You are on page 1of 127
fe 2 c ce q ig a 3 o ‘ fi s A EB Primera edicibn abl 2005 Cuarea ecu: niente 2008 Direcein editorial: Elsa Aguiar © Alfredo Gomer Gerd, 2005 (© Ediciones SM, 2005 Impeesores,2 Usbanizacign Prado del Espino 28960 Roadilla del Monee (Madrid) vwwsegruposm.com ATENCION AL CLIENTE ‘Tels 902 12 13 23 Fax 902 24 1 enmail: clienes@graposmcom, ISBN. 978.84.348-4431-5 Depasito legal: M-43.150-2009 Inprevo en Espa / Printed in Span Gohegraf Industria Grifieas SL- 28977 Casstrubuelos (Madrid) CCulgsies frm de epradcia, ditibacin, comunicac pia 0 tan Toemoctn dee bel te ered nen desu ul ‘nsao cpm prota pr lot Dt « CEDRO (Co Expl Desehos Repopaeonworwecdsa) x nce feopin 0 ean agin ferent doch 1 Después de Jos sobresaltos y las emociones que el dia le habia deparado, pensaba que nada conseguiria retener su atencién durante las primeras horas de la noche, que tan largas se le hacian y que procuraba en- tretener con algtin programa banal de televisién, 0 con una de esas encendidas tertulias de la radio, 0 con las paginas llenas de colores y arrebatos de alguna revista Aunque no habia perdido el gusto por los libros, pre ferfa leer por la maiiana, a la luz del dia, en ese tiempo apacible entre el final de las rutinarias tareas domésticas y la hora de comer. Sin embargo, llevaba un buen rato lamentandose en voz alta y deambulando como alma en pena sin encon- trar acomodo en ningtin lugar, ni siquiera en su butaca preferida, la de respaldo firme y brazos de madera, que llevaba més de cuarenta afios en su casa. Primero habia siempre lo habia Ila- mado ella, el francés. Después, se convirtié en la més entraflable herencia del marido. La compraron en una pequefia y destartalada tienda 5 sido la butaca de Lucien, 0 com taller a las afueras de Toulouse porque él se habia em- pefiado. —;Qué més dard un sitio u otro? “le habia dicho ella~. Todas las butacas son iguales. —Te equivocas habia asegurado el francés, sefialan- do aun hombre que liaba un cigarrillo junto a la vie~ jisima puerta de cuarterones que daba acceso a la tien- da-. El hombre que ves alli nos haré una butaca con sus propias manos, con su experiencia y con su orgullo, Fra el duefio de aquel establecimiento quien fabri- caba personalmente todo lo que élli se vendia. Lo hacia en el taller situado en la parte trasera. Por lo general, cuando el dfa no amenazaba Hluvia, sacaba la mercancta a la propia calle y la colocaba sobre la acera. Y no de- jaba de resultar curioso, pues nada de lo que sacaba a la calle estaba a la venta. Era, como decia él con un poco de sora, el muestrario. A Jos clientes y curiosos que se acercaban les ensefiaba con una pizca de orgullo sus manos encallecidas y, después de esbozar una es- cueta sonrisa, aseguraba que todo salfa de aquellas ma- nos y de su cabeza. Y para reforzar esta tltima idea se apuntaba la frente con el indice de una mano. —Puedo hacerles una butaca como la mejor butaca del mundo -les dijo aquel artesano-, Pero, eso si, no me metan prisa, Denme un mimero teléfono y cuando. esté terminada les llamaré Tardé algo mas de seis meses en hacer la butaca, pero merecié la pena, Después de cuarenta afios no es- taba como el primer dia, sino mucho mejor. Cuando murié el francés, diez aftos atrés, al regresar del cementerio donde le habjan dado sepultura ella tomé posesién de la butaca. Se senté por vez primera y un estremecimiento le recorrié todo su ser, como si 6 ee eee er eee eer EEC EEE EE CHEE EEE EEE EEE EEE Eg pe PPE CHE EEE EES EPEC HCH CCH PSC HEHEHE CeE ere la energia del francés estuviera todavia presente y se hubiera infiltrado por los poros de su propio cuerpo. Entonces volvié a Hlorar otra vez por el francés, por su ausencia ya irremediable, y se dijo con firmeza que na- die la separarfa jamés de aquella butaca. Y habfa cumplido su palabra, Cuando decidié regre- sar a Espafta ~a su pequeiio pueblo de la montaifa, pri- mero; a la capital de la provincia, después~ lo que mis Ie habia preocupado era la butaca. Se lo advirtié a los del camién de la mudanza. —Mucho cuidado con esa butaca. Mientras tuviese cerca la butaca era como si él no se hubiera ido del todo. A veces, colocaba las manos sobre aquellos brazos de madera torneada y tenfa la sen- sacién de que estaba acariciando los robustos brazos de Lucien, sus manos anchas, sus dedos.. —Pero, mamé..., en Espaiia podrés comprarte mue bles nuevos -le habia repetido varias veces su hijo. —Para qué quiero muebles nuevos; ademds, yo no me separo de esta butaca. Con la televisién apagada, la casa permanecia su- mida en un silencio profundo y denso, que solo era rasgado por el race de sus zapatillas en el suelo. Cuando se preguntaba qué hacia dando vuelias de una habit cin a otra, negaba con la cabeza un par de veces y se sentaba en la butaca; pero al momento, sin darse cuen- ta, volvia a levantarse y a caminar de acd para allé. No podfa entender su estado de agitacién. —A mis afios, y con lo que Ilevo encima... -se dijo en una ocasién, al descubrirse en uno de los espejos del pasillo-. ;Qué demonios me est ocurriendo? Y lo peor es que se temia una larga noche de in- somnio, lo cual la aterrorizaba. Era de buen dormir, 7 pero de tanto en cuanto le sobrevenia sin motivo una de esas noches en vela, una noche interminable en la que la cama se convertia en un suplicio, Entonces la ha bitacién se llenaba de todos los fantasmas que habi- taban en su mente y era tanta la agitacién que le re- sultaba imposible sucumbir al dulce abrazo del suefi. Durante afios se habia entregado con tesén al ingen- | te trabajo de cerrar la caja de su memoria con siete cerrojos de los que no guardaba la lave -asi lo expli caba-; pero esa caja era mas frdgil de lo que crea, 0 la memoria més fuerte, y a veces se producfan grietas, res- quicios ¢ incluso estallido: Se preguntaba una y otra vez qué. misterio habla conseguido destapar la caja de su memoria aquella mis- ma mafiana. Sin duda, la culpa habia sido del joven profesor de Historia del instituto, el que la habia tele foneado dias antes. —,Catalina Melgosa? —Soy yo, .quién me Hama? —iPor fin la localizo! No se puede imaginar la ale grfa que siento. Alguien me habfa dicho que usted habia regresado y desde entonces no he parado de bus- carla, Tendrd que disculparme, pero es que estoy emo- cionado. —gEmocionado? gPor qué? —Por hablar con usted. Se repitié que la culpa la habia tenido aquel joven- zuclo embaucador, pero enseguida rectificd y reconocié que la culpa era solo suya, por haber aceptado su invi tacién sin oponer demasiada resistencia. Ya se le habfa pasado el nerviosisino que la habia atenazado durante todo el dfa, pero no podia librarse de un estado de agitacién muy extrafio. Nunca habia 8 sentido nada igual, a pesar de que ella habia vivido emo- ciones muy fuertes, que ni a su peor enemigo deseaba, y se habia tenido que batir contra viento y marea en aguas enfurecidas, agitadas por el huracén del odio. Para combatir el insomnio decidié prepararse una tila. Estaba dispuesta a echar el doble de hierbas en la infusién, e incluso un chorrito generoso de licor, pues al licor siempre la adormecfa, Tenfa pénico a una larga noche de insomnio, sobre todo porque era consciente de que su memoria andaba ese dia descontrolada, sal- tando sin freno de un lado a otro, como uno de esos caballos desbocados que tanto miedo le daban cuando, con catorce 0 quince afios, tenfa que subir a las braiias porque le tocaba cuidar la -vecerfa Encendié la cocina de gas y, antes de poner el cazo con agua, se quedé observando el fuego. Miraba dete nidamente aquella hilera circular de lamitas azuladas, pero lo que veia le llenaba de inquietud y hasta de es- panto. Vefa unos troncos arropados por unas piedras ennegrecidas, en la ladera de una montafia cubierta de uurces, al socaire del viento del noroeste, siempre fro, ardiendo muy despacio. Y yefa sus manos tan pequefias calentandose sobre las amas trémulas, cuyas sombras se alargaban misteriosamente al atardecer. E incluso le parecié ofr una voz, una voz que podia reconocer a pesar de los afios, una voz que salfa de las entrafias del valle y que se extendfa con Ja misma sua vidad de la nicbla. «(Delgadinaaaal», decia la voz, y parecia que la es- taba llamando Era la voz inconfundible de Tirso, a pesar de que hacia mds de cincuenta afios que una rifaga del naran- jero de un guardia lo habia acribillado contra el tronco 9 de un abedul, Alguien le conté aos después en Tou- Jouse, cuando ya se habla casado con el francés, que, antes de expirar, Tirso se abraz6 al tronco como si aquel arbol fuera su madre, su esposa, sus hijos... todos los seres humanos a Jos que queria y que lo habian querido ‘un poco en este mundo, También le contaron que toda la partida de guardias que ese dia habia dado una batida por el monte no pudo arrancarle del tronco y tuvieron que partirle los brazos a culatazos. 