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La Edad de Cristal
Guillermo Hudson
La Edad de Cristal
PREFACIO
Las novelas de ficci�n, por fant�sticas que puedan ser, tienen para la mayor�a de
nosotros un inter�s moderado pero constante, ya que nacieron de un sentimiento
gene-ralizado -de insatisfacci�n- ante el orden existente, a lo que se agrega una
vaga fe o una esperanza de algo me-jor por venir. El cuadro que tenemos delante es
falso; sab�amos que ser�a falso antes de contemplarlo, puesto que no podemos
imaginar lo desconocido m�s all� de lo que pudi�semos construir sin materiales.
Nuestro medio ambiente nos rodea y encierra como dentro de nuestra piel; nadie
puede jactarse de haber escapado de esa pri-si�n. La vasta e ilimitada perspectiva
se abre frente a no-sotros, pero el poeta tristemente agrega: �Nubes y oscu-ridad
la cubren". Sin embargo, no podemos sofocar total-mente la curiosidad o dejar de
interrogar a uno y otro. �Cu�l es su quimera, su ideal? �Cu�l es su noticia del m�s
all�, o m�s bien, cu�l es el ritmo que su mano ha impreso al viejo juguete que
contiene una docena de cristales coloreados? Y a�n m�s importante: �puede, us-ted,
reflejarlo en una narraci�n o una novela que permi-ta pasar con agrado una hora
agradable? �C�mo, por ejem-plo, puede compararse en esto con otros libros
prof�ticos que se hallan en los anaqueles?
No me estoy refiriendo a autores contempor�neos y menos a ese flamenco de las
letras, el cual durante aproxi-madamente la �ltima d�cada ha sido el asombro de
nues-tros p�jaros isle�os. Pues, �qu� podr�a yo decir de �l que ya no sepa, que es
la m�s alta de las aves de agua y tierra; que tiene una forma muy particular o que
tiene alas rojas con bordes negros, plegadas bajo su delicado plumaje rosado? Estos
otros libros a los que me refiero, escritos desde hace treinta o cuarenta a�os a
una o dos centurias atr�s, nos entretienen en la medida que sus au-tores fallecidos
jam�s lo intentaron. Los m�s amenos son los muertos que asum�an extrema seriedad y
cuyos libros son p�lpitos esculpidos y recamados con piedras precio-sas y palios de
seda, desde donde ellos permanecen de pie, predicando ante sus contempor�neos.
Del mismo modo, al repasar este libro m�o tras tantos a�os me entretiene el modo en
que est� iluminado el pen-samiento por devociones, locuras y costumbres de la d�ca-
da del ochenta de la pasada centuria. �Eran tan importan-tes entonces, y ahora, si
se las recuerda, son tan triviales! Me place el que me divierta as� Una Edad de
Cristal y el hallar que, de hecho, no he permanecido estancado mientras el mundo
estaba movi�ndose.
Esta cr�tica se refiere m�s al clima del libro que a su esp�ritu, ya que cuando
escribimos entregamos, como pen-saba el piel roja, parte de nuestro esp�ritu al
papel y es probable que si hubiere de escribir una nueva ficci�n o sue�o de lo
porvenir, ser�a, aun cuando en algunos aspec-tos muy distinto a �ste, una ilusi�n,
un cuadro de la raza humana en su per�odo de la selva.
�L�stima que en este caso el deseo no pueda inducir a creencia! Pues, ahora,
recuerdo otra cosa ense�ada por
Natura: La riqueza terrenal puede llegar s�lo de una ma-nera y el fin de las
pasiones y las luchas es el comienzo de la decadencia. Es, en verdad, una dura
afirmaci�n y la m�s cruel lecci�n que se pueda aprender de ella, sin perder el amor
y despidi�ndonos para siempre de la es-peranza.
Septiembre, 1906.
G.E. H.
CAPITULO 1
Ignoro c�mo ocurri�, el recuerdo de todo ello permanece en una especie de nebulosa.
Imagino haber ido a alguna parte con una expedici�n en busca de plantas, pero si
era en mi pa�s, o fuera de �l, no lo s�. De cualquier modo, re-cuerdo que me hab�a
ocupado del estudio de las plantas con bastante entusiasmo y que mientras buscaba
alguna variedad en las monta�as, me sent� a descansar a la vera de un profundo
barranco. Quiz� hubiese sido al filo de un risco... de cualquier manera, si mi
recuerdo es correc-to, todo a mi alrededor la tierra habr�a cedido precipit�n-dome
hacia abajo. Fue una ca�da considerable, probable-mente de m�s de diez metros y
qued� inconsciente. Cu�n-to tiempo permanec� ah�, sepultado por la tierra y las
pie-dras que se hab�an desprendido en mi ca�da, es imposible establecerlo... quiz�
mucho. Finalmente me recobr� y lu-ch� y me libr� de ese d�bris, como un topo que
llega a la superficie de la tierra para sentir sobre sus opacas pupi-las el
confortante brillo del sol. Me vi apoyado, obviamen-te sobre manos y pies, en un
inmenso foso provocado por la ca�da de un gigantesco �rbol muerto cuyo contorno era
de unos diez o doce metros. El �rbol hab�a rodado hacia el fondo del barranco, pero
el lugar en que hab�an quedado sus enormes ra�ces da�adas, estaba, advert�, en lo
alto de una suave pendiente. �C�mo entonces pod�a yo haber ca�do tan abajo desde
ninguna altura? Esto me confund�a enormemente. Parec�a que la tierra firme hu-biese
estado divirti�ndose en alguna curiosa jugarreta de transformaci�n durante los
instantes o minutos de mi in-consciencia. Otra extra�a circunstancia fue que ten�a
una gran cantidad de peque�as raicillas fibrosas alrededor de todo mi cuerpo, de
tal modo que yo parec�a un bicho ca-nasto gigantesco o un enorme botell�n de forma
humana, con un tejido de mimbre que lo recubriese. � Parec�a que las ra�ces
hubiesen crecido en torno m�o! Felizmente es-taban secas y quebradizas y sin mayor
desaz�n me puse a la tarea de liberarme de ellas. Tras haberme sacado esa envoltura
le�osa, advert� que mi traje de turista, de r�sti-ca tela escocesa, no hab�a
sufrido ning�n da�o aun cuando del mismo se desprend�a olor a moho y humedad; tam-
bi�n mis botas de escalar, con gruesas suelas, hab�an ad-quirido una apariencia
herrumbrosa y estaban agrietadas, tal como si hubiese incursionado por un sitio
arcilloso, mientras que mi sombrero de fieltro presentaba un estado lamentable y
descolorido al punto que me avergonzaba el calz�rmelo. No ten�a mi reloj -quiz� no
lo hubiese tenido conmigo-, pero la libreta agenda, en la cual guardaba el dinero,
estaba a salvo en el bolsillo interior de mi chaqueta.
Durante una hora aproximadamente segu� las vueltas y revueltas del valle; mas, al
no hallar se�al de vivienda, trep� por la sierra para tener una visi�n de los
alrededo-res. El panorama que se me present� cuando hube as-cendido unos treinta
metros, no me result� familiar. Las sierras por las cuales hab�a estado deambulando
queda-ban atr�s; al frente se extend�a un campo ancho y ondu-lado y m�s lejos se
elevaba una cadena monta�osa que a la distancia semejaba bancos de nubes, de nubes
azula-das con crestas y picachos de la blancura de las perlas. Al admirar ese
paisaje me era dif�cil refrenar mis excla-maciones de placer que me transmit�an los
rayos del sol que alumbraban la tierra y la pureza de la brisa que lle-gaba de las
monta�as. Era el final del verano; el suelo estaba h�medo como si recientemente
hubiesen ca�do llu-vias ligeras y las tierras por doquier estaban vestidas con ese
intenso y v�vido verde con que se adornan cuando han pasado esos calores intensos;
sin embargo, aqu� y all�, el follaje de los montes descubr�a matices amarillen-tos,
herrumbrosos que anunciaban su decadencia. Una vi-si�n m�s tranquila y tonificante
no podr�a ser imaginada: la querida madre tierra se mostraba engalanada, mientras
los cambiantes rayos dorados del sol, la misteriosa bruma a la distancia y el
brillo de un ancho arroyo no muy le-jano parec�an espiritualizar las "alegres
praderas oto�a-les" y unirlas en una estrecha comuni�n con el arco azul del cielo.
Hab�a una casona grande o mansi�n a la vista, pero ning�n poblado ni tampoco una
aldea ni un solitario campanario. In�tilmente oteaba el horizonte esperando con
impaciencia poder ver el humo de una locomotora que pasara. Esto me preocupaba no
poco, pues no ten�a idea de haberme alejado tanto de lo civilizado en busca de
especies o lo que fuere que me hubiese tra�do a esta so-ledad primitiva. No tan
solitario sin embargo, pues all� a menos de una corta hora de andar, desde la
sierra, se alzaba una �nica gran mansi�n de piedra cerca del r�o que mencion�.
Hab�a adem�s caballos y vacas a la vista y unas cuantas ovejas diseminadas pastaban
en las laderas bajas de la sierra en la cual me hallaba.
Apur� mis pasos, pero cuando llegaba al borde del mon-te, sobre el verde c�sped,
cerca de unas ramas de laurel y enebro, hall� una excavaci�n aparentemente reci�n
he-cha, porque la tierra extra�da estaba floja y h�meda. El agujero o foso era
angosto, de aproximadamente un metro y medio de profundidad y m�s de dos de largo;
semeja-ba -seg�n mi imaginaci�n- una sepultura abierta. A corta distancia hab�a una
pila de ramas secas y algunos fardos de paja atados con sogas; todo aparentemente
fresco, cortado de las ramas vecinas. Como me quedase ah� detenido procurando saber
qu� significan esas cosas, inesperadamente, dirig� la mirada hacia la casa a donde
pensaba ir. La misma no estaba visible debido a un monte de altos �rboles. Me
sorprend� al descubrir un grupo de cerca de quince personas que avanzaban por el
valle en mi direcci�n. Abr�a la marcha un anciano alto de blan-ca barba; tras �l
ocho hombres llevando sobre sus hom-bros una camilla con una pesada carga encima y
tras ellos segu�an los dem�s. Comenc� a creer que portaban un ca-d�ver con la
intenci�n de darle sepultura en ese preciso foso junto al cual me hallaba. Pese a
que se parec�a a to-do menos un funeral, pues nadie en la procesi�n vest�a de
negro, mi creencia se transform� en convicci�n cuando pude distinguir un cuerpo
yacente de forma humana con una especie de mortaja que cubr�a la camilla. Asimismo,
parec�a un proceder extra�o; ello me hizo sentir inc�modo al extremo; tan fue as�
que consider� prudente retroce-der hasta colocarme tras los arbustos desde donde
podr�a observar el movimiento de los integrantes de la comitiva, sin ser visto.
