

no sé en qué modo, a tener por verdaderas<br />

tantas falsedades, pero no de suerte que<br />

me moviesen a compasión menos que buena<br />

sus lágrimas y suspiros.<br />

»Y así, pasándoseme aquel sobresalto primero,<br />

torné algún tanto a cobrar mis perdidos espíritus,<br />

y con más ánimo del que pensé que pudie-


a tener, le dije: Si como estoy, señor, en tus brazos,<br />

estuviera entre los de un león fiero y el librarme<br />

dellos se me asegurara con que hiciera, o dijera, cosa<br />

que fuera en perjuicio de mi honestidad, así fuera<br />

posible hacella o decilla como es posible dejar de<br />

haber sido lo que fue. Así que, si tú tienes ceñido mi<br />

cuerpo con tus brazos, yo tengo atada mi alma con<br />

mis buenos deseos, que son tan diferentes de los<br />

tuyos como lo verás si con hacerme fuerza quisieres<br />

pasar adelante en ellos. Tu vasalla soy, pero no tu<br />

esclava; ni tiene ni debe tener imperio la nobleza de<br />

tu sangre para deshonrar y tener en poco la humildad<br />

de la mía; y en tanto me estimo yo, villana y<br />

labradora, como tú, señor y caballero. Conmigo no<br />

han de ser de ningún efecto tus fuerzas, ni han de<br />

tener valor tus riquezas, ni tus palabras han de poder<br />

engañarme, ni tus suspiros y lágrimas enternecerme.<br />

Si alguna de todas estas cosas que he dicho<br />

viera yo en el que mis padres me dieran por esposo, a<br />

su voluntad se ajustara la mía, y mi voluntad de la<br />

suya no saliera; de modo que, como quedara con<br />

honra, aunque quedara sin gusto, de grado te entregara<br />

lo que tú, señor, ahora con tanta fuerza procu-


as. Todo esto he dicho porque no es pensar que de<br />

mí alcance cosa alguna el que no fuere mi ligítimo<br />

esposo. Si no reparas más que en eso, bellísima Dorotea<br />

-(que éste es el nombre desta desdichada), dijo<br />

el desleal caballero-, ves: aquí te doy la mano de serlo<br />

tuyo, y sean testigos desta verdad los cielos, a quien<br />

ninguna cosa se asconde, y esta imagen de Nuestra<br />

Señora que aquí tienes.»<br />

Cuando Cardenio le oyó decir que se llamaba<br />

Dorotea, tornó de nuevo a sus sobresaltos y<br />

acabó de confirmar por verdadera su primera<br />

opinión; pero no quiso interromper el cuento,<br />

por ver en qué venía a parar lo que él ya casi<br />

sabía; sólo dijo:<br />

-¿Que Dorotea es tu nombre, señora? Otra he<br />

oído yo decir del mesmo, que quizá corre parejas<br />

con tus desdichas. Pasa adelante, que tiempo<br />

vendrá en que te diga cosas que te espanten<br />

en el mesmo grado que te lastimen.


Reparó Dorotea en las razones de Cardenio y<br />

en su estraño y desastrado traje, y rogóle que si<br />

alguna cosa de su hacienda sabía, se la dijese<br />

luego; porque si algo le había dejado bueno la<br />

fortuna, era el ánimo que tenía para sufrir cualquier<br />

desastre que le sobreviniese, segura de<br />

que, a su parecer, ninguno podía llegar que el<br />

que tenía acrecentase un punto.<br />

-No le perdiera yo, señora -respondió Cardenio-,<br />

en decirte lo que pienso, si fuera verdad lo<br />

que imagino; y hasta ahora no se pierde coyuntura,<br />

ni a ti te importa nada el saberlo.<br />

-Sea lo que fuere -respondió Dorotea-, «lo que<br />

en mi cuento pasa fue que, tomando don Fernando<br />

una imagen que en aquel aposento estaba,<br />

la puso por testigo de nuestro desposorio.<br />

Con palabras eficacísimas y juramentos estraordinarios,<br />

me dio la palabra de ser mi marido,<br />

puesto que, antes que acabase de decirlas, le<br />

dije que mirase bien lo que hacía y que considerase<br />

el enojo que su padre había de recebir de


verle casado con una villana vasalla suya; que<br />

no le cegase mi hermosura, tal cual era, pues no<br />

era bastante para hallar en ella disculpa de su<br />

yerro, y que si algún bien me quería hacer, por<br />

el amor que me tenía, fuese dejar correr mi<br />

suerte a lo igual de lo que mi calidad podía,<br />

porque nunca los tan desiguales casamientos se<br />

gozan ni duran mucho en aquel gusto con que<br />

se comienzan.<br />

»Todas estas razones que aquí he dicho le dije,<br />

y otras muchas de que no me acuerdo, pero no<br />

fueron parte para que él dejase de seguir su<br />

intento, bien ansí como el que no piensa pagar,<br />

que, al concertar de la barata, no repara en inconvenientes.<br />

Yo, a esta sazón, hice un breve<br />

discurso conmigo, y me dije a mí mesma: Sí,<br />

que no seré yo la primera que por vía de matrimonio<br />

haya subido de humilde a grande estado, ni será don<br />

Fernando el primero a quien hermosura, o ciega<br />

afición, que es lo más cierto, haya hecho tomar compañía<br />

desigual a su grandeza. Pues si no hago ni<br />

mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que


la suerte me ofrece, puesto que en éste no dure más<br />

la voluntad que me muestra de cuanto dure el cumplimiento<br />

de su deseo; que, en fin, para con Dios seré<br />

su esposa. Y si quiero con desdenes despedille, en<br />

término le veo que, no usando el que debe, usará el<br />

de la fuerza y vendré a quedar deshonrada y sin<br />

disculpa de la culpa que me podía dar el que no supiere<br />

cuán sin ella he venido a este punto. Porque,<br />

¿qué razones serán bastantes para persuadir a mis<br />

padres, y a otros, que este caballero entró en mi aposento<br />

sin consentimiento mío?<br />

»Todas estas demandas y respuestas revolví yo<br />

en un instante en la imaginación; y, sobre todo,<br />

me comenzaron a hacer fuerza y a inclinarme a<br />

lo que fue, sin yo pensarlo, mi perdición: los<br />

juramentos de don Fernando, los testigos que<br />

ponía, las lágrimas que derramaba, y, finalmente,<br />

su disposición y gentileza, que, acompañada<br />

con tantas muestras de verdadero amor, pudieran<br />

rendir a otro tan libre y recatado corazón<br />

como el mío.


Llamé a mi criada, para que en la tierra acompañase<br />

a los testigos del cielo; tornó don Fernando<br />

a reiterar y confirmar sus juramentos;<br />

añadió a los primeros nuevos santos por testigos;<br />

echóse mil futuras maldiciones, si no cumpliese<br />

lo que me prometía; volvió a humedecer<br />

sus ojos y a acrecentar sus suspiros; apretóme<br />

más entre sus brazos, de los cuales jamás me<br />

había dejado; y con esto, y con volverse a salir<br />

del aposento mi doncella, yo dejé de serlo y él<br />

acabó de ser traidor y fementido.<br />

»El día que sucedió a la noche de mi desgracia<br />

se venía aun no tan apriesa como yo pienso que<br />

don Fernando deseaba, porque, después de<br />

cumplido aquello que el apetito pide, el mayor<br />

gusto que puede venir es apartarse de donde le<br />

alcanzaron. Digo esto porque don Fernando dio<br />

priesa por partirse de mí, y, por industria de mi<br />

doncella, que era la misma que allí le había<br />

traído, antes que amaneciese se vio en la calle.<br />

Y, al despedirse de mí, aunque no con tanto


ahínco y vehemencia como cuando vino, me<br />

dijo que estuviese segura de su fe y de ser firmes<br />

y verdaderos sus juramentos; y, para más<br />

confirmación de su palabra, sacó un rico anillo<br />

del dedo y lo puso en el mío. En efecto, él se fue<br />

y yo quedé ni sé si triste o alegre; esto sé bien<br />

decir: que quedé confusa y pensativa, y casi<br />

fuera de mí con el nuevo acaecimiento, y no<br />

tuve ánimo, o no se me acordó, de reñir a mi<br />

doncella por la traición cometida de encerrar a<br />

don Fernando en mi mismo aposento, porque<br />

aún no me determinaba si era bien o mal el que<br />

me había sucedido. Díjele, al partir, a don Fernando<br />

que por el mesmo camino de aquélla<br />

podía verme otras noches, pues ya era suya,<br />

hasta que, cuando él quisiese, aquel hecho se<br />

publicase. Pero no vino otra alguna, si no fue la<br />

siguiente, ni yo pude verle en la calle ni en la<br />

iglesia en más de un mes; que en vano me<br />

cansé en solicitallo, puesto que supe que estaba<br />

en la villa y que los más días iba a caza, ejercicio<br />

de que él era muy aficionado.


»Estos días y estas horas bien sé yo que para mí<br />

fueron aciagos y menguadas, y bien sé que comencé<br />

a dudar en ellos, y aun a descreer de la<br />

fe de don Fernando; y sé también que mi doncella<br />

oyó entonces las palabras que en reprehensión<br />

de su atrevimiento antes no había oído;<br />

y sé que me fue forzoso tener cuenta con mis<br />

lágrimas y con la compostura de mi rostro, por<br />

no dar ocasión a que mis padres me preguntasen<br />

que de qué andaba descontenta y me obligasen<br />

a buscar mentiras que decilles. Pero todo<br />

esto se acabó en un punto, llegándose uno<br />

donde se atropellaron respectos y se acabaron<br />

los honrados discursos, y adonde se perdió la<br />

paciencia y salieron a plaza mis secretos pensamientos.<br />

Y esto fue porque, de allí a pocos<br />

días, se dijo en el lugar como en una ciudad allí<br />

cerca se había casado don Fernando con una<br />

doncella hermosísima en todo estremo, y de<br />

muy principales padres, aunque no tan rica<br />

que, por la dote, pudiera aspirar a tan noble<br />

casamiento. Díjose que se llamaba Luscinda,


con otras cosas que en sus desposorios sucedieron<br />

dignas de admiración.»<br />

Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no<br />

hizo otra cosa que encoger los hombros, morderse<br />

los labios, enarcar las cejas y dejar de allí<br />

a poco caer por sus ojos dos fuentes de lágrimas.<br />

Mas no por esto dejó Dorotea de seguir su<br />

cuento, diciendo:<br />

-«Llegó esta triste nueva a mis oídos, y, en lugar<br />

de helárseme el corazón en oílla, fue tanta<br />

la cólera y rabia que se encendió en él, que faltó<br />

poco para no salirme por las calles dando voces,<br />

publicando la alevosía y traición que se me<br />

había hecho. Mas templóse esta furia por entonces<br />

con pensar de poner aquella mesma noche<br />

por obra lo que puse: que fue ponerme en<br />

este hábito, que me dio uno de los que llaman<br />

zagales en casa de los labradores, que era criado<br />

de mi padre, al cual descubrí toda mi desventura,<br />

y le rogué me acompañase hasta la<br />

ciudad donde entendí que mi enemigo estaba.


Él, después que hubo reprehendido mi atrevimiento<br />

y afeado mi determinación, viéndome<br />

resuelta en mi parecer, se ofreció a tenerme<br />

compañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo.<br />

Luego, al momento, encerré en una almohada<br />

de lienzo un vestido de mujer, y algunas<br />

joyas y dineros, por lo que podía suceder. Y en<br />

el silencio de aquella noche, sin dar cuenta a mi<br />

traidora doncella, salí de mi casa, acompañada<br />

de mi criado y de muchas imaginaciones, y me<br />

puse en camino de la ciudad a pie, llevada en<br />

vuelo del deseo de llegar, ya que no a estorbar<br />

lo que tenía por hecho, a lo menos a decir a don<br />

Fernando me dijese con qué alma lo había<br />

hecho.<br />

»Llegué en dos días y medio donde quería, y,<br />

en entrando por la ciudad, pregunté por la casa<br />

de los padres de Luscinda, y al primero a quien<br />

hice la pregunta me respondió más de lo que<br />

yo quisiera oír. Díjome la casa y todo lo que<br />

había sucedido en el desposorio de su hija, cosa


tan pública en la ciudad, que se hace en corrillos<br />

para contarla por toda ella. Díjome que la<br />

noche que don Fernando se desposó con Luscinda,<br />

después de haber ella dado el sí de ser su<br />

esposa, le había tomado un recio desmayo, y<br />

que, llegando su esposo a desabrocharle el pecho<br />

para que le diese el aire, le halló un papel<br />

escrito de la misma letra de Luscinda, en que<br />

decía y declaraba que ella no podía ser esposa<br />

de don Fernando, porque lo era de Cardenio,<br />

que, a lo que el hombre me dijo, era un caballero<br />

muy principal de la mesma ciudad; y que si<br />

había dado el sí a don Fernando, fue por no<br />

salir de la obediencia de sus padres. En resolución,<br />

tales razones dijo que contenía el papel,<br />

que daba a entender que ella había tenido intención<br />

de matarse en acabándose de desposar,<br />

y daba allí las razones por que se había quitado<br />

la vida. Todo lo cual dicen que confirmó una<br />

daga que le hallaron no sé en qué parte de sus<br />

vestidos. Todo lo cual visto por don Fernando,<br />

pareciéndole que Luscinda le había burlado y


escarnecido y tenido en poco, arremetió a ella,<br />

antes que de su desmayo volviese, y con la<br />

misma daga que le hallaron la quiso dar de<br />

puñaladas; y lo hiciera si sus padres y los que<br />

se hallaron presentes no se lo estorbaran. Dijeron<br />

más: que luego se ausentó don Fernando, y<br />

que Luscinda no había vuelto de su parasismo<br />

hasta otro día, que contó a sus padres cómo ella<br />

era verdadera esposa de aquel Cardenio que he<br />

dicho. Supe más: que el Cardenio, según decían,<br />

se halló presente en los desposorios, y<br />

que, en viéndola desposada, lo cual él jamás<br />

pensó, se salió de la ciudad desesperado,<br />

dejándole primero escrita una carta, donde daba<br />

a entender el agravio que Luscinda le había<br />

hecho, y de cómo él se iba adonde gentes no le<br />

viesen.<br />

»Esto todo era público y notorio en toda la ciudad,<br />

y todos hablaban dello; y más hablaron<br />

cuando supieron que Luscinda había faltado de<br />

casa de sus padres y de la ciudad, pues no la


hallaron en toda ella, de que perdían el juicio<br />

sus padres y no sabían qué medio se tomar para<br />

hallarla. Esto que supe puso en bando mis<br />

esperanzas, y tuve por mejor no haber hallado<br />

a don Fernando, que no hallarle casado, pareciéndome<br />

que aún no estaba del todo cerrada la<br />

puerta a mi remedio, dándome yo a entender<br />

que podría ser que el cielo hubiese puesto aquel<br />

impedimento en el segundo matrimonio, por<br />

atraerle a conocer lo que al primero debía, y a<br />

caer en la cuenta de que era cristiano y que estaba<br />

más obligado a su alma que a los respetos<br />

humanos. Todas estas cosas revolvía en mi fantasía,<br />

y me consolaba sin tener consuelo, fingiendo<br />

unas esperanzas largas y desmayadas,<br />

para entretener la vida, que ya aborrezco.<br />

»Estando, pues, en la ciudad, sin saber qué<br />

hacerme, pues a don Fernando no hallaba, llegó<br />

a mis oídos un público pregón, donde se prometía<br />

grande hallazgo a quien me hallase, dando<br />

las señas de la edad y del mesmo traje que


traía; y oí decir que se decía que me había sacado<br />

de casa de mis padres el mozo que conmigo<br />

vino, cosa que me llegó al alma, por ver cuán<br />

de caída andaba mi crédito, pues no bastaba<br />

perderle con mi venida, sino añadir el con<br />

quién, siendo subjeto tan bajo y tan indigno de<br />

mis buenos pensamientos. Al punto que oí el<br />

pregón, me salí de la ciudad con mi criado, que<br />

ya comenzaba a dar muestras de titubear en la<br />

fe que de fidelidad me tenía prometida, y aquella<br />

noche nos entramos por lo espeso desta<br />

montaña, con el miedo de no ser hallados. Pero,<br />

como suele decirse que un mal llama a otro, y<br />

que el fin de una desgracia suele ser principio<br />

de otra mayor, así me sucedió a mí, porque mi<br />

buen criado, hasta entonces fiel y seguro, así<br />

como me vio en esta soledad, incitado de su<br />

mesma bellaquería antes que de mi hermosura,<br />

quiso aprovecharse de la ocasión que, a su parecer,<br />

estos yermos le ofrecían; y, con poca vergüenza<br />

y menos temor de Dios ni respeto mío,<br />

me requirió de amores; y, viendo que yo con


feas y justas palabras respondía a las desvergüenzas<br />

de sus propósitos, dejó aparte los ruegos,<br />

de quien primero pensó aprovecharse, y<br />

comenzó a usar de la fuerza. Pero el justo cielo,<br />

que pocas o ningunas veces deja de mirar y<br />

favorecer a las justas intenciones, favoreció las<br />

mías, de manera que con mis pocas fuerzas, y<br />

con poco trabajo, di con él por un derrumbadero,<br />

donde le dejé, ni sé si muerto o si vivo; y<br />

luego, con más ligereza que mi sobresalto y<br />

cansancio pedían, me entré por estas montañas,<br />

sin llevar otro pensamiento ni otro disignio que<br />

esconderme en ellas y huir de mi padre y de<br />

aquellos que de su parte me andaban buscando.<br />

»Con este deseo, ha no sé cuántos meses que<br />

entré en ellas, donde hallé un ganadero que me<br />

llevó por su criado a un lugar que está en las<br />

entrañas desta sierra, al cual he servido de zagal<br />

todo este tiempo, procurando estar siempre<br />

en el campo por encubrir estos cabellos que


ahora, tan si pensarlo, me han descubierto. Pero<br />

toda mi industria y toda mi solicitud fue y ha<br />

sido de ningún provecho, pues mi amo vino en<br />

conocimiento de que yo no era varón, y nació<br />

en él el mesmo mal pensamiento que en mi<br />

criado; y, como no siempre la fortuna con los<br />

trabajos da los remedios, no hallé derrumbadero<br />

ni barranco de donde despeñar y despenar al<br />

amo, como le hallé para el criado; y así, tuve<br />

por menor inconveniente dejalle y esconderme<br />

de nuevo entre estas asperezas que probar con<br />

él mis fuerzas o mis disculpas.<br />

Digo, pues, que me torné a emboscar, y a buscar<br />

donde sin impedimento alguno pudiese con<br />

suspiros y lágrimas rogar al cielo se duela de<br />

mi desventura y me dé industria y favor para<br />

salir della, o para dejar la vida entre estas soledades,<br />

sin que quede memoria desta triste, que<br />

tan sin culpa suya habrá dado materia para que<br />

de ella se hable y murmure en la suya y en las<br />

ajenas tierras.»


Capítulo XXIX<br />

Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea,<br />

con otras cosas de mucho gusto y pasatiempo<br />

-Esta es, señores, la verdadera historia de mi<br />

tragedia: mirad y juzgad ahora si los suspiros<br />

que escuchastes, las palabras que oístes y las<br />

lágrimas que de mis ojos salían, tenían ocasión<br />

bastante para mostrarse en mayor abundancia;<br />

y, considerada la calidad de mi desgracia, veréis<br />

que será en vano el consuelo, pues es imposible<br />

el remedio della. Sólo os ruego (lo que con<br />

facilidad podréis y debéis hacer) que me aconsejéis<br />

dónde podré pasar la vida sin que me<br />

acabe el temor y sobresalto que tengo de ser<br />

hallada de los que me buscan; que, aunque sé<br />

que el mucho amor que mis padres me tienen<br />

me asegura que seré dellos bien recebida, es<br />

tanta la vergüenza que me ocupa sólo el pensar<br />

que, no como ellos pensaban, tengo de parecer


a su presencia, que tengo por mejor desterrarme<br />

para siempre de ser vista que no verles el<br />

rostro, con pensamiento que ellos miran el mío<br />

ajeno de la honestidad que de mí se debían de<br />

tener prometida.<br />

Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió<br />

de un color que mostró bien claro el sentimiento<br />

y vergüenza del alma. En las suyas sintieron<br />

los que escuchado la habían tanta lástima como<br />

admiración de su desgracia; y, aunque luego<br />

quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó<br />

primero la mano Cardenio, diciendo:<br />

-En fin, señora, que tú eres la hermosa Dorotea,<br />

la hija única del rico Clenardo.<br />

Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre<br />

de su padre, y de ver cuán de poco era el<br />

que le nombraba, porque ya se ha dicho de la<br />

mala manera que Cardenio estaba vestido; y<br />

así, le dijo:


-Y ¿quién sois vos, hermano, que así sabéis el<br />

nombre de mi padre? Porque yo, hasta ahora, si<br />

mal no me acuerdo, en todo el discurso del<br />

cuento de mi desdicha no le he nombrado.<br />

-Soy -respondió Cardenio- aquel sin ventura<br />

que, según vos, señora, habéis dicho, Luscinda<br />

dijo que era su esposa. Soy el desdichado Cardenio,<br />

a quien el mal término de aquel que a<br />

vos os ha puesto en el que estáis me ha traído a<br />

que me veáis cual me veis: roto, desnudo, falto<br />

de todo humano consuelo y, lo que es peor de<br />

todo, falto de juicio, pues no le tengo sino<br />

cuando al cielo se le antoja dármele por algún<br />

breve espacio. Yo, Teodora, soy el que me hallé<br />

presente a las sinrazones de don Fernando, y el<br />

que aguardó oír el sí que de ser su esposa pronunció<br />

Luscinda. Yo soy el que no tuvo ánimo<br />

para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que<br />

resultaba del papel que le fue hallado en el pecho,<br />

porque no tuvo el alma sufrimiento para<br />

ver tantas desventuras juntas; y así, dejé la casa


y la paciencia, y una carta que dejé a un huésped<br />

mío, a quien rogué que en manos de Luscinda<br />

la pusiese, y víneme a estas soledades,<br />

con intención de acabar en ellas la vida, que<br />

desde aquel punto aborrecí como mortal enemiga<br />

mía. Mas no ha querido la suerte quitármela,<br />

contentándose con quitarme el juicio,<br />

quizá por guardarme para la buena ventura<br />

que he tenido en hallaros; pues, siendo verdad,<br />

como creo que lo es, lo que aquí habéis contado,<br />

aún podría ser que a entrambos nos tuviese<br />

el cielo guardado mejor suceso en nuestros desastres<br />

que nosotros pensamos. Porque, presupuesto<br />

que Luscinda no puede casarse con don<br />

Fernando, por ser mía, ni don Fernando con<br />

ella, por ser vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente<br />

declarado, bien podemos esperar<br />

que el cielo nos restituya lo que es nuestro,<br />

pues está todavía en ser, y no se ha enajenado<br />

ni deshecho. Y, pues este consuelo tenemos,<br />

nacido no de muy remota esperanza, ni fundado<br />

en desvariadas imaginaciones, suplícoos,


señora, que toméis otra resolución en vuestros<br />

honrados pensamientos, pues yo la pienso tomar<br />

en los míos, acomodándoos a esperar mejor<br />

fortuna; que yo os juro, por la fe de caballero<br />

y de cristiano, de no desampararos hasta veros<br />

en poder de don Fernando, y que, cuando con<br />

razones no le pudiere atraer a que conozca lo<br />

que os debe, de usar entonces la libertad que<br />

me concede el ser caballero, y poder con justo<br />

título desafialle, en razón de la sinrazón que os<br />

hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza<br />

dejaré al cielo por acudir en la tierra a los<br />

vuestros.<br />

Con lo que Cardenio dijo se acabó de admirar<br />

Dorotea, y, por no saber qué gracias volver a<br />

tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los<br />

pies para besárselos; mas no lo consintió Cardenio,<br />

y el licenciado respondió por entrambos,<br />

y aprobó el buen discurso de Cardenio, y, sobre<br />

todo, les rogó, aconsejó y persuadió que se fuesen<br />

con él a su aldea, donde se podrían reparar


de las cosas que les faltaban, y que allí se daría<br />

orden cómo buscar a don Fernando, o cómo<br />

llevar a Dorotea a sus padres, o hacer lo que<br />

más les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea<br />

se lo agradecieron, y acetaron la merced<br />

que se les ofrecía. El barbero, que a todo había<br />

estado suspenso y callado, hizo también su<br />

buena plática y se ofreció con no menos voluntad<br />

que el cura a todo aquello que fuese bueno<br />

para servirles.<br />

Contó asimesmo con brevedad la causa que allí<br />

los había traído, con la estrañeza de la locura de<br />

don <strong>Quijote</strong>, y cómo aguardaban a su escudero,<br />

que había ido a buscalle. Vínosele a la memoria<br />

a Cardenio, como por sueños, la pendencia que<br />

con don <strong>Quijote</strong> había tenido y contóla a los<br />

demás, mas no supo decir por qué causa fue su<br />

quistión.<br />

En esto, oyeron voces, y conocieron que el que<br />

las daba era Sancho Panza, que, por no haberlos<br />

hallado en el lugar donde los dejó, los lla-


maba a voces. Saliéronle al encuentro, y, preguntándole<br />

por don <strong>Quijote</strong>, les dijo cómo le<br />

había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo<br />

y muerto de hambre, y suspirando por su<br />

señora Dulcinea; y que, puesto que le había<br />

dicho que ella le mandaba que saliese de aquel<br />

lugar y se fuese al del Toboso, donde le quedaba<br />

esperando, había respondido que estaba<br />

determinado de no parecer ante su fermosura<br />

fasta que hobiese fecho fazañas que le ficiesen<br />

digno de su gracia. Y que si aquello pasaba<br />

adelante, corría peligro de no venir a ser emperador,<br />

como estaba obligado, ni aun arzobispo,<br />

que era lo menos que podía ser. Por eso, que<br />

mirasen lo que se había de hacer para sacarle<br />

de allí.<br />

El licenciado le respondió que no tuviese pena,<br />

que ellos le sacarían de allí, mal que le pesase.<br />

Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían<br />

pensado para remedio de don <strong>Quijote</strong>, a lo<br />

menos para llevarle a su casa. A lo cual dijo


Dorotea que ella haría la doncella menesterosa<br />

mejor que el barbero, y más, que tenía allí vestidos<br />

con que hacerlo al natural, y que la dejasen<br />

el cargo de saber representar todo aquello<br />

que fuese menester para llevar adelante su intento,<br />

porque ella había leído muchos libros de<br />

caballerías y sabía bien el estilo que tenían las<br />

doncellas cuitadas cuando pedían sus dones a<br />

los andantes caballeros.<br />

-Pues no es menester más -dijo el cura- sino que<br />

luego se ponga por obra; que, sin duda, la buena<br />

suerte se muestra en favor nuestro, pues, tan<br />

sin pensarlo, a vosotros, señores, se os ha comenzado<br />

a abrir puerta para vuestro remedio y<br />

a nosotros se nos ha facilitado la que habíamos<br />

menester.<br />

Sacó luego Dorotea de su almohada una saya<br />

entera de cierta telilla rica y una mantellina de<br />

otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar<br />

y otras joyas, con que en un instante se adornó<br />

de manera que una rica y gran señora parecía.


Todo aquello, y más, dijo que había sacado de<br />

su casa para lo que se ofreciese, y que hasta<br />

entonces no se le había ofrecido ocasión de<br />

habello menester. A todos contentó en estremo<br />

su mucha gracia, donaire y hermosura, y confirmaron<br />

a don Fernando por de poco conocimiento,<br />

pues tanta belleza desechaba.<br />

Pero el que más se admiró fue Sancho Panza,<br />

por parecerle -como era así verdad- que en todos<br />

los días de su vida había visto tan hermosa<br />

criatura; y así, preguntó al cura con grande<br />

ahínco le dijese quién era aquella tan fermosa<br />

señora, y qué era lo que buscaba por aquellos<br />

andurriales.<br />

-Esta hermosa señora -respondió el cura-, Sancho<br />

hermano, es, como quien no dice nada, es<br />

la heredera por línea recta de varón del gran<br />

reino de Micomicón, la cual viene en busca de<br />

vuestro amo a pedirle un don, el cual es que le<br />

desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante<br />

le tiene fecho; y, a la fama que de buen caballe-


o vuestro amo tiene por todo lo descubierto,<br />

de Guinea ha venido a buscarle esta princesa.<br />

-Dichosa buscada y dichoso hallazgo -dijo a<br />

esta sazón Sancho Panza-, y más si mi amo es<br />

tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece<br />

ese tuerto, matando a ese hideputa dese<br />

gigante que vuestra merced dice; que sí matará<br />

si él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que<br />

contra las fantasmas no tiene mi señor poder<br />

alguno. Pero una cosa quiero suplicar a vuestra<br />

merced, entre otras, señor licenciado, y es que,<br />

porque a mi amo no le tome gana de ser arzobispo,<br />

que es lo que yo temo, que vuestra merced<br />

le aconseje que se case luego con esta princesa,<br />

y así quedará imposibilitado de recebir<br />

órdenes arzobispales y vendrá con facilidad a<br />

su imperio y yo al fin de mis deseos; que yo he<br />

mirado bien en ello y hallo por mi cuenta que<br />

no me está bien que mi amo sea arzobispo,<br />

porque yo soy inútil para la Iglesia, pues soy<br />

casado, y andarme ahora a traer dispensaciones


para poder tener renta por la Iglesia, teniendo,<br />

como tengo, mujer y hijos, sería nunca acabar.<br />

Así que, señor, todo el toque está en que mi<br />

amo se case luego con esta señora, que hasta<br />

ahora no sé su gracia, y así, no la llamo por su<br />

nombre.<br />

-Llámase -respondió el cura- la princesa Micomicona,<br />

porque, llamándose su reino Micomicón,<br />

claro está que ella se ha de llamar así.<br />

-No hay duda en eso -respondió Sancho-, que<br />

yo he visto a muchos tomar el apellido y alcurnia<br />

del lugar donde nacieron, llamándose Pedro<br />

de Alcalá, Juan de Úbeda y Diego de Valladolid;<br />

y esto mesmo se debe de usar allá en<br />

Guinea: tomar las reinas los nombres de sus<br />

reinos.<br />

-Así debe de ser -dijo el cura-; y en lo del casarse<br />

vuestro amo, yo haré en ello todos mis poderíos.


Con lo que quedó tan contento Sancho cuanto<br />

el cura admirado de su simplicidad, y de ver<br />

cuán encajados tenía en la fantasía los mesmos<br />

disparates que su amo, pues sin alguna duda se<br />

daba a entender que había de venir a ser emperador.<br />

Ya, en esto, se había puesto Dorotea sobre la<br />

mula del cura y el barbero se había acomodado<br />

al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a<br />

Sancho que los guiase adonde don <strong>Quijote</strong> estaba;<br />

al cual advirtieron que no dijese que conocía<br />

al licenciado ni al barbero, porque en no<br />

conocerlos consistía todo el toque de venir a ser<br />

emperador su amo; puesto que ni el cura ni<br />

Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le<br />

acordase a don <strong>Quijote</strong> la pendencia que con<br />

Cardenio había tenido, y el cura porque no era<br />

menester por entonces su presencia. Y así, los<br />

dejaron ir delante, y ellos los fueron siguiendo<br />

a pie, poco a poco. No dejó de avisar el cura lo<br />

que había de hacer Dorotea; a lo que ella dijo


que descuidasen, que todo se haría, sin faltar<br />

punto, como lo pedían y pintaban los libros de<br />

caballerías.<br />

Tres cuartos de legua habrían andado, cuando<br />

descubrieron a don <strong>Quijote</strong> entre unas intricadas<br />

peñas, ya vestido, aunque no armado; y, así<br />

como Dorotea le vio y fue informada de Sancho<br />

que aquél era don <strong>Quijote</strong>, dio del azote a su<br />

palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero.<br />

Y, en llegando junto a él, el escudero se arrojó<br />

de la mula y fue a tomar en los brazos a Dorotea,<br />

la cual, apeándose con grande desenvoltura,<br />

se fue a hincar de rodillas ante las de don<br />

<strong>Quijote</strong>; y, aunque él pugnaba por levantarla,<br />

ella, sin levantarse, le fabló en esta guisa:<br />

-De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado<br />

caballero!, fasta que la vuestra bondad y<br />

cortesía me otorgue un don, el cual redundará<br />

en honra y prez de vuestra persona, y en pro de<br />

la más desconsolada y agraviada doncella que<br />

el sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro


fuerte brazo corresponde a la voz de vuestra<br />

inmortal fama, obligado estáis a favorecer a la<br />

sin ventura que de tan lueñes tierras viene, al<br />

olor de vuestro famoso nombre, buscándoos<br />

para remedio de sus desdichas.<br />

-No os responderé palabra, fermosa señora -<br />

respondió don <strong>Quijote</strong>-, ni oiré más cosa de<br />

vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra.<br />

-No me levantaré, señor -respondió la afligida<br />

doncella-, si primero, por la vuestra cortesía, no<br />

me es otorgado el don que pido.<br />

-Yo vos le otorgo y concedo -respondió don<br />

<strong>Quijote</strong>-, como no se haya de cumplir en daño o<br />

mengua de mi rey, de mi patria y de aquella<br />

que de mi corazón y libertad tiene la llave.<br />

-No será en daño ni en mengua de los que<br />

decís, mi buen señor -replicó la dolorosa doncella.


Y, estando en esto, se llegó Sancho Panza al<br />

oído de su señor y muy pasito le dijo:<br />

-Bien puede vuestra merced, señor, concederle<br />

el don que pide, que no es cosa de nada: sólo es<br />

matar a un gigantazo, y esta que lo pide es la<br />

alta princesa Micomicona, reina del gran reino<br />

Micomicón de Etiopía.<br />

-Sea quien fuere -respondió don <strong>Quijote</strong>-, que<br />

yo haré lo que soy obligado y lo que me dicta<br />

mi conciencia, conforme a lo que profesado<br />

tengo.<br />

Y, volviéndose a la doncella, dijo:<br />

-La vuestra gran fermosura se levante, que yo<br />

le otorgo el don que pedirme quisiere.<br />

-Pues el que pido es -dijo la doncella- que la<br />

vuestra magnánima persona se venga luego<br />

conmigo donde yo le llevare, y me prometa que<br />

no se ha de entremeter en otra aventura ni de-


manda alguna hasta darme venganza de un<br />

traidor que, contra todo derecho divino y<br />

humano, me tiene usurpado mi reino.<br />

-Digo que así lo otorgo -respondió don <strong>Quijote</strong>-<br />

, y así podéis, señora, desde hoy más, desechar<br />

la malenconía que os fatiga y hacer que cobre<br />

nuevos bríos y fuerzas vuestra desmayada esperanza;<br />

que, con el ayuda de Dios y la de mi<br />

brazo, vos os veréis presto restituida en vuestro<br />

reino y sentada en la silla de vuestro antiguo y<br />

grande estado, a pesar y a despecho de los follones<br />

que contradecirlo quisieren. Y manos a<br />

labor, que en la tardanza dicen que suele estar<br />

el peligro.<br />

La menesterosa doncella pugnó, con mucha<br />

porfía, por besarle las manos, mas don <strong>Quijote</strong>,<br />

que en todo era comedido y cortés caballero,<br />

jamás lo consintió; antes, la hizo levantar y la<br />

abrazó con mucha cortesía y comedimiento, y<br />

mandó a Sancho que requiriese las cinchas a<br />

Rocinante y le armase luego al punto. Sancho


descolgó las armas, que, como trofeo, de un<br />

árbol estaban pendientes, y, requiriendo las<br />

cinchas, en un punto armó a su señor; el cual,<br />

viéndose armado, dijo:<br />

-Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a favorecer<br />

esta gran señora. Estábase el barbero aún<br />

de rodillas, teniendo gran cuenta de disimular<br />

la risa y de que no se le cayese la barba, con<br />

cuya caída quizá quedaran todos sin conseguir<br />

su buena intención; y, viendo que ya el don<br />

estaba concedido y con la diligencia que don<br />

<strong>Quijote</strong> se alistaba para ir a cumplirle, se levantó<br />

y tomó de la otra mano a su señora, y<br />

entre los dos la subieron en la mula. Luego subió<br />

don <strong>Quijote</strong> sobre Rocinante, y el barbero se<br />

acomodó en su cabalgadura, quedándose Sancho<br />

a pie, donde de nuevo se le renovó la<br />

pérdida del rucio, con la falta que entonces le<br />

hacía; mas todo lo llevaba con gusto, por parecerle<br />

que ya su señor estaba puesto en camino,<br />

y muy a pique, de ser emperador; porque sin


duda alguna pensaba que se había de casar con<br />

aquella princesa, y ser, por lo menos, rey de<br />

Micomicón. Sólo le daba pesadumbre el pensar<br />

que aquel reino era en tierra de negros, y que la<br />

gente que por sus vasallos le diesen habían de<br />

ser todos negros; a lo cual hizo luego en su<br />

imaginación un buen remedio, y díjose a sí<br />

mismo:<br />

-¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros?<br />

¿Habrá más que cargar con ellos y traerlos<br />

a España, donde los podré vender, y adonde<br />

me los pagarán de contado, de cuyo dinero<br />

podré comprar algún título o algún oficio con<br />

que vivir descansado todos los días de mi vida?<br />

¡No, sino dormíos, y no tengáis ingenio ni habilidad<br />

para disponer de las cosas y para vender<br />

treinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas!<br />

Par Dios que los he de volar, chico con grande,<br />

o como pudiere, y que, por negros que sean, los<br />

he de volver blancos o amarillos. ¡Llegaos, que<br />

me mamo el dedo!


Con esto, andaba tan solícito y tan contento que<br />

se le olvidaba la pesadumbre de caminar a pie.<br />

Todo esto miraban de entre unas breñas Cardenio<br />

y el cura, y no sabían qué hacerse para<br />

juntarse con ellos; pero el cura, que era gran<br />

tracista, imaginó luego lo que harían para conseguir<br />

lo que deseaban; y fue que con unas tijeras<br />

que traía en un estuche quitó con mucha<br />

presteza la barba a Cardenio, y vistióle un capotillo<br />

pardo que él traía y diole un herreruelo<br />

negro, y él se quedó en calzas y en jubón; y<br />

quedó tan otro de lo que antes parecía Cardenio,<br />

que él mesmo no se conociera, aunque a un<br />

espejo se mirara. Hecho esto, puesto ya que los<br />

otros habían pasado adelante en tanto que ellos<br />

se disfrazaron, con facilidad salieron al camino<br />

real antes que ellos, porque las malezas y malos<br />

pasos de aquellos lugares no concedían que<br />

anduviesen tanto los de a caballo como los de a<br />

pie. En efeto, ellos se pusieron en el llano, a la<br />

salida de la sierra, y, así como salió della don


<strong>Quijote</strong> y sus camaradas, el cura se le puso a<br />

mirar muy de espacio, dando señales de que le<br />

iba reconociendo; y, al cabo de haberle una<br />

buena pieza estado mirando, se fue a él abiertos<br />

los brazos y diciendo a voces:<br />

-Para bien sea hallado el espejo de la caballería,<br />

el mi buen compatriota don <strong>Quijote</strong> de la Mancha,<br />

la flor y la nata de la gentileza, el amparo y<br />

remedio de los menesterosos, la quintaesencia<br />

de los caballeros andantes.<br />

Y, diciendo esto, tenía abrazado por la rodilla<br />

de la pierna izquierda a don <strong>Quijote</strong>; el cual,<br />

espantado de lo que veía y oía decir y hacer<br />

aquel hombre, se le puso a mirar con atención,<br />

y, al fin, le conoció y quedó como espantado de<br />

verle, y hizo grande fuerza por apearse; mas el<br />

cura no lo consintió, por lo cual don <strong>Quijote</strong><br />

decía:<br />

-Déjeme vuestra merced, señor licenciado, que<br />

no es razón que yo esté a caballo, y una tan


everenda persona como vuestra merced esté a<br />

pie.<br />

-Eso no consentiré yo en ningún modo -dijo el<br />

cura-: estése la vuestra grandeza a caballo, pues<br />

estando a caballo acaba las mayores fazañas y<br />

aventuras que en nuestra edad se han visto;<br />

que a mí, aunque indigno sacerdote, bastaráme<br />

subir en las ancas de una destas mulas destos<br />

señores que con vuestra merced caminan, si no<br />

lo han por enojo. Y aun haré cuenta que voy<br />

caballero sobre el caballo Pegaso, o sobre la<br />

cebra o alfana en que cabalgaba aquel famoso<br />

moro Muzaraque, que aún hasta ahora yace<br />

encantado en la gran cuesta Zulema, que dista<br />

poco de la gran Compluto.<br />

-Aún no caía yo en tanto, mi señor licenciado -<br />

respondió don <strong>Quijote</strong>-; y yo sé que mi señora<br />

la princesa será servida, por mi amor, de mandar<br />

a su escudero dé a vuestra merced la silla<br />

de su mula, que él podrá acomodarse en las<br />

ancas, si es que ella las sufre.


-Sí sufre, a lo que yo creo -respondió la princesa-;<br />

y también sé que no será menester mandárselo<br />

al señor mi escudero, que él es tan cortés y<br />

tan cortesano que no consentirá que una persona<br />

eclesiástica vaya a pie, pudiendo ir a caballo.<br />

-Así es -respondió el barbero.<br />

Y, apeándose en un punto, convidó al cura con<br />

la silla, y él la tomó sin hacerse mucho de rogar.<br />

Y fue el mal que al subir a las ancas el barbero,<br />

la mula, que, en efeto, era de alquiler, que para<br />

decir que era mala esto basta, alzó un poco los<br />

cuartos traseros y dio dos coces en el aire, que,<br />

a darlas en el pecho de maese Nicolás, o en la<br />

cabeza, él diera al diablo la venida por don<br />

<strong>Quijote</strong>. Con todo eso, le sobresaltaron de manera<br />

que cayó en el suelo, con tan poco cuidado<br />

de las barbas, que se le cayeron en el suelo; y,<br />

como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio sino<br />

acudir a cubrirse el rostro con ambas manos y a<br />

quejarse que le habían derribado las muelas.<br />

<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong>, como vio todo aquel mazo de


arbas, sin quijadas y sin sangre, lejos del rostro<br />

del escudero caído, dijo:<br />

-¡Vive Dios, que es gran milagro éste! ¡Las barbas<br />

le ha derribado y arrancado del rostro, como<br />

si las quitaran aposta!<br />

El cura, que vio el peligro que corría su invención<br />

de ser descubierta, acudió luego a las barbas<br />

y fuese con ellas adonde yacía maese Nicolás,<br />

dando aún voces todavía, y de un golpe,<br />

llegándole la cabeza a su pecho, se las puso,<br />

murmurando sobre él unas palabras, que dijo<br />

que era cierto ensalmo apropiado para pegar<br />

barbas, como lo verían; y, cuando se las tuvo<br />

puestas, se apartó, y quedó el escudero tan bien<br />

barbado y tan sano como de antes, de que se<br />

admiró don <strong>Quijote</strong> sobremanera, y rogó al<br />

cura que cuando tuviese lugar le enseñase<br />

aquel ensalmo; que él entendía que su virtud a<br />

más que pegar barbas se debía de estender,<br />

pues estaba claro que de donde las barbas se<br />

quitasen había de quedar la carne llagada y


maltrecha, y que, pues todo lo sanaba, a más<br />

que barbas aprovechaba.<br />

-Así es -dijo el cura, y prometió de enseñársele<br />

en la primera ocasión.<br />

Concertáronse que por entonces subiese el cura,<br />

y a trechos se fuesen los tres mudando, hasta<br />

que llegasen a la venta, que estaría hasta dos<br />

leguas de allí. Puestos los tres a caballo, es a<br />

saber, don <strong>Quijote</strong>, la princesa y el cura, y los<br />

tres a pie, Cardenio, el barbero y Sancho Panza,<br />

don <strong>Quijote</strong> dijo a la doncella:<br />

-Vuestra grandeza, señora mía, guíe por donde<br />

más gusto le diere.<br />

Y, antes que ella respondiese, dijo el licenciado:<br />

-¿Hacia qué reino quiere guiar la vuestra señoría?<br />

¿Es, por ventura, hacia el de Micomicón?;<br />

que sí debe de ser, o yo sé poco de reinos.


Ella, que estaba bien en todo, entendió que había<br />

de responder que sí; y así, dijo:<br />

-Sí, señor, hacia ese reino es mi camino.<br />

-Si así es -dijo el cura-, por la mitad de mi pueblo<br />

hemos de pasar, y de allí tomará vuestra<br />

merced la derrota de Cartagena, donde se<br />

podrá embarcar con la buena ventura; y si hay<br />

viento próspero, mar tranquilo y sin borrasca,<br />

en poco menos de nueve años se podrá estar a<br />

vista de la gran laguna Meona, digo, Meótides,<br />

que está poco más de cien jornadas más acá del<br />

reino de vuestra grandeza.<br />

-Vuestra merced está engañado, señor mío -dijo<br />

ella-, porque no ha dos años que yo partí dél, y<br />

en verdad que nunca tuve buen tiempo, y, con<br />

todo eso, he llegado a ver lo que tanto deseaba,<br />

que es al señor don <strong>Quijote</strong> de la Mancha, cuyas<br />

nuevas llegaron a mis oídos así como puse<br />

los pies en España, y ellas me movieron a bus-


carle, para encomendarme en su cortesía y fiar<br />

mi justicia del valor de su invencible brazo.<br />

-No más: cesen mis alabanzas -dijo a esta sazón<br />

don <strong>Quijote</strong>-, porque soy enemigo de todo<br />

género de adulación; y, aunque ésta no lo sea,<br />

todavía ofenden mis castas orejas semejantes<br />

pláticas. Lo que yo sé decir, señora mía, que ora<br />

tenga valor o no, el que tuviere o no tuviere se<br />

ha de emplear en vuestro servicio hasta perder<br />

la vida; y así, dejando esto para su tiempo, ruego<br />

al señor licenciado me diga qué es la causa<br />

que le ha traído por estas partes, tan solo, y tan<br />

sin criados, y tan a la ligera, que me pone espanto.<br />

-A eso yo responderé con brevedad -respondió<br />

el cura-, porque sabrá vuestra merced, señor<br />

don <strong>Quijote</strong>, que yo y maese Nicolás, nuestro<br />

amigo y nuestro barbero, íbamos a Sevilla a<br />

cobrar cierto dinero que un pariente mío que ha<br />

muchos años que pasó a Indias me había enviado,<br />

y no tan pocos que no pasan de sesenta


mil pesos ensayados, que es otro que tal; y, pasando<br />

ayer por estos lugares, nos salieron al<br />

encuentro cuatro salteadores y nos quitaron<br />

hasta las barbas; y de modo nos las quitaron,<br />

que le convino al barbero ponérselas postizas; y<br />

aun a este mancebo que aquí va -señalando a<br />

Cardenio- le pusieron como de nuevo. Y es lo<br />

bueno que es pública fama por todos estos contornos<br />

que los que nos saltearon son de unos<br />

galeotes que dicen que libertó, casi en este<br />

mesmo sitio, un hombre tan valiente que, a<br />

pesar del comisario y de las guardas, los soltó a<br />

todos; y, sin duda alguna, él debía de estar fuera<br />

de juicio, o debe de ser tan grande bellaco<br />

como ellos, o algún hombre sin alma y sin conciencia,<br />

pues quiso soltar al lobo entre las ovejas,<br />

a la raposa entre las gallinas, a la mosca<br />

entre la miel; quiso defraudar la justicia, ir contra<br />

su rey y señor natural, pues fue contra sus<br />

justos mandamientos. Quiso, digo, quitar a las<br />

galeras sus pies, poner en alboroto a la Santa<br />

Hermandad, que había muchos años que repo-


saba; quiso, finalmente, hacer un hecho por<br />

donde se pierda su alma y no se gane su cuerpo.<br />

Habíales contado Sancho al cura y al barbero la<br />

aventura de los galeotes, que acabó su amo con<br />

tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano el<br />

cura refiriéndola, por ver lo que hacía o decía<br />

don <strong>Quijote</strong>; al cual se le mudaba la color a cada<br />

palabra, y no osaba decir que él había sido el<br />

libertador de aquella buena gente.<br />

-Éstos, pues -dijo el cura-, fueron los que nos<br />

robaron; que Dios, por su misericordia, se lo<br />

perdone al que no los dejó llevar al debido suplicio.


Capítulo XXX<br />

Que trata del gracioso artificio y orden que se<br />

tuvo en sacar a nuestro enamorado caballero<br />

de la asperísima penitencia en que se había<br />

puesto<br />

No hubo bien acabado el cura, cuando Sancho<br />

dijo:<br />

-Pues mía fe, señor licenciado, el que hizo esa<br />

fazaña fue mi amo, y no porque yo no le dije<br />

antes y le avisé que mirase lo que hacía, y que<br />

era pecado darles libertad, porque todos iban<br />

allí por grandísimos bellacos.<br />

-¡Majadero! -dijo a esta sazón don <strong>Quijote</strong>-, a<br />

los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar<br />

si los afligidos, encadenados y opresos<br />

que encuentran por los caminos van de aquella<br />

manera, o están en aquella angustia, por sus<br />

culpas o por sus gracias; sólo le toca ayudarles<br />

como a menesterosos, poniendo los ojos en sus


penas y no en sus bellaquerías. Yo topé un rosario<br />

y sarta de gente mohína y desdichada, y<br />

hice con ellos lo que mi religión me pide, y lo<br />

demás allá se avenga; y a quien mal le ha parecido,<br />

salvo la santa dignidad del señor licenciado<br />

y su honrada persona, digo que sabe poco<br />

de achaque de caballería, y que miente como un<br />

hideputa y mal nacido; y esto le haré conocer<br />

con mi espada, donde más largamente se contiene.<br />

Y esto dijo afirmándose en los estribos y calándose<br />

el morrión; porque la bacía de barbero,<br />

que a su cuenta era el yelmo de Mambrino,<br />

llevaba colgado del arzón delantero, hasta adobarla<br />

del mal tratamiento que la hicieron los<br />

galeotes.<br />

Dorotea, que era discreta y de gran donaire,<br />

como quien ya sabía el menguado humor de<br />

don <strong>Quijote</strong> y que todos hacían burla dél, sino<br />

Sancho Panza, no quiso ser para menos, y,<br />

viéndole tan enojado, le dijo:


-Señor caballero, miémbresele a la vuestra merced<br />

el don que me tiene prometido, y que, conforme<br />

a él, no puede entremeterse en otra aventura,<br />

por urgente que sea; sosiegue vuestra<br />

merced el pecho, que si el señor licenciado supiera<br />

que por ese invicto brazo habían sido librados<br />

los galeotes, él se diera tres puntos en la<br />

boca, y aun se mordiera tres veces la lengua,<br />

antes que haber dicho palabra que en despecho<br />

de vuestra merced redundara.<br />

-Eso juro yo bien -dijo el cura-, y aun me hubiera<br />

quitado un bigote.<br />

-Yo callaré, señora mía -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y<br />

reprimiré la justa cólera que ya en mi pecho se<br />

había levantado, y iré quieto y pacífico hasta<br />

tanto que os cumpla el don prometido; pero, en<br />

pago deste buen deseo, os suplico me digáis, si<br />

no se os hace de mal, cuál es la vuestra cuita y<br />

cuántas, quiénes y cuáles son las personas de<br />

quien os tengo de dar debida, satisfecha y entera<br />

venganza.


-Eso haré yo de gana -respondió Dorotea-, si es<br />

que no os enfadan oír lástimas y desgracias.<br />

-No enfadará, señora mía -respondió don <strong>Quijote</strong>.<br />

A lo que respondió Dorotea:<br />

-Pues así es, esténme vuestras mercedes atentos.<br />

No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y el<br />

barbero se le pusieron al lado, deseosos de ver<br />

cómo fingía su historia la discreta Dorotea; y lo<br />

mismo hizo Sancho, que tan engañado iba con<br />

ella como su amo. Y ella, después de haberse<br />

puesto bien en la silla y prevenídose con toser y<br />

hacer otros ademanes, con mucho donaire, comenzó<br />

a decir desta manera:<br />

-«Primeramente, quiero que vuestras mercedes<br />

sepan, señores míos, que a mí me llaman...»


Y detúvose aquí un poco, porque se le olvidó el<br />

nombre que el cura le había puesto; pero él<br />

acudió al remedio, porque entendió en lo que<br />

reparaba, y dijo:<br />

-No es maravilla, señora mía, que la vuestra<br />

grandeza se turbe y empache contando sus<br />

desventuras, que ellas suelen ser tales, que muchas<br />

veces quitan la memoria a los que maltratan,<br />

de tal manera que aun de sus mesmos<br />

nombres no se les acuerda, como han hecho con<br />

vuestra gran señoría, que se ha olvidado que se<br />

llama la princesa Micomicona, legítima heredera<br />

del gran reino Micomicón; y con este apuntamiento<br />

puede la vuestra grandeza reducir<br />

ahora fácilmente a su lastimada memoria todo<br />

aquello que contar quisiere.<br />

-Así es la verdad -respondió la doncella-, y<br />

desde aquí adelante creo que no será menester<br />

apuntarme nada, que yo saldré a buen puerto<br />

con mi verdadera historia. «La cual es que el<br />

rey mi padre, que se llama Tinacrio el Sabidor,


fue muy docto en esto que llaman el arte mágica,<br />

y alcanzó por su ciencia que mi madre, que<br />

se llamaba la reina Jaramilla, había de morir<br />

primero que él, y que de allí a poco tiempo él<br />

también había de pasar desta vida y yo había<br />

de quedar huérfana de padre y madre. Pero<br />

decía él que no le fatigaba tanto esto cuanto le<br />

ponía en confusión saber, por cosa muy cierta,<br />

que un descomunal gigante, señor de una<br />

grande ínsula, que casi alinda con nuestro reino,<br />

llamado Pandafilando de la Fosca Vista<br />

(porque es cosa averiguada que, aunque tiene<br />

los ojos en su lugar y derechos, siempre mira al<br />

revés, como si fuese bizco, y esto lo hace él de<br />

maligno y por poner miedo y espanto a los que<br />

mira); digo que supo que este gigante, en sabiendo<br />

mi orfandad, había de pasar con gran<br />

poderío sobre mi reino y me lo había de quitar<br />

todo, sin dejarme una pequeña aldea donde me<br />

recogiese; pero que podía escusar toda esta<br />

ruina y desgracia si yo me quisiese casar con él;<br />

mas, a lo que él entendía, jamás pensaba que


me vendría a mí en voluntad de hacer tan desigual<br />

casamiento; y dijo en esto la pura verdad,<br />

porque jamás me ha pasado por el pensamiento<br />

casarme con aquel gigante, pero ni con otro<br />

alguno, por grande y desaforado que fuese.<br />

Dijo también mi padre que, después que él fuese<br />

muerto y viese yo que Pandafilando comenzaba<br />

a pasar sobre mi reino, que no aguardase a<br />

ponerme en defensa, porque sería destruirme,<br />

sino que libremente le dejase desembarazado el<br />

reino, si quería escusar la muerte y total destruición<br />

de mis buenos y leales vasallos, porque<br />

no había de ser posible defenderme de la endiablada<br />

fuerza del gigante; sino que luego, con<br />

algunos de los míos, me pusiese en camino de<br />

las Españas, donde hallaría el remedio de mis<br />

males hallando a un caballero andante, cuya<br />

fama en este tiempo se estendería por todo este<br />

reino, el cual se había de llamar, si mal no me<br />

acuerdo, don Azote o don Gigote.»


-<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> diría, señora -dijo a esta sazón<br />

Sancho Panza-, o, por otro nombre, el Caballero<br />

de la Triste Figura.<br />

-Así es la verdad -dijo Dorotea-. «Dijo más: que<br />

había de ser alto de cuerpo, seco de rostro, y<br />

que en el lado derecho, debajo del hombro izquierdo,<br />

o por allí junto, había de tener un lunar<br />

pardo con ciertos cabellos a manera de cerdas.»<br />

En oyendo esto don <strong>Quijote</strong>, dijo a su escudero:<br />

-Ten aquí, Sancho, hijo, ayúdame a desnudar,<br />

que quiero ver si soy el caballero que aquel<br />

sabio rey dejó profetizado.<br />

-Pues, ¿para qué quiere vuestra merced desnudarse?<br />

-dijo Dorotea.<br />

-Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre<br />

dijo -respondió don <strong>Quijote</strong>.


-No hay para qué desnudarse -dijo Sancho-,<br />

que yo sé que tiene vuestra merced un lunar<br />

desas señas en la mitad del espinazo, que es<br />

señal de ser hombre fuerte.<br />

-Eso basta -dijo Dorotea-, porque con los amigos<br />

no se ha de mirar en pocas cosas, y que esté<br />

en el hombro o que esté en el espinazo, importa<br />

poco; basta que haya lunar, y esté donde estuviere,<br />

pues todo es una mesma carne; y, sin<br />

duda, acertó mi buen padre en todo, y yo he<br />

acertado en encomendarme al señor don <strong>Quijote</strong>,<br />

que él es por quien mi padre dijo, pues las<br />

señales del rostro vienen con las de la buena<br />

fama que este caballero tiene no sólo en España,<br />

pero en toda la Mancha, pues apenas me hube<br />

desembarcado en Osuna, cuando oí decir tantas<br />

hazañas suyas, que luego me dio el alma que<br />

era el mesmo que venía a buscar.<br />

-Pues, ¿cómo se desembarcó vuestra merced en<br />

Osuna, señora mía -preguntó don <strong>Quijote</strong>-, si<br />

no es puerto de mar?


Mas, antes que Dorotea respondiese, tomó el<br />

cura la mano y dijo:<br />

-Debe de querer decir la señora princesa que,<br />

después que desembarcó en Málaga, la primera<br />

parte donde oyó nuevas de vuestra merced fue<br />

en Osuna.<br />

-Eso quise decir -dijo Dorotea.<br />

-Y esto lleva camino -dijo el cura-, y prosiga<br />

vuestra majestad adelante.<br />

-No hay que proseguir -respondió Dorotea-,<br />

sino que, finalmente, mi suerte ha sido tan<br />

buena en hallar al señor don <strong>Quijote</strong>, que ya me<br />

cuento y tengo por reina y señora de todo mi<br />

reino, pues él, por su cortesía y magnificencia,<br />

me ha prometido el don de irse conmigo dondequiera<br />

que yo le llevare, que no será a otra<br />

parte que a ponerle delante de Pandafilando de<br />

la Fosca Vista, para que le mate y me restituya<br />

lo que tan contra razón me tiene usurpado: que


todo esto ha de suceder a pedir de boca, pues<br />

así lo dejó profetizado Tinacrio el Sabidor, mi<br />

buen padre; el cual también dejó dicho y escrito<br />

en letras caldeas, o griegas, que yo no las sé<br />

leer, que si este caballero de la profecía, después<br />

de haber degollado al gigante, quisiese<br />

casarse conmigo, que yo me otorgase luego sin<br />

réplica alguna por su legítima esposa, y le diese<br />

la posesión de mi reino, junto con la de mi persona.<br />

-¿Qué te parece, Sancho amigo? -dijo a este<br />

punto don <strong>Quijote</strong>-. ¿No oyes lo que pasa? ¿No<br />

te lo dije yo? Mira si tenemos ya reino que<br />

mandar y reina con quien casar.<br />

-¡Eso juro yo -dijo Sancho- para el puto que no<br />

se casare en abriendo el gaznatico al señor<br />

Pandahilado! Pues, ¡monta que es mala la reina!<br />

¡Así se me vuelvan las pulgas de la cama!<br />

Y, diciendo esto, dio dos zapatetas en el aire,<br />

con muestras de grandísimo contento, y luego


fue a tomar las riendas de la mula de Dorotea,<br />

y, haciéndola detener, se hincó de rodillas ante<br />

ella, suplicándole le diese las manos para<br />

besárselas, en señal que la recibía por su reina y<br />

señora.<br />

¿Quién no había de reír de los circustantes,<br />

viendo la locura del amo y la simplicidad del<br />

criado? En efecto, Dorotea se las dio, y le prometió<br />

de hacerle gran señor en su reino, cuando<br />

el cielo le hiciese tanto bien que se lo dejase<br />

cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho con tales<br />

palabras que renovó la risa en todos.<br />

-Ésta, señores -prosiguió Dorotea-, es mi historia:<br />

sólo resta por deciros que de cuanta gente<br />

de acompañamiento saqué de mi reino no me<br />

ha quedado sino sólo este buen barbado escudero,<br />

porque todos se anegaron en una gran<br />

borrasca que tuvimos a vista del puerto, y él y<br />

yo salimos en dos tablas a tierra, como por milagro;<br />

y así, es todo milagro y misterio el discurso<br />

de mi vida, como lo habréis notado. Y si


en alguna cosa he andado demasiada, o no tan<br />

acertada como debiera, echad la culpa a lo que<br />

el señor licenciado dijo al principio de mi cuento:<br />

que los trabajos continuos y extraordinarios<br />

quitan la memoria al que los padece.<br />

-Ésa no me quitarán a mí, ¡oh alta y valerosa<br />

señora! -dijo don <strong>Quijote</strong>-, cuantos yo pasare en<br />

serviros, por grandes y no vistos que sean; y<br />

así, de nuevo confirmo el don que os he prometido,<br />

y juro de ir con vos al cabo del mundo,<br />

hasta verme con el fiero enemigo vuestro, a<br />

quien pienso, con el ayuda de Dios y de mi<br />

brazo, tajar la cabeza soberbia con los filos desta...<br />

no quiero decir buena espada, merced a<br />

Ginés de Pasamonte, que me llevó la mía.<br />

Esto dijo entre dientes, y prosiguió diciendo:<br />

-Y después de habérsela tajado y puéstoos en<br />

pacífica posesión de vuestro estado, quedará a<br />

vuestra voluntad hacer de vuestra persona lo<br />

que más en talante os viniere; porque, mientras


que yo tuviere ocupada la memoria y cautiva la<br />

voluntad, perdido el entendimiento, a aquella...,<br />

y no digo más, no es posible que yo arrostre,<br />

ni por pienso, el casarme, aunque fuese con<br />

el ave fénix.<br />

Parecióle tan mal a Sancho lo que últimamente<br />

su amo dijo acerca de no querer casarse, que,<br />

con grande enojo, alzando la voz, dijo:<br />

-Voto a mí, y juro a mí, que no tiene vuestra<br />

merced, señor don <strong>Quijote</strong>, cabal juicio. Pues,<br />

¿cómo es posible que pone vuestra merced en<br />

duda el casarse con tan alta princesa como<br />

aquésta? ¿Piensa que le ha de ofrecer la fortuna,<br />

tras cada cantillo, semejante ventura como la<br />

que ahora se le ofrece? ¿Es, por dicha, más<br />

hermosa mi señora Dulcinea? No, por cierto, ni<br />

aun con la mitad, y aun estoy por decir que no<br />

llega a su zapato de la que está delante. Así,<br />

noramala alcanzaré yo el condado que espero,<br />

si vuestra merced se anda a pedir cotufas en el<br />

golfo. Cásese, cásese luego, encomiéndole yo a


Satanás, y tome ese reino que se le viene a las<br />

manos de vobis, vobis, y, en siendo rey, hágame<br />

marqués o adelantado, y luego, siquiera se<br />

lo lleve el diablo todo.<br />

<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong>, que tales blasfemias oyó decir<br />

contra su señora Dulcinea, no lo pudo sufrir, y,<br />

alzando el lanzón, sin hablalle palabra a Sancho<br />

y sin decirle esta boca es mía, le dio tales dos<br />

palos que dio con él en tierra; y si no fuera porque<br />

Dorotea le dio voces que no le diera más,<br />

sin duda le quitara allí la vida.<br />

-¿Pensáis -le dijo a cabo de rato-, villano ruin,<br />

que ha de haber lugar siempre para ponerme la<br />

mano en la horcajadura, y que todo ha de ser<br />

errar vos y perdonaros yo? Pues no lo penséis,<br />

bellaco descomulgado, que sin duda lo estás,<br />

pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea.<br />

¿Y no sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si<br />

no fuese por el valor que ella infunde en mi<br />

brazo, que no le tendría yo para matar una pulga?<br />

Decid, socarrón de lengua viperina, ¿y


quién pensáis que ha ganado este reino y cortado<br />

la cabeza a este gigante, y héchoos a vos<br />

marqués, que todo esto doy ya por hecho y por<br />

cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de<br />

Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento<br />

de sus hazañas? Ella pelea en mí, y vence en mí,<br />

y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser.<br />

¡Oh hideputa bellaco, y cómo sois desagradecido:<br />

que os veis levantado del polvo de la tierra<br />

a ser señor de título, y correspondéis a tan buena<br />

obra con decir mal de quien os la hizo!<br />

No estaba tan maltrecho Sancho que no oyese<br />

todo cuanto su amo le decía, y, levantándose<br />

con un poco de presteza, se fue a poner detrás<br />

del palafrén de Dorotea, y desde allí dijo a su<br />

amo:<br />

-Dígame, señor: si vuestra merced tiene determinado<br />

de no casarse con esta gran princesa,<br />

claro está que no será el reino suyo; y, no siéndolo,<br />

¿qué mercedes me puede hacer? Esto es<br />

de lo que yo me quejo; cásese vuestra merced


una por una con esta reina, ahora que la tenemos<br />

aquí como llovida del cielo, y después<br />

puede volverse con mi señora Dulcinea; que<br />

reyes debe de haber habido en el mundo que<br />

hayan sido amancebados. En lo de la hermosura<br />

no me entremeto; que, en verdad, si va a<br />

decirla, que entrambas me parecen bien, puesto<br />

que yo nunca he visto a la señora Dulcinea.<br />

-¿Cómo que no la has visto, traidor blasfemo? -<br />

dijo don <strong>Quijote</strong>-. Pues, ¿no acabas de traerme<br />

ahora un recado de su parte?<br />

-Digo que no la he visto tan despacio -dijo Sancho-<br />

que pueda haber notado particularmente<br />

su hermosura y sus buenas partes punto por<br />

punto; pero así, a bulto, me parece bien.<br />

-Ahora te disculpo -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y perdóname<br />

el enojo que te he dado, que los primeros<br />

movimientos no son en manos de los hombres.


-Ya yo lo veo -respondió Sancho-; y así, en mí la<br />

gana de hablar siempre es primero movimiento,<br />

y no puedo dejar de decir, por una vez siquiera,<br />

lo que me viene a la lengua.<br />

-Con todo eso -dijo don <strong>Quijote</strong>-, mira, Sancho,<br />

lo que hablas, porque tantas veces va el cantarillo<br />

a la fuente..., y no te digo más.<br />

-Ahora bien -respondió Sancho-, Dios está en el<br />

cielo, que ve las trampas, y será juez de quién<br />

hace más mal: yo en no hablar bien, o vuestra<br />

merced en obrallo.<br />

-No haya más -dijo Dorotea-: corred, Sancho, y<br />

besad la mano a vuestro señor, y pedilde<br />

perdón, y de aquí adelante andad más atentado<br />

en vuestras alabanzas y vituperios, y no digáis<br />

mal de aquesa señora Tobosa, a quien yo no<br />

conozco si no es para servilla, y tened confianza<br />

en Dios, que no os ha de faltar un estado donde<br />

viváis como un príncipe.


Fue Sancho cabizbajo y pidió la mano a su señor,<br />

y él se la dio con reposado continente; y,<br />

después que se la hubo besado, le echó la bendición,<br />

y dijo a Sancho que se adelantasen un<br />

poco, que tenía que preguntalle y que departir<br />

con él cosas de mucha importancia. Hízolo así<br />

Sancho y apartáronse los dos algo adelante, y<br />

díjole don <strong>Quijote</strong>:<br />

-Después que veniste, no he tenido lugar ni<br />

espacio para preguntarte muchas cosas de particularidad<br />

acerca de la embajada que llevaste y<br />

de la respuesta que trujiste; y ahora, pues la<br />

fortuna nos ha concedido tiempo y lugar, no<br />

me niegues tú la ventura que puedes darme<br />

con tan buenas nuevas.<br />

-Pregunte vuestra merced lo que quisiere -<br />

respondió Sancho-, que a todo daré tan buena<br />

salida como tuve la entrada. Pero suplico a<br />

vuestra merced, señor mío, que no sea de aquí<br />

adelante tan vengativo.


-¿Por qué lo dices, Sancho? -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Dígolo -respondió- porque estos palos de agora<br />

más fueron por la pendencia que entre los<br />

dos trabó el diablo la otra noche, que por lo que<br />

dije contra mi señora Dulcinea, a quien amo y<br />

reverencio como a una reliquia, aunque en ella<br />

no lo haya, sólo por ser cosa de vuestra merced.<br />

-No tornes a esas pláticas, Sancho, por tu vida -<br />

dijo don <strong>Quijote</strong>-, que me dan pesadumbre; ya<br />

te perdoné entonces, y bien sabes tú que suele<br />

decirse: a pecado nuevo, penitencia nueva.<br />

En tanto que los dos iban en estas pláticas, dijo<br />

el cura a Dorotea que había andado muy discreta,<br />

así en el cuento como en la brevedad dél,<br />

y en la similitud que tuvo con los de los libros<br />

de caballerías. Ella dijo que muchos ratos se<br />

había entretenido en leellos, pero que no sabía<br />

ella dónde eran las provincias ni puertos de<br />

mar, y que así había dicho a tiento que se había<br />

desembarcado en Osuna.


-Yo lo entendí así -dijo el cura-, y por eso acudí<br />

luego a decir lo que dije, con que se acomodó<br />

todo. Pero, ¿no es cosa estraña ver con cuánta<br />

facilidad cree este desventurado hidalgo todas<br />

estas invenciones y mentiras, sólo porque llevan<br />

el estilo y modo de las necedades de sus<br />

libros?<br />

-Sí es -dijo Cardenio-, y tan rara y nunca vista,<br />

que yo no sé si queriendo inventarla y fabricarla<br />

mentirosamente, hubiera tan agudo ingenio<br />

que pudiera dar en ella.<br />

-Pues otra cosa hay en ello -dijo el cura-: que<br />

fuera de las simplicidades que este buen hidalgo<br />

dice tocantes a su locura, si le tratan de otras<br />

cosas, discurre con bonísimas razones y muestra<br />

tener un entendimiento claro y apacible en<br />

todo. De manera que, como no le toquen en sus<br />

caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino<br />

por de muy buen entendimiento.


En tanto que ellos iban en esta conversación,<br />

prosiguió don <strong>Quijote</strong> con la suya y dijo a Sancho:<br />

-Echemos, Panza amigo, pelillos a la mar en<br />

esto de nuestras pendencias, y dime ahora, sin<br />

tener cuenta con enojo ni rencor alguno:<br />

¿Dónde, cómo y cuándo hallaste a Dulcinea?<br />

¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respondió?<br />

¿Qué rostro hizo cuando leía mi carta? ¿Quién<br />

te la trasladó? Y todo aquello que vieres que en<br />

este caso es digno de saberse, de preguntarse y<br />

satisfacerse, sin que añadas o mientas por darme<br />

gusto, ni menos te acortes por no quitármele.<br />

-Señor -respondió Sancho-, si va a decir la verdad,<br />

la carta no me la trasladó nadie, porque yo<br />

no llevé carta alguna.<br />

-Así es como tú dices -dijo don <strong>Quijote</strong>-, porque<br />

el librillo de memoria donde yo la escribí le<br />

hallé en mi poder a cabo de dos días de tu par-


tida, lo cual me causó grandísima pena, por no<br />

saber lo que habías tú de hacer cuando te vieses<br />

sin carta, y creí siempre que te volvieras desde<br />

el lugar donde la echaras menos.<br />

-Así fuera -respondió Sancho-, si no la hubiera<br />

yo tomado en la memoria cuando vuestra merced<br />

me la leyó, de manera que se la dije a un<br />

sacristán, que me la trasladó del entendimiento,<br />

tan punto por punto, que dijo que en todos los<br />

días de su vida, aunque había leído muchas<br />

cartas de descomunión, no había visto ni leído<br />

tan linda carta como aquélla.<br />

-Y ¿tiénesla todavía en la memoria, Sancho? -<br />

dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

-No, señor -respondió Sancho-, porque después<br />

que la di, como vi que no había de ser de más<br />

provecho, di en olvidalla. Y si algo se me<br />

acuerda, es aquello del sobajada, digo, del soberana<br />

señora, y lo último: Vuestro hasta la<br />

muerte, el Caballero de la Triste Figura. Y, en


medio destas dos cosas, le puse más de trecientas<br />

almas, y vidas, y ojos míos.


Capítulo XXXI<br />

De los sabrosos razonamientos que pasaron<br />

entre don <strong>Quijote</strong> y Sancho Panza, su escudero,<br />

con otros sucesos<br />

-Todo eso no me descontenta; prosigue adelante<br />

-dijo don <strong>Quijote</strong>-.<br />

Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura?<br />

A buen seguro que la hallaste ensartando<br />

perlas, o bordando alguna empresa con<br />

oro de cañutillo para este su cautivo caballero.<br />

-No la hallé -respondió Sancho- sino ahechando<br />

dos hanegas de trigo en un corral de su casa.<br />

-Pues haz cuenta -dijo don <strong>Quijote</strong>- que los<br />

granos de aquel trigo eran granos de perlas,<br />

tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el<br />

trigo ¿era candeal, o trechel?<br />

-No era sino rubión -respondió Sancho.


-Pues yo te aseguro -dijo don <strong>Quijote</strong>- que, ahechado<br />

por sus manos, hizo pan candeal, sin<br />

duda alguna. Pero pasa adelante: cuando le<br />

diste mi carta, ¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza?<br />

¿Hizo alguna ceremonia digna de tal carta,<br />

o qué hizo?<br />

-Cuando yo se la iba a dar -respondió Sancho-,<br />

ella estaba en la fuga del meneo de una buena<br />

parte de trigo que tenía en la criba, y díjome:<br />

Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la<br />

puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que<br />

aquí está.<br />

-¡Discreta señora! -dijo don <strong>Quijote</strong>-. Eso debió<br />

de ser por leerla despacio y recrearse con ella.<br />

Adelante, Sancho: y, en tanto que estaba en su<br />

menester, ¿qué coloquios pasó contigo? ¿Qué te<br />

preguntó de mí? Y tú, ¿qué le respondiste?<br />

Acaba, cuéntamelo todo; no se te quede en el<br />

tintero una mínima.


-Ella no me preguntó nada -dijo Sancho-, mas<br />

yo le dije de la manera que vuestra merced, por<br />

su servicio, quedaba haciendo penitencia, desnudo<br />

de la cintura arriba, metido entre estas<br />

sierras como si fuera salvaje, durmiendo en el<br />

suelo, sin comer pan a manteles ni sin peinarse<br />

la barba, llorando y maldiciendo su fortuna.<br />

-En decir que maldecía mi fortuna dijiste mal -<br />

dijo don <strong>Quijote</strong>-, porque antes la bendigo y<br />

bendeciré todos los días de mi vida, por<br />

haberme hecho digno de merecer amar tan alta<br />

señora como Dulcinea del Toboso.<br />

-Tan alta es -respondió Sancho-, que a buena fe<br />

que me lleva a mí más de un coto.<br />

-Pues, ¿cómo, Sancho? -dijo don <strong>Quijote</strong>-. ¿Haste<br />

medido tú con ella?<br />

-Medíme en esta manera -respondió Sancho-:<br />

que, llegándole a ayudar a poner un costal de<br />

trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos que


eché de ver que me llevaba más de un gran<br />

palmo.<br />

-Pues ¡es verdad -replicó don <strong>Quijote</strong>- que no<br />

acompaña esa grandeza y la adorna con mil<br />

millones y gracias del alma! Pero no me negarás,<br />

Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a<br />

ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia<br />

aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no<br />

acierto a dalle nombre? Digo, ¿un tuho o tufo<br />

como si estuvieras en la tienda de algún curioso<br />

guantero?<br />

-Lo que sé decir -dijo Sancho- es que sentí un<br />

olorcillo algo hombruno; y debía de ser que<br />

ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y<br />

algo correosa.<br />

-No sería eso -respondió don <strong>Quijote</strong>-, sino que<br />

tú debías de estar romadizado, o te debiste de<br />

oler a ti mismo; porque yo sé bien a lo que huele<br />

aquella rosa entre espinas, aquel lirio del<br />

campo, aquel ámbar desleído.