2 Julio Cega, el joven profesor de Historia, 1a habia recogido personalmente en su casa, a pesar de que ella e habia dicho que no era necesaria tanta cortesia, pues sabja de sobra llegar al instituto y podia hacerlo dando tun paseo. —Por favor, es lo menos que puedo hacer —insistié el profesor. —En esta ciudad no se tarda més de media hora en llegar a cualquier parte. —Insisto: iré a recogerla en mi coche a la puerta de su casa, En el trayecto que separaba su casa del instituto, callejeando por las animadas calles del centro, experi- menté una sensacién que solo recordaba haber sentido dos veces a lo largo de su vida. La primera, cuando a Jos doce afios entré en la ciudad en el viejfsimo coche de linea que unia los pueblos de la montafia con la capital, en compaiiia de su madre y de su hermano, para ver por tiltima vez a su padre, encarcelado desde que habia terminado la guerra. La segunda, cuando dos un afios atrés se bajé del tren, después de un largo viaje, y tomé un taxi hasta el hotel donde habia reservado una habitacién mientras buscaba una casa donde vivir, En el primer viaje, tan remoto, la ciudad la fasciné y la aterrorizé al mismo tiempo, Era la primera vez que salia del pueblo y aquel conjunto inabarcable de casas, de calles, de grandes edificios, de gente por las calles, le parecié un mundo nuevo, tan atractivo como in- quietante. Como el tiempo todo lo transforma, la pequefia ciu- dad habia cambiado mucho desde entonces. Se habia extendido como una mancha de aceite por las riberas del rio Bernesga, por el ejido, por las eras, por los des: montes... Parecia otra, pero solo se trataba de un espe- jismo, porque al dejar atras los nuevos barrios de la periferia y entrar en la tela de arafia del ahora Hamado casco antiguo, surgian por doquier los viejos espectros, testigos mudos e indiferentes. All estaban las mismas ca sas, los mismos ladrillos, las mismas tejas, los mismnos balcones enrejados, los mismos adoquines de las calles, Jos mismos portalones de madera, las mismas ventanas agrietadas, los mismos olores a guiso, cecina y queso fuerte... All! se dibujaba el perfil imponente de la cate dral, aunque los coches ya no circulasen a su alrededor, el patio clasicista de la Diputacién, la sobria torre de ladrillo de San Marcelo, los restos descarnados de la muralla que envolvia el roménico de San Isidoro... No cabfa duda. La ciudad, la vieja y pequefia ciudad, la orgullosa y ridicula ciudad, segufa arraigada a la mis- ma tierra, bafiada por dos rios discretos quie se encon- traban a las afueras sin alharacas, de espaldas a las montaitas del norte, las cuales parecian al alcance de la mano. —Te encuentro muy pensativa, Catalina —Ie dijo de 2 pronto Julio Cega, girando levemente la cabeza durante un instante-. Espero que no te moleste que te tutee. —;Molestarme? Al contrario. —Pues... te decfa que te encuentro muy pensativa —Si, con los afios me he vuelto muy pensativa ~son- id Catalina-. Pero solo con los aiios, eh, que siempre he tenido fama de cabeza loca y de no pensar las cos dos veces, jSi hubiese pensado las cosas dos veces... —Los chicos te estan esperando con mucha ilusié -continué el profesor-. Hemos preparado mucho este encuentro. Estan impacientes por conocerte, por escu- charte, por preguntarte cosas. Desde que se habia comprometido con el profesor Julio Cega a ir al instituto no habia podido dejar de observar a todos los jévenes que veia por la calle. Los miraba con verdadera curiosidad, como si quisiera des cubrir lo que bullia dentro de sus cabezas, para cuando egase el momento poder hablarles con las palabras pre cisas y entablar la comunicacién necesaria, Pero en mu chos momentos se preguntaba si realmente esos mucha- chitos podrfan entender algo de su vida, de sus peripe cias, de sus desventuras. Al mirarlos legé a la conclusi6n de que los zagales eran lo tinieo que haca verdadera- mente distinta a la fria y antigua ciudad No podia dejar de observar aquellos cuerpos que le parecfan tan grandes y tan bien formados; aquellos ros {ros sonrientes y despreocupados, con esas orejas como coladores Henas de colgantes, con esos peinados tan Ila: mativos, casi imposibles. Lo que més le extrafiaba era su ropa, y no por las formas ni los colores, sino porque nunea llevaban la talla que les correspondfa: 0 les so- braba ropa por todas partes, o las cremalleras parecian que iban a estallar. Observaba cémo hablaban, cémo se refan, cémo se empujaban por el mero placer de em: 3 Bree eee Ere eee Eee Eee ee eee eee eee eee eer cee ee ree eee eee ee ere ee eee eet eee Eee eee eee eee eet pujarse, cémo se abrazaban en cualquier parte hasta el estrujamiento, cémo se besaban sin importarles el lugar ni la ocasién. De pronto, una idea cruzé por la mente de Catalina Melgosa. Miré de reojo al profesor, que seguia aferrado al volante de su automévil ante un seméforo en rojo y le pregunté: —aCrees que para los zagales de ahora tiene sen Jo que vamos a hacer? Julio volvié Ia cabeza y parecié sorprenderse, —Claro que sf. Ellos tienen derecho a conocer el pasado, que ademas es un pasado mucho mis reciente de Io que se imaginan, —;Buf! -resopl6 Catalina, al tiempo que hizo un clo- cuente gesto con sus manos-. Te hablo de que si tiene © no sentido todo esto y ti me hablas de derechos. Solo conociendo el pasado. Calla, calla! -Catalina le corté con resolucién~. No irds a soltarme ahora la dichosa frasecita? yCémo era? Conociendo el pasado se evita caer en los mismos errores. Algo asi. Nu, no creo ex eva frase, Es mentira. El ser humano ha cometido los mismos errores una y otra ver. No escarmienta. La luz del semaforo cambié al verde y Julio reanudé la marcha. Asintié un par de veces con la cabeza y luego rié abiertamente. —Me encanta una palabra que has pronunciado. Yo intento reivindicarla, pero creo que es una causa perdida, —Qué palabra es esa? —Has llamado zagales a los chicos. Esa es la palabra. A mi me encanta porque asi me lamaba mi abuelo cuando era un muchacho. Me parece mucho més her- mosa que esa que esta tan de moda, adolescentes 4 -A mi siempre me ha costado mucho trabajo pro- nunciar Ja palabra adolescente, No me sale. Ademés, si ya existe una en nuestra lengua, gpara qué utilizar otra? —Se lo preguntaremos al profesor de Lenguaje -rié con ganas Julio-. El también acudird al acto. Bueno, practicamente acudirén todos los profesores. Por cierto, hemos avisado también a la prensa. sNo te importaré? zNo? —Los periddicos -musité entre dientes Catalina. —Por un lado querfamos que se supiera que en el instituto se hacian cosas importantes —Ie explicd Julio-. Por otro lado, nos parecié de justicia que los periédicos de esta ciudad hablasen de ti. Ya hablaron de mi hace mds de cincuenta afios, y no dijeron ni una palabra que fuese verdad. Por eso es importante que ahora vuelvan a hablar. Todos los periédicos nos han confirmado su asistencia. ‘Ademés, enviarén algunos fotdgrafos. —Entonces... Catalina parecié reflexionar en voz alta-. Entonces mafiana apareceré mi fotografia en los periddicos, junto a mi nombre. —,Te preocupa? Catalina no respondié. No le preocupaba que apa recieran su fotografia y su nombre en los periddicos, y no precisamente como una malhechora sanguinaria bus- cada por la guardia civil. Ahora apareceria como una mujer honesta y luchadora, respetable y respetada, in- cluso admirada por algunos, y hasta agasajada Por un lado le parecfa razonable. Era como si al final el destino hubiera querido hacer justicia y dejara a cada uno en el sitio que le correspondia. ¢Cémo podia ne garse ella, que ademés era parte interesada? Habia ha blado incluso antes, cuando no se podian decir las co sas, y si se decfan nadie se hacia eco de ellas. ¢Cémo a5 I Eee eee ere EEE erage re ee Eee eer eee renunciar a hablar, a contar la verdad, aunque fuera delante de un grupo de zagales Nenos de pendientes y espinillas, 0 de adolescentes, o de como quisieran llamarlos? Solo existia un motivo por el que le preocupaba que su nombre y su fotografia apareciesen en los periddicos, Y el motivo tenfa nombre y apellidos y una famosa zapateria en el centro de la ciudad: Emilio Villarente. Aunque no habia vuelto a ver a Emilio Villarente desde aquella remotisima noche en que se despidieron a la orilla del rfo, Catalina recordaba la escena como si la hubiese vivido minutos antes. El rio bajaba muy cre- cido debido a la tormenta del dia anterior. Podfa recor- dar hasta el fragor del agua, que saltaba con brio sobre los sillares del puente, el cual habia sido dinamitado meses antes por los del monte para cortar el paso a los coches de los guardias. El le tomé la cabeza entre sus manos y volvid a besarla en los labios, —Gracias, sin ti no lo habria soportado. —Recuerda lo que me has prometido —le dijo ella No hablaré. Pero ademds quiero prometerte otra cosa. —GEI qué? —Volveré a buscarte. Pronto me iré de aqu{, nos iremos todos, a Francia © a otro lugar —Te buscaré, Catalina -Emilio