Desde el momento que los vi no tuve duda alguna acer-ca del sexo del ser alto que
conduc�a la procesi�n, siendo su n�vea y brillante barba tan conspicua a la
distancia co-mo un escudo o un estandarte. Mas, al contemplar a los otros primero
me sent�a confundido al querer determinar si el conjunto era de hombres o mujeres o
de ambos; tan-to se parec�an unos a otros, en altura, caras lisas y el largo de sus
cabellos. Tras una m�s prolija inspecci�n advert� la diferencia del modo de vestir
de ambos sexos como, as� mismo, que los hombres, si no m�s graves, ten�an ros-tros
desde todo punto de vista, de expresi�n menos dulce y suave que los de las mujeres
y adem�s un levemente perceptible vello en las mejillas y labio superior.
Tras una ligera inspecci�n general del grupo, tuve ojos para una sola persona:
una ni�a gr�cil de unos catorce a�os y de lejos la m�s joven del grupo. Su
descripci�n puede dar una idea -una pobre idea- de los rostros y apa-riencia
general de estas extra�as gentes con quienes hab�a tropezado. Su vestido, si es que
algo tan breve puede ser llamado as�, luc�a un modelo estampado gris azulado sobre
un fondo color paja, mientras que sus medias eran de tin-tes m�s oscuros, pero de
los mismos colores. Sus ojos, a la distancia que yo estaba, parec�an negros o casi
ne-gros, pero vistos de cerca ellos demostraban ser verdes, de un hermoso, puro,
tierno, color verde mar. Tambi�n des-cubr� que los otros ten�an ojos del mismo
tono. Su cabe-llo les ca�a sobre los hombros muy ondeado o enrulado y se dir�a que
peque�os rizos como zarcillos ca�an sobre su nuca, frente y mejillas. El color era
dorado, dorado-oscuro, esto es, de reflejos solares, cada cabello se trans-formaba
en una hebra de oro rojizo y en ciertos momentos parec�a del negro del cuervo,
salpicado por polvo dorado. En cuanto a sus facciones su frente era m�s ancha y
baja; su nariz m�s larga y sus labios m�s finos que el de los tipos de las mujeres
m�s hermosas. Su color tambi�n era distinto, sus labios delicadamente moldeados de
un color rojo p�rpura en vez del rojo guinda o tono coral; a su vez su cutis era de
un claro tono mate y el color que ten�an sus mejillas en los momentos de excitaci�n
era apagado u opaco m�s que rosado subido.
Ella ten�a un manojo de flores entre sus manos; observ� que estos dulces emblemas
eran todos de alegres colores, lo que me pareci� extra�o, pues en la mayor�a de los
lu-gares, en las ceremonias f�nebres se usan las flores blan-cas. Algunos de los
hombres que hab�an seguido al cuerpo yacente llevaban en sus anchas manos palas
triangulares de bronce con mangos negros cortos, dej�ndolas caer sobre el pasto
cuando llegaron junto a la sepultura. En seguida el anciano se agach� y corri� el
manto que cubr�a la cara del muerto: r�gido, ten�a la blancura del m�rmol en medio
de una cabellera negra y suelta. Todos le rodearon y unos de rodillas y otros
parados se inclinaron reverentes y lo contemplaron fija y respetuosamente corno
dando su eterna despedida a quien hab�an amado profundamente. En ese momento la
hermosa doncella que describ� cay� repentinamente de rodillas, sollozando ante el
cad�ver e inclin�ndose le bes� la cara con dolorosa pasi�n.
-�Oh, mi amado, debemos ahora dejarte solo para siem-pre!, exclam� mientras la
sacud�an los sollozos. Oh!, mi amor, mi amor, no volver�s a nosotros nunca m�s!
Todos parec�an muy emocionados ante su dolor y al ins-tante un hombre joven que
estaba cerca la levant� del suelo y la llev� suavemente a su lado, donde por unos
mi-nutos continu� su llanto convulsivo. Algunos de los otros hombres de inmediato
pasaron sogas por las manijas de la cobija de paja sobre la cual descansaba el
cuerpo y sa-c�ndolo de la plataforma lo bajaron a la fosa. Cada perso-na por turno
avanz� y dej� caer unas flores mientras murmuraban su �adi�s! Luego la tierra
suelta, por medio de los implementos de bronce, lo fue cubriendo. Sobre el
mont�culo donde la cobija hab�a descansado, ramas secas y haces de le�a amontonadas
fueron encendidas con un carb�n ardiendo. Humo blanco y crepitar de las llamas era
lo que sal�a de la pira ardiente.
-Adi�s para siempre, oh hijo bienamado!, con hondo pesar y l�grimas te hemos
devuelto a la tierra, pero hasta tanto ella no haya permitido crecer los dulces
pastos y las flores en este lugar chamuscado y arrasado por el fuego, hasta
entonces no cerrar� la herida en nuestros cora-zones, ni olvidaremos nuestra pena.
CAPITULO II
El tono agudo y pat�tico con que estas palabras fueron pronunciadas no me afectaron
poco y al finalizar la cere-monia segu�a mirando at�nito al orador, ignorando que
la joven ten�a sus ojos agrandados por el asombro, al contem-plar con fijeza al
arbusto, que, vanamente, hab�a cre�do me ocultaba.
De repente, exclam�:
-�Oh, padre! observe all� �qui�n es ese hombre de ex-tra�a presencia que nos mira
tras los arbustos?
Todos se volvieron y sent� catorce o quince pares de ojos que con mirada aguda se
fijaban en m�, pues, de-bido a mi curiosidad y excitaci�n, me hab�a movido desde el
ramaje espeso para colocarme tras un arbustillo ende-ble, casi sin hojas, el cual
no ofrec�a la menor ayuda de protecci�n u ocultamiento.
Mi saludo cort�s no hall� respuesta, pero todos, con creciente curiosidad reflejada
en sus rostros, segu�an mi-r�ndome tal como si contemplasen una grotesca aparici�n.
Tras pensar que lo mejor ser�a ofrecer de inmediato una explicaci�n acerca de qui�n
era y adem�s procurar discul-parme por mi intromisi�n en sus misterios, me dirig�
al anciano.
Sus palabras me hicieron enrojecer aun cuando sus con-sideraciones tan personales
no me habr�an molestado si esa bella joven no hubiera estado ah� escuchando todo.
Mi r�s-tica vestimenta, dicho sea de paso confeccionada por un buen sastre de West
End, me ca�a perfectamente aun cuan-do al momento estuviese, por supuesto, muy
sucia. Tam-bi�n fue una sorpresa escuchar que mi habla era incorrec-ta dado que
siempre hab�a sido considerado un conversa-dor avezado y buen cantante y hab�a,
adem�s, con fre-cuencia cantado y recitado en p�blico. Tras un enervante intervalo
de silencio, durante el cual todos me miraban con no disimulada curiosidad, el
ancia-no condescendi� a dirigirme nuevamente la palabra y me pregunt� mi nombre y
mi nacionalidad.
Estaba bastante contrariado con sus palabras y de modo alguno tuve en cuenta su
total significado. S�lo pensaba en mi nombre, pues, sin haber penetrado en un
territorio to-talmente salvaje, hab�a corrido bastante mundo en rela-ci�n a mi
mocedad, y hab�a visitado las colonias, India, Yokohama y otros lugares distantes y
nunca hab�a escu-chado que Smith no fuese un nombre com�n.
-�No haber o�do acerca de ellos!, exclam�. Bien, supongo que tendr� noticias de
algunos eminentes ciudada-nos: Beaconsfield, Cladstone, Darwin, Burne, Iones, Rus-
kin, la reina Victoria, Herbert Spencer, el general Gor-don, Lord Randolph
Churchill...
-Todos son grandes hombres y mujeres capaces que tienen reputaci�n universal,
respond�.
-�Y no hay m�s de ellos? Me ha dado el nombre de todos los grandes que ha conocido
o tenido referencia, dijo con una extrema sonrisa.
- No por cierto, respond�, algo molesto por sus palabras y por su intenci�n. Me
llevar�a hasta ma�ana el nombrar a todos los grandes que he o�do mencionar. Creo
que habr� o�do nombrar a Napole�n, Wellington, Nelson, Dante, Lu-tero, Calvino,
Bismarck, Voltaire.
- Estoy casi seguro no haber escuchado nunca esos nom-bres, dijo, siempre con esa
su particular sonrisa. No obs-tante puedo entender su sorpresa. Veces hay en que la
mente, debido a un incorrecto funcionamiento de sus fa-cultades, parece tener una
visi�n inadecuada por su modo de juzgar, al recordar las cosas que est�n cercanas
como grandes e importantes y, en cambio, las distantes como me-nos importantes,
seg�n su grado de lejan�a. En tal caso, los seres de quienes uno habla o a quienes
asocia se tornan los m�s grandes e ilustrados del mundo y todos los hombres en
todos los sitios esperan ser conocidos por sus nombres. Pero, sigamos, hijos m�os;
nuestra penosa tarea ha termi-nado, retornemos a la casa. Venga con nosotros Smith;
us-ted tendr� el refrigerio que necesita.
Me sent�, por supuesto, halagado por la invitaci�n, pe-ro no me sab�a bien el ser
llamado simplemente Smith, como cualquier obrero o persona vulgar que anduviese
vagabundeando por el campo.
Procur� pensar en algo que decir, algo muy sencillo que mi anciano y dign�simo
amigo pudiese responder sin insi-nuar que me considerara un salvaje de los montes o
un loco suelto.
- Puede decirme cu�l es el nombre, inquir� cortesmente, del pueblo o ciudad m�s
cercanos; �a qu� distancia est� y c�mo se llega all�?
El anciano mir�, esbozando una sonrisa grave y con esa sonrisa que ya se me estaba
tornando intolerable, dijo:
-�Es usted tan afecto a la miel, Smith? Tendr� cuanta necesita sin molestar a las
abejas? Ellas ahora est�n apro-vechando esta segunda primavera para reunir una
provisi�n adecuada para el invierno.