-Todo puede ser -respondió Sancho-, que muchas<br />

veces sale de mí aquel olor que entonces<br />

me pareció que salía de su merced de la señora<br />

Dulcinea; pero no hay de qué maravillarse, que<br />

un diablo parece a otro.<br />

-Y bien -prosiguió don <strong>Quijote</strong>-, he aquí que<br />

acabó de limpiar su trigo y de enviallo al molino.<br />

¿Qué hizo cuando leyó la carta?<br />

-La carta -dijo Sancho- no la leyó, porque dijo<br />

que no sabía leer ni escribir; antes, la rasgó y la<br />

hizo menudas piezas, diciendo que no la quería<br />

dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el<br />

lugar sus secretos, y que bastaba lo que yo le<br />

había dicho de palabra acerca del amor que<br />

vuestra merced le tenía y de la penitencia extraordinaria<br />

que por su causa quedaba haciendo.<br />

Y, finalmente, me dijo que dijese a vuestra<br />

merced que le besaba las manos, y que allí quedaba<br />

con más deseo de verle que de escribirle;<br />

y que, así, le suplicaba y mandaba que, vista la<br />

presente, saliese de aquellos matorrales y se


dejase de hacer disparates, y se pusiese luego<br />

luego en camino del Toboso, si otra cosa de más<br />

importancia no le sucediese, porque tenía gran<br />

deseo de ver a vuestra merced. Rióse mucho<br />

cuando le dije como se llamaba vuestra merced<br />

el Caballero de la Triste Figura. Preguntéle si<br />

había ido allá el vizcaíno de marras; díjome que<br />

sí, y que era un hombre muy de bien. También<br />

le pregunté por los galeotes, mas díjome que no<br />

había visto hasta entonces alguno.<br />

-Todo va bien hasta agora -dijo don <strong>Quijote</strong>-.<br />

Pero dime: ¿qué joya fue la que te dio, al despedirte,<br />

por las nuevas que de mí le llevaste?<br />

Porque es usada y antigua costumbre entre los<br />

caballeros y damas andantes dar a los escuderos,<br />

doncellas o enanos que les llevan nuevas,<br />

de sus damas a ellos, a ellas de sus andantes,<br />

alguna rica joya en albricias, en agradecimiento<br />

de su recado.<br />

-Bien puede eso ser así, y yo la tengo por buena<br />

usanza; pero eso debió de ser en los tiempos


pasados, que ahora sólo se debe de acostumbrar<br />

a dar un pedazo de pan y queso, que esto<br />

fue lo que me dio mi señora Dulcinea, por las<br />

bardas de un corral, cuando della me despedí;<br />

y aun, por más señas, era el queso ovejuno.<br />

-Es liberal en estremo -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y si no<br />

te dio joya de oro, sin duda debió de ser porque<br />

no la tendría allí a la mano para dártela; pero<br />

buenas son mangas después de Pascua: yo la<br />

veré, y se satisfará todo.<br />

¿Sabes de qué estoy maravillado, Sancho? De<br />

que me parece que fuiste y veniste por los aires,<br />

pues poco más de tres días has tardado en ir y<br />

venir desde aquí al Toboso, habiendo de aquí<br />

allá más de treinta leguas; por lo cual me doy a<br />

entender que aquel sabio nigromante que tiene<br />

cuenta con mis cosas y es mi amigo (porque por<br />

fuerza le hay, y le ha de haber, so pena que yo<br />

no sería buen caballero andante); digo que este<br />

tal te debió de ayudar a caminar, sin que tú lo<br />

sintieses; que hay sabio déstos que coge a un


caballero andante durmiendo en su cama, y, sin<br />

saber cómo o en qué manera, amanece otro día<br />

más de mil leguas de donde anocheció. Y si no<br />

fuese por esto, no se podrían socorrer en sus<br />

peligros los caballeros andantes unos a otros,<br />

como se socorren a cada paso. Que acaece estar<br />

uno peleando en las sierras de Armenia con<br />

algún endriago, o con algún fiero vestiglo, o<br />

con otro caballero, donde lleva lo peor de la<br />

batalla y está ya a punto de muerte, y cuando<br />

no os me cato, asoma por acullá, encima de una<br />

nube, o sobre un carro de fuego, otro caballero<br />

amigo suyo, que poco antes se hallaba en Ingalaterra,<br />

que le favorece y libra de la muerte, y a<br />

la noche se halla en su posada, cenando muy a<br />

su sabor; y suele haber de la una a la otra parte<br />

dos o tres mil leguas. Y todo esto se hace por<br />

industria y sabiduría destos sabios encantadores<br />

que tienen cuidado destos valerosos caballeros.<br />

Así que, amigo Sancho, no se me hace<br />

dificultoso creer que en tan breve tiempo hayas<br />

ido y venido desde este lugar al del Toboso,


pues, como tengo dicho, algún sabio amigo te<br />

debió de llevar en volandillas, sin que tú lo sintieses.<br />

-Así sería -dijo Sancho-; porque a buena fe que<br />

andaba Rocinante como si fuera asno de gitano<br />

con azogue en los oídos.<br />

-Y ¡cómo si llevaba azogue! -dijo don <strong>Quijote</strong>-,<br />

y aun una legión de demonios, que es gente<br />

que camina y hace caminar, sin cansarse, todo<br />

aquello que se les antoja. Pero, dejando esto<br />

aparte, ¿qué te parece a ti que debo yo de hacer<br />

ahora cerca de lo que mi señora me manda que<br />

la vaya a ver?; que, aunque yo veo que estoy<br />

obligado a cumplir su mandamiento, véome<br />

también imposibilitado del don que he prometido<br />

a la princesa que con nosotros viene, y<br />

fuérzame la ley de caballería a cumplir mi palabra<br />

antes que mi gusto. Por una parte, me<br />

acosa y fatiga el deseo de ver a mi señora; por<br />

otra, me incita y llama la prometida fe y la gloria<br />

que he de alcanzar en esta empresa. Pero lo


que pienso hacer será caminar apriesa y llegar<br />

presto donde está este gigante, y, en llegando,<br />

le cortaré la cabeza, y pondré a la princesa pacíficamente<br />

en su estado, y al punto daré la vuelta<br />

a ver a la luz que mis sentidos alumbra, a la<br />

cual daré tales disculpas que ella venga a tener<br />

por buena mi tardanza, pues verá que todo<br />

redunda en aumento de su gloria y fama, pues<br />

cuanta yo he alcanzado, alcanzo y alcanzare<br />

por las armas en esta vida, toda me viene del<br />

favor que ella me da y de ser yo suyo.<br />

-¡Ay -dijo Sancho-, y cómo está vuestra merced<br />

lastimado de esos cascos!<br />

Pues dígame, señor: ¿piensa vuestra merced<br />

caminar este camino en balde, y dejar pasar y<br />

perder un tan rico y tan principal casamiento<br />

como éste, donde le dan en dote un reino, que a<br />

buena verdad que he oído decir que tiene más<br />

de veinte mil leguas de contorno, y que es<br />

abundantísimo de todas las cosas que son necesarias<br />

para el sustento de la vida humana, y


que es mayor que Portugal y que Castilla juntos?<br />

Calle, por amor de Dios, y tenga vergüenza<br />

de lo que ha dicho, y tome mi consejo, y perdóneme,<br />

y cásese luego en el primer lugar que<br />

haya cura; y si no, ahí está nuestro licenciado,<br />

que lo hará de perlas. Y advierta que ya tengo<br />

edad para dar consejos, y que este que le doy le<br />

viene de molde, y que más vale pájaro en mano<br />

que buitre volando, porque quien bien tiene y<br />

mal escoge, por bien que se enoja no se venga.<br />

-Mira, Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-: si el<br />

consejo que me das de que me case es porque<br />

sea luego rey, en matando al gigante, y tenga<br />

cómodo para hacerte mercedes y darte lo prometido,<br />

hágote saber que sin casarme podré<br />

cumplir tu deseo muy fácilmente, porque yo<br />

sacaré de adahala, antes de entrar en la batalla,<br />

que, saliendo vencedor della, ya que no me<br />

case, me han de dar una parte del reino, para<br />

que la pueda dar a quien yo quisiere; y, en


dándomela, ¿a quién quieres tú que la dé sino a<br />

ti?<br />

-Eso está claro -respondió Sancho-, pero mire<br />

vuestra merced que la escoja hacia la marina,<br />

porque, si no me contentare la vivienda, pueda<br />

embarcar mis negros vasallos y hacer dellos lo<br />

que ya he dicho. Y vuestra merced no se cure<br />

de ir por agora a ver a mi señora Dulcinea, sino<br />

váyase a matar al gigante, y concluyamos este<br />

negocio; que por Dios que se me asienta que ha<br />

de ser de mucha honra y de mucho provecho.<br />

-Dígote, Sancho -dijo don <strong>Quijote</strong>-, que estás en<br />

lo cierto, y que habré de tomar tu consejo en<br />

cuanto el ir antes con la princesa que a ver a<br />

Dulcinea. Y avísote que no digas nada a nadie,<br />

ni a los que con nosotros vienen, de lo que aquí<br />

hemos departido y tratado; que, pues Dulcinea<br />

es tan recatada que no quiere que se sepan sus<br />

pensamientos, no será bien que yo, ni otro por<br />

mí, los descubra.


-Pues si eso es así -dijo Sancho-, ¿cómo hace<br />

vuestra merced que todos los que vence por su<br />

brazo se vayan a presentar ante mi señora Dulcinea,<br />

siendo esto firma de su nombre que la<br />

quiere bien y que es su enamorado? Y, siendo<br />

forzoso que los que fueren se han de ir a hincar<br />

de finojos ante su presencia, y decir que van de<br />

parte de vuestra merced a dalle la obediencia,<br />

¿cómo se pueden encubrir los pensamientos de<br />

entrambos?<br />

-¡Oh, qué necio y qué simple que eres! -dijo don<br />

<strong>Quijote</strong>-. ¿Tú no ves, Sancho, que eso todo redunda<br />

en su mayor ensalzamiento? Porque has<br />

de saber que en este nuestro estilo de caballería<br />

es gran honra tener una dama muchos caballeros<br />

andantes que la sirvan, sin que se estiendan<br />

más sus pensamientos que a servilla, por sólo<br />

ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus<br />

muchos y buenos deseos, sino que ella se contente<br />

de acetarlos por sus caballeros.


-Con esa manera de amor -dijo Sancho- he oído<br />

yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor,<br />

por sí solo, sin que nos mueva esperanza de<br />

gloria o temor de pena. Aunque yo le querría<br />

amar y servir por lo que pudiese.<br />

-¡Válate el diablo por villano -dijo don <strong>Quijote</strong>-,<br />

y qué de discreciones dices a las veces! No parece<br />

sino que has estudiado.<br />

-Pues a fe mía que no sé leer -respondió Sancho.<br />

En esto, les dio voces maese Nicolás que esperasen<br />

un poco, que querían detenerse a beber<br />

en una fontecilla que allí estaba. Detúvose don<br />

<strong>Quijote</strong>, con no poco gusto de Sancho, que ya<br />

estaba cansado de mentir tanto y temía no le<br />

cogiese su amo a palabras; porque, puesto que<br />

él sabía que Dulcinea era una labradora del<br />

Toboso, no la había visto en toda su vida.


Habíase en este tiempo vestido Cardenio los<br />

vestidos que Dorotea traía cuando la hallaron,<br />

que, aunque no eran muy buenos, hacían mucha<br />

ventaja a los que dejaba. Apeáronse junto a<br />

la fuente, y con lo que el cura se acomodó en la<br />

venta satisficieron, aunque poco, la mucha<br />

hambre que todos traían.<br />

Estando en esto, acertó a pasar por allí un muchacho<br />

que iba de camino, el cual, poniéndose a<br />

mirar con mucha atención a los que en la fuente<br />

estaban, de allí a poco arremetió a don <strong>Quijote</strong>,<br />

y, abrazándole por las piernas, comenzó a llorar<br />

muy de propósito, diciendo:<br />

-¡Ay, señor mío! ¿No me conoce vuestra merced?<br />

Pues míreme bien, que yo soy aquel mozo<br />

Andrés que quitó vuestra merced de la encina<br />

donde estaba atado.<br />

Reconocióle don <strong>Quijote</strong>, y, asiéndole por la<br />

mano, se volvió a los que allí estaban y dijo:


-Porque vean vuestras mercedes cuán de importancia<br />

es haber caballeros andantes en el<br />

mundo, que desfagan los tuertos y agravios<br />

que en él se hacen por los insolentes y malos<br />

hombres que en él viven, sepan vuestras mercedes<br />

que los días pasados, pasando yo por un<br />

bosque, oí unos gritos y unas voces muy lastimosas,<br />

como de persona afligida y menesterosa;<br />

acudí luego, llevado de mi obligación, hacia<br />

la parte donde me pareció que las lamentables<br />

voces sonaban, y hallé atado a una encina a este<br />

muchacho que ahora está delante (de lo que me<br />

huelgo en el alma, porque será testigo que no<br />

me dejará mentir en nada); digo que estaba<br />

atado a la encina, desnudo del medio cuerpo<br />

arriba, y estábale abriendo a azotes con las<br />

riendas de una yegua un villano, que después<br />

supe que era amo suyo; y, así como yo le vi, le<br />

pregunté la causa de tan atroz vapulamiento;<br />

respondió el zafio que le azotaba porque era su<br />

criado, y que ciertos descuidos que tenía nacían<br />

más de ladrón que de simple; a lo cual este niño


dijo: Señor, no me azota sino porque le pido mi salario.<br />

El amo replicó no sé qué arengas y disculpas,<br />

las cuales, aunque de mí fueron oídas, no<br />

fueron admitidas. En resolución, yo le hice desatar,<br />

y tomé juramento al villano de que le llevaría<br />

consigo y le pagaría un real sobre otro, y<br />

aun sahumados. ¿No es verdad todo esto, hijo<br />

Andrés? ¿No notaste con cuánto imperio se lo<br />

mandé, y con cuánta humildad prometió de<br />

hacer todo cuanto yo le impuse, y notifiqué y<br />

quise? Responde; no te turbes ni dudes en nada:<br />

di lo que pasó a estos señores, porque se<br />

vea y considere ser del provecho que digo<br />

haber caballeros andantes por los caminos.<br />

-Todo lo que vuestra merced ha dicho es mucha<br />

verdad -respondió el muchacho-, pero el fin del<br />

negocio sucedió muy al revés de lo que vuestra<br />

merced se imagina.<br />

-¿Cómo al revés? -replicó don <strong>Quijote</strong>-; luego,<br />

¿no te pagó el villano?


-No sólo no me pagó -respondió el muchacho-,<br />

pero, así como vuestra merced traspuso del<br />

bosque y quedamos solos, me volvió a atar a la<br />

mesma encina, y me dio de nuevo tantos azotes<br />

que quedé hecho un San Bartolomé desollado;<br />

y, a cada azote que me daba, me decía un donaire<br />

y chufeta acerca de hacer burla de vuestra<br />

merced, que, a no sentir yo tanto dolor, me riera<br />

de lo que decía. En efeto: él me paró tal, que<br />

hasta ahora he estado curándome en un hospital<br />

del mal que el mal villano entonces me hizo.<br />

De todo lo cual tiene vuestra merced la culpa,<br />

porque si se fuera su camino adelante y no viniera<br />

donde no le llamaban, ni se entremetiera<br />

en negocios ajenos, mi amo se contentara con<br />

darme una o dos docenas de azotes, y luego me<br />

soltara y pagara cuanto me debía. Mas, como<br />

vuestra merced le deshonró tan sin propósito y<br />

le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y,<br />

como no la pudo vengar en vuestra merced,<br />

cuando se vio solo descargó sobre mí el nubla-


do, de modo que me parece que no seré más<br />

hombre en toda mi vida.<br />

-El daño estuvo -dijo don <strong>Quijote</strong>- en irme yo<br />

de allí; que no me había de ir hasta dejarte pagado,<br />

porque bien debía yo de saber, por luengas<br />

experiencias, que no hay villano que guarde<br />

palabra que tiene, si él vee que no le está<br />

bien guardalla. Pero ya te acuerdas, Andrés,<br />

que yo juré que si no te pagaba, que había de ir<br />

a buscarle, y que le había de hallar, aunque se<br />

escondiese en el vientre de la ballena.<br />

-Así es la verdad -dijo Andrés-, pero no aprovechó<br />

nada.<br />

-Ahora verás si aprovecha -dijo don <strong>Quijote</strong>.<br />

Y, diciendo esto, se levantó muy apriesa y<br />

mandó a Sancho que enfrenase a Rocinante,<br />

que estaba paciendo en tanto que ellos comían.


Preguntóle Dorotea qué era lo que hacer quería.<br />

Él le respondió que quería ir a buscar al villano<br />

y castigalle de tan mal término, y hacer pagado<br />

a Andrés hasta el último maravedí, a despecho<br />

y pesar de cuantos villanos hubiese en el mundo.<br />

A lo que ella respondió que advirtiese que<br />

no podía, conforme al don prometido, entremeterse<br />

en ninguna empresa hasta acabar la suya;<br />

y que, pues esto sabía él mejor que otro alguno,<br />

que sosegase el pecho hasta la vuelta de su reino.<br />

-Así es verdad -respondió don <strong>Quijote</strong>-, y es<br />

forzoso que Andrés tenga paciencia hasta la<br />

vuelta, como vos, señora, decís; que yo le torno<br />

a jurar y a prometer de nuevo de no parar hasta<br />

hacerle vengado y pagado.<br />

-No me creo desos juramentos -dijo Andrés-;<br />

más quisiera tener agora con qué llegar a Sevilla<br />

que todas las venganzas del mundo: déme,<br />

si tiene ahí, algo que coma y lleve, y quédese<br />

con Dios su merced y todos los caballeros an-


dantes; que tan bien andantes sean ellos para<br />

consigo como lo han sido para conmigo.<br />

Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de pan y<br />

otro de queso, y, dándoselo al mozo, le dijo:<br />

-Tomá, hermano Andrés, que a todos nos alcanza<br />

parte de vuestra desgracia.<br />

-Pues, ¿qué parte os alcanza a vos? -preguntó<br />

Andrés.<br />

-Esta parte de queso y pan que os doy -<br />

respondió Sancho-, que Dios sabe si me ha de<br />

hacer falta o no; porque os hago saber, amigo,<br />

que los escuderos de los caballeros andantes<br />

estamos sujetos a mucha hambre y a mala ventura,<br />

y aun a otras cosas que se sienten mejor<br />

que se dicen.<br />

Andrés asió de su pan y queso, y, viendo que<br />

nadie le daba otra cosa, abajó su cabeza y tomó<br />

el camino en las manos, como suele decirse.


Bien es verdad que, al partirse, dijo a don <strong>Quijote</strong>:<br />

-Por amor de Dios, señor caballero andante,<br />

que si otra vez me encontrare, aunque vea que<br />

me hacen pedazos, no me socorra ni ayude,<br />

sino déjeme con mi desgracia; que no será tanta,<br />

que no sea mayor la que me vendrá de su<br />

ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga,<br />

y a todos cuantos caballeros andantes han<br />

nacido en el mundo.<br />

Íbase a levantar don <strong>Quijote</strong> para castigalle,<br />

mas él se puso a correr de modo que ninguno<br />

se atrevió a seguille. Quedó corridísimo don<br />

<strong>Quijote</strong> del cuento de Andrés, y fue menester<br />

que los demás tuviesen mucha cuenta con no<br />

reírse, por no acaballe de correr del todo.


Capítulo XXXII<br />

Que trata de lo que sucedió en la venta a toda<br />

la cuadrilla de don <strong>Quijote</strong><br />

Acabóse la buena comida, ensillaron luego, y,<br />

sin que les sucediese cosa digna de contar, llegaron<br />

otro día a la venta, espanto y asombro de<br />

Sancho Panza; y, aunque él quisiera no entrar<br />

en ella, no lo pudo huir. La ventera, ventero, su<br />

hija y Maritornes, que vieron venir a don <strong>Quijote</strong><br />

y a Sancho, les salieron a recebir con muestras<br />

de mucha alegría, y él las recibió con grave<br />

continente y aplauso, y díjoles que le aderezasen<br />

otro mejor lecho que la vez pasada; a lo<br />

cual le respondió la huéspeda que como la pagase<br />

mejor que la otra vez, que ella se la daría<br />

de príncipes. <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> dijo que sí haría, y<br />

así, le aderezaron uno razonable en el mismo<br />

caramanchón de marras, y él se acostó luego,<br />

porque venía muy quebrantado y falto de juicio.


No se hubo bien encerrado, cuando la huéspeda<br />

arremetió al barbero, y, asiéndole de la barba,<br />

dijo:<br />

-Para mi santiguada, que no se ha aún de aprovechar<br />

más de mi rabo para su barba, y que me<br />

ha de volver mi cola; que anda lo de mi marido<br />

por esos suelos, que es vergüenza; digo, el peine,<br />

que solía yo colgar de mi buena cola.<br />

No se la quería dar el barbero, aunque ella más<br />

tiraba, hasta que el licenciado le dijo que se la<br />

diese, que ya no era menester más usar de<br />

aquella industria, sino que se descubriese y<br />

mostrase en su misma forma, y dijese a don<br />

<strong>Quijote</strong> que cuando le despojaron los ladrones<br />

galeotes se habían venido a aquella venta<br />

huyendo; y que si preguntase por el escudero<br />

de la princesa, le dirían que ella le había enviado<br />

adelante a dar aviso a los de su reino como<br />

ella iba y llevaba consigo el libertador de todos.<br />

Con esto, dio de buena gana la cola a la ventera<br />

el barbero, y asimismo le volvieron todos los


adherentes que había prestado para la libertad<br />

de don <strong>Quijote</strong>. Espantáronse todos los de la<br />

venta de la hermosura de Dorotea, y aun del<br />

buen talle del zagal Cardenio. Hizo el cura que<br />

les aderezasen de comer de lo que en la venta<br />

hubiese, y el huésped, con esperanza de mejor<br />

paga, con diligencia les aderezó una razonable<br />

comida; y a todo esto dormía don <strong>Quijote</strong>, y<br />

fueron de parecer de no despertalle, porque<br />

más provecho le haría por entonces el dormir<br />

que el comer.<br />

Trataron sobre comida, estando delante el ventero,<br />

su mujer, su hija, Maritornes, todos los<br />

pasajeros, de la estraña locura de don <strong>Quijote</strong> y<br />

del modo que le habían hallado. La huéspeda<br />

les contó lo que con él y con el arriero les había<br />

acontecido, y, mirando si acaso estaba allí Sancho,<br />

como no le viese, contó todo lo de su manteamiento,<br />

de que no poco gusto recibieron. Y,<br />

como el cura dijese que los libros de caballerías


que don <strong>Quijote</strong> había leído le habían vuelto el<br />

juicio, dijo el ventero:<br />

-No sé yo cómo puede ser eso; que en verdad<br />

que, a lo que yo entiendo, no hay mejor letrado<br />

en el mundo, y que tengo ahí dos o tres dellos,<br />

con otros papeles, que verdaderamente me han<br />

dado la vida, no sólo a mí, sino a otros muchos.<br />

Porque, cuando es tiempo de la siega, se recogen<br />

aquí, las fiestas, muchos segadores, y<br />

siempre hay algunos que saben leer, el cual<br />

coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos<br />

dél más de treinta, y estámosle escuchando<br />

con tanto gusto que nos quita mil canas;<br />

a lo menos, de mí sé decir que cuando oyo<br />

decir aquellos furibundos y terribles golpes que<br />

los caballeros pegan, que me toma gana de<br />

hacer otro tanto, y que querría estar oyéndolos<br />

noches y días.<br />

-Y yo ni más ni menos -dijo la ventera-, porque<br />

nunca tengo buen rato en mi casa sino aquel<br />

que vos estáis escuchando leer: que estáis tan


embobado, que no os acordáis de reñir por entonces.<br />

-Así es la verdad -dijo Maritornes-, y a buena fe<br />

que yo también gusto mucho de oír aquellas<br />

cosas, que son muy lindas; y más, cuando cuentan<br />

que se está la otra señora debajo de unos<br />

naranjos abrazada con su caballero, y que les<br />

está una dueña haciéndoles la guarda, muerta<br />

de envidia y con mucho sobresalto. Digo que<br />

todo esto es cosa de mieles.<br />

-Y a vos ¿qué os parece, señora doncella? -dijo<br />

el cura, hablando con la hija del ventero.<br />

-No sé, señor, en mi ánima -respondió ella-;<br />

también yo lo escucho, y en verdad que, aunque<br />

no lo entiendo, que recibo gusto en oíllo;<br />

pero no gusto yo de los golpes de que mi padre<br />

gusta, sino de las lamentaciones que los caballeros<br />

hacen cuando están ausentes de sus señoras:<br />

que en verdad que algunas veces me hacen<br />

llorar de compasión que les tengo.


-Luego, ¿bien las remediárades vos, señora<br />

doncella -dijo Dorotea-, si por vos lloraran?<br />

-No sé lo que me hiciera -respondió la moza-;<br />

sólo sé que hay algunas señoras de aquéllas tan<br />

crueles, que las llaman sus caballeros tigres y<br />

leones y otras mil inmundicias. Y, ¡Jesús!, yo no<br />

sé qué gente es aquélla tan desalmada y tan sin<br />

conciencia, que por no mirar a un hombre honrado,<br />

le dejan que se muera, o que se vuelva<br />

loco. Yo no sé para qué es tanto melindre: si lo<br />

hacen de honradas, cásense con ellos, que ellos<br />

no desean otra cosa.<br />

-Calla, niña -dijo la ventera-, que parece que<br />

sabes mucho destas cosas, y no está bien a las<br />

doncellas saber ni hablar tanto.<br />

-Como me lo pregunta este señor -respondió<br />

ella-, no pude dejar de respondelle.<br />

-Ahora bien -dijo el cura-, traedme, señor huésped,<br />

aquesos libros, que los quiero ver.


-Que me place -respondió él.<br />

Y, entrando en su aposento, sacó dél una maletilla<br />

vieja, cerrada con una cadenilla, y, abriéndola,<br />

halló en ella tres libros grandes y unos<br />

papeles de muy buena letra, escritos de mano.<br />

El primer libro que abrió vio que era <strong>Don</strong> Cirongilio<br />

de Tracia; y el otro, de Felixmarte de<br />

Hircania; y el otro, la Historia del Gran Capitán<br />

Gonzalo Hernández de Córdoba, con la vida de<br />

Diego García de Paredes. Así como el cura leyó<br />

los dos títulos primeros, volvió el rostro al barbero<br />

y dijo:<br />

-Falta nos hacen aquí ahora el ama de mi amigo<br />

y su sobrina.<br />

-No hacen -respondió el barbero-, que también<br />

sé yo llevallos al corral o a la chimenea; que en<br />

verdad que hay muy buen fuego en ella.<br />

-Luego, ¿quiere vuestra merced quemar más<br />

libros? -dijo el ventero.


-No más -dijo el cura- que estos dos: el de <strong>Don</strong><br />

Cirongilio y el de Felixmarte.<br />

-Pues, ¿por ventura -dijo el ventero- mis libros<br />

son herejes o flemáticos, que los quiere quemar?<br />

-Cismáticos queréis decir, amigo -dijo el barbero-,<br />

que no flemáticos.<br />

-Así es -replicó el ventero-; mas si alguno quiere<br />

quemar, sea ese del Gran Capitán y dese<br />

Diego García, que antes dejaré quemar un hijo<br />

que dejar quemar ninguno desotros.<br />

-Hermano mío -dijo el cura-, estos dos libros<br />

son mentirosos y están llenos de disparates y<br />

devaneos; y este del Gran Capitán es historia<br />

verdadera, y tiene los hechos de Gonzalo<br />

Hernández de Córdoba, el cual, por sus muchas<br />

y grandes hazañas, mereció ser llamado de<br />

todo el mundo Gran Capitán, renombre famoso<br />

y claro, y dél sólo merecido. Y este Diego Garc-


ía de Paredes fue un principal caballero, natural<br />

de la ciudad de Trujillo, en Estremadura, valentísimo<br />

soldado, y de tantas fuerzas naturales<br />

que detenía con un dedo una rueda de molino<br />

en la mitad de su furia; y, puesto con un montante<br />

en la entrada de una puente, detuvo a<br />

todo un innumerable ejército, que no pasase<br />

por ella; y hizo otras tales cosas que, como si él<br />

las cuenta y las escribe él asimismo, con la modestia<br />

de caballero y de coronista propio, las<br />

escribiera otro, libre y desapasionado, pusieran<br />

en su olvido las de los Hétores, Aquiles y Roldanes.<br />

-¡Tomaos con mi padre! -dijo el dicho ventero-.<br />

¡Mirad de qué se espanta: de detener una rueda<br />

de molino! Por Dios, ahora había vuestra merced<br />

de leer lo que hizo Felixmarte de Hircania,<br />

que de un revés solo partió cinco gigantes por<br />

la cintura, como si fueran hechos de habas, como<br />

los frailecicos que hacen los niños. Y otra<br />

vez arremetió con un grandísimo y poderosí-


simo ejército, donde llevó más de un millón y<br />

seiscientos mil soldados, todos armados desde<br />

el pie hasta la cabeza, y los desbarató a todos,<br />

como si fueran manadas de ovejas. Pues, ¿qué<br />

me dirán del bueno de don Cirongilio de Tracia,<br />

que fue tan valiente y animoso como se<br />

verá en el libro, donde cuenta que, navegando<br />

por un río, le salió de la mitad del agua una<br />

serpiente de fuego, y él, así como la vio, se<br />

arrojó sobre ella, y se puso a horcajadas encima<br />

de sus escamosas espaldas, y le apretó con ambas<br />

manos la garganta, con tanta fuerza que,<br />

viendo la serpiente que la iba ahogando, no<br />

tuvo otro remedio sino dejarse ir a lo hondo del<br />

río, llevándose tras sí al caballero, que nunca la<br />

quiso soltar? Y, cuando llegaron allá bajo, se<br />

halló en unos palacios y en unos jardines tan<br />

lindos que era maravilla; y luego la sierpe se<br />

volvió en un viejo anciano, que le dijo tantas de<br />

cosas que no hay más que oír. Calle, señor, que<br />

si oyese esto, se volvería loco de placer. ¡Dos


higas para el Gran Capitán y para ese Diego<br />

García que dice!<br />

Oyendo esto Dorotea, dijo callando a Cardenio:<br />

-Poco le falta a nuestro huésped para hacer la<br />

segunda parte de don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Así me parece a mí -respondió Cardenio-, porque,<br />

según da indicio, él tiene por cierto que<br />

todo lo que estos libros cuentan pasó ni más ni<br />

menos que lo escriben, y no le harán creer otra<br />

cosa frailes descalzos.<br />

-Mirad, hermano -tornó a decir el cura-, que no<br />

hubo en el mundo Felixmarte de Hircania, ni<br />

don Cirongilio de Tracia, ni otros caballeros<br />

semejantes que los libros de caballerías cuentan,<br />

porque todo es compostura y ficción de<br />

ingenios ociosos, que los compusieron para el<br />

efeto que vos decís de entretener el tiempo,<br />

como lo entretienen leyéndolos vuestros segadores;<br />

porque realmente os juro que nunca tales


caballeros fueron en el mundo, ni tales hazañas<br />

ni disparates acontecieron en él.<br />

-¡A otro perro con ese hueso! -respondió el ventero-.<br />

¡Como si yo no supiese cuántas son cinco<br />

y adónde me aprieta el zapato! No piense vuestra<br />

merced darme papilla, porque por Dios que<br />

no soy nada blanco. ¡Bueno es que quiera darme<br />

vuestra merced a entender que todo aquello<br />

que estos buenos libros dicen sea disparates y<br />

mentiras, estando impreso con licencia de los<br />

señores del Consejo Real, como si ellos fueran<br />

gente que habían de dejar imprimir tanta mentira<br />

junta, y tantas batallas y tantos encantamentos<br />

que quitan el juicio!<br />

-Ya os he dicho, amigo -replicó el cura-, que<br />

esto se hace para entretener nuestros ociosos<br />

pensamientos; y, así como se consiente en las<br />

repúblicas bien concertadas que haya juegos de<br />

ajedrez, de pelota y de trucos, para entretener a<br />

algunos que ni tienen, ni deben, ni pueden trabajar,<br />

así se consiente imprimir y que haya tales


libros, creyendo, como es verdad, que no ha de<br />

haber alguno tan ignorante que tenga por historia<br />

verdadera ninguna destos libros. Y si me<br />

fuera lícito agora, y el auditorio lo requiriera,<br />

yo dijera cosas acerca de lo que han de tener los<br />

libros de caballerías para ser buenos, que quizá<br />

fueran de provecho y aun de gusto para algunos;<br />

pero yo espero que vendrá tiempo en que<br />

lo pueda comunicar con quien pueda remediallo,<br />

y en este entretanto creed, señor ventero, lo<br />

que os he dicho, y tomad vuestros libros, y allá<br />

os avenid con sus verdades o mentiras, y buen<br />

provecho os hagan, y quiera Dios que no cojeéis<br />

del pie que cojea vuestro huésped don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Eso no -respondió el ventero-, que no seré yo<br />

tan loco que me haga caballero andante: que<br />

bien veo que ahora no se usa lo que se usaba en<br />

aquel tiempo, cuando se dice que andaban por<br />

el mundo estos famosos caballeros.<br />

A la mitad desta plática se halló Sancho presente,<br />

y quedó muy confuso y pensativo de lo que


había oído decir que ahora no se usaban caballeros<br />

andantes, y que todos los libros de caballerías<br />

eran necedades y mentiras, y propuso en<br />

su corazón de esperar en lo que paraba aquel<br />

viaje de su amo, y que si no salía con la felicidad<br />

que él pensaba, determinaba de dejalle y<br />

volverse con su mujer y sus hijos a su acostumbrado<br />

trabajo.<br />

Llevábase la maleta y los libros el ventero, mas<br />

el cura le dijo:<br />

-Esperad, que quiero ver qué papeles son esos<br />

que de tan buena letra están escritos.<br />

Sacólos el huésped, y, dándoselos a leer, vio<br />

hasta obra de ocho pliegos escritos de mano, y<br />

al principio tenían un título grande que decía:<br />

Novela del curioso impertinente. Leyó el cura<br />

para sí tres o cuatro renglones y dijo:<br />

-Cierto que no me parece mal el título desta<br />

novela, y que me viene voluntad de leella toda.


A lo que respondió el ventero:<br />

-Pues bien puede leella su reverencia, porque le<br />

hago saber que algunos huéspedes que aquí la<br />

han leído les ha contentado mucho, y me la han<br />

pedido con muchas veras; mas yo no se la he<br />

querido dar, pensando volvérsela a quien aquí<br />

dejó esta maleta olvidada con estos libros y<br />

esos papeles; que bien puede ser que vuelva su<br />

dueño por aquí algún tiempo, y, aunque sé que<br />

me han de hacer falta los libros, a fe que se los<br />

he de volver: que, aunque ventero, todavía soy<br />

cristiano.<br />

-Vos tenéis mucha razón, amigo -dijo el cura-,<br />

mas, con todo eso, si la novela me contenta, me<br />

la habéis de dejar trasladar.<br />

-De muy buena gana -respondió el ventero.<br />

Mientras los dos esto decían, había tomado<br />

Cardenio la novela y comenzado a leer en ella;


y, pareciéndole lo mismo que al cura, le rogó<br />

que la leyese de modo que todos la oyesen.<br />

-Sí leyera -dijo el cura-, si no fuera mejor gastar<br />

este tiempo en dormir que en leer.<br />

-Harto reposo será para mí -dijo Dorotea- entretener<br />

el tiempo oyendo algún cuento, pues aún<br />

no tengo el espíritu tan sosegado que me conceda<br />

dormir cuando fuera razón.<br />

-Pues desa manera -dijo el cura-, quiero leerla,<br />

por curiosidad siquiera; quizá tendrá alguna de<br />

gusto.<br />

Acudió maese Nicolás a rogarle lo mesmo, y<br />

Sancho también; lo cual visto del cura, y entendiendo<br />

que a todos daría gusto y él le recibiría,<br />

dijo:<br />

-Pues así es, esténme todos atentos, que la novela<br />

comienza desta manera:


Capítulo XXXIII<br />

<strong>Don</strong>de se cuenta la novela del Curioso impertinente<br />

«En Florencia, ciudad rica y famosa de Italia, en<br />

la provincia que llaman Toscana, vivían Anselmo<br />

y Lotario, dos caballeros ricos y principales,<br />

y tan amigos que, por excelencia y antonomasia,<br />

de todos los que los conocían los dos<br />

amigos eran llamados. Eran solteros, mozos de<br />

una misma edad y de unas mismas costumbres;<br />

todo lo cual era bastante causa a que los dos<br />

con recíproca amistad se correspondiesen. Bien<br />

es verdad que el Anselmo era algo más inclinado<br />

a los pasatiempos amorosos que el Lotario,<br />

al cual llevaban tras sí los de la caza; pero,<br />

cuando se ofrecía, dejaba Anselmo de acudir a<br />

sus gustos por seguir los de Lotario, y Lotario<br />

dejaba los suyos por acudir a los de Anselmo;<br />

y, desta manera, andaban tan a una sus volun-


tades, que no había concertado reloj que así lo<br />

anduviese.<br />

»Andaba Anselmo perdido de amores de una<br />

doncella principal y hermosa de la misma ciudad,<br />

hija de tan buenos padres y tan buena ella<br />

por sí, que se determinó, con el parecer de su<br />

amigo Lotario, sin el cual ninguna cosa hacía,<br />

de pedilla por esposa a sus padres, y así lo puso<br />

en ejecución; y el que llevó la embajada fue<br />

Lotario, y el que concluyó el negocio tan a gusto<br />

de su amigo, que en breve tiempo se vio<br />

puesto en la posesión que deseaba, y Camila<br />

tan contenta de haber alcanzado a Anselmo por<br />

esposo, que no cesaba de dar gracias al cielo, y<br />

a Lotario, por cuyo medio tanto bien le había<br />

venido.<br />

»Los primeros días, como todos los de boda<br />

suelen ser alegres, continuó Lotario, como solía,<br />

la casa de su amigo Anselmo, procurando honralle,<br />

festejalle y regocijalle con todo aquello<br />

que a él le fue posible; pero, acabadas las bodas


y sosegada ya la frecuencia de las visitas y parabienes,<br />

comenzó Lotario a descuidarse con<br />

cuidado de las idas en casa de Anselmo, por<br />

parecerle a él -como es razón que parezca a<br />

todos los que fueren discretos- que no se han de<br />

visitar ni continuar las casas de los amigos casados<br />

de la misma manera que cuando eran<br />

solteros; porque, aunque la buena y verdadera<br />

amistad no puede ni debe de ser sospechosa en<br />

nada, con todo esto, es tan delicada la honra del<br />

casado, que parece que se puede ofender aun<br />

de los mesmos hermanos, cuanto más de los<br />

amigos.<br />

»Notó Anselmo la remisión de Lotario, y formó<br />

dél quejas grandes, diciéndole que si él supiera<br />

que el casarse había de ser parte para no comunicalle<br />

como solía, que jamás lo hubiera hecho,<br />

y que si, por la buena correspondencia que los<br />

dos tenían mientras él fue soltero, habían alcanzado<br />

tan dulce nombre como el de ser llamados<br />

los dos amigos, que no permitiese, por


querer hacer del circunspecto, sin otra ocasión<br />

alguna, que tan famoso y tan agradable nombre<br />

se perdiese; y que así, le suplicaba, si era lícito<br />

que tal término de hablar se usase entre ellos,<br />

que volviese a ser señor de su casa, y a entrar y<br />

salir en ella como de antes, asegurándole que<br />

su esposa Camila no tenía otro gusto ni otra<br />

voluntad que la que él quería que tuviese, y<br />

que, por haber sabido ella con cuántas veras los<br />

dos se amaban, estaba confusa de ver en él tanta<br />

esquiveza.<br />

»A todas estas y otras muchas razones que Anselmo<br />

dijo a Lotario para persuadille volviese<br />

como solía a su casa, respondió Lotario con<br />

tanta prudencia, discreción y aviso, que Anselmo<br />

quedó satisfecho de la buena intención<br />

de su amigo, y quedaron de concierto que dos<br />

días en la semana y las fiestas fuese Lotario a<br />

comer con él; y, aunque esto quedó así concertado<br />

entre los dos, propuso Lotario de no hacer<br />

más de aquello que viese que más convenía a la


honra de su amigo, cuyo crédito estimaba en<br />

más que el suyo proprio. Decía él, y decía bien,<br />

que el casado a quien el cielo había concedido<br />

mujer hermosa, tanto cuidado había de tener<br />

qué amigos llevaba a su casa como en mirar con<br />

qué amigas su mujer conversaba, porque lo que<br />

no se hace ni concierta en las plazas, ni en los<br />

templos, ni en las fiestas públicas, ni estaciones<br />

-cosas que no todas veces las han de negar los<br />

maridos a sus mujeres-, se concierta y facilita en<br />

casa de la amiga o la parienta de quien más<br />

satisfación se tiene.<br />

»También decía Lotario que tenían necesidad<br />

los casados de tener cada uno algún amigo que<br />

le advirtiese de los descuidos que en su proceder<br />

hiciese, porque suele acontecer que con el<br />

mucho amor que el marido a la mujer tiene, o<br />

no le advierte o no le dice, por no enojalla, que<br />

haga o deje de hacer algunas cosas, que el hacellas<br />

o no, le sería de honra o de vituperio; de lo<br />

cual, siendo del amigo advertido, fácilmente


pondría remedio en todo. Pero, ¿dónde se<br />

hallará amigo tan discreto y tan leal y verdadero<br />

como aquí Lotario le pide? No lo sé yo, por<br />

cierto; sólo Lotario era éste, que con toda solicitud<br />

y advertimiento miraba por la honra de su<br />

amigo y procuraba dezmar, frisar y acortar los<br />

días del concierto del ir a su casa, porque no<br />

pareciese mal al vulgo ocioso y a los ojos vagabundos<br />

y maliciosos la entrada de un mozo<br />

rico, gentilhombre y bien nacido, y de las buenas<br />

partes que él pensaba que tenía, en la casa<br />

de una mujer tan hermosa como Camila; que,<br />

puesto que su bondad y valor podía poner freno<br />

a toda maldiciente lengua, todavía no quería<br />

poner en duda su crédito ni el de su amigo, y<br />

por esto los más de los días del concierto los<br />

ocupaba y entretenía en otras cosas, que él daba<br />

a entender ser inexcusables. Así que, en quejas<br />

del uno y disculpas del otro se pasaban muchos<br />

ratos y partes del día.


»Sucedió, pues, que uno que los dos se andaban<br />

paseando por un prado fuera de la ciudad,<br />

Anselmo dijo a Lotario las semejantes razones:<br />

»-Pensabas, amigo Lotario, que a las mercedes<br />

que Dios me ha hecho en hacerme hijo de tales<br />

padres como fueron los míos y al darme, no con<br />

mano escasa, los bienes, así los que llaman de<br />

naturaleza como los de fortuna, no puedo yo<br />

corresponder con agradecimiento que llegue al<br />

bien recebido, y sobre al que me hizo en darme<br />

a ti por amigo y a Camila por mujer propria:<br />

dos prendas que las estimo, si no en el grado<br />

que debo, en el que puedo.<br />

Pues con todas estas partes, que suelen ser el<br />

todo con que los hombres suelen y pueden vivir<br />

contentos, vivo yo el más despechado y el<br />

más desabrido hombre de todo el universo<br />

mundo; porque no sé qué días a esta parte me<br />

fatiga y aprieta un deseo tan estraño, y tan fuera<br />

del uso común de otros, que yo me maravillo<br />

de mí mismo, y me culpo y me riño a solas, y


procuro callarlo y encubrirlo de mis proprios<br />

pensamientos; y así me ha sido posible salir con<br />

este secreto como si de industria procurara decillo<br />

a todo el mundo. Y, pues que, en efeto, él<br />

ha de salir a plaza,quiero que sea en la del archivo<br />

de tu secreto, confiado que, con él y con<br />

la diligencia que pondrás, como mi amigo verdadero,<br />

en remediarme, yo me veré presto libre<br />

de la angustia que me causa, y llegará mi alegría<br />

por tu solicitud al grado que ha llegado mi<br />

descontento por mi locura.<br />

»Suspenso tenían a Lotario las razones de Anselmo,<br />

y no sabía en qué había de parar tan<br />

larga prevención o preámbulo; y, aunque iba<br />

revolviendo en su imaginación qué deseo podría<br />

ser aquel que a su amigo tanto fatigaba, dio<br />

siempre muy lejos del blanco de la verdad; y,<br />

por salir presto de la agonía que le causaba<br />

aquella suspensión, le dijo que hacía notorio<br />

agravio a su mucha amistad en andar buscando<br />

rodeos para decirle sus más encubiertos pen-


samientos, pues tenía cierto que se podía prometer<br />

dél, o ya consejos para entretenellos, o ya<br />

remedio para cumplillos.<br />

»-Así es la verdad -respondió Anselmo-, y con<br />

esa confianza te hago saber, amigo Lotario, que<br />

el deseo que me fatiga es pensar si Camila, mi<br />

esposa, es tan buena y tan perfeta como yo<br />

pienso; y no puedo enterarme en esta verdad, si<br />

no es probándola de manera que la prueba manifieste<br />

los quilates de su bondad, como el fuego<br />

muestra los del oro. Porque yo tengo para<br />

mí, ¡oh amigo!, que no es una mujer más buena<br />

de cuanto es o no es solicitada, y que aquella<br />

sola es fuerte que no se dobla a las promesas, a<br />

las dádivas, a las lágrimas y a las continuas<br />

importunidades de los solícitos amantes.<br />

Porque, ¿qué hay que agradecer -decía él- que<br />

una mujer sea buena, si nadie le dice que sea<br />

mala? ¿Qué mucho que esté recogida y temerosa<br />

la que no le dan ocasión para que se suelte, y<br />

la que sabe que tiene marido que, en cogiéndo-


la en la primera desenvoltura, la ha de quitar la<br />

vida? Ansí que, la que es buena por temor, o<br />

por falta de lugar, yo no la quiero tener en<br />

aquella estima en que tendré a la solicitada y<br />

perseguida que salió con la corona del vencimiento.<br />

De modo que, por estas razones y por<br />

otras muchas que te pudiera decir para acreditar<br />

y fortalecer la opinión que tengo, deseo que<br />

Camila, mi esposa, pase por estas dificultades y<br />

se acrisole y quilate en el fuego de verse requerida<br />

y solicitada, y de quien tenga valor para<br />

poner en ella sus deseos; y si ella sale, como<br />

creo que saldrá, con la palma desta batalla,<br />

tendré yo por sin igual mi ventura; podré yo<br />

decir que está colmo el vacío de mis deseos;<br />

diré que me cupo en suerte la mujer fuerte, de<br />

quien el Sabio dice que ¿quién la hallará? Y,<br />

cuando esto suceda al revés de lo que pienso,<br />

con el gusto de ver que acerté en mi opinión,<br />

llevaré sin pena la que de razón podrá causarme<br />

mi tan costosa experiencia.


Y, prosupuesto que ninguna cosa de cuantas<br />

me dijeres en contra de mi deseo ha de ser de<br />

algún provecho para dejar de ponerle por la<br />

obra, quiero, ¡oh amigo Lotario!, que te dispongas<br />

a ser el instrumento que labre aquesta obra<br />

de mi gusto; que yo te daré lugar para que lo<br />

hagas, sin faltarte todo aquello que yo viere ser<br />

necesario para solicitar a una mujer honesta,<br />

honrada, recogida y desinteresada. Y muéveme,<br />

entre otras cosas, a fiar de ti esta tan ardua<br />

empresa, el ver que si de ti es vencida Camila,<br />

no ha de llegar el vencimiento a todo trance y<br />

rigor, sino a sólo a tener por hecho lo que se ha<br />

de hacer, por buen respeto; y así, no quedaré yo<br />

ofendido más de con el deseo, y mi injuria quedará<br />

escondida en la virtud de tu silencio, que<br />

bien sé que en lo que me tocare ha de ser eterno<br />

como el de la muerte. Así que, si quieres que yo<br />

tenga vida que pueda decir que lo es, desde<br />

luego has de entrar en esta amorosa batalla, no<br />

tibia ni perezosamente, sino con el ahínco y


diligencia que mi deseo pide, y con la confianza<br />

que nuestra amistad me asegura.<br />

ȃstas fueron las razones que Anselmo dijo a<br />

Lotario, a todas las cuales estuvo tan atento,<br />

que si no fueron las que quedan escritas que le<br />

dijo, no desplegó sus labios hasta que hubo<br />

acabado; y, viendo que no decía más, después<br />

que le estuvo mirando un buen espacio, como<br />

si mirara otra cosa que jamás hubiera visto, que<br />

le causara admiración y espanto, le dijo:<br />

»-No me puedo persuadir, ¡oh amigo Anselmo!,<br />

a que no sean burlas las cosas que me has dicho;<br />

que, a pensar que de veras las decías, no<br />

consintiera que tan adelante pasaras, porque<br />

con no escucharte previniera tu larga arenga.<br />

Sin duda imagino, o que no me conoces, o que<br />

yo no te conozco. Pero no; que bien sé que eres<br />

Anselmo, y tú sabes que yo soy Lotario; el daño<br />

está en que yo pienso que no eres el Anselmo<br />

que solías, y tú debes de haber pensado que<br />

tampoco yo soy el Lotario que debía ser, por-


que las cosas que me has dicho, ni son de aquel<br />

Anselmo mi amigo, ni las que me pides se han<br />

de pedir a aquel Lotario que tú conoces; porque<br />

los buenos amigos han de probar a sus amigos<br />

y valerse dellos, como dijo un poeta, usque ad<br />

aras; que quiso decir que no se habían de valer<br />

de su amistad en cosas que fuesen contra Dios.<br />

Pues, si esto sintió un gentil de la amistad,<br />

¿cuánto mejor es que lo sienta el cristiano, que<br />

sabe que por ninguna humana ha de perder la<br />

amistad divina? Y cuando el amigo tirase tanto<br />

la barra que pusiese aparte los respetos del cielo<br />

por acudir a los de su amigo, no ha de ser<br />

por cosas ligeras y de poco momento, sino por<br />

aquellas en que vaya la honra y la vida de su<br />

amigo. Pues dime tú ahora, Anselmo: ¿cuál<br />

destas dos cosas tienes en peligro para que yo<br />

me aventure a complacerte y a hacer una cosa<br />

tan detestable como me pides? Ninguna, por<br />

cierto; antes, me pides, según yo entiendo, que<br />

procure y solicite quitarte la honra y la vida, y<br />

quitármela a mí juntamente. Porque si yo he de


procurar quitarte la honra, claro está que te<br />

quito la vida, pues el hombre sin honra peor es<br />

que un muerto; y, siendo yo el instrumento,<br />

como tú quieres que lo sea, de tanto mal tuyo,<br />

¿no vengo a quedar deshonrado, y, por el<br />

mesmo consiguiente, sin vida?<br />

Escucha, amigo Anselmo, y ten paciencia de no<br />

responderme hasta que acabe de decirte lo que<br />

se me ofreciere acerca de lo que te ha pedido tu<br />

deseo; que tiempo quedará para que tú me repliques<br />

y yo te escuche.<br />

»-Que me place -dijo Anselmo-: di lo que quisieres.<br />

»Y Lotario prosiguió diciendo:<br />

»-Paréceme, ¡oh Anselmo!, que tienes tú ahora<br />

el ingenio como el que siempre tienen los moros,<br />

a los cuales no se les puede dar a entender<br />

el error de su secta con las acotaciones de la<br />

Santa Escritura, ni con razones que consistan en


especulación del entendimiento, ni que vayan<br />

fundadas en artículos de fe, sino que les han de<br />

traer ejemplos palpables, fáciles, intelegibles,<br />

demonstrativos, indubitables, con demostraciones<br />

matemáticas que no se pueden negar,<br />

como cuando dicen: "Si de dos partes iguales<br />

quitamos partes iguales, las que quedan también<br />

son iguales"; y, cuando esto no entiendan<br />

de palabra, como, en efeto, no lo entienden,<br />

háseles de mostrar con las manos y ponérselo<br />

delante de los ojos, y, aun con todo esto, no<br />

basta nadie con ellos a persuadirles las verdades<br />

de mi sacra religión. Y este mesmo término<br />

y modo me convendrá usar contigo, porque el<br />

deseo que en ti ha nacido va tan descaminado y<br />

tan fuera de todo aquello que tenga sombra de<br />

razonable, que me parece que ha de ser tiempo<br />

gastado el que ocupare en darte a entender tu<br />

simplicidad, que por ahora no le quiero dar<br />

otro nombre, y aun estoy por dejarte en tu desatino,<br />

en pena de tu mal deseo; mas no me deja<br />

usar deste rigor la amistad que te tengo, la cual


no consiente que te deje puesto en tan manifiesto<br />

peligro de perderte.<br />

Y, porque claro lo veas, dime, Anselmo: ¿tú no<br />

me has dicho que tengo de solicitar a una retirada,<br />

persuadir a una honesta, ofrecer a una<br />

desinteresada, servir a una prudente? Sí que me<br />

lo has dicho. Pues si tú sabes que tienes mujer<br />

retirada, honesta, desinteresada y prudente,<br />

¿qué buscas? Y si piensas que de todos mis<br />

asaltos ha de salir vencedora, como saldrá sin<br />

duda, ¿qué mejores títulos piensas darle después<br />

que los que ahora tiene, o qué será más<br />

después de lo que es ahora? O es que tú no la<br />

tienes por la que dices, o tú no sabes lo que<br />

pides. Si no la tienes por lo que dices, ¿para qué<br />

quieres probarla, sino, como a mala, hacer della<br />

lo que más te viniere en gusto? Mas si es tan<br />

buena como crees, impertinente cosa será hacer<br />

experiencia de la mesma verdad, pues, después<br />

de hecha, se ha de quedar con la estimación que<br />

primero tenía. Así que, es razón concluyente


que el intentar las cosas de las cuales antes nos<br />

puede suceder daño que provecho es de juicios<br />

sin discurso y temerarios, y más cuando quieren<br />

intentar aquellas a que no son forzados ni<br />

compelidos, y que de muy lejos traen descubierto<br />

que el intentarlas es manifiesta locura.<br />

Las cosas dificultosas se intentan por Dios, o<br />

por el mundo, o por entrambos a dos: las que se<br />

acometen por Dios son las que acometieron los<br />

santos, acometiendo a vivir vida de ángeles en<br />

cuerpos humanos; las que se acometen por respeto<br />

del mundo son las de aquellos que pasan<br />

tanta infinidad de agua, tanta diversidad de<br />

climas, tanta estrañeza de gentes, por adquirir<br />

estos que llaman bienes de fortuna. Y las que se<br />

intentan por Dios y por el mundo juntamente<br />

son aquellas de los valerosos soldados, que<br />

apenas veen en el contrario muro abierto tanto<br />

espacio cuanto es el que pudo hacer una redonda<br />

bala de artillería, cuando, puesto aparte<br />

todo temor, sin hacer discurso ni advertir al<br />

manifiesto peligro que les amenaza, llevados en


vuelo de las alas del deseo de volver por su fe,<br />

por su nación y por su rey, se arrojan intrépidamente<br />

por la mitad de mil contrapuestas<br />

muertes que los esperan. Estas cosas son las<br />

que suelen intentarse, y es honra, gloria y provecho<br />

intentarlas, aunque tan llenas de inconvenientes<br />

y peligros. Pero la que tú dices que<br />

quieres intentar y poner por obra, ni te ha de<br />

alcanzar gloria de Dios, bienes de la fortuna, ni<br />

fama con los hombres; porque, puesto que salgas<br />

con ella como deseas, no has de quedar ni<br />

más ufano, ni más rico, ni más honrado que<br />

estás ahora; y si no sales, te has de ver en la<br />

mayor miseria que imaginarse pueda, porque<br />

no te ha de aprovechar pensar entonces que no<br />

sabe nadie la desgracia que te ha sucedido,<br />

porque bastará para afligirte y deshacerte que<br />

la sepas tú mesmo.<br />

Y, para confirmación desta verdad, te quiero<br />

decir una estancia que hizo el famoso poeta


Luis Tansilo, en el fin de su primera parte de<br />

Las lágrimas de San Pedro, que dice así:<br />

Crece el dolor y crece la vergüenza<br />

en Pedro, cuando el día se ha mostrado;<br />

y, aunque allí no ve a nadie, se avergüenza<br />

de sí mesmo, por ver que había pecado:<br />

que a un magnánimo pecho a haber vergüenza<br />

no sólo ha de moverle el ser mirado;<br />

que de sí se avergüenza cuando yerra,<br />

si bien otro no vee que cielo y tierra.<br />

Así que, no escusarás con el secreto tu dolor;<br />

antes, tendrás que llorar contino, si no lágrimas<br />

de los ojos, lágrimas de sangre del corazón,<br />

como las lloraba aquel simple doctor que nuestro<br />

poeta nos cuenta que hizo la prueba del<br />

vaso, que, con mejor discurso, se escusó de<br />

hacerla el prudente Reinaldos; que, puesto que<br />

aquello sea ficción poética, tiene en sí encerrados<br />

secretos morales dignos de ser advertidos y<br />

entendidos e imitados. Cuanto más que, con lo<br />

que ahora pienso decirte, acabarás de venir en


conocimiento del grande error que quieres cometer.<br />

Dime, Anselmo, si el cielo, o la suerte<br />

buena, te hubiera hecho señor y legítimo posesor<br />

de un finísimo diamante, de cuya bondad y<br />

quilates estuviesen satisfechos cuantos lapidarios<br />

le viesen, y que todos a una voz y de<br />

común parecer dijesen que llegaba en quilates,<br />

bondad y fineza a cuanto se podía estender la<br />

naturaleza de tal piedra, y tú mesmo lo creyeses<br />

así, sin saber otra cosa en contrario, ¿sería<br />

justo que te viniese en deseo de tomar aquel<br />

diamante, y ponerle entre un ayunque y un<br />

martillo, y allí, a pura fuerza de golpes y brazos,<br />

probar si es tan duro y tan fino como dicen?<br />

Y más, si lo pusieses por obra; que, puesto<br />

caso que la piedra hiciese resistencia a tan necia<br />

prueba, no por eso se le añadiría más valor ni<br />

más fama; y si se rompiese, cosa que podría ser,<br />

¿no se perdería todo? Sí, por cierto, dejando a<br />

su dueño en estimación de que todos le tengan<br />

por simple. Pues haz cuenta, Anselmo amigo,<br />

que Camila es fínisimo diamante, así en tu es-


timación como en la ajena, y que no es razón<br />

ponerla en contingencia de que se quiebre,<br />

pues, aunque se quede con su entereza, no<br />

puede subir a más valor del que ahora tiene; y<br />

si faltase y no resistiese, considera desde ahora<br />

cuál quedarías sin ella, y con cuánta razón te<br />

podrías quejar de ti mesmo, por haber sido<br />

causa de su perdición y la tuya. Mira que no<br />

hay joya en el mundo que tanto valga como la<br />

mujer casta y honrada, y que todo el honor de<br />

las mujeres consiste en la opinión buena que<br />

dellas se tiene; y, pues la de tu esposa es tal que<br />

llega al estremo de bondad que sabes, ¿para<br />

qué quieres poner esta verdad en duda? Mira,<br />

amigo, que la mujer es animal imperfecto, y<br />

que no se le han de poner embarazos donde<br />

tropiece y caiga, sino quitárselos y despejalle el<br />

camino de cualquier inconveniente, para que<br />

sin pesadumbre corra ligera a alcanzar la perfeción<br />

que le falta, que consiste en el ser virtuosa.<br />

Cuentan los naturales que el arminio es un<br />

animalejo que tiene una piel blanquísima, y que


cuando quieren cazarle, los cazadores usan<br />

deste artificio: que, sabiendo las partes por<br />

donde suele pasar y acudir, las atajan con lodo,<br />

y después, ojeándole, le encaminan hacia aquel<br />

lugar, y así como el arminio llega al lodo, se<br />

está quedo y se deja prender y cautivar, a trueco<br />

de no pasar por el cieno y perder y ensuciar<br />

su blancura, que la estima en más que la libertad<br />

y la vida. La honesta y casta mujer es arminio,<br />

y es más que nieve blanca y limpia la virtud<br />

de la honestidad; y el que quisiere que no la<br />

pierda, antes la guarde y conserve, ha de usar<br />

de otro estilo diferente que con el arminio se<br />

tiene, porque no le han de poner delante el cieno<br />

de los regalos y servicios de los importunos<br />

amantes, porque quizá, y aun sin quizá, no tiene<br />

tanta virtud y fuerza natural que pueda por<br />

sí mesma atropellar y pasar por aquellos embarazos,<br />

y es necesario quitárselos y ponerle delante<br />

la limpieza de la virtud y la belleza que<br />

encierra en sí la buena fama. Es asimesmo la<br />

buena mujer como espejo de cristal luciente y


claro; pero está sujeto a empañarse y escurecerse<br />

con cualquiera aliento que le toque. Hase de<br />

usar con la honesta mujer el estilo que con las<br />

reliquias: adorarlas y no tocarlas. Hase de<br />

guardar y estimar la mujer buena como se<br />

guarda y estima un hermoso jardín que está<br />

lleno de flores y rosas, cuyo dueño no consiente<br />

que nadie le pasee ni manosee; basta que desde<br />

lejos, y por entre las verjas de hierro, gocen de<br />

su fragrancia y hermosura. Finalmente, quiero<br />

decirte unos versos que se me han venido a la<br />

memoria, que los oí en una comedia moderna,<br />

que me parece que hacen al propósito de lo que<br />

vamos tratando. Aconsejaba un prudente viejo<br />

a otro, padre de una doncella, que la recogiese,<br />

guardase y encerrase, y entre otras razones, le<br />

dijo éstas:<br />

Es de vidrio la mujer;<br />

pero no se ha de probar<br />

si se puede o no quebrar,<br />

porque todo podría ser.<br />

Y es más fácil el quebrarse,


y no es cordura ponerse<br />

a peligro de romperse<br />

lo que no puede soldarse.<br />

Y en esta opinión estén<br />

todos, y en razón la fundo:<br />

que si hay Dánaes en el mundo,<br />

hay pluvias de oro también.<br />

Cuanto hasta aquí te he dicho, ¡oh Anselmo!, ha<br />

sido por lo que a ti te toca; y ahora es bien que<br />

se oiga algo de lo que a mí me conviene; y si<br />

fuere largo, perdóname, que todo lo requiere el<br />

laberinto donde te has entrado y de donde<br />

quieres que yo te saque. Tú me tienes por amigo<br />

y quieres quitarme la honra, cosa que es<br />

contra toda amistad; y aun no sólo pretendes<br />

esto, sino que procuras que yo te la quite a ti.<br />

Que me la quieres quitar a mí está claro, pues,<br />

cuando Camila vea que yo la solicito, como me<br />

pides, cierto está que me ha de tener por hombre<br />

sin honra y mal mirado, pues intento y<br />

hago una cosa tan fuera de aquello que el ser<br />

quien soy y tu amistad me obliga. De que quie-


es que te la quite a ti no hay duda, porque,<br />

viendo Camila que yo la solicito, ha de pensar<br />

que yo he visto en ella alguna liviandad que me<br />

dio atrevimiento a descubrirle mi mal deseo; y,<br />

teniéndose por deshonrada, te toca a ti, como a<br />

cosa suya, su mesma deshonra. Y de aquí nace<br />

lo que comúnmente se platica: que el marido de<br />

la mujer adúltera, puesto que él no lo sepa ni<br />

haya dado ocasión para que su mujer no sea la<br />

que debe, ni haya sido en su mano, ni en su<br />

descuido y poco recato estorbar su desgracia,<br />

con todo, le llaman y le nombran con nombre<br />

de vituperio y bajo; y en cierta manera le miran,<br />

los que la maldad de su mujer saben, con ojos<br />

de menosprecio, en cambio de mirarle con los<br />

de lástima, viendo que no por su culpa, sino<br />

por el gusto de su mala compañera, está en<br />

aquella desventura. Pero quiérote decir la causa<br />

por que con justa razón es deshonrado el marido<br />

de la mujer mala, aunque él no sepa que lo<br />

es, ni tenga culpa, ni haya sido parte, ni dado<br />

ocasión, para que ella lo sea. Y no te canses de


oírme, que todo ha de redundar en tu provecho.<br />

Cuando Dios crió a nuestro primero padre<br />

en el Paraíso terrenal, dice la Divina Escritura<br />

que infundió Dios sueño en Adán, y que, estando<br />

durmiendo, le sacó una costilla del lado<br />

siniestro, de la cual formó a nuestra madre Eva;<br />

y, así como Adán despertó y la miró, dijo: Ésta<br />

es carne de mi carne y hueso de mis huesos. Y Dios<br />

dijo: Por ésta dejará el hombre a su padre y madre, y<br />

serán dos en una carne misma. Y entonces fue<br />

instituido el divino sacramento del matrimonio,<br />

con tales lazos que sola la muerte puede desatarlos.<br />

Y tiene tanta fuerza y virtud este milagroso<br />

sacramento, que hace que dos diferentes<br />

personas sean una mesma carne; y aún hace<br />

más en los buenos casados, que, aunque tienen<br />

dos almas, no tienen más de una voluntad. Y de<br />

aquí viene que, como la carne de la esposa sea<br />

una mesma con la del esposo, las manchas que<br />

en ella caen, o los defectos que se procura, redundan<br />

en la carne del marido, aunque él no<br />

haya dado, como queda dicho, ocasión para


aquel daño. Porque, así como el dolor del pie o<br />

de cualquier miembro del cuerpo humano le<br />

siente todo el cuerpo, por ser todo de una carne<br />

mesma, y la cabeza siente el daño del tobillo,<br />

sin que ella se le haya causado, así el marido es<br />

participante de la deshonra de la mujer, por ser<br />

una mesma cosa con ella. Y como las honras y<br />

deshonras del mundo sean todas y nazcan de<br />

carne y sangre, y las de la mujer mala sean deste<br />

género, es forzoso que al marido le quepa<br />

parte dellas, y sea tenido por deshonrado sin<br />

que él lo sepa. Mira, pues, ¡oh Anselmo!, al peligro<br />

que te pones en querer turbar el sosiego<br />

en que tu buena esposa vive. Mira por cuán<br />

vana e impertinente curiosidad quieres revolver<br />

los humores que ahora están sosegados en<br />

el pecho de tu casta esposa. Advierte que lo que<br />

aventuras a ganar es poco, y que lo que perderás<br />

será tanto que lo dejaré en su punto, porque<br />

me faltan palabras para encarecerlo. Pero si<br />

todo cuanto he dicho no basta a moverte de tu<br />

mal propósito, bien puedes buscar otro instru-


mento de tu deshonra y desventura, que yo no<br />

pienso serlo, aunque por ello pierda tu amistad,<br />

que es la mayor pérdida que imaginar puedo.<br />

»Calló, en diciendo esto, el virtuoso y prudente<br />

Lotario, y Anselmo quedó tan confuso y pensativo<br />

que por un buen espacio no le pudo responder<br />

palabra; pero, en fin, le dijo:<br />

»-Con la atención que has visto he escuchado,<br />

Lotario amigo, cuanto has querido decirme, y<br />

en tus razones, ejemplos y comparaciones he<br />

visto la mucha discreción que tienes y el estremo<br />

de la verdadera amistad que alcanzas; y<br />

ansimesmo veo y confieso que si no sigo tu<br />

parecer y me voy tras el mío, voy huyendo del<br />

bien y corriendo tras el mal. Prosupuesto esto,<br />

has de considerar que yo padezco ahora la enfermedad<br />

que suelen tener algunas mujeres,<br />

que se les antoja comer tierra, yeso, carbón y<br />

otras cosas peores, aun asquerosas para mirarse,<br />

cuanto más para comerse; así que, es menester<br />

usar de algún artificio para que yo sane, y


esto se podía hacer con facilidad, sólo con que<br />

comiences, aunque tibia y fingidamente, a solicitar<br />

a Camila, la cual no ha de ser tan tierna<br />

que a los primeros encuentros dé con su honestidad<br />

por tierra; y con solo este principio quedaré<br />

contento y tú habrás cumplido con lo que<br />

debes a nuestra amistad, no solamente dándome<br />

la vida, sino persuadiéndome de no verme<br />

sin honra. Y estás obligado a hacer esto por una<br />

razón sola; y es que, estando yo, como estoy,<br />

determinado de poner en plática esta prueba,<br />

no has tú de consentir que yo dé cuenta de mi<br />

desatino a otra persona, con que pondría en<br />

aventura el honor que tú procuras que no pierda;<br />

y, cuando el tuyo no esté en el punto que<br />

debe en la intención de Camila en tanto que la<br />

solicitares, importa poco o nada, pues con brevedad,<br />

viendo en ella la entereza que esperamos,<br />

le podrás decir la pura verdad de nuestro<br />

artificio, con que volverá tu crédito al ser primero.<br />

Y, pues tan poco aventuras y tanto contento<br />

me puedes dar aventurándote, no lo dejes


de hacer, aunque más inconvenientes se te<br />

pongan delante, pues, como ya he dicho, con<br />

sólo que comiences daré por concluida la causa.<br />

»Viendo Lotario la resoluta voluntad de Anselmo,<br />

y no sabiendo qué más ejemplos traerle<br />

ni qué más razones mostrarle para que no la<br />

siguiese, y viendo que le amenazaba que daría<br />

a otro cuenta de su mal deseo, por evitar mayor<br />

mal, determinó de contentarle y hacer lo que le<br />

pedía, con propósito e intención de guiar aquel<br />

negocio de modo que, sin alterar los pensamientos<br />

de Camila, quedase Anselmo satisfecho;<br />

y así, le respondió que no comunicase su<br />

pensamiento con otro alguno, que él tomaba a<br />

su cargo aquella empresa, la cual comenzaría<br />

cuando a él le diese más gusto.<br />

Abrazóle Anselmo tierna y amorosamente, y<br />

agradecióle su ofrecimiento, como si alguna<br />

grande merced le hubiera hecho; y quedaron de<br />

acuerdo entre los dos que desde otro día siguiente<br />

se comenzase la obra; que él le daría


lugar y tiempo como a sus solas pudiese hablar<br />

a Camila, y asimesmo le daría dineros y joyas<br />

que darla y que ofrecerla. Aconsejóle que le<br />

diese músicas, que escribiese versos en su alabanza,<br />

y que, cuando él no quisiese tomar trabajo<br />

de hacerlos, él mesmo los haría. A todo se<br />

ofreció Lotario, bien con diferente intención<br />

que Anselmo pensaba.<br />

»Y con este acuerdo se volvieron a casa de Anselmo,<br />

donde hallaron a Camila con ansia y<br />

cuidado, esperando a su esposo, porque aquel<br />

día tardaba en venir más de lo acostumbrado.<br />

»Fuese Lotario a su casa, y Anselmo quedó en<br />

la suya, tan contento como Lotario fue pensativo,<br />

no sabiendo qué traza dar para salir bien de<br />

aquel impertinente negocio. Pero aquella noche<br />

pensó el modo que tendría para engañar a Anselmo,<br />

sin ofender a Camila; y otro día vino a<br />

comer con su amigo, y fue bien recebido de<br />

Camila, la cual le recebía y regalaba con mucha


voluntad, por entender la buena que su esposo<br />

le tenía.<br />

»Acabaron de comer, levantaron los manteles y<br />

Anselmo dijo a Lotario que se quedase allí con<br />

Camila, en tanto que él iba a un negocio forzoso,<br />

que dentro de hora y media volvería. Rogóle<br />

Camila que no se fuese y Lotario se ofreció a<br />

hacerle compañía, más nada aprovechó con<br />

Anselmo; antes, importunó a Lotario que se<br />

quedase y le aguardase, porque tenía que tratar<br />

con él una cosa de mucha importancia. Dijo<br />

también a Camila que no dejase solo a Lotario<br />

en tanto que él volviese. En efeto, él supo tan<br />

bien fingir la necesidad, o necedad, de su ausencia,<br />

que nadie pudiera entender que era fingida.<br />

Fuese Anselmo, y quedaron solos a la<br />

mesa Camila y Lotario, porque la demás gente<br />

de casa toda se había ido a comer. Viose Lotario<br />

puesto en la estacada que su amigo deseaba y<br />

con el enemigo delante, que pudiera vencer con<br />

sola su hermosura a un escuadrón de caballeros


armados: mirad si era razón que le temiera Lotario.<br />

»Pero lo que hizo fue poner el codo sobre el<br />

brazo de la silla y la mano abierta en la mejilla,<br />

y, pidiendo perdón a Camila del mal comedimiento,<br />

dijo que quería reposar un poco en tanto<br />

que Anselmo volvía. Camila le respondió<br />

que mejor reposaría en el estrado que en la silla,<br />

y así, le rogó se entrase a dormir en él. No<br />

quiso Lotario, y allí se quedó dormido hasta<br />

que volvió Anselmo, el cual, como halló a Camila<br />

en su aposento y a Lotario durmiendo,<br />

creyó que, como se había tardado tanto, ya<br />

habrían tenido los dos lugar para hablar, y aun<br />

para dormir, y no vio la hora en que Lotario<br />

despertase, para volverse con él fuera y preguntarle<br />

de su ventura.<br />

»Todo le sucedió como él quiso: Lotario despertó,<br />

y luego salieron los dos de casa, y así, le<br />

preguntó lo que deseaba, y le respondió Lotario<br />

que no le había parecido ser bien que la prime-


a vez se descubriese del todo; y así, no había<br />

hecho otra cosa que alabar a Camila de hermosa,<br />

diciéndole que en toda la ciudad no se trataba<br />

de otra cosa que de su hermosura y discreción,<br />

y que éste le había parecido buen principio<br />

para entrar ganando la voluntad, y disponiéndola<br />

a que otra vez le escuchase con gusto,<br />

usando en esto del artificio que el demonio usa<br />

cuando quiere engañar a alguno que está puesto<br />

en atalaya de mirar por sí: que se transforma<br />

en ángel de luz, siéndolo él de tinieblas, y, poniéndole<br />

delante apariencias buenas, al cabo<br />

descubre quién es y sale con su intención, si a<br />

los principios no es descubierto su engaño. Todo<br />

esto le contentó mucho a Anselmo, y dijo<br />

que cada día daría el mesmo lugar, aunque no<br />

saliese de casa, porque en ella se ocuparía en<br />

cosas que Camila no pudiese venir en conocimiento<br />

de su artificio.<br />

»Sucedió, pues, que se pasaron muchos días<br />

que, sin decir Lotario palabra a Camila, res-


pondía a Anselmo que la hablaba y jamás podía<br />

sacar della una pequeña muestra de venir en<br />

ninguna cosa que mala fuese, ni aun dar una<br />

señal de sombra de esperanza; antes, decía que<br />

le amenazaba que si de aquel mal pensamiento<br />

no se quitaba, que lo había de decir a su esposo.<br />

»-Bien está -dijo Anselmo-. Hasta aquí ha resistido<br />

Camila a las palabras; es menester ver<br />

cómo resiste a las obras: yo os daré mañana dos<br />

mil escudos de oro para que se los ofrezcáis, y<br />

aun se los deis, y otros tantos para que compréis<br />

joyas con que cebarla; que las mujeres suelen<br />

ser aficionadas, y más si son hermosas, por<br />

más castas que sean, a esto de traerse bien y<br />

andar galanas; y si ella resiste a esta tentación,<br />

yo quedaré satisfecho y no os daré más pesadumbre.<br />

»Lotario respondió que ya que había comenzado,<br />

que él llevaría hasta el fin aquella empresa,<br />

puesto que entendía salir della cansado y vencido.<br />

Otro día recibió los cuatro mil escudos, y


con ellos cuatro mil confusiones, porque no<br />

sabía qué decirse para mentir de nuevo; pero,<br />

en efeto, determinó de decirle que Camila estaba<br />

tan entera a las dádivas y promesas como a<br />

las palabras, y que no había para qué cansarse<br />

más, porque todo el tiempo se gastaba en balde.<br />

»Pero la suerte, que las cosas guiaba de otra<br />

manera, ordenó que, habiendo dejado Anselmo<br />

solos a Lotario y a Camila, como otras veces<br />

solía, él se encerró en un aposento y por los<br />

agujeros de la cerradura estuvo mirando y escuchando<br />

lo que los dos trataban, y vio que en<br />

más de media hora Lotario no habló palabra a<br />

Camila, ni se la hablara si allí estuviera un siglo,<br />

y cayó en la cuenta de que cuanto su amigo<br />

le había dicho de las respuestas de Camila todo<br />

era ficción y mentira. Y, para ver si esto era<br />

ansí, salió del aposento, y, llamando a Lotario<br />

aparte, le preguntó qué nuevas había y de qué<br />

temple estaba Camila. Lotario le respondió que<br />

no pensaba más darle puntada en aquel nego-


cio, porque respondía tan áspera y desabridamente,<br />

que no tendría ánimo para volver a decirle<br />

cosa alguna.<br />

»-¡Ah! -dijo Anselmo-, Lotario, Lotario, y cuán<br />

mal correspondes a lo que me debes y a lo mucho<br />

que de ti confío! Ahora te he estado mirando<br />

por el lugar que concede la entrada desta<br />

llave, y he visto que no has dicho palabra a<br />

Camila, por donde me doy a entender que aun<br />

las primeras le tienes por decir; y si esto es así,<br />

como sin duda lo es, ¿para qué me engañas, o<br />

por qué quieres quitarme con tu industria los<br />

medios que yo podría hallar para conseguir mi<br />

deseo?<br />

»No dijo más Anselmo, pero bastó lo que había<br />

dicho para dejar corrido y confuso a Lotario; el<br />

cual, casi como tomando por punto de honra el<br />

haber sido hallado en mentira, juró a Anselmo<br />

que desde aquel momento tomaba tan a su cargo<br />

el contentalle y no mentille, cual lo vería si<br />

con curiosidad lo espiaba; cuanto más, que no


sería menester usar de ninguna diligencia, porque<br />

la que él pensaba poner en satisfacelle le<br />

quitaría de toda sospecha. Creyóle Anselmo, y<br />

para dalle comodidad más segura y menos sobresaltada,<br />

determinó de hacer ausencia de su<br />

casa por ocho días, yéndose a la de un amigo<br />

suyo, que estaba en una aldea, no lejos de la<br />

ciudad, con el cual amigo concertó que le enviase<br />

a llamar con muchas veras, para tener<br />

ocasión con Camila de su partida.<br />

»¡Desdichado y mal advertido de ti, Anselmo!<br />

¿Qué es lo que haces? ¿Qué es lo que trazas?<br />

¿Qué es lo que ordenas? Mira que haces contra<br />

ti mismo, trazando tu deshonra y ordenando tu<br />

perdición. Buena es tu esposa Camila, quieta y<br />

sosegadamente la posees, nadie sobresalta tu<br />

gusto, sus pensamientos no salen de las paredes<br />

de su casa, tú eres su cielo en la tierra, el<br />

blanco de sus deseos, el cumplimiento de sus<br />

gustos y la medida por donde mide su voluntad,<br />

ajustándola en todo con la tuya y con la del


cielo. Pues si la mina de su honor, hermosura,<br />

honestidad y recogimiento te da sin ningún<br />

trabajo toda la riqueza que tiene y tú puedes<br />

desear, ¿para qué quieres ahondar la tierra y<br />

buscar nuevas vetas de nuevo y nunca visto<br />

tesoro, poniéndote a peligro que toda venga<br />

abajo, pues, en fin, se sustenta sobre los débiles<br />

arrimos de su flaca naturaleza? Mira que el que<br />

busca lo imposible es justo que lo posible se le<br />

niegue, como lo dijo mejor un poeta, diciendo:<br />

Busco en la muerte la vida,<br />

salud en la enfermedad,<br />

en la prisión libertad,<br />

en lo cerrado salida<br />

y en el traidor lealtad.<br />

Pero mi suerte, de quien<br />

jamás espero algún bien,<br />

con el cielo ha estatuido<br />

que, pues lo imposible pido,<br />

lo posible aun no me den.


