LA RISA AL SERVICIO DE LO
"RIDÍCULO": EL EJEMPLO DE VELÁZQUEZ
ANTONIA MOREL D`ARLEUX
Universidad de PARIS VIII
atrio, 10-11 (2005)
ISSN: 0214-8293 p. 65 - 76
RESUMEN
La estética
de los "ridículo" supone
en la pintura barroca la ruptura con los códigos normativos de la belleza clásica. Se trata de reproducir la naturaleza humana en todo
lo que tiene de descompuesto
y monstruoso siguiendo las teorías fisionogmóticas italianas
y flamencas. Se asiste a la
proliferación de personajes
"que ríen y hacen reir": enanos, borrachos, rústicos, bobos y pícaros. Individuos que constituyen el alter ego de nobles y cortesanos reflejando la
tradición carnavalesca y festiva que coloca la burla en el centro
de las representaciones sociales
y culturales. Velásquez parece seguir en
sus bodegones y retratos,
una dinámica quevedesca basada en paremias
y epónimos, lugares comunes del lenguaje popular, enriqueciendo la imagen grotesca
con un transfondo cultural.
PALABRAS CLAVE: Ridículo, fisionomía, burla, risa, refranes,
Velázquez, bodegones, retratos
grotescos.
ABSTRACT
L´esthetique du "ridicule" constitue dans la peinture
baroque la rupture des codes normatifs de la beauté classique. Il s´agit là de reproduire
la Nature humaine dans tout ce
qu´elle a de farfelu et monstrueux, selon les théories fisiognomoniques italiennes et flamantes. On asiste
ainsi à la prolifération
des personnages "qui rient
et font rire": des nains,
ivrognes, rustiques, simplets et gueux. Des individus qui constituent l`alter
ego des nobles et courtisans suivant
la tradition carnavalesque
et joyeuse qui place la bourle
au centre même des manifestations sociales et culturelles.
Velázquez semble poursuivre
cette originale tendance dans quelques`uns
de ses bodegones et portraits grotesques, en évaocant des proverbes, surnons populaires et lieux communs pour enrichir leur portée.
KEY WORDS: Ridiculus, Fisiognomonía,
burla, risa, refranes, Velázquez, bodegones, retratos grotescos.
La mayor parte de los personajes plebeyos pintados por Velázquez han
sido objeto de un análisis pormenorizado, sin
embargo, fuera de su estudio temático y técnico, apenas se les ha
considerado con relación a su dimensión mimogestual1.
Teniendo en cuenta que el pintor consagró la mayor parte de su arte a plasmar
con exarcebado realismo los
rasgos faciales, cabe preguntarse en qué medida
sigue su propio impulso creador o si en
parte refleja las tendencias estéticas del primer período barroco.
Una de las expresiones faciales recurrentes en su obra
es la risa, que imprime a
sus figuras una dimensión a
la vez cómica y burlesca, es decir, que ríen y hacen reir.
El pintor sevillano, como los autores de entremeses y comedias o como los escritores de relatos jocosos y picarescos,va a crear tipos ridículos
en el sentido latino de la palabra, es decir, “provocantes a risa”, siguiendo la misma tradición carnavalesca y festiva que coloca la burla en el centro de sus representaciones sociales y culturales2. Algunos pintores del siglo XVII de las escuelas italiana y flamenca y, en menor medida de la española, utilizarán la nueva maniera para interpretar la variedad y diferencia de los seres creados por Dios, copiando la
naturaleza sin perdonar defectos, en todo lo tiene de
descompuesta y desproporcionada.
Por otra parte,
una postura habitual del barroco
fue la de destruir la mecánica del lugar común, de todo lo que suponía una convención normativa no sólo en el lenguaje sino en otros
terrenos culturales. La ruptura de los clásicos códigos estéticos que basaban sus teorías en la belleza clásica,
presupone la aparición de una galería de seres extraordinarios y monstruosos, tal que hermafroditas, enanos, locos, rústicos, borrachos y pícaros, toda una serie de indivíduos que constituyen el alter
ego de nobles y cortesanos. Velázquez es uno de los raros pintores que en la época sigue la corriente ridícula, con la
posible intención de explorar no sólo el campo de la mímica gestual en lo que tiene de ejercicio virtuosista, sino también en
lo que significa como lenguaje de comunicación.
Los tipos velazquianos
se prestan a un análisis
que permite descubrir detrás de la mueca risueña, una carga simbólica significativa del mensaje que el pintor desea transmitir al espectador. Con sus gestos y guiños, son a la vez portavoz de ironía y autocrítica; la risa actua como un signo
de repulsión que les permite guardar distancias, pero también
puede ser el reflejo de su debilidad como
representantes de un grupo plebeyo rechazado. De este hecho, su
posición de criaturas ficticias les confiere una dimensión que puede ser reveladora de una realidad social
condenable o de un gesto de
rebeldía del pintor frente
al orden establecido. Este doble papel
de desmitificación remite a
un sistema de referencias
que atañen la relación, algunas veces establecida, entre risa
y sociedad3 , ya que lo ridículo así definido permite
relacionar el efecto que
produce al espectador con la mediación
condicionada por la invención
artística.
En el dominio
que nos ocupa, trataremos de atenernos únicamente a la modalidad del género, o sea a la pura representación estética, y si hay lugar y viene al caso, sacaremos algunas veces las conclusiones con respecto al contexto jocoso y festivo de la época. Pero antes de analizar con
detalle los personajes velazquianos, conviene recordar
algunas teorías didácticas alrededor de las que se crea la tendencia artística a lo ridículo.
Los testimonios de la manifestación de lo ridículo en la pintura son escasos y poco elocuentes en la España del Siglo de Oro; sin embargo existen
algunos comentarios de los teóricos que se preocuparon por establecer las reglas del decoro en los gestos
y actitudes con relación al
retrato. Juan de Jaúregui, en 1618, explica brevemente cómo los grandes artífices de la Antigüedad clásica reflejaron en el rostro de sus
modelos los afectos «ocultos, varios y encontrados» pintando la risa, el llanto, la cólera o la ternura, mediante especiales recursos
plásticos, como las pinceladas que dan brillo a los ojos o las que subrayan las arrugas de la frente4. Unos años más tarde,
José de Valdivieso, capellán
del Infante Don Fernando, admite
que el pintor pueda inventar “fealdades”, pero sólo a la hora de representar al demonio y a sus acólitos5. El semblante
diabólico de individuos malvados y viciosos, confirma la paulatina
introducción en el arte de esta nueva estética que se observa, por ejemplo, en las escenas de la Pasión donde aparecen los verdugos y sicarios de Cristo.