-�Qu� es lo que quiero significar? Pues, una ciudad, a mi entender, es m�s que una
reuni�n o c�mulo de casas, cientos y miles o cientos de miles, todas construidas
una cerca de la otra, en las cuales uno puede vivir conforta-blemente por a�os, sin
ver una brizna de hierba.
-Temo, respondi�, que el accidente que ha tenido en las monta�as deba haberle
causado alg�n da�o en su cerebro; s�lo as� puedo tener en cuenta sus extra�as diva-
gaciones.
Tuve la impresi�n al concluir de hablar que esa compa-raci�n no hab�a sido del todo
feliz; mas, no me pidi� nin-guna aclaraci�n: hab�a simplemente dejado de prestar
aten-ci�n a lo que dec�a. La joven me contempl� con piedad, por no decir con
compasi�n y me sent� avergonzado y eno-jado. Esto sirvi� para volverme terco y
volv� sobre el tema.
-�Es seguro que no ha o�do hablar de ciudades como Par�s, Viena, Roma, Atenas,
Babilonia, Jerusalen...?
-Yo no alcanzo a comprender lo que dice y me inclino por dudar que sea capaz de
razonar (y su decir fue algo irritado). Me dirijo a usted en la lengua de los seres
hu-manos. Eso es todo.
-Esto es desesperadamente confuso, pero anhelo que no piense que haya estado
incurriendo... bueno, en em-bustes.
- No podr�a pensar eso - y su voz era severa; ser�a s�-lo una mente confundida la
que pudiese equivocarse y to-mar meros des�rdenes de la fantas�a por ofensas
intencio-nadas contra la verdad. No tengo dudas de que cuando se recobre de los
efectos de su reciente accidente estos fan-tasiosos pensamientos e imaginaciones
dejar�n de moles-tarlo.
-Y mientras tanto, quiz� sea mejor que diga lo menos posible, dije con
bastante mal humor. Por el momento, no parecemos capaces de entendernos en
absoluto.
- Tiene raz�n. As� es, agreg�, siempre con su grave son-risa, aunque debo admitir
que su �ltimo aserto es casi in-teligible.
Decidido a seguir con esa l�nea de ideas con las que hab�a repentinamente
tropezado, continu�:
- Creo que no estamos finalmente tan distantes. En al-gunas cosas estamos alejados
como las ramas divergentes de un �rbol, pero, como las ramas, tenemos puntos de
con-vergencia y esos est�n, quiero pensarlo, en el lugar de nuestro ser donde est�n
nuestros sentimientos. Mi acciden-te en las sierras no ha desequilibrado eso en m�.
Estoy seguro de ello y puedo darle un ejemplo. Hace apenas un rato, cuando
permanec�a oculto por el follaje, obser-v�ndolos a todos, vi a esta joven. (Aqu�
hubo una mirada sorprendida e interrogante de la muchacha; parec�a adver-tirme que
otra vez me estaba poniendo en dificultades). Un tanto entretenido por su gesto,
continu�:
- Cuando la vi a usted arrojarse al suelo para besar el fr�o rostro del bienamado,
sent� l�grimas de simpat�a inun-dando mis ojos.
Algo hubo en ese di�logo que no lleg� a agradarme aun cuando no hubiese podido
detectar ni asomo de sarcasmo en �l. La bella joven continu�:
-Y eso que nunca lo vio con vida; nunca escuch� su dulce voz que a�n parece
llegarme desde la distancia.
-El es nuestro padre. Tal fue la r�pida respuesta, mi-rando al anciano, que parec�a
ajeno, pero que verdadera-mente aparentaba tener una edad que le permitir�a ser su
abuelo.
El sonri� y dijo:
-�Olvidas, hija, que yo soy tan poco conocido al ex-tranjero en nuestro pa�s como
lo son los grandes e ilus-tres personajes que �l nos ha nombrado?
El tramo final de nuestra marcha hacia la casa fue so-bre un verde c�sped, entre
grandes �rboles como en un parque; y no habiendo ni camino ni huella tuvimos,
cuando salimos de entre la arboleda, la primera vista de la construcci�n, desde
cerca: no hab�a jardines, c�sped ni cercas a su alrededor. Era como un p�ramo y la
casa produc�a el efecto de una noble ruina. Era una regi�n de serran�as pedregosas
donde montones de piedras emerg�an aqu� o all� entre los montes y en las verdes
laderas. Es as� que la casa parec�a haber sido levantada en lo alto de las riberas
del r�o que corr�a por su fondo. La piedra era gris, te�ida de rojo y toda la roca
que cubr�a m�s o menos cuarenta �reas hab�a sido desgastada o cortada para for-mar
una vasta plataforma que estaba m�s de tres metros y medio sobre el nivel verde
circundante. Las empinadas y resbaladizas laderas de la plataforma estaban
recubier-tas por hiedra, arbustos salvajes y variadas plantas en flor. Escalones
bajos y anchos conduc�an a la casa que era to-da de ese mismo material, piedra
gris-rojiza; su entrada principal estaba debajo de un amplio p�rtico, cuya corni-sa
esculpida era sostenida por diez y seis enormes cari�ti-des colocadas sobre macizos
pedestales circulares. La cons-trucci�n no era alta como un castillo o una
catedral; era una casa de habitaci�n de una sola planta y ante mis ojos aparec�a
como una ruina a causa de su aparente antig�e-dad, el desgaste del tiempo, y lo
voluminoso de sus escul-pidas superficies y los macizos de vieja hiedra cubri�ndo-
lo en algunas partes.
-�Un lugar glorioso! Debe de haber costado una carra-da de dinero y llevado largo
tiempo en su construcci�n, dije.
-�Qu� quiere decir por una carrada de dinero? No en-tiendo, dijo, y ya me hace
sentir muy confundido cuando a�n agrega: un largo tiempo para su construcci�n.
Pues, �no son todas las casas, como los �rboles de los bosques, la raza humana, el
mundo en que vivimos, eternos?
-S�, son eternas, lo son, supongo, en cierto sentido, Mas, los �rboles del bosque,
con los cuales se compara la casa, nacen de semillas, �no es as�?, y, por lo tanto,
tienen un comienzo y un fin; tal como los hombres, mueren y re-gresan a la tierra.
-Eso es cierto, es m�s bien una verdad que no es la primera vez que escucho, pero
no tiene ninguna relaci�n con el tema que discutimos. Los hombres pasan y otros
ocupan sus lugares; los �rboles tambi�n se deterioran, pe-ro el bosque no muere ni
sufre las p�rdidas individuales de los �rboles. �No es acaso lo mismo con la casa y
la fa-milia que la habita que forman una unidad y se sostienen para siempre aunque
sus componentes deber�n, todos a su tiempo, convertirse en polvo?
-�No hay, entonces, decadencia de los materiales que componen la casa?, pregunt�.
- Por supuesto que s�. Aun la piedra m�s dura sufre el desgaste a causa de los
elementos, o por las pisadas de muchas generaciones de hombres; pero la piedra
desgas-tada se remueve y la casa no sufre. Fue su r�pida res-puesta.
Jam�s juzgu� las cosas desde ese punto de vista. Pe-ro lo cierto es que podemos
edificar una casa cuando quie-ra que lo deseemos.
-�Construir una casa cuando quiera que lo deseemos! Ya hab�a en su rostro esa
mirada de asombro que amena-zaba en convertirse en su expresi�n permanente mientras
tuviese que conversar conmigo sobre cualquier tema.
-�De cierta forma qu�? Bueno, no importa, usted in-siste en hablar con
jerogl�ficos. Por favor, termine lo que estaba diciendo.
-�Jam�s ocurre que una casa sea derruida por alguna fuerza natural: inundaciones,
hundimientos de tierra o que la destruyan los rayos o el fuego?
-�No!
Su respuesta me lleg� subrayada por tal �nfasis que ca-si me sac� de mi asiento.
-�Es usted tan ignorante de estas cosas que habla de edificar o demoler una casa?
- Bien, yo cre�a saber bastante acerca de estas cosas, suspir�; pero quiz�
estuviese equivocado. La gente con frecuencia lo est�. Quisiera oirle decir algo
m�s acerca de estas cosas, acerca de la casa, la familia y todo lo dem�s.
-�Oh, s�!, ciertamente, puedo leer, respond� alegremen-te ante la creencia que se
me habr�a de abrir el camino para escapar de las dificultades. No soy en absoluto
una persona estudiosa, quiz� cuando me sienta m�s feliz sea cuando no tengo nada
para leer. No obstante ocasional-mente miro los libros y aprecio mucho su modo
gentil y bondadoso. Ellos nunca se cierran con un golpe, ni se arrojan contra
nuestras cabezas por una nimiedad; y pa-recen silenciosamente agradecidos por ser
le�dos, aun por una persona est�pida, y pacientemente ense�an como una joven bonita
de esp�ritu sumiso.
- Estoy muy feliz de escucharlo. Usted aprender� to-das estas cosas solo, lo cual
es el mejor m�todo. O quiz� yo debiera decir que por la lectura los volver� a su
mente, pues es imposible creer que siempre haya estado en una condici�n tan
lamentable como ahora. S�lo puedo atribuir la misma, con sus desbordadas fantas�as
acerca de las ciu-dades o de los inmensos colmenares de seres humanos y otras cosas
igualmente espantosas de ser contempladas y su absoluto desconocimiento de temas
comunes del saber, al grave accidente que ha tenido en las sierras. Es induda-ble
que al caer su cabeza ha sido golpeada por una pie-dra. Hemos de desear que habr�
de mejorarse pronto y que recobre el uso de su memoria y sus facultades. Pero ahora
nos resarciremos en el comedor, pues es mejor re-poner el cuerpo primero y la mente
luego.
CAPITULO III
Ascendimos los escalones y accedimos, pasando por el p�rtico a una sala, por lo que
parec�a un pasaje sin puertas. M�s tarde, descubr� que no era as�; las puertas, y
hab�a varias, eran algunas de cristales coloreados, otras de alg�n otro material,
estaban simplemente engasta-das en recept�culos dentro de la pared que ten�a un
gro-sor de casi un metro y medio. La sala era lo m�s se�orial que hubiese visto;
ten�a un hogar de piedra y bronce de unos seis metros de largo o m�s, a un costado,
y en el otro varias altas arcadas con puertas. Los espacios entre las puertas
estaban cubiertos por esculturas; el material era piedra gris-azulada combinado o
con incrus-taciones de un metal amarillo con lo que brindaba un aspecto de
indescriptible riqueza. Su piso estaba recu-bierto de mosaicos de muchos colores
oscuros, pero sin una forma definida, y el techo c�ncavo era de un rojo subido.