»Fuese otro día Anselmo a la aldea, dejando<br />

dicho a Camila que el tiempo que él estuviese<br />

ausente vendría Lotario a mirar por su casa y a<br />

comer con ella; que tuviese cuidado de tratalle<br />

como a su mesma persona. Afligióse Camila,<br />

como mujer discreta y honrada, de la orden que<br />

su marido le dejaba, y díjole que advirtiese que<br />

no estaba bien que nadie, él ausente, ocupase la<br />

silla de su mesa, y que si lo hacía por no tener<br />

confianza que ella sabría gobernar su casa, que<br />

probase por aquella vez, y vería por experiencia<br />

como para mayores cuidados era bastante.<br />

Anselmo le replicó que aquél era su gusto, y<br />

que no tenía más que hacer que bajar la cabeza<br />

y obedecelle. Camila dijo que ansí lo haría,<br />

aunque contra su voluntad.<br />

»Partióse Anselmo, y otro día vino a su casa<br />

Lotario, donde fue rescebido de Camila con<br />

amoroso y honesto acogimiento; la cual jamás<br />

se puso en parte donde Lotario la viese a solas,<br />

porque siempre andaba rodeada de sus criados


y criadas, especialmente de una doncella suya,<br />

llamada Leonela, a quien ella mucho quería,<br />

por haberse criado desde niñas las dos juntas<br />

en casa de los padres de Camila, y cuando se<br />

casó con Anselmo la trujo consigo.<br />

»En los tres días primeros nunca Lotario le dijo<br />

nada, aunque pudiera, cuando se levantaban<br />

los manteles y la gente se iba a comer con mucha<br />

priesa, porque así se lo tenía mandado Camila.<br />

Y aun tenía orden Leonela que comiese<br />

primero que Camila, y que de su lado jamás se<br />

quitase; mas ella, que en otras cosas de su gusto<br />

tenía puesto el pensamiento y había menester<br />

aquellas horas y aquel lugar para ocuparle en<br />

sus contentos, no cumplía todas veces el mandamiento<br />

de su señora; antes, los dejaba solos,<br />

como si aquello le hubieran mandado. Mas la<br />

honesta presencia de Camila, la gravedad de su<br />

rostro, la compostura de su persona era tanta,<br />

que ponía freno a la lengua de Lotario.


»Pero el provecho que las muchas virtudes de<br />

Camila hicieron, poniendo silencio en la lengua<br />

de Lotario, redundó más en daño de los dos,<br />

porque si la lengua callaba, el pensamiento discurría<br />

y tenía lugar de contemplar, parte por<br />

parte, todos los estremos de bondad y de hermosura<br />

que Camila tenía, bastantes a enamorar<br />

una estatua de mármol, no que un corazón de<br />

carne.<br />

»Mirábala Lotario en el lugar y espacio que<br />

había de hablarla, y consideraba cuán digna era<br />

de ser amada; y esta consideración comenzó<br />

poco a poco a dar asaltos a los respectos que a<br />

Anselmo tenía, y mil veces quiso ausentarse de<br />

la ciudad y irse donde jamás Anselmo le viese a<br />

él, ni él viese a Camila; mas ya le hacía impedimento<br />

y detenía el gusto que hallaba en mirarla.<br />

Hacíase fuerza y peleaba consigo mismo<br />

por desechar y no sentir el contento que le llevaba<br />

a mirar a Camila. Culpábase a solas de su<br />

desatino, llamábase mal amigo y aun mal cris-


tiano; hacía discursos y comparaciones entre él<br />

y Anselmo, y todos paraban en decir que más<br />

había sido la locura y confianza de Anselmo<br />

que su poca fidelidad, y que si así tuviera disculpa<br />

para con Dios como para con los hombres<br />

de lo que pensaba hacer, que no temiera pena<br />

por su culpa.<br />

»En efecto, la hermosura y la bondad de Camila,<br />

juntamente con la ocasión que el ignorante<br />

marido le había puesto en las manos, dieron<br />

con la lealtad de Lotario en tierra. Y, sin mirar a<br />

otra cosa que aquella a que su gusto le inclinaba,<br />

al cabo de tres días de la ausencia de Anselmo,<br />

en los cuales estuvo en continua batalla<br />

por resistir a sus deseos, comenzó a requebrar a<br />

Camila, con tanta turbación y con tan amorosas<br />

razones que Camila quedó suspensa, y no hizo<br />

otra cosa que levantarse de donde estaba y entrarse<br />

a su aposento, sin respondelle palabra<br />

alguna. Mas no por esta sequedad se desmayó<br />

en Lotario la esperanza, que siempre nace jun-


tamente con el amor; antes, tuvo en más a Camila.<br />

La cual, habiendo visto en Lotario lo que<br />

jamás pensara, no sabía qué hacerse. Y, pareciéndole<br />

no ser cosa segura ni bien hecha darle<br />

ocasión ni lugar a que otra vez la hablase, determinó<br />

de enviar aquella mesma noche, como<br />

lo hizo, a un criado suyo con un billete a Anselmo,<br />

donde le escribió estas razones:


Capítulo XXXIV<br />

<strong>Don</strong>de se prosigue la novela del Curioso impertinente<br />

»Así como suele decirse que parece mal el ejército<br />

sin su general y el castillo sin su castellano,<br />

digo yo que parece muy peor la mujer casada y<br />

moza sin su marido, cuando justísimas ocasiones<br />

no lo impiden. Yo me hallo tan mal sin vos,<br />

y tan imposibilitada de no poder sufrir esta<br />

ausencia, que si presto no venís, me habré de ir<br />

a entretener en casa de mis padres, aunque deje<br />

sin guarda la vuestra; porque la que me dejastes,<br />

si es que quedó con tal título, creo que mira<br />

más por su gusto que por lo que a vos os toca;<br />

y, pues sois discreto, no tengo más que deciros,<br />

ni aun es bien que más os diga.<br />

»Esta carta recibió Anselmo, y entendió por ella<br />

que Lotario había ya comenzado la empresa, y<br />

que Camila debía de haber respondido como él<br />

deseaba; y, alegre sobremanera de tales nuevas,


espondió a Camila, de palabra, que no hiciese<br />

mudamiento de su casa en modo ninguno, porque<br />

él volvería con mucha brevedad. Admirada<br />

quedó Camila de la respuesta de Anselmo, que<br />

la puso en más confusión que primero, porque<br />

ni se atrevía a estar en su casa, ni menos irse a<br />

la de sus padres; porque en la quedada corría<br />

peligro su honestidad, y en la ida iba contra el<br />

mandamiento de su esposo.<br />

»En fin, se resolvió en lo que le estuvo peor,<br />

que fue en el quedarse, con determinación de<br />

no huir la presencia de Lotario, por no dar que<br />

decir a sus criados; y ya le pesaba de haber escrito<br />

lo que escribió a su esposo, temerosa de<br />

que no pensase que Lotario había visto en ella<br />

alguna desenvoltura que le hubiese movido a<br />

no guardalle el decoro que debía.<br />

Pero, fiada en su bondad, se fió en Dios y en su<br />

buen pensamiento, con que pensaba resistir<br />

callando a todo aquello que Lotario decirle quisiese,<br />

sin dar más cuenta a su marido, por no


ponerle en alguna pendencia y trabajo. Y aun<br />

andaba buscando manera como disculpar a<br />

Lotario con Anselmo, cuando le preguntase la<br />

ocasión que le había movido a escribirle aquel<br />

papel. Con estos pensamientos, más honrados<br />

que acertados ni provechosos, estuvo otro día<br />

escuchando a Lotario, el cual cargó la mano de<br />

manera que comenzó a titubear la firmeza de<br />

Camila, y su honestidad tuvo harto que hacer<br />

en acudir a los ojos, para que no diesen muestra<br />

de alguna amorosa compasión que las lágrimas<br />

y las razones de Lotario en su pecho habían<br />

despertado.<br />

Todo esto notaba Lotario, y todo le encendía.<br />

»Finalmente, a él le pareció que era menester,<br />

en el espacio y lugar que daba la ausencia de<br />

Anselmo, apretar el cerco a aquella fortaleza. Y<br />

así, acometió a su presunción con las alabanzas<br />

de su hermosura, porque no hay cosa que más<br />

presto rinda y allane las encastilladas torres de<br />

la vanidad de las hermosas que la mesma vani-


dad, puesta en las lenguas de la adulación. En<br />

efecto, él, con toda diligencia, minó la roca de<br />

su entereza, con tales pertrechos que, aunque<br />

Camila fuera toda de bronce, viniera al suelo.<br />

Lloró, rogó, ofreció, aduló, porfió, y fingió Lotario<br />

con tantos sentimientos, con muestras de<br />

tantas veras, que dio al través con el recato de<br />

Camila y vino a triunfar de lo que menos se<br />

pensaba y más deseaba.<br />

»Rindióse Camila, Camila se rindió; pero, ¿qué<br />

mucho, si la amistad de Lotario no quedó en<br />

pie? Ejemplo claro que nos muestra que sólo se<br />

vence la pasión amorosa con huilla, y que nadie<br />

se ha de poner a brazos con tan poderoso enemigo,<br />

porque es menester fuerzas divinas para<br />

vencer las suyas humanas. Sólo supo Leonela la<br />

flaqueza de su señora, porque no se la pudieron<br />

encubrir los dos malos amigos y nuevos amantes.<br />

No quiso Lotario decir a Camila la pretensión<br />

de Anselmo, ni que él le había dado lugar<br />

para llegar a aquel punto, porque no tuviese en


menos su amor y pensase que así, acaso y sin<br />

pensar, y no de propósito, la había solicitado.<br />

»Volvió de allí a pocos días Anselmo a su casa,<br />

y no echó de ver lo que faltaba en ella, que era<br />

lo que en menos tenía y más estimaba. Fuese<br />

luego a ver a Lotario, y hallóle en su casa;<br />

abrazáronse los dos, y el uno preguntó por las<br />

nuevas de su vida o de su muerte.<br />

»-Las nuevas que te podré dar, ¡oh amigo Anselmo!<br />

-dijo Lotario-, son de que tienes una<br />

mujer que dignamente puede ser ejemplo y<br />

corona de todas las mujeres buenas. Las palabras<br />

que le he dicho se las ha llevado el aire, los<br />

ofrecimientos se han tenido en poco, las dádivas<br />

no se han admitido, de algunas lágrimas<br />

fingidas mías se ha hecho burla notable. En<br />

resolución, así como Camila es cifra de toda<br />

belleza, es archivo donde asiste la honestidad y<br />

vive el comedimiento y el recato, y todas las<br />

virtudes que pueden hacer loable y bien afortunada<br />

a una honrada mujer. Vuelve a tomar


tus dineros, amigo, que aquí los tengo, sin<br />

haber tenido necesidad de tocar a ellos; que la<br />

entereza de Camila no se rinde a cosas tan bajas<br />

como son dádivas ni promesas. Conténtate,<br />

Anselmo, y no quieras hacer más pruebas de<br />

las hechas; y, pues a pie enjuto has pasado el<br />

mar de las dificultades y sospechas que de las<br />

mujeres suelen y pueden tenerse, no quieras<br />

entrar de nuevo en el profundo piélago de nuevos<br />

inconvenientes, ni quieras hacer experiencia<br />

con otro piloto de la bondad y fortaleza del<br />

navío que el cielo te dio en suerte para que en él<br />

pasases la mar deste mundo, sino haz cuenta<br />

que estás ya en seguro puerto, y aférrate con las<br />

áncoras de la buena consideración, y déjate<br />

estar hasta que te vengan a pedir la deuda que<br />

no hay hidalguía humana que de pagarla se<br />

escuse.<br />

»Contentísimo quedó Anselmo de las razones<br />

de Lotario, y así se las creyó como si fueran<br />

dichas por algún oráculo. Pero, con todo eso, le


ogó que no dejase la empresa, aunque no fuese<br />

más de por curiosidad y entretenimiento, aunque<br />

no se aprovechase de allí adelante de tan<br />

ahincadas diligencias como hasta entonces; y<br />

que sólo quería que le escribiese algunos versos<br />

en su alabanza, debajo del nombre de Clori,<br />

porque él le daría a entender a Camila que andaba<br />

enamorado de una dama, a quien le había<br />

puesto aquel nombre por poder celebrarla con<br />

el decoro que a su honestidad se le debía; y<br />

que, cuando Lotario no quisiera tomar trabajo<br />

de escribir los versos, que él los haría.<br />

»-No será menester eso -dijo Lotario-, pues no<br />

me son tan enemigas las musas que algunos<br />

ratos del año no me visiten. Dile tú a Camila lo<br />

que has dicho del fingimiento de mis amores,<br />

que los versos yo los haré; si no tan buenos como<br />

el subjeto merece, serán, por lo menos, los<br />

mejores que yo pudiere.<br />

»Quedaron deste acuerdo el impertinente y el<br />

traidor amigo; y, vuelto Anselmo a su casa,


preguntó a Camila lo que ella ya se maravillaba<br />

que no se lo hubiese preguntado: que fue que le<br />

dijese la ocasión por que le había escrito el papel<br />

que le envió. Camila le respondió que le<br />

había parecido que Lotario la miraba un poco<br />

más desenvueltamente que cuando él estaba en<br />

casa; pero que ya estaba desengañada y creía<br />

que había sido imaginación suya, porque ya<br />

Lotario huía de vella y de estar con ella a solas.<br />

Díjole Anselmo que bien podía estar segura de<br />

aquella sospecha, porque él sabía que Lotario<br />

andaba enamorado de una doncella principal<br />

de la ciudad, a quien él celebraba debajo del<br />

nombre de Clori, y que, aunque no lo estuviera,<br />

no había que temer de la verdad de Lotario y<br />

de la mucha amistad de entrambos. Y, a no estar<br />

avisada Camila de Lotario de que eran fingidos<br />

aquellos amores de Clori, y que él se lo<br />

había dicho a Anselmo por poder ocuparse<br />

algunos ratos en las mismas alabanzas de Camila,<br />

ella, sin duda, cayera en la desesperada


ed de los celos; mas, por estar ya advertida,<br />

pasó aquel sobresalto sin pesadumbre.<br />

»Otro día, estando los tres sobre mesa, rogó<br />

Anselmo a Lotario dijese alguna cosa de las que<br />

había compuesto a su amada Clori; que, pues<br />

Camila no la conocía, seguramente podía decir<br />

lo que quisiese.<br />

»-Aunque la conociera -respondió Lotario-, no<br />

encubriera yo nada, porque cuando algún<br />

amante loa a su dama de hermosa y la nota de<br />

cruel, ningún oprobrio hace a su buen crédito.<br />

Pero, sea lo que fuere, lo que sé decir, que ayer<br />

hice un soneto a la ingratitud desta Clori, que<br />

dice ansí:<br />

Soneto<br />

En el silencio de la noche, cuando<br />

ocupa el dulce sueño a los mortales,<br />

la pobre cuenta de mis ricos males<br />

estoy al cielo y a mi Clori dando.


Y, al tiempo cuando el sol se va mostrando<br />

por las rosadas puertas orientales,<br />

con suspiros y acentos desiguales,<br />

voy la antigua querella renovando.<br />

Y cuando el sol, de su estrellado asiento,<br />

derechos rayos a la tierra envía,<br />

el llanto crece y doblo los gemidos.<br />

Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento,<br />

y siempre hallo, en mi mortal porfía,<br />

al cielo, sordo; a Clori, sin oídos.<br />

»Bien le pareció el soneto a Camila, pero mejor<br />

a Anselmo, pues le alabó, y dijo que era demasiadamente<br />

cruel la dama que a tan claras verdades<br />

no correspondía. A lo que dijo Camila:


»-Luego, ¿todo aquello que los poetas enamorados<br />

dicen es verdad?<br />

»-En cuanto poetas, no la dicen -respondió Lotario-;<br />

mas, en cuanto enamorados, siempre<br />

quedan tan cortos como verdaderos.<br />

»-No hay duda deso -replicó Anselmo, todo por<br />

apoyar y acreditar los pensamientos de Lotario<br />

con Camila, tan descuidada del artificio de Anselmo<br />

como ya enamorada de Lotario.<br />

»Y así, con el gusto que de sus cosas tenía, y<br />

más, teniendo por entendido que sus deseos y<br />

escritos a ella se encaminaban, y que ella era la<br />

verdadera Clori, le rogó que si otro soneto o<br />

otros versos sabía, los dijese:<br />

»-Sí sé -respondió Lotario-, pero no creo que es<br />

tan bueno como el primero, o, por mejor decir,<br />

menos malo. Y podréislo bien juzgar, pues es<br />

éste:


Soneto<br />

Yo sé que muero; y si no soy creído,<br />

es más cierto el morir, como es más cierto<br />

verme a tus pies, ¡oh bella ingrata!, muerto,<br />

antes que de adorarte arrepentido.<br />

Podré yo verme en la región de olvido,<br />

de vida y gloria y de favor desierto,<br />

y allí verse podrá en mi pecho abierto<br />

cómo tu hermoso rostro está esculpido.<br />

Que esta reliquia guardo para el duro<br />

trance que me amenaza mi porfía,<br />

que en tu mismo rigor se fortalece.<br />

¡Ay de aquel que navega, el cielo escuro,<br />

por mar no usado y peligrosa vía,<br />

adonde norte o puerto no se ofrece!<br />

»También alabó este segundo soneto Anselmo,<br />

como había hecho el primero, y desta manera


iba añadiendo eslabón a eslabón a la cadena<br />

con que se enlazaba y trababa su deshonra,<br />

pues cuando más Lotario le deshonraba, entonces<br />

le decía que estaba más honrado; y, con<br />

esto, todos los escalones que Camila bajaba<br />

hacia el centro de su menosprecio, los subía, en<br />

la opinión de su marido, hacia la cumbre de la<br />

virtud y de su buena fama.<br />

»Sucedió en esto que, hallándose una vez, entre<br />

otras, sola Camila con su doncella, le dijo:<br />

»-Corrida estoy, amiga Leonela, de ver en cuán<br />

poco he sabido estimarme, pues siquiera no<br />

hice que con el tiempo comprara Lotario la entera<br />

posesión que le di tan presto de mi voluntad.<br />

Temo que ha de estimar mi presteza o ligereza,<br />

sin que eche de ver la fuerza que él me<br />

hizo para no poder resistirle.<br />

»-No te dé pena eso, señora mía -respondió<br />

Leonela-, que no está la monta, ni es causa para<br />

menguar la estimación, darse lo que se da pre-


sto, si, en efecto, lo que se da es bueno, y ello<br />

por sí digno de estimarse. Y aun suele decirse<br />

que el que luego da, da dos veces.<br />

»-También se suele decir -dijo Camila- que lo<br />

que cuesta poco se estima en menos.<br />

»-No corre por ti esa razón -respondió Leonela-,<br />

porque el amor, según he oído decir, unas veces<br />

vuela y otras anda, con éste corre y con<br />

aquél va despacio, a unos entibia y a otros<br />

abrasa, a unos hiere y a otros mata, en un mesmo<br />

punto comienza la carrera de sus deseos y<br />

en aquel mesmo punto la acaba y concluye, por<br />

la mañana suele poner el cerco a una fortaleza y<br />

a la noche la tiene rendida, porque no hay fuerza<br />

que le resista. Y, siendo así, ¿de qué te espantas,<br />

o de qué temes, si lo mismo debe de<br />

haber acontecido a Lotario, habiendo tomado el<br />

amor por instrumento de rendirnos la ausencia<br />

de mi señor? Y era forzoso que en ella se concluyese<br />

lo que el amor tenía determinado, sin<br />

dar tiempo al tiempo para que Anselmo le tu-


viese de volver, y con su presencia quedase<br />

imperfecta la obra. Porque el amor no tiene otro<br />

mejor ministro para ejecutar lo que desea que<br />

es la ocasión: de la ocasión se sirve en todos sus<br />

hechos, principalmente en los principios.<br />

Todo esto sé yo muy bien, más de experiencia<br />

que de oídas, y algún día te lo diré, señora, que<br />

yo también soy de carne y de sangre moza.<br />

Cuanto más, señora Camila, que no te entregaste<br />

ni diste tan luego, que primero no hubieses<br />

visto en los ojos, en los suspiros, en las razones<br />

y en las promesas y dádivas de Lotario toda su<br />

alma, viendo en ella y en sus virtudes cuán<br />

digno era Lotario de ser amado. Pues si esto es<br />

ansí, no te asalten la imaginación esos escrupulosos<br />

y melindrosos pensamientos, sino asegúrate<br />

que Lotario te estima como tú le estimas a<br />

él, y vive con contento y satisfación de que, ya<br />

que caíste en el lazo amoroso, es el que te aprieta<br />

de valor y de estima. Y que no sólo tiene las<br />

cuatro eses que dicen que han de tener los bue-


nos enamorados, sino todo un ABC entero: si<br />

no, escúchame y verás como te le digo de coro.<br />

Él es, según yo veo y a mí me parece, agradecido,<br />

bueno, caballero, dadivoso, enamorado,<br />

firme, gallardo, honrado, ilustre, leal, mozo,<br />

noble, onesto, principal, quantioso, rico, y las<br />

eses que dicen; y luego, tácito, verdadero. La X<br />

no le cuadra, porque es letra áspera; la Y ya está<br />

dicha; la Z, zelador de tu honra.<br />

»Rióse Camila del ABC de su doncella, y túvola<br />

por más plática en las cosas de amor que ella<br />

decía; y así lo confesó ella, descubriendo a Camila<br />

como trataba amores con un mancebo bien<br />

nacido, de la mesma ciudad; de lo cual se turbó<br />

Camila, temiendo que era aquél camino por<br />

donde su honra podía correr riesgo. Apuróla si<br />

pasaban sus pláticas a más que serlo. Ella, con<br />

poca vergüenza y mucha desenvoltura, le respondió<br />

que sí pasaban; porque es cosa ya cierta<br />

que los descuidos de las señoras quitan la vergüenza<br />

a las criadas, las cuales, cuando ven a


las amas echar traspiés, no se les da nada a ellas<br />

de cojear, ni de que lo sepan.<br />

»No pudo hacer otra cosa Camila sino rogar a<br />

Leonela no dijese nada de su hecho al que decía<br />

ser su amante, y que tratase sus cosas con secreto,<br />

porque no viniesen a noticia de Anselmo ni<br />

de Lotario. Leonela respondió que así lo haría,<br />

mas cumpliólo de manera que hizo cierto el<br />

temor de Camila de que por ella había de perder<br />

su crédito. Porque la deshonesta y atrevida<br />

Leonela, después que vio que el proceder de su<br />

ama no era el que solía, atrevióse a entrar y<br />

poner dentro de casa a su amante, confiada<br />

que, aunque su señora le viese, no había de osar<br />

descubrille; que este daño acarrean, entre otros,<br />

los pecados de las señoras: que se hacen esclavas<br />

de sus mesmas criadas y se obligan a encubrirles<br />

sus deshonestidades y vilezas, como<br />

aconteció con Camila; que, aunque vio una y<br />

muchas veces que su Leonela estaba con su<br />

galán en un aposento de su casa, no sólo no la


osaba reñir, mas dábale lugar a que lo encerrase,<br />

y quitábale todos los estorbos, para que no<br />

fuese visto de su marido.<br />

»Pero no los pudo quitar que Lotario no le viese<br />

una vez salir, al romper del alba; el cual, sin<br />

conocer quién era, pensó primero que debía de<br />

ser alguna fantasma; mas, cuando le vio caminar,<br />

embozarse y encubrirse con cuidado y recato,<br />

cayó de su simple pensamiento y dio en<br />

otro, que fuera la perdición de todos si Camila<br />

no lo remediara. Pensó Lotario que aquel hombre<br />

que había visto salir tan a deshora de casa<br />

de Anselmo no había entrado en ella por Leonela,<br />

ni aun se acordó si Leonela era en el<br />

mundo; sólo creyó que Camila, de la misma<br />

manera que había sido fácil y ligera con él, lo<br />

era para otro; que estas añadiduras trae consigo<br />

la maldad de la mujer mala: que pierde el crédito<br />

de su honra con el mesmo a quien se entregó<br />

rogada y persuadida, y cree que con mayor<br />

facilidad se entrega a otros, y da infalible crédi-


to a cualquiera sospecha que desto le venga. Y<br />

no parece sino que le faltó a Lotario en este<br />

punto todo su buen entendimiento, y se le fueron<br />

de la memoria todos sus advertidos discursos,<br />

pues, sin hacer alguno que bueno fuese, ni<br />

aun razonable, sin más ni más, antes que Anselmo<br />

se levantase, impaciente y ciego de la<br />

celosa rabia que las entrañas le roía, muriendo<br />

por vengarse de Camila, que en ninguna cosa le<br />

había ofendido, se fue a Anselmo y le dijo:<br />

»-Sábete, Anselmo, que ha muchos días que he<br />

andado peleando conmigo mesmo, haciéndome<br />

fuerza a no decirte lo que ya no es posible ni<br />

justo que más te encubra. Sábete que la fortaleza<br />

de Camila está ya rendida y sujeta a todo<br />

aquello que yo quisiere hacer della; y si he tardado<br />

en descubrirte esta verdad, ha sido por<br />

ver si era algún liviano antojo suyo, o si lo hacía<br />

por probarme y ver si eran con propósito firme<br />

tratados los amores que, con tu licencia, con<br />

ella he comenzado. Creí, ansimismo, que ella, si


fuera la que debía y la que entrambos pensábamos,<br />

ya te hubiera dado cuenta de mi solicitud,<br />

pero, habiendo visto que se tarda, conozco<br />

que son verdaderas las promesas que me ha<br />

dado de que, cuando otra vez hagas ausencia<br />

de tu casa, me hablará en la recámara, donde<br />

está el repuesto de tus alhajas -y era la verdad,<br />

que allí le solía hablar Camila-; y no quiero que<br />

precipitosamente corras a hacer alguna venganza,<br />

pues no está aún cometido el pecado<br />

sino con pensamiento, y podría ser que, desde<br />

éste hasta el tiempo de ponerle por obra, se<br />

mudase el de Camila y naciese en su lugar el<br />

arrepentimiento. Y así, ya que, en todo o en<br />

parte, has seguido siempre mis consejos, sigue<br />

y guarda uno que ahora te diré, para que sin<br />

engaño y con medroso advertimento te satisfagas<br />

de aquello que más vieres que te convenga.<br />

Finge que te ausentas por dos o tres días, como<br />

otras veces sueles, y haz de manera que te quedes<br />

escondido en tu recámara, pues los tapices<br />

que allí hay y otras cosas con que te puedas


encubrir te ofrecen mucha comodidad, y entonces<br />

verás por tus mismos ojos, y yo por los<br />

míos, lo que Camila quiere; y si fuere la maldad<br />

que se puede temer antes que esperar, con silencio,<br />

sagacidad y discreción podrás ser el<br />

verdugo de tu agravio.<br />

»Absorto, suspenso y admirado quedó Anselmo<br />

con las razones de Lotario, porque le cogieron<br />

en tiempo donde menos las esperaba oír,<br />

porque ya tenía a Camila por vencedora de los<br />

fingidos asaltos de Lotario y comenzaba a gozar<br />

la gloria del vencimiento. Callando estuvo<br />

por un buen espacio, mirando al suelo sin mover<br />

pestaña, y al cabo dijo:<br />

»-Tú lo has hecho, Lotario, como yo esperaba<br />

de tu amistad; en todo he de seguir tu consejo:<br />

haz lo que quisieres y guarda aquel secreto que<br />

ves que conviene en caso tan no pensado.<br />

»Prometióselo Lotario, y, en apartándose dél, se<br />

arrepintió totalmente de cuanto le había dicho,


viendo cuán neciamente había andado, pues<br />

pudiera él vengarse de Camila, y no por camino<br />

tan cruel y tan deshonrado. Maldecía su<br />

entendimiento, afeaba su ligera determinación,<br />

y no sabía qué medio tomarse para deshacer lo<br />

hecho, o para dalle alguna razonable salida. Al<br />

fin, acordó de dar cuenta de todo a Camila; y,<br />

como no faltaba lugar para poderlo hacer,<br />

aquel mismo día la halló sola, y ella, así como<br />

vio que le podía hablar, le dijo.<br />

»-Sabed, amigo Lotario, que tengo una pena en<br />

el corazón que me le aprieta de suerte que parece<br />

que quiere reventar en el pecho, y ha de<br />

ser maravilla si no lo hace, pues ha llegado la<br />

desvergüenza de Leonela a tanto, que cada noche<br />

encierra a un galán suyo en esta casa y se<br />

está con él hasta el día, tan a costa de mi crédito<br />

cuanto le quedará campo abierto de juzgarlo al<br />

que le viere salir a horas tan inusitadas de mi<br />

casa. Y lo que me fatiga es que no la puedo castigar<br />

ni reñir: que el ser ella secretario de nues-


tros tratos me ha puesto un freno en la boca<br />

para callar los suyos, y temo que de aquí ha de<br />

nacer algún mal suceso.<br />

»Al principio que Camila esto decía creyó Lotario<br />

que era artificio para desmentille que el<br />

hombre que había visto salir era de Leonela, y<br />

no suyo; pero, viéndola llorar y afligirse, y pedirle<br />

remedio, vino a creer la verdad, y, en<br />

creyéndola, acabó de estar confuso y arrepentido<br />

del todo.<br />

Pero, con todo esto, respondió a Camila que no<br />

tuviese pena, que él ordenaría remedio para<br />

atajar la insolencia de Leonela. Díjole asimismo<br />

lo que, instigado de la furiosa rabia de los celos,<br />

había dicho a Anselmo, y cómo estaba concertado<br />

de esconderse en la recámara, para ver<br />

desde allí a la clara la poca lealtad que ella le<br />

guardaba. Pidióle perdón desta locura, y consejo<br />

para poder remedialla y salir bien de tan revuelto<br />

laberinto como su mal discurso le había<br />

puesto.


»Espantada quedó Camila de oír lo que Lotario<br />

le decía, y con mucho enojo y muchas y discretas<br />

razones le riñó y afeó su mal pensamiento y<br />

la simple y mala determinación que había tenido.<br />

Pero, como naturalmente tiene la mujer<br />

ingenio presto para el bien y para el mal más<br />

que el varón, puesto que le va faltando cuando<br />

de propósito se pone a hacer discursos, luego al<br />

instante halló Camila el modo de remediar tan<br />

al parecer inremediable negocio, y dijo a Lotario<br />

que procurase que otro día se escondiese<br />

Anselmo donde decía, porque ella pensaba<br />

sacar de su escondimiento comodidad para que<br />

desde allí en adelante los dos se gozasen sin<br />

sobresalto alguno; y, sin declararle del todo su<br />

pensamiento, le advirtió que tuviese cuidado<br />

que, en estando Anselmo escondido, él viniese<br />

cuando Leonela le llamase, y que a cuanto ella<br />

le dijese le respondiese como respondiera aunque<br />

no supiera que Anselmo le escuchaba. Porfió<br />

Lotario que le acabase de declarar su inten-


ción, porque con más seguridad y aviso guardase<br />

todo lo que viese ser necesario.<br />

»-Digo -dijo Camila- que no hay más que guardar,<br />

si no fuere responderme como yo os preguntare<br />

(no queriendo Camila darle antes cuenta<br />

de lo que pensaba hacer, temerosa que no<br />

quisiese seguir el parecer que a ella tan bueno<br />

le parecía, y siguiese o buscase otros que no<br />

podrían ser tan buenos).<br />

»Con esto, se fue Lotario; y Anselmo, otro día,<br />

con la escusa de ir aquella aldea de su amigo, se<br />

partió y volvió a esconderse: que lo pudo hacer<br />

con comodidad, porque de industria se la dieron<br />

Camila y Leonela.<br />

»Escondido, pues, Anselmo, con aquel sobresalto<br />

que se puede imaginar que tendría el que<br />

esperaba ver por sus ojos hacer notomía de las<br />

entrañas de su honra, íbase a pique de perder el<br />

sumo bien que él pensaba que tenía en su querida<br />

Camila. Seguras ya y ciertas Camila y Leo-


nela que Anselmo estaba escondido, entraron<br />

en la recámara; y apenas hubo puesto los pies<br />

en ella Camilia, cuando, dando un grande suspiro,<br />

dijo:<br />

»-¡Ay, Leonela amiga! ¿No sería mejor que,<br />

antes que llegase a poner en ejecución lo que no<br />

quiero que sepas, porque no procures estorbarlo,<br />

que tomases la daga de Anselmo, que te he<br />

pedido, y pasases con ella este infame pecho<br />

mío? Pero no hagas tal, que no será razón que<br />

yo lleve la pena de la ajena culpa. Primero<br />

quiero saber qué es lo que vieron en mí los<br />

atrevidos y deshonestos ojos de Lotario que<br />

fuese causa de darle atrevimiento a descubrirme<br />

un tan mal deseo como es el que me ha descubierto,<br />

en desprecio de su amigo y en deshonra<br />

mía. Ponte, Leonela, a esa ventana y<br />

llámale, que, sin duda alguna, él debe de estar<br />

en la calle, esperando poner en efeto su mala<br />

intención. Pero primero se pondrá la cruel<br />

cuanto honrada mía.


»-¡Ay, señora mía! -respondió la sagaz y advertida<br />

Leonela-, y ¿qué es lo que quieres hacer<br />

con esta daga? ¿Quieres por ventura quitarte la<br />

vida o quitársela a Lotario? Que cualquiera<br />

destas cosas que quieras ha de redundar en<br />

pérdida de tu crédito y fama. Mejor es que disimules<br />

tu agravio, y no des lugar a que este<br />

mal hombre entre ahora en esta casa y nos halle<br />

solas. Mira, señora, que somos flacas mujeres, y<br />

él es hombre y determinado; y, como viene con<br />

aquel mal propósito, ciego y apasionado, quizá<br />

antes que tú pongas en ejecución el tuyo, hará<br />

él lo que te estaría más mal que quitarte la vida.<br />

¡Mal haya mi señor Anselmo, que tanto mal ha<br />

querido dar a este desuellacaras en su casa! Y<br />

ya, señora, que le mates, como yo pienso que<br />

quieres hacer, ¿qué hemos de hacer dél después<br />

de muerto?<br />

»-¿Qué, amiga? -respondió Camila-: dejarémosle<br />

para que Anselmo le entierre, pues será justo<br />

que tenga por descanso el trabajo que tomare


en poner debajo de la tierra su misma infamia.<br />

Llámale, acaba, que todo el tiempo que tardo<br />

en tomar la debida venganza de mi agravio<br />

parece que ofendo a la lealtad que a mi esposo<br />

debo.<br />

»Todo esto escuchaba Anselmo, y, a cada palabra<br />

que Camila decía, se le mudaban los pensamientos;<br />

mas, cuando entendió que estaba<br />

resuelta en matar a Lotario, quiso salir y descubrirse,<br />

porque tal cosa no se hiciese; pero detúvole<br />

el deseo de ver en qué paraba tanta gallardía<br />

y honesta resolución, con propósito de<br />

salir a tiempo que la estorbase.<br />

»Tomóle en esto a Camila un fuerte desmayo,<br />

y, arrojándose encima de una cama que allí<br />

estaba, comenzó Leonela a llorar muy amargamente<br />

y a decir:<br />

»-¡Ay, desdichada de mí si fuese tan sin ventura<br />

que se me muriese aquí entre mis brazos la


flor de la honestidad del mundo, la corona de<br />

las buenas mujeres, el ejemplo de la castidad...!<br />

»Con otras cosas a éstas semejantes, que ninguno<br />

la escuchara que no la tuviera por la más<br />

lastimada y leal doncella del mundo, y a su<br />

señora por otra nueva y perseguida Penélope.<br />

Poco tardó en volver de su desmayo Camila; y,<br />

al volver en sí, dijo:<br />

»-¿Por qué no vas, Leonela, a llamar al más leal<br />

amigo de amigo que vio el sol o cubrió la noche?<br />

Acaba, corre, aguija, camina, no se esfogue<br />

con la tardanza el fuego de la cólera que tengo,<br />

y se pase en amenazas y maldiciones la justa<br />

venganza que espero.<br />

»-Ya voy a llamarle, señora mía -dijo Leonela-,<br />

mas hasme de dar primero esa daga, porque no<br />

hagas cosa, en tanto que falto, que dejes con<br />

ella que llorar toda la vida a todos los que bien<br />

te quieren.


»-Ve segura, Leonela amiga, que no haré -<br />

respondió Camila-; porque, ya que sea atrevida<br />

y simple a tu parecer en volver por mi honra,<br />

no lo he de ser tanto como aquella Lucrecia de<br />

quien dicen que se mató sin haber cometido<br />

error alguno, y sin haber muerto primero a<br />

quien tuvo la causa de su desgracia. Yo moriré,<br />

si muero, pero ha de ser vengada y satisfecha<br />

del que me ha dado ocasión de venir a este lugar<br />

a llorar sus atrevimientos, nacidos tan sin<br />

culpa mía.<br />

»Mucho se hizo de rogar Leonela antes que<br />

saliese a llamar a Lotario, pero, en fin, salió; y,<br />

entre tanto que volvía, quedó Camilia diciendo,<br />

como que hablaba consigo misma:<br />

»-¡Válame Dios! ¿No fuera más acertado haber<br />

despedido a Lotario, como otras muchas veces<br />

lo he hecho, que no ponerle en condición, como<br />

ya le he puesto, que me tenga por deshonesta y<br />

mala, siquiera este tiempo que he de tardar en<br />

desengañarle? Mejor fuera, sin duda; pero no


quedara yo vengada, ni la honra de mi marido<br />

satisfecha, si tan a manos lavadas y tan a paso<br />

llano se volviera a salir de donde sus malos<br />

pensamientos le entraron.<br />

Pague el traidor con la vida lo que intentó con<br />

tan lascivo deseo: sepa el mundo, si acaso llegare<br />

a saberlo, de que Camila no sólo guardó la<br />

lealtad a su esposo, sino que le dio venganza<br />

del que se atrevió a ofendelle. Mas, con todo,<br />

creo que fuera mejor dar cuenta desto a Anselmo,<br />

pero ya se la apunté a dar en la carta que le<br />

escribí al aldea, y creo que el no acudir él al<br />

remedio del daño que allí le señalé, debió de<br />

ser que, de puro bueno y confiado, no quiso ni<br />

pudo creer que en el pecho de su tan firme<br />

amigo pudiese caber género de pensamiento<br />

que contra su honra fuese; ni aun yo lo creí<br />

después, por muchos días, ni lo creyera jamás,<br />

si su insolencia no llegara a tanto, que las manifiestas<br />

dádivas y las largas promesas y las continuas<br />

lágrimas no me lo manifestaran. Mas,


¿para qué hago yo ahora estos discursos? ¿Tiene,<br />

por ventura, una resulución gallarda necesidad<br />

de consejo alguno? No, por cierto. ¡Afuera,<br />

pues, traidores; aquí, venganzas!<br />

¡Entre el falso, venga, llegue, muera y acabe, y<br />

suceda lo que sucediere!<br />

Limpia entré en poder del que el cielo me dio<br />

por mío, limpia he de salir dél; y, cuando mucho,<br />

saldré bañada en mi casta sangre, y en la<br />

impura del más falso amigo que vio la amistad<br />

en el mundo.<br />

»Y, diciendo esto, se paseaba por la sala con la<br />

daga desenvainada, dando tan desconcertados<br />

y desaforados pasos, y haciendo tales ademanes,<br />

que no parecía sino que le faltaba el juicio,<br />

y que no era mujer delicada, sino un rufián<br />

desesperado.<br />

»Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás de<br />

unos tapices donde se había escondido, y de


todo se admiraba, y ya le parecía que lo que<br />

había visto y oído era bastante satisfación para<br />

mayores sospechas; y ya quisiera que la prueba<br />

de venir Lotario faltara, temeroso de algún mal<br />

repentino suceso. Y, estando ya para manifestarse<br />

y salir, para abrazar y desengañar a su<br />

esposa, se detuvo porque vio que Leonela volvía<br />

con Lotario de la mano; y, así como Camila le<br />

vio, haciendo con la daga en el suelo una gran<br />

raya delante della, le dijo:<br />

»-Lotario, advierte lo que te digo: si a dicha te<br />

atrevieres a pasar desta raya que ves, ni aun<br />

llegar a ella, en el punto que viere que lo intentas,<br />

en ese mismo me pasaré el pecho con esta<br />

daga que en las manos tengo. Y, antes que a<br />

esto me respondas palabra, quiero que otras<br />

algunas me escuches; que después responderás<br />

lo que más te agradare. Lo primero, quiero,<br />

Lotario, que me digas si conoces a Anselmo, mi<br />

marido, y en qué opinión le tienes; y lo segundo,<br />

quiero saber también si me conoces a mí.


Respóndeme a esto, y no te turbes, ni pienses<br />

mucho lo que has de responder, pues no son<br />

dificultades las que te pregunto.<br />

»No era tan ignorante Lotario que, desde el<br />

primer punto que Camila le dijo que hiciese<br />

esconder a Anselmo, no hubiese dado en la<br />

cuenta de lo que ella pensaba hacer; y así, correspondió<br />

con su intención tan discretamente,<br />

y tan a tiempo, que hicieran los dos pasar aquella<br />

mentira por más que cierta verdad; y así,<br />

respondió a Camila desta manera:<br />

»-No pensé yo, hermosa Camila, que me llamabas<br />

para preguntarme cosas tan fuera de la intención<br />

con que yo aquí vengo. Si lo haces por<br />

dilatarme la prometida merced, desde más lejos<br />

pudieras entretenerla, porque tanto más fatiga<br />

el bien deseado cuanto la esperanza está más<br />

cerca de poseello; pero, porque no digas que no<br />

respondo a tus preguntas, digo que conozco a<br />

tu esposo Anselmo, y nos conocemos los dos<br />

desde nuestros más tiernos años; y no quiero


decir lo que tú tan bien sabes de nuestra amistad,<br />

por no me hacer testigo del agravio que el<br />

amor hace que le haga, poderosa disculpa de<br />

mayores yerros. A ti te conozco y tengo en la<br />

misma posesión que él te tiene; que, a no ser<br />

así, por menos prendas que las tuyas no había<br />

yo de ir contra lo que debo a ser quien soy y<br />

contra las santas leyes de la verdadera amistad,<br />

ahora por tan poderoso enemigo como el amor<br />

por mí rompidas y violadas.<br />

»-Si eso confiesas -respondió Camila-, enemigo<br />

mortal de todo aquello que justamente merece<br />

ser amado, ¿con qué rostro osas parecer ante<br />

quien sabes que es el espejo donde se mira<br />

aquel en quien tú te debieras mirar, para que<br />

vieras con cuán poca ocasión le agravias? Pero<br />

ya cayo, ¡ay, desdichada de mí!, en la cuenta de<br />

quién te ha hecho tener tan poca con lo que a ti<br />

mismo debes, que debe de haber sido alguna<br />

desenvoltura mía, que no quiero llamarla deshonestidad,<br />

pues no habrá procedido de delibe-


ada determinación, sino de algún descuido de<br />

los que las mujeres que piensan que no tienen<br />

de quién recatarse suelen hacer inadvertidamente.<br />

Si no, dime: ¿cuándo, ¡oh traidor!, respondí<br />

a tus ruegos con alguna palabra o señal<br />

que pudiese despertar en ti alguna sombra de<br />

esperanza de cumplir tus infames deseos?<br />

¿Cuándo tus amorosas palabras no fueron deshechas<br />

y reprehendidas de las mías con rigor y<br />

con aspereza? ¿Cuándo tus muchas promesas y<br />

mayores dádivas fueron de mí creídas, ni admitidas?<br />

Pero, por parecerme que alguno no puede<br />

perseverar en el intento amoroso luengo<br />

tiempo, si no es sustentado de alguna esperanza,<br />

quiero atribuirme a mí la culpa de tu impertinencia,<br />

pues, sin duda, algún descuido mío ha<br />

sustentado tanto tiempo tu cuidado; y así, quiero<br />

castigarme y darme la pena que tu culpa<br />

merece. Y, porque vieses que, siendo conmigo<br />

tan inhumana, no era posible dejar de serlo<br />

contigo, quise traerte a ser testigo del sacrificio<br />

que pienso hacer a la ofendida honra de mi tan


honrado marido, agraviado de ti con el mayor<br />

cuidado que te ha sido posible, y de mí también<br />

con el poco recato que he tenido del huir la ocasión,<br />

si alguna te di, para favorecer y canonizar<br />

tus malas intenciones. Torno a decir que la sospecha<br />

que tengo que algún descuido mío engendró<br />

en ti tan desvariados pensamientos es la<br />

que más me fatiga, y la que yo más deseo castigar<br />

con mis propias manos, porque, castigándome<br />

otro verdugo, quizá sería más pública mi<br />

culpa; pero, antes que esto haga, quiero matar<br />

muriendo, y llevar conmigo quien me acabe de<br />

satisfacer el deseo de la venganza que espero y<br />

tengo, viendo allá, dondequiera que fuere, la<br />

pena que da la justicia desinteresada y que no<br />

se dobla al que en términos tan desesperados<br />

me ha puesto.<br />

»Y, diciendo estas razones, con una increíble<br />

fuerza y ligereza arremetió a Lotario con la daga<br />

desenvainada, con tales muestras de querer<br />

enclavársela en el pecho, que casi él estuvo en


duda si aquellas demostraciones eran falsas o<br />

verdaderas, porque le fue forzoso valerse de su<br />

industria y de su fuerza para estorbar que Camila<br />

no le diese. La cual tan vivamente fingía<br />

aquel estraño embuste y fealdad que, por dalle<br />

color de verdad, la quiso matizar con su misma<br />

sangre; porque, viendo que no podía haber a<br />

Lotario, o fingiendo que no podía, dijo:<br />

»-Pues la suerte no quiere satisfacer del todo mi<br />

tan justo deseo, a lo menos, no será tan poderosa<br />

que, en parte, me quite que no le satisfaga.<br />

Y, haciendo fuerza para soltar la mano de la<br />

daga, que Lotario la tenía asida, la sacó, y,<br />

guiando su punta por parte que pudiese herir<br />

no profundamente, se la entró y escondió por<br />

más arriba de la islilla del lado izquierdo, junto<br />

al hombro, y luego se dejó caer en el suelo, como<br />

desmayada.<br />

»Estaban Leonela y Lotario suspensos y atónitos<br />

de tal suceso, y todavía dudaban de la ver-


dad de aquel hecho, viendo a Camila tendida<br />

en tierra y bañada en su sangre. Acudió Lotario<br />

con mucha presteza, despavorido y sin aliento,<br />

a sacar la daga, y, en ver la pequeña herida,<br />

salió del temor que hasta entonces tenía, y de<br />

nuevo se admiró de la sagacidad, prudencia y<br />

mucha discreción de la hermosa Camila; y, por<br />

acudir con lo que a él le tocaba, comenzó a<br />

hacer una larga y triste lamentación sobre el<br />

cuerpo de Camila, como si estuviera difunta,<br />

echándose muchas maldiciones, no sólo a él,<br />

sino al que había sido causa de habelle puesto<br />

en aquel término. Y, como sabía que le escuchaba<br />

su amigo Anselmo, decía cosas que el<br />

que le oyera le tuviera mucha más lástima que<br />

a Camila, aunque por muerta la juzgara.<br />

»Leonela la tomó en brazos y la puso en el lecho,<br />

suplicando a Lotario fuese a buscar quien<br />

secretamente a Camila curase; pedíale asimismo<br />

consejo y parecer de lo que dirían a Anselmo<br />

de aquella herida de su señora, si acaso


viniese antes que estuviese sana. Él respondió<br />

que dijesen lo que quisiesen, que él no estaba<br />

para dar consejo que de provecho fuese; sólo le<br />

dijo que procurase tomarle la sangre, porque él<br />

se iba adonde gentes no le viesen. Y, con muestras<br />

de mucho dolor y sentimiento, se salió de<br />

casa; y, cuando se vio solo y en parte donde<br />

nadie le veía, no cesaba de hacerse cruces, maravillándose<br />

de la industria de Camila y de los<br />

ademanes tan proprios de Leonela. Consideraba<br />

cuán enterado había de quedar Anselmo de<br />

que tenía por mujer a una segunda Porcia, y<br />

deseaba verse con él para celebrar los dos la<br />

mentira y la verdad más disimulada que jamás<br />

pudiera imaginarse.<br />

»Leonela tomó, como se ha dicho, la sangre a su<br />

señora, que no era más de aquello que bastó<br />

para acreditar su embuste; y, lavando con un<br />

poco de vino la herida, se la ató lo mejor que<br />

supo, diciendo tales razones, en tanto que la<br />

curaba, que, aunque no hubieran precedido


otras, bastaran a hacer creer a Anselmo que<br />

tenía en Camila un simulacro de la honestidad.<br />

»Juntáronse a las palabras de Leonela otras de<br />

Camila, llamándose cobarde y de poco ánimo,<br />

pues le había faltado al tiempo que fuera más<br />

necesario tenerle, para quitarse la vida, que tan<br />

aborrecida tenía. Pedía consejo a su doncella si<br />

daría, o no, todo aquel suceso a su querido esposo;<br />

la cual le dijo que no se lo dijese, porque<br />

le pondría en obligación de vengarse de Lotario,<br />

lo cual no podría ser sin mucho riesgo suyo,<br />

y que la buena mujer estaba obligada a no<br />

dar ocasión a su marido a que riñese, sino a<br />

quitalle todas aquellas que le fuese posible.<br />

»Respondió Camila que le parecía muy bien su<br />

parecer y que ella le seguiría; pero que en todo<br />

caso convenía buscar qué decir a Anselmo de la<br />

causa de aquella herida, que él no podría dejar<br />

de ver; a lo que Leonela respondía que ella, ni<br />

aun burlando, no sabía mentir.


»-Pues yo, hermana -replicó Camila-, ¿qué tengo<br />

de saber, que no me atreveré a forjar ni sustentar<br />

una mentira, si me fuese en ello la vida?<br />

Y si es que no hemos de saber dar salida a esto,<br />

mejor será decirle la verdad desnuda, que no<br />

que nos alcance en mentirosa cuenta.<br />

»-No tengas pena, señora: de aquí a mañana -<br />

respondió Leonela- yo pensaré qué le digamos,<br />

y quizá que, por ser la herida donde es, la<br />

podrás encubrir sin que él la vea, y el cielo será<br />

servido de favorecer a nuestros tan justos y tan<br />

honrados pensamientos. Sosiégate, señora mía,<br />

y procura sosegar tu alteración, porque mi señor<br />

no te halle sobresaltada, y lo demás déjalo a<br />

mi cargo, y al de Dios, que siempre acude a los<br />

buenos deseos.<br />

»Atentísimo había estado Anselmo a escuchar y<br />

a ver representar la tragedia de la muerte de su<br />

honra; la cual con tan estraños y eficaces afectos<br />

la representaron los personajes della, que pareció<br />

que se habían transformado en la misma


verdad de lo que fingían. Deseaba mucho la<br />

noche, y el tener lugar para salir de su casa, y ir<br />

a verse con su buen amigo Lotario, congratulándose<br />

con él de la margarita preciosa que<br />

había hallado en el desengaño de la bondad de<br />

su esposa. Tuvieron cuidado las dos de darle<br />

lugar y comodidad a que saliese, y él, sin perdella,<br />

salió y luego fue a buscar a Lotario, el<br />

cual hallado, no se puede buenamente contar<br />

los abrazos que le dio, las cosas que de su contento<br />

le dijo, las alabanzas que dio a Camila.<br />

Todo lo cual escuchó Lotario sin poder dar<br />

muestras de alguna alegría, porque se le representaba<br />

a la memoria cuán engañado estaba su<br />

amigo y cuán injustamente él le agraviaba. Y,<br />

aunque Anselmo veía que Lotario no se alegraba,<br />

creía ser la causa por haber dejado a Camila<br />

herida y haber él sido la causa; y así, entre otras<br />

razones, le dijo que no tuviese pena del suceso<br />

de Camila, porque, sin duda, la herida era ligera,<br />

pues quedaban de concierto de encubrírsela<br />

a él; y que, según esto, no había de qué temer,


sino que de allí adelante se gozase y alegrase<br />

con él, pues por su industria y medio él se veía<br />

levantado a la más alta felicidad que acertara<br />

desearse, y quería que no fuesen otros sus entretenimientos<br />

que en hacer versos en alabanza<br />

de Camila, que la hiciesen eterna en la memoria<br />

de los siglos venideros. Lotario alabó su buena<br />

determinación y dijo que él, por su parte, ayudaría<br />

a levantar tan ilustre edificio.<br />

»Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosamente<br />

engañado que pudo haber en el<br />

mundo: él mismo llevó por la mano a su casa,<br />

creyendo que llevaba el instrumento de su gloria,<br />

toda la perdición de su fama. Recebíale<br />

Camila con rostro, al parecer, torcido, aunque<br />

con alma risueña. Duró este engaño algunos<br />

días, hasta que, al cabo de pocos meses, volvió<br />

Fortuna su rueda y salió a plaza la maldad con<br />

tanto artificio hasta allí cubierta, y a Anselmo le<br />

costó la vida su impertinente curiosidad.»


Capítulo XXXV<br />

<strong>Don</strong>de se da fin a la novela del Curioso impertinente<br />

Poco más quedaba por leer de la novela, cuando<br />

del caramanchón donde reposaba don <strong>Quijote</strong><br />

salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo<br />

a voces:<br />

-Acudid, señores, presto y socorred a mi señor,<br />

que anda envuelto en la más reñida y trabada<br />

batalla que mis ojos han visto. ¡Vive Dios, que<br />

ha dado una cuchillada al gigante enemigo de<br />

la señora princesa Micomicona, que le ha tajado<br />

la cabeza, cercen a cercen, como si fuera un<br />

nabo!<br />

-¿Qué dices, hermano? -dijo el cura, dejando de<br />

leer lo que de la novela quedaba-. ¿Estáis en<br />

vos, Sancho? ¿Cómo diablos puede ser eso que<br />

decís, estando el gigante dos mil leguas de<br />

aquí?


En esto, oyeron un gran ruido en el aposento, y<br />

que don <strong>Quijote</strong> decía a voces:<br />

-¡Tente, ladrón, malandrín, follón, que aquí te<br />

tengo, y no te ha de valer tu cimitarra!<br />

Y parecía que daba grandes cuchilladas por las<br />

paredes. Y dijo Sancho:<br />

-No tienen que pararse a escuchar, sino entren<br />

a despartir la pelea, o a ayudar a mi amo; aunque<br />

ya no será menester, porque, sin duda alguna,<br />

el gigante está ya muerto, y dando cuenta<br />

a Dios de su pasada y mala vida, que yo vi correr<br />

la sangre por el suelo, y la cabeza cortada y<br />

caída a un lado, que es tamaña como un gran<br />

cuero de vino.<br />

-Que me maten -dijo a esta sazón el ventero- si<br />

don <strong>Quijote</strong>, o don diablo, no ha dado alguna<br />

cuchillada en alguno de los cueros de vino tinto<br />

que a su cabecera estaban llenos, y el vino de-


amado debe de ser lo que le parece sangre a<br />

este buen hombre.<br />

Y, con esto, entró en el aposento, y todos tras él,<br />

y hallaron a don <strong>Quijote</strong> en el más estraño traje<br />

del mundo: estaba en camisa, la cual no era tan<br />

cumplida que por delante le acabase de cubrir<br />

los muslos, y por detrás tenía seis dedos menos;<br />

las piernas eran muy largas y flacas, llenas de<br />

vello y no nada limpias; tenía en la cabeza un<br />

bonetillo colorado, grasiento, que era del ventero;<br />

en el brazo izquierdo tenía revuelta la manta<br />

de la cama, con quien tenía ojeriza Sancho, y<br />

él se sabía bien el porqué; y en la derecha, desenvainada<br />

la espada, con la cual daba cuchilladas<br />

a todas partes, diciendo palabras como si<br />

verdaderamente estuviera peleando con algún<br />

gigante. Y es lo bueno que no tenía los ojos<br />

abiertos, porque estaba durmiendo y soñando<br />

que estaba en batalla con el gigante; que fue tan<br />

intensa la imaginación de la aventura que iba a<br />

fenecer, que le hizo soñar que ya había llegado


al reino de Micomicón, y que ya estaba en la<br />

pelea con su enemigo. Y había dado tantas cuchilladas<br />

en los cueros, creyendo que las daba<br />

en el gigante, que todo el aposento estaba lleno<br />

de vino; lo cual visto por el ventero, tomó tanto<br />

enojo que arremetió con don <strong>Quijote</strong>, y a puño<br />

cerrado le comenzó a dar tantos golpes que si<br />

Cardenio y el cura no se le quitaran, él acabara<br />

la guerra del gigante; y, con todo aquello, no<br />

despertaba el pobre caballero, hasta que el barbero<br />

trujo un gran caldero de agua fría del pozo<br />

y se le echó por todo el cuerpo de golpe, con lo<br />

cual despertó don <strong>Quijote</strong>; mas no con tanto<br />

acuerdo que echase de ver de la manera que<br />

estaba.<br />

Dorotea, que vio cuán corta y sotilmente estaba<br />

vestido, no quiso entrar a ver la batalla de su<br />

ayudador y de su contrario.<br />

Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante<br />

por todo el suelo, y, como no la hallaba, dijo:


-Ya yo sé que todo lo desta casa es encantamento;<br />

que la otra vez, en este mesmo lugar donde<br />

ahora me hallo, me dieron muchos mojicones y<br />

porrazos, sin saber quién me los daba, y nunca<br />

pude ver a nadie; y ahora no parece por aquí<br />

esta cabeza que vi cortar por mis mismísimos<br />

ojos, y la sangre corría del cuerpo como de una<br />

fuente.<br />

-¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemigo de<br />

Dios y de sus santos? -dijo el ventero-. ¿No vees,<br />

ladrón, que la sangre y la fuente no es otra<br />

cosa que estos cueros que aquí están horadados<br />

y el vino tinto que nada en este aposento, que<br />

nadando vea yo el alma en los infiernos de<br />

quien los horadó?<br />

-No sé nada -respondió Sancho-; sólo sé que<br />

vendré a ser tan desdichado que, por no hallar<br />

esta cabeza, se me ha de deshacer mi condado<br />

como la sal en el agua.


Y estaba peor Sancho despierto que su amo<br />

durmiendo: tal le tenían las promesas que su<br />

amo le había hecho. El ventero se desesperaba<br />

de ver la flema del escudero y el maleficio del<br />

señor, y juraba que no había de ser como la vez<br />

pasada, que se le fueron sin pagar; y que ahora<br />

no le habían de valer los previlegios de su caballería<br />

para dejar de pagar lo uno y lo otro, aun<br />

hasta lo que pudiesen costar las botanas que se<br />

habían de echar a los rotos cueros.<br />

Tenía el cura de las manos a don <strong>Quijote</strong>, el<br />

cual, creyendo que ya había acabado la aventura,<br />

y que se hallaba delante de la princesa Micomicona,<br />

se hincó de rodillas delante del cura,<br />

diciendo:<br />

-Bien puede la vuestra grandeza, alta y famosa<br />

señora, vivir, de hoy más, segura que le pueda<br />

hacer mal esta mal nacida criatura; y yo también,<br />

de hoy más, soy quito de la palabra que os<br />

di, pues, con el ayuda del alto Dios y con el


favor de aquella por quien yo vivo y respiro,<br />

tan bien la he cumplido.<br />

-¿No lo dije yo? -dijo oyendo esto Sancho-. Sí<br />

que no estaba yo borracho: ¡mirad si tiene puesto<br />

ya en sal mi amo al gigante! ¡Ciertos son los<br />

toros: mi condado está de molde!<br />

¿Quién no había de reír con los disparates de<br />

los dos, amo y mozo? Todos reían sino el ventero,<br />

que se daba a Satanás. Pero, en fin, tanto<br />

hicieron el barbero, Cardenio y el cura que, con<br />

no poco trabajo, dieron con don <strong>Quijote</strong> en la<br />

cama, el cual se quedó dormido, con muestras<br />

de grandísimo cansancio. Dejáronle dormir, y<br />

saliéronse al portal de la venta a consolar a<br />

Sancho Panza de no haber hallado la cabeza del<br />

gigante; aunque más tuvieron que hacer en<br />

aplacar al ventero, que estaba desesperado por<br />

la repentina muerte de sus cueros. Y la ventera<br />

decía en voz y en grito:


-En mal punto y en hora menguada entró en mi<br />

casa este caballero andante, que nunca mis ojos<br />

le hubieran visto, que tan caro me cuesta. La<br />

vez pasada se fue con el costo de una noche, de<br />

cena, cama, paja y cebada, para él y para su<br />

escudero, y un rocín y un jumento, diciendo<br />

que era caballero aventurero (que mala ventura<br />

le dé Dios a él y a cuantos aventureros hay en el<br />

mundo) y que por esto no estaba obligado a<br />

pagar nada, que así estaba escrito en los aranceles<br />

de la caballería andantesca. Y ahora, por su<br />

respeto, vino estotro señor y me llevó mi cola, y<br />

hámela vuelto con más de dos cuartillos de<br />

daño, toda pelada, que no puede servir para lo<br />

que la quiere mi marido. Y, por fin y remate de<br />

todo, romperme mis cueros y derramarme mi<br />

vino; que derramada le vea yo su sangre. ¡Pues<br />

no se piense; que, por los huesos de mi padre y<br />

por el siglo de mi madre, si no me lo han de<br />

pagar un cuarto sobre otro, o no me llamaría yo<br />

como me llamo ni sería hija de quien soy!


Estas y otras razones tales decía la ventera con<br />

grande enojo, y ayudábala su buena criada Maritornes.<br />

La hija callaba, y de cuando en cuando<br />

se sonreía. El cura lo sosegó todo, prometiendo<br />

de satisfacerles su pérdida lo mejor que pudiese,<br />

así de los cueros como del vino, y principalmente<br />

del menoscabo de la cola, de quien<br />

tanta cuenta hacían. Dorotea consoló a Sancho<br />

Panza diciéndole que cada y cuando que pareciese<br />

haber sido verdad que su amo hubiese<br />

descabezado al gigante, le prometía, en viéndose<br />

pacífica en su reino, de darle el mejor condado<br />

que en él hubiese.<br />

Consolóse con esto Sancho, y aseguró a la princesa<br />

que tuviese por cierto que él había visto la<br />

cabeza del gigante, y que, por más señas, tenía<br />

una barba que le llegaba a la cintura; y que si<br />

no parecía, era porque todo cuanto en aquella<br />

casa pasaba era por vía de encantamento, como<br />

él lo había probado otra vez que había posado<br />

en ella. Dorotea dijo que así lo creía, y que no


tuviese pena, que todo se haría bien y sucedería<br />

a pedir de boca.<br />

Sosegados todos, el cura quiso acabar de leer la<br />

novela, porque vio que faltaba poco. Cardenio,<br />

Dorotea y todos los demás le rogaron la acabase.<br />

Él, que a todos quiso dar gusto, y por el que<br />

él tenía de leerla, prosiguió el cuento, que así<br />

decía:<br />

«Sucedió, pues, que, por la satisfación que Anselmo<br />

tenía de la bondad de Camila, vivía una<br />

vida contenta y descuidada, y Camila, de industria,<br />

hacía mal rostro a Lotario, porque Anselmo<br />

entendiese al revés de la voluntad que le<br />

tenía; y, para más confirmación de su hecho,<br />

pidió licencia Lotario para no venir a su casa,<br />

pues claramente se mostraba la pesadumbre<br />

que con su vista Camila recebía; mas el engañado<br />

Anselmo le dijo que en ninguna manera<br />

tal hiciese. Y, desta manera, por mil maneras<br />

era Anselmo el fabricador de su deshonra, creyendo<br />

que lo era de su gusto.


»En esto, el que tenía Leonela de verse cualificada,<br />

no de con sus amores, llegó a tanto que,<br />

sin mirar a otra cosa, se iba tras él a suelta rienda,<br />

fiada en que su señora la encubría, y aun la<br />

advertía del modo que con poco recelo pudiese<br />

ponerle en ejecución. En fin, una noche sintió<br />

Anselmo pasos en el aposento de Leonela, y,<br />

queriendo entrar a ver quién los daba, sintió<br />

que le detenían la puerta, cosa que le puso más<br />

voluntad de abrirla; y tanta fuerza hizo, que la<br />

abrió, y entró dentro a tiempo que vio que un<br />

hombre saltaba por la ventana a la calle; y, acudiendo<br />

con presteza a alcanzarle o conocerle,<br />

no pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque<br />

Leonela se abrazó con él, diciéndole:<br />

»-Sosiégate, señor mío, y no te alborotes, ni<br />

sigas al que de aquí saltó; es cosa mía, y tanto,<br />

que es mi esposo.<br />

»No lo quiso creer Anselmo; antes, ciego de<br />

enojo, sacó la daga y quiso herir a Leonela, di-


ciéndole que le dijese la verdad, si no, que la<br />

mataría.<br />

Ella, con el miedo, sin saber lo que se decía, le<br />

dijo:<br />

»-No me mates, señor, que yo te diré cosas de<br />

más importancia de las que puedes imaginar.<br />

»-Dilas luego -dijo Anselmo-; si no, muerta<br />

eres.<br />

»-Por ahora será imposible -dijo Leonela-,<br />

según estoy de turbada; déjame hasta mañana,<br />

que entonces sabrás de mí lo que te ha de admirar;<br />

y está seguro que el que saltó por esta<br />

ventana es un mancebo desta ciudad, que me<br />

ha dado la mano de ser mi esposo.<br />

»Sosegóse con esto Anselmo y quiso aguardar<br />

el término que se le pedía, porque no pensaba<br />

oír cosa que contra Camila fuese, por estar de<br />

su bondad tan satisfecho y seguro; y así, se sa-


lió del aposento y dejó encerrada en él a Leonela,<br />

diciéndole que de allí no saldría hasta que le<br />

dijese lo que tenía que decirle.<br />

»Fue luego a ver a Camila y a decirle, como le<br />

dijo, todo aquello que con su doncella le había<br />

pasado, y la palabra que le había dado de decirle<br />

grandes cosas y de importancia. Si se turbó<br />

Camila o no, no hay para qué decirlo, porque<br />

fue tanto el temor que cobró, creyendo verdaderamente<br />

-y era de creer- que Leonela había<br />

de decir a Anselmo todo lo que sabía de su poca<br />

fe, que no tuvo ánimo para esperar si su sospecha<br />

salía falsa o no. Y aquella mesma noche,<br />

cuando le pareció que Anselmo dormía, juntó<br />

las mejores joyas que tenía y algunos dineros, y,<br />

sin ser de nadie sentida, salió de casa y se fue a<br />

la de Lotario, a quien contó lo que pasaba, y le<br />

pidió que la pusiese en cobro, o que se ausentasen<br />

los dos donde de Anselmo pudiesen estar<br />

seguros. La confusión en que Camila puso a


Lotario fue tal, que no le sabía responder palabra,<br />

ni menos sabía resolverse en lo que haría.<br />

»En fin, acordó de llevar a Camila a un monesterio,<br />

en quien era priora una su hermana. Consintió<br />

Camila en ello, y, con la presteza que el<br />

caso pedía, la llevó Lotario y la dejó en el monesterio,<br />

y él, ansimesmo, se ausentó luego de<br />

la ciudad, sin dar parte a nadie de su ausencia.<br />

»Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo<br />

que Camila faltaba de su lado, con el deseo que<br />

tenía de saber lo que Leonela quería decirle, se<br />

levantó y fue adonde la había dejado encerrada.<br />

Abrió y entró en el aposento, pero no halló en<br />

él a Leonela: sólo halló puestas unas sábanas<br />

añudadas a la ventana, indicio y señal que por<br />

allí se había descolgado e ido. Volvió luego<br />

muy triste a decírselo a Camila, y, no hallándola<br />

en la cama ni en toda la casa, quedó asombrado.Preguntó<br />

a los criados de casa por ella,<br />

pero nadie le supo dar razón de lo que pedía.


»Acertó acaso, andando a buscar a Camila, que<br />

vio sus cofres abiertos y que dellos faltaban las<br />

más de sus joyas, y con esto acabó de caer en la<br />

cuenta de su desgracia, y en que no era Leonela<br />

la causa de su desventura. Y, ansí como estaba,<br />

sin acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a<br />

dar cuenta de su desdicha a su amigo Lotario.<br />

Mas, cuando no le halló, y sus criados le dijeron<br />

que aquella noche había faltado de casa y había<br />

llevado consigo todos los dineros que tenía,<br />

pensó perder el juicio. Y, para acabar de concluir<br />

con todo, volviéndose a su casa, no halló<br />

en ella ninguno de cuantos criados ni criadas<br />

tenía, sino la casa desierta y sola.<br />

»No sabía qué pensar, qué decir, ni qué hacer, y<br />

poco a poco se le iba volviendo el juicio. Contemplábase<br />

y mirábase en un instante sin mujer,<br />

sin amigo y sin criados; desamparado, a su<br />

parecer, del cielo que le cubría, y sobre todo sin<br />

honra, porque en la falta de Camila vio su perdición.