Hay que esperar los tratados de Carducho y Pacheco
para encontrar teorías más
explícitas al respecto. Vicente Carducho en su Diálogo
de la pintura de 1633, siguiendo la escuela renacentista de tradición aristotélica y platónica, rechaza el retrato como copia
exacta del natural. El pintor no debe ser un mero imitador
de la naturaleza, cuando ésta
se presenta imperfecta, sino
que procederá con sentido común, es decir, será capaz de discernir
adónde fue sabia y adónde depravada. De aquí que debe imitarla en el primer caso, pero perfeccionarla en el segundo. El teórico está de acuerdo en que, a veces, conviene reflejar el vicio o la virtud del retratado de tal manera «que causen los efectos debidos en quien
los mira». Detrás de su matizada opinión,
se adivina la ideología tridentina que privilegia el alcance edificante en la pinura, por eso cuando más
adelante trata de lo que
llama «el abuso introducido
en el retrato de hombres y mujeres ordinarios», exclama un tanto molesto:
«No tienen poca
culpa los Artífices [...] reduciendo
el generoso Arte a conceptos humildes como se ve hoy de tantos cuadros de bodegones con bajos y vilísimos pensamientos, y otros de borrachos, otros de fulleros, tahúres y cosas semejantes, sin más ingenio ni
más asunto de habérsele antojado al Pintor retratar a cuatro pícaros descompuestos y a dos mujercillas
desaliñadas, en mengua del mismo Arte y poca reputación
del Artífice»6.
En su
acerbo discurso se puede reconocer la serie de tipos plebeyos que Velázquez pintó no sólo en Sevilla, sino también en
la Corte, cuando Carducho
era pintor de Cámara de
Felipe IV. Según ha señalado la crítica,
sus palabras reflejan el despecho
y la amargura de quien asiste impotente al triunfo profesional del joven sevillano.
Por el contrario, Francisco
Pacheco, de acuerdo con las tendencias
realista de su yerno, se muestra en el Arte de la
pintura más liberal que Carducho.
Al referirse a los retratos
señala:
«Otros
se han inclinado a pintar figuras ridículas con sujetos varios y feos para provocar a risa, y todas estas cosas,
hechas con valentía y buena manera, entretienen
y muestran ingenio en la disposición y en la viveza»7.
La frase que subrayamos en la cita indica que el teórico ya estaba
al corriente de la nueva corriente artística de lo ridículo, que Carducho llamaba «lo descompuesto», además pone de relieve su finalidad jocosa y deleitable adoptando una actitud favorable y comprometida,
ya que reconoce el talento y la valentía de los pintores que, como Velázquez, se atreven a practicarla. También es significativo que en ningún
momento relacione el fenómeno con el decorum cuando
estableces sus reglas. Como
fiel defensor del retrato
«del natural», parece conocer el tratado de Giovanni
Paolo Lomazzo, Rabisch
dra Academiglica de
1589, donde el italiano
introduce la estética de lo ridículo
en el arte8.
Cabe indicar que el vocablo
rabisch significa «figura bizarra e invención grotesca», remitiendo a unas teorías ya insinuadas
en su Tratatto
de pittura, muy conocido y citado por el maestro sevillano. Por lo demás Pacheco,
no teoriza sobre la técnica de semejante escuela, aunque la relacione con la obra de
Velázquez y subraye el hecho
de que con su «poderoso ejemplo alentó a muchos»9, o sea que le presenta como creador
en Sevilla de dicha corriente. También reconoce la posible ascendencia italiana, porque al referirse a la manera de aplicar el color y a la
materia empleada en los efectos luminosos de los valientes pintores caravaggistas, como Ribera, agrega: «No sólo no pintan cosas hermosas, mas antes ponen su principal cuidado en efectar
la fealdad y fiereza»10.
Estos elogios no impiden que en alguna ocasión califique con matiz peyorativo lo que juzga «cosas ordinarias y de risa» y «juguetes para entretener»11. Finalmente,
no deja de recomendar a los
pintores principiantes, siguiendo a Karl van Mander, ejercitarse en plasmar en el rostro la risa y el llando y tomar como modelos
a personas feas, por las que el parecido
«se consigue más presto que
con los rostros hermosos» 12.
Pacheco, en efecto, parece situar en
un mismo plano a Velázquez
y a Ribera, calificando de vivas
y naturales sus rostros y figuras, lo que presupone
que el pintor valenciano, antes que el sevillano, ya conocía
las primeras manifestaciones
artísticas de lo ridículo13,
como lo muestran las alegorías de los cinco sentidos y algunos filósofos de su primera época que pudieron influenciar aún más la natural inclinación realista del joven pintor 14
.
En el siglo
XVI aparece en Italia una corriente filosófica y pseudocientífica, que intenta explicar el caracter por las señales del rostro. Convenía interpretar correctamente las intenciones de las personas para calcular
el comportamiento sobre todo en el terreno
político y comercial15.
No tardan en publicarse los primeros tratados de Fisiognomonía que se tratan
de examinar el significado
de los rasgos, de la cara según su forma y dimensión, con el fin de establecer
una correspondencia con los temperamentos
y humores16. Basándose
en Hipócrates y Avicena, Giambattista della Porta publica en 1586 su De Humane Phisiognomonia,
que presenta la originalidad
de crear un paralelo entre
la figura humana y los animales, interpretando su parecido según
un código psicológico y
moral que ayuda a conocer
el caracter, los vicios y
las virtudes17. La teoría
se pone en práctica con la aparición de los primeros dibujos y pinturas con personajes vulgares, grotescos,
deformes y disparatados. Jerónimo
Bosco, Quentin Matsys, Giovanni Caroto,
Arcimboldo, Andrea Verrochio, Girolamo Figino e incluso Leonardo de Vinci, van a ejecutar a su manera
arquetipos caricaturescos,
con la intención de provocar
por la exageración gestual
una reacción de crítica
social. Se trata más bien
de instantáneas superficiales,
que recogen por su inmediatez,
algunos tópicos fisiognomónicos considerados como
formas ad jucundum
reveladoras de defectos, de
este hecho, destinadas a provocar en el espectador la irrisión y el desprecio por los indivíduos representados18 .
Agustín y Anibal Caracci van a adoptar esta tendencia en algunos de sus retratos jugando con la distorsión de los rasgos, estirando la nariz, ensanchando la boca, entrechando la frente, desviando los ojos, etc. hasta conseguir una cierta perfección en la desproporción. El resultado es a la
vez atractivo y repulsivo, lo que a menudo provocaba
en el expectador más el interés de descifrar la figura, que deleite y risa. Bartolomé Passarotti, Vicente Campi y Jacobo Bassano, enriquecerán con su arte la visión
de los Caracci, pintando escenas de género ambientadas en la vida cotidiana con personajes ordinarios y rústicos, pero impregnadas de un simbolismo
religioso y moral19. En este dominio en
Flandes, Pieter Aertsen y
Joachim Beuckelaer, terminan el siglo con composiciones que influenciarán,
a través de los grabados a
las generaciones posteriores
del siglo XVII.