Aunque bello, resultaba un tanto sombr�o, pues la luz era muy suave. En realidad,
as� fue como me im-presion� al entrar desde afuera, donde brillaba el sol. Tampoco
hab�a sido yo el �nico en experimentar esa sensaci�n. Tan pronto como estuvimos
ah�, el anciano, quit�ndose su gorro y pasando sus dedos delgados por sus blancos
cabellos, mir� alrededor y dirigi�ndose a algunos de los que estaban trayendo
peque�as mesas redondas y coloc�ndolas alrededor del sal�n, dijo:
- No. No, esta noche sent�monos ah� donde se pueda ver el cielo.
Las mesas fueron retiradas de inmediato. Algunos de los que estaban en el sal�n y
de los que llevaban las mesas no hab�an participado del funeral y estaban
asombrados al verme. No clavaban su mirada en m�, pero, por supuesto, ve�a sus
expresiones y advert�a que quienes ya me hab�an conocido junto al sepulcro
procuraban de manera secreta explicarles mi presencia. Esto me produc�a una
sensaci�n de desaz�n y sent� alivio cuando comenzaron a salir.
Uno de los hombres que hab�a ayudado a transportar el cuerpo yacente estaba sentado
cerca de m� y volvi�n-dose me dijo:
- Usted ha estado mucho tiempo al aire libre y pro-bablemente sienta como nosotros
el cambio.
Asent�, �l se levant� y se dirigi� al otro extremo de la sala donde hab�a una gran
puerta enfrentando aquella por la cual hab�amos entrado. Desde el lugar donde yo
estaba -distante quiz� unos catorce metros-, esa puer-ta parec�a ser de pizarra
lustrada de un tono gris oscuro, su superficie ornamentada con grandes hojas de
casta�o, de bronce, o cobre o de ambos, pues ten�an reflejos dis-tintos desde el
amarillo brillante al m�s profundo rojo cobrizo. Era una puerta de doble hoja con
manijas de �gata, y presionando sobre una de ellas, y luego sobre la otra las
corri� lateralmente, dentro de la pared, y entonces se me revel� una nueva belleza,
pues, s�bita-mente, tuve una visi�n celestial. El sol, el viento, la nube, la
lluvia hab�an, evidentemente, inspirado al ar-tista que realizara ese trabajo; mas,
al momento, no logr� captar las figuras simb�licas que aparec�an en el cuadro. En
la parte inferior, con dorada oscura cabellera suelta y ropaje color �mbar flotando
al viento, se er-gu�a en lo alto de una roca gris una gr�cil figura feme-nina;
sobre la roca, y a la altura de sus rodillas, se inclinaban las leves ramas de
algunas matas de la mon-ta�a a las cuales el fuerte viento doblegaba sobre sus
restantes hojas amarillentas, arranc�ndolas y llev�ndoselas. Ce��a la cabeza de la
mujer una guirnalda de hojas de mu�rdago y ella ten�a fija su vista en la
distancia, con rostro expectante elevando sus brazos en un gesto de imploraci�n o
como aguardando alg�n don precio-so del cielo. En lo alto, contra el sombr�o gris
piza-rra, cuatro exquisitas formas juveniles aparec�an con sus cabellos sueltos,
drapeados gris plata y alas de gasa como la cachipolla, volando en busca de la
nube. Cada una llevaba flores con forma de lirios entre sus vestidos que sosten�an
con la mano izquierda; la una con lirios rojos, la otra, amarillos, la tercera,
violetas, y la �ltima, azules; y las alas transparentes y los drapeados de cada una
tambi�n ten�an el suave tinte de las flores que llevaban. Mirando hacia atr�s,
todas, con su mano libre arrojaban lirios a la figura erecta.
Este hermoso ventanal le daba a todo el lugar un especial encanto, al tiempo que el
sol que se filtraba a trav�s de �l serv�a para revelar otras bellezas que a�n no
hab�a observado. R�pidamente retuvo mi atenci�n una pieza estatuaria colocada sobre
el piso a cierta dis-tancia de donde yo me hallaba, por lo cual me acerqu�. Era una
estatua de m�s o menos un tercio del tama�o humano, de una joven sentada sobre un
toro blanco con cuernos de oro. Ten�a una figura gr�cil y de hermoso porte; sus
pies, brazos y rostro eran de alabastro, con las carnes de un tinte de color m�s
suave que el natural. En sus brazos, anchas pulseras de oro, y su t�nica, larga y
vaporosa, era azul, bordada con flores amarillas. Un instrumento de cuerda
descansaba sobre su rodilla y figuraba estar tocando y cantando. El toro, con
cuernos cortados, semejaba caminar; sobre su pecho, colgaba una guirnalda de
flores, entremezcladas con amarillas espi-gas de ma�z, roble, hiedra y otras hojas
variadas verdes y doradas y bellotas y rojas bayas; la guirnalda y el ves-tido azul
estaban realizados en lapisl�zuli y variadas piedras preciosas.
-�Aj�! mi bella fenicia, te conozco bien, pens� exul-tante, aun cuando nunca te vi
con un arma en la mano, pero, �no estabas t� cortando flores, oh bella hija de
Agenor, cuando la bestia celestial, ese enmascarado dios, se puso aviesamente en tu
camino para ser admirado y acariciado, hasta que t�, ingenuamente subiste a su an-
ca? Eso explica la guirnalda, ya tendr� algo que decir acerca de esta beldad a mi
sabihondo y elevado an-fitri�n.
La estatua descansaba sobre un pedestal octogonal de piedra muy pulida color gris
pizarra y en cada una de sus ocho caras hab�a un dibujo en el cual aparec�a una
figura humana. Bien, tras admirar la estatua propiamen-te dicha ca� en la
contemplaci�n de uno de esos cuadros, con un vehemente inter�s, pues era el retrato
de la bella Yoleta. El mismo representaba un paisaje de invierno, sin nieve, pero
con una cruda helada; los �rboles distan-tes, arropados por h�meda escarcha como si
fuese un emplumado follaje, aparec�an neblinosos contra el blan-cuzco y azulado
cielo invernal. Hacia el frente sobre el p�lido c�sped helado, ella permanec�a de
pie con un vestido marr�n oscuro con bordados de plata y un gorro rojo oscuro
calzado sobre su cabeza. Pr�ximo a ella se in-clinaban las tiernas ramitas
terminales de un �rbol cen-telleando con la escarcha y el car�mbano; posados sobre
las ramas hab�a varios p�jaros blancos como la nieve. saltando y revoloteando hacia
su mano extendida mien-tras que ella, sonrosada y los labios entreabiertos con una
sonrisa alegre y gozosa, los admiraba.
Me di cuenta que no pod�a leer las palabras y arries-gu� una observaci�n; quiz�
fuese la madre de Yoleta.
- Este retrato ha sido pintado hace centurias, dijo con sorprendido acento y
luego se volvi�, crey�ndome, sin duda, ignorante y lerdo.
No quer�a que se fuese con esa impresi�n y subray� se�alando esa estatua ya
descrita:
-�Europa? Ese es un nombre que nunca escuch� y dudo que nadie en la casa jam�s lo
haya ....... No; es Mistrelde. Entonces, con una sonrisa medio confundido, agreg�:
-�Oh, ya veo!, fue mi compungida respuesta, aun cuando no entend�a nada. La manera
tan indiferente con que �l hablaba de centurias con referencia a este cuadro
brillante y de tan fresca pintura, realmente me descon-certaba.
- Gracias por informarme, dije, pero dudando si lo dicho seria toda la verdad o
s�lo un fant�stico relato.
CAPITULO IV
Llegamos a una amplia terraza abierta por tres lados con su techo sostenido por
finas columnas. Est�bamos ahora en el contrafrente, de cara al r�o, que no distaba
m�s de un par de cientos de metros. El suelo ca�a aqu� en r�pido declive hasta la
ribera y tal como la del frente, era un p�ramo con rocas y parches de altos
helechos y matas de espinas y zarzas con pocos �rboles de gran tama�o. Tampoco
faltaban entre el verdor de ese parque los animales salvajes y aves acu�ticas que
se entreten�an salpicando y golpeando sobre la superficie, lanzando gri-tos agudos.
La gente de la casa estaba ya ubicada, parada o sentada junto a las peque�as mesas,
y hab�a un vivaz murmullo de la conversaci�n que ces� a mi ingreso; entonces
aquellos que estaban sentados se pusieron de pie y todos fijaron su vista en m�,
cosa bastante descon-certante.
El hab�a esperado, quiz�, que dijese algo m�s, o algo totalmente distinto, mientras
continuaba inm�vil con sus ojos clavados en m�. Luego, con un suspiro y mirando a
su alrededor dijo con tono de desaprobaci�n:
- Mis hijos, comencemos y por ahora dejemos de lado este asunto que nos ha
trastornado.
Estaba fr�o y ten�a un sabor amargo, pese a ello mi hambre me oblig� a comer hasta
la �ltima hoja verde; fue entonces cuando comenc� a dudar si ser�a correcto pedir
m�s; para gran alivio m�o se sucedieron otras fuen-tes m�s suculentas con diversos
vegetales. Tambi�n gusta-mos unas bebidas agradables, realizadas, supongo, con jugo
de frutas, pero el delicioso est�mulo alcoh�lico esta-ba ausente. Tambi�n sirvieron
frutas de desconocido sabor y un preparado de nueces machacadas con miel.
- Lo que quiero decir, es sencillamente que deseo vestir como ustedes y verme libre
de estas ropas grotes-cas. (Y confieso que puse cierto �nfasis en esa odiosa
palabra).
El inclin� su cabeza.
Yo comenc� a tomar coraje y entr� audazmente en tema, pues ahora que hab�a cenado,
aun cuando sin vino, me sent�a invadido de un gran anhelo por verme arropa-do con
sus ricas y misteriosas ropas.
Pese a ello mis razones eran buenas; hab�a expresado mi deseo en el sentido de
lograr paz y tranquilidad, temiendo s�, que si hubiese solicitado que se me
indicase la tienda m�s pr�xima les hubiese sobrevenido otro ataque de asombro.