hablaba con un apa- sionamiento que a ella misma sorprendié-. Y si te vas, te buscaré por Francia, 0 por el mundo entero, —Vete. —Lo prometo, Catalina, —Vete. Emilio eché a andar. Su cuerpo, atin sin la firmeza necesaria, vacilaba a cada paso, pero ella estaba segura de que lograria llegar sin dificultad al pueblo. Durante unos segundos observé cémo su silueta se perdia entre las sombras profundas del camino que los arboles acen: tuaban, a pesar de que en lo alto, por un pequeno hueco enire las nubes, se habia asomado una escudlida luna. re eee eee eee 3 Después de aparcar el coche en el patio anterior del instituto, Julio, con gran diligencia, la ayudé a salir. Lue- g0, con un leve movimiento de su cabeza, le sefialé la puerta principal, que se encontraba a un metro aproxi- madamente por encima del suelo y a la que se accedia por unos escalones muy largos, Enmarcados por el um- bral habia un hombre y una mujer de mediana edad, que salieron a su encuentro en cuanto las vieron des- cender del coche. Julio procedié a las presentaciones. —La directora del instituto y el jefe de estudios. —La autoridad competente ~rié Catalina, y sw risa contagié de inmediato a todos. La directora rechaz6 la mano que Catalina le habfa tendido y la abraz6, dandole dos sonoros besos. —Estamos encantados de tenerte aqui y queremos darte las gracias por haber aceptado compartir tu tiem: po con nuestros alumnos. Como faltaba un cuarto de hora para el comienzo del acto, fueron directamente al despacho de la diree- tora. En la puerta, el jefe de estudios se excus6, alegan- do que tenfa que dar el ultimo repaso a la megafonia, pues siempre solfa fallar en las grandes ocasiones. 18 Se notaba que los muebles del despacho, que no era grande, habjan sido movidos para habilitar un espacio donde colocar varias butacas en torno a una mesita redonda, sobre la que habfa una cafetera y una bandeja llena de pasteles. —;Te apetece un café? le pregunté enseguida la directora. —No, no, ya he desayunado antes de salir de casa —respondié Catalina~. Pero un. pastelito sf que tomaré. No puedo resistirme a los pasteles. Creo que comé el primer pastel cuando tenia veinte afos, y una de las cosas que mds lamento en mi vida es haberme pasado tanto tiempo sin probarlos. Y las palabras de Catalina, que enseguida eché mano aun pastel, debieron despertar la solidaridad, o la gula, en la directora y Julio, porque sin pensarlo dos veces cogieron también un pastel y comenzaron a comérselo. —Los hemos encargado en tu honor -comenté la directora con la boca lena —Gracias —La verdad es que cuando Julio nos hablé de la posibilidad de traerte al institute, a todos nos parecié una idea fantéstica continué la directora, como si el cargo le obligase a dar todo tipo de explicaciones~. Por Jo general, invitamos a mucha gente al centro para que hable con los muchachos. —Con los zagales -la corrigié Julio divertido, y gui- 6 un ojo a Catalina Han pasado por aqui deportistas famosos, perio- distas, un concejal del ayuntamiento, los bomberos, al: guin escritor... Pero es la primera vez que tenemos auna La directora, sin duda, no encontré la palabra que querfa decir y su frase quedé interrumpida con brus- quedad. Julio pensé intervenir de inmediato, pero se dio 9 Pr cece ree ree ea ee eae eet cuenta de que acababa de meterse un pastel entero den tro de la boca. La buena educacién le aconsejaba man- tenerla cerrada. Se produjo un silencio incémodo. Ca- talina giré la cabeza muy despacio, como si hubiera en- sayado cada movimiento, y clavé su mirada en los ojos de la directora, que se habfa quedado un poco cortada. —{Una guerrillera querias decir? la pregunta pa recia més bien una afirmacién, —Si, claro, una auténtica guerrillera ~apuntillé al fin la directora —Deberia haberme trafdo una boina calada, como la del Che Guevara, y un pistolén en el bolso ~ri6 Ca talina de buena gana-. Pero me temo que voy a defrau- daros: nunca he soportado evar nada en la cabeza, ni siquiera un simple paftuelo, y en mi vida he sostenido un arma entre las manos. —Lo importante es que estuviste alli -volvié a in- tervenir Julio, que serviste de enlace primero y que, cuando te descubrieron, tuviste que marcharte con. los del monte, a pesar de que eras una mujer. —En eso te equivocas ~ahora la mirada de Catalina se habia fijado en los ojos miopes del profesor-, No era una mujer. Solo tenfa dieciséis afios, como los zagales que estan esperando mi visita. Y era tan poca cosa, que ni siquiera los aparentaba. Comenzé a sonar un timbre y la directora, nerviosa, mir6 su reloj de pulsera y luego un reloj de pared si- tuado tras su mesa Es la hora -dijo-. Los muchachos empezardn a entrar en el salén de actos. Les daremos unos minutos para que se acomoden y se calmen un poco. Luego ire- mos nosotros. —Estupendo -rié Catalina-. Asi me daré tiempo a comerme oiro pastel. Si quieres, te llevo la bandeja ~comenté Julio. —iOh, no! -la risa de Catalina se ampli6-. ;Qué iban, a pensar esos zagales de init Salieron del despacho y cruzaron muy despacio el vestibulo principal del instituto, Se notaba un ajetreo de muchachos, que se dirigian hacia el salén de actos. Al gunos profesores los apremiaban y los recriminaban por meter demasiado ruido. Entonces Catalina se dio cuenta de que una enorme pancarta de tela cruzaba el vestibulo. —gBstaba aqui antes esta pancarta? ~pregumt a la directora. —Si, la pusimos ayer —Pues no la he visto. He pasado frente a ella y no la he visto. |Qué curioso! Se detuvo un instante y la miré con detenimiento. Luego, leyé entre dientes las cuatro palabras que alli habia escritas BIENVENIDA, CATALINA MELGOSA “DELGADINA’ Observé que la pancarta habfa sido atada por los extremos a dos grandes columnas. En ellas habian pe- gado dos retratos suyos. Uno, muy antiguo. El otro, actual Sefialé al antiguo y se acercé un poco para verlo mejor. La fotografia estaba muy ampliada. —Esta foto me la sacé Lucien en Toulouse, cuando nos hicimos novios -comenté-. Tenfa por lo menos veinticinco aiios, Con las fotos me pasa igual que con los pasteles, hasta que no pasé de los veinte, no supe Jo que eran. Siempre me han pedido una foto de cuando tenia quince o dieciséis, de la época en que estuve con ellos, con los del monte; pero alli no habia méquinas de retratar. Se acercaron hasta la puerta del salén de actos y la directora presenté a Catalina a varios profesores. Todos a1 se mostraban encantados, sonrientes, amables. Del in- terior Ilegaba una enorme algarabia, que los gritos de un profesor no conseguian mitigar. —Ya sabes cémo son los chicos de ahora ~comenté la directora, como previniéndola Pero en el instante mismo en que Catalina Melgosa franqued la puerta del salén de actos, como por arte de magia se produjo un silencio sepulcral. Todos los alum- nos y alumnas clavaron su mirada en aquella mujer, que podia ser su abuela, y que caminaba de manera un poco cansina, arrastrando ligeramente los pies. Tenia un as- pecto diferente a cualquier abuela, o al menos a ellos se lo parecia en esos momentos. Mantenia el cuerpo muy derecho y la cabeza siempre alta, Su pelo, comple- tamente blanco, como de plata, daba un aura especial a su cabeza, No era una mujer gorda, ni de complexion fuerte, pero tampoco hacia honor al apodo que la habia hecho tan famosa en otros tiempos: Delgadina. Se agarré al brazo de Julio para subir los cinco es- calones que la conducirian al escenario, Habjan colocado una mesa alargada en el centro, con varias botellas de agua y algunos vasos. El jefe de estudios, sin duda con vocacién de inge- niero, encendid en esos momentos las luces y conecté la megafonia, que habia estado probando una y otra vez para que no fallase. Apreté el interruptor de un micré fono y lo golped con suavidad varias veces. Al notar que el impacto del golpe se ofa 9or los allavaces respiré tranquilo y dejé el micréfono con cuidado sobre la mesa, Julio condujo a Catalina al centro del escenario, pero no a la mesa, sino a la parte anterior. Con disimulo hizo entonces una sefia que todos pudicron ver y, al mo- mento, aparecieron un chico y una chica. Ella Hevaba un folio en las manos. El, un ramo de rosas rojas. Con su habitual disposicién, Julio cogié el micréfono y se lo entregé a la chica al tiempo que hacia un mo- vimiento afirmativo con su cabeza. Estaba claro que ha- bjan ensayado todos los prolegémenos del acto. Al sen- tir el micréfono en su mano, la muchacha no pudo di simular el nerviosismo, pero no se amilané y, después de carraspear un par de veces para aclararse la garganta, leyé lo que Hevaba escrito en el papel con la voz entre- cortada por la emocién: —Querida Catalina: todos los profesores y alumnos de este instituto queremos darte las gracias por com- partir este rato con nosotros. Es un orgullo y una satis- faccién que hayas querido venir. Tu vida es un ejemplo para os jévenes de ahora, para todos los jévenes que queremos un mundo mejor, mas justo y més libre. Gra- clas, Delgadina, Nada més terminar la lectura, el chico avanzé deci- dido hacia Catalina y le entregé el ramo de rosas. Ella sonrié a ambos con un gesto que expresaba todo su agradecimiento. Y entonces, sin que nadie hubiese he- cho una sefial, todos los zagales que abarrotaban el sa- In de actos comenzaron a aplaudir. 