En sus principios,
la estética de lo grosero y
descompuesto, se afirma entonces como género
artístico con esa filiación didáctica y moral que ilustra la concepción cristiana de la diversidad de la obra divina, como
decía Fray Andrés de Villamarque:
«Lo disforme de estas formas imperfectas, es causa que
resplandezcan más las formas de toda perfección»20. Sin embargo, en
un período todavía cercano al Renacimiento, este arte se consideraba,
en teoría, una transgresión a las normas del decoro que establecen como medida el ideal clásico de la belleza de sesgo platónico. Si a lo bello corresponde la inteligencia, la
bondad y la integridad ética, lo feo tiene que ser la
expresión de la ignorancia,
cerrazón y bajeza moral.
López Pinciano en su Philosophía
antigua poética de
1596, refiriéndose a la comedia,
nos da las primeras definiciones del género ridículo
a través de teorías aristotélicas: «La risa está fundada en
un no sé qué de torpe y feo [...] como un rostro hermoso mueve a admiración, uno muy feo
mueve a risa”21.
El cultismo sacado del latín ridiculus, solamente aparece en el Autoridades bajo la definición de Pinciano22.
Por el contrario, Covarrubias resume la expresión de la fealdad con palabras
que reflejan todavía la estética renacentista:
«Desproporción
en las figuras o miembros de los hombres[...]y de qualquiera
cosa que no guarde en sí ni
orden, ni razón o proporción, por lo qual ofende luego al que la mira”. Fea cosa,
es la que se ha hecho contra razón, verdad y
fidelidad»23.
Por supuesto que en este discurso sopla un cercano viento contrarreformista, ya que aparece
la función moral de la fealdad como
una subversión de la naturaleza
y transgresión al orden establecido por Dios. Cabe subrayar
que cuando la fea
cosa ,
en la ocasión la obra de arte, se realiza voluntariamente, el pecado es más grave, porque significa un atentado contra la norma, una especie de rebeldía no sólo en el dominio
estético, sino en el social. De aquí que para el
lexicógrafo lo feo no puede hacer reír,
sino que «ofende a quien lo mira»; detrás de la desproporción se oculta la locura de los hombres,
la depravación. Esta actitud moralizante quizás traduzca la precaución adoptada ante la posible reacción inquisitorial,
por eso las muestras de pintura ridícula, en la España de los siglos XVI y XVII, han
sido escasas y aisladas. Fuera de los ejemplos de Velázquez, encontramos algunos atisbos de la tendencia en la representación de
campesinos groseros y rústicos de las Adoraciones de pastores, así como
de diabólicos sicarios en Crucificaciones de Cristo y Martirios
de San Andrés de sus contemporáneos Ribera, Roelas y su círculo24.
El pintor de la época condenaba su obra al fracaso si tenía
la valentía de seguir esta escuela, sin embargo Velázquez hará caso omiso de las críticas y entrará de lleno en la mecánica
de destrucción de lo convencional.
En su obra de personajes plebeyos se adivina la selección de indivíduos con arreglo a sus preferencias: necios, locos, pícaros y borrachos, muchas veces aislados en composiciones monofigurales,aparecen dotados de una particular carga emocional y tratados según la técnica de lo ridículo digna de considerarse bajo una doble perspectiva, estética y simbólica.
Es evidente
que a Velázquez le interesan los personajes
plebeyos por la dificultad que
plantea su ejecucción. A diferencia
de los aúlicos, le permiten
resolver con mayor realismo los problemas
del parecido, sin las trabas
exigidas por las leyes del decoro en los retratos
de nobles. Al mismo tiempo,
puede explotar hasta el infinito la mímica descompuesta y el rasgo distorsionado. Semejante técnica se presta a hacer transcender el alcance anecdótico
de la composición hasta el punto
que puede establecerse
una complicidad entre ellos
y el espectador y entre éste
y el pintor, como en la novela burlesca
y en el teatro cómico. A pesar de lo artificial
de la creación artística
los personajes ridículos
en pintura no tienen un
estatuto de ficción propiamente dicho, sino que son arquetipos
de la realidad cotidiana.
Sin embargo se observa que Velázquez les confiere una vida autónoma en función
de su significación real,
lo que Pacheco llama «la presencia viva».
José Camón Aznar explica el fenómeno
de la inmediatez en los
personajes velazquianos atribuyéndolo a las
tendencias extremas del barroco,
a la exacerbación del realismo
que permite impregnar las figuras de una «incesante vibración», gracias a los violentos
contrastes de luces que los proyectan al exterior. El
historiador situa estas obras en
la corriente caravaggista
que se complace en jugar con el volumen y la textura corpórea, modelando la imagen dentro de un vacio
tenebrista25. Dentro de dicha técnica compositiva, se puede añadir que el rostro se
presenta como el principal centro de interés, revelador
de un sistema codificado por símbolos, así los rasgos actuan
como metáforas que
descubren la personalidad del indivíduo y su pertenencia
social.
El axioma ciceroniano «la cara es el espejo del alma», encuentra su elemental aplicación en las teorías de Della Porta y en los
primeros cuadernos de grabados, verdaderos tratados de la gestualidad facial.
El éxtasis, la risa, la cólera, el llanto y cualquier pasión del ánimo, aparecen de antemano programados según doctrinas más estereotipadas que estéticas. Los tratados de
pintura que estudian la anatomía
del cuerpo humano y la fisionomía de los rasgos, parecen disecar
las figuras y reducirlas a especies monstruosas y animalísticas26. Se observa
que la compostura rige la descompostura; por eso si la mímica gestual
concuerda con el comportamiento se recomienda de antemano
la necesidad de un autocontrol
físico, sobre todo con relación a los cinco sentidos. Algunos tratados de urbanidad que siguen las huellas de Erasmo, aconsejan la contención a nivel de la gestualidad; hay que educar la risa y cualquier otra manifestación espontánea, para no
caer en la grosería y en lo ridículo, como luego veremos27.
A la luz de las fuentes teóricas, culturales y morales que han ilustrado la estética de lo ridículo ,
cabe analizar algunos de los personajes de Velázquez.
Ya hemos
citado la opinión de
Pacheco referente a la predilección
de su yerno por los sujetos
ordinarios y ridículos, varios y feos; también cabe recordar
sus comentarios sobre el aldeanillo aprendiz que le servía de modelo en su juventud,
riendo y llorando28.
De este hecho, trataremos en primer lugar las
primeras composiciones sevillanas, en las que nos ha parecido reconocerlo. Es fácil, en efecto,
seguirle la pista por su cráneo redondo
de cabello pelado en el que la pintura de color negro se ha aglutinado con el tiempo, hasta formar un casco abetunado y compacto. Los rasgos de la cara cambian de dimensión según la dirección de la luz, el papel que el pintor le concede y
la edad del muchacho, pero
su fisionomía risueña permanece invariable.