- Quiz� no, dijo, o m�s bien perm�tame decirle que deseo no haberle comprendido. Y
eso lo agreg� con gran dignidad.
- Por supuesto que puede, - replic� con dignidad; s�lo que antes perm�tame
formularle esta pregunta: �Nos pide que lo proveamos de la vestimenta, es decir que
se la demos como un obsequio?
No bien hube acabado cuando comenc� a pensar que hab�a empeorado las cosas, pues
aqu� estaba yo, un invitado en la casa, ofreci�ndome a adquirir ropas de confecci�n
o a la medida, a mi anfitri�n, quien, por lo que pod�a juzgar, deb�a ser o
pertenecer a la aristo-cracia de la comarca. Mis temores, sin embargo, resul-taron
infundados.
- Me alegro escuchar su explicaci�n, pues ha borrado completamente la mala
impresi�n causada por sus pa-labras anteriores. �Qu� puede hacer en retribuci�n por
las ropas que est� tan ansioso de poseer? Y, adem�s, d�jeme decirle que apruebo
much�simo su deseo de escapar sin demora de su presente envoltura. �Desea
confinarse hasta la terminaci�n de alguna tarea en al-guna rama especial: esculpir
madera o piedra, o trabajar metal, arcilla o cristal, o bien hacer o mezclar
colores? �O es que tiene s�lo conocimientos generales acerca de varias artes lo que
lo habilitar�a para ayudar a los m�s capaces en la preparaci�n de los materiales?
- Seguramente... Por suerte me call� a tiempo, pues hab�a estado por sugerirle que
se estaba burlando de m�. Era dif�cil creer que un hombre de sus a�os no supiese
qu� cosa era el dinero. Adem�s, no pod�a responderle desde que siempre hab�a
aborrecido los estudios de eco-nom�a pol�tica, que es donde se explica todo eso. Es
as� como nunca hab�a aprendido a definir qu� era el dinero; s�lo sab�a c�mo se
gastaba. Pens� que la mejor manera de salir del enredo ser�a mostr�ndoselo y al
momento saqu� mi monedero grande de cuero del bol-sillo interior; ol�a a viejo y
mohoso como todo lo que yo luc�a, pero me pareci� bastante pesado y lleno; pro-ced�
a volcar su contenido sobre la mesa: once libras, tres medias coronas o florines;
ya no recuerdo cu�les fue-ron las que salieron rodando y adem�s descubr� tres bi-
lletes de cinco libras cada uno del Banco de Inglaterra.
- Seguramente, esto es muy poco para tener conmigo (mientras esto dec�a me sent�a
profundamente decepcio-nado). Calculo que he estado gastando a tontas y locas antes
de... antes..., bueno, antes de que fuese no s� qu�, ni d�nde, ni cu�ndo...
-�Qu� es esto?
-�Jam�s! Perm�tame revisarlas nuevamente. S�, estas once son de oro. Todas tienen
marcas similares de un lado, con una poco cuidada ejecuci�n de la figura de la
cabeza de una mujer con el cabello recogido en lo alto, como una pelota. Tiene
adem�s otras cosas en ella que no entiendo.
- Si esas marcas son letras son incomprensibles para m�. Pero �qu� tienen que ver
estos peque�os objetos con el problema de sus ropas? Usted me confunde.
-Todo lo tienen que ver. Los objetos de metal, como usted los llama, son dinero y
representan, por supuesto, igual poder de adquisici�n. Yo a�n no s� cu�l es vuestra
moneda y si tienen la rupia o el d�lar (aqu� hice una pausa, pues advert� que no me
segu�a; entonces resum� de modo m�s simple). Mi prop�sito es �ste, yo puedo
entregarle un billete de �stos de cinco libras o su equi-valente en oro, si as� lo
prefieren; quiero decir, cinco de estas monedas por un juego de ropas como las de
ustedes.
Era tanta mi ansiedad por poseerlas que estuve por doblar la oferta que se me
antoj� baja y decirles que les dar�a diez esterlinas; pero no bien hab�a terminado
de hablar, �l dej� caer la moneda que ten�a en su mano sobre la mesa y me mir�
fijamente igual que todos los dem�s. De inmediato, desde el fondo del silencio que
nos rodeaba, se torn� audible una suave risa apagada, como el gorgoteo de un alegre
manantial en la monta�a, un dulce susurro que fue aumentando su volumen y ter-min�
en una sonora carcajada.
El anciano fue el primero en recobrar una decente gravedad, aun cuando era f�cil
notar que a ratos lu-chaba duramente para evitar la risa. Dijo: -Smith: de todas
las extraordinarias alucinaciones que aparenta estar sufriendo, �sta de que pueda
adquirir las ropas que quiere usar a trueque de un peque�o pe-dazo de papel o por
unos pedazos de este metal, es lo m�s asombroso. No puede cambiar esas bagatelas
por ropa, porque las ropas son el fruto de mucho trabajo de nuestras manos.
- Sin embargo, usted dijo que me entend�a cuando le propuse pagar por las cosas que
necesitaba, dije en tono agraviado y basta pareci� aprobar mi oferta. �C�-mo habr�
de hacer entonces para pagarlas, si todo lo que poseo no es considerado de valor?
-�Todo lo que posee? respondi�. Seguramente no dije eso. Lo cierto es que usted
posee la fuerza y capacidad com�n a todos los hombres y puede adquirir cuanto quie-
ra con el trabajo de sus manos.
De nuevo volv� a pensar que atisbaba una luz, aun cuando mi capacidad, lo sab�a, no
habr�a de ayudarme mucho.
-�Ah, s�!, respond� volviendo al tema, yo ignoro todo acerca de esculpir maderas o
combinar los colores, pero podr�a hacer algo m�s sencillo.
- Hay �rboles que talar, tierra que debe ser arada y otras muchas cosas por
hacerse. Si hiciere esas cosas, alguno ser�a reemplazado y podr�a realizar tareas
de habilidad, y como esas son las que m�s le agradan al trabajador nos agradar�a
m�s que usted trabajase en el campo que en el taller.
- Soy fuerte, fue mi respuesta, y gustoso me har� cargo de esa tarea de la cual me
habla. Mas, hay a�n un problema. Mi deseo es cambiar ya esta ropa por otra que
resulte m�s grata de ser vista, pero el trabajo que debo de realizar no estar�
terminado en un d�a, quiz� tampoco en... bueno... en varios d�as.
- No, por supuesto que no. Ser� necesario un a�o de trabajo para pagar el ropaje
que necesita, fue la r�pida respuesta.
Lo cierto que no me hab�a permitido ser muy brillante durante las �ltimas horas.
Ahora, todo eso parec�a irreal y recordaba esas cosas desdibujadamente como un
sue�o o un cuento que me hubiese sido contado en la ni�ez. Parec�a estar pensando
en la historia antigua -Sesostris y los Babilonios y Asi-rios- y otras cosas por el
estilo. Adem�s, deber�a ser muy dif�cil regresar desde un sitio donde hasta el nom-
bre de Londres era desconocido. Por otra parte, si alguna vez tuviese �xito y
pudiese volver, s�lo ser�a para salir al encuentro de un segundo caso de Roger
Tichborne o ser enfrentado con el estatuto de las limitaciones. De cualquier
manera, no podr�a introducir grandes diferen-cias y adem�s guardar�a mi dinero y
ello me parec�a - aunque no fuese mucho- una ventaja. Los observ� y estaban otra
vez todos estudiando las monedas y los bi-lletes e intercambi�ndose ideas.
- No, fue su respuesta; es su deseo y tambi�n el nuestro que pueda estar vestido
distinto y que sus ropas sean confeccionadas con prontitud.
CAPITULO V
Cuando se hubo ido y Yoleta lo siguiera, dejando a algunos otros a�n estudiando
esas desgraciadas esterli-nas, me sent� apoyando mi ment�n sobre la mano, pen-sando
seriamente en los t�rminos del acuerdo. �Me ani-mo a decir que he tenido �xito en
hacerme pasar por un perfecto tonto", tal fue mi propia reflexi�n, que ya me hab�a
hecho varias veces en pasadas ocasiones, y lo que es m�s hab�a resultado bien
justificado. Luego al recor-dar que hab�a llegado a cenar con un extraordinario
ape-tito se me ocurri� que mi anfitri�n, un tranquilo obser-vador, habr�a, al
proponer los t�rminos, tenido en cuenta la cantidad de alimentos necesarios para mi
sustento. Lament� tard�amente no haber sido m�s sobrio, pero el hombre hambriento
no considera, ni puede hacerlo, las ulte-riores consecuencias, sino un cierto
hirsuto caballero que aparece en la historia antigua que nunca se hab�a entregado a
ese nefasto acuerdo dando una gran ventaja a un m�s joven pero zalamero y bien
nutrido hermano. Pese, a todo esto, sent�a una �ntima satisfacci�n al pensar en las
ropas y era tambi�n bueno saber que la naturaleza de las tareas que hab�a elegido
no rebajar�a mi nivel en La Casa.
Enfrascado en estas reflexiones, no hab�a advertido que las gentes se hab�an ido
retirando gradualmente has-ta que s�lo una persona hab�a quedado conmigo, el joven
que antes me hab�a hablado. A su invitaci�n, me puse de pie, guard� mi dinero y lo
segu�. Volviendo por el sal�n, nos internamos por un pasaje y entramos a una
habita-ci�n muy grande, la cual, por su forma, largo y alto techo y arcadas,
semejaba la nave de una catedral. Sin embargo, qu� dis�mil en ese su aspecto un
tanto et�reo, como el de una nave de una catedral en las nubes, con sus prolongados
y brillantes pisos, paredes y columnas de un blanco puro y un gris perlado suave-
mente tinto con colores de exquisita delicadeza. Y enci-ma de todo un techo de
cristal blanco o gris p�lido con tintes dorado-rojizos; el techo que yo hab�a
visto desde afuera y que parec�a como una nube posada sobre la rocosa cima de la
sierra.
En uno de los lados, a la altura del centro de la habitaci�n, hab�a una amplia
plataforma o tarima, con un div�n sobre el cual estaba libremente reclinado el
padre. Junto al div�n, hab�a un atril sosteniendo un vo-lumen de gran tama�o;
frente a �l hab�a un cofre o caja de bronce; y detr�s del div�n, siete lustrados
globos de bronce, suspendidos sobre ejes, descansaban en mar-cos de bronce. Estos
globos eran de distinto tama�o siendo el mayor de no menos de tres metros y medio
de circunferencia.
