Argel, balcón ajado al Mediterráneo

La capital de Argelia es una urbe desconchada, de edificios abandonados, pero con una rutina envolvente que se palpa en sus cafetines o en su malecón

Vista de la costa de la bahía de Argel

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La llegada a Argel puede ser desoladora. El malecón es una sucesión de edificios coloniales desconchados, humo de coches y calles desvencijadas. Y cuando decimos desvencijadas no es un capricho: algunas partes de la medina o la zona nueva dan la sensación de ser víctimas recientes de un ataque bélico.

El balcón que ejerce al Mediterráneo, por tanto, es un balcón ajado: mantiene su pasado colonial, pero maltrecho por años de abandono. Dejado a capricho del óxido marino y los altibajos del comercio portuario.

Casi todo orbita en torno a la avenida pegada al mar

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Sin embargo, esta primera impresión de decrepitud y suciedad se atenúa al caminar sin expectativas, parándose en pequeños cafetines, observando el trasiego de cambistas, marineros o escolares y paladeando la rutina en esta ciudad magrebí sin apenas turismo.

Casi todo orbita en torno a la avenida pegada al mar, a la kasbah o a la parte moderna, plagada de tiendas y parques. En la capital, los argelinos arrastran una vida a menudo agitada. Pendientes del móvil y a paso rápido, sus 3,4 millones de habitantes se mueven en taxis, autobuses y a pie de un lado a otro. Caminan encorbatados entre oficinas o edificios institucionales. Pero existen huecos de paz, donde la esencia del Magreb –fumar en pipa de agua, paladear un té con menta- otorga un respiro.

Más allá de pararse en medio del trajín, la visita de Argel puede iniciarse en esta arteria frente al agua, observando los barcos que transportan contenedores, los que cruzan a la península o los restaurantes de pescado sin mucha clientela.

El desvío más habitual suele comenzar en la Plaza de La Grande Poste, un jardín escalonado donde afloraron a principios de año las protestas contra el presidente Abdelaziz Buteflika, que dimitió después de dos décadas en el poder. Aún perduran algunas pintadas contra el régimen -calaveras en las farolas, imágenes del Che- o pancartas tendidas por los manifestantes que han logrado esquivar la ubicua presencia de policía.

Plaza La Grande Poste

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A su alrededor, cines en apariencia cerrados, hoteles con un pasado más glorioso, restaurantes de comida típica (las cadenas aún no han aterrizado en Argelia) , sedes bancarias y bloques de vivienda teñidos de hollín, con parabólicas brotando de sus fachadas y mantas tendidas.

Es un buen lugar para degustar algunos platos especiados: al couscous, emblema culinario del Magreb, se le suma una oferta abundante que proviene de una fusión de estilos árabes, franceses y de Oriente Medio. Desde los pinchos adobados hasta la lasaña de pollo o ternera, pasando por la posibilidad de legumbres o ensaladas con cebolla, remolacha y pimiento, dejando de lado esos lugares de pescadores donde el marisco o las parrillas coronan un festín más que suficiente para paladares con tendencia a la exploración.

Emprendiendo ya el paseo en paralelo al agua, uno puede internarse en la calle Larbi Ben Mhedi y toparse en pocos metros con el ** Museo de Arte Contemporáneo ,** un edificio de grandes dimensiones donde el vacío es la obra más contemplada, y el Museo del Cine, un cubículo con pósteres de grandes producciones como La batalla de Argel, dirigida por Gillo Pontecorvo en 1966. Su visionado es más que recomendado por dos motivos: por la crudeza de sus secuencias en blanco y negro y por la aproximación histórica a un país cuya independencia data de 1962, después de 12 años de guerra contra los franceses.

Plaza de los Mártires

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Siguiendo en línea recta se alcanza la Plaza de los Mártires, un recinto acotado por amplias carreteras, con poco lustre, donde el juego del dinero hace su aparición: el valor de la moneda en los bancos está controlado por las fuertes tarifas estatales, luego lo propio es hacerlo en la calle, donde el valor es mucho mayor.

Decenas de cambistas se suelen concentrar en soportales, esperando a quien pretenda airear sus euros. Con tacos de billetes confundibles con papiros rescatados de un naufragio, el paseante es asediado por una torva de dedos que calculan cantidades en móviles analógicos.

En la vertiente norte está el Museo Nacional de las Artes y las Tradiciones Populares, fácilmente prescindible. Al oeste, la Gran Mezquita o Jamaa El Kebir, sin atractivos reseñables. Y callejones que acceden a la kasbah, nombre por el que se conoce a los edificios amurallados del centro de las metrópolis árabes.

Internarse en estos callejones no responde a ninguna de las ideas predeterminadas de estos espacios. Los riad, los puestos de especias, las azoteas con panorámicas de la urbe o los rincones sugerentes decorados con henna se convierten en un laberinto de viviendas a medio caer. Lo salva la amabilidad de la gente y el asomo fugaz a mezquitas como las de Ketchaoua o Jamaa El Jedid.

Un paseo por el interior de la 'kasbah'

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Dejar este centro urbano se queda cojo sin un café en Tantonville, mítico local en la plaza Port Saïd. Este establecimiento con más de un siglo de existencia (se fundó en 1890) es el rincón bohemio de los vecinos. Fotos de creadores y escritores ilustres pueblan sus paredes, y en las mesas de fuera se pueden organizar tertulias con los más inquietos de la ciudad, vestidos con boinas caladas de guerrilleros o leyendo periódicos (¡en papel!) mientras encadenan cigarrillos.

Cerca, le hace competencia Les Cinq Avenues, una heladería y cafetería de azulejos vintage y grandes cristaleras. Suministro suficiente para tirar hacia los dos monumentos de más afluencia dentro del perímetro urbano: la basílica Notre Dame de África y el Monumento de los Mártires.

El Monumento de los Mártires es un homenaje a los caídos durante la guerra. Se inauguró en 1982, por el 20 aniversario de la independencia. Simula una pirámide formada por tres hojas de palmera de hormigón y mantiene una llama eterna en el centro, custodiada por estatuas de soldados. Se llega entre circunvalaciones de autopistas.

La iglesia de Notre Dame de África está en lo alto de la colina septentrional de la ciudad. Es un pequeño templo católico abierto en 1872 con frescos que aluden a la concordia: “Notre Dame de África, ruega por nosotros y por los musulmanes”, dice una oración frente al coro. Se sitúa al borde de un acantilado de 124 metros que permite gozar de una de las mejores perspectivas de Argel.

Monumento de los Mártires

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Y si se quiere terminar la visita con un regalo fuera de ruta, lo mejor es acercarse a Tipasa. A 68 kilómetros, estas ruinas romanas son un vistazo al pasado en común con Argelia. Emplazadas entre colinas, con una ensenada de fondo, la ciudadela acogió hasta 20.000 residentes en el siglo IV a.C.

Fue uno de los bastiones del Imperio declarado ** Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1982.** Aún se conservan tumbas, trozos de mosaicos y estertores de otras épocas entre caminos tomados por la hierba.

Una gozada que proporciona una vista limpia al Mediterráneo. Esta vez, a pesar de su antigüedad, menos ajada.

Tipasa

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