»Resolvióse, en fin, a cabo de una gran pieza,<br />

de irse a la aldea de su amigo, donde había estado<br />

cuando dio lugar a que se maquinase toda<br />

aquella desventura. Cerró las puertas de su<br />

casa, subió a caballo, y con desmayado aliento<br />

se puso en camino; y, apenas hubo andado la<br />

mitad, cuando, acosado de sus pensamientos, le<br />

fue forzoso apearse y arrendar su caballo a un<br />

árbol, a cuyo tronco se dejó caer, dando tiernos<br />

y dolorosos suspiros, y allí se estuvo hasta casi<br />

que anochecía; y aquella hora vio que venía un<br />

hombre a caballo de la ciudad, y, después de<br />

haberle saludado, le preguntó qué nuevas había<br />

en Florencia. El ciudadano respondió:<br />

»-Las más estrañas que muchos días ha se han<br />

oído en ella; porque se dice públicamente que<br />

Lotario, aquel grande amigo de Anselmo el<br />

rico, que vivía a San Juan, se llevó esta noche a<br />

Camila, mujer de Anselmo, el cual tampoco<br />

parece. Todo esto ha dicho una criada de Camila,<br />

que anoche la halló el gobernador des-


colgándose con una sábana por las ventanas de<br />

la casa de Anselmo. En efeto, no sé puntualmente<br />

cómo pasó el negocio; sólo sé que toda la<br />

ciudad está admirada deste suceso, porque no<br />

se podía esperar tal hecho de la mucha y familiar<br />

amistad de los dos, que dicen que era tanta,<br />

que los llamaban los dos amigos.<br />

»-¿Sábese, por ventura -dijo Anselmo-, el camino<br />

que llevan Lotario y Camila?<br />

»-Ni por pienso -dijo el ciudadano-, puesto que<br />

el gobernador ha usado de mucha diligencia en<br />

buscarlos<br />

»-A Dios vais, señor -dijo Anselmo.<br />

»-Con Él quedéis -respondió el ciudadano, y<br />

fuese.<br />

»Con tan desdichadas nuevas, casi casi llegó a<br />

términos Anselmo, no sólo de perder el juicio,<br />

sino de acabar la vida. Levantóse como pudo y


llegó a casa de su amigo, que aún no sabía su<br />

desgracia; mas, como le vio llegar amarillo,<br />

consumido y seco, entendió que de algún grave<br />

mal venía fatigado.<br />

Pidió luego Anselmo que le acostasen, y que le<br />

diesen aderezo de escribir.<br />

Hízose así, y dejáronle acostado y solo, porque<br />

él así lo quiso, y aun que le cerrasen la puerta.<br />

Viéndose, pues, solo, comenzó a cargar tanto la<br />

imaginación de su desventura, que claramente<br />

conoció que se le iba acabando la vida; y así,<br />

ordenó de dejar noticia de la causa de su estraña<br />

muerte; y, comenzando a escribir, antes que<br />

acabase de poner todo lo que quería, le faltó el<br />

aliento y dejó la vida en las manos del dolor<br />

que le causó su curiosidad impertinente.<br />

»Viendo el señor de casa que era ya tarde y que<br />

Anselmo no llamaba, acordó de entrar a saber<br />

si pasaba adelante su indisposición, y hallóle<br />

tendido boca abajo, la mitad del cuerpo en la


cama y la otra mitad sobre el bufete, sobre el<br />

cual estaba con el papel escrito y abierto, y él<br />

tenía aún la pluma en la mano. Llegóse el<br />

huésped a él, habiéndole llamado primero; y,<br />

trabándole por la mano, viendo que no le respondía<br />

y hallándole frío, vio que estaba muerto.<br />

Admiróse y congojóse en gran manera, y<br />

llamó a la gente de casa para que viesen la desgracia<br />

a Anselmo sucedida; y, finalmente, leyó<br />

el papel, que conoció que de su mesma mano<br />

estaba escrito, el cual contenía estas razones:<br />

Un necio e impertinente deseo me quitó la vida.<br />

Si las nuevas de mi muerte llegaren a los oídos<br />

de Camila, sepa que yo la perdono, porque no<br />

estaba ella obligada a hacer milagros, ni yo tenía<br />

necesidad de querer que ella los hiciese; y,<br />

pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no<br />

hay para qué...<br />

»Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se<br />

echó de ver que en aquel punto, sin poder acabar<br />

la razón, se le acabó la vida. Otro día dio


aviso su amigo a los parientes de Anselmo de<br />

su muerte, los cuales ya sabían su desgracia, y<br />

el monesterio donde Camila estaba, casi en el<br />

término de acompañar a su esposo en aquel<br />

forzoso viaje, no por las nuevas del muerto<br />

esposo, mas por las que supo del ausente amigo.<br />

Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso<br />

salir del monesterio, ni, menos, hacer profesión<br />

de monja, hasta que, no de allí a muchos días,<br />

le vinieron nuevas que Lotario había muerto en<br />

una batalla que en aquel tiempo dio monsieur<br />

de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo Fernández<br />

de Córdoba en el reino de Nápoles, donde había<br />

ido a parar el tarde arrepentido amigo; lo<br />

cual sabido por Camila, hizo profesión, y acabó<br />

en breves días la vida a las rigurosas manos de<br />

tristezas y melancolías.<br />

Éste fue el fin que tuvieron todos, nacido de un<br />

tan desatinado principio.»<br />

-Bien -dijo el cura- me parece esta novela, pero<br />

no me puedo persuadir que esto sea verdad; y


si es fingido, fingió mal el autor, porque no se<br />

puede imaginar que haya marido tan necio que<br />

quiera hacer tan costosa experiencia como Anselmo.<br />

Si este caso se pusiera entre un galán y<br />

una dama, pudiérase llevar, pero entre marido<br />

y mujer, algo tiene del imposible; y, en lo que<br />

toca al modo de contarle, no me descontenta.


Capítulo XXXVI<br />

Que trata de la brava y descomunal batalla<br />

que don <strong>Quijote</strong> tuvo con unos cueros de vino<br />

tinto, con otros raros sucesos que en la venta<br />

le sucedieron<br />

Estando en esto, el ventero, que estaba a la<br />

puerta de la venta, dijo:<br />

-Esta que viene es una hermosa tropa de huéspedes:<br />

si ellos paran aquí, gaudeamus tenemos.<br />

-¿Qué gente es? -dijo Cardenio.<br />

-Cuatro hombres -respondió el ventero- vienen<br />

a caballo, a la jineta, con lanzas y adargas, y<br />

todos con antifaces negros; y junto con ellos<br />

viene una mujer vestida de blanco, en un sillón,<br />

ansimesmo cubierto el rostro, y otros dos mozos<br />

de a pie.<br />

-¿Vienen muy cerca? -preguntó el cura.


-Tan cerca -respondió el ventero-, que ya llegan.<br />

Oyendo esto Dorotea, se cubrió el rostro, y<br />

Cardenio se entró en el aposento de don <strong>Quijote</strong>;<br />

y casi no habían tenido lugar para esto,<br />

cuando entraron en la venta todos los que el<br />

ventero había dicho; y, apeándose los cuatro de<br />

a caballo, que de muy gentil talle y disposición<br />

eran, fueron a apear a la mujer que en el sillón<br />

venía; y, tomándola uno dellos en sus brazos, la<br />

sentó en una silla que estaba a la entrada del<br />

aposento donde Cardenio se había escondido.<br />

En todo este tiempo, ni ella ni ellos se habían<br />

quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna;<br />

sólo que, al sentarse la mujer en la silla, dio<br />

un profundo suspiro y dejó caer los brazos,<br />

como persona enferma y desmayada. Los mozos<br />

de a pie llevaron los caballos a la caballeriza.<br />

Viendo esto el cura, deseoso de saber qué gente<br />

era aquella que con tal traje y tal silencio estaba,


se fue donde estaban los mozos, y a uno dellos<br />

le preguntó lo que ya deseaba; el cual le respondió:<br />

-Pardiez, señor, yo no sabré deciros qué gente<br />

sea ésta; sólo sé que muestra ser muy principal,<br />

especialmente aquel que llegó a tomar en sus<br />

brazos a aquella señora que habéis visto; y esto<br />

dígolo porque todos los demás le tienen respeto,<br />

y no se hace otra cosa más de la que él ordena<br />

y manda.<br />

-Y la señora, ¿quién es? -preguntó el cura.<br />

-Tampoco sabré decir eso -respondió el mozo-,<br />

porque en todo el camino no la he visto el rostro;<br />

suspirar sí la he oído muchas veces, y dar<br />

unos gemidos que parece que con cada uno<br />

dellos quiere dar el alma. Y no es de maravillar<br />

que no sepamos más de lo que habemos dicho,<br />

porque mi compañero y yo no ha más de dos<br />

días que los acompañamos; porque, habiéndolos<br />

encontrado en el camino, nos rogaron y per-


suadieron que viniésemos con ellos hasta el<br />

Andalucía, ofreciéndose a pagárnoslo muy<br />

bien.<br />

-¿Y habéis oído nombrar a alguno dellos? -<br />

preguntó el cura.<br />

-No, por cierto -respondió el mozo-, porque<br />

todos caminan con tanto silencio que es maravilla,<br />

porque no se oye entre ellos otra cosa que<br />

los suspiros y sollozos de la pobre señora, que<br />

nos mueven a lástima; y sin duda tenemos<br />

creído que ella va forzada dondequiera que va,<br />

y, según se puede colegir por su hábito, ella es<br />

monja, o va a serlo, que es lo más cierto, y quizá<br />

porque no le debe de nacer de voluntad el<br />

monjío, va triste, como parece.<br />

-Todo podría ser -dijo el cura.<br />

Y, dejándolos, se volvió adonde estaba Dorotea,<br />

la cual, como había oído suspirar a la emboza-


da, movida de natural compasión, se llegó a<br />

ella y le dijo:<br />

-¿Qué mal sentís, señora mía? Mirad si es alguno<br />

de quien las mujeres suelen tener uso y experiencia<br />

de curarle, que de mi parte os ofrezco<br />

una buena voluntad de serviros.<br />

A todo esto callaba la lastimada señora; y, aunque<br />

Dorotea tornó con mayores ofrecimientos,<br />

todavía se estaba en su silencio, hasta que llegó<br />

el caballero embozado que dijo el mozo que los<br />

demás obedecían, y dijo a Dorotea:<br />

-No os canséis, señora, en ofrecer nada a esa<br />

mujer, porque tiene por costumbre de no agradecer<br />

cosa que por ella se hace, ni procuréis que<br />

os responda, si no queréis oír alguna mentira<br />

de su boca.<br />

-Jamás la dije -dijo a esta sazón la que hasta allí<br />

había estado callando-; antes, por ser tan verdadera<br />

y tan sin trazas mentirosas, me veo aho-


a en tanta desventura; y desto vos mesmo<br />

quiero que seáis el testigo, pues mi pura verdad<br />

os hace a vos ser falso y mentiroso.<br />

Oyó estas razones Cardenio bien clara y distintamente,<br />

como quien estaba tan junto de quien<br />

las decía que sola la puerta del aposento de don<br />

<strong>Quijote</strong> estaba en medio; y, así como las oyó,<br />

dando una gran voz dijo:<br />

-¡Válgame Dios! ¿Qué es esto que oigo? ¿Qué<br />

voz es esta que ha llegado a mis oídos?<br />

Volvió la cabeza a estos gritos aquella señora,<br />

toda sobresaltada, y, no viendo quién las daba,<br />

se levantó en pie y fuese a entrar en el aposento;<br />

lo cual visto por el caballero, la detuvo, sin<br />

dejarla mover un paso. A ella, con la turbación<br />

y desasosiego, se le cayó el tafetán con que traía<br />

cubierto el rostro, y descubrió una hermosura<br />

incomparable y un rostro milagroso, aunque<br />

descolorido y asombrado, porque con los ojos<br />

andaba rodeando todos los lugares donde al-


canzaba con la vista, con tanto ahínco, que parecía<br />

persona fuera de juicio; cuyas señales, sin<br />

saber por qué las hacía, pusieron gran lástima<br />

en Dorotea y en cuantos la miraban. Teníala el<br />

caballero fuertemente asida por las espaldas, y,<br />

por estar tan ocupado en tenerla, no pudo acudir<br />

a alzarse el embozo, que se le caía, como, en<br />

efeto, se le cayó del todo; y, alzando los ojos<br />

Dorotea, que abrazada con la señora estaba, vio<br />

que el que abrazada ansimesmo la tenía era su<br />

esposo don Fernando; y, apenas le hubo conocido,<br />

cuando, arrojando de lo íntimo de sus<br />

entrañas un luengo y tristísimo ¡ay!, se dejó<br />

caer de espaldas desmayada; y, a no hallarse<br />

allí junto el barbero, que la recogió en los brazos,<br />

ella diera consigo en el suelo.<br />

Acudió luego el cura a quitarle el embozo, para<br />

echarle agua en el rostro, y así como la descubrió<br />

la conoció don Fernando, que era el que<br />

estaba abrazado con la otra, y quedó como<br />

muerto en verla; pero no porque dejase, con


todo esto, de tener a Luscinda, que era la que<br />

procuraba soltarse de sus brazos; la cual había<br />

conocido en el suspiro a Cardenio, y él la había<br />

conocido a ella. Oyó asimesmo Cardenio el ¡ay!<br />

que dio Dorotea cuando se cayó desmayada, y,<br />

creyendo que era su Luscinda, salió del aposento<br />

despavorido, y lo primero que vio fue a don<br />

Fernando, que tenía abrazada a Luscinda.<br />

También don Fernando conoció luego a Cardenio;<br />

y todos tres, Luscinda, Cardenio y Dorotea,<br />

quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo<br />

que les había acontecido.<br />

Callaban todos y mirábanse todos: Dorotea a<br />

don Fernando, don Fernando a Cardenio, Cardenio<br />

a Luscinda y Luscinda a Cardenio. Mas<br />

quien primero rompió el silencio fue Luscinda,<br />

hablando a don Fernando desta manera:<br />

-Dejadme, señor don Fernando, por lo que debéis<br />

a ser quien sois, ya que por otro respeto no<br />

lo hagáis; dejadme llegar al muro de quien yo<br />

soy yedra, al arrimo de quien no me han podi-


do apartar vuestras importunaciones, vuestras<br />

amenazas, vuestras promesas ni vuestras dádivas.<br />

Notad cómo el cielo, por desusados y a nosotros<br />

encubiertos caminos, me ha puesto a mi<br />

verdadero esposo delante. Y bien sabéis por mil<br />

costosas experiencias que sola la muerte fuera<br />

bastante para borrarle de mi memoria.<br />

Sean, pues, parte tan claros desengaños para<br />

que volváis, ya que no podáis hacer otra cosa,<br />

el amor en rabia, la voluntad en despecho, y<br />

acabadme con él la vida; que, como yo la rinda<br />

delante de mi buen esposo, la daré por bien<br />

empleada: quizá con mi muerte quedará satisfecho<br />

de la fe que le mantuve hasta el último<br />

trance de la vida.<br />

Había en este entretanto vuelto Dorotea en sí, y<br />

había estado escuchando todas las razones que<br />

Luscinda dijo, por las cuales vino en conocimiento<br />

de quién ella era; que, viendo que don


Fernando aún no la dejaba de los brazos, ni<br />

respondía a sus razones, esforzándose lo más<br />

que pudo, se levantó y se fue a hincar de rodillas<br />

a sus pies; y, derramando mucha cantidad<br />

de hermosas y lastimeras lágrimas, así le comenzó<br />

a decir:<br />

-Si ya no es, señor mío, que los rayos deste sol<br />

que en tus brazos eclipsado tienes te quitan y<br />

ofuscan los de tus ojos, ya habrás echado de ver<br />

que la que a tus pies está arrodillada es la sin<br />

ventura, hasta que tú quieras, y la desdichada<br />

Dorotea. Yo soy aquella labradora humilde a<br />

quien tú, por tu bondad o por tu gusto, quisiste<br />

levantar a la alteza de poder llamarse tuya. Soy<br />

la que, encerrada en los límites de la honestidad,<br />

vivió vida contenta hasta que, a las voces<br />

de tus importunidades, y, al parecer, justos y<br />

amorosos sentimientos, abrió las puertas de su<br />

recato y te entregó las llaves de su libertad:<br />

dádiva de ti tan mal agradecida, cual lo muestra<br />

bien claro haber sido forzoso hallarme en el


lugar donde me hallas, y verte yo a ti de la manera<br />

que te veo. Pero, con todo esto, no querría<br />

que cayese en tu imaginación pensar que he<br />

venido aquí con pasos de mi deshonra, habiéndome<br />

traído sólo los del dolor y sentimiento de<br />

verme de ti olvidada.<br />

Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo de<br />

manera que, aunque ahora quieras que no lo<br />

sea, no será posible que tú dejes de ser mío.<br />

Mira, señor mío, que puede ser recompensa a la<br />

hermosura y nobleza por quien me dejas la<br />

incomparable voluntad que te tengo. Tú no<br />

puedes ser de la hermosa Luscinda, porque<br />

eres mío, ni ella puede ser tuya, porque es de<br />

Cardenio; y más fácil te será, si en ello miras,<br />

reducir tu voluntad a querer a quien te adora,<br />

que no encaminar la que te aborrece a que bien<br />

te quiera. Tú solicitaste mi descuido, tú rogaste<br />

a mi entereza, tú no ignoraste mi calidad, tú<br />

sabes bien de la manera que me entregué a toda<br />

tu voluntad: no te queda lugar ni acogida de


llamarte a engaño. Y si esto es así, como lo es, y<br />

tú eres tan cristiano como caballero, ¿por qué<br />

por tantos rodeos dilatas de hacerme venturosa<br />

en los fines, como me heciste en los principios?<br />

Y si no me quieres por la que soy, que soy tu<br />

verdadera y legítima esposa, quiéreme, a lo<br />

menos, y admíteme por tu esclava; que, como<br />

yo esté en tu poder, me tendré por dichosa y<br />

bien afortunada. No permitas, con dejarme y<br />

desampararme, que se hagan y junten corrillos<br />

en mi deshonra; no des tan mala vejez a mis<br />

padres, pues no lo merecen los leales servicios<br />

que, como buenos vasallos, a los tuyos siempre<br />

han hecho. Y si te parece que has de aniquilar<br />

tu sangre por mezclarla con la mía, considera<br />

que pocas o ninguna nobleza hay en el mundo<br />

que no haya corrido por este camino, y que la<br />

que se toma de las mujeres no es la que hace al<br />

caso en las ilustres decendencias; cuanto más,<br />

que la verdadera nobleza consiste en la virtud,<br />

y si ésta a ti te falta, negándome lo que tan justamente<br />

me debes, yo quedaré con más venta-


jas de noble que las que tú tienes. En fin, señor,<br />

lo que últimamente te digo es que, quieras o no<br />

quieras, yo soy tu esposa: testigos son tus palabras,<br />

que no han ni deben ser mentirosas, si ya<br />

es que te precias de aquello por que me desprecias;<br />

testigo será la firma que hiciste, y testigo el<br />

cielo, a quien tú llamaste por testigo de lo que<br />

me prometías. Y, cuando todo esto falte, tu<br />

misma conciencia no ha de faltar de dar voces<br />

callando en mitad de tus alegrías, volviendo<br />

por esta verdad que te he dicho y turbando tus<br />

mejores gustos y contentos.<br />

Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea,<br />

con tanto sentimiento y lágrimas, que los mismos<br />

que acompañaban a don Fernando, y<br />

cuantos presentes estaban, la acompañaron en<br />

ellas. Escuchóla don Fernando sin replicalle<br />

palabra, hasta que ella dio fin a las suyas y<br />

principio a tantos sollozos y suspiros, que bien<br />

había de ser corazón de bronce el que con<br />

muestras de tanto dolor no se enterneciera.


Mirándola estaba Luscinda, no menos lastimada<br />

de su sentimiento que admirada de su mucha<br />

discreción y hermosura; y, aunque quisiera<br />

llegarse a ella y decirle algunas palabras de<br />

consuelo, no la dejaban los brazos de don Fernando,<br />

que apretada la tenían.<br />

El cual, lleno de confusión y espanto, al cabo de<br />

un buen espacio que atentamente estuvo mirando<br />

a Dorotea, abrió los brazos y, dejando<br />

libre a Luscinda, dijo:<br />

-Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque<br />

no es posible tener ánimo para negar tantas<br />

verdades juntas.<br />

Con el desmayo que Luscinda había tenido, así<br />

como la dejó don Fernando, iba a caer en el<br />

suelo; mas, hallándose Cardenio allí junto, que<br />

a las espaldas de don Fernando se había puesto<br />

porque no le conociese, prosupuesto todo temor<br />

y aventurando a todo riesgo, acudió a sos-


tener a Luscinda, y, cogiéndola entre sus brazos,<br />

le dijo:<br />

-Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya tengas<br />

algún descanso, leal, firme y hermosa señora<br />

mía, en ninguna parte creo yo que le tendrás<br />

más seguro que en estos brazos que ahora te<br />

reciben, y otro tiempo te recibieron, cuando la<br />

fortuna quiso que pudiese llamarte mía.<br />

A estas razones, puso Luscinda en Cardenio los<br />

ojos, y, habiendo comenzado a conocerle, primero<br />

por la voz, y asegurándose que él era con<br />

la vista, casi fuera de sentido y sin tener cuenta<br />

a ningún honesto respeto, le echó los brazos al<br />

cuello, y, juntando su rostro con el de Cardenio,<br />

le dijo:<br />

-Vos sí, señor mío, sois el verdadero dueño desta<br />

vuestra captiva, aunque más lo impida la<br />

contraria suerte, y, aunque más amenazas le<br />

hagan a esta vida que en la vuestra se sustenta.


Estraño espectáculo fue éste para don Fernando<br />

y para todos los circunstantes, admirándose de<br />

tan no visto suceso. Parecióle a Dorotea que<br />

don Fernando había perdido la color del rostro<br />

y que hacía ademán de querer vengarse de<br />

Cardenio, porque le vio encaminar la mano a<br />

ponella en la espada; y, así como lo pensó, con<br />

no vista presteza se abrazó con él por las rodillas,<br />

besándoselas y teniéndole apretado, que<br />

no le dejaba mover, y, sin cesar un punto de sus<br />

lágrimas, le decía:<br />

-¿Qué es lo que piensas hacer, único refugio<br />

mío, en este tan impensado trance? Tú tienes a<br />

tus pies a tu esposa, y la que quieres que lo sea<br />

está en los brazos de su marido. Mira si te estará<br />

bien o te será posible deshacer lo que el<br />

cielo ha hecho, o si te convendrá querer levantar<br />

a igualar a ti mismo a la que, pospuesto todo<br />

inconveniente, confirmada en su verdad y<br />

firmeza, delante de tus ojos tiene los suyos,<br />

bañados de licor amoroso el rostro y pecho de


su verdadero esposo. Por quien Dios es te ruego,<br />

y por quien tú eres te suplico, que este tan<br />

notorio desengaño no sólo no acreciente tu ira,<br />

sino que la mengüe en tal manera, que con<br />

quietud y sosiego permitas que estos dos amantes<br />

le tengan, sin impedimiento tuyo, todo el<br />

tiempo que el cielo quisiere concedérsele; y en<br />

esto mostrarás la generosidad de tu ilustre y<br />

noble pecho, y verá el mundo que tiene contigo<br />

más fuerza la razón que el apetito.<br />

En tanto que esto decía Dorotea, aunque Cardenio<br />

tenía abrazada a Luscinda, no quitaba los<br />

ojos de don Fernando, con determinación de<br />

que, si le viese hacer algún movimiento en su<br />

perjuicio, procurar defenderse y ofender como<br />

mejor pudiese a todos aquellos que en su daño<br />

se mostrasen, aunque le costase la vida. Pero a<br />

esta sazón acudieron los amigos de don Fernando,<br />

y el cura y el barbero, que a todo habían<br />

estado presentes, sin que faltase el bueno de<br />

Sancho Panza, y todos rodeaban a don Fernan-


do, suplicándole tuviese por bien de mirar las<br />

lágrimas de Dorotea; y que, siendo verdad,<br />

como sin duda ellos creían que lo era, lo que en<br />

sus razones había dicho, que no permitiese<br />

quedase defraudada de sus tan justas esperanzas.<br />

Que considerase que, no acaso, como parecía,<br />

sino con particular providencia del cielo,<br />

se habían todos juntado en lugar donde menos<br />

ninguno pensaba; y que advirtiese -dijo el cura-<br />

que sola la muerte podía apartar a Luscinda de<br />

Cardenio; y, aunque los dividiesen filos de alguna<br />

espada, ellos tendrían por felicísima su<br />

muerte; y que en los lazos inremediables era<br />

suma cordura, forzándose y venciéndose a sí<br />

mismo, mostrar un generoso pecho, permitiendo<br />

que por sola su voluntad los dos gozasen el<br />

bien que el cielo ya les había concedido; que<br />

pusiese los ojos ansimesmo en la beldad de<br />

Dorotea, y vería que pocas o ninguna se le podían<br />

igualar, cuanto más hacerle ventaja, y que<br />

juntase a su hermosura su humildad y el estremo<br />

del amor que le tenía; y, sobre todo, ad-


virtiese que si se preciaba de caballero y de<br />

cristiano, que no podía hacer otra cosa que<br />

cumplille la palabra dada, y que, cumpliéndosela,<br />

cumpliría con Dios y satisfaría a las gentes<br />

discretas, las cuales saben y conocen que es<br />

prerrogativa de la hermosura, aunque esté en<br />

sujeto humilde, como se acompañe con la<br />

honestidad, poder levantarse e igualarse a<br />

cualquiera alteza, sin nota de menoscabo del<br />

que la levanta e iguala a sí mismo; y, cuando se<br />

cumplen las fuertes leyes del gusto, como en<br />

ello no intervenga pecado, no debe de ser culpado<br />

el que las sigue.<br />

En efeto, a estas razones añadieron todos otras,<br />

tales y tantas, que el valeroso pecho de don<br />

Fernando (en fin, como alimentado con ilustre<br />

sangre) se ablandó y se dejó vencer de la verdad,<br />

que él no pudiera negar aunque quisiera; y<br />

la señal que dio de haberse rendido y entregado<br />

al buen parecer que se le había propuesto<br />

fue abajarse y abrazar a Dorotea, diciéndole:


-Levantaos, señora mía, que no es justo que esté<br />

arrodillada a mis pies la que yo tengo en mi<br />

alma; y si hasta aquí no he dado muestras de lo<br />

que digo, quizá ha sido por orden del cielo,<br />

para que, viendo yo en vos la fe con que me<br />

amáis, os sepa estimar en lo que merecéis. Lo<br />

que os ruego es que no me reprehendáis mi mal<br />

término y mi mucho descuido, pues la misma<br />

ocasión y fuerza que me movió para acetaros<br />

por mía, esa misma me impelió para procurar<br />

no ser vuestro. Y que esto sea verdad, volved y<br />

mirad los ojos de la ya contenta Luscinda, y en<br />

ellos hallaréis disculpa de todos mis yerros; y,<br />

pues ella halló y alcanzó lo que deseaba, y yo<br />

he hallado en vos lo que me cumple, viva ella<br />

segura y contenta luengos y felices años con su<br />

Cardenio, que yo rogaré al cielo que me los deje<br />

vivir con mi Dorotea.<br />

Y, diciendo esto, la tornó a abrazar y a juntar su<br />

rostro con el suyo, con tan tierno sentimiento,<br />

que le fue necesario tener gran cuenta con que


las lágrimas no acabasen de dar indubitables<br />

señas de su amor y arrepentimiento. No lo<br />

hicieron así las de Luscinda y Cardenio, y aun<br />

las de casi todos los que allí presentes estaban,<br />

porque comenzaron a derramar tantas, los unos<br />

de contento proprio y los otros del ajeno, que<br />

no parecía sino que algún grave y mal caso a<br />

todos había sucedido. Hasta Sancho Panza lloraba,<br />

aunque después dijo que no lloraba él<br />

sino por ver que Dorotea no era, como él pensaba,<br />

la reina Micomicona, de quien él tantas<br />

mercedes esperaba. Duró algún espacio, junto<br />

con el llanto, la admiración en todos, y luego<br />

Cardenio y Luscinda se fueron a poner de rodillas<br />

ante don Fernando, dándole gracias de la<br />

merced que les había hecho con tan corteses<br />

razones, que don Fernando no sabía qué responderles;<br />

y así, los levantó y abrazó con muestras<br />

de mucho amor y de mucha cortesía.<br />

Preguntó luego a Dorotea le dijese cómo había<br />

venido a aquel lugar tan lejos del suyo. Ella,


con breves y discretas razones, contó todo lo<br />

que antes había contado a Cardenio, de lo cual<br />

gustó tanto don Fernando y los que con él venían,<br />

que quisieran que durara el cuento más<br />

tiempo: tanta era la gracia con que Dorotea contaba<br />

sus desventuras. Y, así como hubo acabado,<br />

dijo don Fernando lo que en la ciudad le<br />

había acontecido después que halló el papel en<br />

el seno de Luscinda, donde declaraba ser esposa<br />

de Cardenio y no poderlo ser suya. Dijo que<br />

la quiso matar, y lo hiciera si de sus padres no<br />

fuera impedido; y que así, se salió de su casa,<br />

despechado y corrido, con determinación de<br />

vengarse con más comodidad; y que otro día<br />

supo como Luscinda había faltado de casa de<br />

sus padres, sin que nadie supiese decir dónde<br />

se había ido, y que, en resolución, al cabo de<br />

algunos meses vino a saber como estaba en un<br />

monesterio, con voluntad de quedarse en él<br />

toda la vida, si no la pudiese pasar con Cardenio;<br />

y que, así como lo supo, escogiendo para<br />

su compañía aquellos tres caballeros, vino al


lugar donde estaba, a la cual no había querido<br />

hablar, temeroso que, en sabiendo que él estaba<br />

allí, había de haber más guarda en el monesterio;<br />

y así, aguardando un día a que la portería<br />

estuviese abierta, dejó a los dos a la guarda de<br />

la puerta, y él, con otro, habían entrado en el<br />

monesterio buscando a Luscinda, la cual hallaron<br />

en el claustro hablando con una monja; y,<br />

arrebatándola, sin darle lugar a otra cosa, se<br />

habían venido con ella a un lugar donde se<br />

acomodaron de aquello que hubieron menester<br />

para traella. Todo lo cual habían podido hacer<br />

bien a su salvo, por estar el monesterio en el<br />

campo, buen trecho fuera del pueblo. Dijo que,<br />

así como Luscinda se vio en su poder, perdió<br />

todos los sentidos; y que, después de vuelta en<br />

sí, no había hecho otra cosa sino llorar y suspirar,<br />

sin hablar palabra alguna; y que así, acompañados<br />

de silencio y de lágrimas, habían llegado<br />

a aquella venta, que para él era haber llegado<br />

al cielo, donde se rematan y tienen fin<br />

todas las desventuras de la tierra.


Capítulo XXXVII<br />

Que prosigue la historia de la famosa infanta<br />

Micomicona, con otras graciosas aventuras<br />

Todo esto escuchaba Sancho, no con poco dolor<br />

de su ánima, viendo que se le desparecían e<br />

iban en humo las esperanzas de su ditado, y<br />

que la linda princesa Micomicona se le había<br />

vuelto en Dorotea, y el gigante en don Fernando,<br />

y su amo se estaba durmiendo a sueño suelto,<br />

bien descuidado de todo lo sucedido. No se<br />

podía asegurar Dorotea si era soñado el bien<br />

que poseía. Cardenio estaba en el mismo pensamiento,<br />

y el de Luscinda corría por la misma<br />

cuenta. <strong>Don</strong> Fernando daba gracias al cielo por<br />

la merced recebida y haberle sacado de aquel<br />

intricado laberinto, donde se hallaba tan a pique<br />

de perder el crédito y el alma; y, finalmente,<br />

cuantos en la venta estaban, estaban contentos<br />

y gozosos del buen suceso que habían tenido<br />

tan trabados y desesperados negocios.


Todo lo ponía en su punto el cura, como discreto,<br />

y a cada uno daba el parabién del bien alcanzado;<br />

pero quien más jubilaba y se contentaba<br />

era la ventera, por la promesa que Cardenio<br />

y el cura le habían hecho de pagalle todos<br />

los daños e intereses que por cuenta de don<br />

<strong>Quijote</strong> le hubiesen venido. Sólo Sancho, como<br />

ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado<br />

y el triste; y así, con malencónico semblante,<br />

entró a su amo, el cual acababa de despertar, a<br />

quien dijo:<br />

-Bien puede vuestra merced, señor Triste Figura,<br />

dormir todo lo que quisiere, sin cuidado de<br />

matar a ningún gigante, ni de volver a la princesa<br />

su reino: que ya todo está hecho y concluido.<br />

-Eso creo yo bien -respondió don <strong>Quijote</strong>-, porque<br />

he tenido con el gigante la más descomunal<br />

y desaforada batalla que pienso tener en todos<br />

los días de mi vida; y de un revés, ¡zas!, le derribé<br />

la cabeza en el suelo, y fue tanta la sangre


que le salió, que los arroyos corrían por la tierra<br />

como si fueran de agua.<br />

-Como si fueran de vino tinto, pudiera vuestra<br />

merced decir mejor -respondió Sancho-, porque<br />

quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo<br />

sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado,<br />

y la sangre, seis arrobas de vino tinto que<br />

encerraba en su vientre; y la cabeza cortada es<br />

la puta que me parió, y llévelo todo Satanás.<br />

-Y ¿qué es lo que dices, loco? -replicó don <strong>Quijote</strong>-.<br />

¿Estás en tu seso?<br />

-Levántese vuestra merced -dijo Sancho-, y verá<br />

el buen recado que ha hecho, y lo que tenemos<br />

que pagar; y verá a la reina convertida en una<br />

dama particular, llamada Dorotea, con otros<br />

sucesos que, si cae en ellos, le han de admirar.<br />

-No me maravillaría de nada deso -replicó don<br />

<strong>Quijote</strong>-, porque, si bien te acuerdas, la otra vez<br />

que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto


aquí sucedía eran cosas de encantamento, y no<br />

sería mucho que ahora fuese lo mesmo.<br />

-Todo lo creyera yo -respondió Sancho-, si también<br />

mi manteamiento fuera cosa dese jaez,<br />

mas no lo fue, sino real y verdaderamente; y vi<br />

yo que el ventero que aquí está hoy día tenía<br />

del un cabo de la manta, y me empujaba hacia<br />

el cielo con mucho donaire y brío, y con tanta<br />

risa como fuerza; y donde interviene conocerse<br />

las personas, tengo para mí, aunque simple y<br />

pecador, que no hay encantamento alguno, sino<br />

mucho molimiento y mucha mala ventura.<br />

-Ahora bien, Dios lo remediará -dijo don <strong>Quijote</strong>-.<br />

Dame de vestir y déjame salir allá fuera,<br />

que quiero ver los sucesos y transformaciones<br />

que dices.<br />

Diole de vestir Sancho, y, en el entretanto que<br />

se vestía, contó el cura a don Fernando y a los<br />

demás las locuras de don <strong>Quijote</strong>, y del artificio<br />

que habían usado para sacarle de la Peña Po-


e, donde él se imaginaba estar por desdenes<br />

de su señora. Contóles asimismo casi todas las<br />

aventuras que Sancho había contado, de que no<br />

poco se admiraron y rieron, por parecerles lo<br />

que a todos parecía: ser el más estraño género<br />

de locura que podía caber en pensamiento desparatado.<br />

Dijo más el cura: que, pues ya el buen<br />

suceso de la señora Dorotea impidía pasar con<br />

su disignio adelante, que era menester inventar<br />

y hallar otro para poderle llevar a su tierra.<br />

Ofrecióse Cardenio de proseguir lo comenzado,<br />

y que Luscinda haría y representaría la persona<br />

de Dorotea.<br />

-No -dijo don Fernando-, no ha de ser así: que<br />

yo quiero que Dorotea prosiga su invención;<br />

que, como no sea muy lejos de aquí el lugar<br />

deste buen caballero, yo holgaré de que se procure<br />

su remedio.<br />

-No está más de dos jornadas de aquí.


-Pues, aunque estuviera más, gustara yo de<br />

caminallas, a trueco de hacer tan buena obra.<br />

Salió, en esto, don <strong>Quijote</strong>, armado de todos sus<br />

pertrechos, con el yelmo, aunque abollado, de<br />

Mambrino en la cabeza, embrazado de su rodela<br />

y arrimado a su tronco o lanzón. Suspendió a<br />

don Fernando y a los demás la estraña presencia<br />

de don <strong>Quijote</strong>, viendo su rostro de media<br />

legua de andadura, seco y amarillo, la desigualdad<br />

de sus armas y su mesurado continente,<br />

y estuvieron callando hasta ver lo que él<br />

decía, el cual, con mucha gravedad y reposo,<br />

puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:<br />

-Estoy informado, hermosa señora, deste mi<br />

escudero que la vuestra grandeza se ha aniquilado,<br />

y vuestro ser se ha deshecho, porque de<br />

reina y gran señora que solíades ser os habéis<br />

vuelto en una particular doncella. Si esto ha<br />

sido por orden del rey nigromante de vuestro<br />

padre, temeroso que yo no os diese la necesaria<br />

y debida ayuda, digo que no supo ni sabe de la


misa la media, y que fue poco versado en las<br />

historias caballerescas, porque si él las hubiera<br />

leído y pasado tan atentamente y con tanto espacio<br />

como yo las pasé y leí, hallara a cada paso<br />

cómo otros caballeros de menor fama que la<br />

mía habían acabado cosas más dificultosas, no<br />

siéndolo mucho matar a un gigantillo, por<br />

arrogante que sea; porque no ha muchas horas<br />

que yo me vi con él, y... quiero callar, porque<br />

no me digan que miento; pero el tiempo, descubridor<br />

de todas las cosas, lo dirá cuando menos<br />

lo pensemos.<br />

-Vístesos vos con dos cueros, que no con un<br />

gigante -dijo a esta sazón el ventero.<br />

Al cual mandó don Fernando que callase y no<br />

interrumpiese la plática de don <strong>Quijote</strong> en ninguna<br />

manera; y don <strong>Quijote</strong> prosiguió diciendo:<br />

-Digo, en fin, alta y desheredada señora, que si<br />

por la causa que he dicho vuestro padre ha


hecho este metamorfóseos en vuestra persona,<br />

que no le deis crédito alguno, porque no hay<br />

ningún peligro en la tierra por quien no se abra<br />

camino mi espada, con la cual, poniendo la<br />

cabeza de vuestro enemigo en tierra, os pondré<br />

a vos la corona de la vuestra en la cabeza en<br />

breves días.<br />

No dijo más don <strong>Quijote</strong>, y esperó a que la<br />

princesa le respondiese, la cual, como ya sabía<br />

la determinación de don Fernando de que se<br />

prosiguiese adelante en el engaño hasta llevar a<br />

su tierra a don <strong>Quijote</strong>, con mucho donaire y<br />

gravedad, le respondió:<br />

-Quienquiera que os dijo, valeroso caballero de<br />

la Triste Figura, que yo me había mudado y<br />

trocado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la<br />

misma que ayer fui me soy hoy. Verdad es que<br />

alguna mudanza han hecho en mí ciertos acaecimientos<br />

de buena ventura, que me la han dado<br />

la mejor que yo pudiera desearme, pero no<br />

por eso he dejado de ser la que antes y de tener


los mesmos pensamientos de valerme del valor<br />

de vuestro valeroso e invenerable brazo que<br />

siempre he tenido. Así que, señor mío, vuestra<br />

bondad vuelva la honra al padre que me engendró,<br />

y téngale por hombre advertido y prudente,<br />

pues con su ciencia halló camino tan fácil<br />

y tan verdadero para remediar mi desgracia;<br />

que yo creo que si por vos, señor, no fuera,<br />

jamás acertara a tener la ventura que tengo; y<br />

en esto digo tanta verdad como son buenos<br />

testigos della los más destos señores que están<br />

presentes. Lo que resta es que mañana nos<br />

pongamos en camino, porque ya hoy se podrá<br />

hacer poca jornada, y en lo demás del buen<br />

suceso que espero, lo dejaré a Dios y al valor de<br />

vuestro pecho.<br />

Esto dijo la discreta Dorotea, y, en oyéndolo<br />

don <strong>Quijote</strong>, se volvió a Sancho, y, con muestras<br />

de mucho enojo, le dijo:<br />

-Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el mayor<br />

bellacuelo que hay en España. Dime, ladrón


vagamundo, ¿no me acabaste de decir ahora<br />

que esta princesa se había vuelto en una doncella<br />

que se llamaba Dorotea, y que la cabeza que<br />

entiendo que corté a un gigante era la puta que<br />

te parió, con otros disparates que me pusieron<br />

en la mayor confusión que jamás he estado en<br />

todos los días de mi vida? ¡Voto... -y miró al<br />

cielo y apretó los dientes- que estoy por hacer<br />

un estrago en ti, que ponga sal en la mollera a<br />

todos cuantos mentirosos escuderos hubiere de<br />

caballeros andantes, de aquí adelante, en el<br />

mundo!<br />

-Vuestra merced se sosiegue, señor mío -<br />

respondió Sancho-, que bien podría ser que yo<br />

me hubiese engañado en lo que toca a la mutación<br />

de la señora princesa Micomicona; pero,<br />

en lo que toca a la cabeza del gigante, o, a lo<br />

menos, a la horadación de los cueros y a lo de<br />

ser vino tinto la sangre, no me engaño, ¡vive<br />

Dios!, porque los cueros allí están heridos, a la<br />

cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino


tinto tiene hecho un lago el aposento; y si no, al<br />

freír de los huevos lo verá; quiero decir que lo<br />

verá cuando aquí su merced del señor ventero<br />

le pida el menoscabo de todo. De lo demás, de<br />

que la señora reina se esté como se estaba, me<br />

regocijo en el alma, porque me va mi parte,<br />

como a cada hijo de vecino.<br />

-Ahora yo te digo, Sancho -dijo don <strong>Quijote</strong>-,<br />

que eres un mentecato; y perdóname, y basta.<br />

-Basta -dijo don Fernando-, y no se hable más<br />

en esto; y, pues la señora princesa dice que se<br />

camine mañana, porque ya hoy es tarde, hágase<br />

así, y esta noche la podremos pasar en buena<br />

conversación hasta el venidero día, donde todos<br />

acompañaremos al señor don <strong>Quijote</strong>, porque<br />

queremos ser testigos de las valerosas e<br />

inauditas hazañas que ha de hacer en el discurso<br />

desta grande empresa que a su cargo lleva.<br />

-Yo soy el que tengo de serviros y acompañaros<br />

-respondió don <strong>Quijote</strong>-, y agradezco mucho la


merced que se me hace y la buena opinión que<br />

de mí se tiene, la cual procuraré que salga verdadera,<br />

o me costará la vida, y aun más, si más<br />

costarme puede.<br />

Muchas palabras de comedimiento y muchos<br />

ofrecimientos pasaron entre don <strong>Quijote</strong> y don<br />

Fernando; pero a todo puso silencio un pasajero<br />

que en aquella sazón entró en la venta, el cual<br />

en su traje mostraba ser cristiano recién venido<br />

de tierra de moros, porque venía vestido con<br />

una casaca de paño azul, corta de faldas, con<br />

medias mangas y sin cuello; los calzones eran<br />

asimismo de lienzo azul, con bonete de la misma<br />

color; traía unos borceguíes datilados y un<br />

alfanje morisco, puesto en un tahelí que le atravesaba<br />

el pecho. Entró luego tras él, encima de<br />

un jumento, una mujer a la morisca vestida,<br />

cubierto el rostro con una toca en la cabeza;<br />

traía un bonetillo de brocado, y vestida una<br />

almalafa, que desde los hombros a los pies la<br />

cubría. Era el hombre de robusto y agraciado


talle, de edad de poco más de cuarenta años,<br />

algo moreno de rostro, largo de bigotes y la<br />

barba muy bien puesta. En resolución, él mostraba<br />

en su apostura que si estuviera bien vestido,<br />

le juzgaran por persona de calidad y bien<br />

nacida.<br />

Pidió, en entrando, un aposento, y, como le<br />

dijeron que en la venta no le había, mostró recebir<br />

pesadumbre; y, llegándose a la que en el<br />

traje parecía mora, la apeó en sus brazos. Luscinda,<br />

Dorotea, la ventera, su hija y Maritornes,<br />

llevadas del nuevo y para ellas nunca visto traje,<br />

rodearon a la mora, y Dorotea, que siempre<br />

fue agraciada, comedida y discreta, pareciéndole<br />

que así ella como el que la traía se congojaban<br />

por la falta del aposento, le dijo:<br />

-No os dé mucha pena, señora mía, la incomodidad<br />

de regalo que aquí falta, pues es proprio<br />

de ventas no hallarse en ellas; pero, con todo<br />

esto, si gustáredes de pasar con nosotras -<br />

señalando a Luscinda-, quizá en el discurso de


este camino habréis hallado otros no tan buenos<br />

acogimientos.<br />

No respondió nada a esto la embozada, ni hizo<br />

otra cosa que levantarse de donde sentado se<br />

había, y, puestas entrambas manos cruzadas<br />

sobre el pecho, inclinada la cabeza, dobló el<br />

cuerpo en señal de que lo agradecía. Por su<br />

silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía<br />

de ser mora, y que no sabía hablar cristiano.<br />

Llegó, en esto, el cautivo, que entendiendo en<br />

otra cosa hasta entonces había estado, y, viendo<br />

que todas tenían cercada a la que con él venía, y<br />

que ella a cuanto le decían callaba, dijo:<br />

-Señoras mías, esta doncella apenas entiende<br />

mi lengua, ni sabe hablar otra ninguna sino<br />

conforme a su tierra, y por esto no debe de<br />

haber respondido, ni responde, a lo que se le ha<br />

preguntado.<br />

-No se le pregunta otra cosa ninguna -<br />

respondió Luscinda- sino ofrecelle por esta no-


che nuestra compañía y parte del lugar donde<br />

nos acomodáremos, donde se le hará el regalo<br />

que la comodidad ofreciere, con la voluntad<br />

que obliga a servir a todos los estranjeros que<br />

dello tuvieren necesidad, especialmente siendo<br />

mujer a quien se sirve.<br />

-Por ella y por mí -respondió el captivo- os beso,<br />

señora mía, las manos, y estimo mucho y en<br />

lo que es razón la merced ofrecida; que en tal<br />

ocasión, y de tales personas como vuestro parecer<br />

muestra, bien se echa de ver que ha de ser<br />

muy grande.<br />

-Decidme, señor -dijo Dorotea-: ¿esta señora es<br />

cristiana o mora? Porque el traje y el silencio<br />

nos hace pensar que es lo que no querríamos<br />

que fuese.<br />

-Mora es en el traje y en el cuerpo, pero en el<br />

alma es muy grande cristiana, porque tiene<br />

grandísimos deseos de serlo.


-Luego, ¿no es baptizada? -replicó Luscinda.<br />

-No ha habido lugar para ello -respondió el<br />

captivo- después que salió de Argel, su patria y<br />

tierra, y hasta agora no se ha visto en peligro de<br />

muerte tan cercana que obligase a baptizalla sin<br />

que supiese primero todas las ceremonias que<br />

nuestra Madre la Santa Iglesia manda; pero<br />

Dios será servido que presto se bautice con la<br />

decencia que la calidad de su persona merece,<br />

que es más de lo que muestra su hábito y el<br />

mío.<br />

Con estas razones puso gana en todos los que<br />

escuchándole estaban de saber quién fuese la<br />

mora y el captivo, pero nadie se lo quiso preguntar<br />

por entonces, por ver que aquella sazón<br />

era más para procurarles descanso que para<br />

preguntarles sus vidas. Dorotea la tomó por la<br />

mano y la llevó a sentar junto a sí, y le rogó que<br />

se quitase el embozo. Ella miró al cautivo, como<br />

si le preguntara le dijese lo que decían y lo que<br />

ella haría.


Él, en lengua arábiga, le dijo que le pedían se<br />

quitase el embozo, y que lo hiciese; y así, se lo<br />

quitó, y descubrió un rostro tan hermoso que<br />

Dorotea la tuvo por más hermosa que a Luscinda,<br />

y Luscinda por más hermosa que a Dorotea,<br />

y todos los circustantes conocieron que si<br />

alguno se podría igualar al de las dos, era el de<br />

la mora, y aun hubo algunos que le aventajaron<br />

en alguna cosa. Y, como la hermosura tenga<br />

prerrogativa y gracia de reconciliar los ánimos<br />

y atraer las voluntades, luego se rindieron todos<br />

al deseo de servir y acariciar a la hermosa<br />

mora.<br />

Preguntó don Fernando al captivo cómo se llamaba<br />

la mora, el cual respondió que lela Zoraida;<br />

y, así como esto oyó, ella entendió lo que le<br />

habían preguntado al cristiano, y dijo con mucha<br />

priesa, llena de congoja y donaire:<br />

-¡No, no Zoraida: María, María! -dando a entender<br />

que se llamaba María y no Zoraida.


Estas palabras, el grande afecto con que la mora<br />

las dijo, hicieron derramar más de una lágrima<br />

a algunos de los que la escucharon, especialmente<br />

a las mujeres, que de su naturaleza son<br />

tiernas y compasivas.<br />

Abrazóla Luscinda con mucho amor, diciéndole:<br />

-Sí, sí: María, María.<br />

A lo cual respondió la mora:<br />

-¡Sí, sí: María; Zoraida macange! -que quiere<br />

decir no.<br />

Ya en esto llegaba la noche, y, por orden de los<br />

que venían con don Fernando, había el ventero<br />

puesto diligencia y cuidado en aderezarles de<br />

cenar lo mejor que a él le fue posible. Llegada,<br />

pues, la hora, sentáronse todos a una larga mesa,<br />

como de tinelo, porque no la había redonda<br />

ni cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y


principal asiento, puesto que él lo rehusaba, a<br />

don <strong>Quijote</strong>, el cual quiso que estuviese a su<br />

lado la señora Micomicona, pues él era su<br />

aguardador. Luego se sentaron Luscinda y Zoraida,<br />

y frontero dellas don Fernando y Cardenio,<br />

y luego el cautivo y los demás caballeros,<br />

y, al lado de las señoras, el cura y el barbero. Y<br />

así, cenaron con mucho contento, y acrecentóseles<br />

más viendo que, dejando de comer don <strong>Quijote</strong>,<br />

movido de otro semejante espíritu que el<br />

que le movió a hablar tanto como habló cuando<br />

cenó con los cabreros, comenzó a decir:<br />

-Verdaderamente, si bien se considera, señores<br />

míos, grandes e inauditas cosas ven los que<br />

profesan la orden de la andante caballería. Si<br />

no, ¿cuál de los vivientes habrá en el mundo<br />

que ahora por la puerta deste castillo entrara, y<br />

de la suerte que estamos nos viere, que juzgue<br />

y crea que nosotros somos quien somos?<br />

¿Quién podrá decir que esta señora que está a<br />

mi lado es la gran reina que todos sabemos, y


que yo soy aquel Caballero de la Triste Figura<br />

que anda por ahí en boca de la fama? Ahora no<br />

hay que dudar, sino que esta arte y ejercicio<br />

excede a todas aquellas y aquellos que los<br />

hombres inventaron, y tanto más se ha de tener<br />

en estima cuanto a más peligros está sujeto.<br />

Quítenseme delante los que dijeren que las letras<br />

hacen ventaja a las armas, que les diré, y<br />

sean quien se fueren, que no saben lo que dicen.<br />

Porque la razón que los tales suelen decir,<br />

y a lo que ellos más se atienen, es que los trabajos<br />

del espíritu exceden a los del cuerpo, y que<br />

las armas sólo con el cuerpo se ejercitan, como<br />

si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el<br />

cual no es menester más de buenas fuerzas; o<br />

como si en esto que llamamos armas los que las<br />

profesamos no se encerrasen los actos de la<br />

fortaleza, los cuales piden para ejecutallos mucho<br />

entendimiento; o como si no trabajase el<br />

ánimo del guerrero que tiene a su cargo un<br />

ejército, o la defensa de una ciudad sitiada, así<br />

con el espíritu como con el cuerpo. Si no, véase


si se alcanza con las fuerzas corporales a saber<br />

y conjeturar el intento del enemigo, los disignios,<br />

las estratagemas, las dificultades, el prevenir<br />

los daños que se temen; que todas estas<br />

cosas son acciones del entendimiento, en quien<br />

no tiene parte alguna el cuerpo. Siendo pues<br />

ansí, que las armas requieren espíritu, como las<br />

letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus,<br />

el del letrado o el del guerrero, trabaja más. Y<br />

esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a<br />

que cada uno se encamina, porque aquella intención<br />

se ha de estimar en más que tiene por<br />

objeto más noble fin. Es el fin y paradero de las<br />

letras..., y no hablo ahora de las divinas, que<br />

tienen por blanco llevar y encaminar las almas<br />

al cielo, que a un fin tan sin fin como éste ninguno<br />

otro se le puede igualar; hablo de las letras<br />

humanas, que es su fin poner en su punto<br />

la justicia distributiva y dar a cada uno lo que<br />

es suyo, entender y hacer que las buenas leyes<br />

se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y<br />

digno de grande alabanza, pero no de tanta


como merece aquel a que las armas atienden,<br />

las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es<br />

el mayor bien que los hombres pueden desear<br />

en esta vida. Y así, las primeras buenas nuevas<br />

que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron<br />

las que dieron los ángeles la noche que fue<br />

nuestro día, cuando cantaron en los aires:<br />

Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra, a los<br />

hombres de buena voluntad; y a la salutación que<br />

el mejor maestro de la tierra y del cielo enseñó<br />

a sus allegados y favoridos, fue decirles que<br />

cuando entrasen en alguna casa, dijesen: Paz sea<br />

en esta casa; y otras muchas veces les dijo: Mi<br />

paz os doy, mi paz os dejo: paz sea con vosotros,<br />

bien como joya y prenda dada y dejada de tal<br />

mano; joya que sin ella, en la tierra ni en el cielo<br />

puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero<br />

fin de la guerra, que lo mesmo es decir<br />

armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta verdad,<br />

que el fin de la guerra es la paz, y que en<br />

esto hace ventaja al fin de las letras, vengamos


ahora a los trabajos del cuerpo del letrado y a<br />

los del profesor de las armas, y véase cuáles son<br />

mayores.<br />

De tal manera, y por tan buenos términos, iba<br />

prosiguiendo en su plática don <strong>Quijote</strong> que<br />

obligó a que, por entonces, ninguno de los que<br />

escuchándole estaban le tuviese por loco; antes,<br />

como todos los más eran caballeros, a quien son<br />

anejas las armas, le escuchaban de muy buena<br />

gana; y él prosiguió diciendo:<br />

-Digo, pues, que los trabajos del estudiante son<br />

éstos: principalmente pobreza (no porque todos<br />

sean pobres, sino por poner este caso en todo el<br />

estremo que pueda ser); y, en haber dicho que<br />

padece pobreza, me parece que no había que<br />

decir más de su mala ventura, porque quien es<br />

pobre no tiene cosa buena. Esta pobreza la padece<br />

por sus partes, ya en hambre, ya en frío,<br />

ya en desnudez, ya en todo junto; pero, con<br />

todo eso, no es tanta que no coma, aunque sea<br />

un poco más tarde de lo que se usa, aunque sea


de las sobras de los ricos; que es la mayor miseria<br />

del estudiante éste que entre ellos llaman<br />

andar a la sopa; y no les falta algún ajeno brasero<br />

o chimenea, que, si no callenta, a lo menos<br />

entibie su frío, y, en fin, la noche duermen debajo<br />

de cubierta. No quiero llegar a otras menudencias,<br />

conviene a saber, de la falta de camisas<br />

y no sobra de zapatos, la raridad y poco<br />

pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto<br />

gusto, cuando la buena suerte les depara algún<br />

banquete. Por este camino que he pintado,<br />

áspero y dificultoso, tropezando aquí, cayendo<br />

allí, levantándose acullá, tornando a caer acá,<br />

llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a<br />

muchos hemos visto que, habiendo pasado por<br />

estas Sirtes y por estas Scilas y Caribdis, como<br />

llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo<br />

que los hemos visto mandar y gobernar el<br />

mundo desde una silla, trocada su hambre en<br />

hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en<br />

galas, y su dormir en una estera en reposar en


holandas y damascos: premio justamente merecido<br />

de su virtud.<br />

Pero, contrapuestos y comparados sus trabajos<br />

con los del mílite guerrero, se quedan muy<br />

atrás en todo, como ahora diré.


Capítulo XXXVIII<br />

Que trata del curioso discurso que hizo don<br />

<strong>Quijote</strong> de las armas y las letras<br />

Prosiguiendo don <strong>Quijote</strong>, dijo:<br />

-Pues comenzamos en el estudiante por la pobreza<br />

y sus partes, veamos si es más rico el soldado.<br />

Y veremos que no hay ninguno más pobre<br />

en la misma pobreza, porque está atenido a<br />

la miseria de su paga, que viene o tarde o nunca,<br />

o a lo que garbeare por sus manos, con notable<br />

peligro de su vida y de su conciencia. Y a<br />

veces suele ser su desnudez tanta, que un coleto<br />

acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en<br />

la mitad del invierno se suele reparar de las<br />

inclemencias del cielo, estando en la campaña<br />

rasa, con sólo el aliento de su boca, que, como<br />

sale de lugar vacío, tengo por averiguado que<br />

debe de salir frío, contra toda naturaleza. Pues<br />

esperad que espere que llegue la noche, para<br />

restaurarse de todas estas incomodidades, en la


cama que le aguarda, la cual, si no es por su<br />

culpa, jamás pecará de estrecha; que bien puede<br />

medir en la tierra los pies que quisiere, y<br />

revolverse en ella a su sabor, sin temor que se le<br />

encojan las sábanas.<br />

Lléguese, pues, a todo esto, el día y la hora de<br />

recebir el grado de su ejercicio; lléguese un día<br />

de batalla, que allí le pondrán la borla en la<br />

cabeza, hecha de hilas, para curarle algún balazo,<br />

que quizá le habrá pasado las sienes, o le<br />

dejará estropeado de brazo o pierna. Y, cuando<br />

esto no suceda, sino que el cielo piadoso le<br />

guarde y conserve sano y vivo, podrá ser que se<br />

quede en la mesma pobreza que antes estaba, y<br />

que sea menester que suceda uno y otro rencuentro,<br />

una y otra batalla, y que de todas salga<br />

vencedor, para medrar en algo; pero estos milagros<br />

vense raras veces. Pero, decidme, señores,<br />

si habéis mirado en ello: ¿cuán menos son<br />

los premiados por la guerra que los que han<br />

perecido en ella? Sin duda, habéis de responder


que no tienen comparación, ni se pueden reducir<br />

a cuenta los muertos, y que se podrán contar<br />

los premiados vivos con tres letras de guarismo.<br />

Todo esto es al revés en los letrados; porque,<br />

de faldas, que no quiero decir de mangas,<br />

todos tienen en qué entretenerse.<br />

Así que, aunque es mayor el trabajo del soldado,<br />

es mucho menor el premio. Pero a esto se<br />

puede responder que es más fácil premiar a dos<br />

mil letrados que a treinta mil soldados, porque<br />

a aquéllos se premian con darles oficios, que<br />

por fuerza se han de dar a los de su profesión, y<br />

a éstos no se pueden premiar sino con la mesma<br />

hacienda del señor a quien sirven; y esta<br />

imposibilidad fortifica más la razón que tengo.<br />

Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de<br />

muy dificultosa salida, sino volvamos a la preeminencia<br />

de las armas contra las letras, materia<br />

que hasta ahora está por averiguar, según<br />

son las razones que cada una de su parte alega.<br />

Y, entre las que he dicho, dicen las letras que


sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque<br />

la guerra también tiene sus leyes y está<br />

sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo<br />

que son letras y letrados. A esto responden las<br />

armas que las leyes no se podrán sustentar sin<br />

ellas, porque con las armas se defienden las<br />

repúblicas, se conservan los reinos, se guardan<br />

las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan<br />

los mares de cosarios; y, finalmente, si por<br />

ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías,<br />

las ciudades, los caminos de mar y<br />

tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión<br />

que trae consigo la guerra el tiempo que dura y<br />

tiene licencia de usar de sus previlegios y de<br />

sus fuerzas. Y es razón averiguada que aquello<br />

que más cuesta se estima y debe de estimar en<br />

más.<br />

Alcanzar alguno a ser eminente en letras le<br />

cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez,<br />

váguidos de cabeza, indigestiones de estómago,<br />

y otras cosas a éstas adherentes, que, en parte,


ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus<br />

términos a ser buen soldado le cuesta todo lo<br />

que a el estudiante, en tanto mayor grado que<br />

no tiene comparación, porque a cada paso está<br />

a pique de perder la vida. Y ¿qué temor de necesidad<br />

y pobreza puede llegar ni fatigar al<br />

estudiante, que llegue al que tiene un soldado,<br />

que, hallándose cercado en alguna fuerza, y<br />

estando de posta, o guarda, en algún revellín o<br />

caballero, siente que los enemigos están minando<br />

hacia la parte donde él está, y no puede<br />

apartarse de allí por ningún caso, ni huir el peligro<br />

que de tan cerca le amenaza? Sólo lo que<br />

puede hacer es dar noticia a su capitán de lo<br />

que pasa, para que lo remedie con alguna contramina,<br />

y él estarse quedo, temiendo y esperando<br />

cuándo improvisamente ha de subir a las<br />

nubes sin alas y bajar al profundo sin su voluntad.<br />

Y si éste parece pequeño peligro, veamos si<br />

le iguala o hace ventajas el de embestirse dos<br />

galeras por las proas en mitad del mar espacioso,<br />

las cuales enclavijadas y trabadas, no le


queda al soldado más espacio del que concede<br />

dos pies de tabla del espolón; y, con todo esto,<br />

viendo que tiene delante de sí tantos ministros<br />

de la muerte que le amenazan cuantos cañones<br />

de artillería se asestan de la parte contraria, que<br />

no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que<br />

al primer descuido de los pies iría a visitar los<br />

profundos senos de Neptuno; y, con todo esto,<br />

con intrépido corazón, llevado de la honra que<br />

le incita, se pone a ser blanco de tanta arcabucería,<br />

y procura pasar por tan estrecho paso al<br />

bajel contrario. Y lo que más es de admirar: que<br />

apenas uno ha caído donde no se podrá levantar<br />

hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa<br />

su mesmo lugar; y si éste también cae en el<br />

mar, que como a enemigo le aguarda, otro y<br />

otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus<br />

muertes: valentía y atrevimiento el mayor que<br />

se puede hallar en todos los trances de la guerra.<br />

Bien hayan aquellos benditos siglos que<br />

carecieron de la espantable furia de aquestos<br />

endemoniados instrumentos de la artillería, a


cuyo inventor tengo para mí que en el infierno<br />

se le está dando el premio de su diabólica invención,<br />

con la cual dio causa que un infame y<br />

cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero,<br />

y que, sin saber cómo o por dónde, en la<br />

mitad del coraje y brío que enciende y anima a<br />

los valientes pechos, llega una desmandada<br />

bala, disparada de quien quizá huyó y se espantó<br />

del resplandor que hizo el fuego al disparar<br />

de la maldita máquina, y corta y acaba en<br />

un instante los pensamientos y vida de quien la<br />

merecía gozar luengos siglos.<br />

Y así, considerando esto, estoy por decir que en<br />

el alma me pesa de haber tomado este ejercicio<br />

de caballero andante en edad tan detestable<br />

como es esta en que ahora vivimos; porque,<br />

aunque a mí ningún peligro me pone miedo,<br />

todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el<br />

estaño me han de quitar la ocasión de hacerme<br />

famoso y conocido por el valor de mi brazo y<br />

filos de mi espada, por todo lo descubierto de


la tierra. Pero haga el cielo lo que fuere servido,<br />

que tanto seré más estimado, si salgo con lo que<br />

pretendo, cuanto a mayores peligros me he<br />

puesto que se pusieron los caballeros andantes<br />

de los pasados siglos.<br />

Todo este largo preámbulo dijo don <strong>Quijote</strong>, en<br />

tanto que los demás cenaban, olvidándose de<br />

llevar bocado a la boca, puesto que algunas<br />

veces le había dicho Sancho Panza que cenase,<br />

que después habría lugar para decir todo lo que<br />

quisiese. En los que escuchado le habían sobrevino<br />

nueva lástima de ver que hombre que, al<br />

parecer, tenía buen entendimiento y buen discurso<br />

en todas las cosas que trataba, le hubiese<br />

perdido tan rematadamente, en tratándole de<br />

su negra y pizmienta caballería. El cura le dijo<br />

que tenía mucha razón en todo cuanto había<br />

dicho en favor de las armas, y que él, aunque<br />

letrado y graduado, estaba de su mesmo parecer.


Acabaron de cenar, levantaron los manteles, y,<br />

en tanto que la ventera, su hija y Maritornes<br />

aderezaban el camaranchón de don <strong>Quijote</strong> de<br />

la Mancha, donde habían determinado que<br />

aquella noche las mujeres solas en él se recogiesen,<br />

don Fernando rogó al cautivo les contase el<br />

discurso de su vida, porque no podría ser sino<br />

que fuese peregrino y gustoso, según las muestras<br />

que había comenzado a dar, viniendo en<br />

compañía de Zoraida. A lo cual respondió el<br />

cautivo que de muy buena gana haría lo que se<br />

le mandaba, y que sólo temía que el cuento no<br />

había de ser tal, que les diese el gusto que él<br />

deseaba; pero que, con todo eso, por no faltar<br />

en obedecelle, le contaría. El cura y todos los<br />

demás se lo agradecieron, y de nuevo se lo rogaron;<br />

y él, viéndose rogar de tantos, dijo que<br />

no eran menester ruegos adonde el mandar<br />

tenía tanta fuerza.<br />

-Y así, estén vuestras mercedes atentos, y oirán<br />

un discurso verdadero, a quien podría ser que


no llegasen los mentirosos que con curioso y<br />

pensado artificio suelen componerse.<br />

Con esto que dijo, hizo que todos se acomodasen<br />

y le prestasen un grande silencio; y él,<br />

viendo que ya callaban y esperaban lo que decir<br />

quisiese, con voz agradable y reposada, comenzó<br />

a decir desta manera:


Capítulo XXXIX<br />

<strong>Don</strong>de el cautivo cuenta su vida y sucesos<br />

-«En un lugar de las Montañas de León tuvo<br />

principio mi linaje, con quien fue más agradecida<br />

y liberal la naturaleza que la fortuna, aunque,<br />

en la estrecheza de aquellos pueblos, todavía<br />

alcanzaba mi padre fama de rico, y verdaderamente<br />

lo fuera si así se diera maña a<br />

conservar su hacienda como se la daba en gastalla.<br />

Y la condición que tenía de ser liberal y<br />

gastador le procedió de haber sido soldado los<br />

años de su joventud, que es escuela la soldadesca<br />

donde el mezquino se hace franco, y el<br />

franco, pródigo; y si algunos soldados se hallan<br />

miserables, son como monstruos, que se ven<br />

raras veces. Pasaba mi padre los términos de la<br />

liberalidad, y rayaba en los de ser pródigo: cosa<br />

que no le es de ningún provecho al hombre<br />

casado, y que tiene hijos que le han de suceder<br />

en el nombre y en el ser. Los que mi padre tenía


eran tres, todos varones y todos de edad de<br />

poder elegir estado. Viendo, pues, mi padre<br />

que, según él decía, no podía irse a la mano<br />

contra su condición, quiso privarse del instrumento<br />

y causa que le hacía gastador y dadivoso,<br />

que fue privarse de la hacienda, sin la cual<br />

el mismo Alejandro pareciera estrecho.<br />

»Y así, llamándonos un día a todos tres a solas<br />

en un aposento, nos dijo unas razones semejantes<br />

a las que ahora diré: Hijos, para deciros que os<br />

quiero bien, basta saber y decir que sois mis hijos; y,<br />

para entender que os quiero mal, basta saber que no<br />

me voy a la mano en lo que toca a conservar vuestra<br />

hacienda. Pues, para que entendáis desde aquí adelante<br />

que os quiero como padre, y que no os quiero<br />

destruir como padrastro, quiero hacer una cosa con<br />

vosotros que ha muchos días que la tengo pensada y<br />

con madura consideración dispuesta. Vosotros estáis<br />

ya en edad de tomar estado, o, a lo menos, de elegir<br />

ejercicio, tal que, cuando mayores, os honre y aproveche.<br />

Y lo que he pensado es hacer de mi hacienda<br />

cuatro partes: las tres os daré a vosotros, a cada uno


lo que le tocare, sin exceder en cosa alguna, y con la<br />

otra me quedaré yo para vivir y sustentarme los días<br />

que el cielo fuere servido de darme de vida. Pero<br />

querría que, después que cada uno tuviese en su<br />

poder la parte que le toca de su hacienda, siguiese<br />

uno de los caminos que le diré. Hay un refrán en<br />

nuestra España, a mi parecer muy verdadero, como<br />

todos lo son, por ser sentencias breves sacadas de la<br />

luenga y discreta experiencia; y el que yo digo dice:<br />

"Iglesia, o mar, o casa real", como si más claramente<br />

dijera:<br />

"Quien quisiere valer y ser rico, siga o la Iglesia,<br />

o navegue, ejercitando el arte de la mercancía, o<br />

entre a servir a los reyes en sus casas"; porque<br />

dicen: "Más vale migaja de rey que merced de<br />

señor". Digo esto porque querría, y es mi voluntad,<br />

que uno de vosotros siguiese las letras,<br />

el otro la mercancía, y el otro sirviese al rey en<br />

la guerra, pues es dificultoso entrar a servirle<br />

en su casa; que, ya que la guerra no dé muchas<br />

riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama.<br />

Dentro de ocho días, os daré toda vuestra parte


en dineros, sin defraudaros en un ardite, como<br />

lo veréis por la obra. Decidme ahora si queréis<br />

seguir mi parecer y consejo en lo que os he<br />

propuesto. Y, mandándome a mí, por ser el mayor,<br />

que respondiese, después de haberle dicho que no se<br />

deshiciese de la hacienda, sino que gastase todo lo<br />

que fuese su voluntad, que nosotros éramos mozos<br />

para saber ganarla, vine a concluir en que cumpliría<br />

su gusto, y que el mío era seguir el ejercicio de las<br />

armas, sirviendo en él a Dios y a mi rey. El segundo<br />

hermano hizo los mesmos ofrecimientos, y escogió el<br />

irse a las Indias, llevando empleada la hacienda que<br />

le cupiese. El menor, y, a lo que yo creo, el más discreto,<br />

dijo que quería seguir la Iglesia, o irse a acabar<br />

sus comenzados estudios a Salamanca. Así como<br />

acabamos de concordarnos y escoger nuestros ejercicios,<br />

mi padre nos abrazó a todos, y, con la brevedad<br />

que dijo, puso por obra cuanto nos había prometido;<br />

y, dando a cada uno su parte, que, a lo que se me<br />

acuerda, fueron cada tres mil ducados, en dineros<br />

(porque un nuestro tío compró toda la hacienda y la<br />

pagó de contado, porque no saliese del tronco de la<br />

casa), en un mesmo día nos despedimos todos tres de


nuestro buen padre; y, en aquel mesmo, pareciéndome<br />

a mí ser inhumanidad que mi padre quedase viejo<br />

y con tan poca hacienda, hice con él que de mis tres<br />

mil tomase los dos mil ducados, porque a mí me<br />

bastaba el resto para acomodarme de lo que había<br />

menester un soldado. Mis dos hermanos, movidos de<br />

mi ejemplo, cada uno le dio mil ducados: de modo<br />

que a mi padre le quedaron cuatro mil en dineros, y<br />

más tres mil, que, a lo que parece, valía la hacienda<br />

que le cupo, que no quiso vender, sino quedarse con<br />

ella en raíces. Digo, en fin, que nos despedimos dél y<br />

de aquel nuestro tío que he dicho, no sin mucho sentimiento<br />

y lágrimas de todos, encargándonos que les<br />

hiciésemos saber, todas las veces que hubiese comodidad<br />

para ello, de nuestros sucesos, prósperos o<br />

adversos.<br />

Prometímosselo, y, abrazándonos y echándonos<br />

su bendición, el uno tomó el viaje de Salamanca,<br />

el otro de Sevilla y yo el de Alicante,<br />

adonde tuve nuevas que había una nave ginovesa<br />

que cargaba allí lana para Génova.


