Sistema circulatorio y embrión: una relación basada en compromisos y soluciones


Alejandro Gallego Cort


El circulatorio es el primero de los sistemas que se establece en el embrión y su órgano principal, el corazón, funciona como tal antes que ningún otro. No se trata de una cuestión caprichosa. La disponibilidad de un sistema que posibilite el transporte y, con él, el intercambio de todas las células con su medio es un requisito indispensable para construir un embrión que aumentará en tamaño y complejidad. Las necesidades que debe cubrir dicho sistema varían durante el desarrollo embrionario de un individuo, a nivel de grandes grupos taxonómicos o, incluso, en situaciones puntuales. Además, el sistema circulatorio se ve limitado por una serie de imperativos fisiológicos, ontogenéticos y físicos que condicionan su desarrollo.
A diferencia de uno de esos microprocesadores de última generación compuestos por numerosas piezas diferentes y que no precisa estar operativo hasta que ha concluido su manufactura, un embrión consta de células que necesitan imperiosamente obtener nutrientes y oxígeno o desechar metabolitos y CO2. Y todo esto ha de ser así desde mucho antes de que se hayan desarrollado el intestino, los pulmones o el riñón.
En las primeras etapas del desarrollo de los vertebrados el aporte de nutrientes hacia el embrión procede del saco vitelino o de la placenta, según el grupo. Por su parte, la respiración no se realiza vía branquias o pulmones sino que es canalizada a través de las membranas coriónica y alantoidea. Teniendo en cuenta que ambos procesos se llevan a cabo por difusión, es necesario que las citadas membranas estén convenientemente vascularizadas. Esta circunstancia constituye una exigencia fisiológica y determina que los primeros grandes vasos del embrión estén diseñados para prestar su servicio a estas estructuras extraembrionarias (Fig.1).


Figura 1. Sistema circulatorio en un embrión humano de 4 semanas. Aunque en este estadio todos los grandes vasos aparecen en un número par a derecha e izquierda, el esquema tan sólo representa el lado derecho del embrión.


El hecho de que la ontogenia de un individuo refleja su historia filogenética es un concepto aceptado desde hace tiempo y son numerosos los ejemplos de este tipo, tanto a nivel molecular como de órganos o sistemas. Así, el embrión de un mamífero extenderá, en una fase inicial, sus vasos sanguíneos hacia el vitelo aún cuando carece de él (Fig.1). Un poco más tarde, los vasos que abandonan el primordio cardíaco forman seis pares de arcos aórticos que confluyen en la aorta dorsal por encima de la faringe. En la mayoría de los peces, dependiendo del grupo, se conservan cuatro, cinco o los seis pares de arcos branquiales, posibilitando la oxigenación de la sangre a través de la red capilar que constituyen las branquias. En un mamífero adulto la sangre es oxigenada en los pulmones por lo que este diseño podría carecer de sentido. Pues bien, a pesar de todo, los embriones de todos los vertebrados superiores lo establecen antes de que una remodelación posterior origine un saco aórtico. Desde el principio, el desarrollo de nuestro sistema circulatorio se ve condicionado por la historia filogenética que arrastra.
¿Por qué un animal cuyo diseño final girará en torno a los pulmones desarrolla arcos branquiales? En principio, siempre es más parsimonioso remodelar un diseño ya preestablecido que inventar uno de novo. Además, un embrión debe ser entendido como un sistema extraordinariamente dinámico donde las necesidades cambian temporal y espacialmente. Tanto el sistema circulatorio como el corazón adquieren morfologías y, en consecuencia, funcionamientos diferentes durante el desarrollo embrionario y el diseño debe ser el adecuado en cada uno de los estadios. Por ejemplo, durante el desarrollo fetal la parte izquierda del corazón es deficitaria en oxígeno debido a que no existe retorno pulmonar. La solución viene dada por dos conexiones que se mantienen abiertas; el ductus arteriosus, que comunica la aorta con la arteria pulmonar, y el foramen oval, que hace lo propio con los dos atrios. Es justo en el momento de nacer cuando la entrada en funcionamiento del circuito pulmonar incrementa bruscamente los niveles de oxígeno y los valores de presión en el corazón. Esto activa, por medio de receptores de membrana, a las células musculares lisas que rodean al ductus y pone en contacto, de una forma mecánica, al tejido situado a ambos lados del foramen oval. La consecuencia es que ambos pasos quedan cerrados poco tiempo después, alterándose las condiciones del sistema de acuerdo con los nuevos requerimientos que surgen con la puesta en escena de la respiración aérea. De este modo, se garantiza un doble circuito, venoso y arterial, cerrado y que responde a las necesidades creadas.
Por otra parte, como se ha comentado anteriormente, en el embrión los requisitos también son distintos regionalmente; el organismo en cuestión debe estar dotado de vasos distintos tanto en su tipo, venas o arterias , como en su calibre. En lo referente a este último punto, el calibre de los vasos, y pensando en cómo podríamos diseñar un sistema circulatorio eficaz, tarde o temprano se nos plantea una cuestión: ¿Qué tamaño es el idóneo para cada uno de los vasos?.
De acuerdo con las leyes del transporte de fluidos, éste resulta más eficaz cuanto mayor sea el calibre del tubo por el que circule un flujo determinado. Según la ley de Poisseuille, a medida que el diámetro de un tubo disminuye, la resistencia que ejerce al paso del flujo se incrementa exponencialmente en relación a su radio (r^4). Por lo tanto, un vaso con un calibre igual a la mitad de otro presentará una resistencia al flujo 16 veces mayor. Sin embargo, atendiendo a criterios de intercambio por difusión, ésta es más eficiente cuando la sangre circula lentamente y tiene acceso a las membranas celulares. He aquí la paradoja: las imposiciones de la difusión exigen vasos de pequeño calibre, mientras que las leyes físicas para el transporte tienden a imponer grandes vasos.
Los seres vivos han solucionado este dilema desarrollando sistemas circulatorios basados en una jerarquía en el tamaño de los vasos que se establece desde muy temprano en el embrión [La Barbera, Science, 249:992 (1990)]. Tal disposición no sólo aumenta la eficiencia del sistema, sino que reduce los costes energéticos del transporte.
Este diseño se ve favorecido por un hecho: si un fluido se desplaza a una velocidad constante a través de un tubo y, sin solución de continuidad, pasa a hacerlo por una serie de ellos de menor calibre, el resultado es que en una sección transversal el área de paso de todos los vasos pequeños será mayor que la del vaso del que proceden, mientras que la velocidad de flujo disminuirá. Esta relación, conocida como ley de Murray, ha sido adoptada por los seres vivos como una estrategia más para dotarse de un sistema de transporte capaz de funcionar óptimamente a pesar de la limitación física que suponen los gradientes de presión. La solución evolutiva en este caso ha sido la de disponer muchos vasos pequeños ramificándose a partir de uno mayor.
De esta forma, proveyéndose de grandes vasos especializados en el transporte y de otros de menor calibre aptos para la difusión (donde la sangre pasa la mayor parte del tiempo), el embrión garantiza a todas las células de su organismo un aporte continuo de nutrientes y oxígeno.
Así, sobre las bases de unos diseños preestablecidos, requerimientos fisiológicos puntuales y limitaciones físicas para el transporte y la difusión, el sistema circulatorio de los Vertebrados constituye un ejemplo más del enorme potencial creativo que posee un embrión en desarrollo.


Alejandro Gallego es becario F.P.I. en el Departamento de Biología Animal.