Veranos en desuso

Corbis

Mitad de junio. A estas alturas cuando era niña ya tenía claro donde iba veranear (como verbo conjugable) . También lo tenía claro en abril y en enero y en octubre del año anterior, porque las vacaciones, salvo que un meteorito chocara contra la tierra, para mis amigas y para mi eran siempre en el mismo sitio : en "el pueblo". Así, en genérico.

Aquí cabían dos opciones, que el pueblo en cuestión fuera un pueblo, sin más, o que tuvieras suerte y “tu” pueblo, además de pueblo, tuviera playa. Por supuesto estos eran los pueblos favoritos de todas las niñas de mi clase, que pasaban directamente, sin ningún mérito añadido, a engrosar la lista de celebrities de clase A del curso.

Ni que decir tiene que al pueblo uno viajaba en coche: ventanillas bajadas, bolsas de plástico en la guantera, un (como numeral) juguete para cada hermano y la fiambrera (el tupper vino después) de metal. Corría el rumor de que existían unas tiritas que se colgaban en algún lugar y que por alguna extraña razón, con el roce con la carretera evitaban que te marearas, pero en mi familia nunca se llegó a experimentar.

Yo estaba en la lista A. Vamos, que iba a la playa. Y cuando digo iba a la playa, es que iba a la playa, porque durante el mes entero que estábamos allí ( por supuesto, en agosto ) , no se hacía nada más. Mañana y tarde. Día tras día. De ahí que todavía conserve tan vívidos recuerdos una serie de aderezos playeros que nos acompañaban, recuerdos que me debaten entre la nostalgia y el sonrojo.

Sin ninguna duda, mi gadget playero favorito era la cajita-monedero con cuerda con la que las madres se podían bañar a sus anchas sin tener que preocuparse de vigilar la toalla. Había dos versiones, la cilíndrica y la rectangular. La primera tenía mucho encanto, porque ibas tintineando como una vaca, y era perfecta para llevar las pesetas y los duros (luego las monedas de 500 no cabían tan bien) . Lo malo era cuando al cargabas demasiado que te dejaba el cuello hecho trizas. La segunda estaba diseñada con un target mucho más específico: los fumadores modernos (lo cual era casi una redundancia, porque si eras fumador eras moderno) , que no tenían que renunciar a su cigarrito mientras chapoteaban porque cabía el paquete de bisontes completo. Si además tenía palmeras, cocoteros o la leyenda de recuerdo algún lugar molón (Torremolinos, Estepona, Pollença…) eras un trend setter, cuando todavía a los trend setter no se les llamaba así.

Otro gadget fantástico era el mini ventilador. No se muy bien por qué, pero siempre solían ser amarillos y uno tenía que llevar siempre pilas de repuesto porque se las ventilaba (muy bien traído) en media mañana. En realidad era un poco como tener frío y rascarse la barriga, porque el vendaval era casi inapreciable, pero con él eras el más molón. Más inútiles son hoy en día los “asientos” para móviles y nadie dice nada. Los que si tenían un buen uso eran los vasos plegables, esos que, por arte de magia, se guardaban en una cajita redonda y luego se estiraban.

Pueblos con mar

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El auge marbellí se dejó notar en todas las playas. Incluso en la de mi pueblo, que no quedaba precisamente cerca. Sobre todo en la obsesión de las señoras por carbonizarse al sol y además ponerse bañadores y biquinís blanquísimos para que todavía resaltase más. Claro, entonces lo más era la crema de zanahoria, que una vez que te la echabas ni auque te vistieras un traje hecho con la más potente alieación de amianto podías evitar las quemaduras de tercer grado y el color de piel a lo Julio Sabala.

Especial adoración me inspiraban esos cachivaches a modo de traje de Demi Rusos con para cambiarte en plan “discreto”, con los que montabas un circo de impresión, además de los gorros de ventosa de las señoras (mi madre tenía varios) para no mojarse el pelo (esto era otra cosa que tampoco entendía porque ni un 1 por ciento de las señoras metía la cabeza para nadar) . Inútiles, sí, pero eran divertidísimos porque desde lejos los podías confundir con la gran barrera de coral con todos sus relieves y flora marina. Las tardes, ya cambiados y duchados (y con el aftersun, léase como suena) , tocaba ir a tomar algo a alguna terracita del paseo. Horchata, zumo o granizado. ¡Pero qué horchata, qué zumo y qué granizado! Servido con pajitas de origami de manzanas, piñas o pavos reales y adornados con sombrillitas chinas que, por supuesto, te llevabas a casa y luego servían de parasol para tus muñecas.

En cuanto a souvenires. tres marcaron mis veranos a fuego: uno eran unos incomprensibles llaveros de plástico de un gorila con falda hawaiana, al que apretabas la tripa y todos sabemos lo que pasaba (en mi pueblo, por alguna extraña razón llamaban “colitero”) , el otro eran unos cocos con cara y gafas de alambre a los que les salía césped en el pelo, y el tercero, figuras hechas con conchas. Aquí sí que había un imaginario amplio: podían ser gatos con bigotes, una carroza de caballos o una bailarina rusa. Eso sí: todo con conchas. Luego estaban las postales de señoritas en paños menores, típicas de ibiza y similares, y más tarde una que se repetía en cualquier playa española y que era toda negro y ponía: “tal ciudad… de noche”. Una juerga, vamos.

Los cuadernillos Rubio de matemáticas, los libros de Santillana, los bocatas de tulipán y la jarra de Tang ….así eran los veranos en mi pueblo. Perdón. En mi playa. Que quede claro. Porque yo era de clase A.

Los objetos que marcaron nuestra infancia

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