23 4 Regresé al salén con una bandeja sobre la que Ile vaba una taza humeante de tila, y un platito con un pastel de los que se habia traido del instituto. La direc- tora se habfa puesto pesadisima con los pasteles. —Llévatelos, lévatelos. Colocé la bandeja sobre la mesa baja, frente a la butaca, y fue a buscar al mueble aparador la botella de licor. La destapé y oli6 el tap6n como si fuera una ex. perta sumiller, a continuacién eché un chorrito en la taza de tila. Afiadié azicar y lo removié todo cuidado- samente con la cucharilla. Luego, cogié la taza con am: bas manos y se senté en la butaca, Sentia cémo sus dedos se iban calentando y bebié un sorbo, y luego otro, y otro més. Se dejé abrazar por el respaldo de la butaca y clavo la mirada en el ramo de rosas rojas que habia metido en un jarrén leno de agua, con una aspirina para que durasen més. Pens6 que la habian agasajado muy bien en aquel instituto, pues le habfan obsequiado con dos de las cosas que mds le gustaban: las rosas rojas y los pasteles, También le habian regalado una placa dorada 24 sobre una peana de madera, con una inscripcién y con su nombre grabado con unas letras muy historiadas. Pero Jas placas no le hacian mucha gracia, siempre le recordaban Jas frfas Idpidas de los cementerios. Sin embargo, las rosas eran espléndidas, y ademds desprendian un olor que se notaba en toda la casa. Des- de que era una nifia le habjan entusiasmado las flores. Quiz la culpable de aquella aficién hubiera sido su propia madre, que siempre tenfa tiempo para liar ra- milletes con las flores que iba arrancado de los mato- rales que crecfan junto a los senderos, de los prados, de entre los pedregales, del bosque, de las orillas del rio... Llenaba su mandil con ellas hasta que rebosaba. Al egar a casa las desparramaba sobre Jas lanchas del sue- Jo, junto a la puerta, y las iba agrupando. Unas, per- manecerian lozanas unos dias més, en un jaro con agua; otras, las dejaria secar y luego las guardarfa en saquitos de tela. Para su madre, las flores no eran solo flores, sino que encerraban en s{ mismas todo un mundo de pro piedades casi mégicas. A Catalina le fascinaba oirle con- tar lo que una simple flor, unas hojas, un tallo o una raiz encerraban dentro, Quiz4 por eso, en muchas oca- siones, la provocaba con sus preguntas, solo por ofrla, por embelesarse con su sabiduria. —Qué flor es esta, madre? —Tragapan le decimos por aqui, aunque otros la la- man Narciso. Es mano de santo para la tos ferina —2Y aquella otra? —Azucena silvestre; con sus bulbos, cocidos y aplas tados, se hace un emplaste que cura los fortinculos, Y aquella es la achicoria, que afloja las tripas. Con la flor del escardamulos se hace una infusién que cura las dolencias del higado. Y el aréndano alivia los males de orina. Y la ortiga corta la cagalera. 35 —Hay plantas para todo, madre. —Para casi todo. Sicreciera en estos montes una planta que engordase a las personas te la daria a todas horas, que me causa desazén verte en los huesos. Pero esté visto que para engordar lo que hace falta es pan, y cuando no Io hay. —Pero algunas plantas dan ganas de comer a quien no las tiene, jno es verdad, madre? —Seria un delito dartelas a ti la madre negaba re- petidamente con la cabeza~. :Para qué abrir el apetito cuando no se tiene qué comer? —Yo no paso hambre, madre —Comes menos que un jilguero, asf estas de del- gada. Las tripas se encogen cuando na las echamos co- mida suficiente, —{Mis tripas se han encogido, madre? ~preguntaba Catalina con un poco de preocupacién. —Las de todos los que vivimos aqui se han enco- gido, de hambre y miedo, que el miedo también las encoge. Pero las tuyas han encogido més, por eso no engordas ni creces, aunque estas en la edad de hacerlo. El recuerdo de la madre se volvia tan nitido en la mente de Catalina, que en algtin momento llegé a pen- sar que, por algtin misterioso encanto, estaba hablando con ella en la realidad. Podia verla sentada en una silla, a su lado, miréndola con esos ojos, grandes y claros, que ella habia heredado. Unos ojos que hablaban por si mismos, que eran como una ventana abierta sin visillos ni cortinas que dejaba al descubierto su atormentado mundo interior. —Madre -llegé a decir en voz alta. Luego se asusté por haber creido en aquel espejis- mo y, a continuacién, sonrié y se lamé vieja un par de veces. Pero no renuncié al juego, que le incomodaba y le apasionaba a la vez, y cogié otro pastel, Miré la 26 REE EEE EEE EEE EEE EEE EEE HEE HEE He HEHE He He He He He silla vacia donde habfa crefdo ver a su madre y dijo en vou alta: —Este por usted, madre. Las trip: acordedn: se encogen, pero también se estiran. Estos pasteles no estén tan ricos como las rosquillas que usted hacfa en Ia sartén en ocasiones especiales, esas que te dejaban en la boca un regusto anisado y dulce, pero se dejan comer. Pensé que las madres de entonces no eran como las de ahora, Las de entonces callaban siempre, pasase lo que pasase. Eran firmes y duras, como una montafa, y jainds exteriorizaban sus sentimientos y sus emociones, aunque en sus entrafias se cociese la lava de un volcén. Asi habia sido su madre. Cuando querfa saber qué le bulla dentro de la ca- beza, Catalina la miraba a los ojos sin que se diese cuen- ta y trataba de leer en ellos. Por lo general, lo que des cubria le causaba espanto y una gran desazén, sobre todo desde aquel dia en que los guardias se presentaron de madrugada en casa, derribaron la puerta y registra- ron hasta el tiltimo rincén, A los tres los mantenian fuera, en fila, vigilados en todo momento. Desde alli podian escuchar los golpes que ocasionaban los destro- zos de sus escasas pertenencias. Cuando se cansaron de romper, uno de los guardias se acereé a ellos y, pistola en mano, les pregunté: 2Dénde estan? Nadie respondié a la pregunta que el guardia no volvié a repetir. Sefialé primero a la madre y luego al hermano. Los demds guardias, a empujones, los obliga- ron a caminar. —Vamonos -grité e] que mandaba la partida, —2Y esta? uno de los guardias se fijé en Catalina, —No ves que es una nifia, Catalina vio cémo los guardias se alejaban por el son como un 7 sendero formando dos filas. Entre medias caminaban su madre y su hermano. Entonces sintié una congoja muy extraita, que le salia de lo mas hondo. Se sorprendié de que algo tan fuerte pudiera caber dentro de su cuerpo. Era una fuerza misteriosa que se agarraba a sus entra- fias como un néufrago se aferra a una tabla en medio del océano. Y le dolfa mucho aquel estrujamiento que poco a poco se iba extendiendo por todo su ser; el dolor era muy raro y muy fuerte. Sentia ganas de llorar, pero de Morar como nunca antes lo habia hecho, y de gritar con rabia. Pero no hizo ni una cosa ni otra. Cuando los perdié de vista, entré en la casa y contemplé la desolacién. Entonces se dio ‘cuenta de que ahora todo dependia de ella. Tendria que recomponer las cosas que aquellos hombres de unifor- me habfan roto y ocuparse de las tareas de su madre y de su hermano sin descuidar las suyas. Cuando ellos regresasen debian encontrarlo todo como si nada hu- biera ocurrido, Durante varias semanas cavé la misera huerta, a pe- sar de que los dedos se le Henaron de ampollas, Ordené la vaca que estaba recién parida y camind cada dia car- gada con un cantaro los diez kilémetros que le separa- ban de la casa del médico de I zona, donde Ja vendia. Se ocupé de que las gallinas tuvieran. algo que picotear y de que a la cabra no le faltase pasto. Preparé a diario Ja escasa comida y, al poner la mesa, colocaba siempre tres platos y tres cubiertos. Barrié cada mafiana la casa, Nunca falté agua fresca en las tinajas. Incluso, una tar- de, a la cafda del sol, cogié la cafia de su hermano y se fue a pescar como él hacia; regresé con una trucha, un remojén y una satisfaccién dificil de explicar. Si por la noche ofa aullar al lobo, salia de casa envuelta en una manta con una estaca que apenas podia sostener entre 28 Jas manos y permanecia vigilante, sin dejar que el mie- do se apoderase de ella. Un mes después, mientras unas patatas terminaban de cocer en Ja olla con media docena de vainas y unas hojas de laurel, por la ventana entreabierta le parecis descubrir algo. Salié corriendo de la casa y se plants en medio del sendero. Al descubrir las figuras de su madre y de su hermano, la embargé un enorme sentimiento de felicidad. Querfa gritar de alegria, refr, saltar, correr hacia ellos, abrazarlos... Pero volvié a contenerse. Quizd por primera y tinica vez en su vida se pregunté por qué era asi, por qué toda