Inverecundo

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Si vale la pena hacerlo, vale la pena exagerarlo

Hasta ese momento, el único hombre que Frances había visto desnudo en toda su vida, era su marido.

Aun así, tampoco era como si cada noche se paseara sin prenda alguna por la alcoba marital. Como suponía que hacía todo caballero, se retiraba al vestidor para despojarse de las ropas del día y colocarse el camisón de dormir, entrando en la cama sin más pretensiones que descansar. Salvo, claramente, en los primeros años de su unión, cuando se esmeraron por asegurar la descendencia de su noble casa.

Y estaba segura, hasta hacía unas horas, que ese comportamiento era adecuado y decente para absolutamente cualquier matrimonio que se preciara de ser pilar de la sociedad.

Sin embargo, esas convicciones se hicieron pedazos en un único instante, una única visión que la hizo estremecer hasta las partes más íntimas de su cuerpo y su ser: Liosha frente a ella, sin más prenda que el corbatín atando sus muñecas a su espalda, sin el cobijo de la oscuridad, pues Sebastian se había negado a apagar las luces. Completamente rojo por la vergüenza con la que era prácticamente exhibido al tener las rodillas separadas, su respiración se había vuelto tan acelerada que seguramente ya estaba mareado.

Frances levantó la mirada, dándose cuenta de que el mayordomo la miraba a ella. Al momento en que sus ojos hicieron contacto, aquel hombre levantó la mano izquierda, sin soltar a su presa en ningún momento, y se la pasó por el pelo, desordenándolo como le gustaba llevarlo.

—¿Desea algo en especial? —preguntó casual, como si le estuviera consultando sobre la cena o los arreglos del té de la tarde.

Aun presa del hechizo que provocaba aquella visión, y convencida de que se estaba moviendo por una fuerza ajena a su voluntad, la Marquesa se puso de pie, avanzando lentamente, colocándose a su espalda. Recorrió sus brazos hasta llegar a los hombros, deslizando el chaqué, pero sin dejarlo caer, doblándolo y dejándolo con cuidado sobre una de las sillas cercanas.

Repitió el proceso con el chaleco, y al llegar a la camisa, pareció dudar un poco, por lo que Sebastian se animó a tomar su mano, obligándola a recorrer su pecho para alcanzar la parte alta de la botonadura, aunque antes de ello la levantó un poco más para besar su dorso.

Si antes, Frances Midford estaba segura de flotar en una nube de irrealidad, en ese momento simplemente dejó de responder de sí misma, poniéndose en puntas de pie para besar el cuello del mayordomo.

Tan pálido y frío como el mármol, era difícil no compararlo con la escultura de algún virtuoso artista del renacimiento, con las proporciones adecuadas para resaltar una figura esbelta, tonificada, sin excesos ni carencias, tocó su abdomen, terso, sin rastro alguno de vello, preguntándose si incluso en la zona más íntima también sería así, y si sería del mismo tono negro que su cabello, o sería distinto como Liosha, con su pelo rubio platinado y su pelvis más obscura.

Frances apenas contuvo el jadeo que le provocó sentir la mano de Sebastian tomándola por la cintura para acercarla a él, incitándola a desabrochar su pantalón, recargando el mentón en su cabello.

Ambos escucharon un gemido de angustia, y miraron hacia abajo, al muchacho que no había perdido detalle de lo que pasaba.

—No creerás que te olvidamos, ¿o sí? Todo esto es por ti.

Frances se sintió desfallecer mientras el pantalón negro caía revelando algo que, jamás, en todo el tiempo que tenía de conocerle, creyó siquiera imaginar. Ni la más violenta fiebre podría compararse con el calor que sintió en el momento en que el mayordomo de la casa Phantomhive se inclinó para tomar por el mentón al muchacho, levantándole la cabeza con cierta brusquedad.

El adagio del cuervoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora