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(Monóvar, Alicante, 1873 – Madrid, 1967)

 

Hubo siempre en la prosa de José Martínez Ruiz una inextricable trama entre lo descriptivo, lo narrativo y el vuelo abstracto de los conceptos. Si sus novelas tienden a una mínima narratividad lo hacen por cuenta de lo especulativo y, a la inversa, sus relecturas críticas de los clásicos derivan a menudo en cuadros escénicos o episodios de vívida recreación histórica. Sin embargo, cuando llegó a Madrid en 1896 después de pasar como estudiante de Derecho por Valencia, Granada y Salamanca, libró su batalla en el periodismo y sus artículos en El País o El Progreso llevaban toda la carga de disolvente social que era de esperar de un joven lector de Kropotkin y toda la ambición de reforma de los jóvenes modernistas. Pero el anarquismo estridente, como en buena medida el afán regeneracionista, se apaciguó con la lectura de Schopenhauer y Nietzsche, que le imbuyeron un escepticismo perenne y, andando el tiempo, una concepción pesimista y conservadora del mundo.

 

No fue un albur extraño que en 1907 obtuviera una acta de diputado por el Partido Maurista, ni que desempeñara altos cargos en el Ministerio de Instrucción Pública. Antes de su paso por la política, Martínez Ruiz se había hecho una reputación literaria con la trilogía novelesca La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904), en la que narraba su propia mutación intelectual desde el activismo social hasta la abstención abúlica, y con los ensayos El alma castellana (1900), Los pueblos y La ruta de don Quijote (ambos de 1905), en los que el combativo anarquista de Moratín y La crítica literaria en España (1893) se ha transformado en un escéptico contemplativo que hurga morosamente en el lado invisible de las cosas, sean objetos familiares, polvorientos pueblos mesetarios o libros de antaño olvidados en un rimero. Y por este camino llega Azorín a su mejor versión, la del glosador sensible de clásicos antiguos y modernos y la del paisajista que consigna junto a la faz del objeto su envés histórico; junto a la fisonomía, los depósitos del tiempo. El simbolismo estético —que para Azorín no era incompatible con la transparencia elocutiva— se combina con una serenidad de juicio quizá aprendida en los Ensayos de Montaigne que venía leyendo desde por lo menos 1898. Los pueblos se abre y se cierra con citas del francés.

 

Entre 1912 y 1915, Azorín inventa en su relectura de las obras clásicas una ruta hermenéutica novedosa, basada en la presuposición de que estas han sufrido una interpretación estática que las ha amortajado. Su acercamiento pretende ser dinámico, acercando el texto a la sensibilidad del lector actual y haciéndole producir sentido interesante. Al frente de Lecturas españolas (1912) señala que un clásico «es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna» fabricado por «los hombres que, a lo largo del tiempo, han ido viendo reflejada en esas obras su sensibilidad». A este método se amoldan otras tres excelentes colecciones de ensayos: Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1914) y Al margen de los clásicos (1915). Pero 1912 también había sido el año de Castilla, donde el mito finisecular de una Castilla como quintaesencia y motor de España aparece estilizado y subordinado a la acción vivificadora de la imaginación (por ejemplo, la de prolongar la trama de clásicos como La Celestina o el Lazarillo) y del soberbio quehacer del estilo. Volvería por esta senda en Lope en silueta (1935) y, en cierto modo, en Con permiso de cervantistas (1948), o en la compilación de ensayos debida a Ángel Cruz Rueda Los clásicos redivivos. Los clásicos futuros (1945). En los años de entreguerras publicó diversos volúmenes ensayísticos sobre temas de actualidad política o de asunto literario, entre los que tienen notable interés los que reúnen apuntes y ensayos variopintos como Fantasías y devaneos (Política, Literatura, Naturaleza) (1920), Los dos Luises y otros ensayos (1921) y Andando y pensando. Notas de un transeúnte (1929). Tras la guerra publica en 1941 dos libros excepcionales de inspiración autobiográfica, Valencia y Madrid, en los que reconstruye la vida corriente y la atmósfera cultural anterior al desastre. En sus últimos años, Azorín se aficionó al cine y dejó un buen número de artículos sobre esa pasión de senectud reunidos en dos libritos, El cine y el momento (1953) y El efímero cine (1955). El mismo año de su muerte apareció su Crítica de años cercanos (1967), centrada en la generación del arte nuevo y reveladora de su agudeza crítica y de una gran afinidad de planteamientos estéticos.

 

JG y DRdM

 

Además de los Anales azorinianos que publica la Casa-Museo desde 1983, hay que volver a Anna Krause, Azorín, the little philosopher (University of California, Los Angeles, 1948), E. Inman Fox, Azorín as la literary critic (Hispanic Institute, Nueva York, 1960), José María Valverde, Azorín (Planeta, Barcelona, 1971) y Manuel Pérez López, Azorín y la literatura española (Universidad, Salamanca, 1974) y Santiago Riopérez, Azorín íntegro (Biblioteca Nueva, Madrid, 1979). De los congresos azorinianos en la Université de Pau, el que más nos incumbe es el IV Colloque Internationale Azorín et la géneration de 1898 (Université, Pau, 1998). Entre los libros recientes, Azorín: fin de siglos 1898-1998, coord. Antonio Díez Mediavilla (I. E. Juan Gil-Albert, Alicante, 1998), el catálogo Azorín y el fin de siglo, coordinado por Miguel Ángel Lozano (Generalitat, Valencia, 1998); José Fernández Lozano, Azorín, la cara del intelectual: entre el periodismo y la política (I. E. Juan Gil-Albert, Alicante, 2001), Ángel Prieto de Paula, Azorín frente a Nietzsche y otros asedios noventayochistas (Aguaclara, Alicante, 2006) y Santiago Riopérez, La voz española de Montaigne: Azorín (Ediciones 98, Madrid, 2011), además de las compilaciones de artículos de prensa que ha editado Verónica Zumárraga.