la gente de aquella tierra contenfa sus emociones y sus impulsos. No podia ex- plicarlo, ni siquiera compartirlo; pero era consciente de que ella pertenecia también a aquella tierra de costum- bres tan rudas. Los dos habfan adelgazado, a pesar de que ya esta- ban muy delgados cuando se los Hevaron los guardias E| hermano tenia la cara amoratada y el labio inferior partido, cojeaba visiblemente al andar, como si le cos- tase apoyar uno de sus pies en el suelo. La madre no tenia vefiales visibles de violencia, pero su aspecto e: tuvo a punto de hacerle perder el sentido: le habfan afeitado totalmente la cabeza y la habjan obligado a ca- minar as{ hasta su casa, sin una miserable tela con la que poder cubrirse, como un animal marcado con un hierro candente. Al llegar a su altura, la madre y el hermano se de- tuvieron un instante. Cruzaron una fugaz mirada, A pesar de todo, Catalina sentia una inmensa satisfaccién por volver a tenerlos en casa. -La comida est preparada —les dijo, 5 Sostenia la taza de tila entre sus manos como si se tratase de una deslumbrante piedra preciosa. La envol- via con sus dedos para retener el calor que se extingu‘a poco a poco. Fue a beber de nuevo y se dio cuenta de que estaba vacia, La dejé entonces sobre la mesa y pen- 6 si serfa conveniente meterse en la cama o permane- cer un rato mas en la butaca, aguardando la llegada del ansiado suefo. ‘Muchas noches se habfa quedado dormida en la bu- taca, De pronto, empezaba a sentir una placidez que la envolvia y que relajaba todo su cuerpo, como un masaje muy suave, casi imperceptible. Comenzaba a pesarle la cabeza més de la cuenta y los pérpados se cerraban a su antojo, sin pedirle permiso. Entences se entregaba como una amante sumisa y dejaba que el suefio la abrazase con pasién y dulzura. Todo se borraba en su mente, como si una ola del mar diluyese la tinta con la que estaba escrita su propia vida. Decidié esperar un rato en la butaca, hasta que la tila y el licor le hicieran efecto. Pero algunos sintomas comenzaban a desasosegarla. La noche estaba lena de ee ES Eee Seer ESE EEE EEE ae ree eee rere ree eee ee eee sonidos y, lo que era peor, ella podfa oftlos: unos pasos en el piso de arriba, el televisor de algin vecino a de- masiado volumen, la mala digestién de alguna caneria, un mueble de madera que bosteza, un crujido misterio- so, algo que parecia haberse caldo... Desde muy pequefia habia constatado que la noche es el lugar de los sonidos; al contrario que el dia, que es el lugar del ruido. Ruido era lo que se habia formado al terminar el acto en el instituto. Al aplauso entusiasta y generoso de Jos zagales, habfa sucedido un enorme barullo que nadie podia controlar. La rodearon por todas partes y le ofre- cieron papeles, cuadernos, libros de texto... Cualquier cosa valia para que ella les estampase su firma, como si se tratase de un futbolista de moda o un cantante famoso. Con gran esfuerzo, Julio Cega y otros profesores con- siguieron que los muchachos al menos formasen una fila ante la mesa de Catalina Si te molesta firmarles un autégrafo, 0 si ests cansada... -comenz6 a decirle Julio. —No, no ~replicé ella~. Nunca me habia pasado algo asi, Les firmaré ese autégrafo, aunque no sé qué de- monios harén con él Y mientras firmaba un autégrafo en las guardas de un libro de Mateméticas a un zagalén de cerca de dos metros de estatura que la miraba con la boca abierta, sintié el primer fogonazo de un flash. Gird la cabeza y descubrié a dos hombres con grandes cémaras foto- gréficas, que la apuntaban desde todos los éngulos dis ponibles. —Son de la prensa ~le aclaré Julio. Pensé que nunca le habian hecho tantas fotografias juntas en su vida: primero, mientras firmaba paciente mente los autégrafos; luego, caminando por los pasillos y el vestibulo del centro, flanqueada por la directora y 31 ne | | — oe Julio; por ultimo, en el despacho de la directora, donde Je hicieron varias entrevistas, zQué valoracién puede hacer de este acto? Qué le parecen los jévenes de ahora? é8e siente feliz por haber regresado a su tierra? ¢Han cambiado mucho las cosas en los iiltimos afios? Montones de preguntas que solo invitaban al tépico, nunca a la reflexién, ni a la critica, ni tan siquiera a hurgar entre los recuerdos. Al despedirse de los periodistas, mientras les estre- chaba la mano afectuosamente, les hizo un ruego: Creo que me habéis sacado cientos de fotogralias. Si mahana vais a publicar alguna en vuestros periédi- cos, elegid una en la que haya salido, si no guapa, por Jo menos favorecida. Aunque no lo parezca, siempre he sido un poco presumida, Le hicieron gracia sus propias palabras y rié de bue- na gana. Su risa fue secundada por todos los presentes y los periodistas tomaron buena nota de sus deseos. Recordar aquel momento le hacfa sonreir. No habia mentido a los periodistas: siempre habia sido presumi- da, desde nina, aunque nadie se hubiera dado cuenta de ello. Ahora, al cabo de los afios, se encendia otra vez aquella lama y volvia a preocuparse por su aspecto. Aunque se lo negé a s{ misma varias veces, tuvo que reconocer que el culpable de aquel arrebato de co- queterfa habfa sido Emilio Villarente, el mismo Emilio Villarente con el que bailé hasta la extenuacién en las fiestas de San Roque del afio... No podia recordar el ano con exactitud, pero ella no tendria mas de quince, y él uno mas. EI prado lano, situado enire las tltimas casas del pueblo y la quebrada que se desplomaba hasta el rio, habfa sido adornado con cadenetas de colores y una tira de banderas de papel. En un extremo se habia colocado 32. una carreta, y sobre ella un taburete de madera, Era todo lo que necesitaba Sito el del Acordedn, que se ga- naba la vida tocando en las fiestas de todos los pueblos de la comarca. Emilio egé con dos amigos algo mayores que él y enseguida se sumaron a la fiesta. No tardé Catalina en darse cuenta de que aquel muchacho no dejaba de mi- rarla, y eso le extraiié. Habla muy buenas mozas en aquella fiesta, de su mismo pueblo y de otros pueblos vecinos, més altas que ella, mas mujeres. Sin embargo, gpor qué aquel desconocido no apartaba la vista de ella? En algin momento sintié que se ruborizaba un poco, y no Je importé, pues sabia que algo de color no le ven- dria mal a su rostro siempre tan pilido. Su amiga Dolores fue la primera que se dio cuenta —No te quita la vista de encima -le dijo. —2Quién es? —No sé. Dicen por ahf que vienen de la cuenca era. —No tienen planta de mineros —Esos no han entrado en una Dolores de buena gana-. Lo que no entiendo es qué hacen aqui, —Habran venido a la fiesta, como otros. —Pero ellos no son como otxos, —2Por qué? —Catalina no parecia entender nada de lo que le decia Dolores. —Del que te mira tanto dicen que su padre tiene negocios. —aY qué tiene eso de malo? —Pues que el tinico negocio que tenemos los que vivimos aqui es comer todos los dias un plato caliente. Ten cuidado, Catalina. —Cuidado... gde qué? —De él. na en su vida —rid 3 Catalina sintié que las mejillas le ardian de rubor. Una cosa era un poco de color y otra un estallido. Es. taba segura de que su cara se habia vuelto tan roja como un tomate maduro, —gPor qué me dices esas cosas? Porque ya se acerca hacia aqui y seguro que te invita a bailar. —iA mi? Cuando Catalina volvié la cabeza se encontré con el rostro de aquel muchacho, en el que el rubor también parecia estar haciendo mella. Era un chico alto y guapo. Su pelo, que brillaba a causa del fijador, estaba dividido por una raya que parecia heber sido trazada con una regla. Tenia los ojos oscuros y chispeantes — {Quieres que bailemos? —le pregunté, Catalina se dio cuenta de que le habia costado pro- nunciar aquellas tres palabras. Habia tenido que hacer tun pequefo esfuerzo y, a pesar de todo, se trabé un poco. Era timido, 0 quizd le pasaba como a ella, que atin no estaba acostumbrado a esas cosas, Catalina lo miré un instante y sus ojos se encontra- ron, Ninguno de los dos pude aguantar la mirada y casi al mismo tiempo la bajaron y dejaron que se perdiera por la hierba recién segada del prado. —Bueno ~respondié al fin Catalina~. Pero yo bailo muy mal, —Yo también ~afiadié Emilio. Bl acordeén de Sito arafaba la tarde y las notas se dejaban balancear por un viento suave de verano, que Jas Hevaba y trafa como si quisiera jugar con ellas. A veces las arremolinaba junto a los chopos del rio, otras veces las empujaba hacia lo alto del monte, donde dor- mitaba el oso, donde el urogallo alzaba su cabeza como quisiera escuchar, donde la gardufia se deslizaba con sigilo entre la hojarasca, donde unos cuantos hombres liaban un cigarvillo para quemar la nostalgia y la rabia 34 —,Cémo te lamas? —Catalina, 3¥ ti? —Emilio. —No eres de aqui, gverdad? —Vivo en un pueblo de la cuenca minera. —Pero... ti no eres minero. —No. —2¥ a qué te dedicas? —Estudio. —2¥ qué estudias? —EI bachillerato. —Yo no he ido al colegio. Cuando iba a