Capítulo único: El encapuchado

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Aquel hombre deropas negras subió al tren con paso firme; era el fin de un nuevodía de arduo trabajo. El transporte estaba lleno y sus pasajerosignoraban la presencia del recién llegado, todos estaban cabizbajosy nadie hablaba, ya que no lo necesitaban. ¿Qué mejor forma decomunicarse que con la tecnología? No se necesitaba despegar loslabios para charlar.

El sujeto, alto y detez pálida cubrió su rostro con la capucha de su sudadera negra, altiempo que esperaba la llegada del subterráneo a su destino. Unasestaciones más adelante, bajó sin la necesidad de apartar a nadie.

Su ocupación diurnahabía terminado, pero de inmediato comenzó su oficio nocturno; mientras caminaba adentrándose en una multitud, sacó de su manga unarma blanca, pero nadie se dio cuenta. Tranquilamente, el tipo avanzóentre las personas, como si fuera un vals que nadie nunca pudieraoír, pero sí sentir dentro de sus corazones.

Poco a poco, seacercaba la hora del atardecer... Día y noche debía laborar, 365 y,a veces, 366 días al año. Con algo de suerte, tenía algunossegundos de descanso, pero rara vez ocurría eso; muchos aborreceríanaquella tarea, pero no aquel hombre. Ese empleo era duro y bastantedeprimente, aunque a veces, la recompensa por hacerlo no teníaprecio alguno.

Caminando, vio unaiglesia; no era grande ni muy llamativa. Muchos dirían que era unedificio abandonado y seguirían con su camino, alejándose del lugar,pero el sujeto no puedo evitar entrar al oír un coro de niñosentonando con dulzura una canción que hablaba sobre Dios y la fe.Aunque debía llegar a su destino al atardecer, podía darse el lujode detenerse a oír y asomarse por unos minutos, pues el trasladohabía sido bastante más rápido que de costumbre.

Las puertas deaquella capilla estaban juntas, pero lograba verse un tenue rayo deluz que emergía desde su interior; el chico de cara blanquecinaentró a la edificación y logró ver que, adentro, habían mas omenos 20 niños y niñas cantando. El oratorio estaba lleno a rebosarde gente; muchos sacerdotes disfrutaban de aquella actuación que parecíacasi un coro divino. El sitio estaba muy bien iluminado, todas lasvelas estaban encendidas, pero ninguna tenía cera comenzando aderretirse; además, todos vestían de un color tan blanco queparecía emitir su propia luz.

Cuando elencapuchado entró al recinto, los infantes le sonrieron mientrasseguían con su acto; las personas, viejos y jóvenes lo saludaronrespetuosa y silenciosamente. Todos se habían percatado del arma queel hombre portaba en su mano derecha y sabían muy bien para qué lausaría, pero aún así, no intentarían detenerlo. Él era un grantipo y ése era el trabajo que debía cumplir.

Durante algunosminutos, siguió oyendo a los críos recitar aquella tonada, pero eltiempo seguía su curso. Se hacía tarde, era hora de partir.

Con pesadumbre, se levantó de su asiento y se encaminó a la salida, no queríairse, pero el deber lo llamaba. No necesitaba ir a ninguna parte paracumplir con sus obligaciones, pero le gustaba hacerlo en personacuando alguien había sido bueno durante su vida. En esa ocasión,debía dirigirse a un hospital.

Lentamente el cielo,antes celeste, se tornó anaranjado, amarillento e, incluso, rosa,para terminar volviéndose azul marino, como las profundidades delmar. El chico de tez pálida seguía empuñando el arma a la vez queatravesaba de nuevo otra multitud. Solo algunos notaron su presenciay el objeto que portaba, pero ninguno de ellos intentó arrebatárseloo llamar a la policía para alertar sobre aquella aparición. Nuncaantes lo habían visto, pero sí habían oído muchas historias sobreél.