En El trío musical de Berlín (h.
1617), el aldeanillo ocupa
un lugar prepondeante a la izquierda de la escena de género o bodegón., como el clásico “ mirón ” que según
cita Alberti, siguiendo a Plinio el Viejo, tenía la misión de dirigir su mirada hacia
el espectador para atraer su atención sobre
la escena del representada29. En la
pintura española existen algunos ejemplos donde aparece un niño, casi siempre
campesino o pastor, que con una exagerada mueca risueña y aspecto bobalicón, enseña los dientes al reir. Se trata de un recurso
que los cortesanos podía interpretar como un guiño ridículo ; sin embargo
en el cuadro de Velázquez,
al tratarse de un bodegón,
los dos músicos y el cantante forman
parte de un universo simbólico que gira alrededor de los cinco sentidos. Vista, oído, olfato, gusto y tacto están presentes en la fiesta, simbolizados por
los alimentos, la música y
la bebida, no sólo a título demostrativo, sino como delatores
de los vicios que confieren
al cuerpo. En lo que al niño se refiere, el mono que le acompaña ya es lo suficientemente significativo como para revelar al expectador una serie de indicios de caracter moral y
social que connotan su personalidad.
Los comentarios y el grabado que establece el paralelo entre el muchacho y el mono en
el Tratado de Della Porta, aclaran
en parte el significado de la escena. Los defectos achacados al modelo son
evidentes por los rasgos que comparte con al simio: cráneo menudo, frente estrecha, ojos pequeños de mirada fija, labios
carnosos y orejas despegadas, que traducen su espíritu maligno,
envidioso, grosero, adulador y necio, propio de indivíduos de humor melancólico30. La similitud
va hasta descubrir otros aspectos, como la tendencia del animal a remedar a los humanos : los vestidos del muchacho denuncian las pretensiones ridículas de un aldeano que para presumir se viste como un ciudadano atildado. Alfunos refranes citados por Correas, ilustran con acierto el caso : «La mona, aunke
se vista de seda, mona se keda»31, el alcance irónico del proverbio critica
el afán de medro del joven criado, que otro refrán viene a completar: «Servir komo mozo, medrar
komo mono»32, que añade
el provecho que saca el criado imitando, como el animal, al amo.
Sin embargo, en este caso el mozo
está bebiendo vino, como lo suelen hacer las monas, por esta razón el paralelismo también señala el deseo del niño de remedar a los viciosos en sus malas costumbres. Según Covarrubias en su Tesoro de la lengua, llama
“mona triste” al borracho que
está melancólico y callado, como aquí
parece estar el niño. El alcande ridículo de su mueca risueña se presenta en este
caso a través de indicios significativos de un código ideológico-social que degrada al sujeto cómico y a la vez revela sus límites como representante de una jerarquía social plebeya que no controla sus sentidos corporales. El niño se identifica con el mono de tal manera que aparece como el loco o el tonto, un ser risible, que puede reírse de sí mismo, pero
también de la debilidad humana que como arquetipo moral representa.
En el Niño con perro de 1618, nos ha parecido ver al mismo aldeanillo aprendiz. Obra inédita, hasta que la descubrimos
en una colección francesa y la atribuímos a Velázquez,
comporta también las características de la estética de los ridículo33.
Pero esta vez se trata de un retrato y, como tal, el pintor
se divierte en transgredir las normas establecidas para respetar el decoro, en un género
bien codificado por los teóricos.
El aldeanillo, ahora casi un adolescente, aparece con un perro en el regazo, representado
con la misma dignidad que una dama noble o un cortesano
refinado acompañados por perros falderos. El recurso paródico en sí mismo,
es también fuente de comicidad, subrayada por la actitud altanera del muchacho que
parece a su vez reírse del espectador que pudiera reprocharle de disfrutar, sin merecerlo, el privilegiado lugar de
un retratado.
El pintor reproduce a su modelo con toda
la exactitud académica que exige la escuela realista, sin perdonar defectos y , si
cabe más, realzándolos para poder establecer con más evidencia su identidad.
Los rasgos físicos actuan como metáforas
de sus coordenadas sociales
y psicológicas. Por el color de su
piel, de un moreno cobrizo, la achatada nariz, la boca grande de labios carnosos, los ojos rasgados y los pómulos salientes, se deduce que es de ascendencia
morisca e india. Su cabeza rapada para disimular la existencia de un pelo demasiado crespo y la sonrisa carnicera mostrando los dientes con exageración, son indicios de su filiación aldeana, rústica y grosera; sin embargo, la
mirada astuta e impertinente y la insolencia de su porte, le situan
de entrada en la categoría
social de pilluelos y pícaros
que pululaban por las calles
y plazas de la Sevilla babilónica de la época. El artista se permite así prefigurar
lo indigno de su condición, su ascendencia
plebeya y la impureza de su sangre.
Ya indicamos
que probablemente se trataba
del retrato del esclavo que
Velázquez había alquilado siendo joven, para ayudarle en las tareas mecánicas concernientes al oficio. Lo que no
excluyera que, por su fisionomía exótica le sirviera también de modelo preferido, como indican las repetidas veces que aparece en su
obra. Pero, aunque el pintor haya realizado
una fidedigna copia del
natural, la mímica gestual denuncia la voluntad de hacer transcender el modelo a las esferas simbólicas de lo ridículo.
Para ello una vez más recurre a las teorías fisiognomónicas que establecen un paralelismo con los
animales, en este caso el niño con respecto al
perro. Los grabados de Hendrik Goltzius
a Cesar Ripa suelen representar al niño acompañado de un perro para poner de relieve el caracter obsceno de su incipiente
sexualidad34, como
ocurre también con el cerdo en el tratado
de Della Porta35. Por esta razón es significativo el parecido físico que guardan ambas figuras
en el retrato velazquiano: en el perro la frente abombada, el hocico saliente, las fosas nasales aplastadas y el trazo de los ojos hacia arriba, constituyen
la prueba de que el pintor
ha querido establecer un parecido, no sólo formal sino
también funcional.
Son conocidas las repetidas referencias que asocian en el refranero
y en la literatura burlesca al morisco con el perro. Las novelas de Cervantes y
los romances de Quevedo se han hecho a menudo portavoz
de una tradición popular que se burlaba sin piedadde los grupos étnico-religiosos de la época. La
intención peyorativa e insultante se refleja también en los refranes, entre ellos citaremos los que van de la simple desconfianza,
«Ni negro, ni perro, ni mozo gallego
en kasa...»36,
hasta los que comportan una desaprobación física infamante, como «El muchacho de
Lorka, dientes en el kulo komo
en la boka», que Correas aclara diciendo: «Dízese por astuto, morisko i bellako»37, como pudiera ser la definición del pícaro en este retrato.