»Éste hará veinte y dos años que salí de casa de<br />

mi padre, y en todos ellos, puesto que he escrito<br />

algunas cartas, no he sabido dél ni de mis<br />

hermanos nueva alguna. Y lo que en este discurso<br />

de tiempo he pasado lo diré brevemente.<br />

Embarquéme en Alicante, llegué con próspero<br />

viaje a Génova, fui desde allí a Milán, donde<br />

me acomodé de armas y de algunas galas de<br />

soldado, de donde quise ir a asentar mi plaza al<br />

Piamonte; y, estando ya de camino para Alejandría<br />

de la Palla, tuve nuevas que el gran duque<br />

de Alba pasaba a Flandes. Mudé propósito,<br />

fuime con él, servíle en las jornadas que hizo,<br />

halléme en la muerte de los condes de<br />

Eguemón y de Hornos, alcancé a ser alférez de<br />

un famoso capitán de Guadalajara, llamado<br />

Diego de Urbina; y, a cabo de algún tiempo que<br />

llegué a Flandes, se tuvo nuevas de la liga que<br />

la Santidad del Papa Pío Quinto, de felice recordación,<br />

había hecho con Venecia y con España,<br />

contra el enemigo común, que es el Turco;<br />

el cual, en aquel mesmo tiempo, había ga-


nado con su armada la famosa isla de Chipre,<br />

que estaba debajo del dominio del veneciano: y<br />

pérdida lamentable y desdichada. Súpose cierto<br />

que venía por general desta liga el serenísimo<br />

don Juan de Austria, hermano natural de nuestro<br />

buen rey don Felipe. Divulgóse el grandísimo<br />

aparato de guerra que se hacía. Todo lo cual<br />

me incitó y conmovió el ánimo y el deseo de<br />

verme en la jornada que se esperaba; y, aunque<br />

tenía barruntos, y casi promesas ciertas, de que<br />

en la primera ocasión que se ofreciese sería<br />

promovido a capitán, lo quise dejar todo y venirme,<br />

como me vine, a Italia. Y quiso mi buena<br />

suerte que el señor don Juan de Austria acababa<br />

de llegar a Génova, que pasaba a Nápoles a<br />

juntarse con la armada de Venecia, como después<br />

lo hizo en Mecina.<br />

»Digo, en fin, que yo me hallé en aquella felicísima<br />

jornada, ya hecho capitán de infantería, a<br />

cuyo honroso cargo me subió mi buena suerte,<br />

más que mis merecimientos. Y aquel día, que


fue para la cristiandad tan dichoso, porque en<br />

él se desengañó el mundo y todas las naciones<br />

del error en que estaban, creyendo que los turcos<br />

eran invencibles por la mar: en aquel día,<br />

digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana<br />

quebrantada, entre tantos venturosos<br />

como allí hubo (porque más ventura tuvieron<br />

los cristianos que allí murieron que los que vivos<br />

y vencedores quedaron), yo solo fui el desdichado,<br />

pues, en cambio de que pudiera esperar,<br />

si fuera en los romanos siglos, alguna naval<br />

corona, me vi aquella noche que siguió a tan<br />

famoso día con cadenas a los pies y esposas a<br />

las manos.<br />

»Y fue desta suerte: que, habiendo el Uchalí,<br />

rey de Argel, atrevido y venturoso cosario, embestido<br />

y rendido la capitana de Malta, que<br />

solos tres caballeros quedaron vivos en ella, y<br />

éstos malheridos, acudió la capitana de Juan<br />

Andrea a socorrella, en la cual yo iba con mi<br />

compañía; y, haciendo lo que debía en ocasión


semejante, salté en la galera contraria, la cual,<br />

desviándose de la que la había embestido, estorbó<br />

que mis soldados me siguiesen, y así, me<br />

hallé solo entre mis enemigos, a quien no pude<br />

resistir, por ser tantos; en fin, me rindieron lleno<br />

de heridas. Y, como ya habréis, señores, oído<br />

decir que el Uchalí se salvó con toda su escuadra,<br />

vine yo a quedar cautivo en su poder, y<br />

solo fui el triste entre tantos alegres y el cautivo<br />

entre tantos libres; porque fueron quince mil<br />

cristianos los que aquel día alcanzaron la deseada<br />

libertad, que todos venían al remo en la<br />

turquesca armada.<br />

»Lleváronme a Costantinopla, donde el Gran<br />

Turco Selim hizo general de la mar a mi amo,<br />

porque había hecho su deber en la batalla,<br />

habiendo llevado por muestra de su valor el<br />

estandarte de la religión de Malta. Halléme el<br />

segundo año, que fue el de setenta y dos, en<br />

Navarino, bogando en la capitana de los tres<br />

fanales. Vi y noté la ocasión que allí se perdió


de no coger en el puerto toda el armada turquesca,<br />

porque todos los leventes y jenízaros<br />

que en ella venían tuvieron por cierto que les<br />

habían de embestir dentro del mesmo puerto, y<br />

tenían a punto su ropa y pasamaques, que son<br />

sus zapatos, para huirse luego por tierra, sin<br />

esperar ser combatidos: tanto era el miedo que<br />

habían cobrado a nuestra armada. Pero el cielo<br />

lo ordenó de otra manera, no por culpa ni descuido<br />

del general que a los nuestros regía, sino<br />

por los pecados de la cristiandad, y porque<br />

quiere y permite Dios que tengamos siempre<br />

verdugos que nos castiguen.<br />

»En efeto, el Uchalí se recogió a Modón, que es<br />

una isla que está junto a Navarino, y, echando<br />

la gente en tierra, fortificó la boca del puerto, y<br />

estúvose quedo hasta que el señor don Juan se<br />

volvió. En este viaje se tomó la galera que se<br />

llamaba La Presa, de quien era capitán un hijo<br />

de aquel famoso cosario Barbarroja. Tomóla la<br />

capitana de Nápoles, llamada La Loba, regida


por aquel rayo de la guerra, por el padre de los<br />

soldados, por aquel venturoso y jamás vencido<br />

capitán don Álvaro de Bazán, marqués de Santa<br />

Cruz. Y no quiero dejar de decir lo que sucedió<br />

en la presa de La Presa.<br />

Era tan cruel el hijo de Barbarroja, y trataba tan<br />

mal a sus cautivos, que, así como los que venían<br />

al remo vieron que la galera Loba les iba<br />

entrando y que los alcanzaba, soltaron todos a<br />

un tiempo los remos, y asieron de su capitán,<br />

que estaba sobre el estanterol gritando que bogasen<br />

apriesa, y pasándole de banco en banco,<br />

de popa a proa, le dieron bocados, que a poco<br />

más que pasó del árbol ya había pasado su<br />

ánima al infierno: tal era, como he dicho, la<br />

crueldad con que los trataba y el odio que ellos<br />

le tenían.<br />

»Volvimos a Constantinopla, y el año siguiente,<br />

que fue el de setenta y tres, se supo en ella<br />

cómo el señor don Juan había ganado a Túnez,<br />

y quitado aquel reino a los turcos y puesto en


posesión dél a Muley Hamet, cortando las esperanzas<br />

que de volver a reinar en él tenía Muley<br />

Hamida, el moro más cruel y más valiente<br />

que tuvo el mundo. Sintió mucho esta pérdida<br />

el Gran Turco, y, usando de la sagacidad que<br />

todos los de su casa tienen, hizo paz con venecianos,<br />

que mucho más que él la deseaban; y el<br />

año siguiente de setenta y cuatro acometió a la<br />

Goleta y al fuerte que junto a Túnez había dejado<br />

medio levantado el señor don Juan. En todos<br />

estos trances andaba yo al remo, sin esperanza<br />

de libertad alguna; a lo menos, no esperaba<br />

tenerla por rescate, porque tenía determinado<br />

de no escribir las nuevas de mi desgracia<br />

a mi padre.<br />

»Perdióse, en fin, la Goleta; perdióse el fuerte,<br />

sobre las cuales plazas hubo de soldados turcos,<br />

pagados, setenta y cinco mil, y de moros, y<br />

alárabes de toda la Africa, más de cuatrocientos<br />

mil, acompañado este tan gran número de gente<br />

con tantas municiones y pertrechos de gue-


a, y con tantos gastadores, que con las manos<br />

y a puñados de tierra pudieran cubrir la Goleta<br />

y el fuerte. Perdióse primero la Goleta, tenida<br />

hasta entonces por inexpugnable; y no se perdió<br />

por culpa de sus defensores, los cuales<br />

hicieron en su defensa todo aquello que debían<br />

y podían, sino porque la experiencia mostró la<br />

facilidad con que se podían levantar trincheas<br />

en aquella desierta arena, porque a dos palmos<br />

se hallaba agua, y los turcos no la hallaron a<br />

dos varas; y así, con muchos sacos de arena<br />

levantaron las trincheas tan altas que sobrepujaban<br />

las murallas de la fuerza; y, tirándoles a<br />

caballero, ninguno podía parar, ni asistir a la<br />

defensa. Fue común opinión que no se habían<br />

de encerrar los nuestros en la Goleta, sino esperar<br />

en campaña al desembarcadero; y los que<br />

esto dicen hablan de lejos y con poca experiencia<br />

de casos semejantes, porque si en la Goleta y<br />

en el fuerte apenas había siete mil soldados,<br />

¿cómo podía tan poco número, aunque más<br />

esforzados fuesen, salir a la campaña y quedar


en las fuerzas, contra tanto como era el de los<br />

enemigos?; y ¿cómo es posible dejar de perderse<br />

fuerza que no es socorrida, y más cuando la<br />

cercan enemigos muchos y porfiados, y en su<br />

mesma tierra? Pero a muchos les pareció, y así<br />

me pareció a mí, que fue particular gracia y<br />

merced que el cielo hizo a España en permitir<br />

que se asolase aquella oficina y capa de maldades,<br />

y aquella gomia o esponja y polilla de la<br />

infinidad de dineros que allí sin provecho se<br />

gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar<br />

la memoria de haberla ganado la felicísima<br />

del invictísimo Carlos Quinto; como si fuera<br />

menester para hacerla eterna, como lo es y será,<br />

que aquellas piedras la sustentaran.<br />

»Perdióse también el fuerte; pero fuéronle ganando<br />

los turcos palmo a palmo, porque los<br />

soldados que lo defendían pelearon tan valerosa<br />

y fuertemente, que pasaron de veinte y cinco<br />

mil enemigos los que mataron en veinte y dos<br />

asaltos generales que les dieron. Ninguno cau-


tivaron sano de trecientos que quedaron vivos,<br />

señal cierta y clara de su esfuerzo y valor, y de<br />

lo bien que se habían defendido y guardado sus<br />

plazas. Rindióse a partido un pequeño fuerte o<br />

torre que estaba en mitad del estaño, a cargo de<br />

don Juan Zanoguera, caballero valenciano y<br />

famoso soldado. Cautivaron a don Pedro Puertocarrero,<br />

general de la Goleta, el cual hizo<br />

cuanto fue posible por defender su fuerza; y<br />

sintió tanto el haberla perdido que de pesar<br />

murió en el camino de Constantinopla, donde<br />

le llevaban cautivo.<br />

Cautivaron ansimesmo al general del fuerte,<br />

que se llamaba Gabrio Cervellón, caballero milanés,<br />

grande ingeniero y valentísimo soldado.<br />

Murieron en estas dos fuerzas muchas personas<br />

de cuenta, de las cuales fue una Pagán de Oria,<br />

caballero del hábito de San Juan, de condición<br />

generoso, como lo mostró la summa liberalidad<br />

que usó con su hermano, el famoso Juan de<br />

Andrea de Oria; y lo que más hizo lastimosa su


muerte fue haber muerto a manos de unos alárabes<br />

de quien se fió, viendo ya perdido el fuerte,<br />

que se ofrecieron de llevarle en hábito de<br />

moro a Tabarca, que es un portezuelo o casa<br />

que en aquellas riberas tienen los ginoveses que<br />

se ejercitan en la pesquería del coral; los cuales<br />

alárabes le cortaron la cabeza y se la trujeron al<br />

general de la armada turquesca, el cual cumplió<br />

con ellos nuestro refrán castellano: "Que aunque<br />

la traición aplace, el traidor se aborrece"; y<br />

así, se dice que mandó el general ahorcar a los<br />

que le trujeron el presente, porque no se le habían<br />

traído vivo.<br />

»Entre los cristianos que en el fuerte se perdieron,<br />

fue uno llamado don Pedro de Aguilar,<br />

natural no sé de qué lugar del Andalucía, el<br />

cual había sido alférez en el fuerte, soldado de<br />

mucha cuenta y de raro entendimiento: especialmente<br />

tenía particular gracia en lo que llaman<br />

poesía. Dígolo porque su suerte le trujo a<br />

mi galera y a mi banco, y a ser esclavo de mi


mesmo patrón; y, antes que nos partiésemos de<br />

aquel puerto, hizo este caballero dos sonetos, a<br />

manera de epitafios, el uno a la Goleta y el otro<br />

al fuerte. Y en verdad que los tengo de decir,<br />

porque los sé de memoria y creo que antes causarán<br />

gusto que pesadumbre.»<br />

En el punto que el cautivo nombró a don Pedro<br />

de Aguilar, don Fernando miró a sus camaradas,<br />

y todos tres se sonrieron; y, cuando llegó a<br />

decir de los sonetos, dijo el uno:<br />

-Antes que vuestra merced pase adelante, le<br />

suplico me diga qué se hizo ese don Pedro de<br />

Aguilar que ha dicho.<br />

-Lo que sé es -respondió el cautivo- que, al cabo<br />

de dos años que estuvo en Constantinopla, se<br />

huyó en traje de arnaúte con un griego espía, y<br />

no sé si vino en libertad, puesto que creo que sí,<br />

porque de allí a un año vi yo al griego en Constantinopla,<br />

y no le pude preguntar el suceso de<br />

aquel viaje.


-Pues lo fue -respondió el caballero-, porque ese<br />

don Pedro es mi hermano, y está ahora en<br />

nuestro lugar, bueno y rico, casado y con tres<br />

hijos.<br />

-Gracias sean dadas a Dios -dijo el cautivo- por<br />

tantas mercedes como le hizo; porque no hay<br />

en la tierra, conforme mi parecer, contento que<br />

se iguale a alcanzar la libertad perdida.<br />

-Y más -replicó el caballero-, que yo sé los sonetos<br />

que mi hermano hizo.<br />

-Dígalos, pues, vuestra merced -dijo el cautivo-,<br />

que los sabrá decir mejor que yo.<br />

-Que me place -respondió el caballero-; y el de<br />

la Goleta decía así:


Capítulo XL<br />

<strong>Don</strong>de se prosigue la historia del cautivo<br />

Soneto<br />

Almas dichosas que del mortal velo<br />

libres y esentas, por el bien que obrastes,<br />

desde la baja tierra os levantastes<br />

a lo más alto y lo mejor del cielo,<br />

y, ardiendo en ira y en honroso celo,<br />

de los cuerpos la fuerza ejercitastes,<br />

que en propia y sangre ajena colorastes<br />

el mar vecino y arenoso suelo;<br />

primero que el valor faltó la vida<br />

en los cansados brazos, que, muriendo,<br />

con ser vencidos, llevan la vitoria.


Y esta vuestra mortal, triste caída<br />

entre el muro y el hierro, os va adquiriendo<br />

fama que el mundo os da, y el cielo gloria.<br />

-Desa mesma manera le sé yo -dijo el cautivo.<br />

-Pues el del fuerte, si mal no me acuerdo -dijo<br />

el caballero-, dice así:<br />

Soneto<br />

De entre esta tierra estéril, derribada,<br />

destos terrones por el suelo echados,<br />

las almas santas de tres mil soldados<br />

subieron vivas a mejor morada,<br />

siendo primero, en vano, ejercitada<br />

la fuerza de sus brazos esforzados,


hasta que, al fin, de pocos y cansados,<br />

dieron la vida al filo de la espada.<br />

Y éste es el suelo que continuo ha sido<br />

de mil memorias lamentables lleno<br />

en los pasados siglos y presentes.<br />

Mas no más justas de su duro seno<br />

habrán al claro cielo almas subido,<br />

ni aun él sostuvo cuerpos tan valientes.<br />

No parecieron mal los sonetos, y el cautivo se<br />

alegró con las nuevas que de su camarada le<br />

dieron; y, prosiguiendo su cuento, dijo:<br />

-«Rendidos, pues, la Goleta y el fuerte, los turcos<br />

dieron orden en desmantelar la Goleta,<br />

porque el fuerte quedó tal, que no hubo qué<br />

poner por tierra, y para hacerlo con más brevedad<br />

y menos trabajo, la minaron por tres par-


tes; pero con ninguna se pudo volar lo que parecía<br />

menos fuerte, que eran las murallas viejas;<br />

y todo aquello que había quedado en pie de la<br />

fortificación nueva que había hecho el Fratín,<br />

con mucha facilidad vino a tierra. En resolución,<br />

la armada volvió a Constantinopla, triunfante<br />

y vencedora: y de allí a pocos meses murió<br />

mi amo el Uchalí, al cual llamaban Uchalí<br />

Fartax, que quiere decir, en lengua turquesca, el<br />

renegado tiñoso, porque lo era; y es costumbre<br />

entre los turcos ponerse nombres de alguna<br />

falta que tengan, o de alguna virtud que en<br />

ellos haya. Y esto es porque no hay entre ellos<br />

sino cuatro apellidos de linajes, que decienden<br />

de la casa Otomana, y los demás, como tengo<br />

dicho, toman nombre y apellido ya de las tachas<br />

del cuerpo y ya de las virtudes del ánimo.<br />

Y este Tiñoso bogó el remo, siendo esclavo del<br />

Gran Señor, catorce años, y a más de los treinta<br />

y cuatro de sus edad renegó, de despecho de<br />

que un turco, estando al remo, le dio un bofetón,<br />

y por poderse vengar dejó su fe; y fue


tanto su valor que, sin subir por los torpes medios<br />

y caminos que los más privados del Gran<br />

Turco suben, vino a ser rey de Argel, y después,<br />

a ser general de la mar, que es el tercero<br />

cargo que hay en aquel señorío. Era calabrés de<br />

nación, y moralmente fue un hombre de bien, y<br />

trataba con mucha humanidad a sus cautivos,<br />

que llegó a tener tres mil, los cuales, después de<br />

su muerte, se repartieron, como él lo dejó en su<br />

testamento, entre el Gran Señor (que también es<br />

hijo heredero de cuantos mueren, y entra a la<br />

parte con los más hijos que deja el difunto) y<br />

entre sus renegados; y yo cupe a un renegado<br />

veneciano que, siendo grumete de una nave, le<br />

cautivó el Uchalí, y le quiso tanto, que fue uno<br />

de los más regalados garzones suyos, y él vino<br />

a ser el más cruel renegado que jamás se ha<br />

visto. Llamábase Azán Agá, y llegó a ser muy<br />

rico, y a ser rey de Argel; con el cual yo vine de<br />

Constantinopla, algo contento, por estar tan<br />

cerca de España, no porque pensase escribir a<br />

nadie el desdichado suceso mío, sino por ver si


me era más favorable la suerte en Argel que en<br />

Constantinopla, donde ya había probado mil<br />

maneras de huirme, y ninguna tuvo sazón ni<br />

ventura; y pensaba en Argel buscar otros medios<br />

de alcanzar lo que tanto deseaba, porque<br />

jamás me desamparó la esperanza de tener libertad;<br />

y cuando en lo que fabricaba, pensaba y<br />

ponía por obra no correspondía el suceso a la<br />

intención, luego, sin abandonarme, fingía y<br />

buscaba otra esperanza que me sustentase,<br />

aunque fuese débil y flaca.<br />

»Con esto entretenía la vida, encerrado en una<br />

prisión o casa que los turcos llaman baño, donde<br />

encierran los cautivos cristianos, así los que<br />

son del rey como de algunos particulares; y los<br />

que llaman del almacén, que es como decir cautivos<br />

del concejo, que sirven a la ciudad en las<br />

obras públicas que hace y en otros oficios, y<br />

estos tales cautivos tienen muy dificultosa su<br />

libertad, que, como son del común y no tienen<br />

amo particular, no hay con quien tratar su res-


cate, aunque le tengan. En estos baños, como<br />

tengo dicho, suelen llevar a sus cautivos algunos<br />

particulares del pueblo, principalmente<br />

cuando son de rescate, porque allí los tienen<br />

holgados y seguros hasta que venga su rescate.<br />

También los cautivos del rey que son de rescate<br />

no salen al trabajo con la demás chusma, si no<br />

es cuando se tarda su rescate; que entonces, por<br />

hacerles que escriban por él con más ahínco, les<br />

hacen trabajar y ir por leña con los demás, que<br />

es un no pequeño trabajo.<br />

»Yo, pues, era uno de los de rescate; que, como<br />

se supo que era capitán, puesto que dije mi poca<br />

posibilidad y falta de hacienda, no aprovechó<br />

nada para que no me pusiesen en el<br />

número de los caballeros y gente de rescate.<br />

Pusiéronme una cadena, más por señal de rescate<br />

que por guardarme con ella; y así, pasaba<br />

la vida en aquel baño, con otros muchos caballeros<br />

y gente principal, señalados y tenidos por<br />

de rescate. Y, aunque la hambre y desnudez


pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre,<br />

ninguna cosa nos fatigaba tanto como oír y ver,<br />

a cada paso, las jamás vistas ni oídas crueldades<br />

que mi amo usaba con los cristianos. Cada<br />

día ahorcaba el suyo, empalaba a éste, desorejaba<br />

aquél; y esto, por tan poca ocasión, y tan<br />

sin ella, que los turcos conocían que lo hacía no<br />

más de por hacerlo, y por ser natural condición<br />

suya ser homicida de todo el género humano.<br />

Sólo libró bien con él un soldado español, llamado<br />

tal de Saavedra, el cual, con haber hecho<br />

cosas que quedarán en la memoria de aquellas<br />

gentes por muchos años, y todas por alcanzar<br />

libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar,<br />

ni le dijo mala palabra; y, por la menor cosa de<br />

muchas que hizo, temíamos todos que había de<br />

ser empalado, y así lo temió él más de una vez;<br />

y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo<br />

dijera ahora algo de lo que este soldado hizo,<br />

que fuera parte para entreteneros y admiraros<br />

harto mejor que con el cuento de mi historia.


»Digo, pues, que encima del patio de nuestra<br />

prisión caían las ventanas de la casa de un moro<br />

rico y principal, las cuales, como de ordinario<br />

son las de los moros, más eran agujeros que<br />

ventanas, y aun éstas se cubrían con celosías<br />

muy espesas y apretadas. Acaeció, pues, que un<br />

día, estando en un terrado de nuestra prisión<br />

con otros tres compañeros, haciendo pruebas<br />

de saltar con las cadenas, por entretener el<br />

tiempo, estando solos, porque todos los demás<br />

cristianos habían salido a trabajar, alcé acaso los<br />

ojos y vi que por aquellas cerradas ventanillas<br />

que he dicho parecía una caña, y al remate della<br />

puesto un lienzo atado, y la caña se estaba<br />

blandeando y moviéndose, casi como si hiciera<br />

señas que llegásemos a tomarla. Miramos en<br />

ello, y uno de los que conmigo estaban fue a<br />

ponerse debajo de la caña, por ver si la soltaban,<br />

o lo que hacían; pero, así como llegó, alzaron<br />

la caña y la movieron a los dos lados, como<br />

si dijeran no con la cabeza. Volvióse el cristiano,<br />

y tornáronla a bajar y hacer los mesmos


movimientos que primero. Fue otro de mis<br />

compañeros, y sucedióle lo mesmo que al primero.<br />

Finalmente, fue el tercero y avínole lo que al<br />

primero y al segundo. Viendo yo esto, no quise<br />

dejar de probar la suerte, y, así como llegué a<br />

ponerme debajo de la caña, la dejaron caer, y<br />

dio a mis pies dentro del baño. Acudí luego a<br />

desatar el lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro<br />

dél venían diez cianíis, que son unas monedas<br />

de oro bajo que usan los moros, que cada<br />

una vale diez reales de los nuestros. Si me holgué<br />

con el hallazgo, no hay para qué decirlo,<br />

pues fue tanto el contento como la admiración<br />

de pensar de donde podía venirnos aquel bien,<br />

especialmente a mí, pues las muestras de no<br />

haber querido soltar la caña sino a mí claro decían<br />

que a mí se hacía la merced. Tomé mi buen<br />

dinero, quebré la caña, volvíme al terradillo,<br />

miré la ventana, y vi que por ella salía una muy<br />

blanca mano, que la abrían y cerraban muy


apriesa. Con esto entendimos, o imaginamos,<br />

que alguna mujer que en aquella casa vivía nos<br />

debía de haber hecho aquel beneficio; y, en señal<br />

de que lo agradecíamos, hecimos zalemas a<br />

uso de moros, inclinando la cabeza, doblando<br />

el cuerpo y poniendo los brazos sobre el pecho.<br />

De allí a poco sacaron por la mesma ventana<br />

una pequeña cruz hecha de cañas, y luego la<br />

volvieron a entrar. Esta señal nos confirmó en<br />

que alguna cristiana debía de estar cautiva en<br />

aquella casa, y era la que el bien nos hacía; pero<br />

la blancura de la mano, y las ajorcas que en ella<br />

vimos, nos deshizo este pensamiento, puesto<br />

que imaginamos que debía de ser cristiana renegada,<br />

a quien de ordinario suelen tomar por<br />

legítimas mujeres sus mesmos amos, y aun lo<br />

tienen a ventura, porque las estiman en más<br />

que las de su nación.<br />

»En todos nuestros discursos dimos muy lejos<br />

de la verdad del caso; y así, todo nuestro entretenimiento<br />

desde allí adelante era mirar y tener


por norte a la ventana donde nos había aparecido<br />

la estrella de la caña; pero bien se pasaron<br />

quince días en que no la vimos, ni la mano<br />

tampoco, ni otra señal alguna. Y, aunque en<br />

este tiempo procuramos con toda solicitud saber<br />

quién en aquella casa vivía, y si había en<br />

ella alguna cristiana renegada, jamás hubo<br />

quien nos dijese otra cosa, sino que allí vivía un<br />

moro principal y rico, llamado Agi Morato,<br />

alcaide que había sido de La Pata, que es oficio<br />

entre ellos de mucha calidad. Mas, cuando más<br />

descuidados estábamos de que por allí habían<br />

de llover más cianíis, vimos a deshora parecer<br />

la caña, y otro lienzo en ella, con otro nudo más<br />

crecido; y esto fue a tiempo que estaba el baño,<br />

como la vez pasada, solo y sin gente.<br />

Hecimos la acostumbrada prueba, yendo cada<br />

uno primero que yo, de los mismos tres que<br />

estábamos, pero a ninguno se rindió la caña<br />

sino a mí, porque, en llegando yo, la dejaron<br />

caer. Desaté el nudo, y hallé cuarenta escudos


de oro españoles y un papel escrito en arábigo,<br />

y al cabo de lo escrito hecha una grande cruz.<br />

Besé la cruz, tomé los escudos, volvíme al terrado,<br />

hecimos todos nuestras zalemas, tornó a<br />

parecer la mano, hice señas que leería el papel,<br />

cerraron la ventana. Quedamos todos confusos<br />

y alegres con lo sucedido; y, como ninguno de<br />

nosotros no entendía el arábigo, era grande el<br />

deseo que teníamos de entender lo que el papel<br />

contenía, y mayor la dificultad de buscar quien<br />

lo leyese.<br />

»En fin, yo me determiné de fiarme de un renegado,<br />

natural de Murcia, que se había dado por<br />

grande amigo mío, y puesto prendas entre los<br />

dos, que le obligaban a guardar el secreto que<br />

le encargase; porque suelen algunos renegados,<br />

cuando tienen intención de volverse a tierra de<br />

cristianos, traer consigo algunas firmas de cautivos<br />

principales, en que dan fe, en la forma que<br />

pueden, como el tal renegado es hombre de<br />

bien, y que siempre ha hecho bien a cristianos,


y que lleva deseo de huirse en la primera ocasión<br />

que se le ofrezca. Algunos hay que procuran<br />

estas fees con buena intención, otros se sirven<br />

dellas acaso y de industria: que, viniendo a<br />

robar a tierra de cristianos, si a dicha se pierden<br />

o los cautivan, sacan sus firmas y dicen que por<br />

aquellos papeles se verá el propósito con que<br />

venían, el cual era de quedarse en tierra de cristianos,<br />

y que por eso venían en corso con los<br />

demás turcos. Con esto se escapan de aquel<br />

primer ímpetu, y se reconcilian con la Iglesia,<br />

sin que se les haga daño; y, cuando veen la suya,<br />

se vuelven a Berbería a ser lo que antes<br />

eran. Otros hay que usan destos papeles, y los<br />

procuran, con buen intento, y se quedan en<br />

tierra de cristianos.<br />

»Pues uno de los renegados que he dicho era<br />

este mi amigo, el cual tenía firmas de todas<br />

nuestras camaradas, donde le acreditábamos<br />

cuanto era posible; y si los moros le hallaran<br />

estos papeles, le quemaran vivo. Supe que sabía


muy bien arábigo, y no solamente hablarlo,<br />

sino escribirlo; pero, antes que del todo me declarase<br />

con él, le dije que me leyese aquel papel,<br />

que acaso me había hallado en un agujero de<br />

mi rancho. Abrióle, y estuvo un buen espacio<br />

mirándole y construyéndole, murmurando entre<br />

los dientes.<br />

Preguntéle si lo entendía; díjome que muy bien,<br />

y, que si quería que me lo declarase palabra por<br />

palabra, que le diese tinta y pluma, porque mejor<br />

lo hiciese. Dímosle luego lo que pedía, y él<br />

poco a poco lo fue traduciendo; y, en acabando,<br />

dijo: Todo lo que va aquí en romance, sin faltar letra,<br />

es lo que contiene este papel morisco; y hase de<br />

advertir que adonde dice Lela Marién quiere decir<br />

Nuestra Señora la Virgen María.<br />

»Leímos el papel, y decía así:<br />

Cuando yo era niña, tenía mi padre una esclava,<br />

la cual en mi lengua me mostró la zalá cristianesca,<br />

y me dijo muchas cosas de Lela Ma-


ién. La cristiana murió, y yo sé que no fue al<br />

fuego, sino con Alá, porque después la vi dos<br />

veces, y me dijo que me fuese a tierra de cristianos<br />

a ver a Lela Marién, que me quería mucho.<br />

No sé yo cómo vaya: muchos cristianos he<br />

visto por esta ventana, y ninguno me ha parecido<br />

caballero sino tú. Yo soy muy hermosa y<br />

muchacha, y tengo muchos dineros que llevar<br />

conmigo: mira tú si puedes hacer cómo nos<br />

vamos, y serás allá mi marido, si quisieres, y si<br />

no quisieres, no se me dará nada, que Lela Marién<br />

me dará con quien me case.<br />

Yo escribí esto; mira a quién lo das a leer: no te<br />

fíes de ningún moro, porque son todos marfuces.<br />

Desto tengo mucha pena: que quisiera que<br />

no te descubrieras a nadie, porque si mi padre<br />

lo sabe, me echará luego en un pozo, y me cubrirá<br />

de piedras. En la caña pondré un hilo: ata<br />

allí la respuesta; y si no tienes quien te escriba<br />

arábigo, dímelo por señas, que Lela Marién<br />

hará que te entienda. Ella y Alá te guarden, y


esa cruz que yo beso muchas veces; que así me<br />

lo mandó la cautiva.<br />

»Mirad, señores, si era razón que las razones<br />

deste papel nos admirasen y alegrasen. Y así, lo<br />

uno y lo otro fue de manera que el renegado<br />

entendió que no acaso se había hallado aquel<br />

papel, sino que realmente a alguno de nosotros<br />

se había escrito; y así, nos rogó que si era verdad<br />

lo que sospechaba, que nos fiásemos dél y<br />

se lo dijésemos, que él aventuraría su vida por<br />

nuestra libertad. Y, diciendo esto, sacó del pecho<br />

un crucifijo de metal, y con muchas lágrimas<br />

juró por el Dios que aquella imagen representaba,<br />

en quien él, aunque pecador y malo,<br />

bien y fielmente creía, de guardarnos lealtad y<br />

secreto en todo cuanto quisiésemos descubrirle,<br />

porque le parecía, y casi adevinaba que, por<br />

medio de aquella que aquel papel había escrito,<br />

había él y todos nosotros de tener libertad, y<br />

verse él en lo que tanto deseaba, que era reducirse<br />

al gremio de la Santa Iglesia, su madre, de


quien como miembro podrido estaba dividido<br />

y apartado por su ignorancia y pecado.<br />

»Con tantas lágrimas y con muestras de tanto<br />

arrepentimiento dijo esto el renegado, que todos<br />

de un mesmo parecer consentimos, y venimos<br />

en declararle la verdad del caso; y así, le<br />

dimos cuenta de todo, sin encubrirle nada.<br />

Mostrámosle la ventanilla por donde parecía la<br />

caña, y él marcó desde allí la casa, y quedó de<br />

tener especial y gran cuidado de informarse<br />

quién en ella vivía. Acordamos, ansimesmo,<br />

que sería bien responder al billete de la mora; y,<br />

como teníamos quien lo supiese hacer, luego al<br />

momento el renegado escribió las razones que<br />

yo le fui notando, que puntualmente fueron las<br />

que diré, porque de todos los puntos sustanciales<br />

que en este suceso me acontecieron, ninguno<br />

se me ha ido de la memoria, ni aun se me irá<br />

en tanto que tuviere vida.<br />

»En efeto, lo que a la mora se le respondió fue<br />

esto:


El verdadero Alá te guarde, señora mía, y aquella<br />

bendita Marién, que es la verdadera madre<br />

de Dios y es la que te ha puesto en corazón que<br />

te vayas a tierra de cristianos, porque te quiere<br />

bien. Ruégale tú que se sirva de darte a entender<br />

cómo podrás poner por obra lo que te<br />

manda, que ella es tan buena que sí hará. De mi<br />

parte y de la de todos estos cristianos que están<br />

conmigo, te ofrezco de hacer por ti todo lo que<br />

pudiéremos, hasta morir. No dejes de escribirme<br />

y avisarme lo que pensares hacer, que yo te<br />

responderé siempre; que el grande Alá nos ha<br />

dado un cristiano cautivo que sabe hablar y<br />

escribir tu lengua tan bien como lo verás por<br />

este papel. Así que, sin tener miedo, nos puedes<br />

avisar de todo lo que quisieres. A lo que dices<br />

que si fueres a tierra de cristianos, que has de<br />

ser mi mujer, yo te lo prometo como buen cristiano;<br />

y sabe que los cristianos cumplen lo que<br />

prometen mejor que los moros. Alá y Marién,<br />

su madre, sean en tu guarda, señora mía.


»Escrito y cerrado este papel, aguardé dos días<br />

a que estuviese el baño solo, como solía, y luego<br />

salí al paso acostumbrado del terradillo, por<br />

ver si la caña parecía, que no tardó mucho en<br />

asomar. Así como la vi, aunque no podía ver<br />

quién la ponía, mostré el papel, como dando a<br />

entender que pusiesen el hilo, pero ya venía<br />

puesto en la caña, al cual até el papel, y de allí a<br />

poco tornó a parecer nuestra estrella, con la<br />

blanca bandera de paz del atadillo. Dejáronla<br />

caer, y alcé yo, y hallé en el paño, en toda suerte<br />

de moneda de plata y de oro, más de cincuenta<br />

escudos, los cuales cincuenta veces más<br />

doblaron nuestro contento y confirmaron la<br />

esperanza de tener libertad.<br />

»Aquella misma noche volvió nuestro renegado,<br />

y nos dijo que había sabido que en aquella<br />

casa vivía el mesmo moro que a nosotros nos<br />

habían dicho que se llamaba Agi Morato, riquísimo<br />

por todo estremo, el cual tenía una sola<br />

hija, heredera de toda su hacienda, y que era


común opinión en toda la ciudad ser la más<br />

hermosa mujer de la Berbería; y que muchos de<br />

los virreyes que allí venían la habían pedido<br />

por mujer, y que ella nunca se había querido<br />

casar; y que también supo que tuvo una cristiana<br />

cautiva, que ya se había muerto; todo lo cual<br />

concertaba con lo que venía en el papel.<br />

Entramos luego en consejo con el renegado, en<br />

qué orden se tendría para sacar a la mora y<br />

venirnos todos a tierra de cristianos, y, en fin,<br />

se acordó por entonces que esperásemos el aviso<br />

segundo de Zoraida, que así se llamaba la<br />

que ahora quiere llamarse María; porque bien<br />

vimos que ella, y no otra alguna era la que había<br />

de dar medio a todas aquellas dificultades.<br />

Después que quedamos en esto, dijo el renegado<br />

que no tuviésemos pena, que él perdería la<br />

vida o nos pondría en libertad.<br />

»Cuatro días estuvo el baño con gente, que fue<br />

ocasión que cuatro días tardase en parecer la


caña; al cabo de los cuales, en la acostumbrada<br />

soledad del baño, pareció con el lienzo tan preñado,<br />

que un felicísimo parto prometía. Inclinóse<br />

a mí la caña y el lienzo, hallé en él otro<br />

papel y cien escudos de oro, sin otra moneda<br />

alguna. Estaba allí el renegado, dímosle a leer el<br />

papel dentro de nuestro rancho, el cual dijo que<br />

así decía:<br />

Yo no sé, mi señor, cómo dar orden que nos<br />

vamos a España, ni Lela Marién me lo ha dicho,<br />

aunque yo se lo he preguntado. Lo que se<br />

podrá hacer es que yo os daré por esta ventana<br />

muchísimos dineros de oro: rescataos vos con<br />

ellos y vuestros amigos, y vaya uno en tierra de<br />

cristianos, y compre allá una barca y vuelva por<br />

los demás; y a mí me hallarán en el jardín de mi<br />

padre, que está a la puerta de Babazón, junto a<br />

la marina, donde tengo de estar todo este verano<br />

con mi padre y con mis criados. De allí, de<br />

noche, me podréis sacar sin miedo y llevarme a<br />

la barca; y mira que has de ser mi marido, por-


que si no, yo pediré a Marién que te castigue. Si<br />

no te fías de nadie que vaya por la barca, rescátate<br />

tú y ve, que yo sé que volverás mejor que<br />

otro, pues eres caballero y cristiano. Procura<br />

saber el jardín, y cuando te pasees por ahí sabré<br />

que está solo el baño, y te daré mucho dinero.<br />

Alá te guarde, señor mío.<br />

»Esto decía y contenía el segundo papel. Lo<br />

cual visto por todos, cada uno se ofreció a querer<br />

ser el rescatado, y prometió de ir y volver<br />

con toda puntualidad, y también yo me ofrecí a<br />

lo mismo; a todo lo cual se opuso el renegado,<br />

diciendo que en ninguna manera consentiría<br />

que ninguno saliese de libertad hasta que fuesen<br />

todos juntos, porque la experiencia le había<br />

mostrado cuán mal cumplían los libres las palabras<br />

que daban en el cautiverio; porque muchas<br />

veces habían usado de aquel remedio algunos<br />

principales cautivos, rescatando a uno<br />

que fuese a Valencia, o Mallorca, con dineros<br />

para poder armar una barca y volver por los


que le habían rescatado, y nunca habían vuelto;<br />

porque la libertad alcanzada y el temor de no<br />

volver a perderla les borraba de la memoria<br />

todas las obligaciones del mundo. Y, en confirmación<br />

de la verdad que nos decía, nos contó<br />

brevemente un caso que casi en aquella mesma<br />

sazón había acaecido a unos caballeros cristianos,<br />

el más estraño que jamás sucedió en aquellas<br />

partes, donde a cada paso suceden cosas de<br />

grande espanto y de admiración.<br />

»En efecto, él vino a decir que lo que se podía y<br />

debía hacer era que el dinero que se había de<br />

dar para rescatar al cristiano, que se le diese a él<br />

para comprar allí en Argel una barca, con achaque<br />

de hacerse mercader y tratante en Tetuán y<br />

en aquella costa; y que, siendo él señor de la<br />

barca, fácilmente se daría traza para sacarlos<br />

del baño y embarcarlos a todos.<br />

Cuanto más, que si la mora, como ella decía,<br />

daba dineros para rescatarlos a todos, que, estando<br />

libres, era facilísima cosa aun embarcarse


en la mitad del día; y que la dificultad que se<br />

ofrecía mayor era que los moros no consienten<br />

que renegado alguno compre ni tenga barca, si<br />

no es bajel grande para ir en corso, porque se<br />

temen que el que compra barca, principalmente<br />

si es español, no la quiere sino para irse a tierra<br />

de cristianos; pero que él facilitaría este inconveniente<br />

con hacer que un moro tagarino fuese<br />

a la parte con él en la compañía de la barca y en<br />

la ganancia de las mercancías, y con esta sombra<br />

él vendría a ser señor de la barca, con que<br />

daba por acabado todo lo demás.<br />

»Y, puesto que a mí y a mis camaradas nos había<br />

parecido mejor lo de enviar por la barca a<br />

Mallorca, como la mora decía, no osamos contradecirle,<br />

temerosos que, si no hacíamos lo que<br />

él decía, nos había de descubrir y poner a peligro<br />

de perder las vidas, si descubriese el trato<br />

de Zoraida, por cuya vida diéramos todos las<br />

nuestras. Y así, determinamos de ponernos en<br />

las manos de Dios y en las del renegado, y en


aquel mismo punto se le respondió a Zoraida,<br />

diciéndole que haríamos todo cuanto nos aconsejaba,<br />

porque lo había advertido tan bien como<br />

si Lela Marién se lo hubiera dicho, y que en<br />

ella sola estaba dilatar aquel negocio, o ponello<br />

luego por obra.<br />

Ofrecímele de nuevo de ser su esposo, y, con<br />

esto, otro día que acaeció a estar solo el baño,<br />

en diversas veces, con la caña y el paño, nos dio<br />

dos mil escudos de oro, y un papel donde decía<br />

que el primer jumá, que es el viernes, se iba al<br />

jardín de su padre, y que antes que se fuese nos<br />

daría más dinero, y que si aquello no bastase,<br />

que se lo avisásemos, que nos daría cuanto le<br />

pidiésemos: que su padre tenía tantos, que no<br />

lo echaría menos, cuanto más, que ella tenía la<br />

llaves de todo.<br />

»Dimos luego quinientos escudos al renegado<br />

para comprar la barca; con ochocientos me rescaté<br />

yo, dando el dinero a un mercader valenciano<br />

que a la sazón se hallaba en Argel, el cual


me rescató del rey, tomándome sobre su palabra,<br />

dándola de que con el primer bajel que<br />

viniese de Valencia pagaría mi rescate; porque<br />

si luego diera el dinero, fuera dar sospechas al<br />

rey que había muchos días que mi rescate estaba<br />

en Argel, y que el mercader, por sus granjerías,<br />

lo había callado. Finalmente, mi amo era<br />

tan caviloso que en ninguna manera me atreví a<br />

que luego se desembolsase el dinero. El jueves<br />

antes del viernes que la hermosa Zoraida se<br />

había de ir al jardín, nos dio otros mil escudos y<br />

nos avisó de su partida, rogándome que, si me<br />

rescatase, supiese luego el jardín de su padre, y<br />

que en todo caso buscase ocasión de ir allá y<br />

verla. Respondíle en breves palabras que así lo<br />

haría, y que tuviese cuidado de encomendarnos<br />

a Lela Marién, con todas aquellas oraciones que<br />

la cautiva le había enseñado.<br />

»Hecho esto, dieron orden en que los tres compañeros<br />

nuestros se rescatasen, por facilitar la<br />

salida del baño, y porque, viéndome a mí resca-


tado, y a ellos no, pues había dinero, no se alborotasen<br />

y les persuadiese el diablo que hiciesen<br />

alguna cosa en perjuicio de Zoraida; que,<br />

puesto que el ser ellos quien eran me podía<br />

asegurar deste temor, con todo eso, no quise<br />

poner el negocio en aventura, y así, los hice<br />

rescatar por la misma orden que yo me rescaté,<br />

entregando todo el dinero al mercader, para<br />

que, con certeza y seguridad, pudiese hacer la<br />

fianza; al cual nunca descubrimos nuestro trato<br />

y secreto, por el peligro que había.


Capítulo XLI<br />

<strong>Don</strong>de todavía prosigue el cautivo su suceso<br />

»No se pasaron quince días, cuando ya nuestro<br />

renegado tenía comprada una muy buena barca,<br />

capaz de más de treinta personas: y, para<br />

asegurar su hecho y dalle color, quiso hacer,<br />

como hizo, un viaje a un lugar que se llamaba<br />

Sargel, que está treinta leguas de Argel hacia la<br />

parte de Orán, en el cual hay mucha contratación<br />

de higos pasos. Dos o tres veces hizo este<br />

viaje, en compañía del tagarino que había dicho.<br />

Tagarinos llaman en Berbería a los moros<br />

de Aragón, y a los de Granada, mudéjares; y en<br />

el reino de Fez llaman a los mudéjares elches,<br />

los cuales son la gente de quien aquel rey más<br />

se sirve en la guerra.<br />

»Digo, pues, que cada vez que pasaba con su<br />

barca daba fondo en una caleta que estaba no<br />

dos tiros de ballesta del jardín donde Zoraida


esperaba; y allí, muy de propósito, se ponía el<br />

renegado con los morillos que bogaban el remo,<br />

o ya a hacer la zalá, o a como por ensayarse de<br />

burlas a lo que pensaba hacer de veras; y así, se<br />

iba al jardín de Zoraida y le pedía fruta, y su<br />

padre se la daba sin conocelle; y, aunque él quisiera<br />

hablar a Zoraida, como él después me<br />

dijo, y decille que él era el que por orden mía le<br />

había de llevar a tierra de cristianos, que estuviese<br />

contenta y segura, nunca le fue posible,<br />

porque las moras no se dejan ver de ningún<br />

moro ni turco, si no es que su marido o su padre<br />

se lo manden. De cristianos cautivos se dejan<br />

tratar y comunicar, aun más de aquello que<br />

sería razonable; y a mí me hubiera pesado que<br />

él la hubiera hablado, que quizá la alborotara,<br />

viendo que su negocio andaba en boca de renegados.<br />

Pero Dios, que lo ordenaba de otra manera,<br />

no dio lugar al buen deseo que nuestro<br />

renegado tenía; el cual, viendo cuán seguramente<br />

iba y venía a Sargel, y que daba fondo<br />

cuando y como y adonde quería, y que el taga-


ino, su compañero, no tenía más voluntad de<br />

lo que la suya ordenaba, y que yo estaba ya<br />

rescatado, y que sólo faltaba buscar algunos<br />

cristianos que bogasen el remo, me dijo que<br />

mirase yo cuáles quería traer conmigo, fuera de<br />

los rescatados, y que los tuviese hablados para<br />

el primer viernes, donde tenía determinado que<br />

fuese nuestra partida. Viendo esto, hablé a doce<br />

españoles, todos valientes hombres del remo, y<br />

de aquellos que más libremente podían salir de<br />

la ciudad; y no fue poco hallar tantos en aquella<br />

coyuntura, porque estaban veinte bajeles en<br />

corso, y se habían llevado toda la gente de remo,<br />

y éstos no se hallaran, si no fuera que su<br />

amo se quedó aquel verano sin ir en corso, a<br />

acabar una galeota que tenía en astillero. A los<br />

cuales no les dije otra cosa, sino que el primer<br />

viernes en la tarde se saliesen uno a uno, disimuladamente,<br />

y se fuesen la vuelta del jardín<br />

de Agi Morato, y que allí me aguardasen hasta<br />

que yo fuese. A cada uno di este aviso de por sí,<br />

con orden que, aunque allí viesen a otros cris-


tianos, no les dijesen sino que yo les había<br />

mandado esperar en aquel lugar.<br />

»Hecha esta diligencia, me faltaba hacer otra,<br />

que era la que más me convenía: y era la de<br />

avisar a Zoraida en el punto que estaban los<br />

negocios, para que estuviese apercebida y sobre<br />

aviso, que no se sobresaltase si de improviso la<br />

asaltásemos antes del tiempo que ella podía<br />

imaginar que la barca de cristianos podía volver.<br />

Y así, determiné de ir al jardín y ver si<br />

podría hablarla; y, con ocasión de coger algunas<br />

yerbas, un día, antes de mi partida, fui allá,<br />

y la primera persona con quién encontré fue<br />

con su padre, el cual me dijo, en lengua que en<br />

toda la Berbería, y aun en Costantinopla, se<br />

halla entre cautivos y moros, que ni es morisca,<br />

ni castellana, ni de otra nación alguna, sino una<br />

mezcla de todas las lenguas con la cual todos<br />

nos entendemos; digo, pues, que en esta manera<br />

de lenguaje me preguntó que qué buscaba en<br />

aquel su jardín, y de quién era.


Respondíle que era esclavo de Arnaúte Mamí<br />

(y esto, porque sabía yo por muy cierto que era<br />

un grandísimo amigo suyo), y que buscaba de<br />

todas yerbas, para hacer ensalada. Preguntóme,<br />

por el consiguiente, si era hombre de rescate o<br />

no, y que cuánto pedía mi amo por mí. Estando<br />

en todas estas preguntas y respuestas, salió de<br />

la casa del jardín la bella Zoraida, la cual ya<br />

había mucho que me había visto; y, como las<br />

moras en ninguna manera hacen melindre de<br />

mostrarse a los cristianos, ni tampoco se esquivan,<br />

como ya he dicho, no se le dio nada de<br />

venir adonde su padre conmigo estaba; antes,<br />

luego cuando su padre vio que venía, y de espacio,<br />

la llamó y mandó que llegase.<br />

»Demasiada cosa sería decir yo agora la mucha<br />

hermosura, la gentileza, el gallardo y rico adorno<br />

con que mi querida Zoraida se mostró a mis<br />

ojos: sólo diré que más perlas pendían de su<br />

hermosísimo cuello, orejas y cabellos, que cabellos<br />

tenía en la cabeza. En las gargantas de los


sus pies, que descubiertas, a su usanza, traía,<br />

traía dos carcajes (que así se llamaban las manillas<br />

o ajorcas de los pies en morisco) de purísimo<br />

oro, con tantos diamantes engastados, que<br />

ella me dijo después que su padre los estimaba<br />

en diez mil doblas, y las que traía en las muñecas<br />

de las manos valían otro tanto. Las perlas<br />

eran en gran cantidad y muy buenas, porque la<br />

mayor gala y bizarría de las moras es adornarse<br />

de ricas perlas y aljófar, y así, hay más perlas y<br />

aljófar entre moros que entre todas las demás<br />

naciones; y el padre de Zoraida tenía fama de<br />

tener muchas y de las mejores que en Argel<br />

había, y de tener asimismo más de docientos<br />

mil escudos españoles, de todo lo cual era señora<br />

esta que ahora lo es mía. Si con todo este<br />

adorno podía venir entonces hermosa, o no, por<br />

las reliquias que le han quedado en tantos trabajos<br />

se podrá conjeturar cuál debía de ser en<br />

las prosperidades. Porque ya se sabe que la<br />

hermosura de algunas mujeres tiene días y sazones,<br />

y requiere accidentes para diminuirse o


acrecentarse; y es natural cosa que las pasiones<br />

del ánimo la levanten o abajen, puesto que las<br />

más veces la destruyen.<br />

»Digo, en fin, que entonces llegó en todo estremo<br />

aderezada y en todo estremo hermosa, o, a<br />

lo menos, a mí me pareció serlo la más que hasta<br />

entonces había visto; y con esto, viendo las<br />

obligaciones en que me había puesto, me parecía<br />

que tenía delante de mí una deidad del cielo,<br />

venida a la tierra para mi gusto y para mi remedio.<br />

Así como ella llegó, le dijo su padre en<br />

su lengua como yo era cautivo de su amigo<br />

Arnaúte Mamí, y que venía a buscar ensalada.<br />

Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas<br />

que tengo dicho me preguntó si era caballero<br />

y qué era la causa que no me rescataba. Yo<br />

le respondí que ya estaba rescatado, y que en el<br />

precio podía echar de ver en lo que mi amo me<br />

estimaba, pues había dado por mí mil y quinientos<br />

zoltanís. A lo cual ella respondió: En<br />

verdad que si tú fueras de mi padre, que yo hiciera


que no te diera él por otros dos tantos, porque vosotros,<br />

cristianos, siempre mentís en cuanto decís, y os<br />

hacéis pobres por engañar a los moros. Bien podría<br />

ser eso, señora -le respondí-, mas en verdad que yo la<br />

he tratado con mi amo, y la trato y la trataré con<br />

cuantas personas hay en el mundo. Y ¿cuándo te<br />

vas?, dijo Zoraida.<br />

Mañana, creo yo -dije-, porque está aquí un bajel de<br />

Francia que se hace mañana a la vela, y pienso irme<br />

en él. ¿No es mejor -replicó Zoraida-, esperar a que<br />

vengan bajeles de España, y irte con ellos, que no<br />

con los de Francia, que no son vuestros amigos? No<br />

-respondí yo-, aunque si como hay nuevas que viene<br />

ya un bajel de España, es verdad, todavía yo le<br />

aguardaré, puesto que es más cierto el partirme mañana;<br />

porque el deseo que tengo de verme en mi tierra,<br />

y con las personas que bien quiero, es tanto que<br />

no me dejará esperar otra comodidad, si se tarda, por<br />

mejor que sea.<br />

Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra -dijo Zoraida-,<br />

y por eso deseas ir a verte con tu mujer. No


soy -respondí yo- casado, mas tengo dada la palabra<br />

de casarme en llegando allá. Y ¿es hermosa la dama<br />

a quien se la diste?, dijo Zoraida. Tan hermosa es -<br />

respondí yo- que para encarecella y decirte la verdad,<br />

te parece a ti mucho. Desto se riyó muy de veras<br />

su padre, y dijo: Gualá, cristiano, que debe de ser<br />

muy hermosa si se parece a mi hija, que es la más<br />

hermosa de todo este reino. Si no, mírala bien, y<br />

verás cómo te digo verdad. Servíanos de intérprete<br />

a las más de estas palabras y razones el padre<br />

de Zoraida, como más ladino; que, aunque ella<br />

hablaba la bastarda lengua que, como he dicho,<br />

allí se usa, más declaraba su intención por señas<br />

que por palabras.<br />

»Estando en estas y otras muchas razones, llegó<br />

un moro corriendo, y dijo, a grandes voces, que<br />

por las bardas o paredes del jardín habían saltado<br />

cuatro turcos, y andaban cogiendo la fruta,<br />

aunque no estaba madura.<br />

Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida,<br />

porque es común y casi natural el miedo que


los moros a los turcos tienen, especialmente a<br />

los soldados, los cuales son tan insolentes y<br />

tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos<br />

están sujetos, que los tratan peor que si fuesen<br />

esclavos suyos. Digo, pues, que dijo su padre a<br />

Zoraida: Hija, retírate a la casa y enciérrate, en<br />

tanto que yo voy a hablar a estos canes; y tú, cristiano,<br />

busca tus yerbas, y vete en buen hora, y llévete<br />

Alá con bien a tu tierra. Yo me incliné, y él se fue<br />

a buscar los turcos, dejándome solo con Zoraida,<br />

que comenzó a dar muestras de irse donde<br />

su padre la había mandado. Pero, apenas él se<br />

encubrió con los árboles del jardín, cuando ella,<br />

volviéndose a mí, llenos los ojos de lágrimas,<br />

me dijo: Ámexi, cristiano, ámexi; que quiere decir:<br />

"¿Vaste, cristiano, vaste?" Yo la respondí:<br />

Señora, sí, pero no en ninguna manera sin ti: el<br />

primero jumá me aguarda, y no te sobresaltes cuando<br />

nos veas; que sin duda alguna iremos a tierra de<br />

cristianos.<br />

»Yo le dije esto de manera que ella me entendió<br />

muy bien a todas las razones que entrambos


pasamos; y, echándome un brazo al cuello, con<br />

desmayados pasos comenzó a caminar hacia la<br />

casa; y quiso la suerte, que pudiera ser muy<br />

mala si el cielo no lo ordenara de otra manera,<br />

que, yendo los dos de la manera y postura que<br />

os he contado, con un brazo al cuello, su padre,<br />

que ya volvía de hacer ir a los turcos, nos vio de<br />

la suerte y manera que íbamos, y nosotros vimos<br />

que él nos había visto; pero Zoraida, advertida<br />

y discreta, no quiso quitar el brazo de<br />

mi cuello, antes se llegó más a mí y puso su<br />

cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las<br />

rodillas, dando claras señales y muestras que se<br />

desmayaba, y yo, ansimismo, di a entender que<br />

la sostenía contra mi voluntad. Su padre llegó<br />

corriendo adonde estábamos, y, viendo a su<br />

hija de aquella manera, le preguntó que qué<br />

tenía; pero, como ella no le respondiese, dijo su<br />

padre: Sin duda alguna que con el sobresalto de la<br />

entrada de estos canes se ha desmayado. Y, quitándola<br />

del mío, la arrimó a su pecho; y ella, dando<br />

un suspiro y aún no enjutos los ojos de


lágrimas, volvió a decir: Ámexi, cristiano, ámexi:<br />

"Vete, cristiano, vete". A lo que su padre respondió:<br />

No importa, hija, que el cristiano se vaya, que<br />

ningún mal te ha hecho, y los turcos ya son idos. No<br />

te sobresalte cosa alguna, pues ninguna hay que<br />

pueda darte pesadumbre, pues, como ya te he dicho,<br />

los turcos, a mi ruego, se volvieron por donde entraron.<br />

Ellos, señor, la sobresaltaron, como has dicho -<br />

dije yo a su padre-; mas, pues ella dice que yo me<br />

vaya, no la quiero dar pesadumbre: quédate en paz,<br />

y, con tu licencia, volveré, si fuere menester, por<br />

yerbas a este jardín; que, según dice mi amo, en ninguno<br />

las hay mejores para ensalada que en él. Todas<br />

las que quisieres podrás volver -respondió Agi Morato-,<br />

que mi hija no dice esto porque tú ni ninguno<br />

de los cristianos la enojaban, sino que, por decir que<br />

los turcos se fuesen, dijo que tú te fueses, o porque<br />

ya era hora que buscases tus yerbas.<br />

»Con esto, me despedí al punto de entrambos;<br />

y ella, arrancándosele el alma, al parecer, se fue


con su padre; y yo, con achaque de buscar las<br />

yerbas, rodeé muy bien y a mi placer todo el<br />

jardín: miré bien las entradas y salidas, y la<br />

fortaleza de la casa, y la comodidad que se podía<br />

ofrecer para facilitar todo nuestro negocio.<br />

Hecho esto, me vine y di cuenta de cuanto había<br />

pasado al renegado y a mis compañeros; y ya<br />

no veía la hora de verme gozar sin sobresalto<br />

del bien que en la hermosa y bella Zoraida la<br />

suerte me ofrecía.<br />

»En fin, el tiempo se pasó, y se llegó el día y<br />

plazo de nosotros tan deseado; y, siguiendo<br />

todos el orden y parecer que, con discreta consideración<br />

y largo discurso, muchas veces habíamos<br />

dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos;<br />

porque el viernes que se siguió al día<br />

que yo con Zoraida hablé en el jardín, nuestro<br />

renegado, al anochecer, dio fondo con la barca<br />

casi frontero de donde la hermosísima Zoraida<br />

estaba. Ya los cristianos que habían de bogar el<br />

remo estaban prevenidos y escondidos por di-


versas partes de todos aquellos alrededores.<br />

Todos estaban suspensos y alborozados,<br />

aguardándome, deseosos ya de embestir con el<br />

bajel que a los ojos tenían; porque ellos no sabían<br />

el concierto del renegado, sino que pensaban<br />

que a fuerza de brazos habían de haber y<br />

ganar la libertad, quitando la vida a los moros<br />

que dentro de la barca estaban.<br />

»Sucedió, pues, que, así como yo me mostré y<br />

mis compañeros, todos los demás escondidos<br />

que nos vieron se vinieron llegando a nosotros.<br />

Esto era ya a tiempo que la ciudad estaba ya<br />

cerrada, y por toda aquella campaña ninguna<br />

persona parecía. Como estuvimos juntos, dudamos<br />

si sería mejor ir primero por Zoraida, o<br />

rendir primero a los moros bagarinos que bogaban<br />

el remo en la barca. Y, estando en esta<br />

duda, llegó a nosotros nuestro renegado diciéndonos<br />

que en qué nos deteníamos, que ya<br />

era hora, y que todos sus moros estaban descuidados,<br />

y los más dellos durmiendo. Dijímos-


le en lo que reparábamos, y él dijo que lo que<br />

más importaba era rendir primero el bajel, que<br />

se podía hacer con grandísima facilidad y sin<br />

peligro alguno, y que luego podíamos ir por<br />

Zoraida. Pareciónos bien a todos lo que decía, y<br />

así, sin detenernos más, haciendo él la guía,<br />

llegamos al bajel, y, saltando él dentro primero,<br />

metió mano a un alfanje, y dijo en morisco:<br />

Ninguno de vosotros se mueva de aquí, si no quiere<br />

que le cueste la vida. Ya, a este tiempo, habían<br />

entrado dentro casi todos los cristianos. Los<br />

moros, que eran de poco ánimo, viendo hablar<br />

de aquella manera a su arráez, quedáronse espantados,<br />

y sin ninguno de todos ellos echar<br />

mano a las armas, que pocas o casi ningunas<br />

tenían, se dejaron, sin hablar alguna palabra,<br />

maniatar de los cristianos, los cuales con mucha<br />

presteza lo hicieron, amenazando a los moros<br />

que si alzaban por alguna vía o manera la voz,<br />

que luego al punto los pasarían todos a cuchillo.


»Hecho ya esto, quedándose en guardia dellos<br />

la mitad de los nuestros, los que quedábamos,<br />

haciéndonos asimismo el renegado la guía,<br />

fuimos al jardín de Agi Morato, y quiso la buena<br />

suerte que, llegando a abrir la puerta, se<br />

abrió con tanta facilidad como si cerrada no<br />

estuviera; y así, con gran quietud y silencio,<br />

llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie.<br />

Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos a<br />

una ventana, y, así como sintió gente, preguntó<br />

con voz baja si éramos nizarani, como si dijera<br />

o preguntara si éramos cristianos. Yo le respondí<br />

que sí, y que bajase. Cuando ella me conoció,<br />

no se detuvo un punto, porque, sin responderme<br />

palabra, bajó en un instante, abrió la<br />

puerta y mostróse a todos tan hermosa y ricamente<br />

vestida que no lo acierto a encarecer.<br />

Luego que yo la vi, le tomé una mano y la comencé<br />

a besar, y el renegado hizo lo mismo, y<br />

mis dos camaradas; y los demás, que el caso no<br />

sabían, hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos,<br />

que no parecía sino que le dábamos las


gracias y la reconocíamos por señora de nuestra<br />

libertad. El renegado le dijo en lengua morisca<br />

si estaba su padre en el jardín. Ella respondió<br />

que sí y que dormía. Pues será menester despertalle<br />

-replicó el renegado-, y llevárnosle con nosotros,<br />

y todo aquello que tiene de valor este hermoso jardín.<br />

No -dijo ella-, a mi padre no se ha de tocar en<br />

ningún modo, y en esta casa no hay otra cosa que lo<br />

que yo llevo, que es tanto, que bien habrá para que<br />

todos quedéis ricos y contentos; y esperaros un poco<br />

y lo veréis. Y, diciendo esto, se volvió a entrar,<br />

diciendo que muy presto volvería; que nos estuviésemos<br />

quedos, sin hacer ningún ruido.<br />

Preguntéle al renegado lo que con ella había<br />

pasado, el cual me lo contó, a quien yo dije que<br />

en ninguna cosa se había de hacer más de lo<br />

que Zoraida quisiese; la cual ya que volvía cargada<br />

con un cofrecillo lleno de escudos de oro,<br />

tantos, que apenas lo podía sustentar, quiso la<br />

mala suerte que su padre despertase en el ínterin<br />

y sintiese el ruido que andaba en el jardín;<br />

y, asomándose a la ventana, luego conoció que


todos los que en él estaban eran cristianos; y,<br />

dando muchas, grandes y desaforadas voces,<br />

comenzó a decir en arábigo: ¡Cristianos, cristianos!<br />

¡Ladrones, ladrones!; por los cuales gritos<br />

nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa<br />

confusión.<br />

Pero el renegado, viendo el peligro en que estábamos,<br />

y lo mucho que le importaba salir con<br />

aquella empresa antes de ser sentido, con<br />

grandísima presteza, subió donde Agi Morato<br />

estaba, y juntamente con él fueron algunos de<br />

nosotros; que yo no osé desamparar a la Zoraida,<br />

que como desmayada se había dejado caer<br />

en mis brazos. En resolución, los que subieron<br />

se dieron tan buena maña que en un momento<br />

bajaron con Agi Morato, trayéndole atadas las<br />

manos y puesto un pañizuelo en la boca, que<br />

no le dejaba hablar palabra, amenazándole que<br />

el hablarla le había de costar la vida. Cuando su<br />

hija le vio, se cubrió los ojos por no verle, y su<br />

padre quedó espantado, ignorando cuán de su


voluntad se había puesto en nuestras manos.<br />

Mas, entonces siendo más necesarios los pies,<br />

con diligencia y presteza nos pusimos en la<br />

barca; que ya los que en ella habían quedado<br />

nos esperaban, temerosos de algún mal suceso<br />

nuestro.<br />

»Apenas serían dos horas pasadas de la noche,<br />

cuando ya estábamos todos en la barca, en la<br />

cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura<br />

de las manos y el paño de la boca; pero tornóle<br />

a decir el renegado que no hablase palabra, que<br />

le quitarían la vida. Él, como vio allí a su hija,<br />

comenzó a suspirar ternísimamente, y más<br />

cuando vio que yo estrechamente la tenía abrazada,<br />

y que ella sin defender, quejarse ni esquivarse,<br />

se estaba queda; pero, con todo esto, callaba,<br />

porque no pusiesen en efeto las muchas<br />

amenazas que el renegado le hacía. Viéndose,<br />

pues, Zoraida ya en la barca, y que queríamos<br />

dar los remos al agua, y viendo allí a su padre y<br />

a los demás moros que atados estaban, le dijo al


enegado que me dijese le hiciese merced de<br />

soltar a aquellos moros y de dar libertad a su<br />

padre, porque antes se arrojaría en la mar que<br />

ver delante de sus ojos y por causa suya llevar<br />

cautivo a un padre que tanto la había querido.<br />

El renegado me lo dijo; y yo respondí que era<br />

muy contento; pero él respondió que no convenía,<br />

a causa que, si allí los dejaban apellidarían<br />

luego la tierra y alborotarían la ciudad, y<br />

serían causa que saliesen a buscallos con algunas<br />

fragatas ligeras, y les tomasen la tierra y la<br />

mar, de manera que no pudiésemos escaparnos;<br />

que lo que se podría hacer era darles libertad<br />

en llegando a la primera tierra de cristianos.<br />

En este parecer venimos todos, y Zoraida, a<br />

quien se le dio cuenta, con las causas que nos<br />

movían a no hacer luego lo que quería, también<br />

se satisfizo; y luego, con regocijado silencio y<br />

alegre diligencia, cada uno de nuestros valientes<br />

remeros tomó su remo, y comenzamos, encomendándonos<br />

a Dios de todo corazón, a na-


vegar la vuelta de las islas de Mallorca, que es<br />

la tierra de cristianos más cerca.<br />

»Pero, a causa de soplar un poco el viento tramontana<br />

y estar la mar algo picada, no fue posible<br />

seguir la derrota de Mallorca, y fuenos<br />

forzoso dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de<br />

Orán, no sin mucha pesadumbre nuestra, por<br />

no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en<br />

aquella costa cae sesenta millas de Argel. Y,<br />

asimismo, temíamos encontrar por aquel paraje<br />

alguna galeota de las que de ordinario vienen<br />

con mercancía de Tetuán, aunque cada uno por<br />

sí, y todos juntos, presumíamos de que, si se<br />

encontraba galeota de mercancía, como no fuese<br />

de las que andan en corso, que no sólo no<br />

nos perderíamos, mas que tomaríamos bajel<br />

donde con más seguridad pudiésemos acabar<br />

nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se navegaba,<br />

puesta la cabeza entre mis manos, por<br />

no ver a su padre, y sentía yo que iba llamando<br />

a Lela Marién que nos ayudase.


»Bien habríamos navegado treinta millas,<br />

cuando nos amaneció, como tres tiros de arcabuz<br />

desviados de tierra, toda la cual vimos desierta<br />

y sin nadie que nos descubriese; pero,<br />

con todo eso, nos fuimos a fuerza de brazos<br />

entrando un poco en la mar, que ya estaba algo<br />

más sosegada; y, habiendo entrado casi dos<br />

leguas, diose orden que se bogase a cuarteles en<br />

tanto que comíamos algo, que iba bien proveída<br />

la barca, puesto que los que bogaban dijeron<br />

que no era aquél tiempo de tomar reposo alguno,<br />

que les diesen de comer los que no bogaban,<br />

que ellos no querían soltar los remos de las<br />

manos en manera alguna. Hízose ansí, y en esto<br />

comenzó a soplar un viento largo, que nos<br />

obligó a hacer luego vela y a dejar el remo, y<br />

enderezar a Orán, por no ser posible poder<br />

hacer otro viaje. Todo se hizo con muchísima<br />

presteza; y así, a la vela, navegamos por más de<br />

ocho millas por hora, sin llevar otro temor alguno<br />

sino el de encontrar con bajel que de corso<br />

fuese.


»Dimos de comer a los moros bagarinos, y el<br />

renegado les consoló diciéndoles como no iban<br />

cautivos, que en la primera ocasión les darían<br />

libertad. Lo mismo se le dijo al padre de Zoraida,<br />

el cual respondió:<br />

Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y creer de<br />

vuestra liberalidad y buen término, ¡oh cristianos!,<br />

mas el darme libertad, no me tengáis por tan simple<br />

que lo imagine; que nunca os pusistes vosotros al<br />

peligro de quitármela para volverla tan liberalmente,<br />

especialmente sabiendo quién soy yo, y el interese<br />

que se os puede seguir de dármela; el cual interese, si<br />

le queréis poner nombre, desde aquí os ofrezco todo<br />

aquello que quisiéredes por mí y por esa desdichada<br />

hija mía, o si no, por ella sola, que es la mayor y la<br />

mejor parte de mi alma. En diciendo esto, comenzó<br />

a llorar tan amargamente que a todos<br />

nos movió a compasión, y forzó a Zoraida que<br />

le mirase; la cual, viéndole llorar, así se enterneció<br />

que se levantó de mis pies y fue a abrazar<br />

a su padre, y, juntando su rostro con el suyo,<br />

comenzaron los dos tan tierno llanto que mu-


chos de los que allí íbamos le acompañamos en<br />

él. Pero, cuando su padre la vio adornada de<br />

fiesta y con tantas joyas sobre sí, le dijo en su<br />

lengua: ¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer,<br />

antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que<br />

nos vemos, te vi con tus ordinarios y caseros vestidos,<br />

y agora, sin que hayas tenido tiempo de vestirte<br />

y sin haberte dado alguna nueva alegre de solenizalle<br />

con adornarte y pulirte, te veo compuesta con los<br />

mejores vestidos que yo supe y pude darte cuando<br />

nos fue la ventura más favorable?<br />

Respóndeme a esto, que me tiene más suspenso<br />

y admirado que la misma desgracia en que me<br />

hallo.<br />

»Todo lo que el moro decía a su hija nos lo declaraba<br />

el renegado, y ella no le respondía palabra.<br />

Pero, cuando él vio a un lado de la barca<br />

el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el<br />

cual sabía él bien que le había dejado en Argel,<br />

y no traídole al jardín, quedó más confuso, y<br />

preguntóle que cómo aquel cofre había venido


a nuestras manos, y qué era lo que venía dentro.<br />

A lo cual el renegado, sin aguardar que<br />

Zoraida le respondiese, le respondió: No te canses,<br />

señor, en preguntar a Zoraida, tu hija, tantas<br />

cosas, porque con una que yo te responda te satisfaré<br />

a todas; y así, quiero que sepas que ella es cristiana,<br />

y es la que ha sido la lima de nuestras cadenas y la<br />

libertad de nuestro cautiverio; ella va aquí de su<br />

voluntad, tan contenta, a lo que yo imagino, de verse<br />

en este estado, como el que sale de las tinieblas a la<br />

luz, de la muerte a la vida y de la pena a la gloria.<br />

¿Es verdad lo que éste dice, hija?, dijo el moro. Así<br />

es, respondió Zoraida. ¿Que, en efeto -replicó el<br />

viejo-, tú eres cristiana, y la que ha puesto a su padre<br />

en poder de sus enemigos? A lo cual respondió<br />

Zoraida: La que es cristiana yo soy, pero no la que<br />

te ha puesto en este punto, porque nunca mi deseo se<br />

estendió a dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a<br />

mí bien. Y ¿qué bien es el que te has hecho, hija? Eso<br />

-respondió ella- pregúntaselo tú a Lela Marién, que<br />

ella te lo sabrá decir mejor que no yo.


»Apenas hubo oído esto el moro, cuando, con<br />

una increíble presteza, se arrojó de cabeza en la<br />

mar, donde sin ninguna duda se ahogara, si el<br />

vestido largo y embarazoso que traía no le entretuviera<br />

un poco sobre el agua. Dio voces<br />

Zoraida que le sacasen, y así, acudimos luego<br />

todos, y, asiéndole de la almalafa, le sacamos<br />

medio ahogado y sin sentido, de que recibió<br />

tanta pena Zoraida que, como si fuera ya muerto,<br />

hacía sobre él un tierno y doloroso llanto.<br />

Volvímosle boca abajo, volvió mucha agua,<br />

tornó en sí al cabo de dos horas, en las cuales,<br />

habiéndose trocado el viento, nos convino volver<br />

hacia tierra, y hacer fuerza de remos, por no<br />

embestir en ella; mas quiso nuestra buena suerte<br />

que llegamos a una cala que se hace al lado<br />

de un pequeño promontorio o cabo que de los<br />

moros es llamado el de La Cava Rumía, que en<br />

nuestra lengua quiere decir La mala mujer cristiana;<br />

y es tradición entre los moros que en<br />

aquel lugar está enterrada la Cava, por quien se<br />

perdió España, porque cava en su lengua quie-


e decir mujer mala, y rumía, cristiana; y aun<br />

tienen por mal agüero llegar allí a dar fondo<br />

cuando la necesidad les fuerza a ello, porque<br />

nunca le dan sin ella; puesto que para nosotros<br />

no fue abrigo de mala mujer, sino puerto seguro<br />

de nuestro remedio, según andaba alterada<br />

la mar.<br />

»Pusimos nuestras centinelas en tierra, y no<br />

dejamos jamás los remos de la mano; comimos<br />

de lo que el renegado había proveído, y rogamos<br />

a Dios y a Nuestra Señora, de todo nuestro<br />

corazón, que nos ayudase y favoreciese para<br />

que felicemente diésemos fin a tan dichoso<br />

principio. Diose orden, a suplicación de Zoraida,<br />

como echásemos en tierra a su padre y a<br />

todos los demás moros que allí atados venían,<br />

porque no le bastaba el ánimo, ni lo podían<br />

sufrir sus blandas entrañas, ver delante de sus<br />

ojos atado a su padre y aquellos de su tierra<br />

presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo<br />

de la partida, pues no corría peligro el dejallos


en aquel lugar, que era despoblado. No fueron<br />

tan vanas nuestras oraciones que no fuesen<br />

oídas del cielo; que, en nuestro favor, luego<br />

volvió el viento, tranquilo el mar, convidándonos<br />

a que tornásemos alegres a proseguir nuestro<br />

comenzado viaje.<br />

»Viendo esto, desatamos a los moros, y uno a<br />

uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se<br />

quedaron admirados; pero, llegando a desembarcar<br />

al padre de Zoraida, que ya estaba en<br />

todo su acuerdo, dijo: ¿Por qué pensáis, cristianos,<br />

que esta mala hembra huelga de que me deis<br />

libertad? ¿Pensáis que es por piedad que de mí tiene?<br />

No, por cierto, sino que lo hace por el estorbo<br />

que le dará mi presencia cuando quiera poner en<br />

ejecución sus malos deseos; ni penséis que la ha movido<br />

a mudar religión entender ella que la vuestra a<br />

la nuestra se aventaja, sino el saber que en vuestra<br />

tierra se usa la deshonestidad más libremente que en<br />

la nuestra. Y, volviéndose a Zoraida, teniéndole<br />

yo y otro cristiano de entrambos brazos asido,<br />

porque algún desatino no hiciese, le dijo: ¡Oh


infame moza y mal aconsejada muchacha! ¿Adónde<br />

vas, ciega y desatinada, en poder destos perros, naturales<br />

enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en<br />

que yo te engendré, y malditos sean los regalos y<br />

deleites en que te he criado! Pero, viendo yo que<br />

llevaba término de no acabar tan presto, di<br />

priesa a ponelle en tierra, y desde allí, a voces,<br />

prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando<br />

a Mahoma rogase a Alá que nos destruyese,<br />

confundiese y acabase; y cuando, por<br />

habernos hecho a la vela, no podimos oír sus<br />

palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse<br />

las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse<br />

por el suelo; mas una vez esforzó la voz de tal<br />

manera que podimos entender que decía:<br />

¡Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo<br />

perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que ya<br />

es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo,<br />

que en esta desierta arena dejará la vida, si tú le<br />

dejas! Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo<br />

sentía y lloraba, y no supo decirle ni respondelle<br />

palabra, sino: Plega a Alá, padre mío, que Lela


Marién, que ha sido la causa de que yo sea cristiana,<br />

ella te consuele en tu tristeza. Alá sabe bien que no<br />

pude hacer otra cosa de la que he hecho, y que estos<br />

cristianos no deben nada a mi voluntad, pues, aunque<br />

quisiera no venir con ellos y quedarme en mi<br />

casa, me fuera imposible, según la priesa que me<br />

daba mi alma a poner por obra ésta que a mí me<br />

parece tan buena como tú, padre amado, la juzgas<br />

por mala. Esto dijo, a tiempo que ni su padre la<br />

oía, ni nosotros ya le veíamos; y así, consolando<br />

yo a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje,<br />

el cual nos le facilitaba el proprio viento, de tal<br />

manera que bien tuvimos por cierto de vernos<br />

otro día al amanecer en las riberas de España.<br />

»Mas, como pocas veces, o nunca, viene el bien<br />

puro y sencillo, sin ser acompañado o seguido<br />

de algún mal que le turbe o sobresalte, quiso<br />

nuestra ventura, o quizá las maldiciones que el<br />

moro a su hija había echado, que siempre se<br />

han de temer de cualquier padre que sean; quiso,<br />

digo, que estando ya engolfados y siendo ya<br />

casi pasadas tres horas de la noche, yendo con


la vela tendida de alto baja, frenillados los remos,<br />

porque el próspero viento nos quitaba del<br />

trabajo de haberlos menester, con la luz de la<br />

luna, que claramente resplandecía, vimos cerca<br />

de nosotros un bajel redondo, que, con todas<br />

las velas tendidas, llevando un poco a orza el<br />

timón, delante de nosotros atravesaba; y esto<br />

tan cerca, que nos fue forzoso amainar por no<br />

embestirle, y ellos, asimesmo, hicieron fuerza<br />

de timón para darnos lugar que pasásemos.<br />

»Habíanse puesto a bordo del bajel a preguntarnos<br />

quién éramos, y adónde navegábamos, y<br />

de dónde veníamos; pero, por preguntarnos<br />

esto en lengua francesa, dijo nuestro renegado:<br />

Ninguno responda; porque éstos, sin duda, son cosarios<br />

franceses, que hacen a toda ropa. Por este advertimiento,<br />

ninguno respondió palabra; y,<br />

habiendo pasado un poco delante, que ya el<br />

bajel quedaba sotavento, de improviso soltaron<br />

dos piezas de artillería, y, a lo que parecía, ambas<br />

venían con cadenas, porque con una corta-


on nuestro árbol por medio, y dieron con él y<br />

con la vela en la mar; y al momento, disparando<br />

otra pieza, vino a dar la bala en mitad de<br />

nuestra barca, de modo que la abrió toda, sin<br />

hacer otro mal alguno; pero, como nosotros nos<br />

vimos ir a fondo, comenzamos todos a grandes<br />

voces a pedir socorro y a rogar a los del bajel<br />

que nos acogiesen, porque nos anegábamos.<br />

Amainaron entonces, y, echando el esquife o<br />

barca a la mar, entraron en él hasta doce franceses<br />

bien armados, con sus arcabuces y cuerdas<br />

encendidas, y así llegaron junto al nuestro; y,<br />

viendo cuán pocos éramos y cómo el bajel se<br />

hundía, nos recogieron, diciendo que, por<br />

haber usado de la descortesía de no respondelles,<br />

nos había sucedido aquello.<br />

Nuestro renegado tomó el cofre de las riquezas<br />

de Zoraida, y dio con él en la mar, sin que ninguno<br />

echase de ver en lo que hacía. En resolución,<br />

todos pasamos con los franceses, los cuales,<br />

después de haberse informado de todo


aquello que de nosotros saber quisieron, como<br />

si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron<br />

de todo cuanto teníamos, y a Zoraida le<br />

quitaron hasta los carcajes que traía en los pies.<br />

Pero no me daba a mí tanta pesadumbre la que<br />

a Zoraida daban, como me la daba el temor que<br />

tenía de que habían de pasar del quitar de las<br />

riquísimas y preciosísimas joyas al quitar de la<br />

joya que más valía y ella más estimaba. Pero los<br />

deseos de aquella gente no se estienden a más<br />

que al dinero, y desto jamás se vee harta su<br />

codicia; lo cual entonces llegó a tanto, que aun<br />

hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si de<br />

algún provecho les fueran. Y hubo parecer entre<br />

ellos de que a todos nos arrojasen a la mar<br />

envueltos en una vela, porque tenían intención<br />

de tratar en algunos puertos de España con<br />

nombre de que eran bretones, y si nos llevaban<br />

vivos, serían castigados, siendo descubierto su<br />

hurto. Mas el capitán, que era el que había despojado<br />

a mi querida Zoraida, dijo que él se contentaba<br />

con la presa que tenía, y que no quería


tocar en ningún puerto de España, sino pasar el<br />

estrecho de Gibraltar de noche, o como pudiese,<br />

y irse a la Rochela, de donde había salido; y<br />

así, tomaron por acuerdo de darnos el esquife<br />

de su navío, y todo lo necesario para la corta<br />

navegación que nos quedaba, como lo hicieron<br />

otra día, ya a vista de tierra de España, con la<br />

cual vista, todas nuestras pesadumbres y pobrezas<br />

se nos olvidaron de todo punto, como si<br />

no hubieran pasado por nosotros: tanto es el<br />

gusto de alcanzar la libertad perdida.<br />

»Cerca de mediodía podría ser cuando nos<br />

echaron en la barca, dándonos dos barriles de<br />

agua y algún bizcocho; y el capitán, movido no<br />

sé de qué misericordia, al embarcarse la hermosísima<br />

Zoraida, le dio hasta cuarenta escudos<br />

de oro, y no consintió que le quitasen sus<br />

soldados estos mesmos vestidos que ahora tiene<br />

puestos. Entramos en el bajel; dímosles las<br />

gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos<br />

más agradecidos que quejosos; ellos se


hicieron a lo largo, siguiendo la derrota del<br />

estrecho; nosotros, sin mirar a otro norte que a<br />

la tierra que se nos mostraba delante, nos dimos<br />

tanta priesa a bogar que al poner del sol<br />

estábamos tan cerca que bien pudiéramos, a<br />

nuestro parecer, llegar antes que fuera muy<br />

noche; pero, por no parecer en aquella noche la<br />

luna y el cielo mostrarse escuro, y por ignorar<br />

el paraje en que estábamos, no nos pareció cosa<br />

segura embestir en tierra, como a muchos de<br />

nosotros les parecía, diciendo que diésemos en<br />

ella, aunque fuese en unas peñas y lejos de poblado,<br />

porque así aseguraríamos el temor que<br />

de razón se debía tener que por allí anduviesen<br />

bajeles de cosarios de Tetuán, los cuales anochecen<br />

en Berbería y amanecen en las costas de<br />

España, y hacen de ordinario presa, y se vuelven<br />

a dormir a sus casas. Pero, de los contrarios<br />

pareceres, el que se tomó fue que nos llegásemos<br />

poco a poco, y que si el sosiego del mar lo<br />

concediese, desembarcásemos donde pudiésemos.