empezar, llegé la guerra —No importa. —Si que importa. ; Bailaron juntos toda la tarde, con una energia que solo su juventud podia proporcionar. Les daba igual la pieza que interpretase Sito el del Acordedn. Ellos dan- zaban y saltaban al ritmo de la mtisica, y hasta el prado Ilano se les quedaba pequefio en algunas ocasiones, a pesar de que alli se habian jugado hasta partidos de fit- bol. Perdieron la timidez del principio y hablaban de mil cosas sin orden ni concierto, Todo les hacfa gracia y no dejaban de reir. Tan embelesados estaban que no se die- ron cuenta de las miradas que algunos les dirigieron, de os comentarios que se cruzaban, de gestos demasiado elocuentes. Al anochecer Sito guardé su acordedn y se acabé la fiesta, pues los guardias no permitfan ninguna algarabia en la oscuridad. Emilio y Catalina se despidieron junto a una fuente en las afueras del pueblo, a la que ella lo habia llevado para beber un poco. El agua manaba allf mismo y un troz0 de teja servia de canalillo. Bebieron hasta saciarse y se empaparon la cara 35 —Me gustarfa volver a verte ~dijo entonces Emilio. —Bueno -respondié Catalina. —éMe das un beso? Catalina volvié a ruborizarse. Se alegré de que ya fuera de noche y de que momentos antes se hubiera mojado la cara, Se acercé un poco a Emilio y, sin mi- rarlo, le bes6 en la mejilla Luego, Emilio eché a correr en busca de sus amigos y ella regresé al pueblo caminando muy despacio. Nada de lo que vefa le parecfa igual 36 6 En su casa no habfa espejos. Su madre habia roto el inico que tenfan el dia en que volvié con la cabeza completamente rapada. Cuando pasaron al interior, Catalina, con una pizea de orgullo, dijo: —Descuide, madre, que yo me he ocupado de todo, La madre miré a su alrededor y pensé que nunca las cosas habfan estado tan ordenadas en aquella casa Se acereé a Catalina y le acaricié el pelo. —Mi pequeiia dijo en voz baja. Fue el tinico momento de ternura que se permitié, Luego descolgé el espejo de la pared y se miré la cara. Al notar que se le saltaban | para que sus hijos no la vieran Horar. Después arrojé con fuerza el espejo contra el suelo y lo hizo mil pedazos. Ese dia su. madre se até un pafiuelo negro a la ca- beza. Un pafiuelo que solo le dejaba al descubierto los ojos, la nariz y Ia boca. ¥ desde entonces para Catalina la imagen de su madre permanecié asociada a aquel pafiuelo, del que nunca més se separd, a pesar de que el pelo volvié a crecerle con la misma fuerza que antes, Lagrimas, se volvié 37 Catalina barrié los fragmentos del espejo. Y cuando Jos evaba a la basura en el recogedor, aparté el trozo més grande, que tenia forma triangular, y que cabia en la palma de su mano. Guardé aquel trozo de vidrio azo: gado en el hueco de un Arbel, de donde lo sacaba de vez en cuando para tratar de mirarse. Pero era tan pe- quefio que solo podia verse por partes: ora un ojo, ora el otro, ora la boca, ora la nariz. El dia siguiente a la fiesta de san Roque en la que habia conocido a Emilio, Catalina salié a primera hora de la tarde en busca de fresas silvestres. Cogié un ces to de mimbre y caminé junto al rio, remontdndolo, siempre cuesta arriba. Conocia algiin lugar donde se da. ban las fresas y, si alguien no las habia descubierto ya, confiaba en poder regresar con el cesto leno. Abandond pronto el camino y tuvo que abrirse paso entre helechos ¥ espesos escobedos. Poco a poco, se fue dejando tragar por el bosque. Y a pesar de que no era tan recia como otras y de su carécter mas bien asustadizo, en el bosque se movia a sus anchas, como un trasgo que hubiera nacido en aquellos robledales inmensos, o sobre las r0- cas a las que se aferraba el musgo y entre las que ser- penteaba el rio, cada vez més impetuoso. Como esperaba, Ilené el costo de fresas silvestres, aunque no sin esfuerzo, pues alguno de los lugares que conocfa ya habfa sido pelado, quizé por algin animal, quizé por algtin ser humano. Pero su intuicién no le fallé y finalmente encontré lo que deseaba. Sudorosa, pues agosto se mostraba implacable, de- idié regresar. Pero entonces recordé que se enicontraba cerca de una pequetia tabla que formaba el rio después de precipitarse desde unas pefias, Era el lugar ideal para tefrescarse un poco. Decidié acercarse hasta allf y se arrodillé en la orilla, El agua casi parecta remansada, Acereé su rostro y sus manos a la superficie del agua, 38 con intencién de remojarse, y entonces se dio cuenta de que ante s{ tenia un inmenso espejo, mucho mds, grande que el que su madre habia convertido en afticos. Durante un buen rato contempis el reflejo de su pro- pio rostro y pens6 que no era feo ni desagradable y, aunque algo infantil, no era el de una nifia, Entonces, sin poder explicarse los motivos de su reaccidn, se quité toda la ropa y contemplé su cuerpo. Sf, estaba delgada, muy delgada, se le podian contar todas las costillas. Los huesos de los hombros y de las cacleras se le notaban demasiado y, ademés, sus piernas eran dos palitroques. Pero no dejaba de mirarse y de sorprenderse de sus formas. A pesar de todo no era ya una nifia, porque dos senos irrumpian con timidez en su pecho y porque un vello ensortijado ocultaba su sexo, Se lanz6 al agua con decision y se zambullé entera. Estaba muy fria, pero deliciosa. Sintid cémo se le ponia la care de gallina y cémo sus pezones se endurectan. Como no sabia nadar, chapoted para entrar en calor Entonces pensé en Emilio y le parecié Wégico que se hubiera fijado en ella, lo mismo que ella se habia fijado en él, Ya no era una nifla, a pesar de que su cuerpo no quisiera desarrollarse al ritmo que dictaba la madre na- turaleza. Se tumbé sobre una roca lisa para secarse. La roca estaba tibia y, a pesar de su dureza, resultaba muy agra- dable. El calor que desprendia la propia roca se juntaba con el del sol y, entre ambos, consegufan una sensacién placentera. ‘A Catalina le sorprendié comparar aquella sensacién que estaba experimentando con la que habia sentido la tarde anterior, bailando una y otra vez con Emilio. Le dieron vergiienza sus propios pensamientos y se dijo que no tenfa nada que ver una cosa con la otra Se vistid despacio y, antes de regresar, volvié a mi- 39 arse en el espejo que acababa de descubrir. Con los pelos alborotados, hiimedos aiin, se enconté més guapa Su hermano partia lefia frente a la casa cuando lleg6, Se acereé a él y le mostré el cesto Ileno de fresas sil- vestres. E] dejé el hacha clavada sobre un tronco y cogié un putiado, —No vuelvas a acercarte a ese le dijo de pronto. Catalina se qued6 cortada, sin saber muy bien a qué se estaba refiriendo su hermano. Cuando adiviné la in- tencidn de sus palabras, sacé su genio y le pregunté: —Y por qué no puedo acercarme a ese? —No es de los nuestros. Su padre tiene negocios, tiene dinero. —2Y eso es malo? —A lo mejor en otro lugar y en otra época no seria malo, pero aqui y ahora si que lo es, —No te entiendo. —Ya lo entenderds cuando te hagas mayor. A Catalina le indignaron profundamente las pala- bras de su hermano, No tanto que se permitiera decirle Jo que tenia 0 no que hacer, como que diese por sen- lady que ain no era mayor. Ella sola se habfa ocupado de la casa, de la huerta, de la leche de la vaca... jCémo podia decirle que todavia no era mayor! Que estuviera tan flaca no era culpa suya. Adems, acababa de mi- rarse en el espejo magico del rio y el agua clara le habia revelado el secreto: era una mujer, como las de mais, o més delgada que las demés; pero una mujer. Enfadada, le dio la espalda y se dirigio hacia la puer- ta de casa, pero la vor del hermano la detuvo —Catalina Volvié la cabeza y lo inird. Vio que la expresién de su rostro habia cambiado. Ahora parecia turbado por algo, como si algiin asunto Jo estuviera recomien- do por dentro. 