Cabe recordar que el lexicógrafo
registra la costumbre de motejar de “perro” a moros y a esclavos,
diciendo:
«porke
no tienen lei ke salve su alma i mueren
komo perros, sin sakramento i ansí
dízese a otros bautizados i negros»38.
Por todas las características mencionadas, el Niño
con perro se presta a
un análisis que concierne
al dominio de la picaresca.
Como los pícaros, su enorme boca traduce la preocupación mayor del arquetipo,
es decir la de satisfacer su hambre canina.
El conocido refrán, «Mozo kreziente, lobo en el vientre»39, ilustra la consabida voracidad de estos criados adolescentes. Por eso no nos extraña
que la descipción que hace Guzmanillo de su persona en el funesto episodio
de la cena que le sirvió «la
ventera bellaca», parezca tomar forma en la pintura: «Vióme muchacho, boquirrubio, cariampollado y chapetón. parecíle un Juan de Buen Alma»40; es decir
que el rostro no tenía aún
bozo y, por su corta edad, sus carrillos monfletudos y colorados con zonas
de acné le daban la apariencia más bien de un necio, como indican
los epítetos que le da el autor.
En efecto, Covarrubias dice:
«los bobos son ampollados y carrilludos y ansí el que tiene semejante phisinomía dezimos carrillos de bobo».
Por eso la descripción
del pícaro revela una ambigüedad que no corresponde al personaje, de aquí que Cervantes
al referirse al joven bachiller Carrasco, haga una transposición más adecuada de
estos rasgos:
«Era carirredondo,
de nariz chata y de boca grande, señales
todas de ser condición maliciosa, amigo de donaires y de
burlas» 41.
Es evidente, que el pintor está al corriente de la función cultural
y mental vehiculada por la literatura
y el folclore, que traza
las contínuas trastadas del
criado pícaro, por eso recurre a ella
para colocar a su modelo dentro del contexto cómico que rodea la estética de lo ridículo . No obstante, al tratarse de un retrato, el género le permite jugar con un doble registro, la realidad y la ficción. La risa provocativa que el niño ostenta minimiza
su rusticidad y grosería, confiriéndole una prestancia que parece marcar las distancias con respecto al espectador. Recordemos el significado de la conocida frase «mostrar dientes», que el Diccionario de Autoridades
interpreta como «resistir, rechazar a lo que otro pretende». Pero es evidente que detrás del personaje está el pintor que lo ha creado. Se puede también deducir que la risa es un artilugio para impactar con su maestría y ganarse la opinión de un público poco preparado a contemplar esta clase de retratos. En resumen, cabe
pensar que lo ridículo , en este
caso, está al servicio de un virtuosismo formal
y funcional que más tarde con los enanos y bufones palaciegos alcanzará su plenitud
de expresión.
En el bodegón
llamado El almuerzo del Museo de San Petersburgo (h. 1623), también se
encuentra el mismo aldeanillo transformado en un mozuelo gordinflón;
sus rasgos se han embrutecido al pasar a la adolescencia. Se le reconoce, sin embargo, por su cráneo redondeado de pelo negro, ojos pequeños y almendrados, frente abombada,
pómulos salientes y barbilla
menuda. Ostentando una amplia sonrisa cómplice, que muestra dientes y encías, parece invitar al espectador a participar en la fiesta, según lo indica el gesto de brindar con la botella de vino.
Se trata de una escena de género que sigue la consabida dinámica de los cinco sentidos cuya moraleja era que al abusar de ellos, como ya
indicamos, se podía caer en el vicio,
como parece ser el caso por la expresión excesivamente alegre del mozo. Los ojos brillantes e inyectados en sangre y la risa que se transforma en una carcajada, denotan su estado de embriaguez
y la actitud que Carducho llamaba
«de pícaro descompuesto». De aquí que el personaje de la derecha, más sereno y razonable,
se vuelva hacia el expectador con gesto cómplice como para criticar las inconveniencias de
la bebida.
No es nuestro propósito comentar
los alimentos que aparecen sobre la mesa en relación a su alcance
religioso y moral, únicamente mencionaremos
el hecho de la disparidad
del grupo, que se presta a interpretarlo como falsos amigos reunidos en la taberna por
casualidad, para urdir alguna mala treta, como dice Correas en su refrán : «Mozo mísero, i abad ballestero, i villano kortés, rreniego de todos tres». Al respecto, el gorro rústico, la espada sarracena y la
valona rizada, colgados en la pared que sirve de fondo a la escena, serían los
correspondientes atributos propios de tan sospechos indivíduos. El pintor parece subrayar así el alcance ridículo del binomio
ser/parecer los personajes
cuelgan los atributos que
les identifican al llegar al bodegón, descubriéndo su verdadera condición social y moral. Una vez más la dimensión
ridícula ilustra
la denuncia de los antivalores
de los pícaros, con los mismos
recursos que lo haría
Quevedo en sus sus Sueños, haciendo reir pero
ridiculizando, en el sentido moderno de la palabra, a los representantes más abjectos de la jerarquía social.
En Los Borrachos de 1628, Velázquez interpreta
el Triunfo de Baco
de la misma manera que los poetas y pintores de la época: Góngora, Quevedo, Rubens y
Ribera, es decir, siguiendo
la corriente burlesca del Barroco que ridiculiza a los
dioses de la gentilidad pagana,
rebajándolos a la categoría
humana más deleznable. La originalidad radica en que el pintor parece encontrar
un sistema de correspondencia
entre el mito y la realidad
social contemporánea, presentándo
la doble versión simultáneamente. Lo disparatado
de la yuxtaposición, permite
superar el alcance burlesco y elevarlo a la categoría de lo ridículo . La risa surge de la contraposición de los dos grupos
de figuras: a la izquierda,
el dios Baco y sus acólitos, refinados y de tez clara; a la derecha, la comparsa grosera de indivíduos de diferente cariz y de mímica
descompuesta, hermanados por su mala catadura y por el
color de piel que ofrece toda la gama de morenos.
La técnica también
difiere en cada sector: ligereza, suavidad y escorzos, en las figuras divinas, esbozadas según el más clásico esteticismo académico, contrasta con el de
las figuras plebeyas, en las que la pasta es densa, vigorosa y coloreada. Es evidente que la ejecución está al servicio de la diferencia
intencionalmente buscada por el pintor, que se entrega con entusiasmo a su preferida modalidad
artística, el realismo exacerbado. El espacio abierto nos introduce de lleno en el ambiente
carnavalesco de las cofradías de travestidos y
borrachos que circulaban por los caminos,
de venta en venta, comiendo y bebiendo al azar de la compañia ocasional.