»Hízose así, y poco antes de la media noche<br />

sería cuando llegamos al pie de una disformísima<br />

y alta montaña, no tan junto al mar que no<br />

concediese un poco de espacio para poder desembarcar<br />

cómodamente. Embestimos en la arena,<br />

salimos a tierra, besamos el suelo, y, con<br />

lágrimas de muy alegrísimo contento, dimos<br />

todos gracias a Dios, Señor Nuestro, por el bien<br />

tan incomparable que nos había hecho. Sacamos<br />

de la barca los bastimentos que tenía, tirámosla<br />

en tierra, y subímonos un grandísimo<br />

trecho en la montaña, porque aún allí estábamos,<br />

y aún no podíamos asegurar el pecho, ni<br />

acabábamos de creer que era tierra de cristianos<br />

la que ya nos sostenía.<br />

Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo que<br />

quisiéramos. Acabamos de subir toda la montaña,<br />

por ver si desde allí algún poblado se descubría,<br />

o algunas cabañas de pastores; pero,<br />

aunque más tendimos la vista, ni poblado, ni<br />

persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con


todo esto, determinamos de entrarnos la tierra<br />

adentro, pues no podría ser menos sino que<br />

presto descubriésemos quien nos diese noticia<br />

della. Pero lo que a mí más me fatigaba era el<br />

ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas,<br />

que, puesto que alguna vez la puse sobre mis<br />

hombros, más le cansaba a ella mi cansancio<br />

que la reposaba su reposo; y así, nunca más<br />

quiso que yo aquel trabajo tomase; y, con mucha<br />

paciencia y muestras de alegría, llevándola<br />

yo siempre de la mano, poco menos de un cuarto<br />

de legua debíamos de haber andado, cuando<br />

llegó a nuestros oídos el son de una pequeña<br />

esquila, señal clara que por allí cerca había ganado;<br />

y, mirando todos con atención si alguno<br />

se parecía, vimos al pie de un alcornoque un<br />

pastor mozo, que con grande reposo y descuido<br />

estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos<br />

voces, y él, alzando la cabeza, se puso ligeramente<br />

en pie, y, a lo que después supimos, los<br />

primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el<br />

renegado y Zoraida, y, como él los vio en hábi-


to de moros, pensó que todos los de la Berbería<br />

estaban sobre él; y, metiéndose con estraña ligereza<br />

por el bosque adelante, comenzó a dar<br />

los mayores gritos del mundo diciendo:<br />

¡Moros, moros hay en la tierra! ¡Moros, moros!<br />

¡Arma, arma!<br />

»Con estas voces quedamos todos confusos, y<br />

no sabíamos qué hacernos; pero, considerando<br />

que las voces del pastor habían de alborotar la<br />

tierra, y que la caballería de la costa había de<br />

venir luego a ver lo que era, acordamos que el<br />

renegado se desnudase las ropas del turco y se<br />

vistiese un gilecuelco o casaca de cautivo que<br />

uno de nosotros le dio luego, aunque se quedó<br />

en camisa; y así, encomendándonos a Dios,<br />

fuimos por el mismo camino que vimos que el<br />

pastor llevaba, esperando siempre cuándo había<br />

de dar sobre nosotros la caballería de la costa.<br />

Y no nos engañó nuestro pensamiento, porque,<br />

aún no habrían pasado dos horas cuando,<br />

habiendo ya salido de aquellas malezas a un


llano, descubrimos hasta cincuenta caballeros,<br />

que con gran ligereza, corriendo a media rienda,<br />

a nosotros se venían, y así como los vimos,<br />

nos estuvimos quedos aguardándolos; pero,<br />

como ellos llegaron y vieron, en lugar de los<br />

moros que buscaban, tanto pobre cristiano,<br />

quedaron confusos, y uno dellos nos preguntó<br />

si éramos nosotros acaso la ocasión por que un<br />

pastor había apellidado al arma.<br />

Sí, dije yo; y, queriendo comenzar a decirle mi<br />

suceso, y de dónde veníamos y quién éramos,<br />

uno de los cristianos que con nosotros venían<br />

conoció al jinete que nos había hecho la pregunta,<br />

y dijo, sin dejarme a mí decir más palabra:<br />

¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena<br />

parte nos ha conducido!, porque, si yo no me engaño,<br />

la tierra que pisamos es la de Vélez Málaga, si ya<br />

los años de mi cautiverio no me han quitado de la<br />

memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis<br />

quién somos, sois Pedro de Bustamante, tío<br />

mío. Apenas hubo dicho esto el cristiano cautivo,<br />

cuando el jinete se arrojó del caballo y vino


a abrazar al mozo, diciéndole: Sobrino de mi<br />

alma y de mi vida, ya te conozco, y ya te he llorado<br />

por muerto yo, y mi hermana, tu madre, y todos los<br />

tuyos, que aún viven; y Dios ha sido servido de darles<br />

vida para que gocen el placer de verte: ya sabíamos<br />

que estabas en Argel, y por las señales y muestras<br />

de tus vestidos, y la de todos los desta compañía,<br />

comprehendo que habéis tenido milagrosa libertad.<br />

Así es -respondió el mozo-, y tiempo nos quedará<br />

para contároslo todo.<br />

»Luego que los jinetes entendieron que éramos<br />

cristianos cautivos, se apearon de sus caballos,<br />

y cada uno nos convidaba con el suyo para llevarnos<br />

a la ciudad de Vélez Málaga, que legua<br />

y media de allí estaba.<br />

Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la<br />

ciudad, diciéndoles dónde la habíamos dejado;<br />

otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en<br />

las del caballo del tío del cristiano. Saliónos a<br />

recebir todo el pueblo, que ya de alguno que se<br />

había adelantado sabían la nueva de nuestra


venida. No se admiraban de ver cautivos libres,<br />

ni moros cautivos, porque toda la gente de<br />

aquella costa está hecha a ver a los unos y a los<br />

otros; pero admirábanse de la hermosura de<br />

Zoraida, la cual en aquel instante y sazón estaba<br />

en su punto, ansí con el cansancio del camino<br />

como con la alegría de verse ya en tierra de<br />

cristianos, sin sobresalto de perderse; y esto le<br />

había sacado al rostro tales colores que, si no es<br />

que la afición entonces me engañaba, osaré decir<br />

que más hermosa criatura no había en el<br />

mundo; a lo menos, que yo la hubiese visto.<br />

»Fuimos derechos a la iglesia, a dar gracias a<br />

Dios por la merced recebida; y, así como en ella<br />

entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se<br />

parecían a los de Lela Marién. Dijímosle que<br />

eran imágines suyas, y como mejor se pudo le<br />

dio el renegado a entender lo que significaban,<br />

para que ella las adorase como si verdaderamente<br />

fueran cada una dellas la misma Lela<br />

Marién que la había hablado. Ella, que tiene


uen entendimiento y un natural fácil y claro,<br />

entendió luego cuanto acerca de las imágenes<br />

se le dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron<br />

a todos en diferentes casas del pueblo; pero al<br />

renegado, Zoraida y a mí nos llevó el cristiano<br />

que vino con nosotros, y en casa de sus padres,<br />

que medianamente eran acomodados de los<br />

bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto<br />

amor como a su mismo hijo.<br />

»Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los<br />

cuales el renegado, hecha su información de<br />

cuanto le convenía, se fue a la ciudad de Granada,<br />

a reducirse por medio de la Santa Inquisición<br />

al gremio santísimo de la Iglesia; los demás<br />

cristianos libertados se fueron cada uno<br />

donde mejor le pareció; solos quedamos Zoraida<br />

y yo, con solos los escudos que la cortesía<br />

del francés le dio a Zoraida, de los cuales<br />

compré este animal en que ella viene; y, sirviéndola<br />

yo hasta agora de padre y escudero, y<br />

no de esposo, vamos con intención de ver si mi


padre es vivo, o si alguno de mis hermanos ha<br />

tenido más próspera ventura que la mía, puesto<br />

que, por haberme hecho el cielo compañero de<br />

Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me<br />

pudiera venir, por buena que fuera, que más la<br />

estimara. La paciencia con que Zoraida lleva las<br />

incomodidades que la pobreza trae consigo, y<br />

el deseo que muestra tener de verse ya cristiana<br />

es tanto y tal, que me admira y me mueve a<br />

servirla todo el tiempo de mi vida, puesto que<br />

el gusto que tengo de verme suyo y de que ella<br />

sea mía me lo turba y deshace no saber si<br />

hallaré en mi tierra algún rincón donde recogella,<br />

y si habrán hecho el tiempo y la muerte tal<br />

mudanza en la hacienda y vida de mi padre y<br />

hermanos que apenas halle quien me conozca,<br />

si ellos faltan.» No tengo más, señores, que deciros<br />

de mi historia; la cual, si es agradable y<br />

peregrina, júzguenlo vuestros buenos entendimientos;<br />

que de mí sé decir que quisiera habérosla<br />

contado más brevemente, puesto que el


temor de enfadaros más de cuatro circunstancias<br />

me ha quitado de la lengua.


Capítulo XLII<br />

Que trata de lo que más sucedió en la venta y<br />

de otras muchas cosas dignas de saberse<br />

Calló, en diciendo esto, el cautivo, a quien don<br />

Fernando dijo:<br />

-Por cierto, señor capitán, el modo con que<br />

habéis contado este estraño suceso ha sido tal,<br />

que iguala a la novedad y estrañeza del mesmo<br />

caso.<br />

Todo es peregrino y raro, y lleno de accidentes<br />

que maravillan y suspenden a quien los oye; y<br />

es de tal manera el gusto que hemos recebido<br />

en escuchalle, que, aunque nos hallara el día de<br />

mañana entretenidos en el mesmo cuento,<br />

holgáramos que de nuevo se comenzara.<br />

Y, en diciendo esto, don Fernando y todos los<br />

demás se le ofrecieron, con todo lo a ellos posible<br />

para servirle, con palabras y razones tan


amorosas y tan verdaderas que el capitán se<br />

tuvo por bien satisfecho de sus voluntades.<br />

Especialmente, le ofreció don Fernando que si<br />

quería volverse con él, que él haría que el marqués,<br />

su hermano, fuese padrino del bautismo<br />

de Zoraida, y que él, por su parte, le acomodaría<br />

de manera que pudiese entrar en su tierra<br />

con el autoridad y cómodo que a su persona se<br />

debía.<br />

Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo,<br />

pero no quiso acetar ninguno de sus liberales<br />

ofrecimientos.<br />

En esto, llegaba ya la noche, y, al cerrar della,<br />

llegó a la venta un coche, con algunos hombres<br />

de a caballo. Pidieron posada; a quien la ventera<br />

respondió que no había en toda la venta un<br />

palmo desocupado.<br />

-Pues, aunque eso sea -dijo uno de los de a caballo<br />

que habían entrado-, no ha de faltar para<br />

el señor oidor que aquí viene.


A este nombre se turbó la güéspeda, y dijo:<br />

-Señor, lo que en ello hay es que no tengo camas:<br />

si es que su merced del señor oidor la trae,<br />

que sí debe de traer, entre en buen hora, que yo<br />

y mi marido nos saldremos de nuestro aposento<br />

por acomodar a su merced.<br />

-Sea en buen hora -dijo el escudero.<br />

Pero, a este tiempo, ya había salido del coche<br />

un hombre, que en el traje mostró luego el oficio<br />

y cargo que tenía, porque la ropa luenga,<br />

con las mangas arrocadas, que vestía, mostraron<br />

ser oidor, como su criado había dicho. Traía<br />

de la mano a una doncella, al parecer de hasta<br />

diez y seis años, vestida de camino, tan bizarra,<br />

tan hermosa y tan gallarda que a todos puso en<br />

admiración su vista; de suerte que, a no haber<br />

visto a Dorotea y a Luscinda y Zoraida, que en<br />

la venta estaban, creyeran que otra tal hermosura<br />

como la desta doncella difícilmente pudie-


a hallarse. Hallóse don <strong>Quijote</strong> al entrar del<br />

oidor y de la doncella, y, así como le vio, dijo:<br />

-Seguramente puede vuestra merced entrar y<br />

espaciarse en este castillo, que, aunque es estrecho<br />

y mal acomodado, no hay estrecheza ni<br />

incomodidad en el mundo que no dé lugar a las<br />

armas y a las letras, y más si las armas y letras<br />

traen por guía y adalid a la fermosura, como la<br />

traen las letras de vuestra merced en esta fermosa<br />

doncella, a quien deben no sólo abrirse y<br />

manifestarse los castillos, sino apartarse los<br />

riscos, y devidirse y abajarse las montañas, para<br />

dalle acogida. Entre vuestra merced, digo, en<br />

este paraíso, que aquí hallará estrellas y soles<br />

que acompañen el cielo que vuestra merced<br />

trae consigo; aquí hallará las armas en su punto<br />

y la hermosura en su estremo.<br />

Admirado quedó el oidor del razonamiento de<br />

don <strong>Quijote</strong>, a quien se puso a mirar muy de<br />

propósito, y no menos le admiraba su talle que<br />

sus palabras; y, sin hallar ningunas con que


espondelle, se tornó a admirar de nuevo cuando<br />

vio delante de sí a Luscinda, Dorotea y a<br />

Zoraida, que, a las nuevas de los nuevos güéspedes<br />

y a las que la ventera les había dado de la<br />

hermosura de la doncella, habían venido a verla<br />

y a recebirla. Pero don Fernando, Cardenio y<br />

el cura le hicieron más llanos y más cortesanos<br />

ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entró<br />

confuso, así de lo que veía como de lo que escuchaba,<br />

y las hermosas de la venta dieron la<br />

bienllegada a la hermosa doncella.<br />

En resolución, bien echó de ver el oidor que era<br />

gente principal toda la que allí estaba; pero el<br />

talle, visaje y la apostura de don <strong>Quijote</strong> le desatinaba;<br />

y, habiendo pasado entre todos corteses<br />

ofrecimientos y tanteado la comodidad de<br />

la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado:<br />

que todas las mujeres se entrasen en el camaranchón<br />

ya referido, y que los hombres se<br />

quedasen fuera, como en su guarda. Y así, fue<br />

contento el oidor que su hija, que era la donce-


lla, se fuese con aquellas señoras, lo que ella<br />

hizo de muy buena gana. Y con parte de la estrecha<br />

cama del ventero, y con la mitad de la<br />

que el oidor traía, se acomodaron aquella noche<br />

mejor de lo que pensaban.<br />

El cautivo, que, desde el punto que vio al oidor,<br />

le dio saltos el corazón y barruntos de que<br />

aquél era su hermano, preguntó a uno de los<br />

criados que con él venían que cómo se llamaba<br />

y si sabía de qué tierra era. El criado le respondió<br />

que se llamaba el licenciado Juan Pérez de<br />

Viedma, y que había oído decir que era de un<br />

lugar de las montañas de León. Con esta relación<br />

y con lo que él había visto se acabó de confirmar<br />

de que aquél era su hermano, que había<br />

seguido las letras por consejo de su padre; y,<br />

alborotado y contento, llamando aparte a don<br />

Fernando, a Cardenio y al cura, les contó lo que<br />

pasaba, certificándoles que aquel oidor era su<br />

hermano. Habíale dicho también el criado como<br />

iba proveído por oidor a las Indias, en la


Audiencia de Méjico. Supo también como aquella<br />

doncella era su hija, de cuyo parto había<br />

muerto su madre, y que él había quedado muy<br />

rico con el dote que con la hija se le quedó en<br />

casa. Pidióles consejo qué modo tendría para<br />

descubrirse, o para conocer primero si, después<br />

de descubierto, su hermano, por verle pobre, se<br />

afrentaba o le recebía con buenas entrañas.<br />

-Déjeseme a mí el hacer esa experiencia -dijo el<br />

cura-; cuanto más, que no hay pensar sino que<br />

vos, señor capitán, seréis muy bien recebido;<br />

porque el valor y prudencia que en su buen<br />

parecer descubre vuestro hermano no da indicios<br />

de ser arrogante ni desconocido, ni que no<br />

ha de saber poner los casos de la fortuna en su<br />

punto.<br />

-Con todo eso -dijo el capitán- yo querría, no de<br />

improviso, sino por rodeos, dármele a conocer.<br />

-Ya os digo -respondió el cura- que yo lo trazaré<br />

de modo que todos quedemos satisfechos.


Ya, en esto, estaba aderezada la cena, y todos se<br />

sentaron a la mesa, eceto el cautivo y las señoras,<br />

que cenaron de por sí en su aposento. En la<br />

mitad de la cena dijo el cura:<br />

-Del mesmo nombre de vuestra merced, señor<br />

oidor, tuve yo una camarada en Costantinopla,<br />

donde estuve cautivo algunos años; la cual camarada<br />

era uno de los valientes soldados y<br />

capitanes que había en toda la infantería española,<br />

pero tanto cuanto tenía de esforzado y<br />

valeroso lo tenía de desdichado.<br />

-Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor mío? -<br />

preguntó el oidor.<br />

-Llamábase -respondió el cura- Ruy Pérez de<br />

Viedma, y era natural de un lugar de las montañas<br />

de León, el cual me contó un caso que a<br />

su padre con sus hermanos le había sucedido,<br />

que, a no contármelo un hombre tan verdadero<br />

como él, lo tuviera por conseja de aquellas que<br />

las viejas cuentan el invierno al fuego. Porque


me dijo que su padre había dividido su hacienda<br />

entre tres hijos que tenía, y les había dado<br />

ciertos consejos, mejores que los de Catón. Y sé<br />

yo decir que el que él escogió de venir a la guerra<br />

le había sucedido tan bien que en pocos<br />

años, por su valor y esfuerzo, sin otro brazo<br />

que el de su mucha virtud, subió a ser capitán<br />

de infantería, y a verse en camino y predicamento<br />

de ser presto maestre de campo. Pero<br />

fuele la fortuna contraria, pues donde la pudiera<br />

esperar y tener buena, allí la perdió, con<br />

perder la libertad en la felicísima jornada donde<br />

tantos la cobraron, que fue en la batalla de<br />

Lepanto. Yo la perdí en la Goleta, y después,<br />

por diferentes sucesos, nos hallamos camaradas<br />

en Costantinopla. Desde allí vino a Argel, donde<br />

sé que le sucedió uno de los más estraños<br />

casos que en el mundo han sucedido.<br />

De aquí fue prosiguiendo el cura, y, con brevedad<br />

sucinta, contó lo que con Zoraida a su<br />

hermano había sucedido; a todo lo cual estaba


tan atento el oidor, que ninguna vez había sido<br />

tan oidor como entonces. Sólo llegó el cura al<br />

punto de cuando los franceses despojaron a los<br />

cristianos que en la barca venían, y la pobreza y<br />

necesidad en que su camarada y la hermosa<br />

mora habían quedado; de los cuales no había<br />

sabido en qué habían parado, ni si habían llegado<br />

a España, o llevádolos los franceses a<br />

Francia.<br />

Todo lo que el cura decía estaba escuchando,<br />

algo de allí desviado, el capitán, y notaba todos<br />

los movimientos que su hermano hacía; el cual,<br />

viendo que ya el cura había llegado al fin de su<br />

cuento, dando un grande suspiro y llenándosele<br />

los ojos de agua, dijo:<br />

-¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que me<br />

habéis contado, y cómo me tocan tan en parte<br />

que me es forzoso dar muestras dello con estas<br />

lágrimas que, contra toda mi discreción y recato,<br />

me salen por los ojos! Ese capitán tan valeroso<br />

que decís es mi mayor hermano, el cual,


como más fuerte y de más altos pensamientos<br />

que yo ni otro hermano menor mío, escogió el<br />

honroso y digno ejercicio de la guerra, que fue<br />

uno de los tres caminos que nuestro padre nos<br />

propuso, según os dijo vuestra camarada en la<br />

conseja que, a vuestro parecer, le oístes. Yo seguí<br />

el de las letras, en las cuales Dios y mi diligencia<br />

me han puesto en el grado que me veis.<br />

Mi menor hermano está en el Pirú, tan rico que<br />

con lo que ha enviado a mi padre y a mí ha<br />

satisfecho bien la parte que él se llevó, y aun<br />

dado a las manos de mi padre con que poder<br />

hartar su liberalidad natural; y yo, ansimesmo,<br />

he podido con más decencia y autoridad tratarme<br />

en mis estudios y llegar al puesto en que<br />

me veo. Vive aún mi padre, muriendo con el<br />

deseo de saber de su hijo mayor, y pide a Dios<br />

con continuas oraciones no cierre la muerte sus<br />

ojos hasta que él vea con vida a los de su hijo;<br />

del cual me maravillo, siendo tan discreto,<br />

cómo en tantos trabajos y afliciones, o prósperos<br />

sucesos, se haya descuidado de dar noticia


de sí a su padre; que si él lo supiera, o alguno<br />

de nosotros, no tuviera necesidad de aguardar<br />

al milagro de la caña para alcanzar su rescate.<br />

Pero de lo que yo agora me temo es de pensar<br />

si aquellos franceses le habrán dado libertad, o<br />

le habrán muerto por encubrir su hurto. Esto<br />

todo será que yo prosiga mi viaje, no con aquel<br />

contento con que le comencé, sino con toda<br />

melancolía y tristeza. ¡Oh buen hermano mío, y<br />

quién supiera agora dónde estabas; que yo te<br />

fuera a buscar y a librar de tus trabajos, aunque<br />

fuera a costa de los míos! ¡Oh, quién llevara<br />

nuevas a nuestro viejo padre de que tenías vida,<br />

aunque estuvieras en las mazmorras más<br />

escondidas de Berbería; que de allí te sacaran<br />

sus riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh<br />

Zoraida hermosa y liberal, quién pudiera pagar<br />

el bien que a un hermano hiciste!; ¡quién pudiera<br />

hallarse al renacer de tu alma, y a las bodas,<br />

que tanto gusto a todos nos dieran!


Estas y otras semejantes palabras decía el oidor,<br />

lleno de tanta compasión con las nuevas que de<br />

su hermano le habían dado, que todos los que<br />

le oían le acompañaban en dar muestras del<br />

sentimiento que tenían de su lástima.<br />

Viendo, pues, el cura que tan bien había salido<br />

con su intención y con lo que deseaba el capitán,<br />

no quiso tenerlos a todos más tiempo<br />

tristes, y así, se levantó de la mesa, y, entrando<br />

donde estaba Zoraida, la tomó por la mano, y<br />

tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija<br />

del oidor.<br />

Estaba esperando el capitán a ver lo que el cura<br />

quería hacer, que fue que, tomándole a él asimesmo<br />

de la otra mano, con entrambos a dos se<br />

fue donde el oidor y los demás caballeros estaban,<br />

y dijo:<br />

-Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y<br />

cólmese vuestro deseo de todo el bien que acertare<br />

a desearse, pues tenéis delante a vuestro


uen hermano y a vuestra buena cuñada. Éste<br />

que aquí veis es el capitán Viedma, y ésta, la<br />

hermosa mora que tanto bien le hizo. Los franceses<br />

que os dije los pusieron en la estrecheza<br />

que veis, para que vos mostréis la liberalidad<br />

de vuestro buen pecho.<br />

Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y él<br />

le puso ambas manos en los pechos por mirarle<br />

algo más apartado; mas, cuando le acabó de<br />

conocer, le abrazó tan estrechamente, derramando<br />

tan tiernas lágrimas de contento, que<br />

los más de los que presentes estaban le hubieron<br />

de acompañar en ellas. Las palabras que<br />

entrambos hermanos se dijeron, los sentimientos<br />

que mostraron, apenas creo que pueden<br />

pensarse, cuanto más escribirse. Allí, en breves<br />

razones, se dieron cuenta de sus sucesos; allí<br />

mostraron puesta en su punto la buena amistad<br />

de dos hermanos; allí abrazó el oidor a Zoraida;<br />

allí la ofreció su hacienda; allí hizo que la abra-


zase su hija; allí la cristiana hermosa y la mora<br />

hermosísima renovaron las lágrimas de todos.<br />

Allí don <strong>Quijote</strong> estaba atento, sin hablar palabra,<br />

considerando estos tan estraños sucesos,<br />

atribuyéndolos todos a quimeras de la andante<br />

caballería.<br />

Allí concertaron que el capitán y Zoraida se<br />

volviesen con su hermano a Sevilla y avisasen a<br />

su padre de su hallazgo y libertad, para que,<br />

como pudiese, viniese a hallarse en las bodas y<br />

bautismo de Zoraida, por no le ser al oidor posible<br />

dejar el camino que llevaba, a causa de<br />

tener nuevas que de allí a un mes partía la flota<br />

de Sevilla a la Nueva España, y fuérale de<br />

grande incomodidad perder el viaje.<br />

En resolución, todos quedaron contentos y alegres<br />

del buen suceso del cautivo; y, como ya la<br />

noche iba casi en las dos partes de su jornada,<br />

acordaron de recogerse y reposar lo que de ella<br />

les quedaba. <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> se ofreció a hacer la


guardia del castillo, porque de algún gigante o<br />

otro mal andante follón no fuesen acometidos,<br />

codiciosos del gran tesoro de hermosura que en<br />

aquel castillo se encerraba. Agradeciéronselo<br />

los que le conocían, y dieron al oidor cuenta del<br />

humor estraño de don <strong>Quijote</strong>, de que no poco<br />

gusto recibió.<br />

Sólo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza<br />

del recogimiento, y sólo él se acomodó<br />

mejor que todos, echándose sobre los aparejos<br />

de su jumento, que le costaron tan caros como<br />

adelante se dirá.<br />

Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los<br />

demás acomodádose como menos mal pudieron,<br />

don <strong>Quijote</strong> se salió fuera de la venta a<br />

hacer la centinela del castillo, como lo había<br />

prometido.<br />

Sucedió, pues, que faltando poco por venir el<br />

alba, llegó a los oídos de las damas una voz tan<br />

entonada y tan buena, que les obligó a que to-


das le prestasen atento oído, especialmente<br />

Dorotea, que despierta estaba, a cuyo lado<br />

dormía doña Clara de Viedma, que ansí se llamaba<br />

la hija del oidor.<br />

Nadie podía imaginar quién era la persona que<br />

tan bien cantaba, y era una voz sola, sin que la<br />

acompañase instrumento alguno. Unas veces<br />

les parecía que cantaban en el patio; otras, que<br />

en la caballeriza; y, estando en esta confusión<br />

muy atentas, llegó a la puerta del aposento<br />

Cardenio y dijo:<br />

-Quien no duerme, escuche; que oirán una voz<br />

de un mozo de mulas, que de tal manera canta<br />

que encanta.<br />

-Ya lo oímos, señor -respondió Dorotea.<br />

Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea, poniendo<br />

toda la atención posible, entendió que lo<br />

que se cantaba era esto:


Capítulo XLIII<br />

<strong>Don</strong>de se cuenta la agradable historia del mozo<br />

de mulas, con otros estraños acaecimientos<br />

en la venta sucedidos<br />

-Marinero soy de amor,<br />

y en su piélago profundo<br />

navego sin esperanza<br />

de llegar a puerto alguno.<br />

Siguiendo voy a una estrella<br />

que desde lejos descubro,<br />

más bella y resplandeciente<br />

que cuantas vio Palinuro.<br />

Yo no sé adónde me guía,<br />

y así, navego confuso,<br />

el alma a mirarla atenta,<br />

cuidadosa y con descuido.<br />

Recatos impertinentes,<br />

honestidad contra el uso,<br />

son nubes que me la encubren<br />

cuando más verla procuro.


¡Oh clara y luciente estrella,<br />

en cuya lumbre me apuro!;<br />

al punto que te me encubras,<br />

será de mi muerte el punto.<br />

Llegando el que cantaba a este punto, le pareció<br />

a Dorotea que no sería bien que dejase Clara de<br />

oír una tan buena voz; y así, moviéndola a una<br />

y a otra parte, la despertó diciéndole:<br />

-Perdóname, niña, que te despierto, pues lo<br />

hago porque gustes de oír la mejor voz que<br />

quizá habrás oído en toda tu vida.<br />

Clara despertó toda soñolienta, y de la primera<br />

vez no entendió lo que Dorotea le decía; y, volviéndoselo<br />

a preguntar, ella se lo volvió a decir,<br />

por lo cual estuvo atenta Clara. Pero, apenas<br />

hubo oído dos versos que el que cantaba iba<br />

prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan<br />

estraño como si de algún grave accidente de<br />

cuartana estuviera enferma, y, abrazándose<br />

estrechamente con Teodora, le dijo:


-¡Ay señora de mi alma y de mi vida!, ¿para<br />

qué me despertastes?; que el mayor bien que la<br />

fortuna me podía hacer por ahora era tenerme<br />

cerrados los ojos y los oídos, para no ver ni oír<br />

a ese desdichado músico.<br />

-¿Qué es lo que dices, niña?; mira que dicen que<br />

el que canta es un mozo de mulas.<br />

-No es sino señor de lugares -respondió Clara-,<br />

y el que le tiene en mi alma con tanta seguridad<br />

que si él no quiere dejalle, no le será quitado<br />

eternamente.<br />

Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones<br />

de la muchacha, pareciéndole que se aventajaban<br />

en mucho a la discreción que sus pocos<br />

años prometían; y así, le dijo:<br />

-Habláis de modo, señora Clara, que no puedo<br />

entenderos: declaraos más y decidme qué es lo<br />

que decís de alma y de lugares, y deste músico,<br />

cuya voz tan inquieta os tiene. Pero no me dig-


áis nada por ahora, que no quiero perder, por<br />

acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo<br />

de oír al que canta; que me parece que con<br />

nuevos versos y nuevo tono torna a su canto.<br />

-Sea en buen hora -respondió Clara.<br />

Y, por no oílle, se tapó con las manos entrambos<br />

oídos, de lo que también se admiró Dorotea;<br />

la cual, estando atenta a lo que se cantaba,<br />

vio que proseguían en esta manera:<br />

-Dulce esperanza mía,<br />

que, rompiendo imposibles y malezas,<br />

sigues firme la vía<br />

que tú mesma te finges y aderezas:<br />

no te desmaye el verte<br />

a cada paso junto al de tu muerte.<br />

No alcanzan perezosos<br />

honrados triunfos ni vitoria alguna,<br />

ni pueden ser dichosos<br />

los que, no contrastando a la fortuna,<br />

entregan, desvalidos,


al ocio blando todos los sentidos.<br />

Que amor sus glorias venda<br />

caras, es gran razón, y es trato justo,<br />

pues no hay más rica prenda<br />

que la que se quilata por su gusto;<br />

y es cosa manifiesta<br />

que no es de estima lo que poco cuesta.<br />

Amorosas porfías<br />

tal vez alcanzan imposibles cosas;<br />

y ansí, aunque con las mías<br />

sigo de amor las más dificultosas,<br />

no por eso recelo<br />

de no alcanzar desde la tierra el cielo.<br />

Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos sollozos<br />

Clara. Todo lo cual encendía el deseo de<br />

Dorotea, que deseaba saber la causa de tan<br />

suave canto y de tan triste lloro. Y así, le volvió<br />

a preguntar qué era lo que le quería decir denantes.<br />

Entonces Clara, temerosa de que Luscinda<br />

no la oyese, abrazando estrechamente a<br />

Dorotea, puso su boca tan junto del oído de


Dorotea, que seguramente podía hablar sin ser<br />

de otro sentida, y así le dijo:<br />

-Este que canta, señora mía, es un hijo de un<br />

caballero natural del reino de Aragón, señor de<br />

dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de<br />

mi padre en la Corte; y, aunque mi padre tenía<br />

las ventanas de su casa con lienzos en el invierno<br />

y celosías en el verano, yo no sé lo que fue,<br />

ni lo que no, que este caballero, que andaba al<br />

estudio, me vio, ni sé si en la iglesia o en otra<br />

parte. Finalmente, él se enamoró de mí, y me lo<br />

dio a entender desde las ventanas de su casa<br />

con tantas señas y con tantas lágrimas, que yo<br />

le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que<br />

me quería. Entre las señas que me hacía, era<br />

una de juntarse la una mano con la otra,<br />

dándome a entender que se casaría conmigo; y,<br />

aunque yo me holgaría mucho de que ansí fuera,<br />

como sola y sin madre, no sabía con quién<br />

comunicallo, y así, lo dejé estar sin dalle otro<br />

favor si no era, cuando estaba mi padre fuera


de casa y el suyo también, alzar un poco el<br />

lienzo o la celosía y dejarme ver toda, de lo que<br />

él hacía tanta fiesta, que daba señales de volverse<br />

loco. Llegóse en esto el tiempo de la partida<br />

de mi padre, la cual él supo, y no de mí,<br />

pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a lo que<br />

yo entiendo, de pesadumbre; y así, el día que<br />

nos partimos nunca pude verle para despedirme<br />

dél, siquiera con los ojos. Pero, a cabo de<br />

dos días que caminábamos, al entrar de una<br />

posada, en un lugar una jornada de aquí, le vi a<br />

la puerta del mesón, puesto en hábito de mozo<br />

de mulas, tan al natural que si yo no le trujera<br />

tan retratado en mi alma fuera imposible conocelle.<br />

Conocíle, admiréme y alegréme; él me<br />

miró a hurto de mi padre, de quien él siempre<br />

se esconde cuando atraviesa por delante de mí<br />

en los caminos y en las posadas do llegamos; y,<br />

como yo sé quién es, y considero que por amor<br />

de mí viene a pie y con tanto trabajo, muérome<br />

de pesadumbre, y adonde él pone los pies pongo<br />

yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni


cómo ha podido escaparse de su padre, que le<br />

quiere estraordinariamente, porque no tiene<br />

otro heredero, y porque él lo merece, como lo<br />

verá vuestra merced cuando le vea. Y más le sé<br />

decir: que todo aquello que canta lo saca de su<br />

cabeza; que he oído decir que es muy gran estudiante<br />

y poeta. Y hay más: que cada vez que<br />

le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me sobresalto,<br />

temerosa de que mi padre le conozca y<br />

venga en conocimiento de nuestros deseos. En<br />

mi vida le he hablado palabra, y, con todo eso,<br />

le quiero de manera que no he de poder vivir<br />

sin él. Esto es, señora mía, todo lo que os puedo<br />

decir deste músico, cuya voz tanto os ha contentado;<br />

que en sola ella echaréis bien de ver<br />

que no es mozo de mulas, como decís, sino señor<br />

de almas y lugares, como yo os he dicho.<br />

-No digáis más, señora doña Clara -dijo a esta<br />

sazón Dorotea, y esto, besándola mil veces-; no<br />

digáis más, digo, y esperad que venga el nuevo<br />

día, que yo espero en Dios de encaminar de


manera vuestros negocios, que tengan el felice<br />

fin que tan honestos principios merecen.<br />

-¡Ay señora! -dijo doña Clara-, ¿qué fin se puede<br />

esperar, si su padre es tan principal y tan<br />

rico que le parecerá que aun yo no puedo ser<br />

criada de su hijo, cuanto más esposa? Pues casarme<br />

yo a hurto de mi padre, no lo haré por<br />

cuanto hay en el mundo. No querría sino que<br />

este mozo se volviese y me dejase; quizá con no<br />

velle y con la gran distancia del camino que<br />

llevamos se me aliviaría la pena que ahora llevo,<br />

aunque sé decir que este remedio que me<br />

imagino me ha de aprovechar bien poco. No sé<br />

qué diablos ha sido esto, ni por dónde se ha<br />

entrado este amor que le tengo, siendo yo tan<br />

muchacha y él tan muchacho, que en verdad<br />

que creo que somos de una edad mesma, y que<br />

yo no tengo cumplidos diez y seis años; que<br />

para el día de San Miguel que vendrá dice mi<br />

padre que los cumplo.


No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo cuán<br />

como niña hablaba doña Clara, a quien dijo:<br />

-Reposemos, señora, lo poco que creo queda de<br />

la noche, y amanecerá Dios y medraremos, o<br />

mal me andarán las manos.<br />

Sosegáronse con esto, y en toda la venta se<br />

guardaba un grande silencio; solamente no<br />

dormían la hija de la ventera y Maritornes, su<br />

criada, las cuales, como ya sabían el humor de<br />

que pecaba don <strong>Quijote</strong>, y que estaba fuera de<br />

la venta armado y a caballo haciendo la guarda,<br />

determinaron las dos de hacelle alguna burla,<br />

o, a lo menos, de pasar un poco el tiempo<br />

oyéndole sus disparates.<br />

Es, pues, el caso que en toda la venta no había<br />

ventana que saliese al campo, sino un agujero<br />

de un pajar, por donde echaban la paja por defuera.


A este agujero se pusieron las dos semidoncellas,<br />

y vieron que don <strong>Quijote</strong> estaba a caballo,<br />

recostado sobre su lanzón, dando de cuando en<br />

cuando tan dolientes y profundos suspiros que<br />

parecía, que con cada uno se le arrancaba el<br />

alma. Y asimesmo oyeron que decía con voz<br />

blanda, regalada y amorosa:<br />

-¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, estremo<br />

de toda hermosura, fin y remate de la discreción,<br />

archivo del mejor donaire, depósito de la<br />

honestidad, y, ultimadamente, idea de todo lo<br />

provechoso, honesto y deleitable que hay en el<br />

mundo! Y ¿qué fará agora la tu merced? ¿Si<br />

tendrás por ventura las mientes en tu cautivo<br />

caballero, que a tantos peligros, por sólo servirte,<br />

de su voluntad ha querido ponerse? Dame<br />

tú nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras!<br />

Quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando;<br />

que, o paseándose por alguna galería de<br />

sus suntuosos palacios, o ya puesta de pechos<br />

sobre algún balcón, está considerando cómo,


salva su honestidad y grandeza, ha de amansar<br />

la tormenta que por ella este mi cuitado corazón<br />

padece, qué gloria ha de dar a mis penas,<br />

qué sosiego a mi cuidado y, finalmente, qué<br />

vida a mi muerte y qué premio a mis servicios.<br />

Y tú, sol, que ya debes de estar apriesa ensillando<br />

tus caballos, por madrugar y salir a ver a<br />

mi señora, así como la veas, suplícote que de mi<br />

parte la saludes; pero guárdate que al verla y<br />

saludarla no le des paz en el rostro, que tendré<br />

más celos de ti que tú los tuviste de aquella<br />

ligera ingrata que tanto te hizo sudar y correr<br />

por los llanos de Tesalia, o por las riberas de<br />

Peneo, que no me acuerdo bien por dónde corriste<br />

entonces celoso y enamorado.<br />

A este punto llegaba entonces don <strong>Quijote</strong> en<br />

su tan lastimero razonamiento, cuando la hija<br />

de la ventera le comenzó a cecear y a decirle:<br />

-Señor mío, lléguese acá la vuestra merced si es<br />

servido.


A cuyas señas y voz volvió don <strong>Quijote</strong> la cabeza,<br />

y vio, a la luz de la luna, que entonces<br />

estaba en toda su claridad, cómo le llamaban<br />

del agujero que a él le pareció ventana, y aun<br />

con rejas doradas, como conviene que las tengan<br />

tan ricos castillos como él se imaginaba que<br />

era aquella venta; y luego en el instante se le<br />

representó en su loca imaginación que otra vez,<br />

como la pasada, la doncella fermosa, hija de la<br />

señora de aquel castillo, vencida de su amor,<br />

tornaba a solicitarle; y con este pensamiento,<br />

por no mostrarse descortés y desagradecido,<br />

volvió las riendas a Rocinante y se llegó al agujero,<br />

y, así como vio a las dos mozas, dijo:<br />

-Lástima os tengo, fermosa señora, de que<br />

hayades puesto vuestras amorosas mientes en<br />

parte donde no es posible corresponderos conforme<br />

merece vuestro gran valor y gentileza; de<br />

lo que no debéis dar culpa a este miserable andante<br />

caballero, a quien tiene amor imposibilitado<br />

de poder entregar su voluntad a otra que


aquella que, en el punto que sus ojos la vieron,<br />

la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme,<br />

buena señora, y recogeos en vuestro aposento,<br />

y no queráis, con significarme más vuestros<br />

deseos, que yo me muestre más desagradecido;<br />

y si del amor que me tenéis halláis en mí<br />

otra cosa con que satisfaceros, que el mismo<br />

amor no sea, pedídmela; que yo os juro, por<br />

aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla<br />

en continente, si bien me pidiésedes una guedeja<br />

de los cabellos de Medusa, que eran todos<br />

culebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados<br />

en una redoma.<br />

-No ha menester nada deso mi señora, señor<br />

caballero -dijo a este punto Maritornes.<br />

-Pues, ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra<br />

señora? -respondió don <strong>Quijote</strong>.<br />

-Sola una de vuestras hermosas manos -dijo<br />

Maritornes-, por poder deshogar con ella el<br />

gran deseo que a este agujero la ha traído, tan a


peligro de su honor que si su señor padre la<br />

hubiera sentido, la menor tajada della fuera la<br />

oreja.<br />

-¡Ya quisiera yo ver eso! -respondió don <strong>Quijote</strong>-;<br />

pero él se guardará bien deso, si ya no quiere<br />

hacer el más desastrado fin que padre hizo<br />

en el mundo, por haber puesto las manos en los<br />

delicados miembros de su enamorada hija.<br />

Parecióle a Maritornes que sin duda don <strong>Quijote</strong><br />

daría la mano que le habían pedido, y, proponiendo<br />

en su pensamiento lo que había de<br />

hacer, se bajó del agujero y se fue a la caballeriza,<br />

donde tomó el cabestro del jumento de Sancho<br />

Panza, y con mucha presteza se volvió a su<br />

agujero, a tiempo que don <strong>Quijote</strong> se había<br />

puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por<br />

alcanzar a la ventana enrejada, donde se imaginaba<br />

estar la ferida doncella; y, al darle la mano,<br />

dijo:


-Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir,<br />

ese verdugo de los malhechores del mundo;<br />

tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado<br />

otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que<br />

tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os<br />

la doy para que la beséis, sino para que miréis<br />

la contestura de sus nervios, la trabazón de sus<br />

músculos, la anchura y espaciosidad de sus<br />

venas; de donde sacaréis qué tal debe de ser la<br />

fuerza del brazo que tal mano tiene.<br />

-Ahora lo veremos -dijo Maritornes.<br />

Y, haciendo una lazada corrediza al cabestro, se<br />

la echó a la muñeca, y, bajándose del agujero,<br />

ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del<br />

pajar muy fuertemente. <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong>, que sintió<br />

la aspereza del cordel en su muñeca, dijo:<br />

-Más parece que vuestra merced me ralla que<br />

no que me regala la mano; no la tratéis tan mal,<br />

pues ella no tiene la culpa del mal que mi vo-


luntad os hace, ni es bien que en tan poca parte<br />

venguéis el todo de vuestro enojo.<br />

Mirad que quien quiere bien no se venga tan<br />

mal.<br />

Pero todas estas razones de don <strong>Quijote</strong> ya no<br />

las escuchaba nadie, porque, así como Maritornes<br />

le ató, ella y la otra se fueron, muertas de<br />

risa, y le dejaron asido de manera que fue imposible<br />

soltarse.<br />

Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre<br />

Rocinante, metido todo el brazo por el agujero<br />

y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta,<br />

con grandísimo temor y cuidado, que si Rocinante<br />

se desviaba a un cabo o a otro, había de<br />

quedar colgado del brazo; y así, no osaba hacer<br />

movimiento alguno, puesto que de la paciencia<br />

y quietud de Rocinante bien se podía esperar<br />

que estaría sin moverse un siglo entero.


En resolución, viéndose don <strong>Quijote</strong> atado, y<br />

que ya las damas se habían ido, se dio a imaginar<br />

que todo aquello se hacía por vía de encantamento,<br />

como la vez pasada, cuando en aquel<br />

mesmo castillo le molió aquel moro encantado<br />

del arriero; y maldecía entre sí su poca discreción<br />

y discurso, pues, habiendo salido tan mal<br />

la vez primera de aquel castillo, se había aventurado<br />

a entrar en él la segunda, siendo advertimiento<br />

de caballeros andantes que, cuando<br />

han probado una aventura y no salido bien con<br />

ella, es señal que no está para ellos guardada,<br />

sino para otros; y así, no tienen necesidad de<br />

probarla segunda vez. Con todo esto, tiraba de<br />

su brazo, por ver si podía soltarse; mas él estaba<br />

tan bien asido, que todas sus pruebas fueron<br />

en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento,<br />

porque Rocinante no se moviese; y, aunque él<br />

quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía<br />

sino estar en pie, o arrancarse la mano.


Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra<br />

quien no tenía fuerza de encantamento alguno;<br />

allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue<br />

el exagerar la falta que haría en el mundo su<br />

presencia el tiempo que allí estuviese encantado,<br />

que sin duda alguna se había creído que lo<br />

estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida<br />

Dulcinea del Toboso; allí fue el llamar a su<br />

buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en<br />

sueño y tendido sobre el albarda de su jumento,<br />

no se acordaba en aquel instante de la madre<br />

que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo<br />

y Alquife, que le ayudasen; allí invocó a<br />

su buena amiga Urganda, que le socorriese, y,<br />

finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado<br />

y confuso que bramaba como un toro;<br />

porque no esperaba él que con el día se remediara<br />

su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose<br />

por encantado. Y hacíale creer esto<br />

ver que Rocinante poco ni mucho se movía, y<br />

creía que de aquella suerte, sin comer ni beber<br />

ni dormir, habían de estar él y su caballo, hasta


que aquel mal influjo de las estrellas se pasase,<br />

o hasta que otro más sabio encantador le desencantase.<br />

Pero engañóse mucho en su creencia, porque,<br />

apenas comenzó a amanecer, cuando llegaron a<br />

la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien<br />

puestos y aderezados, con sus escopetas sobre<br />

los arzones. Llamaron a la puerta de la venta,<br />

que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo<br />

cual, visto por don <strong>Quijote</strong> desde donde aún no<br />

dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante<br />

y alta dijo:<br />

-Caballeros, o escuderos, o quienquiera que<br />

seáis: no tenéis para qué llamar a las puertas<br />

deste castillo; que asaz de claro está que a tales<br />

horas, o los que están dentro duermen, o no<br />

tienen por costumbre de abrirse las fortalezas<br />

hasta que el sol esté tendido por todo el suelo.<br />

Desviaos afuera, y esperad que aclare el día, y<br />

entonces veremos si será justo o no que os<br />

abran.


-¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste -dijo<br />

uno-, para obligarnos a guardar esas ceremonias?<br />

Si sois el ventero, mandad que nos abran,<br />

que somos caminantes que no queremos más<br />

de dar cebada a nuestras cabalgaduras y pasar<br />

adelante, porque vamos de priesa.<br />

-¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de<br />

ventero? -respondió don <strong>Quijote</strong>.<br />

-No sé de qué tenéis talle -respondió el otro-,<br />

pero sé que decís disparates en llamar castillo a<br />

esta venta.<br />

-Castillo es -replicó don <strong>Quijote</strong>-, y aun de los<br />

mejores de toda esta provincia; y gente tiene<br />

dentro que ha tenido cetro en la mano y corona<br />

en la cabeza.<br />

-Mejor fuera al revés -dijo el caminante-: el cetro<br />

en la cabeza y la corona en la mano. Y será,<br />

si a mano viene, que debe de estar dentro alguna<br />

compañía de representantes, de los cuales es


tener a menudo esas coronas y cetros que decís,<br />

porque en una venta tan pequeña, y adonde se<br />

guarda tanto silencio como ésta, no creo yo que<br />

se alojan personas dignas de corona y cetro.<br />

-Sabéis poco del mundo -replicó don <strong>Quijote</strong>-,<br />

pues ignoráis los casos que suelen acontecer en<br />

la caballería andante.<br />

Cansábanse los compañeros que con el preguntante<br />

venían del coloquio que con don <strong>Quijote</strong><br />

pasaba, y así, tornaron a llamar con grande<br />

furia; y fue de modo que el ventero despertó, y<br />

aun todos cuantos en la venta estaban; y así, se<br />

levantó a preguntar quién llamaba. Sucedió en<br />

este tiempo que una de las cabalgaduras en que<br />

venían los cuatro que llamaban se llegó a oler a<br />

Rocinante, que, melancólico y triste, con las<br />

orejas caídas, sostenía sin moverse a su estirado<br />

señor; y como, en fin, era de carne, aunque parecía<br />

de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar<br />

a oler a quien le llegaba a hacer caricias; y<br />

así, no se hubo movido tanto cuanto, cuando se


desviaron los juntos pies de don <strong>Quijote</strong>, y,<br />

resbalando de la silla, dieran con él en el suelo,<br />

a no quedar colgado del brazo: cosa que le<br />

causó tanto dolor que creyó o que la muñeca le<br />

cortaban, o que el brazo se le arrancaba; porque<br />

él quedó tan cerca del suelo que con los estremos<br />

de las puntas de los pies besaba la tierra,<br />

que era en su perjuicio, porque, como sentía lo<br />

poco que le faltaba para poner las plantas en la<br />

tierra, fatigábase y estirábase cuanto podía por<br />

alcanzar al suelo: bien así como los que están en<br />

el tormento de la garrucha, puestos a toca, no<br />

toca, que ellos mesmos son causa de acrecentar<br />

su dolor, con el ahínco que ponen en estirarse,<br />

engañados de la esperanza que se les representa,<br />

que con poco más que se estiren llegarán al<br />

suelo.


Capítulo XLIV<br />

<strong>Don</strong>de se prosiguen los inauditos sucesos de<br />

la venta<br />

En efeto, fueron tantas las voces que don <strong>Quijote</strong><br />

dio, que, abriendo de presto las puertas de la<br />

venta, salió el ventero, despavorido, a ver quién<br />

tales gritos daba, y los que estaban fuera hicieron<br />

lo mesmo. Maritornes, que ya había despertado<br />

a las mismas voces, imaginando lo que<br />

podía ser, se fue al pajar y desató, sin que nadie<br />

lo viese, el cabestro que a don <strong>Quijote</strong> sostenía,<br />

y él dio luego en el suelo, a vista del ventero y<br />

de los caminantes, que, llegándose a él, le preguntaron<br />

qué tenía, que tales voces daba. Él, sin<br />

responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca,<br />

y, levantándose en pie, subió sobre Rocinante,<br />

embrazó su adarga, enristró su lanzón, y,<br />

tomando buena parte del campo, volvió a medio<br />

galope, diciendo:


-Cualquiera que dijere que yo he sido con justo<br />

título encantado, como mi señora la princesa<br />

Micomicona me dé licencia para ello, yo le<br />

desmiento, le rieto y desafío a singular batalla.<br />

Admirados se quedaron los nuevos caminantes<br />

de las palabras de don <strong>Quijote</strong>, pero el ventero<br />

les quitó de aquella admiración, diciéndoles<br />

que era don <strong>Quijote</strong>, y que no había que hacer<br />

caso dél, porque estaba fuera de juicio. Preguntáronle<br />

al ventero si acaso había llegado a<br />

aquella venta un muchacho de hasta edad de<br />

quince años, que venía vestido como mozo de<br />

mulas, de tales y tales señas, dando las mesmas<br />

que traía el amante de doña Clara. El ventero<br />

respondió que había tanta gente en la venta,<br />

que no había echado de ver en el que preguntaban.<br />

Pero, habiendo visto uno dellos el coche<br />

donde había venido el oidor, dijo:<br />

-Aquí debe de estar sin duda, porque éste es el<br />

coche que él dicen que sigue; quédese uno de<br />

nosotros a la puerta y entren los demás a bus-


carle; y aun sería bien que uno de nosotros rodease<br />

toda la venta, porque no se fuese por las<br />

bardas de los corrales.<br />

-Así se hará -respondió uno dellos.<br />

Y, entrándose los dos dentro, uno se quedó a la<br />

puerta y el otro se fue a rodear la venta; todo lo<br />

cual veía el ventero, y no sabía atinar para qué<br />

se hacían aquellas diligencias, puesto que bien<br />

creyó que buscaban aquel mozo cuyas señas le<br />

habían dado.<br />

Ya a esta sazón aclaraba el día; y, así por esto<br />

como por el ruido que don <strong>Quijote</strong> había hecho,<br />

estaban todos despiertos y se levantaban, especialmente<br />

doña Clara y Dorotea, que la una con<br />

sobresalto de tener tan cerca a su amante, y la<br />

otra con el deseo de verle, habían podido dormir<br />

bien mal aquella noche. <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong>, que<br />

vio que ninguno de los cuatro caminantes hacía<br />

caso dél, ni le respondían a su demanda, moría<br />

y rabiaba de despecho y saña; y si él hallara en


las ordenanzas de su caballería que lícitamente<br />

podía el caballero andante tomar y emprender<br />

otra empresa, habiendo dado su palabra y fe de<br />

no ponerse en ninguna hasta acabar la que había<br />

prometido, él embistiera con todos, y les<br />

hiciera responder mal de su grado. Pero, por<br />

parecerle no convenirle ni estarle bien comenzar<br />

nueva empresa hasta poner a Micomicona<br />

en su reino, hubo de callar y estarse quedo,<br />

esperando a ver en qué paraban las diligencias<br />

de aquellos caminantes; uno de los cuales halló<br />

al mancebo que buscaba, durmiendo al lado de<br />

un mozo de mulas, bien descuidado de que<br />

nadie ni le buscase, ni menos de que le hallase.<br />

El hombre le trabó del brazo y le dijo:<br />

-Por cierto, señor don Luis, que responde bien a<br />

quien vos sois el hábito que tenéis, y que dice<br />

bien la cama en que os hallo al regalo con que<br />

vuestra madre os crió.<br />

Limpióse el mozo los soñolientos ojos y miró de<br />

espacio al que le tenía asido, y luego conoció


que era criado de su padre, de que recibió tal<br />

sobresalto, que no acertó o no pudo hablarle<br />

palabra por un buen espacio. Y el criado prosiguió<br />

diciendo:<br />

-Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don<br />

Luis, sino prestar paciencia y dar la vuelta a<br />

casa, si ya vuestra merced no gusta que su padre<br />

y mi señor la dé al otro mundo, porque no<br />

se puede esperar otra cosa de la pena con que<br />

queda por vuestra ausencia.<br />

-Pues, ¿cómo supo mi padre -dijo don Luis- que<br />

yo venía este camino y en este traje?<br />

-Un estudiante -respondió el criado- a quien<br />

distes cuenta de vuestros pensamientos fue el<br />

que lo descubrió, movido a lástima de las que<br />

vio que hacía vuestro padre al punto que os<br />

echó de menos; y así, despachó a cuatro de sus<br />

criados en vuestra busca, y todos estamos aquí<br />

a vuestro servicio, más contentos de lo que<br />

imaginar se puede, por el buen despacho con


que tornaremos, llevándoos a los ojos que tanto<br />

os quieren.<br />

-Eso será como yo quisiere, o como el cielo lo<br />

ordenare -respondió don Luis.<br />

-¿Qué habéis de querer, o qué ha de ordenar el<br />

cielo, fuera de consentir en volveros?; porque<br />

no ha de ser posible otra cosa.<br />

Todas estas razones que entre los dos pasaban<br />

oyó el mozo de mulas junto a quien don Luis<br />

estaba; y, levantándose de allí, fue a decir lo<br />

que pasaba a don Fernando y a Cardenio, y a<br />

los demás, que ya vestido se habían; a los cuales<br />

dijo cómo aquel hombre llamaba de don a<br />

aquel muchacho, y las razones que pasaban, y<br />

cómo le quería volver a casa de su padre, y el<br />

mozo no quería. Y con esto, y con lo que dél<br />

sabían de la buena voz que el cielo le había dado,<br />

vinieron todos en gran deseo de saber más<br />

particularmente quién era, y aun de ayudarle si<br />

alguna fuerza le quisiesen hacer; y así, se fue-


on hacia la parte donde aún estaba hablando y<br />

porfiando con su criado.<br />

Salía en esto Dorotea de su aposento, y tras ella<br />

doña Clara, toda turbada; y, llamando Dorotea<br />

a Cardenio aparte, le contó en breves razones la<br />

historia del músico y de doña Clara, a quien él<br />

también dijo lo que pasaba de la venida a buscarle<br />

los criados de su padre, y no se lo dijo tan<br />

callando que lo dejase de oír Clara; de lo que<br />

quedó tan fuera de sí que, si Dorotea no llegara<br />

a tenerla, diera consigo en el suelo. Cardenio<br />

dijo a Dorotea que se volviesen al aposento,<br />

que él procuraría poner remedio en todo, y<br />

ellas lo hicieron.<br />

Ya estaban todos los cuatro que venían a buscar<br />

a don Luis dentro de la venta y rodeados dél,<br />

persuadiéndole que luego, sin detenerse un<br />

punto, volviese a consolar a su padre. Él respondió<br />

que en ninguna manera lo podía hacer<br />

hasta dar fin a un negocio en que le iba la vida,<br />

la honra y el alma.


Apretáronle entonces los criados, diciéndole<br />

que en ningún modo volverían sin él, y que le<br />

llevarían, quisiese o no quisiese.<br />

-Eso no haréis vosotros -replicó don Luis-, si no<br />

es llevándome muerto; aunque, de cualquiera<br />

manera que me llevéis, será llevarme sin vida.<br />

Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos<br />

los más que en la venta estaban, especialmente<br />

Cardenio, don Fernando, sus camaradas,<br />

el oidor, el cura, el barbero y don <strong>Quijote</strong>, que<br />

ya le pareció que no había necesidad de guardar<br />

más el castillo. Cardenio, como ya sabía la<br />

historia del mozo, preguntó a los que llevarle<br />

querían que qué les movía a querer llevar contra<br />

su voluntad aquel muchacho.<br />

-Muévenos -respondió uno de los cuatro- dar la<br />

vida a su padre, que por la ausencia deste caballero<br />

queda a peligro de perderla.<br />

A esto dijo don Luis:


-No hay para qué se dé cuenta aquí de mis cosas:<br />

yo soy libre, y volveré si me diere gusto, y<br />

si no, ninguno de vosotros me ha de hacer<br />

fuerza.<br />

-Harásela a vuestra merced la razón -respondió<br />

el hombre-; y, cuando ella no bastare con vuestra<br />

merced, bastará con nosotros para hacer a lo<br />

que venimos y lo que somos obligados.<br />

-Sepamos qué es esto de raíz -dijo a este tiempo<br />

el oidor.<br />

Pero el hombre, que lo conoció, como vecino de<br />

su casa, respondió:<br />

-¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a este<br />

caballero, que es el hijo de su vecino, el cual se<br />

ha ausentado de casa de su padre en el hábito<br />

tan indecente a su calidad como vuestra merced<br />

puede ver?


Miróle entonces el oidor más atentamente y<br />

conocióle; y, abrazándole, dijo:<br />

-¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis, o qué<br />

causas tan poderosas, que os hayan movido a<br />

venir desta manera, y en este traje, que dice tan<br />

mal con la calidad vuestra?<br />

Al mozo se le vinieron las lágrimas a los ojos, y<br />

no pudo responder palabra. El oidor dijo a los<br />

cuatro que se sosegasen, que todo se haría bien;<br />

y, tomando por la mano a don Luis, le apartó a<br />

una parte y le preguntó qué venida había sido<br />

aquélla.<br />

Y, en tanto que le hacía esta y otras preguntas,<br />

oyeron grandes voces a la puerta de la venta, y<br />

era la causa dellas que dos huéspedes que<br />

aquella noche habían alojado en ella, viendo a<br />

toda la gente ocupada en saber lo que los cuatro<br />

buscaban, habían intentado a irse sin pagar<br />

lo que debían; mas el ventero, que atendía más<br />

a su negocio que a los ajenos, les asió al salir de


la puerta y pidió su paga, y les afeó su mala<br />

intención con tales palabras, que les movió a<br />

que le respondiesen con los puños; y así, le comenzaron<br />

a dar tal mano, que el pobre ventero<br />

tuvo necesidad de dar voces y pedir socorro. La<br />

ventera y su hija no vieron a otro más desocupado<br />

para poder socorrerle que a don <strong>Quijote</strong>, a<br />

quien la hija de la ventera dijo:<br />

-Socorra vuestra merced, señor caballero, por la<br />

virtud que Dios le dio, a mi pobre padre, que<br />

dos malos hombres le están moliendo como a<br />

cibera.<br />

A lo cual respondió don <strong>Quijote</strong>, muy de espacio<br />

y con mucha flema:<br />

-Fermosa doncella, no ha lugar por ahora vuestra<br />

petición, porque estoy impedido de entremeterme<br />

en otra aventura en tanto que no diere<br />

cima a una en que mi palabra me ha puesto.<br />

Mas lo que yo podré hacer por serviros es lo<br />

que ahora diré: corred y decid a vuestro padre


que se entretenga en esa batalla lo mejor que<br />

pudiere, y que no se deje vencer en ningún<br />

modo, en tanto que yo pido licencia a la princesa<br />

Micomicona para poder socorrerle en su<br />

cuita; que si ella me la da, tened por cierto que<br />

yo le sacaré della.<br />

-¡Pecadora de mí! -dijo a esto Maritornes, que<br />

estaba delante-: primero que vuestra merced<br />

alcance esa licencia que dice, estará ya mi señor<br />

en el otro mundo.<br />

-Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia<br />

que digo -respondió don <strong>Quijote</strong>-; que, como<br />

yo la tenga, poco hará al caso que él esté en el<br />

otro mundo; que de allí le sacaré a pesar del<br />

mismo mundo que lo contradiga; o, por lo menos,<br />

os daré tal venganza de los que allá le<br />

hubieren enviado, que quedéis más que medianamente<br />

satisfechas.<br />

Y sin decir más se fue a poner de hinojos ante<br />

Dorotea, pidiéndole con palabras caballerescas


y andantescas que la su grandeza fuese servida<br />

de darle licencia de acorrer y socorrer al castellano<br />

de aquel castillo, que estaba puesto en<br />

una grave mengua. La princesa se la dio de<br />

buen talante, y él luego, embrazando su adarga<br />

y poniendo mano a su espada, acudió a la puerta<br />

de la venta, adonde aún todavía traían los<br />

dos huéspedes a mal traer al ventero; pero, así<br />

como llegó, embazó y se estuvo quedo, aunque<br />

Maritornes y la ventera le decían que en qué se<br />

detenía, que socorriese a su señor y marido.<br />

-Deténgome -dijo don <strong>Quijote</strong>- porque no me es<br />

lícito poner mano a la espada contra gente escuderil;<br />

pero llamadme aquí a mi escudero<br />

Sancho, que a él toca y atañe esta defensa y<br />

venganza.<br />

Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella<br />

andaban las puñadas y mojicones muy en su<br />

punto, todo en daño del ventero y en rabia de<br />

Maritornes, la ventera y su hija, que se desespe-


aban de ver la cobardía de don <strong>Quijote</strong>, y de lo<br />

mal que lo pasaba su marido, señor y padre.<br />

Pero dejémosle aquí, que no faltará quien le<br />

socorra, o si no, sufra y calle el que se atreve a<br />

más de a lo que sus fuerzas le prometen, y<br />

volvámonos atrás cincuenta pasos, a ver qué<br />

fue lo que don Luis respondió al oidor, que le<br />

dejamos aparte, preguntándole la causa de su<br />

venida a pie y de tan vil traje vestido. A lo cual<br />

el mozo, asiéndole fuertemente de las manos,<br />

como en señal de que algún gran dolor le apretaba<br />

el corazón, y derramando lágrimas en<br />

grande abundancia, le dijo:<br />

-Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino que<br />

desde el punto que quiso el cielo y facilitó nuestra<br />

vecindad que yo viese a mi señora doña<br />

Clara, hija vuestra y señora mía, desde aquel<br />

instante la hice dueño de mi voluntad; y si la<br />

vuestra, verdadero señor y padre mío, no lo<br />

impide, en este mesmo día ha de ser mi esposa.<br />

Por ella dejé la casa de mi padre, y por ella me


puse en este traje, para seguirla dondequiera<br />

que fuese, como la saeta al blanco, o como el<br />

marinero al norte. Ella no sabe de mis deseos<br />

más de lo que ha podido entender de algunas<br />

veces que desde lejos ha visto llorar mis ojos.<br />

Ya, señor, sabéis la riqueza y la nobleza de mis<br />

padres, y como yo soy su único heredero: si os<br />

parece que éstas son partes para que os aventuréis<br />

a hacerme en todo venturoso, recebidme<br />

luego por vuestro hijo; que si mi padre, llevado<br />

de otros disignios suyos, no gustare deste bien<br />

que yo supe buscarme, más fuerza tiene el<br />

tiempo para deshacer y mudar las cosas que las<br />

humanas voluntades.<br />

Calló, en diciendo esto, el enamorado mancebo,<br />

y el oidor quedó en oírle suspenso, confuso y<br />

admirado, así de haber oído el modo y la discreción<br />

con que don Luis le había descubierto<br />

su pensamiento, como de verse en punto que<br />

no sabía el que poder tomar en tan repentino y<br />

no esperado negocio; y así, no respondió otra


cosa sino que se sosegase por entonces, y entretuviese<br />

a sus criados, que por aquel día no le<br />

volviesen, porque se tuviese tiempo para considerar<br />

lo que mejor a todos estuviese. Besóle<br />

las manos por fuerza don Luis, y aun se las<br />

bañó con lágrimas, cosa que pudiera enternecer<br />

un corazón de mármol, no sólo el del oidor,<br />

que, como discreto, ya había conocido cuán<br />

bien le estaba a su hija aquel matrimonio; puesto<br />

que, si fuera posible, lo quisiera efetuar con<br />

voluntad del padre de don Luis, del cual sabía<br />

que pretendía hacer de título a su hijo.<br />

Ya a esta sazón estaban en paz los huéspedes<br />

con el ventero, pues, por persuasión y buenas<br />

razones de don <strong>Quijote</strong>, más que por amenazas,<br />

le habían pagado todo lo que él quiso, y los<br />

criados de don Luis aguardaban el fin de la<br />

plática del oidor y la resolución de su amo,<br />

cuando el demonio, que no duerme, ordenó<br />

que en aquel mesmo punto entró en la venta el<br />

barbero a quien don <strong>Quijote</strong> quitó el yelmo de


Mambrino y Sancho Panza los aparejos del asno,<br />

que trocó con los del suyo; el cual barbero,<br />

llevando su jumento a la caballeriza, vio a Sancho<br />

Panza que estaba aderezando no sé qué de<br />

la albarda, y así como la vio la conoció, y se<br />

atrevió a arremeter a Sancho, diciendo:<br />

-¡Ah don ladrón, que aquí os tengo! ¡Venga mi<br />

bacía y mi albarda, con todos mis aparejos que<br />

me robastes!<br />

Sancho, que se vio acometer tan de improviso y<br />

oyó los vituperios que le decían, con la una<br />

mano asió de la albarda, y con la otra dio un<br />

mojicón al barbero que le bañó los dientes en<br />

sangre; pero no por esto dejó el barbero la presa<br />

que tenía hecha en el albarda; antes, alzó la voz<br />

de tal manera que todos los de la venta acudieron<br />

al ruido y pendencia, y decía:<br />

-¡Aquí del rey y de la justicia, que, sobre cobrar<br />

mi hacienda, me quiere matar este ladrón salteador<br />

de caminos!


-Mentís -respondió Sancho-, que yo no soy salteador<br />

de caminos; que en buena guerra ganó<br />

mi señor don <strong>Quijote</strong> estos despojos.<br />

Ya estaba don <strong>Quijote</strong> delante, con mucho contento<br />

de ver cuán bien se defendía y ofendía su<br />

escudero, y túvole desde allí adelante por<br />

hombre de pro, y propuso en su corazón de<br />

armalle caballero en la primera ocasión que se<br />

le ofreciese, por parecerle que sería en él bien<br />

empleada la orden de la caballería. Entre otras<br />

cosas que el barbero decía en el discurso de la<br />

pendencia, vino a decir:<br />

-Señores, así esta albarda es mía como la muerte<br />

que debo a Dios, y así la conozco como si la<br />

hubiera parido; y ahí está mi asno en el establo,<br />

que no me dejará mentir; si no, pruébensela, y<br />

si no le viniere pintiparada, yo quedaré por<br />

infame. Y hay más: que el mismo día que ella se<br />

me quitó, me quitaron también una bacía de<br />

azófar nueva, que no se había estrenado, que<br />

era señora de un escudo.


Aquí no se pudo contener don <strong>Quijote</strong> sin responder:<br />

y, poniéndose entre los dos y apartándoles,<br />

depositando la albarda en el suelo, que la<br />

tuviese de manifiesto hasta que la verdad se<br />

aclarase, dijo:<br />

-¡Porque vean vuestras mercedes clara y manifiestamente<br />

el error en que está este buen escudero,<br />

pues llama bacía a lo que fue, es y será<br />

yelmo de Mambrino, el cual se lo quité yo en<br />

buena guerra, y me hice señor dél con ligítima<br />

y lícita posesión! En lo del albarda no me entremeto,<br />

que lo que en ello sabré decir es que<br />

mi escudero Sancho me pidió licencia para quitar<br />

los jaeces del caballo deste vencido cobarde,<br />

y con ellos adornar el suyo; yo se la di, y él los<br />

tomó, y, de haberse convertido de jaez en albarda,<br />

no sabré dar otra razón si no es la ordinaria:<br />

que como esas transformaciones se ven<br />

en los sucesos de la caballería; para confirmación<br />

de lo cual, corre, Sancho hijo, y saca aquí el<br />

yelmo que este buen hombre dice ser bacía.


-¡Pardiez, señor -dijo Sancho-, si no tenemos<br />

otra prueba de nuestra intención que la que<br />

vuestra merced dice, tan bacía es el yelmo de<br />

Malino como el jaez deste buen hombre albarda!<br />

-Haz lo que te mando -replicó don <strong>Quijote</strong>-, que<br />

no todas las cosas deste castillo han de ser<br />

guiadas por encantamento.<br />

Sancho fue a do estaba la bacía y la trujo; y, así<br />

como don <strong>Quijote</strong> la vio, la tomó en las manos<br />

y dijo:<br />

-Miren vuestras mercedes con qué cara podía<br />

decir este escudero que ésta es bacía, y no el<br />

yelmo que yo he dicho; y juro por la orden de<br />

caballería que profeso que este yelmo fue el<br />

mismo que yo le quité, sin haber añadido en él<br />

ni quitado cosa alguna.<br />

-En eso no hay duda -dijo a esta sazón Sancho-,<br />

porque desde que mi señor le ganó hasta agora


no ha hecho con él más de una batalla, cuando<br />

libró a los sin ventura encadenados; y si no fuera<br />

por este baciyelmo, no lo pasara entonces<br />

muy bien, porque hubo asaz de pedradas en<br />

aquel trance.


Capítulo XLV<br />

<strong>Don</strong>de se acaba de averiguar la duda del yelmo<br />

de Mambrino y de la albarda, y otras aventuras<br />

sucedidas, con toda verdad<br />

-¿Qué les parece a vuestras mercedes, señores -<br />

dijo el barbero-, de lo que afirman estos gentiles<br />

hombres, pues aún porfían que ésta no es bacía,<br />

sino yelmo?<br />

-Y quien lo contrario dijere -dijo don <strong>Quijote</strong>-,<br />

le haré yo conocer que miente, si fuere caballero,<br />

y si escudero, que remiente mil veces.<br />

Nuestro barbero, que a todo estaba presente,<br />

como tenía tan bien conocido el humor de don<br />

<strong>Quijote</strong>, quiso esforzar su desatino y llevar adelante<br />

la burla para que todos riesen, y dijo,<br />

hablando con el otro barbero:<br />

-Señor barbero, o quien sois, sabed que yo también<br />

soy de vuestro oficio, y tengo más ha de


veinte años carta de examen, y conozco muy<br />

bien de todos los instrumentos de la barbería,<br />

sin que le falte uno; y ni más ni menos fui un<br />

tiempo en mi mocedad soldado, y sé también<br />

qué es yelmo, y qué es morrión, y celada de<br />

encaje, y otras cosas tocantes a la milicia, digo,<br />

a los géneros de armas de los soldados; y digo,<br />

salvo mejor parecer, remitiéndome siempre al<br />

mejor entendimiento, que esta pieza que está<br />

aquí delante y que este buen señor tiene en las<br />

manos, no sólo no es bacía de barbero, pero<br />

está tan lejos de serlo como está lejos lo blanco<br />

de lo negro y la verdad de la mentira; también<br />

digo que éste, aunque es yelmo, no es yelmo<br />

entero.<br />

-No, por cierto -dijo don <strong>Quijote</strong>-, porque le<br />

falta la mitad, que es la babera.<br />

-Así es -dijo el cura, que ya había entendido la<br />

intención de su amigo el barbero.


Y lo mismo confirmó Cardenio, don Fernando<br />

y sus camaradas; y aun el oidor, si no estuviera<br />

tan pensativo con el negocio de don Luis, ayudara,<br />

por su parte, a la burla; pero las veras de<br />

lo que pensaba le tenían tan suspenso, que poco<br />

o nada atendía a aquellos donaires.<br />

-¡Válame Dios! -dijo a esta sazón el barbero<br />

burlado-; ¿que es posible que tanta gente honrada<br />

diga que ésta no es bacía, sino yelmo? Cosa<br />

parece ésta que puede poner en admiración a<br />

toda una Universidad, por discreta que sea.<br />

Basta: si es que esta bacía es yelmo, también<br />

debe de ser esta albarda jaez de caballo, como<br />

este señor ha dicho.<br />

-A mí albarda me parece -dijo don <strong>Quijote</strong>-,<br />

pero ya he dicho que en eso no me entremeto.<br />

-De que sea albarda o jaez -dijo el cura- no está<br />

en más de decirlo el señor don <strong>Quijote</strong>; que en<br />

estas cosas de la caballería todos estos señores y<br />

yo le damos la ventaja.