40 .Qué ocurre? —pregunté con inquietud. —Esta noche me voy ~respondié el hermano. —2Te vas? Adénde? —Con los del monte. Catalina cerré los ojos. Si tenfan pocos problemas, a partir de ahora iban a tener otro mas. —Pero los guardias acabarén maténdolos a todos, —Prefiero eso antes que vuelvan a Ilevarme al cuar- telillo y... 1a voz del hermano se quebré por la rabia~. Al menos alld arriba me sentiré un hombre, no una rata. Catalina avanzé hacia él. —2Se lo has dicho a madre? —No. —~2Se lo dias? —No hace falta. Cuando mafiana no me encuentre casa, ya sabré dénde estoy. en Luego cogié otro pufiado de fresas y comenz6 a comer —Estan buenisimas ~sonrié-. Ya me dirés de dénde las coges. —Es un secreto, : —Muchos secretos me parece a mf que tienes. Catalina sintié una enorme tristeza, que venfa a su- marse a otras tristezas, Durante los tiltimos aftos la vida parecia reducirse a eso: una pena detrs de otra pena, un dolor detras de otro dolor... Y la cuenta parecia no tener fin. Se pregunté una vez mas qué habria ocurrido en aquella tierra, en los limites para ella confusos de su propio pais, para que afios atrds estallara una guerra que habia liberado a todos los demonios, unos demo- nios que ahora campaban a sus anchas por doquier 4 7 A la mafiana siguiente se desperté temprano. Le ex- traié el silencio que reinaba en la casa y salté de la cama. Corrié hasta la habitacién de su madre y la en- contré vacia. Tampoco estaba en la cocina, donde el fo- gén ni siquiera habia sido encendido. Se vistis a toda prisa y salié al exterior. Miré a un lado y a otro. Los primeros rayos de sol se filtraban entre las ramas més altas de los ébules y los zorzales reverenciaban con su canto al nuevo dia. Catalina sintié ganas de gritar, de Hamar a voces a su madre y a su hermano. Pero no lo hizo. Algo dentro de ella le decia que en aquella tierra se contenfan los impulsos, se ocultaban los sentimientos, se escatimaban las palabras. Y ella, le gustase o no, formaba parte de aquella tierra. Estaba marcada para siempre por ella y Por sus costumbres ancestrales, Eché a correr por el sendero y, tras el primer recodo, descubrié a la madre. En pie, inmévil como una estatua, con la mirada fija en el monte, en esa sucesién de mon- tes que parecia no tener fin, Aminoré el paso y se acer- C6 a ella. Sin decir nada, se colocé a su lado y contem 42 pl6 también las montafas. Varios neveros tapizaban las, cumbres més altas, donde se arremolinaban algunas nu bes, y los bosques espesos cubrian las laderas y los va les por los que se despefiaban los regatos que alimen taban a los rios. Pensé entonces que no podia existir en el mundo un lugar tan bello, Pero comprendié al ins- tante que no siempre los lugares bellos son los mejores para vivir y que incluso el ser humano no podrfa sub- sistir en algunos de ellos. ¢No estaban hechas aquellas cumbres para los asos, los corzos y otros animales? ;Por qué entonces algunas personas tenfan que refugiarse alli y vivir como las alimafias? 2Por qué su propio hermano habia decidido hacerlo? —Se ha ido con los del monte ~le dijo de pronto su madre. —Lo sé. Echaremos de menos sus brazos. A Catalina le aguijonearon aquellas palabras. ¢Cémo podia decir que echarian de menos sus brazos? Solo sus brazos? A ella le tenfan sin cuidado sus brazos; echaria de menos al hermano, todo entero: su voz y st mirada, su cuerpo, sus pasos, sus silencio, su compli- cidad, su carifo, su olor, su presencia... ¢Qué importa- ban unos simples brazos cuando faltaba todo lo demas? Entonces se dijo que su madre tenfa que sentir lo mismo que ella, y con mayor motivo. Era una madre gue acababa de separarse de un hijo que habfa decidido jugarse la vida por un poco de dignidad. Pero... por qué una vez més se negaba a admitir sus sentimientos, © al menos, a exteriorizarlos? Miré una de las peas que sobresalia entre el follaje, una pefta sdlida y altiva, a pesar de las miiltiples heridas que los vientos y hielos de siglos le habian ocasionado, y pens6 que la gente de aquella parte del mundo no nacia de madre, sino de las propias rocas. Era algo que tendrfa que asumir durante B toda su vida. Solo asumiéndolo podria cotregirlo un poco, Desde la partida del hermano la madre se volvié aun més callada y silenciosa, Catalina lo notaba y procuraba hacerle hablar a todas horas, pues temia que de lo con- trario Hegase a quedarse muda, La asediaba a preguntas. Pero la mayor parte de las veces la madre le respondia con monosilabos e, incluso, con un gesto de su cabeza © de sus manos. Su vida habia sido una cadena de re- nuncias y ahora parecia querer avanzar un eslabén més: renunciar a las palabras, a la voz, al idioma. E| mismo dia de la partida de su hermano, sintié Catalina que la tristeza se habia instalado definitiva- ‘mente en su casa, Nada podfa hacer por combatirla. Su fuerza era muy grande, sobre todo porque no podia ver- se ni tocarse. Estaba alli, en todos los rincones de la casa, en los surcos de la huerta, entre los tnaderos del establo, incluso se extendia por el camino y por el rio. Estaba alli y ella notaba su incémoda presencia. La tris teza habia empezado a formar parte de aquel lugar, como las cortezas agrietadas de los d:boles, el ulular del vien- to, la calma que sucede a la tormenta, el vuelo del azor, Jas esquilas de las vacas... Estaba alli, pero Catalina no sabia ni siquiera mo defenderse. Y cuando Catalina pensaba que tanta tristeza le es- taba ahogando y que se moriria de pena, volvié Emilio Villarente, Era domingo. Por la mafana habfan ido a misa, a pesar de que no eran creyentes, porque sab/an que el cura daba a los guardias un papel con los nombres de los que habian faltado, y eso siempre acarreaba compli caciones. Luego, se habia afanaclo en acabar cuanto an- tes todas las tareas para tener un rato libre por la tarde y dat un paseo con Dolores y otras muchachas del pue- blo. Se lavé en una palangana, se peind y se puso el 44 Xinico vestido que tenfa, que de tantos arreglos habia perdido cualquier atisbo de gracia Recorria el trayecto que separaba su casa del pueblo cuando vio acercarse a Emilio en una bicicleta. Se de- tuvo sorprendida. EI se solté de manos y le hizo sefias. —iQue te vas a caer! -le grité al ver que la bicicleta daba un vaivén imprevisto. Pero Emilio agarré el manillar con destreza y la en: derez6. —Hiola, Catalina. —,Qué haces aqui? —He venido a verte Catalina noté al instante que el rubor encendfa su rostro. Bajé la cabeza y trat6 de disimular su turbacién, —jA m(? —pregunté solo por decir algo, porque per manecer callada le parecfa aun més embarazoso. —Si no te importa, claro. Catalina tragé saliva varias veces antes de poder res ponder, No me importa Entonces Emilio le mostré la bicicleta —En bicicleta solo tardo media hora en Negar hasta aqui -le explicé-. 1 Se levanté de la butaca y se acercé hasta la ventana, aparté ligeramente las cortinas y miré hacia la calle Solo algtin coche pasaba de vez en cuando, barriendo con sus faros la calzada hiimeda y brillante. Habia co- menzado a loviznar. Un poco més allé dormitaba el rio, entre pequefias presas, como una cinta negra, flanquea. do por sus riberas ajardinadas. Segufa iluminado el puente medieval de San Marcos, tant sdlido como ga- Ilardo, y tras él, salpicada de luces, se iba adensando la oscuridad de la noche. Solté las cortinas y recortié el salén, como si entre aquellas cuatro paredes fuese a encontrar el bélsamo que buscaba, la pocién magica del suefio. De pronto, sus ojos se Aijaron en el reloj de los bailarines. —jlas dos y media! ~exciamé, Cogié la botella de licor con énimo de seguir be- biendo, pero de inmediato se reproché aquel impulso, Pues pens que no le conducitfa a ninguna parte, salvé @ una monumental resaca. La guardé en el compartt mento del mueble donde tenia otras botellas y algunas copas. Y entonces, como si fuera atrafda por un pode- 68 p i -_— ee 1050 imén, su vista ascendié por la madera de aquel mueble —los estantes, los cajones, las puertas~ hasta fi- jarse en la parte superior. No se vefa a simple vista, pero sabfa que estaba alll. Acercé una silla y se subid en ella. Luego tanteé con sus manos hasta que la encontré, Era una caja rectan- gular de galletas normandas, de esas que sobre todo saben a mantequilla. Nada mas tocarla percibié que es- taba llena de polvo, pues ella no acostumbraba a lirnpiar por semejantes alturas. La agarré con fuerza y bajé de la silla Lo primero que hizo fue quitar el polvo a aquella caja con un pafio, Luego regresé a la butaca y se senté, colocéndola sobre sus rodillas, cerrada. La miraba fija mente y se preguntaba si deberia abrirla 0 no. Sabia de sobra lo que habia dentro, pues ella misma lo habia puesto alli, y que al abrirla no iba a experimentar ni guna sorpresa ni ninguna emocién desconocida. Lo que le preocupaba seguia siendo su suefio, o la falta de él, y abrir esa caja podria retardarlo atin mas y convertir la noche, definitivamente, en una noche de alacranes, Decidié no abrirla, pero en ese mismo instante las manos tomaron también la decisién de no obedecerla. Sus dedos agarraron la tapa y la levantaron con cuidado. Allf estaba la cinta que usaba para sujetarse el pelo anudada a un buen mechén de sus cabellos, el cromo con las pirdmides de Egipto, la pinza de la ropa que evaba en el bolsillo cuando tuvo que abandonar el pue blo, algunas monedas de los afios cuarenta con la efigie del dictador Franco, el reloj de pulsera de su hermano, un cuadernillo con las pastas de hule garabateado con letras y palabras, varios billetes de ferrocarril espaiioles y uno francés y la piedra negra Recordaba perfectamente la primera vez que vio y 69 tocé aquella piedra negra, que tenfa més o menos el tamano de un huevo. Hab{a subido a los prados altos a atropar un poco de hierba para el ganado. Cuando la fatiga comenzé a causarle mella, se senté un rato a descansar. El viento silbaba entre las ramas de los Arboles, por eso no presté atencién a un susurro que legaba cada vez con més claridad a sus ofdos Catalinaaaaa! Cuando al fin percibié que alguien estaba