Es interesante señalar que los cofrades de Baco también habían
sido objeto de la atención de Quevedo. En el mismo año de 1628, publica el
romance titulado Los borrachos
insertado en el Cancionero
poético general 42. El paralelo que puede establecerse entre la
pintura y la poesía concierne
no sólo a la temática sino también a la presentación de los personajes ebrios. No se trata de efectuar una confrontación sistemática, pero a la luz de los
versos del poeta, la lectura
de la obra de Velázquez adquiere
una nueva dimensión, más satírica que burlesca.
Ya estudiamos hace tiempo el romance dentro de la
perspectiva del desengaño en la obra poética
del moralista, lo que nos llevó a considerar la dimensión satírica con relación a los temas recurrentes del mundo al revés, la locura del mundo y el mundo por
de dentro43. El mito de Baco, encuentra en ellos los ejes
directivos que rebajan los tres niveles establecidos
por los clásicos para glorificar
a los dioses: el divino, el heróico
y el humano. La composición
velazquiana parece explotarlos de manera mas ambígua que Quevedo, pero no por ello menos significativa.
A la izquierda, el blanco y
adiposo Baco, así como los dos efebos que lo enmarcan, ofrecen una visión afeminadamente caravaggista del mito; en cambio,
a la derecha, la comparsa
de borrachos, presenta toda
una gama de tipos plebeyos dignos de ser comparados con sus homólogos del
romance quevediano. El poeta
identifica los «gentileshombres
de boca/de su majestad el dios Baco», como tres
gabachos y un gallego. Los tres franceses son lacayos, o más bien mozos de establo, de tres hidalgos hambrientos ; el español, «despensero como Judas», pasa revista de la locura de los
hombres, del engaño y la hipocresía, a través de la siceridad que le confiere el alcohol ingerido. Su
discurso descubre que, bajo apariencia de virtud, se oculta el vicio. Quevedo refleja, mediante una serie de
manifestaciones biológicas degradantes de sesgo rabelesiano, la inversión carnavalesca que exalta la expresión corporal, para glorificar
a un mundo que impone normas contrarias a la de los valores dominantes. El recurso satírico del mundo al revés confiere un papel desmitificador al discurso desengañado del borracho; sin embargo
éste aparece minimizado por los efectos del alcohol,
de tal manera que se descubre la verdadera dimensión :
un mundo al derecho, irremediablemente
poblado de seres abjectos, indignos e inmorales. Aplicando esta visión desengañada
a la composición de Velázquez, se puede
deducir que, como el poeta, el pintor recupera lo más bajo y grosero de la clase plebeya para expresar su ideología conservadora
y defender su estatuto de
hidalgo, en la misma línea que lo hicieron los representantes de una jerarquía
social que veía en peligro sus privilegios usurpados por lo que consideraba pobres diablos con aspiraciones desmesuradas.
Los dos compadres ebrios que dirigen su faz
risueña al expectador, muestran la misma apicarada catadura que los borrachos del romance:
«el sudor remostado, las lágrimas vueltas brindis y bebido el ojo izquierdo», como dice Quevedo.
Debajo del sombrero gascón, el personaje central, presenta la mímica más ridícula que ha salido
de los pinceles velazquianos. El pintor
parece recuperar toda la serie de rasgos plebeyos que Della Porta registra en dos personajes risibles asimilados a las cabras en su Tratado
de fisiognomonía: frente arrugada, menton puntiagudo, dientes carcomidos y mirada
ausente, rasgos que para él son indicios de un caracter débil e hopócrita . En cuanto
a la risa provocada por el
vino, a la que dedica un largo párrafo
titulado De risu , le sirve como
teoría para decretar la inepcia y falta de escrúpulos en los seres groseros44. Es
evidente que lo ridículo de la composición se situa
a varios niveles de expresión burlesca en la elemental descompostura estética de los personajes, y satírica, a causa
de la dimensión picaresca
por la denuncia social y moral que comporta.
Otro de los personajes ridículos de
Velázquez que también se presta
como los borrachos, a un análisis de doble cariz es
el bufón Calabacillas. El Retrato de Calabazas de hacia
1638, constituye un caso particular en la serie estudiada.
Su categoría de loco o gracioso
palaciego le concede el privilegio de jugar con el doble registro de lo ridículo: tenía el oficio de hacer reir y, al mismo tiempo, se reía de la gente con toda impunidad. Este caracter ambivalente le permitía gozar de cierta libertad de expresión, incluso para insultar y motejar a los nobles;
lo que se llamaba en la época «boca de decir verdades». Según la
corriente erasmista de la Moria, era la pura encarnación de la equidad y la sabiduría, ya que el soplo del Espíritu Santo circulaba libremente por su cerebro sin encontrar los obstáculos de una mente deformada por las ideas preconcebidas y la reflexión dirigida, luego era capaz de interpretar de manera objetiva la realidad.
Como oligofrénico, Juan
Calabazas poseía altenativamente
momentos de inteligencia y ataques de locura que le llevaban a acurrucarse
por los rincones en la posición que inspiró a Velázquez su retrato. El rostro que ofrece al espectador refleja su doble
estado anímico, magistralmente resuelto por una técnica que capta a la vez los dos aspectos psíquicos de su personalidad, el patológico y el
normal. La pincelada ligera,
pero rápida y precisa, se distingue en una materia diluída y borrosa que rodea a la figura de un halo difuso muy en consonancia
con su confusión mental.
Los toques de luz en la mirada
y en la sonrisa avivan la opacidad nebulosa con
destellos fugaces pero lo suficientemente expresivos como para conseguir el efecto deseado: jugar con la ambigüedad del personaje, a la vez necio e inteligente,
repulsivo y atractivo. Por otra parte, este
recurso permite que el bufón aparezca, como le corresponde, deshumanizado por su locura, convertido en un fantoche ridículo, envuelto en su sayón
de loco, color verde oliváceo
y provisto del tradicional cuello blanco de jirones, pero sobre
todo, identificado por sus rasgos distorsionados en los que el pintor parece haber seleccionado
los elementos que mejor subrayan su filiación
ridícula: el estrabismo, la
risa floja que deja entrever sus dientes ratoniles y la nariz aplastada.
El último personaje
plebeyo que nos interesa en la galería de tipos ridículos velazquianos es el Demócrito, del Museo de Rouen, de hacia 1633. Conocido como el filósofo de la risa por excelencia se le representa casi siempre acompañado de su antagónica pareja, Heráclito ,
el filósofo que llora.
Ambos personifican el ideal ético y moral relacionado
con la virtud y la sabiduría,
aunque ofrecen dos actitudes distintas a la hora de declarar la locura y vanidad de los humanos. En este caso,
Demócrito señalando el globo terráqueo y los libros, parece reírse de la insensata pretensión de los astrónomos y científicos que cifran
sus esperanzas en descubrimientos y teorías disparatadas. Parece ser que Velázquez
ha tomado como modelo a uno de los truhanes de palacio, en concreto, a Pablo de Valladolid, tenido
por un cómico profesional,
que en otra ocasión le había servido de modelo declamando, hecho significativo para comprender su papel ridículo
en la obra.