-Por Dios, señores míos -dijo don <strong>Quijote</strong>-, que<br />

son tantas y tan estrañas las cosas que en este<br />

castillo, en dos veces que en él he alojado, me<br />

han sucedido, que no me atreva a decir afirmativamente<br />

ninguna cosa de lo que acerca de lo<br />

que en él se contiene se preguntare, porque<br />

imagino que cuanto en él se trata va por vía de<br />

encantamento. La primera vez me fatigó mucho<br />

un moro encantado que en él hay, y a Sancho<br />

no le fue muy bien con otros sus secuaces; y<br />

anoche estuve colgado deste brazo casi dos<br />

horas, sin saber cómo ni cómo no vine a caer en<br />

aquella desgracia. Así que, ponerme yo agora<br />

en cosa de tanta confusión a dar mi parecer,<br />

será caer en juicio temerario.<br />

En lo que toca a lo que dicen que ésta es bacía,<br />

y no yelmo, ya yo tengo respondido; pero, en lo<br />

de declarar si ésa es albarda o jaez, no me atrevo<br />

a dar sentencia difinitiva: sólo lo dejo al<br />

buen parecer de vuestras mercedes. Quizá por<br />

no ser armados caballeros, como yo lo soy, no


tendrán que ver con vuestras mercedes los encantamentos<br />

deste lugar, y tendrán los entendimientos<br />

libres, y podrán juzgar de las cosas<br />

deste castillo como ellas son real y verdaderamente,<br />

y no como a mí me parecían.<br />

-No hay duda -respondió a esto don Fernando-,<br />

sino que el señor don <strong>Quijote</strong> ha dicho muy<br />

bien hoy que a nosotros toca la difinición deste<br />

caso; y, porque vaya con más fundamento, yo<br />

tomaré en secreto los votos destos señores, y de<br />

lo que resultare daré entera y clara noticia.<br />

Para aquellos que la tenían del humor de don<br />

<strong>Quijote</strong>, era todo esto materia de grandísima<br />

risa; pero, para los que le ignoraban, les parecía<br />

el mayor disparate del mundo, especialmente a<br />

los cuatro criados de don Luis, y a don Luis ni<br />

más ni menos, y a otros tres pasajeros que acaso<br />

habían llegado a la venta, que tenían parecer de<br />

ser cuadrilleros, como, en efeto, lo eran. Pero el<br />

que más se desesperaba era el barbero, cuya<br />

bacía, allí delante de sus ojos, se le había vuelto


en yelmo de Mambrino, y cuya albarda pensaba<br />

sin duda alguna que se le había de volver en<br />

jaez rico de caballo; y los unos y los otros se<br />

reían de ver cómo andaba don Fernando tomando<br />

los votos de unos en otros, hablándolos<br />

al oído para que en secreto declarasen si era<br />

albarda o jaez aquella joya sobre quien tanto se<br />

había peleado. Y, después que hubo tomado los<br />

votos de aquellos que a don <strong>Quijote</strong> conocían,<br />

dijo en alta voz:<br />

-El caso es, buen hombre, que ya yo estoy cansado<br />

de tomar tantos pareceres, porque veo que<br />

a ninguno pregunto lo que deseo saber que no<br />

me diga que es disparate el decir que ésta sea<br />

albarda de jumento, sino jaez de caballo, y aun<br />

de caballo castizo; y así, habréis de tener paciencia,<br />

porque, a vuestro pesar y al de vuestro<br />

asno, éste es jaez y no albarda, y vos habéis<br />

alegado y probado muy mal de vuestra parte.<br />

-No la tenga yo en el cielo -dijo el sobrebarbero-<br />

si todos vuestras mercedes no se engañan, y


que así parezca mi ánima ante Dios como ella<br />

me parece a mí albarda, y no jaez; pero allá van<br />

leyes..., etcétera; y no digo más; y en verdad<br />

que no estoy borracho: que no me he desayunado,<br />

si de pecar no.<br />

No menos causaban risa las necedades que decía<br />

el barbero que los disparates de don <strong>Quijote</strong>,<br />

el cual a esta sazón dijo:<br />

-Aquí no hay más que hacer, sino que cada uno<br />

tome lo que es suyo, y a quien Dios se la dio,<br />

San Pedro se la bendiga.<br />

Uno de los cuatro dijo:<br />

-Si ya no es que esto sea burla pesada, no me<br />

puedo persuadir que hombres de tan buen entendimiento<br />

como son, o parecen, todos los que<br />

aquí están, se atrevan a decir y afirmar que ésta<br />

no es bacía, ni aquélla albarda; mas, como veo<br />

que lo afirman y lo dicen, me doy a entender<br />

que no carece de misterio el porfiar una cosa


tan contraria de lo que nos muestra la misma<br />

verdad y la misma experiencia; porque, ¡voto a<br />

tal! -y arrojóle redondo-, que no me den a mí a<br />

entender cuantos hoy viven en el mundo al<br />

revés de que ésta no sea bacía de barbero y ésta<br />

albarda de asno.<br />

-Bien podría ser de borrica -dijo el cura.<br />

-Tanto monta -dijo el criado-, que el caso no<br />

consiste en eso, sino en si es o no es albarda,<br />

como vuestras mercedes dicen.<br />

Oyendo esto uno de los cuadrilleros que habían<br />

entrado, que había oído la pendencia y quistión,<br />

lleno de cólera y de enfado, dijo:<br />

-Tan albarda es como mi padre; y el que otra<br />

cosa ha dicho o dijere debe de estar hecho uva.<br />

-Mentís como bellaco villano -respondió don<br />

<strong>Quijote</strong>.


Y, alzando el lanzón, que nunca le dejaba de las<br />

manos, le iba a descargar tal golpe sobre la cabeza,<br />

que, a no desviarse el cuadrillero, se le<br />

dejara allí tendido. El lanzón se hizo pedazos<br />

en el suelo, y los demás cuadrilleros, que vieron<br />

tratar mal a su compañero, alzaron la voz pidiendo<br />

favor a la Santa Hermandad.<br />

El ventero, que era de la cuadrilla, entró al punto<br />

por su varilla y por su espada, y se puso al<br />

lado de sus compañeros; los criados de don<br />

Luis rodearon a don Luis, porque con el alboroto<br />

no se les fuese; el barbero, viendo la casa<br />

revuelta, tornó a asir de su albarda, y lo mismo<br />

hizo Sancho; don <strong>Quijote</strong> puso mano a su espada<br />

y arremetió a los cuadrilleros.<br />

<strong>Don</strong> Luis daba voces a sus criados que le dejasen<br />

a él y acorriesen a don <strong>Quijote</strong>, y a Cardenio,<br />

y a don Fernando, que todos favorecían a<br />

don <strong>Quijote</strong>. El cura daba voces, la ventera gritaba,<br />

su hija se afligía, Maritornes lloraba, Dorotea<br />

estaba confusa, Luscinda suspensa y doña


Clara desmayada. El barbero aporreaba a Sancho,<br />

Sancho molía al barbero; don Luis, a quien<br />

un criado suyo se atrevió a asirle del brazo<br />

porque no se fuese, le dio una puñada que le<br />

bañó los dientes en sangre; el oidor le defendía,<br />

don Fernando tenía debajo de sus pies a un<br />

cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy<br />

a su sabor. El ventero tornó a reforzar la voz,<br />

pidiendo favor a la Santa Hermandad: de modo<br />

que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones,<br />

temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas,<br />

mojicones, palos, coces y efusión de<br />

sangre. Y, en la mitad deste caos, máquina y<br />

laberinto de cosas, se le representó en la memoria<br />

de don <strong>Quijote</strong> que se veía metido de hoz y<br />

de coz en la discordia del campo de Agramante;<br />

y así dijo, con voz que atronaba la venta:<br />

-¡Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen;<br />

óiganme todos, si todos quieren quedar<br />

con vida!


A cuya gran voz, todos se pararon, y él prosiguió<br />

diciendo:<br />

-¿No os dije yo, señores, que este castillo era<br />

encantado, y que alguna región de demonios<br />

debe de habitar en él? En confirmación de lo<br />

cual, quiero que veáis por vuestros ojos cómo<br />

se ha pasado aquí y trasladado entre nosotros<br />

la discordia del campo de Agramante. Mirad<br />

cómo allí se pelea por la espada, aquí por el<br />

caballo, acullá por el águila, acá por el yelmo, y<br />

todos peleamos, y todos no nos entendemos.<br />

Venga, pues, vuestra merced, señor oidor, y<br />

vuestra merced, señor cura, y el uno sirva de<br />

rey Agramante, y el otro de rey Sobrino, y<br />

pónganos en paz; porque por Dios Todopoderoso<br />

que es gran bellaquería que tanta gente<br />

principal como aquí estamos se mate por causas<br />

tan livianas.<br />

Los cuadrilleros, que no entendían el frasis de<br />

don <strong>Quijote</strong>, y se veían malparados de don<br />

Fernando, Cardenio y sus camaradas, no quer-


ían sosegarse; el barbero sí, porque en la pendencia<br />

tenía deshechas las barbas y el albarda;<br />

Sancho, a la más mínima voz de su amo, obedeció<br />

como buen criado; los cuatro criados de<br />

don Luis también se estuvieron quedos, viendo<br />

cuán poco les iba en no estarlo. Sólo el ventero<br />

porfiaba que se habían de castigar las insolencias<br />

de aquel loco, que a cada paso le alborotaba<br />

la venta. Finalmente, el rumor se apaciguó<br />

por entonces, la albarda se quedó por jaez hasta<br />

el día del juicio, y la bacía por yelmo y la venta<br />

por castillo en la imaginación de don <strong>Quijote</strong>.<br />

Puestos, pues, ya en sosiego, y hechos amigos<br />

todos a persuasión del oidor y del cura, volvieron<br />

los criados de don Luis a porfiarle que al<br />

momento se viniese con ellos; y, en tanto que él<br />

con ellos se avenía, el oidor comunicó con don<br />

Fernando, Cardenio y el cura qué debía hacer<br />

en aquel caso, contándoseles con las razones<br />

que don Luis le había dicho. En fin, fue acordado<br />

que don Fernando dijese a los criados de


don Luis quién él era y cómo era su gusto que<br />

don Luis se fuese con él al Andalucía, donde de<br />

su hermano el marqués sería estimado como el<br />

valor de don Luis merecía; porque desta manera<br />

se sabía de la intención de don Luis que no<br />

volvería por aquella vez a los ojos de su padre,<br />

si le hiciesen pedazos. Entendida, pues, de los<br />

cuatro la calidad de don Fernando y la intención<br />

de don Luis, determinaron entre ellos que<br />

los tres se volviesen a contar lo que pasaba a su<br />

padre, y el otro se quedase a servir a don Luis,<br />

y a no dejalle hasta que ellos volviesen por él, o<br />

viese lo que su padre les ordenaba.<br />

Desta manera se apaciguó aquella máquina de<br />

pendencias, por la autoridad de Agramante y<br />

prudencia del rey Sobrino; pero, viéndose el<br />

enemigo de la concordia y el émulo de la paz<br />

menospreciado y burlado, y el poco fruto que<br />

había granjeado de haberlos puesto a todos en<br />

tan confuso laberinto, acordó de probar otra


vez la mano, resucitando nuevas pendencias y<br />

desasosiegos.<br />

Es, pues, el caso que los cuadrilleros se sosegaron,<br />

por haber entreoído la calidad de los que<br />

con ellos se habían combatido, y se retiraron de<br />

la pendencia, por parecerles que, de cualquiera<br />

manera que sucediese, habían de llevar lo peor<br />

de la batalla; pero uno dellos, que fue el que fue<br />

molido y pateado por don Fernando, le vino a<br />

la memoria que, entre algunos mandamientos<br />

que traía para prender a algunos delincuentes,<br />

traía uno contra don <strong>Quijote</strong>, a quien la Santa<br />

Hermandad había mandado prender, por la<br />

libertad que dio a los galeotes, y como Sancho,<br />

con mucha razón, había temido.<br />

Imaginando, pues, esto, quiso certificarse si las<br />

señas que de don <strong>Quijote</strong> traía venían bien, y,<br />

sacando del seno un pergamino, topó con el<br />

que buscaba; y, poniéndosele a leer de espacio,<br />

porque no era buen lector, a cada palabra que<br />

leía ponía los ojos en don <strong>Quijote</strong>, y iba cote-


jando las señas del mandamiento con el rostro<br />

de don <strong>Quijote</strong>, y halló que, sin duda alguna,<br />

era el que el mandamiento rezaba. Y, apenas se<br />

hubo certificado, cuando, recogiendo su pergamino,<br />

en la izquierda tomó el mandamiento,<br />

y con la derecha asió a don <strong>Quijote</strong> del cuello<br />

fuertemente, que no le dejaba alentar, y a grandes<br />

voces decía:<br />

-¡Favor a la Santa Hermandad! Y, para que se<br />

vea que lo pido de veras, léase este mandamiento,<br />

donde se contiene que se prenda a este<br />

salteador de caminos.<br />

Tomó el mandamiento el cura, y vio como era<br />

verdad cuanto el cuadrillero decía, y cómo<br />

convenía con las señas con don <strong>Quijote</strong>; el cual,<br />

viéndose tratar mal de aquel villano malandrín,<br />

puesta la cólera en su punto y crujiéndole los<br />

huesos de su cuerpo, como mejor pudo él, asió<br />

al cuadrillero con entrambas manos de la garganta,<br />

que, a no ser socorrido de sus compañeros,<br />

allí dejara la vida antes que don <strong>Quijote</strong> la


presa. El ventero, que por fuerza había de favorecer<br />

a los de su oficio, acudió luego a dalle<br />

favor. La ventera, que vio de nuevo a su marido<br />

en pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo<br />

tenor le llevaron luego Maritornes y su hija,<br />

pidiendo favor al cielo y a los que allí estaban.<br />

Sancho dijo, viendo lo que pasaba:<br />

-¡Vive el Señor, que es verdad cuanto mi amo<br />

dice de los encantos deste castillo, pues no es<br />

posible vivir una hora con quietud en él!<br />

<strong>Don</strong> Fernando despartió al cuadrillero y a don<br />

<strong>Quijote</strong>, y, con gusto de entrambos, les desenclavijó<br />

las manos, que el uno en el collar del<br />

sayo del uno, y el otro en la garganta del otro,<br />

bien asidas tenían; pero no por esto cesaban los<br />

cuadrilleros de pedir su preso, y que les ayudasen<br />

a dársele atado y entregado a toda su voluntad,<br />

porque así convenía al servicio del rey y<br />

de la Santa Hermandad, de cuya parte de nuevo<br />

les pedían socorro y favor para hacer aquella<br />

prisión de aquel robador y salteador de sendas


y de carreras. Reíase de oír decir estas razones<br />

don <strong>Quijote</strong>; y, con mucho sosiego, dijo:<br />

-Venid acá, gente soez y malnacida: ¿saltear de<br />

caminos llamáis al dar libertad a los encadenados,<br />

soltar los presos, acorrer a los miserables,<br />

alzar los caídos, remediar los menesterosos?<br />

¡Ah gente infame, digna por vuestro bajo y vil<br />

entendimiento que el cielo no os comunique el<br />

valor que se encierra en la caballería andante,<br />

ni os dé a entender el pecado e ignorancia en<br />

que estáis en no reverenciar la sombra, cuanto<br />

más la asistencia, de cualquier caballero andante!<br />

Venid acá, ladrones en cuadrilla, que no<br />

cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia<br />

de la Santa Hermandad; decidme: ¿quién<br />

fue el ignorante que firmó mandamiento de<br />

prisión contra un tal caballero como yo soy?<br />

¿Quién el que ignoró que son esentos de todo<br />

judicial fuero los caballeros andantes, y que su<br />

ley es su espada; sus fueros, sus bríos; sus<br />

premáticas, su voluntad? ¿Quién fue el mente-


cato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay<br />

secutoria de hidalgo con tantas preeminencias,<br />

ni esenciones, como la que adquiere un caballero<br />

andante el día que se arma caballero y se<br />

entrega al duro ejercicio de la caballería? ¿Qué<br />

caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín<br />

de la reina, moneda forera, portazgo ni barca?<br />

¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le<br />

hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo<br />

que le hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le<br />

asentó a su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó<br />

y se le entregó rendida, a todo su talante<br />

y voluntad? Y, finalmente, ¿qué caballero andante<br />

ha habido, hay ni habrá en el mundo, que<br />

no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos<br />

palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le<br />

pongan delante?


Capítulo XLVI<br />

De la notable aventura de los cuadrilleros, y la<br />

gran ferocidad de nuestro buen caballero don<br />

<strong>Quijote</strong><br />

En tanto que don <strong>Quijote</strong> esto decía, estaba persuadiendo<br />

el cura a los cuadrilleros como don<br />

<strong>Quijote</strong> era falto de juicio, como lo veían por<br />

sus obras y por sus palabras, y que no tenían<br />

para qué llevar aquel negocio adelante, pues,<br />

aunque le prendiesen y llevasen, luego le habían<br />

de dejar por loco; a lo que respondió el del<br />

mandamiento que a él no tocaba juzgar de la<br />

locura de don <strong>Quijote</strong>, sino hacer lo que por su<br />

mayor le era mandado, y que una vez preso,<br />

siquiera le soltasen trecientas.<br />

-Con todo eso -dijo el cura-, por esta vez no le<br />

habéis de llevar, ni aun él dejará llevarse, a lo<br />

que yo entiendo.


En efeto, tanto les supo el cura decir, y tantas<br />

locuras supo don <strong>Quijote</strong> hacer, que más locos<br />

fueran que no él los cuadrilleros si no conocieran<br />

la falta de don <strong>Quijote</strong>; y así, tuvieron por<br />

bien de apaciguarse, y aun de ser medianeros<br />

de hacer las paces entre el barbero y Sancho<br />

Panza, que todavía asistían con gran rancor a<br />

su pendencia. Finalmente, ellos, como miembros<br />

de justicia, mediaron la causa y fueron<br />

árbitros della, de tal modo que ambas partes<br />

quedaron, si no del todo contentas, a lo menos<br />

en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas,<br />

y no las cinchas y jáquimas; y en lo que<br />

tocaba a lo del yelmo de Mambrino, el cura, a<br />

socapa y sin que don <strong>Quijote</strong> lo entendiese, le<br />

dio por la bacía ocho reales, y el barbero le hizo<br />

una cédula del recibo y de no llamarse a engaño<br />

por entonces, ni por siempre jamás amén.<br />

Sosegadas, pues, estas dos pendencias, que<br />

eran las más principales y de más tomo, restaba<br />

que los criados de don Luis se contentasen de


volver los tres, y que el uno quedase para<br />

acompañarle donde don Fernando le quería<br />

llevar; y, como ya la buena suerte y mejor fortuna<br />

había comenzado a romper lanzas y a facilitar<br />

dificultades en favor de los amantes de la<br />

venta y de los valientes della, quiso llevarlo al<br />

cabo y dar a todo felice suceso, porque los criados<br />

se contentaron de cuanto don Luis quería;<br />

de que recibió tanto contento doña Clara, que<br />

ninguno en aquella sazón la mirara al rostro<br />

que no conociera el regocijo de su alma.<br />

Zoraida, aunque no entendía bien todos los<br />

sucesos que había visto, se entristecía y alegraba<br />

a bulto, conforme veía y notaba los semblantes<br />

a cada uno, especialmente de su español, en<br />

quien tenía siempre puestos los ojos y traía colgada<br />

el alma. El ventero, a quien no se le pasó<br />

por alto la dádiva y recompensa que el cura<br />

había hecho al barbero, pidió el escote de don<br />

<strong>Quijote</strong>, con el menoscabo de sus cueros y falta<br />

de vino, jurando que no saldría de la venta Ro-


cinante, ni el jumento de Sancho, sin que se le<br />

pagase primero hasta el último ardite. Todo lo<br />

apaciguó el cura, y lo pagó don Fernando,<br />

puesto que el oidor, de muy buena voluntad,<br />

había también ofrecido la paga; y de tal manera<br />

quedaron todos en paz y sosiego, que ya no<br />

parecía la venta la discordia del campo de<br />

Agramante, como don <strong>Quijote</strong> había dicho, sino<br />

la misma paz y quietud del tiempo de Otaviano;<br />

de todo lo cual fue común opinión que se<br />

debían dar las gracias a la buena intención y<br />

mucha elocuencia del señor cura y a la incomparable<br />

liberalidad de don Fernando.<br />

Viéndose, pues, don <strong>Quijote</strong> libre y desembarazado<br />

de tantas pendencias, así de su escudero<br />

como suyas, le pareció que sería bien seguir su<br />

comenzado viaje y dar fin a aquella grande<br />

aventura para que había sido llamado y escogido;<br />

y así, con resoluta determinación se fue a<br />

poner de hinojos ante Dorotea, la cual no le<br />

consintió que hablase palabra hasta que se le-


vantase; y él, por obedecella, se puso en pie y le<br />

dijo:<br />

-Es común proverbio, fermosa señora, que la<br />

diligencia es madre de la buena ventura, y en<br />

muchas y graves cosas ha mostrado la experiencia<br />

que la solicitud del negociante trae a<br />

buen fin el pleito dudoso; pero en ningunas<br />

cosas se muestra más esta verdad que en las de<br />

la guerra, adonde la celeridad y presteza previene<br />

los discursos del enemigo, y alcanza la<br />

vitoria antes que el contrario se ponga en defensa.<br />

Todo esto digo, alta y preciosa señora,<br />

porque me parece que la estada nuestra en este<br />

castillo ya es sin provecho, y podría sernos de<br />

tanto daño que lo echásemos de ver algún día;<br />

porque, ¿quién sabe si por ocultas espías y diligentes<br />

habrá sabido ya vuestro enemigo el gigante<br />

de que yo voy a destruille?; y, dándole<br />

lugar el tiempo, se fortificase en algún inexpugnable<br />

castillo o fortaleza contra quien valiesen<br />

poco mis diligencias y la fuerza de mi in-


cansable brazo. Así que, señora mía, prevengamos,<br />

como tengo dicho, con nuestra diligencia<br />

sus designios, y partámonos luego a la buena<br />

ventura; que no está más de tenerla vuestra<br />

grandeza como desea, de cuanto yo tarde de<br />

verme con vuestro contrario.<br />

Calló y no dijo más don <strong>Quijote</strong>, y esperó con<br />

mucho sosiego la respuesta de la fermosa infanta;<br />

la cual, con ademán señoril y acomodado al<br />

estilo de don <strong>Quijote</strong>, le respondió desta manera:<br />

-Yo os agradezco, señor caballero, el deseo que<br />

mostráis tener de favorecerme en mi gran cuita,<br />

bien así como caballero, a quien es anejo y concerniente<br />

favorecer los huérfanos y menesterosos;<br />

y quiera el cielo que el vuestro y mi deseo<br />

se cumplan, para que veáis que hay agradecidas<br />

mujeres en el mundo. Y en lo de mi partida,<br />

sea luego; que yo no tengo más voluntad que la<br />

vuestra: disponed vos de mí a toda vuestra<br />

guisa y talante; que la que una vez os entregó la


defensa de su persona y puso en vuestras manos<br />

la restauración de sus señoríos no ha de<br />

querer ir contra lo que la vuestra prudencia<br />

ordenare.<br />

-A la mano de Dios -dijo don <strong>Quijote</strong>-; pues así<br />

es que una señora se me humilla, no quiero yo<br />

perder la ocasión de levantalla y ponella en su<br />

heredado trono. La partida sea luego, porque<br />

me va poniendo espuelas al deseo y al camino<br />

lo que suele decirse que en la tardanza está el<br />

peligro.<br />

Y, pues no ha criado el cielo, ni visto el infierno,<br />

ninguno que me espante ni acobarde, ensilla,<br />

Sancho, a Rocinante, y apareja tu jumento y el<br />

palafrén de la reina, y despidámonos del castellano<br />

y destos señores, y vamos de aquí luego al<br />

punto.<br />

Sancho, que a todo estaba presente, dijo, meneando<br />

la cabeza a una parte y a otra:


-¡Ay señor, señor, y cómo hay más mal en el<br />

aldegüela que se suena, con perdón sea dicho<br />

de las tocadas honradas!<br />

-¿Qué mal puede haber en ninguna aldea, ni en<br />

todas las ciudades del mundo, que pueda sonarse<br />

en menoscabo mío, villano?<br />

-Si vuestra merced se enoja -respondió Sancho-,<br />

yo callaré, y dejaré de decir lo que soy obligado<br />

como buen escudero, y como debe un buen<br />

criado decir a su señor.<br />

-Di lo que quisieres -replicó don <strong>Quijote</strong>-, como<br />

tus palabras no se encaminen a ponerme miedo;<br />

que si tú le tienes, haces como quien eres, y<br />

si yo no le tengo, hago como quien soy.<br />

-No es eso, ¡pecador fui yo a Dios! -respondió<br />

Sancho-, sino que yo tengo por cierto y por averiguado<br />

que esta señora que se dice ser reina<br />

del gran reino Micomicón no lo es más que mi<br />

madre; porque, a ser lo que ella dice, no se an-


duviera hocicando con alguno de los que están<br />

en la rueda, a vuelta de cabeza y a cada traspuesta.<br />

Paróse colorada con las razones de Sancho Dorotea,<br />

porque era verdad que su esposo don<br />

Fernando, alguna vez, a hurto de otros ojos,<br />

había cogido con los labios parte del premio<br />

que merecían sus deseos (lo cual había visto<br />

Sancho, y pareciéndole que aquella desenvoltura<br />

más era de dama cortesana que de reina de<br />

tan gran reino), y no pudo ni quiso responder<br />

palabra a Sancho, sino dejóle proseguir en su<br />

plática, y él fue diciendo:<br />

-Esto digo, señor, porque, si al cabo de haber<br />

andado caminos y carreras, y pasado malas<br />

noches y peores días, ha de venir a coger el<br />

fruto de nuestros trabajos el que se está holgando<br />

en esta venta, no hay para qué darme<br />

priesa a que ensille a Rocinante, albarde el jumento<br />

y aderece al palafrén, pues será mejor


que nos estemos quedos, y cada puta hile, y<br />

comamos.<br />

¡Oh, válame Dios, y cuán grande que fue el<br />

enojo que recibió don <strong>Quijote</strong>, oyendo las descompuestas<br />

palabras de su escudero! Digo que<br />

fue tanto, que, con voz atropellada y tartamuda<br />

lengua, lanzando vivo fuego por los ojos, dijo:<br />

-¡Oh bellaco villano, mal mirado, descompuesto,<br />

ignorante, infacundo, deslenguado, atrevido,<br />

murmurador y maldiciente! ¿Tales palabras<br />

has osado decir en mi presencia y en la destas<br />

ínclitas señoras, y tales deshonestidades y atrevimientos<br />

osaste poner en tu confusa imaginación?<br />

¡Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza,<br />

depositario de mentiras, almario de embustes,<br />

silo de bellaquerías, inventor de maldades, publicador<br />

de sandeces, enemigo del decoro que<br />

se debe a las reales personas! ¡Vete; no parezcas<br />

delante de mí, so pena de mi ira!


Y, diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los<br />

carrillos, miró a todas partes, y dio con el pie<br />

derecho una gran patada en el suelo, señales<br />

todas de la ira que encerraba en sus entrañas. A<br />

cuyas palabras y furibundos ademanes quedó<br />

Sancho tan encogido y medroso, que se holgara<br />

que en aquel instante se abriera debajo de sus<br />

pies la tierra y le tragara. Y no supo qué hacerse,<br />

sino volver las espaldas y quitarse de la enojada<br />

presencia de su señor. Pero la discreta Dorotea,<br />

que tan entendido tenía ya el humor de<br />

don <strong>Quijote</strong>, dijo, para templarle la ira:<br />

-No os despechéis, señor Caballero de la Triste<br />

Figura, de las sandeces que vuestro buen escudero<br />

ha dicho, porque quizá no las debe de<br />

decir sin ocasión, ni de su buen entendimiento<br />

y cristiana conciencia se puede sospechar que<br />

levante testimonio a nadie; y así, se ha de creer,<br />

sin poner duda en ello, que, como en este castillo,<br />

según vos, señor caballero, decís, todas las<br />

cosas van y suceden por modo de encantamen-


to, podría ser, digo, que Sancho hubiese visto<br />

por esta diabólica vía lo que él dice que vio, tan<br />

en ofensa de mi honestidad.<br />

-Por el omnipotente Dios juro -dijo a esta sazón<br />

don <strong>Quijote</strong>-, que la vuestra grandeza ha dado<br />

en el punto, y que alguna mala visión se le puso<br />

delante a este pecador de Sancho, que le hizo<br />

ver lo que fuera imposible verse de otro modo<br />

que por el de encantos no fuera; que sé yo bien<br />

de la bondad e inocencia deste desdichado, que<br />

no sabe levantar testimonios a nadie.<br />

-Ansí es y ansí será -dijo don Fernando-; por lo<br />

cual debe vuestra merced, señor don <strong>Quijote</strong>,<br />

perdonalle y reducille al gremio de su gracia,<br />

sicut erat in principio, antes que las tales visiones<br />

le sacasen de juicio.<br />

<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong> respondió que él le perdonaba, y el<br />

cura fue por Sancho, el cual vino muy humilde,<br />

y, hincándose de rodillas, pidió la mano a su


amo; y él se la dio, y, después de habérsela dejado<br />

besar, le echó la bendición, diciendo:<br />

-Agora acabarás de conocer, Sancho hijo, ser<br />

verdad lo que yo otras muchas veces te he dicho<br />

de que todas las cosas deste castillo son<br />

hechas por vía de encantamento.<br />

-Así lo creo yo -dijo Sancho-, excepto aquello de<br />

la manta, que realmente sucedió por vía ordinaria.<br />

-No lo creas -respondió don <strong>Quijote</strong>-; que si así<br />

fuera, yo te vengara entonces, y aun agora; pero<br />

ni entonces ni agora pude ni vi en quién tomar<br />

venganza de tu agravio.<br />

Desearon saber todos qué era aquello de la<br />

manta, y el ventero lo contó, punto por punto:<br />

la volatería de Sancho Panza, de que no poco se<br />

rieron todos; y de que no menos se corriera<br />

Sancho, si de nuevo no le asegurara su amo que<br />

era encantamento; puesto que jamás llegó la


sandez de Sancho a tanto, que creyese no ser<br />

verdad pura y averiguada, sin mezcla de engaño<br />

alguno, lo de haber sido manteado por personas<br />

de carne y hueso, y no por fantasmas<br />

soñadas ni imaginadas, como su señor lo creía<br />

y lo afirmaba.<br />

Dos días eran ya pasados los que había que<br />

toda aquella ilustre compañía estaba en la venta;<br />

y, pareciéndoles que ya era tiempo de partirse,<br />

dieron orden para que, sin ponerse al trabajo<br />

de volver Dorotea y don Fernando con don<br />

<strong>Quijote</strong> a su aldea, con la invención de la libertad<br />

de la reina Micomicona, pudiesen el cura y<br />

el barbero llevársele, como deseaban, y procurar<br />

la cura de su locura en su tierra. Y lo que<br />

ordenaron fue que se concertaron con un carretero<br />

de bueyes que acaso acertó a pasar por allí,<br />

para que lo llevase en esta forma: hicieron una<br />

como jaula de palos enrejados, capaz que pudiese<br />

en ella caber holgadamente don <strong>Quijote</strong>; y<br />

luego don Fernando y sus camaradas, con los


criados de don Luis y los cuadrilleros, juntamente<br />

con el ventero, todos por orden y parecer<br />

del cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron,<br />

quién de una manera y quién de otra, de<br />

modo que a don <strong>Quijote</strong> le pareciese ser otra<br />

gente de la que en aquel castillo había visto.<br />

Hecho esto, con grandísimo silencio se entraron<br />

adonde él estaba durmiendo y descansando de<br />

las pasadas refriegas. Llegáronse a él, que libre<br />

y seguro de tal acontecimiento dormía, y,<br />

asiéndole fuertemente, le ataron muy bien las<br />

manos y los pies, de modo que, cuando él despertó<br />

con sobresalto, no pudo menearse, ni<br />

hacer otra cosa más que admirarse y suspenderse<br />

de ver delante de sí tan estraños visajes; y<br />

luego dio en la cuenta de lo que su continua y<br />

desvariada imaginación le representaba, y se<br />

creyó que todas aquellas figuras eran fantasmas<br />

de aquel encantado castillo, y que, sin duda<br />

alguna, ya estaba encantado, pues no se podía<br />

menear ni defender: todo a punto como había


pensado que sucedería el cura, trazador desta<br />

máquina.<br />

Sólo Sancho, de todos los presentes, estaba en<br />

su mesmo juicio y en su mesma figura; el cual,<br />

aunque le faltaba bien poco para tener la mesma<br />

enfermedad de su amo, no dejó de conocer<br />

quién eran todas aquellas contrahechas figuras;<br />

mas no osó descoser su boca, hasta ver en qué<br />

paraba aquel asalto y prisión de su amo, el cual<br />

tampoco hablaba palabra, atendiendo a ver el<br />

paradero de su desgracia; que fue que, trayendo<br />

allí la jaula, le encerraron dentro, y le clavaron<br />

los maderos tan fuertemente que no se pudieran<br />

romper a dos tirones.<br />

Tomáronle luego en hombros, y, al salir del<br />

aposento, se oyó una voz temerosa, todo cuanto<br />

la supo formar el barbero, no el del albarda,<br />

sino el otro, que decía:<br />

-¡Oh Caballero de la Triste Figura!, no te dé<br />

afincamiento la prisión en que vas, porque así


conviene para acabar más presto la aventura en<br />

que tu gran esfuerzo te puso; la cual se acabará<br />

cuando el furibundo león manchado con la<br />

blanca paloma tobosina yoguieren en uno, ya<br />

después de humilladas las altas cervices al<br />

blando yugo matrimoñesco; de cuyo inaudito<br />

consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos<br />

cachorros, que imitarán las rumpantes garras<br />

del valeroso padre. Y esto será antes que el seguidor<br />

de la fugitiva ninfa faga dos vegadas la<br />

visita de las lucientes imágines con su rápido y<br />

natural curso. Y tú, ¡oh, el más noble y obediente<br />

escudero que tuvo espada en cinta, barbas en<br />

rostro y olfato en las narices!, no te desmaye ni<br />

descontente ver llevar ansí delante de tus ojos<br />

mesmos a la flor de la caballería andante; que<br />

presto, si al plasmador del mundo le place, te<br />

verás tan alto y tan sublimado que no te conozcas,<br />

y no saldrán defraudadas las promesas que<br />

te ha fecho tu buen señor. Y asegúrote, de parte<br />

de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea<br />

pagado, como lo verás por la obra; y sigue las


pisadas del valeroso y encantado caballero, que<br />

conviene que vayas donde paréis entrambos. Y,<br />

porque no me es lícito decir otra cosa, a Dios<br />

quedad, que yo me vuelvo adonde yo me sé.<br />

Y, al acabar de la profecía, alzó la voz de punto,<br />

y diminuyóla después, con tan tierno acento,<br />

que aun los sabidores de la burla estuvieron<br />

por creer que era verdad lo que oían.<br />

Quedó don <strong>Quijote</strong> consolado con la escuchada<br />

profecía, porque luego coligió de todo en todo<br />

la significación de ella; y vio que le prometían<br />

el verse ayuntados en santo y debido matrimonio<br />

con su querida Dulcinea del Toboso, de<br />

cuyo felice vientre saldrían los cachorros, que<br />

eran sus hijos, para gloria perpetua de la Mancha.<br />

Y, creyendo esto bien y firmemente, alzó la<br />

voz, y, dando un gran suspiro, dijo:<br />

-¡Oh tú, quienquiera que seas, que tanto bien<br />

me has pronosticado!, ruégote que pidas de mi<br />

parte al sabio encantador que mis cosas tiene a


cargo, que no me deje perecer en esta prisión<br />

donde agora me llevan, hasta ver cumplidas<br />

tan alegres e incomparables promesas como<br />

son las que aquí se me han hecho; que, como<br />

esto sea, tendré por gloria las penas de mi<br />

cárcel, y por alivio estas cadenas que me ciñen,<br />

y no por duro campo de batalla este lecho en<br />

que me acuestan, sino por cama blanda y tálamo<br />

dichoso. Y, en lo que toca a la consolación<br />

de Sancho Panza, mi escudero, yo confío de su<br />

bondad y buen proceder que no me dejará en<br />

buena ni en mala suerte; porque, cuando no<br />

suceda, por la suya o por mi corta ventura, el<br />

poderle yo dar la ínsula, o otra cosa equivalente<br />

que le tengo prometida, por lo menos su salario<br />

no podrá perderse; que en mi testamento, que<br />

ya está hecho, dejo declarado lo que se le ha de<br />

dar, no conforme a sus muchos y buenos servicios,<br />

sino a la posibilidad mía.


Sancho Panza se le inclinó con mucho comedimiento,<br />

y le besó entrambas las manos, porque<br />

la una no pudiera, por estar atadas entrambas.<br />

Luego tomaron la jaula en hombros aquellas<br />

visiones, y la acomodaron en el carro de los<br />

bueyes.


Capítulo XLVII<br />

Del estraño modo con que fue encantado don<br />

<strong>Quijote</strong> de la Mancha, con otros famosos sucesos<br />

Cuando don <strong>Quijote</strong> se vio de aquella manera<br />

enjaulado y encima del carro, dijo:<br />

-Muchas y muy graves historias he yo leído de<br />

caballeros andantes, pero jamás he leído, ni<br />

visto, ni oído, que a los caballeros encantados<br />

los lleven desta manera y con el espacio que<br />

prometen estos perezosos y tardíos animales;<br />

porque siempre los suelen llevar por los aires,<br />

con estraña ligereza, encerrados en alguna parda<br />

y escura nube, o en algún carro de fuego, o<br />

ya sobre algún hipogrifo o otra bestia semejante;<br />

pero que me lleven a mí agora sobre un carro<br />

de bueyes, ¡vive Dios que me pone en confusión!<br />

Pero quizá la caballería y los encantos<br />

destos nuestros tiempos deben de seguir otro<br />

camino que siguieron los antiguos. Y también


podría ser que, como yo soy nuevo caballero en<br />

el mundo, y el primero que ha resucitado el ya<br />

olvidado ejercicio de la caballería aventurera,<br />

también nuevamente se hayan inventado otros<br />

géneros de encantamentos y otros modos de<br />

llevar a los encantados. ¿Qué te parece desto,<br />

Sancho hijo?<br />

-No sé yo lo que me parece -respondió Sancho-,<br />

por no ser tan leído como vuestra merced en las<br />

escrituras andantes; pero, con todo eso, osaría<br />

afirmar y jurar que estas visiones que por aquí<br />

andan, que no son del todo católicas.<br />

-¿Católicas? ¡Mi padre! -respondió don <strong>Quijote</strong>-<br />

. ¿Cómo han de ser católicas si son todos demonios<br />

que han tomado cuerpos fantásticos<br />

para venir a hacer esto y a ponerme en este<br />

estado? Y si quieres ver esta verdad, tócalos y<br />

pálpalos, y verás como no tienen cuerpo sino<br />

de aire, y como no consiste más de en la apariencia.


-Par Dios, señor -replicó Sancho-, ya yo los he<br />

tocado; y este diablo que aquí anda tan solícito<br />

es rollizo de carnes, y tiene otra propiedad muy<br />

diferente de la que yo he oído decir que tienen<br />

los demonios; porque, según se dice, todos huelen<br />

a piedra azufre y a otros malos olores; pero<br />

éste huele a ámbar de media legua.<br />

Decía esto Sancho por don Fernando, que, como<br />

tan señor, debía de oler a lo que Sancho<br />

decía.<br />

-No te maravilles deso, Sancho amigo -<br />

respondió don <strong>Quijote</strong>-, porque te hago saber<br />

que los diablos saben mucho, y, puesto que<br />

traigan olores consigo, ellos no huelen nada,<br />

porque son espíritus, y si huelen, no pueden<br />

oler cosas buenas, sino malas y hidiondas. Y la<br />

razón es que como ellos, dondequiera que<br />

están, traen el infierno consigo, y no pueden<br />

recebir género de alivio alguno en sus tormentos,<br />

y el buen olor sea cosa que deleita y contenta,<br />

no es posible que ellos huelan cosa buena. Y


si a ti te parece que ese demonio que dices huele<br />

a ámbar, o tú te engañas, o él quiere engañarte<br />

con hacer que no le tengas por demonio.<br />

Todos estos coloquios pasaron entre amo y<br />

criado; y, temiendo don Fernando y Cardenio<br />

que Sancho no viniese a caer del todo en la<br />

cuenta de su invención, a quien andaba ya muy<br />

en los alcances, determinaron de abreviar con la<br />

partida; y, llamando aparte al ventero, le ordenaron<br />

que ensillase a Rocinante y enalbardase<br />

el jumento de Sancho; el cual lo hizo con mucha<br />

presteza.<br />

Ya en esto, el cura se había concertado con los<br />

cuadrilleros que le acompañasen hasta su lugar,<br />

dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del<br />

arzón de la silla de Rocinante, del un cabo la<br />

adarga y del otro la bacía, y por señas mandó a<br />

Sancho que subiese en su asno y tomase de las<br />

riendas a Rocinante, y puso a los dos lados del<br />

carro a los dos cuadrilleros con sus escopetas.<br />

Pero, antes que se moviese el carro, salió la ven-


tera, su hija y Maritornes a despedirse de don<br />

<strong>Quijote</strong>, fingiendo que lloraban de dolor de su<br />

desgracia; a quien don <strong>Quijote</strong> dijo:<br />

-No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas<br />

desdichas son anexas a los que profesan lo que<br />

yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran,<br />

no me tuviera yo por famoso caballero<br />

andante; porque a los caballeros de poco nombre<br />

y fama nunca les suceden semejantes casos,<br />

porque no hay en el mundo quien se acuerde<br />

dellos. A los valerosos sí, que tienen envidiosos<br />

de su virtud y valentía a muchos príncipes y a<br />

muchos otros caballeros, que procuran por malas<br />

vías destruir a los buenos. Pero, con todo<br />

eso, la virtud es tan poderosa que, por sí sola, a<br />

pesar de toda la nigromancia que supo su primer<br />

inventor, Zoroastes, saldrá vencedora de<br />

todo trance, y dará de sí luz en el mundo, como<br />

la da el sol en el cielo. Perdonadme, fermosas<br />

damas, si algún desaguisado, por descuido<br />

mío, os he fecho, que, de voluntad y a sabien-


das, jamás le di a nadie; y rogad a Dios me saque<br />

destas prisiones, donde algún mal intencionado<br />

encantador me ha puesto; que si de<br />

ellas me veo libre, no se me caerá de la memoria<br />

las mercedes que en este castillo me habedes<br />

fecho, para gratificallas, servillas y recompensallas<br />

como ellas merecen.<br />

En tanto que las damas del castillo esto pasaban<br />

con don <strong>Quijote</strong>, el cura y el barbero se despidieron<br />

de don Fernando y sus camaradas, y del<br />

capitán y de su hermano y todas aquellas contentas<br />

señoras, especialmente de Dorotea y<br />

Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de<br />

darse noticia de sus sucesos, diciendo don Fernando<br />

al cura dónde había de escribirle para<br />

avisarle en lo que paraba don <strong>Quijote</strong>, asegurándole<br />

que no habría cosa que más gusto le<br />

diese que saberlo; y que él, asimesmo, le avisaría<br />

de todo aquello que él viese que podría darle<br />

gusto, así de su casamiento como del bautismo<br />

de Zoraida, y suceso de don Luis, y vuelta de


Luscinda a su casa. El cura ofreció de hacer<br />

cuanto se le mandaba, con toda puntualidad.<br />

Tornaron a abrazarse otra vez, y otra vez tornaron<br />

a nuevos ofrecimientos.<br />

El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles,<br />

diciéndole que los había hallado en un aforro<br />

de la maleta donde se halló la Novela del curioso<br />

impertinente, y que, pues su dueño no había<br />

vuelto más por allí, que se los llevase todos;<br />

que, pues él no sabía leer, no los quería. El cura<br />

se lo agradeció, y, abriéndolos luego, vio que al<br />

principio de lo escrito decía:<br />

Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde<br />

entendió ser alguna novela y coligió que, pues<br />

la del Curioso impertinente había sido buena,<br />

que también lo sería aquélla, pues podría ser<br />

fuesen todas de un mesmo autor; y así, la<br />

guardó, con prosupuesto de leerla cuando tuviese<br />

comodidad.


Subió a caballo, y también su amigo el barbero,<br />

con sus antifaces, porque no fuesen luego conocidos<br />

de don <strong>Quijote</strong>, y pusiéronse a caminar<br />

tras el carro. Y la orden que llevaban era ésta:<br />

iba primero el carro, guiándole su dueño; a los<br />

dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho,<br />

con sus escopetas; seguía luego Sancho<br />

Panza sobre su asno, llevando de rienda a Rocinante.<br />

Detrás de todo esto iban el cura y el<br />

barbero sobre sus poderosas mulas, cubiertos<br />

los rostros, como se ha dicho, con grave y reposado<br />

continente, no caminando más de lo que<br />

permitía el paso tardo de los bueyes. <strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong><br />

iba sentado en la jaula, las manos atadas,<br />

tendidos los pies, y arrimado a las verjas, con<br />

tanto silencio y tanta paciencia como si no fuera<br />

hombre de carne, sino estatua de piedra.<br />

Y así, con aquel espacio y silencio caminaron<br />

hasta dos leguas, que llegaron a un valle, donde<br />

le pareció al boyero ser lugar acomodado<br />

para reposar y dar pasto a los bueyes; y, comu-


nicándolo con el cura, fue de parecer el barbero<br />

que caminasen un poco más, porque él sabía,<br />

detrás de un recuesto que cerca de allí se mostraba,<br />

había un valle de más yerba y mucho<br />

mejor que aquel donde parar querían. Tomóse<br />

el parecer del barbero, y así, tornaron a proseguir<br />

su camino.<br />

En esto, volvió el cura el rostro, y vio que a sus<br />

espaldas venían hasta seis o siete hombres de a<br />

caballo, bien puestos y aderezados, de los cuales<br />

fueron presto alcanzados, porque caminaban<br />

no con la flema y reposo de los bueyes,<br />

sino como quien iba sobre mulas de canónigos<br />

y con deseo de llegar presto a sestear a la venta,<br />

que menos de una legua de allí se parecía.<br />

Llegaron los diligentes a los perezosos y saludáronse<br />

cortésmente; y uno de los que venían,<br />

que, en resolución, era canónigo de Toledo<br />

y señor de los demás que le acompañaban,<br />

viendo la concertada procesión del carro, cuadrilleros,<br />

Sancho, Rocinante, cura y barbero, y


más a don <strong>Quijote</strong>, enjaulado y aprisionado, no<br />

pudo dejar de preguntar qué significaba llevar<br />

aquel hombre de aquella manera; aunque ya se<br />

había dado a entender, viendo las insignias de<br />

los cuadrilleros, que debía de ser algún facinoroso<br />

salteador, o otro delincuente cuyo castigo<br />

tocase a la Santa Hermandad. Uno de los cuadrilleros,<br />

a quien fue hecha la pregunta, respondió<br />

ansí:<br />

-Señor, lo que significa ir este caballero desta<br />

manera, dígalo él, porque nosotros no lo sabemos.<br />

Oyó don <strong>Quijote</strong> la plática, y dijo:<br />

-¿Por dicha vuestras mercedes, señores caballeros,<br />

son versados y perictos en esto de la caballería<br />

andante? Porque si lo son, comunicaré<br />

con ellos mis desgracias, y si no, no hay para<br />

qué me canse en decillas.


Y, a este tiempo, habían ya llegado el cura y el<br />

barbero, viendo que los caminantes estaban en<br />

pláticas con don <strong>Quijote</strong> de la Mancha, para<br />

responder de modo que no fuese descubierto<br />

su artificio.<br />

El canónigo, a lo que don <strong>Quijote</strong> dijo, respondió:<br />

-En verdad, hermano, que sé más de libros de<br />

caballerías que de las Súmulas de Villalpando.<br />

Ansí que, si no está más que en esto, seguramente<br />

podéis comunicar conmigo lo que quisiéredes.<br />

-A la mano de Dios -replicó don <strong>Quijote</strong>-. Pues<br />

así es, quiero, señor caballero, que sepades que<br />

yo voy encantado en esta jaula, por envidia y<br />

fraude de malos encantadores; que la virtud<br />

más es perseguida de los malos que amada de<br />

los buenos. Caballero andante soy, y no de<br />

aquellos de cuyos nombres jamás la Fama se<br />

acordó para eternizarlos en su memoria, sino


de aquellos que, a despecho y pesar de la mesma<br />

envidia, y de cuantos magos crió Persia,<br />

bracmanes la India, ginosofistas la Etiopía, ha<br />

de poner su nombre en el templo de la inmortalidad<br />

para que sirva de ejemplo y dechado en<br />

los venideros siglos, donde los caballeros andantes<br />

vean los pasos que han de seguir, si quisieren<br />

llegar a la cumbre y alteza honrosa de las<br />

armas.<br />

-Dice verdad el señor don <strong>Quijote</strong> de la Mancha<br />

-dijo a esta sazón el cura-; que él va encantado<br />

en esta carreta, no por sus culpas y pecados,<br />

sino por la mala intención de aquellos a quien<br />

la virtud enfada y la valentía enoja.<br />

Éste es, señor, el Caballero de la Triste Figura,<br />

si ya le oístes nombrar en algún tiempo, cuyas<br />

valerosas hazañas y grandes hechos serán escritas<br />

en bronces duros y en eternos mármoles,<br />

por más que se canse la envidia en escurecerlos<br />

y la malicia en ocultarlos.


Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al<br />

libre en semejante estilo, estuvo por hacerse la<br />

cruz, de admirado, y no podía saber lo que le<br />

había acontencido; y en la mesma admiración<br />

cayeron todos los que con él venían.<br />

En esto, Sancho Panza, que se había acercado a<br />

oír la plática, para adobarlo todo, dijo:<br />

-Ahora, señores, quiéranme bien o quiéranme<br />

mal por lo que dijere, el caso de ello es que así<br />

va encantado mi señor don <strong>Quijote</strong> como mi<br />

madre; él tiene su entero juicio, él come y bebe<br />

y hace sus necesidades como los demás hombres,<br />

y como las hacía ayer, antes que le enjaulasen.<br />

Siendo esto ansí, ¿cómo quieren hacerme<br />

a mí entender que va encantado? Pues yo he<br />

oído decir a muchas personas que los encantados<br />

ni comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo,<br />

si no le van a la mano, hablará más que treinta<br />

procuradores.


Y, volviéndose a mirar al cura, prosiguió diciendo:<br />

-¡Ah señor cura, señor cura! ¿Pensaba vuestra<br />

merced que no le conozco, y pensará que yo no<br />

calo y adivino adónde se encaminan estos nuevos<br />

encantamentos? Pues sepa que le conozco,<br />

por más que se encubra el rostro, y sepa que le<br />

entiendo, por más que disimule sus embustes.<br />

En fin, donde reina la envidia no puede vivir la<br />

virtud, ni adonde hay escaseza la liberalidad.<br />

!Mal haya el diablo!; que, si por su reverencia<br />

no fuera, ésta fuera ya la hora que mi<br />

señor estuviera casado con la infanta Micomicona,<br />

y yo fuera conde, por lo menos, pues no<br />

se podía esperar otra cosa, así de la bondad de<br />

mi señor el de la Triste Figura como de la grandeza<br />

de mis servicios. Pero ya veo que es verdad<br />

lo que se dice por ahí: que la rueda de la<br />

Fortuna anda más lista que una rueda de molino,<br />

y que los que ayer estaban en pinganitos<br />

hoy están por el suelo. De mis hijos y de mi


mujer me pesa, pues cuando podían y debían<br />

esperar ver entrar a su padre por sus puertas<br />

hecho gobernador o visorrey de alguna ínsula o<br />

reino, le verán entrar hecho mozo de caballos.<br />

Todo esto que he dicho, señor cura, no es más<br />

de por encarecer a su paternidad haga conciencia<br />

del mal tratamiento que a mi señor se le<br />

hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida<br />

esta prisión de mi amo, y se le haga cargo de<br />

todos aquellos socorros y bienes que mi señor<br />

don <strong>Quijote</strong> deja de hacer en este tiempo que<br />

está preso.<br />

-¡Adóbame esos candiles! -dijo a este punto el<br />

barbero-. ¿También vos, Sancho, sois de la cofradía<br />

de vuestro amo? ¡Vive el Señor, que voy<br />

viendo que le habéis de tener compañía en la<br />

jaula, y que habéis de quedar tan encantado<br />

como él, por lo que os toca de su humor y de su<br />

caballería! En mal punto os empreñastes de sus<br />

promesas, y en mal hora se os entró en los cascos<br />

la ínsula que tanto deseáis.


-Yo no estoy preñado de nadie -respondió Sancho-,<br />

ni soy hombre que me dejaría empreñar,<br />

del rey que fuese; y, aunque pobre, soy cristiano<br />

viejo, y no debo nada a nadie; y si ínsulas<br />

deseo, otros desean otras cosas peores; y cada<br />

uno es hijo de sus obras; y, debajo de ser hombre,<br />

puedo venir a ser papa, cuanto más gobernador<br />

de una ínsula, y más pudiendo ganar<br />

tantas mi señor que le falte a quien dallas.<br />

Vuestra merced mire cómo habla, señor barbero;<br />

que no es todo hacer barbas, y algo va de<br />

Pedro a Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos,<br />

y a mí no se me ha de echar dado falso.<br />

Y en esto del encanto de mi amo, Dios sabe la<br />

verdad; y quédese aquí, porque es peor meneallo.<br />

No quiso responder el barbero a Sancho, porque<br />

no descubriese con sus simplicidades lo<br />

que él y el cura tanto procuraban encubrir; y,<br />

por este mesmo temor, había el cura dicho al<br />

canónigo que caminasen un poco delante: que


él le diría el misterio del enjaulado, con otras<br />

cosas que le diesen gusto. Hízolo así el canónigo,<br />

y adelantóse con sus criados y con él: estuvo<br />

atento a todo aquello que decirle quiso de la<br />

condición, vida, locura y costumbres de don<br />

<strong>Quijote</strong>, contándole brevemente el principio y<br />

causa de su desvarío, y todo el progreso de sus<br />

sucesos, hasta haberlo puesto en aquella jaula,<br />

y el disignio que llevaban de llevarle a su tierra,<br />

para ver si por algún medio hallaban remedio a<br />

su locura.<br />

Admiráronse de nuevo los criados y el canónigo<br />

de oír la peregrina historia de don <strong>Quijote</strong>,<br />

y, en acabándola de oír, dijo:<br />

-Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi<br />

cuenta que son perjudiciales en la república<br />

estos que llaman libros de caballerías; y, aunque<br />

he leído, llevado de un ocioso y falso gusto,<br />

casi el principio de todos los más que hay impresos,<br />

jamás me he podido acomodar a leer<br />

ninguno del principio al cabo, porque me pare-


ce que, cuál más, cuál menos, todos ellos son<br />

una mesma cosa, y no tiene más éste que aquél,<br />

ni estotro que el otro. Y, según a mí me parece,<br />

este género de escritura y composición cae debajo<br />

de aquel de las fábulas que llaman milesias,<br />

que son cuentos disparatados, que atienden<br />

solamente a deleitar, y no a enseñar: al contrario<br />

de lo que hacen las fábulas apólogas, que<br />

deleitan y enseñan juntamente. Y, puesto que el<br />

principal intento de semejantes libros sea el<br />

deleitar, no sé yo cómo puedan conseguirle,<br />

yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates;<br />

que el deleite que en el alma se concibe<br />

ha de ser de la hermosura y concordancia que<br />

vee o contempla en las cosas que la vista o la<br />

imaginación le ponen delante; y toda cosa que<br />

tiene en sí fealdad y descompostura no nos<br />

puede causar contento alguno. Pues, ¿qué hermosura<br />

puede haber, o qué proporción de partes<br />

con el todo y del todo con las partes, en un<br />

libro o fábula donde un mozo de diez y seis<br />

años da una cuchillada a un gigante como una


torre, y le divide en dos mitades, como si fuera<br />

de alfeñique; y que, cuando nos quieren pintar<br />

una batalla, después de haber dicho que hay de<br />

la parte de los enemigos un millón de competientes,<br />

como sea contra ellos el señor del libro,<br />

forzosamente, mal que nos pese, habemos de<br />

entender que el tal caballero alcanzó la vitoria<br />

por solo el valor de su fuerte brazo? Pues, ¿qué<br />

diremos de la facilidad con que una reina o<br />

emperatriz heredera se conduce en los brazos<br />

de un andante y no conocido caballero? ¿Qué<br />

ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto,<br />

podrá contentarse leyendo que una gran torre<br />

llena de caballeros va por la mar adelante, como<br />

nave con próspero viento, y hoy anochece<br />

en Lombardía, y mañana amanezca en tierras<br />

del Preste Juan de las Indias, o en otras que ni<br />

las descubrió Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y,<br />

si a esto se me respondiese que los que tales<br />

libros componen los escriben como cosas de<br />

mentira, y que así, no están obligados a mirar<br />

en delicadezas ni verdades, responderles hía yo


que tanto la mentira es mejor cuanto más parece<br />

verdadera, y tanto más agrada cuanto tiene<br />

más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las<br />

fábulas mentirosas con el entendimiento de los<br />

que las leyeren, escribiéndose de suerte que,<br />

facilitando los imposibles, allanando las grandezas,<br />

suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan,<br />

alborocen y entretengan, de modo que<br />

anden a un mismo paso la admiración y la<br />

alegría juntas; y todas estas cosas no podrá<br />

hacer el que huyere de la verisimilitud y de la<br />

imitación, en quien consiste la perfeción de lo<br />

que se escribe. No he visto ningún libro de caballerías<br />

que haga un cuerpo de fábula entero<br />

con todos sus miembros, de manera que el medio<br />

corresponda al principio, y el fin al principio<br />

y al medio; sino que los componen con tantos<br />

miembros, que más parece que llevan intención<br />

a formar una quimera o un monstruo que<br />

a hacer una figura proporcionada. Fuera desto,<br />

son en el estilo duros; en las hazañas, increíbles;<br />

en los amores, lascivos; en las cortesías, mal


mirados; largos en las batallas, necios en las<br />

razones, disparatados en los viajes, y, finalmente,<br />

ajenos de todo discreto artificio, y por esto<br />

dignos de ser desterrados de la república cristiana,<br />

como a gente inútil.<br />

El cura le estuvo escuchando con grande atención,<br />

y parecióle hombre de buen entendimiento,<br />

y que tenía razón en cuanto decía; y así, le<br />

dijo que, por ser él de su mesma opinión y tener<br />

ojeriza a los libros de caballerías, había<br />

quemado todos los de don <strong>Quijote</strong>, que eran<br />

muchos. Y contóle el escrutinio que dellos había<br />

hecho, y los que había condenado al fuego y<br />

dejado con vida, de que no poco se rió el canónigo,<br />

y dijo que, con todo cuanto mal había<br />

dicho de tales libros, hallaba en ellos una cosa<br />

buena: que era el sujeto que ofrecían para que<br />

un buen entendimiento pudiese mostrarse en<br />

ellos, porque daban largo y espacioso campo<br />

por donde sin empacho alguno pudiese correr<br />

la pluma, descubriendo naufragios, tormentas,


encuentros y batallas; pintando un capitán<br />

valeroso con todas las partes que para ser tal se<br />

requieren, mostrándose prudente previniendo<br />

las astucias de sus enemigos, y elocuente orador<br />

persuadiendo o disuadiendo a sus soldados,<br />

maduro en el consejo, presto en lo determinado,<br />

tan valiente en el esperar como en el<br />

acometer; pintando ora un lamentable y trágico<br />

suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento;<br />

allí una hermosísima dama, honesta,<br />

discreta y recatada; aquí un caballero cristiano,<br />

valiente y comedido; acullá un desaforado<br />

bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso<br />

y bien mirado; representando bondad y<br />

lealtad de vasallos, grandezas y mercedes de<br />

señores. Ya puede mostrarse astrólogo, ya<br />

cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente<br />

en las materias de estado, y tal vez le vendrá<br />

ocasión de mostrarse nigromante, si quisiere.<br />

Puede mostrar las astucias de Ulixes, la piedad<br />

de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias<br />

de Héctor, las traiciones de Sinón, la amistad de


Eurialio, la liberalidad de Alejandro, el valor de<br />

César, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad<br />

de Zopiro, la prudencia de Catón; y,<br />

finalmente, todas aquellas acciones que pueden<br />

hacer perfecto a un varón ilustre, ahora poniéndolas<br />

en uno solo, ahora dividiéndolas en<br />

muchos.<br />

-Y, siendo esto hecho con apacibilidad de estilo<br />

y con ingeniosa invención, que tire lo más que<br />

fuere posible a la verdad, sin duda compondrá<br />

una tela de varios y hermosos lazos tejida, que,<br />

después de acabada, tal perfeción y hermosura<br />

muestre, que consiga el fin mejor que se pretende<br />

en los escritos, que es enseñar y deleitar<br />

juntamente, como ya tengo dicho. Porque la<br />

escritura desatada destos libros da lugar a que<br />

el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico,<br />

cómico, con todas aquellas partes que encierran<br />

en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la<br />

poesía y de la oratoria; que la épica también<br />

puede escrebirse en prosa como en verso.


Capítulo XLVIII<br />

<strong>Don</strong>de prosigue el canónigo la materia de los<br />

libros de caballerías, con otras cosas dignas de<br />

su ingenio<br />

-Así es como vuestra merced dice, señor canónigo<br />

-dijo el cura-, y por esta causa son más<br />

dignos de reprehensión los que hasta aquí han<br />

compuesto semejantes libros sin tener advertencia<br />

a ningún buen discurso, ni al arte y reglas<br />

por donde pudieran guiarse y hacerse famosos<br />

en prosa, como lo son en verso los dos<br />

príncipes de la poesía griega y latina.<br />

-Yo, a lo menos -replicó el canónigo-, he tenido<br />

cierta tentación de hacer un libro de caballerías,<br />

guardando en él todos los puntos que he significado;<br />

y si he de confesar la verdad, tengo escritas<br />

más de cien hojas. Y para hacer la experiencia<br />

de si correspondían a mi estimación, las<br />

he comunicado con hombres apasionados desta<br />

leyenda, dotos y discretos, y con otros ignoran-


tes, que sólo atienden al gusto de oír disparates,<br />

y de todos he hallado una agradable aprobación;<br />

pero, con todo esto, no he proseguido adelante,<br />

así por parecerme que hago cosa ajena de<br />

mi profesión, como por ver que es más el<br />

número de los simples que de los prudentes; y<br />

que, puesto que es mejor ser loado de los pocos<br />

sabios que burlado de los muchos necios, no<br />

quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido<br />

vulgo, a quien por la mayor parte toca leer<br />

semejantes libros. Pero lo que más me le quitó<br />

de las manos, y aun del pensamiento, de acabarle,<br />

fue un argumento que hice conmigo<br />

mesmo, sacado de las comedias que ahora se<br />

representa, diciendo: Si estas que ahora se usan,<br />

así las imaginadas como las de historia, todas o las<br />

más son conocidos disparates y cosas que no llevan<br />

pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con<br />

gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando<br />

tan lejos de serlo, y los autores que las componen y<br />

los actores que las representan dicen que así han de<br />

ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra ma-


nera; y que las que llevan traza y siguen la fábula<br />

como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos<br />

que las entienden, y todos los demás se quedan<br />

ayunos de entender su artificio, y que a ellos les está<br />

mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión<br />

con los pocos, deste modo vendrá a ser un libro,<br />

al cabo de haberme quemado las cejas por guardar<br />

los preceptos referidos, y vendré a ser el sastre del<br />

cantillo. Y, aunque algunas veces he procurado<br />

persuadir a los actores que se engañan en tener<br />

la opinión que tienen, y que más gente atraerán<br />

y más fama cobrarán representando comedias<br />

que hagan el arte que no con las disparatadas, y<br />

están tan asidos y encorporados en su parecer,<br />

que no hay razón ni evidencia que dél los saque.<br />

Acuérdome que un día dije a uno destos<br />

pertinaces: Decidme, ¿no os acordáis que ha pocos<br />

años que se representaron en España tres tragedias<br />

que compuso un famoso poeta destos reinos, las cuales<br />

fueron tales, que admiraron, alegraron y suspendieron<br />

a todos cuantos las oyeron, así simples como<br />

prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y<br />

dieron más dineros a los representantes ellas tres


solas que treinta de las mejores que después acá se<br />

han hecho? Sin duda -respondió el autor que digo-,<br />

que debe de decir vuestra merced por La Isabela, La<br />

Filis y La Alejandra. Por ésas digo -le repliqué yo-; y<br />

mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si<br />

por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de<br />

agradar a todo el mundo.<br />

Así que no está la falta en el vulgo, que pide<br />

disparates, sino en aquellos que no saben representar<br />

otra cosa. Sí, que no fue disparate La<br />

ingratitud vengada, ni le tuvo La Numancia, ni<br />

se le halló en la del Mercader amante, ni menos<br />

en La enemiga favorable, ni en otras algunas<br />

que de algunos entendidos poetas han sido<br />

compuestas, para fama y renombre suyo, y para<br />

ganancia de los que las han representado. Y<br />

otras cosas añadí a éstas, con que, a mi parecer, le<br />

dejé algo confuso, pero no satisfecho ni convencido<br />

para sacarle de su errado pensamiento.<br />

-En materia ha tocado vuestra merced, señor<br />

canónigo -dijo a esta sazón el cura-, que ha


despertado en mí un antiguo rancor que tengo<br />

con las comedias que agora se usan, tal, que<br />

iguala al que tengo con los libros de caballerías;<br />

porque, habiendo de ser la comedia, según le<br />

parece a Tulio, espejo de la vida humana, ejemplo<br />

de las costumbres y imagen de la verdad,<br />

las que ahora se representan son espejos de<br />

disparates, ejemplos de necedades e imágenes<br />

de lascivia. Porque, ¿qué mayor disparate puede<br />

ser en el sujeto que tratamos que salir un<br />

niño en mantillas en la primera cena del primer<br />

acto, y en la segunda salir ya hecho hombre<br />

barbado? Y ¿qué mayor que pintarnos un viejo<br />

valiente y un mozo cobarde, un lacayo rectórico,<br />

un paje consejero, un rey ganapán y una<br />

princesa fregona? ¿Qué diré, pues, de la observancia<br />

que guardan en los tiempos en que pueden<br />

o podían suceder las acciones que representan,<br />

sino que he visto comedia que la primera<br />

jornada comenzó en Europa, la segunda en<br />

Asia, la tercera se acabó en Africa, y ansí fuera<br />

de cuatro jornadas, la cuarta acababa en Améri-


ca, y así se hubiera hecho en todas las cuatro<br />

partes del mundo? Y si es que la imitación es lo<br />

principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es<br />

posible que satisfaga a ningún mediano entendimiento<br />

que, fingiendo una acción que pasa en<br />

tiempo del rey Pepino y Carlomagno, el mismo<br />

que en ella hace la persona principal le atribuyan<br />

que fue el emperador Heraclio, que entró<br />

con la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa<br />

Santa, como Godofre de Bullón, habiendo infinitos<br />

años de lo uno a lo otro; y fundándose la<br />

comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades<br />

de historia, y mezclarle pedazos de otras sucedidas<br />

a diferentes personas y tiempos, y esto,<br />

no con trazas verisímiles, sino con patentes<br />

errores de todo punto inexcusables? Y es lo<br />

malo que hay ignorantes que digan que esto es<br />

lo perfecto, y que lo demás es buscar gullurías.<br />

Pues, ¿qué si venimos a las comedias divinas?:<br />

¡qué de milagros falsos fingen en ellas, qué de<br />

cosas apócrifas y mal entendidas, atribuyendo a


un santo los milagros de otro! Y aun en las<br />

humanas se atreven a hacer milagros, sin más<br />

respeto ni consideración que parecerles que allí<br />

estará bien el tal milagro y apariencia, como<br />

ellos llaman, para que gente ignorante se admire<br />

y venga a la comedia; que todo esto es en<br />

perjuicio de la verdad y en menoscabo de las<br />

historias, y aun en oprobrio de los ingenios<br />

españoles; porque los estranjeros, que con mucha<br />

puntualidad guardan las leyes de la comedia,<br />

nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo<br />

los absurdos y disparates de las que hacemos.<br />

Y no sería bastante disculpa desto decir<br />

que el principal intento que las repúblicas bien<br />

ordenadas tienen, permitiendo que se hagan<br />

públicas comedias, es para entretener la comunidad<br />

con alguna honesta recreación, y divertirla<br />

a veces de los malos humores que suele engendrar<br />

la ociosidad; y que, pues éste se consigue<br />

con cualquier comedia, buena o mala, no<br />

hay para qué poner leyes, ni estrechar a los que<br />

las componen y representan a que las hagan


como debían hacerse, pues, como he dicho, con<br />

cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende.<br />

A lo cual respondería yo que este fin se<br />

conseguiría mucho mejor, sin comparación alguna,<br />

con las comedias buenas que con las no<br />

tales; porque, de haber oído la comedia artificiosa<br />

y bien ordenada, saldría el oyente alegre<br />

con las burlas, enseñado con las veras, admirado<br />

de los sucesos, discreto con las razones, advertido<br />

con los embustes, sagaz con los ejemplos,<br />

airado contra el vicio y enamorado de la<br />

virtud; que todos estos afectos ha de despertar<br />

la buena comedia en el ánimo del que la escuchare,<br />

por rústico y torpe que sea; y de toda<br />

imposibilidad es imposible dejar de alegrar y<br />

entretener, satisfacer y contentar, la comedia<br />

que todas estas partes tuviere mucho más que<br />

aquella que careciere dellas, como por la mayor<br />

parte carecen estas que de ordinario agora se<br />

representan. Y no tienen la culpa desto los poetas<br />

que las componen, porque algunos hay dellos<br />

que conocen muy bien en lo que yerran, y


saben estremadamente lo que deben hacer; pero,<br />

como las comedias se han hecho mercadería<br />

vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes<br />

no se las comprarían si no fuesen de<br />

aquel jaez; y así, el poeta procura acomodarse<br />

con lo que el representante que le ha de pagar<br />

su obra le pide.<br />

Y que esto sea verdad véase por muchas e infinitas<br />

comedias que ha compuesto un felicísimo<br />

ingenio destos reinos, con tanta gala, con tanto<br />

donaire, con tan elegante verso, con tan buenas<br />

razones, con tan graves sentencias y, finalmente,<br />

tan llenas de elocución y alteza de estilo, que<br />

tiene lleno el mundo de su fama. Y, por querer<br />

acomodarse al gusto de los representantes, no<br />

han llegado todas, como han llegado algunas,<br />

al punto de la perfección que requieren. Otros<br />

las componen tan sin mirar lo que hacen, que<br />

después de representadas tienen necesidad los<br />

recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de<br />

ser castigados, como lo han sido muchas veces,


por haber representado cosas en perjuicio de<br />

algunos reyes y en deshonra de algunos linajes.<br />

Y todos estos inconvinientes cesarían, y aun<br />

otros muchos más que no digo, con que hubiese<br />

en la Corte una persona inteligente y discreta<br />

que examinase todas las comedias antes que se<br />

representasen (no sólo aquellas que se hiciesen<br />

en la Corte, sino todas las que se quisiesen representar<br />

en España), sin la cual aprobación,<br />

sello y firma, ninguna justicia en su lugar dejase<br />

representar comedia alguna; y, desta manera,<br />

los comediantes tendrían cuidado de enviar<br />

las comedias a la Corte, y con seguridad podrían<br />

representallas, y aquellos que las componen<br />

mirarían con más cuidado y estudio lo que hacían,<br />

temorosos de haber de pasar sus obras por<br />

el riguroso examen de quien lo entiende; y desta<br />

manera se harían buenas comedias y se conseguiría<br />

felicísimamente lo que en ellas se pretende:<br />

así el entretenimiento del pueblo, como<br />

la opinión de los ingenios de España, el interés<br />

y seguridad de los recitantes y el ahorro del


cuidado de castigallos. Y si diese cargo a otro, o<br />

a este mismo, que examinase los libros de caballerías<br />

que de nuevo se compusiesen, sin duda<br />

podrían salir algunos con la perfección que<br />

vuestra merced ha dicho, enriqueciendo nuestra<br />

lengua del agradable y precioso tesoro de la<br />

elocuencia, dando ocasión que los libros viejos<br />

se escureciesen a la luz de los nuevos que saliesen,<br />

para honesto pasatiempo, no solamente de<br />

los ociosos, sino de los más ocupados; pues no<br />

es posible que esté continuo el arco armado, ni<br />

la condición y flaqueza humana se pueda sustentar<br />

sin alguna lícita recreación.<br />

A este punto de su coloquio llegaban el canónigo<br />

y el cura, cuando, adelantándose el barbero,<br />

llegó a ellos, y dijo al cura:<br />

-Aquí, señor licenciado, es el lugar que yo dije<br />

que era bueno para que, sesteando nosotros,<br />

tuviesen los bueyes fresco y abundoso pasto.<br />

-Así me lo parece a mí -respondió el cura.


Y, diciéndole al canónigo lo que pensaba hacer,<br />

él también quiso quedarse con ellos, convidado<br />

del sitio de un hermoso valle que a la vista se<br />

les ofrecía. Y, así por gozar dél como de la conversación<br />

del cura, de quien ya iba aficionado,<br />

y por saber más por menudo las hazañas de<br />

don <strong>Quijote</strong>, mandó a algunos de sus criados<br />

que se fuesen a la venta, que no lejos de allí<br />

estaba, y trujesen della lo que hubiese de comer,<br />

para todos, porque él determinaba de sestear<br />

en aquel lugar aquella tarde; a lo cual uno<br />

de sus criados respondió que el acémila del<br />

repuesto, que ya debía de estar en la venta, traía<br />

recado bastante para no obligar a no tomar<br />

de la venta más que cebada.<br />

-Pues así es -dijo el canónigo-, llévense allá todas<br />

las cabalgaduras, y haced volver la acémila.<br />

En tanto que esto pasaba, viendo Sancho que<br />

podía hablar a su amo sin la continua asistencia<br />

del cura y el barbero, que tenía por sospecho-


sos, se llegó a la jaula donde iba su amo, y le<br />

dijo:<br />

-Señor, para descargo de mi conciencia, le quiero<br />

decir lo que pasa cerca de su encantamento;<br />

y es que aquestos dos que vienen aquí cubiertos<br />

los rostros son el cura de nuestro lugar y el<br />

barbero; y imagino han dado esta traza de llevalle<br />

desta manera, de pura envidia que tienen<br />

como vuestra merced se les adelanta en hacer<br />

famosos hechos. Presupuesta, pues, esta verdad,<br />

síguese que no va encantado, sino embaído<br />

y tonto. Para prueba de lo cual le quiero<br />

preguntar una cosa; y si me responde como<br />

creo que me ha de responder, tocará con la mano<br />

este engaño y verá como no va encantado,<br />

sino trastornado el juicio.<br />

-Pregunta lo que quisieres, hijo Sancho -<br />

respondió don <strong>Quijote</strong>-, que yo te satisfaré y<br />

responderé a toda tu voluntad. Y en lo que dices<br />

que aquellos que allí van y vienen con nosotros<br />

son el cura y el barbero, nuestros compa-


triotos y conocidos, bien podrá ser que parezca<br />

que son ellos mesmos; pero que lo sean realmente<br />

y en efeto, eso no lo creas en ninguna<br />

manera.<br />

Lo que has de creer y entender es que si ellos se<br />

les parecen, como dices, debe de ser que los que<br />

me han encantado habrán tomado esa apariencia<br />

y semejanza; porque es fácil a los encantadores<br />

tomar la figura que se les antoja, y habrán<br />

tomado las destos nuestros amigos, para darte<br />

a ti ocasión de que pienses lo que piensas, y<br />

ponerte en un laberinto de imaginaciones, que<br />

no aciertes a salir dél, aunque tuvieses la soga<br />

de Teseo. Y también lo habrán hecho para que<br />

yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar<br />

de dónde me viene este daño; porque si, por<br />

una parte, tú me dices que me acompañan el<br />

barbero y el cura de nuestro pueblo, y, por otra,<br />

yo me veo enjaulado, y sé de mí que fuerzas<br />

humanas, como no fueran sobrenaturales, no<br />

fueran bastantes para enjaularme, ¿qué quieres


que diga o piense sino que la manera de mi<br />

encantamento excede a cuantas yo he leído en<br />

todas las historias que tratan de caballeros andantes<br />

que han sido encantados?<br />

Ansí que, bien puedes darte paz y sosiego en<br />

esto de creer que son los que dices, porque así<br />

son ellos como yo soy turco. Y, en lo que toca a<br />

querer preguntarme algo, di, que yo te responderé,<br />

aunque me preguntes de aquí a mañana.<br />

-¡Válame Nuestra Señora! -respondió Sancho,<br />

dando una gran voz-. Y ¿es posible que sea<br />

vuestra merced tan duro de celebro, y tan falto<br />

de meollo, que no eche de ver que es pura verdad<br />

la que le digo, y que en esta su prisión y<br />

desgracia tiene más parte la malicia que el encanto?<br />

Pero, pues así es, yo le quiero probar<br />

evidentemente como no va encantado. Si no,<br />

dígame, así Dios le saque desta tormenta, y así<br />

se vea en los brazos de mi señora Dulcinea<br />

cuando menos se piense...