pronun- ciando su nombre se levanté de un salto, asustada, y comenzé a mirar en todas direcciones. Entonces reco- nocié la voz. —No te asustes, soy yo, Tadeo. —jTadeo! -grité emocionada~. ;Dénde ests? -No grites —le recriminé el hermano-. Y no pro- nuncies mi nombre en vor alta. Haz como si no hubie- ras ido nada. Catalina se qued6 completamente desconcertada. No sabia qué hacer, si moverse o permanecer quieta, si mirar «un lado v a oto, si sentarse 0 quedarse de ple. —2Dénde estés? -repitié al cabo de un rato. —iVes un matorral de brezo que hay a tu derecha? Si —Pues acércate a él, pero muy despacio, sin llamar Ia atenci6n. —No hay nadie aqui. —No podemos fiarnos. Todas las precauciones son pocas. Los guardias tienen prisméticos y vigilan a todas horas. Siguiendo las indicaciones de Tadeo, Catalina se acercé poco a poco a los matorrales, entreteniéndose por el camino, agachandose a coger cualquier piedrecilla que soltaba de inmediato. Solo cuando el brezo la oculté 70 : también, descubrié al hermano. Corrié hacia él y se col- g6 de su cuello. —2Estds bien? —iNo me ves? Se fij6 en un pistolén que Hlevaba al cinto y en un, subfusil que sujetaba con ambas manos. —2Por qué llevas armas? Tadeo levanté ligeramente el subfusil y se lo mostrd con una pizca de orgullo. —No somos conejos indefensos para que los guar- dias practiquen tiro al blanco, Esto es una guerra —Pero la guerra terminé hace afios. —Terminé para ellos, Para nosotros no terminard hasta que caiga el dictador y vuelvan la libertad y la democracia al pafs entero. ,Lo entiendes, Catalina —No. —Atin eres una nifia, pero lo entenderds. —No soy una nifia —Pero como si lo fueras Desde su partida, habfa pensado mucho en el mo- mento en que volviera a ver a su hermano, en todas las cosas que iba a decirle; pero ahora que lo tenfa delante, solo podia expresarle su ignorancia y sus temores. —La gente dice que os matarén a todos ~comenté con tristeza, —Eso habré que verlo -replicé Tadeo-. Un compa- fiero acaba de regresar de Francia y dice que allf se esta preparando un ejército para liberar Espafia. —2Y cudndo serd eso? —No sé, pero no puede tardar. Tadeo aparté unos matorrales para otear el valle. Como un animal acosado, escudriiié las laderas bosco- sas, las cumbres peladas, los prados suaves, el rio, las casas del pueblo que se vefan a lo lejos. —Madre esta bien de salud, pero no tanto de dnimo nm le coments Catalina. Desde que los guardias le rapa- ron la cabeza no es la misma, Casi tengo que obligarla 2 hablar. No habia visto nada sospechoso, pero tenfa la sen- sacién de que levaba mucho tiempo en el mismo lugar, ¥ eso contravenia las normas elementales de la guerrilla Pot eso, Tadeo se acercé a su hermana, la miré fija. mente a los ojos y le dijo: -Esctichame, Catalina. Lo que te voy a decir es muy importante, Recuérdalo bien y no lo comentes con nadie Catalina, sin sospechar lo que su hermano queria decirle, afirmé con la cabeza. Luego, él se metié una mano en el bolsillo del pantalén y sacé Ja piedra negra Se la mostré a Catalina —aD6nde la has encontrado? ~pregunté ella. —No importa, solo fijate bien en ella —Ya lo hago. —Ahora presta atencién: mafana sube temprano por el camino de la Pefta Calar y, pasadas las cuatro Tevueltas, cuando el monte se espesa, fijate muy bien en el camino, a tu izquierda, porque alli encontrards la piedra negra. Lo eutiendes? ~—Si -respondié Catalina, sin entender nada. ~Coge la piedra negra y camina veinte pasos hacia poniente. Encontrards un robie viejo. Trepa por él tron. ‘0 y hallarés una bolsa de tela. Gudrdate esa bolsa, que nadie la vea. Escéndela entre tus ropas. ~zQué habré en esa bolsa? ~Fso no tiene que preocuparte -continué ‘Tadeo, que hablaba con énfasis, pensando que as{ su hermang podria recordar mejor todo le que le estaba diciendo.. Guarda la bolsa y antes del anochecer Hlévasela al cojo Aquilino, el que trabajé en las minas de Laciana hasta que el gristi le arrancé una pierna, —eY qué le digo? p ; | : i | —Nada. Solo amas a su puerta y, cuando salga, le entregas la bolsa — {Solo eso? + —Avin no he terminado, Escucha bien. A la rmafiana Siguiente, en cuanto amanezca, wees a casa de qué lino. Te estard esperando y te entregard de nuevo la bolsa. Vuelve a esconderla bien, en tu cuerpo, que nadie la vea. Y vuelve a subir por el camino de la Pefia Calar, pasa las cuatro revueltas y busca un lugar donde escon- Gerla, siempre a veinte pasos del cnino, siempre hacia poniente, pero que no sea el mismo roble donde la en conteaste, No pelemes repetir los esconcites. Como se ial, deja en el borde del camino la piedra negta. éLo has entendido? — st ; Tienes que ayudarnos, Catalina. ¢Lo hards? —Si Tite al depender de ti, Es muy im- portante que nadie vea esa bolsa. jNadie! Si alguien te descubre, tu vida también correria peligro. —2Y qué habra en esa bolsa? fe —Solo papeles, pero unos papeles muy important Peradeo, como si hubiera sentido algo extra, vol vi6 a apartar el matorral con el candn. del naranjeo y volvié a mirar a su alrededor como un lobo acosado. —;Has visto algo? ~pregunté Catalina asustada, No, pero tengo que fascias ya. —;Volveremos a vernos ergs no puedo decitecudndo, Cuda de made para que no pierda el énimo, ques perdemos el én mo... qué nos queda? No le digas que me has vist. —Lo haré. oY esctaalg tich toll us i-liadici Tadeo eché a correr monte arriba sin decir una pa- B labra mds y Catalina se quedé con las ganas de abra- zarlo con fuerza, de decirle que tuviera mucho cuidado porque sabfa que la vida que habia elegido era muy dura y estaba lena de peligros, de asegurarle que nada de lo que le habia dicho se le olvidarfa y que cumpliria al pie de letra el encargo que le habia encomendado. cuando regresaba al pueblo, cargada con un haz de hierba, sintié un miedo extrafio y desconocido, nue- vo. No era el miedo a alguna alimaiia, al nublado, a los ruidos misteriosos del bosque... Era un miedo que no podia explicarse, un miedo a algo que no podfa ni verse ni tocarse, a algo invisible que parecia flotar en el aire. Al llegar a su casa vio a su madre en el huerto, abriendo surcos con una azada. Le admiraba la potencia y la destreza con que golpeaba. Ella era infinitamente més fuerte y, ademés, tenia la experiencia de la vida Se pregunt6 entonces por qué Tadeo le habia dicho que la cuidase, pues en buena légica deberfa ser al revés, es decir, que la madre la cuidase a ella. Pero se sintié feli recordando las palabras del hermano, unas palabras que venian a confirmarle que, aunque afirmase lo contrario, ya no Ja consideraba una nina. i i \ 12 Su madre se levantaba en cuanto el cielo empezaba 4 latear por Jevente, no necesitaba selon aviso de singin tipo. Era como si su organismo hubiera sido programado previamente y en cuanto asomaban tras las montafias los primeros jirones pajizos, abria los ojos y se ponia en pie, Aunque solfa ofrla trajinar por la co- cina, Catalina remoloneaba un poco y permanecia en la cama un buen rato, envuclta en la calidez inigualable de las sébanas cuando, una vez despiertos, tomamos jencia de que debemos levantamos. Sin embargo, aquella maiiana, madre e hija se le- na fa par. ven Dé vas tan temprano? le pregunt6 la made —Hay cosas que hacer -respondié 1a hija. Desayunaron juntas un tazén de leche recién her- vida con un trozo de pan duro, que desmigaron con paciencia y que comieron con parsimonia con una cu- chara, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo para hacerlo, ie mie comfa aquellas sopas, Catalina elaboraba sus planes: aprovecharfa el tiempo que su madre estu- 75 viese fuera de casa, Hevando la céntara de leche a casa del médico, para subir por el camino de la Petia Calar como le habja dicho Tadeo. : Y en cuanto su madre salié del pueblo por un ca- ‘ino, ella lo hizo por el opuesto. Andaba a buen paso, a pesar de que aquel sendera era muy empinado y no estaba tan cuidado como otros, pues el ganado no sola pastar por aquella zona. Las zarzas lo estrechaban a me. nudo y, en algunos puntos, hasta lo ocultaban. No habia andado diez minutos cuando oyé una vor conocida a sus espaldas. — Catalina! Se dio Ia vuelta de inmediato y descubrié a Dolores, que caminaba hacia ella aun més deprisa, ‘ ~2Qué quieres? le pregunté molesta por su ines. perada presencia ~iD6nde vas? —Por ahi. Me he levantado con ganas de andar. —Te acompaiiaré. —No la negativa rotunda de Catalina sorprendié a la amiga ~éPor qué no quieres que te acompafie? —Dolores no salia de su asombro, ~Porque tus padres se enfadarén contigo si descui- das las labores ~Catalina buscaba una excusa que no lograba encontrar-. Y... porque me echarén a mi la cul. Pa por distraerte. Ademés... quiero estar sola, EI desconcierto de Dolores derivé en preocupacién, Nunca habfa observado una actitud parecida en Catalina Y pensé que tenfa que existir una causa que la desen- cadenase, un motivo, una justificacién, —

You might also like