Como ya hemos
visto, a lo ridículo velazquiano
corresponde a menudo una segunda
dimensión, una especie de paréntesis mímico que situa la creación artística bajo el signo de la parodia. De esta manera los personajes picarescos, borrachos o locos,
por una ingeniosa desviación
lúdica, se transforman en seres lúcidos y críticos
capaces de adoptar una posición
distanciada respecto al arquetipo que representan. Al
personificar al filósofo irónico en la figura de un truhán de baja estofa, Velázquez introduce
una vez más la inversión y la reversibilidad. Lo que puede
comportar en su gesto risueño
de moralizador y edificante, se transforma en simple
bufonada grotesca. Demócrito
se convierte así en el representante metafórico de
una filosofía que no toma en serio el orden establecido por la ideología dominante, transgrediendo alegremente la norma cristiana del saber. De aquí que se conozca también la obra bajo el título El Estudiante , denominación que nos introduce en el universo de los personajes burlescos de la comedia y del entremés, que los presentaban como redomados
tracistas, ladrones, vanidosos, ignorantes
y burlones.
A la luz de la tradición folklórica, se puede comprender mejor la mímica de su rostro: la mirada
suficiente e irónica, la frente arrugada,
la nariz prominente y rojiza, las patillas y el bigote engomados, señales inequívocas de la presencia inconveniente del estudiante necio, vanidoso y grosero que pretende impresionar. Los tratados de urbanidad civil y cortesana de tradición erasmista destinados a los jóvenes estudiantes, estipulan municiosamente
la necesidad de controlar
los gestos espontáneos que
denotan una mala educación. Por ejemplo, el pedagogo Lorenzo Palmireno, a
finales del siglo XVI les enseña
en su tratado El estudioso de la aldea a mostrarse en la corte con la compostura debida:
«La risa
procura que tenga modestia, porque si de cada cosa
te ríes, es señal de nescio; si de ninguna, paresces pasmado [...] Tus ojos ternás apacibles,
vergonzosos y compuestos,
no feroces ni desvergonzados. Si los meneas mucho a una parte y a otra, te ternán
por loco; si muy abiertos por bobo, si medio cerrados, por sospechoso y traidor [... ]. Las sobrecejas extendidas denotan blando ánimo, disimulado
y burlador»45.
El Demócrito estudiante de Velázquez, por su gesto risueño
apicarado, ha perdido la dimensión edificante de «Demócrito
cristiano», representación del axioma horaciano castigare ridendo mores, para convertirse en arquetipo degradante. Sin
embargo, detrás de la imagen está
siempre la velada crítica del pintor que, una vez más, se complace
en subrayar, a través de la parodia, la práctica social de retratarse con los atributos y rasgos de
los filósofos de la Antigüedad
con el fin de parecer más
nobles y eruditos. Los utensilios
y aparatos científicos, globos, astrolabios, telescopios y compases, mezclados con pilas de libros,
eran el testimonio de que el retratado se complacía en mostrar
su adhesión al progreso científico y a la cultura. En la España del Siglo de Oro, no era suficiente ser un intelectual, sino que se procuraba parecerlo.
La problemática de delimitar el campo de lo que era ridículo
en el siglo XVII, no deja
de causar algunas dificultades a la hora de sacar conclusiones que no comporten anacronismos. Sin embargo, este pequeño corpus de obras de
Velázquez, nos permite establecer premisas capaces de aclarar en parte la complejidad
del tema.
En primer lugar, podemos con mayor conocimiento de causa afirmar que
los personajes ridículos
que podían provocar a risa en los retratos, pertenecen a tres categorías del dominio de la
transgresión al decoro:
-
la descompostura, es decir, lo que va contra el orden estético en su forma tradicinal:
tipos con rasgos exagerados, animalísticos, groseros y rústicos;
-
la irracionalidad, todo lo que supone un defecto o vicio congénito contra el juicio y la razón, como la necedad, la locura y el estado ebrio; y finalmente,
-
lo picaresco o la rebelión contra el orden social y
moral: tipos marginados por
su baja extración
social y por su impureza de
sangre: extranjeros aprovechados, moriscos y judíos.
Al confiar la risa a personajes plebeyos, el pintor elimina de entrada la finalidad
edificante de lo ridículo, para adoptar una posición más distanciadora y ambígua, más conservadora
que subersiva. Por eso utiliza un código de referencias culturales propias del ambiente erudito y cortesano que frecuentaba, tales que refranes, burlas, asimilación animalística, fisiognomonía, etc.
capaces de ser interpretadas por sus contemporáneos
que podían apreciar el ingenio del pintor y entretenerse descifrando el código burlesco. La risa aparece canalizada a través de una serie de guiños al espectador que provocarían, al
mismo tiempo, su hilaridad y su interés.
Pero en general, los personajes ridículos de
Velázquez, aunque no lleguen
nunca a alcanzar la dimensión caricaturesca, parecen estar sometidos
a una doble dialéctica ideológica y plástica. La exageración
del gesto y la distorsión de los rasgos
están al servicio de un ejercicio de virtuosismo, de su deseo de profundizar
la estética del contraste
con el fin de plasmar, con mayor fidelidad,
la personalidad social y moral de su
modelo.
1.
Para la problemática general de la mimogestualidad, véase Le geste et sa représentation. Littératue et arts en Espagne (XVIIe-XXe siècle). Sous
la direction de Jacques Soubeyroux. Saint Etienne, Université, 1998. En particular:
ALDANA FERNÁNDEZ, Salvador, «La expresión en los retratos de Velázquez». Arte, VII, Castellón,
1961, p. 13-29. G. DE MARCO, Concepción, cita una conferencia inédita de Ricardo de
Orueta, «La sonrisa del niño en el arte»:
Varia Velazqueña.
Madrid, Estades, 1960, t. I, p. 352.
2.
WIND, Barry, «Pittura
ridicola: Some late cinquecento comic genre
painting». Storia dell’Arte , XX, 1974, p. 25-35
3.
Rire et société dans le théâtre espagnol du Siècle d’Or. Actes
du 3e colloque du groupe d’Etudes Sur du Théâtre Espagnol.
Toulouse, C.N.R.S. 1980. Vd. Robert Jammes, «La risa y su función
social», p. 4-12.
4.
CALVO
SERRALLER, Francisco, Teoría de
la Pintura del Siglo de Oro. Madrid, Cátedra, 1981, p. 363.
5.
Ibid.
p. 347.
6.
CARDUCHO, Vicente, Diálogo de la Pintura, (1633). Ed. Francisco Calvo Serraller,
Madrid, Turner, 1979, p. 517.