-Acaba de conjurarme -dijo don <strong>Quijote</strong>-, y<br />

pregunta lo que quisieres; que ya te he dicho<br />

que te responderé con toda puntualidad.<br />

-Eso pido -replicó Sancho-; y lo que quiero saber<br />

es que me diga, sin añadir ni quitar cosa<br />

ninguna, sino con toda verdad, como se espera<br />

que la han de decir y la dicen todos aquellos<br />

que profesan las armas, como vuestra merced<br />

las profesa, debajo de título de caballeros andantes...<br />

-Digo que no mentiré en cosa alguna -<br />

respondió don <strong>Quijote</strong>-. Acaba ya de preguntar,<br />

que en verdad que me cansas con tantas salvas,<br />

plegarias y prevenciones, Sancho.<br />

-Digo que yo estoy seguro de la bondad y verdad<br />

de mi amo; y así, porque hace al caso a<br />

nuestro cuento, pregunto, hablando con acatamiento,<br />

si acaso después que vuestra merced va<br />

enjaulado y, a su parecer, encantado en esta


jaula, le ha venido gana y voluntad de hacer<br />

aguas mayores o menores, como suele decirse.<br />

-No entiendo eso de hacer aguas, Sancho; aclárate<br />

más, si quieres que te responda derechamente.<br />

-¿Es posible que no entiende vuestra merced de<br />

hacer aguas menores o mayores? Pues en la<br />

escuela destetan a los muchachos con ello. Pues<br />

sepa que quiero decir si le ha venido gana de<br />

hacer lo que no se escusa.<br />

-¡Ya, ya te entiendo, Sancho! Y muchas veces; y<br />

aun agora la tengo. ¡Sácame deste peligro, que<br />

no anda todo limpio!


Capítulo XLIX<br />

<strong>Don</strong>de se trata del discreto coloquio que Sancho<br />

Panza tuvo con su señor don <strong>Quijote</strong><br />

-¡Ah -dijo Sancho-; cogido le tengo! Esto es lo<br />

que yo deseaba saber, como al alma y como a la<br />

vida. Venga acá, señor: ¿podría negar lo que<br />

comúnmente suele decirse por ahí cuando una<br />

persona está de mala voluntad: "No sé qué tiene<br />

fulano, que ni come, ni bebe, ni duerme, ni<br />

responde a propósito a lo que le preguntan, que<br />

no parece sino que está encantado"? De donde<br />

se viene a sacar que los que no comen, ni beben,<br />

ni duermen, ni hacen las obras naturales<br />

que yo digo, estos tales están encantados; pero<br />

no aquellos que tienen la gana que vuestra<br />

merced tiene y que bebe cuando se lo dan, y<br />

come cuando lo tiene, y responde a todo aquello<br />

que le preguntan.<br />

-Verdad dices, Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-,<br />

pero ya te he dicho que hay muchas maneras


de encantamentos, y podría ser que con el<br />

tiempo se hubiesen mudado de unos en otros, y<br />

que agora se use que los encantados hagan todo<br />

lo que yo hago, aunque antes no lo hacían.<br />

De manera que contra el uso de los tiempos no<br />

hay que argüir ni de qué hacer consecuencias.<br />

Yo sé y tengo para mí que voy encantado, y<br />

esto me basta para la seguridad de mi conciencia;<br />

que la formaría muy grande si yo pensase<br />

que no estaba encantado y me dejase estar en<br />

esta jaula, perezoso y cobarde, defraudando el<br />

socorro que podría dar a muchos menesterosos<br />

y necesitados que de mi ayuda y amparo deben<br />

tener a la hora de ahora precisa y estrema necesidad.<br />

-Pues, con todo eso -replicó Sancho-, digo que,<br />

para mayor abundancia y satisfación, sería bien<br />

que vuestra merced probase a salir desta cárcel,<br />

que yo me obligo con todo mi poder a facilitarlo,<br />

y aun a sacarle della, y probase de nuevo a<br />

subir sobre su buen Rocinante, que también


parece que va encantado, según va de malencólico<br />

y triste; y, hecho esto, probásemos otra vez<br />

la suerte de buscar más aventuras; y si no nos<br />

sucediese bien, tiempo nos queda para volvernos<br />

a la jaula, en la cual prometo, a ley de buen<br />

y leal escudero, de encerrarme juntamente con<br />

vuestra merced, si acaso fuere vuestra merced<br />

tan desdichado, o yo tan simple, que no acierte<br />

a salir con lo que digo.<br />

-Yo soy contento de hacer lo que dices, Sancho<br />

hermano -replicó don <strong>Quijote</strong>-; y cuando tú<br />

veas coyuntura de poner en obra mi libertad,<br />

yo te obedeceré en todo y por todo; pero tú,<br />

Sancho, verás como te engañas en el conocimiento<br />

de mi desgracia.<br />

En estas pláticas se entretuvieron el caballero<br />

andante y el mal andante escudero, hasta que<br />

llegaron donde, ya apeados, los aguardaban el<br />

cura, el canónigo y el barbero. Desunció luego<br />

los bueyes de la carreta el boyero, y dejólos<br />

andar a sus anchuras por aquel verde y apaci-


le sitio, cuya frescura convidaba a quererla<br />

gozar, no a las personas tan encantadas como<br />

don <strong>Quijote</strong>, sino a los tan advertidos y discretos<br />

como su escudero; el cual rogó al cura que<br />

permitiese que su señor saliese por un rato de<br />

la jaula, porque si no le dejaban salir, no iría tan<br />

limpia aquella prisión como requiría la decencia<br />

de un tal caballero como su amo. Entendióle<br />

el cura, y dijo que de muy buena gana haría lo<br />

que le pedía si no temiera que, en viéndose su<br />

señor en libertad, había de hacer de las suyas, y<br />

irse donde jamás gentes le viesen.<br />

-Yo le fío de la fuga -respondió Sancho.<br />

-Y yo y todo -dijo el canónigo-; y más si él me<br />

da la palabra, como caballero, de no apartarse<br />

de nosotros hasta que sea nuestra voluntad.<br />

-Sí doy -respondió don <strong>Quijote</strong>, que todo lo<br />

estaba escuchando-; cuanto más, que el que está<br />

encantado, como yo, no tiene libertad para<br />

hacer de su persona lo que quisiere, porque el


que le encantó le puede hacer que no se mueva<br />

de un lugar en tres siglos; y si hubiere huido, le<br />

hará volver en volandas. -Y que, pues esto era<br />

así, bien podían soltalle, y más, siendo tan en<br />

provecho de todos; y del no soltalle les protestaba<br />

que no podía dejar de fatigalles el olfato, si<br />

de allí no se desviaban.<br />

Tomóle la mano el canónigo, aunque las tenía<br />

atadas, y, debajo de su buena fe y palabra, le<br />

desenjaularon, de que él se alegró infinito y en<br />

grande manera de verse fuera de la jaula. Y lo<br />

primero que hizo fue estirarse todo el cuerpo, y<br />

luego se fue donde estaba Rocinante, y, dándole<br />

dos palmadas en las ancas, dijo:<br />

-Aún espero en Dios y en su bendita Madre,<br />

flor y espejo de los caballos, que presto nos<br />

hemos de ver los dos cual deseamos; tú, con tu<br />

señor a cuestas; y yo, encima de ti, ejercitando<br />

el oficio para que Dios me echó al mundo.


Y, diciendo esto, don <strong>Quijote</strong> se apartó con<br />

Sancho en remota parte, de donde vino más<br />

aliviado y con más deseos de poner en obra lo<br />

que su escudero ordenase.<br />

Mirábalo el canónigo, y admirábase de ver la<br />

estrañeza de su grande locura, y de que, en<br />

cuanto hablaba y respondía, mostraba tener<br />

bonísimo entendimiento: solamente venía a<br />

perder los estribos, como otras veces se ha dicho,<br />

en tratándole de caballería. Y así, movido<br />

de compasión, después de haberse sentado todos<br />

en la verde yerba, para esperar el repuesto<br />

del canónigo, le dijo:<br />

-¿Es posible, señor hidalgo, que haya podido<br />

tanto con vuestra merced la amarga y ociosa<br />

letura de los libros de caballerías, que le hayan<br />

vuelto el juicio de modo que venga a creer que<br />

va encantado, con otras cosas deste jaez, tan<br />

lejos de ser verdaderas como lo está la mesma<br />

mentira de la verdad? Y ¿cómo es posible que<br />

haya entendimiento humano que se dé a en-


tender que ha habido en el mundo aquella infinidad<br />

de Amadises, y aquella turbamulta de<br />

tanto famoso caballero, tanto emperador de<br />

Trapisonda, tanto Felixmarte de Hircania, tanto<br />

palafrén, tanta doncella andante, tantas sierpes,<br />

tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas<br />

aventuras, tanto género de encantamentos,<br />

tantas batallas, tantos desaforados encuentros,<br />

tanta bizarría de trajes, tantas princesas enamoradas,<br />

tantos escuderos condes, tantos enanos<br />

graciosos, tanto billete, tanto requiebro, tantas<br />

mujeres valientes; y, finalmente, tantos y tan<br />

disparatados casos como los libros de caballerías<br />

contienen? De mí sé decir que, cuando los<br />

leo, en tanto que no pongo la imaginación en<br />

pensar que son todos mentira y liviandad, me<br />

dan algún contento; pero, cuando caigo en la<br />

cuenta de lo que son, doy con el mejor dellos en<br />

la pared, y aun diera con él en el fuego si cerca<br />

o presente le tuviera, bien como a merecedores<br />

de tal pena, por ser falsos y embusteros, y fuera<br />

del trato que pide la común naturaleza, y como


a inventores de nuevas sectas y de nuevo modo<br />

de vida, y como a quien da ocasión que el vulgo<br />

ignorante venga a creer y a tener por verdaderas<br />

tantas necedades como contienen. Y aun<br />

tienen tanto atrevimiento, que se atreven a turbar<br />

los ingenios de los discretos y bien nacidos<br />

hidalgos, como se echa bien de ver por lo que<br />

con vuestra merced han hecho, pues le han<br />

traído a términos que sea forzoso encerrarle en<br />

una jaula, y traerle sobre un carro de bueyes,<br />

como quien trae o lleva algún león o algún tigre,<br />

de lugar en lugar, para ganar con él dejando<br />

que le vean. ¡Ea, señor don <strong>Quijote</strong>, duélase<br />

de sí mismo, y redúzgase al gremio de la discreción,<br />

y sepa usar de la mucha que el cielo fue<br />

servido de darle, empleando el felicísimo talento<br />

de su ingenio en otra letura que redunde en<br />

aprovechamiento de su conciencia y en aumento<br />

de su honra! Y si todavía, llevado de su natural<br />

inclinación, quisiere leer libros de hazañas y<br />

de caballerías, lea en la Sacra Escritura el de los<br />

Jueces; que allí hallará verdades grandiosas y


hechos tan verdaderos como valientes. Un Viriato<br />

tuvo Lusitania; un César, Roma; un Anibal,<br />

Cartago; un Alejandro, Grecia; un conde<br />

Fernán González, Castilla; un Cid, Valencia; un<br />

Gonzalo Fernández, Andalucía; un Diego García<br />

de Paredes, Estremadura; un Garci Pérez de<br />

Vargas, Jerez; un Garcilaso, Toledo; un don<br />

Manuel de León, Sevilla, cuya leción de sus<br />

valerosos hechos puede entretener, enseñar,<br />

deleitar y admirar a los más altos ingenios que<br />

los leyeren. Ésta sí será letura digna del buen<br />

entendimiento de vuestra merced, señor don<br />

<strong>Quijote</strong> mío, de la cual saldrá erudito en la historia,<br />

enamorado de la virtud, enseñado en la<br />

bondad, mejorado en las costumbres, valiente<br />

sin temeridad, osado sin cobardía, y todo esto,<br />

para honra de Dios, provecho suyo y fama de la<br />

Mancha; do, según he sabido, trae vuestra merced<br />

su principio y origen.<br />

Atentísimamente estuvo don <strong>Quijote</strong> escuchando<br />

las razones del canónigo; y, cuando vio


que ya había puesto fin a ellas, después de<br />

haberle estado un buen espacio mirando, le<br />

dijo:<br />

-Paréceme, señor hidalgo, que la plática de<br />

vuestra merced se ha encaminado a querer<br />

darme a entender que no ha habido caballeros<br />

andantes en el mundo, y que todos los libros de<br />

caballerías son falsos, mentirosos, dañadores e<br />

inútiles para la república; y que yo he hecho<br />

mal en leerlos, y peor en creerlos, y más mal en<br />

imitarlos, habiéndome puesto a seguir la durísima<br />

profesión de la caballería andante, que<br />

ellos enseñan, negándome que no ha habido en<br />

el mundo Amadises, ni de Gaula ni de Grecia,<br />

ni todos los otros caballeros de que las escrituras<br />

están llenas.<br />

-Todo es al pie de la letra como vuestra merced<br />

lo va relatando -dijo a está sazón el canónigo.<br />

A lo cual respondió don <strong>Quijote</strong>:


-Añadió también vuestra merced, diciendo que<br />

me habían hecho mucho daño tales libros, pues<br />

me habían vuelto el juicio y puéstome en una<br />

jaula, y que me sería mejor hacer la enmienda y<br />

mudar de letura, leyendo otros más verdaderos<br />

y que mejor deleitan y enseñan.<br />

-Así es -dijo el canónigo.<br />

-Pues yo -replicó don <strong>Quijote</strong>- hallo por mi<br />

cuenta que el sin juicio y el encantado es vuestra<br />

merced, pues se ha puesto a decir tantas<br />

blasfemias contra una cosa tan recebida en el<br />

mundo, y tenida por tan verdadera, que el que<br />

la negase, como vuestra merced la niega, merecía<br />

la mesma pena que vuestra merced dice<br />

que da a los libros cuando los lee y le enfadan.<br />

Porque querer dar a entender a nadie que<br />

Amadís no fue en el mundo, ni todos los otros<br />

caballeros aventureros de que están colmadas<br />

las historias, será querer persuadir que el sol no<br />

alumbra, ni el yelo enfría, ni la tierra sustenta;<br />

porque, ¿qué ingenio puede haber en el mundo


que pueda persuadir a otro que no fue verdad<br />

lo de la infanta Floripes y Guy de Borgoña, y lo<br />

de Fierabrás con la puente de Mantible, que<br />

sucedió en el tiempo de Carlomagno; que voto<br />

a tal que es tanta verdad como es ahora de día?<br />

Y si es mentira, también lo debe de ser que no<br />

hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya,<br />

ni los Doce Pares de Francia, ni el rey Artús de<br />

Ingalaterra, que anda hasta ahora convertido en<br />

cuervo y le esperan en su reino por momentos.<br />

Y también se atreverán a decir que es mentirosa<br />

la historia de Guarino Mezquino, y la de la demanda<br />

del Santo Grial, y que son apócrifos los<br />

amores de don Tristán y la reina Iseo, como los<br />

de Ginebra y Lanzarote, habiendo personas que<br />

casi se acuerdan de haber visto a la dueña<br />

Quintañona, que fue la mejor escanciadora de<br />

vino que tuvo la Gran Bretaña.<br />

Y es esto tan ansí, que me acuerdo yo que me<br />

decía una mi agüela de partes de mi padre,<br />

cuando veía alguna dueña con tocas reveren-


das: Aquélla, nieto, se parece a la dueña Quintañona;<br />

de donde arguyo yo que la debió de conocer<br />

ella o, por lo menos, debió de alcanzar a ver<br />

algún retrato suyo. Pues, ¿quién podrá negar<br />

no ser verdadera la historia de Pierres y la linda<br />

Magalona, pues aun hasta hoy día se vee en la<br />

armería de los reyes la clavija con que volvía al<br />

caballo de madera, sobre quien iba el valiente<br />

Pierres por los aires, que es un poco mayor que<br />

un timón de carreta? Y junto a la clavija está la<br />

silla de Babieca, y en Roncesvalles está el cuerno<br />

de Roldán, tamaño como una grande viga:<br />

de donde se infiere que hubo Doce Pares, que<br />

hubo Pierres, que hubo Cides, y otros caballeros<br />

semejantes, déstos que dicen las gentes que<br />

a sus aventuras van.<br />

Si no, díganme también que no es verdad que<br />

fue caballero andante el valiente lusitano Juan<br />

de Merlo, que fue a Borgoña y se combatió en<br />

la ciudad de Ras con el famoso señor de Charní,<br />

llamado mosén Pierres, y después, en la ciudad


de Basilea, con mosén Enrique de Remestán,<br />

saliendo de entrambas empresas vencedor y<br />

lleno de honrosa fama; y las aventuras y desafíos<br />

que también acabaron en Borgoña los valientes<br />

españoles Pedro Barba y Gutierre Quijada<br />

(de cuya alcurnia yo deciendo por línea<br />

recta de varón), venciendo a los hijos del conde<br />

de San Polo. Niéguenme, asimesmo, que no fue<br />

a buscar las aventuras a Alemania don Fernando<br />

de Guevara, donde se combatió con micer<br />

Jorge, caballero de la casa del duque de Austria;<br />

digan que fueron burla las justas de Suero<br />

de Quiñones, del Paso; las empresas de mosén<br />

Luis de Falces contra don Gonzalo de Guzmán,<br />

caballero castellano, con otras muchas hazañas<br />

hechas por caballeros cristianos, déstos y de los<br />

reinos estranjeros, tan auténticas y verdaderas,<br />

que torno a decir que el que las negase carecería<br />

de toda razón y buen discurso.<br />

Admirado quedó el canónigo de oír la mezcla<br />

que don <strong>Quijote</strong> hacía de verdades y mentiras,


y de ver la noticia que tenía de todas aquellas<br />

cosas tocantes y concernientes a los hechos de<br />

su andante caballería; y así, le respondió:<br />

-No puedo yo negar, señor don <strong>Quijote</strong>, que no<br />

sea verdad algo de lo que vuestra merced ha<br />

dicho, especialmente en lo que toca a los caballeros<br />

andantes españoles; y, asimesmo, quiero<br />

conceder que hubo Doce Pares de Francia, pero<br />

no quiero creer que hicieron todas aquellas cosas<br />

que el arzobispo Turpín dellos escribe; porque<br />

la verdad dello es que fueron caballeros<br />

escogidos por los reyes de Francia, a quien llamaron<br />

pares por ser todos iguales en valor, en<br />

calidad y en valentía; a lo menos, si no lo eran,<br />

era razón que lo fuesen y era como una religión<br />

de las que ahora se usan de Santiago o de Calatrava,<br />

que se presupone que los que la profesan<br />

han de ser, o deben ser, caballeros valerosos,<br />

valientes y bien nacidos; y, como ahora dicen<br />

caballero de San Juan, o de Alcántara, decían en<br />

aquel tiempo caballero de los Doce Pares, por-


que no fueron doce iguales los que para esta<br />

religión militar se escogieron. En lo de que<br />

hubo Cid no hay duda, ni menos Bernardo del<br />

Carpio, pero de que hicieron las hazañas que<br />

dicen, creo que la hay muy grande. En lo otro<br />

de la clavija que vuestra merced dice del conde<br />

Pierres, y que está junto a la silla de Babieca en<br />

la armería de los reyes, confieso mi pecado; que<br />

soy tan ignorante, o tan corto de vista, que,<br />

aunque he visto la silla, no he echado de ver la<br />

clavija, y más siendo tan grande como vuestra<br />

merced ha dicho.<br />

-Pues allí está, sin duda alguna -replicó don<br />

<strong>Quijote</strong>-; y, por más señas, dicen que está metida<br />

en una funda de vaqueta, porque no se tome<br />

de moho.<br />

-Todo puede ser -respondió el canónigo-; pero,<br />

por las órdenes que recebí, que no me acuerdo<br />

haberla visto. Mas, puesto que conceda que está<br />

allí, no por eso me obligo a creer las historias de<br />

tantos Amadises, ni las de tanta turbamulta de


caballeros como por ahí nos cuentan; ni es<br />

razón que un hombre como vuestra merced,<br />

tan honrado y de tan buenas partes, y dotado<br />

de tan buen entendimiento, se dé a entender<br />

que son verdaderas tantas y tan estrañas locuras<br />

como las que están escritas en los disparatados<br />

libros de caballerías.


Capítulo L<br />

De las discretas altercaciones que don <strong>Quijote</strong><br />

y el canónigo tuvieron, con otros sucesos<br />

-¡Bueno está eso! -respondió don <strong>Quijote</strong>-. Los<br />

libros que están impresos con licencia de los<br />

reyes y con aprobación de aquellos a quien se<br />

remitieron, y que con gusto general son leídos y<br />

celebrados de los grandes y de los chicos, de los<br />

pobres y de los ricos, de los letrados e ignorantes,<br />

de los plebeyos y caballeros, finalmente, de<br />

todo género de personas, de cualquier estado y<br />

condición que sean, ¿habían de ser mentira?; y<br />

más llevando tanta apariencia de verdad, pues<br />

nos cuentan el padre, la madre, la patria, los<br />

parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto<br />

por punto y día por día, que el tal caballero<br />

hizo, o caballeros hicieron. Calle vuestra merced,<br />

no diga tal blasfemia (y créame que le<br />

aconsejo en esto lo que debe de hacer como<br />

discreto), sino léalos, y verá el gusto que recibe


de su leyenda. Si no, dígame: ¿hay mayor contento<br />

que ver, como si dijésemos: aquí ahora se<br />

muestra delante de nosotros un gran lago de<br />

pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando<br />

y cruzando por él muchas serpientes,<br />

culebras y lagartos, y otros muchos géneros de<br />

animales feroces y espantables, y que del medio<br />

del lago sale una voz tristísima que dice: Tú,<br />

caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago<br />

estás mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo<br />

destas negras aguas se encubre, muestra el valor de<br />

tu fuerte pecho y arrójate en mitad de su negro y<br />

encendido licor; porque si así no lo haces, no serás<br />

digno de ver las altas maravillas que en sí encierran<br />

y contienen los siete castillos de las siete fadas que<br />

debajo desta negregura yacen? ¿Y que, apenas el<br />

caballero no ha acabado de oír la voz temerosa,<br />

cuando, sin entrar más en cuentas consigo, sin<br />

ponerse a considerar el peligro a que se pone, y<br />

aun sin despojarse de la pesadumbre de sus<br />

fuertes armas, encomendándose a Dios y a su<br />

señora, se arroja en mitad del bullente lago, y,


cuando no se cata ni sabe dónde ha de parar, se<br />

halla entre unos floridos campos, con quien los<br />

Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? Allí<br />

le parece que el cielo es más transparente, y que<br />

el sol luce con claridad más nueva; ofrécesele a<br />

los ojos una apacible floresta de tan verdes y<br />

frondosos árboles compuesta, que alegra a la<br />

vista su verdura, y entretiene los oídos el dulce<br />

y no aprendido canto de los pequeños, infinitos<br />

y pintados pajarillos que por los intricados ramos<br />

van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo,<br />

cuyas frescas aguas, que líquidos cristales<br />

parecen, corren sobre menudas arenas y blancas<br />

pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas<br />

semejan; acullá vee una artificiosa fuente de<br />

jaspe variado y de liso mármol compuesta; acá<br />

vee otra a lo brutesco adornada, adonde las<br />

menudas conchas de las almejas, con las torcidas<br />

casas blancas y amarillas del caracol, puestas<br />

con orden desordenada, mezclados entre<br />

ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas<br />

esmeraldas, hacen una variada labor, de


manera que el arte, imitando a la naturaleza,<br />

parece que allí la vence. Acullá de improviso se<br />

le descubre un fuerte castillo o vistoso alcázar,<br />

cuyas murallas son de macizo oro, las almenas<br />

de diamantes, las puertas de jacintos; finalmente,<br />

él es de tan admirable compostura que, con<br />

ser la materia de que está formado no menos<br />

que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de<br />

perlas, de oro y de esmeraldas, es de más estimación<br />

su hechura. Y ¿hay más que ver, después<br />

de haber visto esto, que ver salir por la<br />

puerta del castillo un buen número de doncellas,<br />

cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me<br />

pusiese ahora a decirlos como las historias nos<br />

los cuentan, sería nunca acabar; y tomar luego<br />

la que parecía principal de todas por la mano al<br />

atrevido caballero que se arrojó en el ferviente<br />

lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del<br />

rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como<br />

su madre le parió, y bañarle con templadas<br />

aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos,<br />

y vestirle una camisa de cendal del-


gadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir<br />

otra doncella y echarle un mantón sobre los<br />

hombros, que, por lo menos menos, dicen que<br />

suele valer una ciudad, y aun más? ¿Qué es ver,<br />

pues, cuando nos cuentan que, tras todo esto, le<br />

llevan a otra sala, donde halla puestas las mesas,<br />

con tanto concierto, que queda suspenso y<br />

admirado?; ¿qué, el verle echar agua a manos,<br />

toda de ámbar y de olorosas flores distilada?;<br />

¿qué, el hacerle sentar sobre una silla de marfil?;<br />

¿qué, verle servir todas las doncellas, guardando<br />

un maravilloso silencio?; ¿qué, el traerle<br />

tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente<br />

guisados, que no sabe el apetito a cuál deba de<br />

alargar la mano? ¿Cuál será oír la música que<br />

en tanto que come suena, sin saberse quién la<br />

canta ni adónde suena? ¿Y, después de la comida<br />

acabada y las mesas alzadas, quedarse el<br />

caballero recostado sobre la silla, y quizá<br />

mondándose los dientes, como es costumbre,<br />

entrar a deshora por la puerta de la sala otra<br />

mucho más hermosa doncella que ninguna de


las primeras, y sentarse al lado del caballero, y<br />

comenzar a darle cuenta de qué castillo es<br />

aquél, y de cómo ella está encantada en él, con<br />

otras cosas que suspenden al caballero y admiran<br />

a los leyentes que van leyendo su historia?<br />

No quiero alargarme más en esto, pues dello se<br />

puede colegir que cualquiera parte que se lea,<br />

de cualquiera historia de caballero andante, ha<br />

de causar gusto y maravilla a cualquiera que la<br />

leyere. Y vuestra merced créame, y, como otra<br />

vez le he dicho, lea estos libros, y verá cómo le<br />

destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran<br />

la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé<br />

decir que, después que soy caballero andante,<br />

soy valiente, comedido, liberal, bien criado,<br />

generoso, cortés, atrevido, blando, paciente,<br />

sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos;<br />

y, aunque ha tan poco que me vi encerrado en<br />

una jaula, como loco, pienso, por el valor de mi<br />

brazo, favoreciéndome el cielo y no me siendo<br />

contraria la fortuna, en pocos días verme rey de<br />

algún reino, adonde pueda mostrar el agrade-


cimiento y liberalidad que mi pecho encierra.<br />

Que, mía fe, señor, el pobre está inhabilitado de<br />

poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno,<br />

aunque en sumo grado la posea; y el<br />

agradecimiento que sólo consiste en el deseo es<br />

cosa muerta, como es muerta la fe sin obras.<br />

Por esto querría que la fortuna me ofreciese<br />

presto alguna ocasión donde me hiciese emperador,<br />

por mostrar mi pecho haciendo bien a<br />

mis amigos, especialmente a este pobre de Sancho<br />

Panza, mi escudero, que es el mejor hombre<br />

del mundo, y querría darle un condado que<br />

le tengo muchos días ha prometido, sino que<br />

temo que no ha de tener habilidad para gobernar<br />

su estado.<br />

Casi estas últimas palabras oyó Sancho a su<br />

amo, a quien dijo:<br />

-Trabaje vuestra merced, señor don <strong>Quijote</strong>, en<br />

darme ese condado, tan prometido de vuestra<br />

merced como de mí esperado, que yo le prometo<br />

que no me falte a mí habilidad para gober-


narle; y, cuando me faltare, yo he oído decir<br />

que hay hombres en el mundo que toman en<br />

arrendamiento los estados de los señores, y les<br />

dan un tanto cada año, y ellos se tienen cuidado<br />

del gobierno, y el señor se está a pierna tendida,<br />

gozando de la renta que le dan, sin curarse<br />

de otra cosa;<br />

y así haré yo, y no repararé en tanto más cuanto,<br />

sino que luego me desistiré de todo, y me<br />

gozaré mi renta como un duque, y allá se lo<br />

hayan.<br />

-Eso, hermano Sancho -dijo el canónigo-, entiéndese<br />

en cuanto al gozar la renta; empero, al<br />

administrar justicia, ha de atender el señor del<br />

estado, y aquí entra la habilidad y buen juicio, y<br />

principalmente la buena intención de acertar;<br />

que si ésta falta en los principios, siempre irán<br />

errados los medios y los fines; y así suele Dios<br />

ayudar al buen deseo del simple como desfavorecer<br />

al malo del discreto.


-No sé esas filosofías -respondió Sancho Panza-;<br />

mas sólo sé que tan presto tuviese yo el condado<br />

como sabría regirle; que tanta alma tengo yo<br />

como otro, y tanto cuerpo como el que más, y<br />

tan rey sería yo de mi estado como cada uno<br />

del suyo; y, siéndolo, haría lo que quisiese; y,<br />

haciendo lo que quisiese, haría mi gusto; y,<br />

haciendo mi gusto, estaría contento; y, en estando<br />

uno contento, no tiene más que desear; y,<br />

no teniendo más que desear, acabóse; y el estado<br />

venga, y a Dios y veámonos, como dijo un<br />

ciego a otro.<br />

-No son malas filosofías ésas, como tú dices,<br />

Sancho; pero, con todo eso, hay mucho que<br />

decir sobre esta materia de condados.<br />

A lo cual replicó don <strong>Quijote</strong>:<br />

-Yo no sé que haya más que decir; sólo me guío<br />

por el ejemplo que me da el grande Amadís de<br />

Gaula, que hizo a su escudero conde de la Ínsula<br />

Firme; y así, puedo yo, sin escrúpulo de con-


ciencia, hacer conde a Sancho Panza, que es<br />

uno de los mejores escuderos que caballero<br />

andante ha tenido.<br />

Admirado quedó el canónigo de los concertados<br />

disparates que don <strong>Quijote</strong> había dicho, del<br />

modo con que había pintado la aventura del<br />

Caballero del Lago, de la impresión que en él<br />

habían hecho las pensadas mentiras de los libros<br />

que había leído; y, finalmente, le admiraba<br />

la necedad de Sancho, que con tanto ahínco<br />

deseaba alcanzar el condado que su amo le<br />

había prometido.<br />

Ya en esto, volvían los criados del canónigo,<br />

que a la venta habían ido por la acémila del<br />

repuesto, y, haciendo mesa de una alhombra y<br />

de la verde yerba del prado, a la sombra de<br />

unos árboles se sentaron, y comieron allí, porque<br />

el boyero no perdiese la comodidad de<br />

aquel sitio, como queda dicho.


Y, estando comiendo, a deshora oyeron un recio<br />

estruendo y un son de esquila, que por entre<br />

unas zarzas y espesas matas que allí junto<br />

estaban sonaba, y al mesmo instante vieron<br />

salir de entre aquellas malezas una hermosa<br />

cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y<br />

pardo. Tras ella venía un cabrero dándole voces,<br />

y diciéndole palabras a su uso, para que se<br />

detuviese, o al rebaño volviese. La fugitiva cabra,<br />

temerosa y despavorida, se vino a la gente,<br />

como a favorecerse della, y allí se detuvo. Llegó<br />

el cabrero, y, asiéndola de los cuernos, como si<br />

fuera capaz de discurso y entendimiento, le<br />

dijo:<br />

-¡Ah cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y<br />

cómo andáis vos estos días de pie cojo! ¿Qué<br />

lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es<br />

esto, hermosa? Mas ¡qué puede ser sino que<br />

sois hembra, y no podéis estar sosegada; que<br />

mal haya vuestra condición, y la de todas aquellas<br />

a quien imitáis! Volved, volved, amiga; que


si no tan contenta, a lo menos, estaréis más segura<br />

en vuestro aprisco, o con vuestras compañeras;<br />

que si vos que las habéis de guardar y<br />

encaminar andáis tan sin guía y tan descaminada,<br />

¿en qué podrán parar ellas?<br />

Contento dieron las palabras del cabrero a los<br />

que las oyeron, especialmente al canónigo, que<br />

le dijo:<br />

-Por vida vuestra, hermano, que os soseguéis<br />

un poco y no os acuciéis en volver tan presto<br />

esa cabra a su rebaño; que, pues ella es hembra,<br />

como vos decís, ha de seguir su natural distinto,<br />

por más que vos os pongáis a estorbarlo.<br />

Tomad este bocado y bebed una vez, con que<br />

templaréis la cólera, y en tanto, descansará la<br />

cabra.<br />

Y el decir esto y el darle con la punta del cuchillo<br />

los lomos de un conejo fiambre, todo fue<br />

uno. Tomólo y agradeciólo el cabrero; bebió y<br />

sosegóse, y luego dijo:


-No querría que por haber yo hablado con esta<br />

alimaña tan en seso, me tuviesen vuestras mercedes<br />

por hombre simple; que en verdad que<br />

no carecen de misterio las palabras que le dije.<br />

Rústico soy, pero no tanto que no entienda<br />

cómo se ha de tratar con los hombres y con las<br />

bestias.<br />

-Eso creo yo muy bien -dijo el cura-, que ya yo<br />

sé de esperiencia que los montes crían letrados<br />

y las cabañas de los pastores encierran filósofos.<br />

-A lo menos, señor -replicó el cabrero-, acogen<br />

hombres escarmentados; y para que creáis esta<br />

verdad y la toquéis con la mano, aunque parezca<br />

que sin ser rogado me convido, si no os enfadáis<br />

dello y queréis, señores, un breve espacio<br />

prestarme oído atento, os contaré una verdad<br />

que acredite lo que ese señor (señalando al cura)<br />

ha dicho, y la mía.<br />

A esto respondió don <strong>Quijote</strong>:


-Por ver que tiene este caso un no sé qué de<br />

sombra de aventura de caballería, yo, por mi<br />

parte, os oiré, hermano, de muy buena gana, y<br />

así lo harán todos estos señores, por lo mucho<br />

que tienen de discretos y de ser amigos de curiosas<br />

novedades que suspendan, alegren y<br />

entretengan los sentidos, como, sin duda, pienso<br />

que lo ha de hacer vuestro cuento.<br />

Comenzad, pues, amigo, que todos escucharemos.<br />

-Saco la mía -dijo Sancho-; que yo a aquel arroyo<br />

me voy con esta empanada, donde pienso<br />

hartarme por tres días; porque he oído decir a<br />

mi señor don <strong>Quijote</strong> que el escudero de caballero<br />

andante ha de comer, cuando se le ofreciere,<br />

hasta no poder más, a causa que se les suele<br />

ofrecer entrar acaso por una selva tan intricada<br />

que no aciertan a salir della en seis días; y si el<br />

hombre no va harto, o bien proveídas las alforjas,<br />

allí se podrá quedar, como muchas veces se<br />

queda, hecho carne momia.


-Tú estás en lo cierto, Sancho -dijo don <strong>Quijote</strong>-:<br />

vete adonde quisieres, y come lo que pudieres;<br />

que yo ya estoy satisfecho, y sólo me falta dar<br />

al alma su refacción, como se la daré escuchando<br />

el cuento deste buen hombre.<br />

-Así las daremos todos a las nuestras -dijo el<br />

canónigo.<br />

Y luego, rogó al cabrero que diese principio a lo<br />

que prometido había. El cabrero dio dos palmadas<br />

sobre el lomo a la cabra, que por los<br />

cuernos tenía, diciéndole:<br />

-Recuéstate junto a mí, Manchada, que tiempo<br />

nos queda para volver a nuestro apero.<br />

Parece que lo entendió la cabra, porque, en<br />

sentándose su dueño, se tendió ella junto a él<br />

con mucho sosiego, y, mirándole al rostro, daba<br />

a entender que estaba atenta a lo que el cabrero<br />

iba diciendo, el cual comenzó su historia desta<br />

manera:


Capítulo LI<br />

Que trata de lo que contó el cabrero a todos<br />

los que llevaban a don <strong>Quijote</strong><br />

-«Tres leguas deste valle está una aldea que,<br />

aunque pequeña, es de las más ricas que hay en<br />

todos estos contornos; en la cual había un labrador<br />

muy honrado, y tanto, que, aunque es<br />

anexo al ser rico el ser honrado, más lo era él<br />

por la virtud que tenía que por la riqueza que<br />

alcanzaba. Mas lo que le hacía más dichoso,<br />

según él decía, era tener una hija de tan estremada<br />

hermosura, rara discreción, donaire y<br />

virtud, que el que la conocía y la miraba se admiraba<br />

de ver las estremadas partes con que el<br />

cielo y la naturaleza la habían enriquecido.<br />

Siendo niña fue hermosa, y siempre fue creciendo<br />

en belleza, y en la edad de diez y seis<br />

años fue hermosísima. La fama de su belleza se<br />

comenzó a estender por todas las circunvecinas<br />

aldeas, ¿qué digo yo por las circunvecinas no


más, si se estendió a las apartadas ciudades, y<br />

aun se entró por las salas de los reyes, y por los<br />

oídos de todo género de gente; que, como a<br />

cosa rara, o como a imagen de milagros, de<br />

todas partes a verla venían? Guardábala su<br />

padre, y guardábase ella; que no hay candados,<br />

guardas ni cerraduras que mejor guarden a una<br />

doncella que las del recato proprio.<br />

»La riqueza del padre y la belleza de la hija<br />

movieron a muchos, así del pueblo como forasteros,<br />

a que por mujer se la pidiesen; mas él,<br />

como a quien tocaba disponer de tan rica joya,<br />

andaba confuso, sin saber determinarse a quién<br />

la entregaría de los infinitos que le importunaban.<br />

Y, entre los muchos que tan buen deseo<br />

tenían, fui yo uno, a quien dieron muchas y<br />

grandes esperanzas de buen suceso conocer<br />

que el padre conocía quien yo era, el ser natural<br />

del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad<br />

floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio<br />

no menos acabado. Con todas estas mis-


mas partes la pidió también otro del mismo<br />

pueblo, que fue causa de suspender y poner en<br />

balanza la voluntad del padre, a quien parecía<br />

que con cualquiera de nosotros estaba su hija<br />

bien empleada; y, por salir desta confusión,<br />

determinó decírselo a Leandra, que así se llama<br />

la rica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo<br />

que, pues los dos éramos iguales, era<br />

bien dejar a la voluntad de su querida hija el<br />

escoger a su gusto: cosa digna de imitar de todos<br />

los padres que a sus hijos quieren poner en<br />

estado: no digo yo que los dejen escoger en<br />

cosas ruines y malas, sino que se las propongan<br />

buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto.<br />

No sé yo el que tuvo Leandra; sólo sé que el<br />

padre nos entretuvo a entrambos con la poca<br />

edad de su hija y con palabras generales, que ni<br />

le obligaban, ni nos desobligaba tampoco.<br />

Llámase mi competidor Anselmo, y yo Eugenio,<br />

porque vais con noticia de los nombres de<br />

las personas que en esta tragedia se contienen,


cuyo fin aún está pendiente; pero bien se deja<br />

entender que será desastrado.<br />

»En esta sazón, vino a nuestro pueblo un Vicente<br />

de la Rosa, hijo de un pobre labrador del<br />

mismo lugar; el cual Vicente venía de las Italias,<br />

y de otras diversas partes, de ser soldado.<br />

Llevóle de nuestro lugar, siendo muchacho de<br />

hasta doce años, un capitán que con su compañía<br />

por allí acertó a pasar, y volvió el mozo<br />

de allí a otros doce, vestido a la soldadesca,<br />

pintado con mil colores, lleno de mil dijes de<br />

cristal y sutiles cadenas de acero. Hoy se ponía<br />

una gala y mañana otra; pero todas sutiles, pintadas,<br />

de poco peso y menos tomo. La gente<br />

labradora, que de suyo es maliciosa, y dándole<br />

el ocio lugar es la misma malicia, lo notó, y<br />

contó punto por punto sus galas y preseas, y<br />

halló que los vestidos eran tres, de diferentes<br />

colores, con sus ligas y medias; pero él hacía<br />

tantos guisados e invenciones dellas, que si no<br />

se los contaran, hubiera quien jurara que había


hecho muestra de más de diez pares de vestidos<br />

y de más de veinte plumajes. Y no parezca<br />

impertinencia y demasía esto que de los vestidos<br />

voy contando, porque ellos hacen una buena<br />

parte en esta historia.<br />

»Sentábase en un poyo que debajo de un gran<br />

álamo está en nuestra plaza, y allí nos tenía a<br />

todos la boca abierta, pendientes de las hazañas<br />

que nos iba contando. No había tierra en todo<br />

el orbe que no hubiese visto, ni batalla donde<br />

no se hubiese hallado; había muerto más moros<br />

que tiene Marruecos y Túnez, y entrado en más<br />

singulares desafíos, según él decía, que Gante y<br />

Luna, Diego García de Paredes y otros mil que<br />

nombraba; y de todos había salido con vitoria,<br />

sin que le hubiesen derramado una sola gota de<br />

sangre. Por otra parte, mostraba señales de<br />

heridas que, aunque no se divisaban, nos hacía<br />

entender que eran arcabuzazos dados en diferentes<br />

rencuentros y faciones. Finalmente, con<br />

una no vista arrogancia, llamaba de vos a sus


iguales y a los mismos que le conocían, y decía<br />

que su padre era su brazo, su linaje, sus obras,<br />

y que debajo de ser soldado, al mismo rey no<br />

debía nada. Añadiósele a estas arrogancias ser<br />

un poco músico y tocar una guitarra a lo rasgado,<br />

de manera que decían algunos que la hacía<br />

hablar; pero no pararon aquí sus gracias, que<br />

también la tenía de poeta, y así, de cada niñería<br />

que pasaba en el pueblo, componía un romance<br />

de legua y media de escritura.<br />

»Este soldado, pues, que aquí he pintado, este<br />

Vicente de la Rosa, este bravo, este galán, este<br />

músico, este poeta fue visto y mirado muchas<br />

veces de Leandra, desde una ventana de su<br />

casa que tenía la vista a la plaza.<br />

Enamoróla el oropel de sus vistosos trajes, encantáronla<br />

sus romances, que de cada uno que<br />

componía daba veinte traslados, llegaron a sus<br />

oídos las hazañas que él de sí mismo había referido,<br />

y, finalmente, que así el diablo lo debía<br />

de tener ordenado, ella se vino a enamorar dél,


antes que en él naciese presunción de solicitalla.<br />

Y, como en los casos de amor no hay ninguno<br />

que con más facilidad se cumpla que<br />

aquel que tiene de su parte el deseo de la dama,<br />

con facilidad se concertaron Leandra y Vicente;<br />

y, primero que alguno de sus muchos pretendientes<br />

cayesen en la cuenta de su deseo, ya<br />

ella le tenía cumplido, habiendo dejado la casa<br />

de su querido y amado padre, que madre no la<br />

tiene, y ausentádose de la aldea con el soldado,<br />

que salió con más triunfo desta empresa que de<br />

todas las muchas que él se aplicaba.<br />

»Admiró el suceso a toda el aldea, y aun a todos<br />

los que dél noticia tuvieron; yo quedé suspenso,<br />

Anselmo, atónito, el padre triste, sus<br />

parientes afrentados, solícita la justicia, los<br />

cuadrilleros listos; tomáronse los caminos, escudriñáronse<br />

los bosques y cuanto había, y, al<br />

cabo de tres días, hallaron a la antojadiza Leandra<br />

en una cueva de un monte, desnuda en<br />

camisa, sin muchos dineros y preciosísimas


joyas que de su casa había sacado. Volviéronla<br />

a la presencia del lastimado padre; preguntáronle<br />

su desgracia; confesó sin apremio que<br />

Vicente de la Roca la había engañado, y debajo<br />

de su palabra de ser su esposo la persuadió que<br />

dejase la casa de su padre; que él la llevaría a la<br />

más rica y más viciosa ciudad que había en<br />

todo el universo mundo, que era Nápoles; y<br />

que ella, mal advertida y peor engañada, le<br />

había creído; y, robando a su padre, se le entregó<br />

la misma noche que había faltado; y que<br />

él la llevó a un áspero monte, y la encerró en<br />

aquella cueva donde la habían hallado. Contó<br />

también como el soldado, sin quitalle su honor,<br />

le robó cuanto tenía, y la dejó en aquella cueva<br />

y se fue: suceso que de nuevo puso en admiración<br />

a todos.<br />

»Duro se nos hizo de creer la continencia del<br />

mozo, pero ella lo afirmó con tantas veras, que<br />

fueron parte para que el desconsolado padre se<br />

consolase, no haciendo cuenta de las riquezas


que le llevaban, pues le habían dejado a su hija<br />

con la joya que, si una vez se pierde, no deja<br />

esperanza de que jamás se cobre. El mismo día<br />

que pareció Leandra la despareció su padre de<br />

nuestros ojos, y la llevó a encerrar en un monesterio<br />

de una villa que está aquí cerca, esperando<br />

que el tiempo gaste alguna parte de la<br />

mala opinión en que su hija se puso. Los pocos<br />

años de Leandra sirvieron de disculpa de su<br />

culpa, a lo menos con aquellos que no les iba<br />

algún interés en que ella fuese mala o buena;<br />

pero los que conocían su discreción y mucho<br />

entendimiento no atribuyeron a ignorancia su<br />

pecado, sino a su desenvoltura y a la natural<br />

inclinación de las mujeres, que, por la mayor<br />

parte, suele ser desatinada y mal compuesta.<br />

»Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo<br />

ciegos, a lo menos sin tener cosa que mirar<br />

que contento le diese; los míos en tinieblas,<br />

sin luz que a ninguna cosa de gusto les encaminase;<br />

con la ausencia de Leandra, crecía


nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia,<br />

maldecíamos las galas del soldado y abominábamos<br />

del poco recato del padre de Leandra.<br />

Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de<br />

dejar el aldea y venirnos a este valle, donde él,<br />

apacentando una gran cantidad de ovejas suyas<br />

proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras,<br />

también mías, pasamos la vida entre los árboles,<br />

dando vado a nuestras pasiones, o cantando<br />

juntos alabanzas o vituperios de la hermosa<br />

Leandra, o suspirando solos y a solas comunicando<br />

con el cielo nuestras querellas.<br />

»A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes<br />

de Leandra se han venido a estos<br />

ásperos montes, usando el mismo ejercicio<br />

nuestro; y son tantos, que parece que este sitio<br />

se ha convertido en la pastoral Arcadia, según<br />

está colmo de pastores y de apriscos, y no hay<br />

parte en él donde no se oiga el nombre de la<br />

hermosa Leandra. Éste la maldice y la llama<br />

antojadiza, varia y deshonesta; aquél la conde-


na por fácil y ligera; tal la absuelve y perdona, y<br />

tal la justicia y vitupera; uno celebra su hermosura,<br />

otro reniega de su condición, y, en fin,<br />

todos la deshonran, y todos la adoran, y de<br />

todos se estiende a tanto la locura, que hay<br />

quien se queje de desdén sin haberla jamás<br />

hablado, y aun quien se lamente y sienta la rabiosa<br />

enfermedad de los celos, que ella jamás<br />

dio a nadie; porque, como ya tengo dicho, antes<br />

se supo su pecado que su deseo. No hay hueco<br />

de peña, ni margen de arroyo, ni sombra de<br />

árbol que no esté ocupada de algún pastor que<br />

sus desventuras a los aires cuente; el eco repite<br />

el nombre de Leandra dondequiera que pueda<br />

formarse: Leandra resuenan los montes, Leandra<br />

murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene<br />

a todos suspensos y encantados, esperando sin<br />

esperanza y temiendo sin saber de qué tememos.<br />

Entre estos disparatados, el que muestra<br />

que menos y más juicio tiene es mi competidor<br />

Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de<br />

que quejarse, sólo se queja de ausencia; y al son


de un rabel, que admirablemente toca, con versos<br />

donde muestra su buen entendimiento,<br />

cantando se queja. Yo sigo otro camino más<br />

fácil, y a mi parecer el más acertado, que es<br />

decir mal de la ligereza de las mujeres, de su<br />

inconstancia, de su doble trato, de sus promesas<br />

muertas, de su fe rompida, y, finalmente,<br />

del poco discurso que tienen en saber colocar<br />

sus pensamientos e intenciones que tienen.» Y<br />

ésta fue la ocasión, señores, de las palabras y<br />

razones que dije a esta cabra cuando aquí llegué;<br />

que por ser hembra la tengo en poco, aunque<br />

es la mejor de todo mi apero. Ésta es la historia<br />

que prometí contaros; si he sido en el contarla<br />

prolijo, no seré en serviros corto: cerca de<br />

aquí tengo mi majada, y en ella tengo fresca<br />

leche y muy sabrosísimo queso, con otras varias<br />

y sazonadas frutas, no menos a la vista que<br />

al gusto agradables.


Capítulo LII<br />

De la pendencia que don <strong>Quijote</strong> tuvo con el<br />

cabrero, con la rara aventura de los deceplinantes,<br />

a quien dio felice fin a costa de su sudor<br />

General gusto causó el cuento del cabrero a<br />

todos los que escuchado le habían; especialmente<br />

le recibió el canónigo, que con estraña<br />

curiosidad notó la manera con que le había contado,<br />

tan lejos de parecer rústico cabrero cuan<br />

cerca de mostrarse discreto cortesano; y así, dijo<br />

que había dicho muy bien el cura en decir que<br />

los montes criaban letrados. Todos se ofrecieron<br />

a Eugenio; pero el que más se mostró liberal<br />

en esto fue don <strong>Quijote</strong>, que le dijo:<br />

-Por cierto, hermano cabrero, que si yo me<br />

hallara posibilitado de poder comenzar alguna<br />

aventura, que luego luego me pusiera en camino<br />

porque vos la tuviérades buena; que yo sacara<br />

del monesterio, donde, sin duda alguna,


debe de estar contra su voluntad, a Leandra, a<br />

pesar de la abadesa y de cuantos quisieran estorbarlo,<br />

y os la pusiera en vuestras manos,<br />

para que hiciérades della a toda vuestra voluntad<br />

y talante, guardando, pero, las leyes de la<br />

caballería, que mandan que a ninguna doncella<br />

se le sea fecho desaguisado alguno; aunque yo<br />

espero en Dios Nuestro Señor que no ha de<br />

poder tanto la fuerza de un encantador malicioso,<br />

que no pueda más la de otro encantador<br />

mejor intencionado, y para entonces os prometo<br />

mi favor y ayuda, como me obliga mi profesión,<br />

que no es otra si no es favorecer a los desvalidos<br />

y menesterosos.<br />

Miróle el cabrero, y, como vio a don <strong>Quijote</strong> de<br />

tan mal pelaje y catadura, admiróse y preguntó<br />

al barbero, que cerca de sí tenía:<br />

-Señor, ¿quién es este hombre, que tal talle tiene<br />

y de tal manera habla?


-¿Quién ha de ser -respondió el barbero- sino el<br />

famoso don <strong>Quijote</strong> de la Mancha, desfacedor<br />

de agravios, enderezador de tuertos, el amparo<br />

de las doncellas, el asombro de los gigantes y el<br />

vencedor de las batallas?<br />

-Eso me semeja -respondió el cabrero- a lo que<br />

se lee en los libros de caballeros andantes, que<br />

hacían todo eso que de este hombre vuestra<br />

merced dice; puesto que para mí tengo, o que<br />

vuestra merced se burla, o que este gentil hombre<br />

debe de tener vacíos los aposentos de la<br />

cabeza.<br />

-Sois un grandísimo bellaco -dijo a esta sazón<br />

don <strong>Quijote</strong>-; y vos sois el vacío y el menguado,<br />

que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la<br />

muy hideputa puta que os parió.<br />

Y, diciendo y haciendo, arrebató de un pan que<br />

junto a sí tenía, y dio con él al cabrero en todo<br />

el rostro, con tanta furia, que le remachó las<br />

narices; mas el cabrero, que no sabía de burlas,


viendo con cuántas veras le maltrataban, sin<br />

tener respeto a la alhombra, ni a los manteles,<br />

ni a todos aquellos que comiendo estaban, saltó<br />

sobre don <strong>Quijote</strong>, y, asiéndole del cuello con<br />

entrambas manos, no dudara de ahogalle, si<br />

Sancho Panza no llegara en aquel punto, y le<br />

asiera por las espaldas y diera con él encima de<br />

la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y<br />

derramando y esparciendo cuanto en ella estaba.<br />

<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong>, que se vio libre, acudió a subirse<br />

sobre el cabrero; el cual, lleno de sangre el<br />

rostro, molido a coces de Sancho, andaba buscando<br />

a gatas algún cuchillo de la mesa para<br />

hacer alguna sanguinolenta venganza, pero<br />

estorbábanselo el canónigo y el cura; mas el<br />

barbero hizo de suerte que el cabrero cogió debajo<br />

de sí a don <strong>Quijote</strong>, sobre el cual llovió<br />

tanto número de mojicones, que del rostro del<br />

pobre caballero llovía tanta sangre como del<br />

suyo.


Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban<br />

los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos<br />

y los otros, como hacen a los perros cuando en<br />

pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se<br />

desesperaba, porque no se podía desasir de un<br />

criado del canónigo, que le estorbaba que a su<br />

amo no ayudase.<br />

En resolución, estando todos en regocijo y fiesta,<br />

sino los dos aporreantes que se carpían, oyeron<br />

el son de una trompeta, tan triste que les<br />

hizo volver los rostros hacia donde les pareció<br />

que sonaba; pero el que más se alborotó de oírle<br />

fue don <strong>Quijote</strong>, el cual, aunque estaba debajo<br />

del cabrero, harto contra su voluntad y más que<br />

medianamente molido, le dijo:<br />

-Hermano demonio, que no es posible que dejes<br />

de serlo, pues has tenido valor y fuerzas<br />

para sujetar las mías, ruégote que hagamos<br />

treguas, no más de por una hora; porque el<br />

doloroso son de aquella trompeta que a nues-


tros oídos llega me parece que a alguna nueva<br />

aventura me llama.<br />

El cabrero, que ya estaba cansado de moler y<br />

ser molido, le dejó luego, y don <strong>Quijote</strong> se puso<br />

en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el<br />

son se oía, y vio a deshora que por un recuesto<br />

bajaban muchos hombres vestidos de blanco, a<br />

modo de diciplinantes.<br />

Era el caso que aquel año habían las nubes negado<br />

su rocío a la tierra, y por todos los lugares<br />

de aquella comarca se hacían procesiones, rogativas<br />

y diciplinas, pidiendo a Dios abriese las<br />

manos de su misericordia y les lloviese; y para<br />

este efecto la gente de una aldea que allí junto<br />

estaba venía en procesión a una devota ermita<br />

que en un recuesto de aquel valle había.<br />

<strong>Don</strong> <strong>Quijote</strong>, que vio los estraños trajes de los<br />

diciplinantes, sin pasarle por la memoria las<br />

muchas veces que los había de haber visto, se<br />

imaginó que era cosa de aventura, y que a él


solo tocaba, como a caballero andante, el acometerla;<br />

y confirmóle más esta imaginación<br />

pensar que una imagen que traían cubierta de<br />

luto fuese alguna principal señora que llevaban<br />

por fuerza aquellos follones y descomedidos<br />

malandrines; y, como esto le cayó en las mientes,<br />

con gran ligereza arremetió a Rocinante,<br />

que paciendo andaba, quitándole del arzón el<br />

freno y el adarga, y en un punto le enfrenó, y,<br />

pidiendo a Sancho su espada, subió sobre Rocinante<br />

y embrazó su adarga, y dijo en alta voz a<br />

todos los que presentes estaban:<br />

-Agora, valerosa compañía, veredes cuánto<br />

importa que haya en el mundo caballeros que<br />

profesen la orden de la andante caballería; agora<br />

digo que veredes, en la libertad de aquella<br />

buena señora que allí va cautiva, si se han de<br />

estimar los caballeros andantes.<br />

Y, en diciendo esto, apretó los muslos a Rocinante,<br />

porque espuelas no las tenía, y, a todo<br />

galope, porque carrera tirada no se lee en toda


esta verdadera historia que jamás la diese Rocinante,<br />

se fue a encontrar con los diciplinantes,<br />

bien que fueran el cura y el canónigo y barbero<br />

a detenelle; mas no les fue posible, ni menos le<br />

detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo:<br />

-¿Adónde va, señor don <strong>Quijote</strong>? ¿Qué demonios<br />

lleva en el pecho, que le incitan a ir contra<br />

nuestra fe católica? Advierta, mal haya yo, que<br />

aquélla es procesión de diciplinantes, y que<br />

aquella señora que llevan sobre la peana es la<br />

imagen benditísima de la Virgen sin mancilla;<br />

mire, señor, lo que hace, que por esta vez se<br />

puede decir que no es lo que sabe.<br />

Fatigóse en vano Sancho, porque su amo iba<br />

tan puesto en llegar a los ensabanados y en<br />

librar a la señora enlutada, que no oyó palabra;<br />

y, aunque la oyera, no volviera, si el rey se lo<br />

mandara. Llegó, pues, a la procesión, y paró a<br />

Rocinante, que ya llevaba deseo de quietarse un<br />

poco,


y, con turbada y ronca voz, dijo:<br />

-Vosotros, que, quizá por no ser buenos, os encubrís<br />

los rostros, atended y escuchad lo que<br />

deciros quiero.<br />

Los primeros que se detuvieron fueron los que<br />

la imagen llevaban; y uno de los cuatro clérigos<br />

que cantaban las ledanías, viendo la estraña<br />

catadura de don <strong>Quijote</strong>, la flaqueza de Rocinante<br />

y otras circunstancias de risa que notó y<br />

descubrió en don <strong>Quijote</strong>, le respondió diciendo:<br />

-Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo<br />

presto, porque se van estos hermanos abriendo<br />

las carnes, y no podemos, ni es razón que nos<br />

detengamos a oír cosa alguna, si ya no es tan<br />

breve que en dos palabras se diga.<br />

-En una lo diré -replicó don <strong>Quijote</strong>-, y es ésta:<br />

que luego al punto dejéis libre a esa hermosa<br />

señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan


claras muestras que la lleváis contra su voluntad<br />

y que algún notorio desaguisado le habedes<br />

fecho; y yo, que nací en el mundo para desfacer<br />

semejantes agravios, no consentiré que un solo<br />

paso adelante pase sin darle la deseada libertad<br />

que merece.<br />

En estas razones, cayeron todos los que las oyeron<br />

que don <strong>Quijote</strong> debía de ser algún hombre<br />

loco, y tomáronse a reír muy de gana; cuya risa<br />

fue poner pólvora a la cólera de don <strong>Quijote</strong>,<br />

porque, sin decir más palabra, sacando la espada,<br />

arremetió a las andas. Uno de aquellos que<br />

las llevaban, dejando la carga a sus compañeros,<br />

salió al encuentro de don <strong>Quijote</strong>, enarbolando<br />

una horquilla o bastón con que sustentaba<br />

las andas en tanto que descansaba; y, recibiendo<br />

en ella una gran cuchillada que le tiró<br />

don <strong>Quijote</strong>, con que se la hizo dos partes, con<br />

el último tercio, que le quedó en la mano, dio<br />

tal golpe a don <strong>Quijote</strong> encima de un hombro,<br />

por el mismo lado de la espada, que no pudo


cubrir el adarga contra villana fuerza, que el<br />

pobre don <strong>Quijote</strong> vino al suelo muy mal parado.<br />

Sancho Panza, que jadeando le iba a los alcances,<br />

viéndole caído, dio voces a su moledor que<br />

no le diese otro palo, porque era un pobre caballero<br />

encantado, que no había hecho mal a nadie<br />

en todos los días de su vida.<br />

Mas, lo que detuvo al villano no fueron las voces<br />

de Sancho, sino el ver que don <strong>Quijote</strong> no<br />

bullía pie ni mano; y así, creyendo que le había<br />

muerto, con priesa se alzó la túnica a la cinta, y<br />

dio a huir por la campaña como un gamo.<br />

Ya en esto llegaron todos los de la compañía de<br />

don <strong>Quijote</strong> adonde él estaba; y más los de la<br />

procesión, que los vieron venir corriendo, y con<br />

ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron<br />

algún mal suceso, y hiciéronse todos un remolino<br />

alrededor de la imagen; y, alzados los capirotes,<br />

empuñando las diciplinas, y los clérigos


los ciriales, esperaban el asalto con determinación<br />

de defenderse, y aun ofender, si pudiesen,<br />

a sus acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor<br />

que se pensaba, porque Sancho no hizo otra<br />

cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su señor,<br />

haciendo sobre él el más doloroso y risueño<br />

llanto del mundo, creyendo que estaba muerto.<br />

El cura fue conocido de otro cura que en la procesión<br />

venía, cuyo conocimiento puso en sosiego<br />

el concebido temor de los dos escuadrones.<br />

El primer cura dio al segundo, en dos razones,<br />

cuenta de quién era don <strong>Quijote</strong>, y así él como<br />

toda la turba de los diciplinantes fueron a ver si<br />

estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que<br />

Sancho Panza, con lágrimas en los ojos, decía:<br />

-¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo<br />

acabaste la carrera de tus tan bien gastados<br />

años! ¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de<br />

toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el<br />

cual, faltando tú en él, quedará lleno de mal-


hechores, sin temor de ser castigados de sus<br />

malas fechorías!<br />

¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por<br />

solos ocho meses de servicio me tenías dada la<br />

mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh<br />

humilde con los soberbios y arrogante con los<br />

humildes, acometedor de peligros, sufridor de<br />

afrentas, enamorado sin causa, imitador de los<br />

buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines,<br />

en fin, caballero andante, que es todo lo<br />

que decir se puede!<br />

Con las voces y gemidos de Sancho revivió don<br />

<strong>Quijote</strong>, y la primer palabra que dijo fue:<br />

-El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea,<br />

a mayores miserias que éstas está sujeto.<br />

Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el<br />

carro encantado, que ya no estoy para oprimir<br />

la silla de Rocinante, porque tengo todo este<br />

hombro hecho pedazos.


-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío -<br />

respondió Sancho-, y volvamos a mi aldea en<br />

compañía destos señores, que su bien desean, y<br />

allí daremos orden de hacer otra salida que nos<br />

sea de más provecho y fama.<br />

-Bien dices, Sancho -respondió don <strong>Quijote</strong>-, y<br />

será gran prudencia dejar pasar el mal influjo<br />

de las estrellas que agora corre.<br />

El canónigo y el cura y barbero le dijeron que<br />

haría muy bien en hacer lo que decía; y así,<br />

habiendo recebido grande gusto de las simplicidades<br />

de Sancho Panza, pusieron a don <strong>Quijote</strong><br />

en el carro, como antes venía. La procesión<br />

volvió a ordenarse y a proseguir su camino; el<br />

cabrero se despidió de todos; los cuadrilleros<br />

no quisieron pasar adelante, y el cura les pagó<br />

lo que se les debía. El canónigo pidió al cura le<br />

avisase el suceso de don <strong>Quijote</strong>, si sanaba de<br />

su locura o si proseguía en ella, y con esto tomó<br />

licencia para seguir su viaje. En fin, todos se<br />

dividieron y apartaron, quedando solos el cura


y barbero, don <strong>Quijote</strong> y Panza, y el bueno de<br />

Rocinante, que a todo lo que había visto estaba<br />

con tanta paciencia como su amo.<br />

El boyero unció sus bueyes y acomodó a don<br />

<strong>Quijote</strong> sobre un haz de heno, y con su acostumbrada<br />

flema siguió el camino que el cura<br />

quiso, y a cabo de seis días llegaron a la aldea<br />

de don <strong>Quijote</strong>, adonde entraron en la mitad<br />

del día, que acertó a ser domingo, y la gente<br />

estaba toda en la plaza, por mitad de la cual<br />

atravesó el carro de don <strong>Quijote</strong>. Acudieron<br />

todos a ver lo que en el carro venía, y, cuando<br />

conocieron a su compatriota, quedaron maravillados,<br />

y un muchacho acudió corriendo a dar<br />

las nuevas a su ama y a su sobrina de que su tío<br />

y su señor venía flaco y amarillo, y tendido<br />

sobre un montón de heno y sobre un carro de<br />

bueyes. Cosa de lástima fue oír los gritos que<br />

las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas<br />

que se dieron, las maldiciones que de nuevo<br />

echaron a los malditos libros de caballerías;


todo lo cual se renovó cuando vieron entrar a<br />

don <strong>Quijote</strong> por sus puertas.<br />

A las nuevas desta venida de don <strong>Quijote</strong>, acudió<br />

la mujer de Sancho Panza, que ya había<br />

sabido que había ido con él sirviéndole de escudero,<br />

y, así como vio a Sancho, lo primero<br />

que le preguntó fue que si venía bueno el asno.<br />

Sancho respondió que venía mejor que su amo.<br />

-Gracias sean dadas a Dios -replicó ella-, que<br />

tanto bien me ha hecho; pero contadme agora,<br />

amigo: ¿qué bien habéis sacado de vuestras<br />

escuderías?, ¿qué saboyana me traes a mí?,<br />

¿qué zapaticos a vuestros hijos?<br />

-No traigo nada deso -dijo Sancho-, mujer mía,<br />

aunque traigo otras cosas de más momento y<br />

consideración.<br />

-Deso recibo yo mucho gusto -respondió la mujer-;<br />

mostradme esas cosas de más consideración<br />

y más momento, amigo mío, que las quie-


o ver, para que se me alegre este corazón, que<br />

tan triste y descontento ha estado en todos los<br />

siglos de vuestra ausencia.<br />

-En casa os las mostraré, mujer -dijo Panza-, y<br />

por agora estad contenta, que, siendo Dios servido<br />

de que otra vez salgamos en viaje a buscar<br />

aventuras, vos me veréis presto conde o gobernador<br />

de una ínsula, y no de las de por ahí, sino<br />

la mejor que pueda hallarse.<br />

-Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo<br />

habemos menester. Mas, decidme: ¿qué es eso<br />

de ínsulas, que no lo entiendo?<br />

-No es la miel para la boca del asno -respondió<br />

Sancho-; a su tiempo lo verás, mujer, y aun te<br />

admirarás de oírte llamar Señoría de todos tus<br />

vasallos.<br />

-¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas<br />

y vasallos? -respondió Juana Panza, que así<br />

se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran


parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar<br />

las mujeres el apellido de sus maridos.<br />

-No te acucies, Juana, por saber todo esto tan<br />

apriesa; basta que te digo verdad, y cose la boca.<br />

Sólo te sabré decir, así de paso, que no hay<br />

cosa más gustosa en el mundo que ser un hombre<br />

honrado escudero de un caballero andante<br />

buscador de aventuras. Bien es verdad que las<br />

más que se hallan no salen tan a gusto como el<br />

hombre querría, porque de ciento que se encuentran,<br />

las noventa y nueve suelen salir aviesas<br />

y torcidas. Sélo yo de expiriencia, porque de<br />

algunas he salido manteado, y de otras molido;<br />

pero, con todo eso, es linda cosa esperar los<br />

sucesos atravesando montes, escudriñando<br />

selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando<br />

en ventas a toda discreción, sin pagar,<br />

ofrecido sea al diablo, el maravedí.<br />

Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza<br />

y Juana Panza, su mujer, en tanto que el ama<br />

y sobrina de don <strong>Quijote</strong> le recibieron, y le des-


nudaron, y le tendieron en su antiguo lecho.<br />

Mirábalas él con ojos atravesados, y no acababa<br />

de entender en qué parte estaba. El cura encargó<br />

a la sobrina tuviese gran cuenta con regalar<br />

a su tío, y que estuviesen alerta de que otra<br />

vez no se les escapase, contando lo que había<br />

sido menester para traelle a su casa. Aquí alzaron<br />

las dos de nuevo los gritos al cielo; allí se<br />

renovaron las maldiciones de los libros de caballerías,<br />

allí pidieron al cielo que confundiese en<br />

el centro del abismo a los autores de tantas<br />

mentiras y disparates. Finalmente, ellas quedaron<br />

confusas y temerosas de que se habían de<br />

ver sin su amo y tío en el mesmo punto que<br />

tuviese alguna mejoría; y sí fue como ellas se lo<br />

imaginaron.<br />

Pero el autor desta historia, puesto que con<br />

curiosidad y diligencia ha buscado los hechos<br />

que don <strong>Quijote</strong> hizo en su tercera salida, no ha<br />

podido hallar noticia de ellas, a lo menos por<br />

escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado,


en las memorias de la Mancha, que don <strong>Quijote</strong>,<br />

la tercera vez que salió de su casa, fue a Zaragoza,<br />

donde se halló en unas famosas justas<br />

que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron<br />

cosas dignas de su valor y buen entendimiento.<br />

Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa<br />

alguna, ni la alcanzara ni supiera si la buena<br />

suerte no le deparara un antiguo médico que<br />

tenía en su poder una caja de plomo, que,<br />

según él dijo, se había hallado en los cimientos<br />

derribados de una antigua ermita que se renovaba;<br />

en la cual caja se habían hallado unos<br />

pergaminos escritos con letras góticas, pero en<br />

versos castellanos, que contenían muchas de<br />

sus hazañas y daban noticia de la hermosura de<br />

Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante,<br />

de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura<br />

del mesmo don <strong>Quijote</strong>, con diferentes<br />

epitafios y elogios de su vida y costumbres.<br />

Y los que se pudieron leer y sacar en limpio<br />

fueron los que aquí pone el fidedigno autor


desta nueva y jamás vista historia. El cual autor<br />

no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso<br />

trabajo que le costó inquerir y buscar<br />

todos los archivos manchegos, por sacarla a<br />

luz, sino que le den el mesmo crédito que suelen<br />

dar los discretos a los libros de caballerías,<br />

que tan validos andan en el mundo; que con<br />

esto se tendrá por bien pagado y satisfecho, y<br />

se animará a sacar y buscar otras, si no tan verdaderas,<br />

a lo menos de tanta invención y pasatiempo.<br />

Las palabras primeras que estaban escritas en el<br />

pergamino que se halló en la caja de plomo<br />

eran éstas:<br />

LOS ACADÉMICOS DE LA ARGAMASILLA,<br />

LUGAR DE LA MANCHA,<br />

EN VIDA Y MUERTE DEL VALEROSO<br />

DON QUIJOTE DE LA MANCHA,<br />

HOC SCRIPSERUNT:<br />

EL MONICONGO, ACADÉMICO DE LA AR-


GAMASILLA,<br />

A LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE<br />

Epitafio<br />

El calvatrueno que adornó a la Mancha<br />

de más despojos que Jasón decreta;<br />

el jüicio que tuvo la veleta<br />

aguda donde fuera mejor ancha,<br />

el brazo que su fuerza tanto ensancha,<br />

que llegó del Catay hasta Gaeta,<br />

la musa más horrenda y más discreta<br />

que grabó versos en la broncínea plancha,<br />

el que a cola dejó los Amadises,<br />

y en muy poquito a Galaores tuvo,<br />

estribando en su amor y bizarría,<br />

el que hizo callar los Belianises,<br />

aquel que en Rocinante errando anduvo,<br />

yace debajo desta losa fría.<br />

DEL PANIAGUADO, ACADÉMICO DE LA<br />

ARGAMASILLA,


In laudem Dulcineae del Toboso<br />

Soneto<br />

Esta que veis de rostro amondongado,<br />

alta de pechos y ademán brioso,<br />

es Dulcinea, reina del Toboso,<br />

de quien fue el gran <strong>Quijote</strong> aficionado.<br />

Pisó por ella el uno y otro lado<br />

de la gran Sierra Negra, y el famoso<br />

campo de Montïel, hasta el herboso<br />

llano de Aranjüez, a pie y cansado.<br />

Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!,<br />

que esta manchega dama, y este invito<br />

andante caballero, en tiernos años,<br />

ella dejó, muriendo, de ser bella;


y él, aunque queda en mármores escrito,<br />

no pudo huir de amor, iras y engaños.<br />

DEL CAPRICHOSO, DISCRETÍSIMO<br />

ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,<br />

EN LOOR DE ROCINANTE, CABALLO DE<br />

DON QUIJOTE DE LA MANCHA<br />

Soneto<br />

En el soberbio trono diamantino<br />

que con sangrientas plantas huella Marte,<br />

frenético, el Manchego su estandarte<br />

tremola con esfuerzo peregrino.<br />

Cuelga las armas y el acero fino<br />

con que destroza, asuela, raja y parte:<br />

¡nuevas proezas!, pero inventa el arte<br />

un nuevo estilo al nuevo paladino.


Y si de su Amadís se precia Gaula,<br />

por cuyos bravos descendientes Grecia<br />

triunfó mil veces y su fama ensancha,<br />

hoy a <strong>Quijote</strong> le corona el aula<br />

do Belona preside, y dél se precia,<br />

más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.<br />

Nunca sus glorias el olvido mancha,<br />

pues hasta Rocinante, en ser gallardo,<br />

excede a Brilladoro y a Bayardo.<br />

DEL BURLADOR, ACADÉMICO ARGAMA-<br />

SILLESCO,<br />

A SANCHO PANZA<br />

Soneto


DEL CACHIDIABLO, ACADÉMICO DE LA<br />

ARGAMASILLA,<br />

EN LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE<br />

Epitafio<br />

Aquí yace el caballero,<br />

bien molido y mal andante,<br />

a quien llevó Rocinante<br />

por uno y otro sendero.<br />

Sancho Panza el majadero<br />

yace también junto a él,<br />

escudero el más fiel<br />

que vio el trato de escudero.<br />

DEL TIQUITOC, ACADÉMICO DE LA AR-<br />

GAMASILLA,<br />

EN LA SEPULTURA DE DULCINEA DEL TO-<br />

BOSO<br />

Epitafio


Reposa aquí Dulcinea;<br />

y, aunque de carnes rolliza,<br />

la volvió en polvo y ceniza<br />

la muerte espantable y fea.<br />

Fue de castiza ralea,<br />

y tuvo asomos de dama;<br />

del gran <strong>Quijote</strong> fue llama,<br />

y fue gloria de su aldea.<br />

Éstos fueron los versos que se pudieron leer; los<br />

demás, por estar carcomida la letra, se entregaron<br />

a un académico para que por conjeturas los<br />

declarase. Tiénese noticia que lo ha hecho, a<br />

costa de muchas vigilias y mucho trabajo, y que<br />

tiene intención de sacarlos a luz, con esperanza<br />

de la tercera salida de don <strong>Quijote</strong>.<br />

Forsi altro canterà con miglior plectio.

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