Not� que cerca de m�, en un estanter�a baja, hab�a libros. Eran todos folios muy
parecidos entre s� por su forma y espesor; y al advertir que cada uno hac�a lo que
m�s le gustaba y al entender que hab�a quedado en libertad yo tambi�n y que es
sabio el consejo del dicho: �Cuando est�s en Roma, haz lo que hacen los romanos" a
poco me atrev� a tomar uno de los vol�menes que llev� hasta uno de los soportes
para lectura. Los libros son muy �tiles, a veces pens�, listo para seguir el
consejo recibido y averiguar, por medio de la lectura, todo acerca de las
costumbres de estas gentes, especialmente sus ideas con respecto a La Casa que
resultaba ser objeto de veneraci�n religiosa para ellos. Esto me dar�a cierta
independencia y me ense�ar�a c�-mo evitar equivocarme en el futuro, o dar p�bulo a
m�s extraord�narios errores . Al abrir el volumen me hall� muy sorprendido al
observar que estaba, cada hoja, profusamente ilustrada y que �nicamente el centro
de la p�gina estaba ocupada por una angosta franja de es-critura, pero las peque�as
letras semejaban caracteres hebreos y resultaban incomprensibles para m�. Soport�
la desilusi�n bastante alegremente, pues, debo decirlo, no soy muy afecto al
estudio y, adem�s, no hubiese podido prestarle mucha atenci�n al texto circundado
con tanta gracia y belleza de dise�os y coloridos.
Ella nada me respondi�, s�lo parec�a un poco sor-prendida, temo que disgustada,
ante mi ignorancia, y se alej�. Yo hab�a alentado la esperanza de que iba a con-
versar conmigo y con gran contrariedad se alejaba. To-da la gloria parec�a haberse
disipado de las hojas del libro que yo segu�a volviendo con indiferencia,
contemplando a intervalos a la hermosa muchacha que era, tal como una de las
p�ginas que ten�a delante, hermosa para admirar y dif�cil para entender. En un
sitio aparta-do, la vi colocar unos almohadones y acomodarse para realizar su
tarea.
-�No hay ninguna melod�a en nuestros corazones esta noche, criaturas? dijo. Cuando
otro d�a haya pasado para nosotros, quiz� sea distinto. Esta noche, esa voz tan
recientemente apagada para siempre por la muerte ha-br�a de ser demasiado
penosamente extra�ada por nos-otros.
Comenz� a leer en voz alta y aunque no parec�a alzar mucho su voz sobre el tono
habitual, las palabras que pronunciaba llegaban a mis o�dos con una claridad y
pureza que las hac�a aparecer como una �melod�a en-tonada y ejecutada dulcemente".
Las palabras que le�a se refer�an a la vida y la muerte y a otros temas solemnes,
pero para mi mente, su teolog�a se me antojaba algo fant�stico, aun cuando debo
confesar que no soy buen juez en esos temas. Hubo tambi�n bastante acerca de La
Casa, sin ilustrarme mucho, pues era m�s bien rap-s�dico y cuando se refiri� a
nuestra conducta y objetivos en la vida y otras cosas por el estilo no pude
entenderle mucho m�s. Este es parte de su discurso:
� Es natural que nos lamentemos por aquellos que pe-recen, pues la luz, los
conocimientos, el amor y la alegr�a ya no les pertenecen; ellos ya no sufren, est�n
dormidos en el seno de la Madre Universal, la esposa del Padre, quien est� con
nosotros y comparte nuestra pena, que fue primero suya, pero no ensombrece su
gloria sempi-terna, y su deseo y nuestra gloria reside en nuestra ca-pacidad de
poder siempre y en todo parecernos a �l.
� S�lo nosotros, por encima de todos los seres vivientes, siendo como el Padre, no
matamos ni somos asesinados y no tenemos enemigos en la tierra; ya que aun las
espe-cies inferiores que carecen de razonamiento saben, sin El, que somos lo
superior sobre la tierra y ven en nos-otros, alejados de todos sus tareas, la
majestad del Padre perdiendo toda su furia ante nuestra presencia. Por lo tanto,
cuando la noche se acerca, cuando la vida es una carga y recordamos nuestra
mortalidad, apuramos el fin para que aquellos a quienes amamos dejen de penar ante
el espect�culo de nuestra decadencia y sabemos que �sta es la voluntad de quien nos
dio el ser y nos brind� vida y dicha sobre la tierra, pero no eterna.
� Es amargo desechar la vida que es nuestra, dejar todas las cosas, el amor de
nuestros hermanos, la belleza del mundo y La Casa; el trabajo, que nos brinda
placer y seguir hacia adelante, para no ser ya m�s nada: pero la amargura no
perdura y apenas se regusta cuando en nuestros �ltimos momentos recordamos que
nuestra labor ha dado sus frutos; que lo que hemos escrito, no se des-vanece con
nosotros, sino que perdura como testimonio y goce para las futuras generaciones y
que morar� por siempre en La Casa.
� La Casa es la imagen del mundo y nosotros que vivi-mos y trabajamos en ella somos
la imagen de nuestro Padre, quien cre� el mundo y como El nos afanamos para
construirnos una habitaci�n digna que no pueda avergonzar a nuestro maestro. Este
es su deseo ya que ea toda su labor y su sabidur�a que es como el agua pu-ra para
el sediento, que satisface sin dejar sabor amar-go, nosotros aprendamos cu�l es su
voluntad, la de aqu�l que nos dio la vida. Todos los conocimientos que busca-mos,
el poder de invenci�n y la habilidad que poseemos y el trabajo de nuestras manos
tiene este �nico prop�sito, puesto que todo conocimiento o invenci�n que tuviesen
otra finalidad cualesquiera ser�a vacuo y vano, sin el valor de aquellos realizados
a imagen del Padre de la vida. As� como nuestras sensaciones humanas pueden per-
vertirse y el paladar perder su discriminaci�n al pun-to que el hambriento devore
las frutas �cidas y las hier-bas venenosas para alimentarse, tambi�n la mente puede
buscar otros senderos y un conocimiento que s�lo lo conduzca a la miseria y la
destrucci�n.
� As� sabemos que en el pasado los hombres buscaban conocimientos diversos sin
detenerse a saber si eran para el bien o el mal; mas, cada ofensa de la mente o el
cuer-po tiene su respuesta apropiada y mientras su mente se tornaba opaca, el buen
y correcto conocer y discriminar que el Padre da a cada ser viviente, ya sea un
hombre o una bestia, les fue negado. De ese modo, por incre-mentar su riqueza,
fueron empobrecidos y tal como quien olvidando cu�l debe ser el l�mite de sus
facultades se que-da por largo tiempo mirando el sol fijamente queda cie-go por el
abuso. Pero, no entend�an la causa de su po-breza o su ceguera y se sent�an
desdichados y eran tan s�lo como n�ufragos en una pelada y solitaria roca en medio
del oc�ano y se encontraban consumidos por la sed y no la pod�an saciar en una
vertiente de agua dul-ce, sino en el agua �spera de la ola y volver a tener sed y
beber de nuevo hasta que la locura se apoderase de sus mentes y la muerte los
liberase de sus miserias. As� sufr�an sed y beb�an nuevamente y estaban
enloquecidos e inflamados por el deseo de aprender los secretos de la naturaleza,
vacilando en no lavar sus manos en san-gre, buscando en el tejido vivo de los
animales las es-condidas fuentes de la vida. Es que, en su locura, ellos anhelaban
ganar por medio del conocimiento el dominio absoluto sobre la naturaleza, logrando
as� arrebatar al Padre del mundo su prerrogativa.
� Pero su vana ambici�n no dur� y al final fue la muer-te. La locura de sus mentes
se apoder� de sus cuerpos y los gusanos se multiplicaron en su carne corrupta y es-
tos, tras alimentarse en sus tejidos, cambiaron de forma y torn�ndose alados, se
alejaban por el aire como nubes de hormigas aladas que surgen en primavera, desde
su lugar de nacimiento y volando de cuerpo en cuerpo, lle-naron la raza humana, por
doquier, de corrupci�n y de-cadencia; y la Madre de los hombres fue as� vengada de
sus hijos por su orgullo y locura pereciendo misera-blemente devorados por los
gusanos.
"Pero para la raza humana no habr� un segundo error que conduzca a la oscuridad, ni
existir� la b�squeda de conocimientos vanos y en la Casa del Padre no habr� una
segunda desolaci�n y los sones alegres y mel�dicos que estuvieron silenciosos ser�n
o�dos por siempre; desde que ya hab�amos seguido esta misma ruta buscando s�lo
informarnos de su voluntad hasta que como en un claro cristal, sin defectos, con
luces de colores o como el espejo de un lago que refleje en s� los cielos y cada
nu-be y estrella, as� est� El reflejado en nuestras mentes y en La Casa nosotros
somos sus subregentes y en el mundo sus co-obreros y por la gloria que El logra con
su trabajo te-nemos una gloria similar para nosotros.
"El es nuestro maestro. Ma�ana y noche a lo largo del mundo, en la procesi�n de las
estaciones, en el cielo azul, tachonado de estrellas, en la monta�a, y el llano en
los diversos bosques, en las rumorosas paredes del oc�ano y los mares rugientes por
los cuales pasamos con peligro de un lado al otro, leemos su pensamiento y
escuchamos su voz. Es aqu� donde aprendemos con qu� inteligente visi�n ha colocado
los basamentos para su mansi�n in-mortal; con cu�nto ingenio ha construido sus
paredes y con qu� prodigalidad de riqueza ha decorado sus obras todas la que la luz
del sol y de la luna y el azul del cielo son suyos; el mar y sus mareas; la
oscuridad y el rayo de las tempestades y la nieve y los vientos cambiantes y la
hoja verde y la dorada; suyos son tambi�n la lluvia pla-teada y el arco iris, las
sombras y las tenues nieblas que �l arroja como un manto sobre el mundo. As�
aprendemos que ama el edificio estable y que su basamento y sus pa-redes puedan
perdurar; sin embargo, aprendemos que no ama la igualdad y as� d�a tras d�a y una
estaci�n tras otra, hace que las cosas sean cambiantes en su aspecto y entonces las
paredes, el piso o el techo de su casa se cu-bren de nueva gloria. Mas, no nos est�
dado a nosotros el lograr esa suprema majestad de la obra; por lo tanto procuramos
como El - aun imposibilitados de alcanzar tan grande altura- sin sacar a nadie lo
prometido, apren-der, en cada Casa, individualmente, s�lo de El, quien tiene
infinitas riquezas; de modo que cada lugar que se habita, cambiante y eterno en s�
mismo, empero, diferir de todas las otras teniendo su propio esplendor y belleza;
pues nosotros habitamos una sola casa pero el Padre de los hombres las habita
todas.