Quienes jamás lohabían observado, rumoreaban que era calvo y extremadamente anciano;otros decían que era ojeroso, flacucho y muy alto. Incluso, muchosaseguraban que ni siquiera existía, que no era más que una simplepalabra para definir algo que muchos no quieren aceptar como parte dela vida. Pero esos no eran más que patrañas; pues la verdad eracompletamente diferente. En realidad era bastante joven, casi deveinte años, su cabello era tan negro como las profundidades de unacaverna en la cual jamás ha entrado el sol; sus hermosos ojos rojoscontrastaban fuertemente con sus oscuras ojeras; la blancura de supiel llegaba a ser envidiada hasta por la persona más albina delmundo; medía un poco más de dos metros y, aún así, podía entrara cualquier parte sin ningún problema; era extremadamente delgado,por lo que muchos afirmarían que no había comido en semanas. Loúnico de cierto esas historias, era que usaba una capucha paraocultar su rostro.

Finalmente, elmuchacho llegó a la clínica. Los rayos del sol comenzaron aaparecer a través de los grandes edificios que se alzaban por sobrela ciudad. Sin prisa alguna, el mozo entró en el recinto y caminóen silencio por los salones de éste; el horario de visita habíaterminado horas antes, pero no necesitaba permiso alguno para ir. Larecepcionista miraba el salón con duda, las puertas de la habitaciónse habían abierto, pero no había nadie en ese lugar. Sin que lachica se diera cuenta, el portador del arma pasó por delante deella.

Estaba cerca de sudestino, solo debía avanzar por aquel largo pasillo lleno de puertasy doctores que discutían sobre enfermedades y tratamientos. Conlentitud, el tipo caminó entre los médicos y matronas; solo unanciano en silla de ruedas lo vio; un escalofrío recorrió laespalda del senil mientras rogaba que el joven no fuera al ala dematernidad o a alguna habitación de alguien joven y bueno.


Pocos pasos másadelante, el muchacho se detuvo frente a una puerta, el cual teníaun número bastante curioso... "49" Ese número es conocidoen un país oriental por ser de mal augurio... Y vaya que teníanrazón de creerlo... al pronunciar el cuatro... se dice "muerte",y, al pronunciar el nueve... se dice "sufrimiento". Dospalabras que explicaban bastante bien la situación en la que seencontraba el paciente en el interior de aquel cuarto. En silencio,él abrió la puerta.

Dentro de aquellaestancia, había una mujer muy anciana que miraba desde la cama haciael exterior; su cabello estaba largo y lleno de canas, sus ojos erancelestes cielo, también era bastante delgada y de rostro quedenotaba inocencia. Sin duda, había sido muy bella en su juventud.Los rayos del sol se colaban por entre las cortinas abiertas,alegrando un poco el ambiente de aquella habitación.


El hombre se acercóa ella y sus ojos se encontraron, pero la abuela no gritó. Unasonrisa apareció en su rostro al ver que el chico portaba un armablanca; ella lo había estado esperando por mucho tiempo. Él sonriósuavemente mientras veía el atardecer junto a la mujer, pues era laúltima vez que ella vería aquello; cuando el sol se escondió, laanciana se recostó en el lecho mientras que el tipo le tendía lamano. Ella la tomó con suavidad y volvió a levantarse, dejandoatrás cualquier dolor y cansancio; el encapuchado tomó su arma yterminó con la vida de la octogenaria, liberándola de todo lo malo.

La oscuridad inundóel cielo, dejando que las estrellas brillaran junto a la urbe queseguía despierta; un suave pitido se sentía por la habitación,dando a conocer que el corazón de la abuela se había detenido. Contranquilidad, él se retiró del habitáculo, mientras los doctoresentraban corriendo en el lugar para intentar en vano traer de vueltaa la recién fallecida. Nada podían hacer; ella había partido.


Durante un largorato, el joven deambuló por la gran metrópoli que comenzaba adormirse; quería ir a aquella capillita antes de ir a buscar a lasiguiente persona. Mientras caminaba, miró a los astros queinundaban el cielo. Realmente era algo maravilloso... Tanta luz... enalgo que no tenía vida.

Finalmente, elencapuchado llegó a la iglesia; al entrar, una mujer joven abrazócon fuerza al chico... Era la misma anciana de la habitación 49 quehabía fallecido. Había vuelto a sus años maravillosos. Todos seacercaron al tipo y le sonrieron, sin duda él tenía un trabajo muyduro y difícil; cargar con su hoz era fácil, pero eracomplicado que muchos lo culparan y odiaran por su deber. Aún así teníaque hacerlo hasta el final de los tiempos, tenía más años de losque se podrían contar; poseía muchos nombres... Pero el másconocido era Muerte.


                                                                   FIN

El encapuchadoWhere stories live. Discover now