7.
PACHECO, Francisco, Arte de la Pintura, (1649). Ed. Bonaventura Bassegoda i Hugas,
Madrid, Cátedra, 1979, p. 517.
8.
LOMAZZO, Giovan Paolo, Rabisch dra academiglia der compa zavargna, nabed dra vall
d’Bregn. Milano, P. Gottardo Ontio, 1589. Citado en el Catálogo
de la exposición: Rabisch: Il grottesco nell’arte
del Cinquecento. L’Accademia delle
Val di Blenio, Lomazzo e l’ambiente milanese Milano, Skira, 1998, p. 165 y 179-181.
9.
PACHECO, F., Arte de la Pintura ,
p. 519.
10.
Ibid, p.404.
11.
Ibid.
p. 519.
12.
Ibid.
p. 533.
13.
Ibid.
p. 443.
14.
Se cree
que Ribera pintó la serie
de los Cinco sentidos
y algunos de sus filósofos ridículos en su período romano
antes de 1616. Véase MILICUA, José
, «Ribera: De Játiva a Nápoles,
(1591-1616)» in Catálogo de la Exposición
de Ribera en el Museo del Prado , 1992, Dir. A.E. Pérez Sánchez y Nicolas Spinosa,
p. 24.
15.
SCHNEIDER, Norbert, L’art du portrait, (1420-1670). Cologne, Benedikt
Taschen, 1994, p. 30- 35.
16.
Ante la copiosa bibliografía en este dominio, conviene consultar para el terreno español: CARO BAROJA,
Julio Historia de la fisiognómica. El rostro y el caracter . Madrid, Itmo,
1988, y en el terreno francés: Jean Jacques Courtine et
Claudie Haroche, Histoire du visage.
Exprimer et taire ses émotions. Paris,
Rivages, 1988, ainsi que Liliane Defraudes, «Les sources du De Physiognomie de Pomponis
Gauricus». Paris, Bibliothèque
d’Humanisme et Renaissance, t. XXXII, 1970, p. 7-39.
17.
DELLA PORTA, Giambattista, De Humane
Physiognomonia (1586), Ed. Gérard
Simon, Paris, Les Amateurs de Livres,
1990.
18.
RABISCH.
p. 37-161.
19.
FREEDBERG, Sydney, Autour de 1600. Une révolution
dans la peinture italienne.
Paris, Gallimard, 1983.
20.
DE VILLAMARQUE Andrés, Singularidad histórica la más peregrina y rara en su línea
Sevilla, 1675, f° 5.
21.
JAMMES, Robert, Rire et société... p.
6.
22.
Diccionario de Autoridades
(1726).
Ed. R.A.E. Madrid, Gredos, 1979. Art. ridículo .
23.
DE COVARRUBIAS
Sebastián, Tesoro de la lengua castellana o española (1611). Madrid, Turner, 1979. Art. fealdad.
24.
VALDIVIESO Enrique y
SERRERA Juan Miguel, Pintura sevillana del primer tercio del siglo
XVII. Madrid, C.S.I.C. 1985.Para las escenas de Adoración de los pastores: Juan de Roelas, lám. 113 y 114, Pablo
Legot, lám. 113 y 114 y Juan
del Castillo, lám.
224 y 225. Para la Crucifixión de San Andrés véase Juan de Roelas, lám. 134 y 136. Para Ribera,
véase Preparativos para la Crucifixión. Ribera.Catálogo de la Exposición en el Museo del Prado,
1992, p. 90.
25.
AZNAR J. Camón,
Velázquez. Madrid, Espasa Calpe, 1964, T. I,
p. 95-96.
26.
Véase
GARCÍA HIDALGO José, Principios para estudiar el nobilísimo y real arte de la
Pintura, (1693), que recoge las enseñanzas anteriores. Ed. facs. Madrid, Instituto de España, 1965.
27.
Véase
VARELA Julia, Modos de educación en la
España de la Contrarreforma.
Madrid, La Piqueta, 1984, p. 92-141.
28.
PACHECO F., Arte de la pintura, p. 527-528.
29.
PLÍNIO EL VIEJO, Historia Natural. Ed. Antoine Pinet. Paris, Jean de Carroy,
1615, 2ème partie, Chap. 7, p. 429.
30.
DELLA PORTA G., Physiognomia . p. 85 y 89.
31.
DE CORREAS Gonzalo, Vocabulario de refranes y frases proberviales (1627). Ed. Louis Combet. Bordeaux, Université,
1967, p. 202 a.
32.
Ibid.
p.
275 a.
33.
MOREL D’ARLEUX Antonia,
«Origen y vicisitudes de cuatro
óleos inéditos que pertenecieron a la colección
real». Goya ,
N° 269, 1999, p. 66-82 y «Los cuadros de borra de paño del Infante Don Gabriel de Borbón». Primer Congreso Internacional. Pintura
Española. Siglo XVIII. Marbella, Museo del Grabado Español Contemporáneo,
1998, p. 411-423.
34.
GOLTZIUS Hendrik , (1558-1616). Grabados. The Illustrates Barts.
New York, Abaris
Books, 1980, p. 177-178; Cesar Ripa, Iconología (16O6). Ed. Juan y Yago Barja. Madrid, Akal, 1987, Vol. I, p. 177-178.
35.
DELLA PORTA G., Physiognomonia,
p. 53, 62, 77, 108 y 112.
36.
CORREAS G., Vocabulario, p.
235 a.
37.
Ibid. p. 116 a.
38.
Ibid.
p.
722 a.
39.
Ibid.
p.
560 b.
40.
ALEMÁN Mateo, Guzmán de Alfarache , (1599). Ed.
Benito Brancaforte. Madrid, Cátedra,
1979, p. 147.
41.
DE CERVANTES Miguel, Don Quijote de la Mancha, Ed. Francisco
Rico. Barcelona, Instituto Cervantes-Crítica, 1998,
2a parte, Cap. III, p. 647.
42.
DE QUEVEDO Francisco, Poesía original. Ed. José Manuel Blecua. Barcelona, Planeta, 1963,
romance 697, p. 815.
43.
MOREL D’ARLEUX Antonia,
Recherches sur le “desengaño”
en la poesía de Quevedo.
Tésis inédita. Universidad
de Paris III, 1987, p; 194-195.
44.
DELLA PORTA,
p. 114-120.
45.
LORENZO PALMIRENO Juan, El
estudioso de la Aldea. Valencia, Ioan Mey, 1568. p. 87. véase al propósito, Encarnación Sánchez García, «Educación
y urbanidad en El studioso de la Aldea de Lorenzo Palmireno». La formation de l’enfant
en Espagne aux XVIe et XVIIe siècles. Sous
la direction de A. Redondo. Paris, Publications de la Sorbonne, 1996, p. 45-62.