"Estas cosas est�n escritas para recreo y deleite de aquellos que ya no viajar�n a
tierras lejanas y est�n en la biblioteca de La Casa en los siete mil vol�menes de
Las Casas del Mundo que nuestros peregrinos visitaron en �pocas pasadas. Pues una
vez en la vida se ordena que un hombre deba dejar su propio lugar y viajar por
espacio de diez a�os, visitando las casas m�s famosas de cada comarca a la cual
llegue y adem�s ha de procurar hallar a aquellas de las que no se han tenido
referencias.
"Cuando llega el momento para esa aventura capital y salimos por un largo per�odo,
hay una compensaci�n para cada quebrantamiento y por la ausencia de consan-gu�neos
y del dulce resguardo de nuestra propia Casa; es entonces cuando aprendemos y
valoramos las infinitas ri-quezas del Padre, puesto que as� como el d�a cambia du-
rante cada hora que pasa, desde la ma�ana hasta el ocaso, talmente se altera el
aspecto del mundo con nues-tro diario progreso; y en todas partes nuestros iguales,
aprendiendo, al igual que nosotros, s�lo de sus ense�an-zas, advierten que quien
est� m�s cerca le da un cierto color de la naturaleza a sus vidas y sus casas y
cada casa con la familia que la habita, con sus pl�ticas y las artes en las cuales
se destacan, es como un lago circular ro-deado por sierras dentro del cual puede
ser apreciado ese mundo visible. En toda la tierra no hay lugar sin habitan-tes ya
sea en los amplios continentes o en las islas que pueblan los mares, y en todo lo
que natura brinda no hay grandiosidad o belleza o gracia que no haya sido copiada
por el hombre sabiendo que ello es grato al Padre; pues nosotros, hechos a su
semejanza, no nos es grato trabajar sin testigos y nosotros a nuestra vez so-mos
sus testigos en la tierra gozando de sus obras as� como El lo hace con las
nuestras.
"De tal modo, al comienzo de nuestro gran viaje al lejano sur, donde veremos, esas
tierras alegres que tie-nen soles m�s calientes y mayores variedades que noso-tros,
llegamos primero, al p�ramo de Coradine el que pa-rece inh�spito y desolado a
nuestra vista acostumbrada al verde intenso de nuestros montes y valles y a las
nie-blas azules de una abundante humedad. All� un terreno pedregoso s�lo brinda
espinos y cardos secos y manojos de pasto, y vientos desagradables azotan los
lugares sin resguardo, en donde las cabras de ralas lanas se arra-ciman para darse
calor; all� no hay m�s melod�as que la de los diversos tonos del viento y el grito
del chorlo sal-vaje; all�, viven las criaturas de Coradine en el l�mite de las
furias del viento y la soledad, donde las estupendas columnas de cristal verde
sostienen el techo de la Casa de Coradine. La voz del oc�ano est� en sus aposentos
y los vientos de la tierra le traen la sal de la espuma del mar y las arenas
amarillas barridas durante la bajante desde las desoladas profundidades del mar y
los p�jaros de blancas alas que llegan escapando de la negra tempes-tad, graznan
fuerte entre sus sombr�os muros. All�, desde las altas terrazas cuando hay
plenilunio, vemos a las cria-turas de Coradine, ornadas como ningunas otras, con
bri-llantes ropajes de hilos sutiles cuando como los leves panaderos empujados por
el viento, ya revoloteando co-mo en una nube, ya disgreg�ndose por anchos lugares,
ellas bailan su danza de plenilunio sobre el ancho piso de alabastro, y yendo y
viniendo pasan y se alejan co-mo disolvi�ndose en los rayos lunares para retornar
con otra melod�a y nuevo ritmo. Al contemplar esto todas aquellas cosas en las
cuales nosotros sobresalimos pare-cen pobres en comparaci�n y se tornan p�lidas en
nuestra memoria. Pues los vientos y las olas y la blancura y la gracia han estado
siempre con ellas y la alada semilla del cardo y el vuelo de la gaviota y el mar
enfurecido cubierto de espuma y la luz de la luna rielando sobre el mar y la
tierra yerma les han ense�ado ese arte y la liviandad y gracia que ellas solo
poseen.
�Sin embargo, esta danza de la luna, que es la mayor gloria de la Casa de Coradine
palidece en nuestra men-te y es r�pidamente olvidada cuando otra es vista y
siguiendo nuestra ruta de casa en casa aprendemos que, por doquier, las diversas
riquezas del mundo han sido aprehendidas por el alma del hombre y se han hecho
parte de su vida. Ni somos inferiores a los otros al tener tambi�n un arte y una
especial calidad que es s�lo nues-tra y cuya fama se ha expandido hace mucho por el
mun-do, de modo que, desde cualquier sitio lejano, peregri-nos llegan a reunirse
anualmente a nuestros campos para escuchar las melod�as de la cosecha, cuando los
frutos madurados por el sol han sido bien acopiados y nuestros labios y nuestras
manos brindan m�sica inmortal para alegrar por siempre los corazones de quienes la
escuchan. Entonces nos regocijamos m�s que nadie, elev�ndonos como brillantes y
alados insectos desde nuestra inferior condici�n hacia una vida gloriosa y feliz
que es nuestra por tres largos d�as. Luego la augusta Madre en su ca-rroza de
bronce es llevada de campo en campo por toros blanqu�simos con cuernos de oro.
Despu�s sus criaturas son reunidas a su alrededor con brillantes ropajes amarillos,
con pulseras de oro en sus brazos y con instrumentos desconocidos para el
extranjero y voces nuevas alegran el campo con su melod�a a la gran cosecha.
"En �pocas pret�ritas las criaturas de nuestra Casa las conceb�an en sus corazones,
habi�ndolas escuchado an-tes en las voces de la naturaleza y estaban en ellos d�a y
noche y se la murmuraban de uno a otro cuando no te-n�an m�s fuerza que el rumor
del viento entre las hojas del monte, y as� como el Constructor del mundo trae de
cien lugares distantes la niebla, el roc�o y el rayo del sol y la suave brisa del
oeste para, brindarle al amanecer su gloria y su frescura, as� nosotros, sus
humildes segui-dores, buscamos lejos, en las grutas de las sierras y en las oscuras
cavidades de la tierra los minerales y tinturas que sobrepasen el color de las
flores y el sol para embellecer los muros de nuestra Casa, as� cada noche y d�a por
lar-gas centurias escuchamos todos los sonidos e hicimos nuestro su misterio y su
melod�a hasta perfeccionar ese gran canto en nuestros corazones, y su fama por
todas las tierras ha hecho que nuestra Casa sea llamada La Casa de la Melod�a de la
Cosecha, y cuando las peregrinacio-nes anuales tienen lugar participan de nuestra
procesi�n por los campos y escuchan nuestro canto, entonces, toda la gloria del
mundo parece desfilar ante ellos invadiendo sus corazones hasta que estallando en
l�grimas y fuertes gritos se arrojan al suelo y adoran al Padre del mundo todo.
"Esta ha de ser por siempre la principal gloria de nuestra Casa. Cuando haya
transcurrido un milenio y nosotros que hoy estamos viviendo, tal como aquellos que
ya pasaron, estemos confundidos con la naturaleza de la cual venimos y que hablemos
con nuestras criaturas s�lo con la voz del viento, el grito del p�jaro que pasa,
los peregrinos a�n vendr�n a contemplar los campos plenos de sol, a regocijarse y
adorar al Padre del mundo y ben-decir la augusta Madre de la Casa, cuyo vientre
sagrado siempre engendra vida, amor, alegr�a, y la melod�a de la cosecha
sobrevivir�".
CAPITULO VI
La lectura continu�, por cierto que no �para siempre" como la melod�a de la cosecha
de la cual �l habl�, pero si por un tiempo considerable. Las palabras - seg�n de-
duje- eran para los iniciados y no para m� y tras un rato, rehus� el procurar
entender de qu� se trataba. Las �ltimas expresiones a las que hab�a prestado
atenci�n, acerca de la �Augusta Madre de la Casa", fueron inteli-gibles para m� y
se me aparec�an como sin sentido. Ha-b�a llegado a la conclusi�n de que al menos
muchas de las se�oras del establecimiento podr�an haber experimentado los placeres
y dolores de la maternidad, no habr�a real-mente ninguna madre de La Casa en el
sentido de que hab�a un padre; es decir una poseyendo autoridad sobre las dem�s y
que llamara indiscriminadamente, a todas, sus criaturas. Aun as� esta inexistente y
misteriosa ma-dre de La Casa era continuamente mentada, as� lo des-cubr� ahora y lo
certificar�a cuando escuchara lo que se hablaba en derredor. Despu�s de analizar el
asunto, lle-gu� a la conclusi�n de que la Madre de La Gasa era una mera ficci�n y
que tan solo se referir�a a las mujeres en general, o algo as�. Fue quiz� una
tonter�a de mi parte, pero la historia de Mistrelde, quien muri� joven dejan-do
s�lo ocho hijos, la hab�a tomado como una mera le-yenda o f�bula de la antig�edad.
Volviendo a la lectura. As� como antes hab�a estado absorto con ese hermoso libro
sin haber podido leerlo, ahora escuchaba la melodiosa y majestuosa voz, experi-
mentando un placer singular aun cuando no entendiese cabalmente el significado de
lo le�do. Adem�s recordaba con una penosa sensaci�n de inferioridad que se hab�a
ca-lificado mi arenga de �pesada�, unas horas antes, ahora no pod�a dejar de pensar
que comparado con el expre-sarse de esa gente, era pesado. Por su extra�a belleza
f�-sica, el color de sus ojos y cabellos y sus fascinantes ro-pas, me hab�an
impresionado como seres totalmente dis-tintos a cualquier persona que jam�s hubiese
visto. Pe-ro, era, quiz�, por sus voces claras, dulces y penetran-tes, lo que me
hac�a pensar en los instrumentos de vien-to de suave tonalidad, en lo que m�s se
diferenciaban de otros.
-�Puedo sentarme cerca suyo? - dije con alguna hesi-taci�n; ella me anim� con una
sonrisa y coloc� un almo-had�n para m�.
Me acomod� en la postura m�s elegante que pude, lo que no quiere decir que lo
fuese, flexionando mis pier-nas, para situarme frente a ella y comenzaron mis
dudas, perplejo sobre qu� poder decirle. Pens� en el �lawn te-nnis", en arquer�a,
en la actuaci�n de Ellen Terry, en la Exposici�n de la Real Academia, teatro de
aficionados y veinte cosas m�s; todos me parecieron temas inapropia-dos para
comenzar una conversaci�n en este caso. No ha-b�a, comenc� a temer, un tema en
com�n que nos pudie-se unir y nos permitiese cambiar ideas o al menos pala-bras.
Fue entonces que encontr� ese argumento lo sufi-cientemente com�n y amplio de
nuestros sentimientos, es-pecialmente el dulce e importante del amor. �Pero, c�mo
llegar a �l? El trabajo en el cual estaba entretenida al menos permit�a una entrada
y la oportunidad de decir algo grato.
- Su vista debe ser tan buena corno bellos son sus ojos, dije, para permitirle
trabajar con tan poca luz.
Ella me acerc� el material, pero en vez de tomarlo co-mo deb�a, coloqu� mi mano
debajo de la suya, toman-do mano y tela y me propuse darme tiempo para obser-var
con detenimiento la labor.
-�Sabe que estoy disfrutando de dos placeres en un mismo tiempo? Uno es admirar su
trabajo y el otro re-tener su mano; y pienso que �ste es mayor que el otro. Como no
obtuviese respuesta agregu� algo dificultosa-mente: �Puedo... continuar
reteni�ndola?
- Oh, muchas gracias - exclam� deleitado por el pri-vilegio y entonces para lograr
lo m�s del precioso �mo-mentito" se la presion� con calor y al instante ella grit�
en voz alta:
- Oh, por el amor de Dios �tartamude�-, por favor no haga tanta alharaca!
- Lamento tanto haberla lastimado, Yoleta, �puedo lla-marla Yoleta? dije recordando
que ella me dec�a Smith, sin el acostumbrado prefijo.
- Si, �pero es ello extra�o? �No es bella toda la gente? Yo record� a ciertos tipos
londinenses, especialmente entre los criminales y las ancianas de caras arrugadas y
de simios envolvi�ndose entre pa�oletas desliz�ndose a o desde las casas p�blicas a
las esquinas; tambi�n pens� en otras gentes de mejor clase social a quienes hab�a
co-nocido personalmente, algunos a�n en la C�mara de los Comunes y sent� que, por
mucho que lo quisiese, no po-dr�a estar de acuerdo con ella, sin forzar mi propia
conciencia, y aludiendo a su pregunta continu�:
- En todo caso admitir� que hay grados de belleza, as� como hay grados de luz.
Usted puede ser capaz de ver y trabajar con �sta de ahora, pero es muy d�bil
comparada con la del medio d�a cuando el sol brilla.
- Oh, pero entre las personas no hay tanta diferencia como �sa, replic� con aire
filos�fico. Admito que hay distintas formas de belleza y algunas personas nos pa-
recen m�s hermosas que otras, pero es s�lo porque noso-tros las amamos m�s. Los m�s
amados siempre son los m�s hermosos.
Esto parec�a revertir la idea com�n de que cuanto m�s bella es una persona m�s
logra ser amada. Sin embargo, decid� no disentir m�s con ella y s�lo agregu�: -�Qu�
dulcemente habla, Yoleta, es usted tan sabia como hermosa! No desear�a placer mayor
que estar aqu� y continuar escuch�ndola toda la velada,
-�Ay!, entonces lo siento, debo dejarlo ya, respondi� con una p�cara sonrisa que me
hizo pensar que lo dicho por m� le hab�a agradado.
-�Imagina por qu� sonr�o?, agreg� como si hubiese podido leer mis pensamientos. Es
que a menudo he o�do palabras como la suya de quien ahora me est� aguar-dando.
Este parlamento me caus� un tormento de celos. Pero, por unos momentos m�s, despu�s
de haber hablado con-tinu� mir�ndome con esa su sonrisa bella y espiritual jugando
entre sus labios. Luego se desvaneci� y su rostro se ensombreci�, desapareciendo su
brillo. Ni le ped� que me explicara la causa del cambio ni me interrogu� a m� mismo
cual podr�a ser su raz�n; m�s adelante, con fre-cuencia not� en ella y en otros
tambi�n ese repentino si-lencio, ese ensombrecerse del rostro, tal como se aprecia
en un ser que se expresase libremente con alguien que no debe escucharlo y luego
repentinamente, pero demasiado tarde, recuerda su infidencia.
- Oh, no estar� solo, dijo y alej�ndose regres� al ins-tante con otra dama:
- Esta es Edra, dijo simplemente, ella ocupar� mi lu-gar a su lado y conversar� con
usted.
No pod�a decirle que hab�a interpretado mis palabras s�lo literalmente, que estar
solo significaba estar alejado de ella, pero ya no ten�a remedio y alguien, �ay!
alguien a quien detestaba profundamente la estaba aguardando. S�lo me quedaba
agradecerle a ella y a su amiga por sus buenas intenciones. Pero �cu�l podr�a ser
�en nom-bre del cielo! el tema que pudiese mantener con la bel-dad sentada a mi
lado? Era ciertamente muy bella, de una belleza m�s madura y quiz� m�s noble que la
de Yoleta, su edad oscilando entre los veintisiete o veintiocho a�os, pero el
divino encanto del rostro de la jovencita no po-d�a, para mi, existir en ninguna
otra.
- Bueno, no, quiz� no sea exactamente eso, dije; pero creo que es m�s alegre,
quiero decir m�s placentero, el tener una persona agradable con quien conversar.
- Usted ha tenido algunas dificultades hoy, respondi� con una encantadora sonrisa.
Yo a veces creo que las mujeres podemos comprender a�n m�s r�pidamente que los
hombres.
-�No hay ninguna duda de ello!, - fue mi r�pida res-puesta, feliz al encontrar que
con Edra todo se encarri-laba bien. Debe estar claro para todos que las mujeres son
m�s r�pidas y sagaces para comprender que los hom-bres, a�n cuando sus cerebros son
m�s peque�os; pero ah� est� c�mo la cualidad es m�s importante que la can-tidad, y
continu�:
- Algunos sostienen que las mujeres no debieran ob-tener el sufragio o los derechos
pol�ticos o lo que fuese. No es que el hecho me interese un comino, s�lo deseo que
no lo obtengan nunca, pero de inmediato pienso que eso es il�gico, �no lo cree Ud.?
- Temo no entenderlo, Smith, fue su respuesta, mien-tras parec�a consternada.
- Estoy muy contento de o�rla llamarme Smith. Lo hace todo m�s placentero y
familiar el ser tratado sin formalidad. Es muy gentil de su parte, estoy seguro.
-�Pero, realmente, su nombre es Smith?, dijo con un gesto de gran sorpresa-�Oh s�,
mi nombre es Smith; �c�mo debo llamarla a usted?
- Mi nombre es Edra, replic� apareciendo m�s confun-dida que antes y desde ese
momento la conversaci�n que hab�a comenzado tan favorablemente no fue m�s que una
serie de malos entendidos de los cuales s�lo pude es-capar quebrando en cada caso
los hilos de los temas en discusi�n y saltar a otro.
CAPITULO VII
El momento de descanso que yo estaba deseando con marcado inter�s, ya que habr�a de
traerme renovadas sor-presas, lleg� por fin, y s�lo trajo extremas incomodidades.
Fui conducido (sin una simple vela) a lo largo de un os-curo pasadizo; luego, en un
�ngulo recto con el primero, otro, m�s ancho, menos oscuro donde hab�a un gran n�-
mero de puertas una muy cerca de la otra. Estos, compro-b� m�s tarde, eran los
dormitorios o celdas de dormir y estaban a ambos lados en fila, abriendo a una
terraza hacia el contrafrente de la casa. Tras haber alcanzado la puerta de mi
�box", mi conductor corri� el panel desli-zante y cuando hube tanteado mi camino
hacia el oscuro interior la cerr� tras de m�. No hab�a m�s luz que la de las
estrellas, ya que, opuesta a la entrada, hab�a otra aber-tura hacia la noche, la
que aparentemente no hab�a de clausurarse nunca. El paisaje era el que ya hab�a
visto, el p�ramo en barranca hacia el r�o y la ancha superficie del espejo de agua,
reflejando las estrellas y los negros macizos de grandes �rboles. No se escuchaba
ning�n sonido salvo los gritos de una lechuza a la distancia y la nota l�gubre de
alguna ave acu�tica. El aire de la no-che penetraba fr�o y h�medo y hac�a doler mis
huesos a�n cuando no estuviesen fracturados, y sinti�ndome muy so�oliento y
desgraciado anduve hasta que tuve la recom-pensa de descubrir una cama angosta o un
catre o una cama de enrejado sobre el cual hab�a una cobija de paja y una peque�a
almohada tambi�n de paja, y, muy dobla-do una especie de traje de dormir de lana.
Demasiado cansado para no ocupar tan poco tentadora cama me sa-qu� mi ropa, y
solamente con mi mohoso tweed por toda cobertura me acost�, pero no para dormir.
�Miserable de m�! a�n cuando mi cuerpo estaba abrigado, demasiado abrigado, el
viento me azotaba la cara y mis pies y mis piernas desnudas, y ello hac�ame
imposible conciliar el sue�o.
Cerca de medianoche, estaba por quedarme semidormi-do cuando el ruido como de una
persona entrando a sal-tos en mi habitaci�n me incomod� y sobresaltado, observ� con
horror, sentada sobre el piso, una bestia demasiado grande para ser un perro, con
enormes orejas erectas. Es-taba intencionalmente observ�ndome con sus ojos redondos
y brillantes como un par de verdes globos fosforescentes. Al no tener un arma,
estaba indefenso, a merced del bru-to y estuve por proferir un fuerte grito para
pedir ayuda, pero como permanec�a sentado tan quieto, me refren� y comenc� a desear
que se fuera silenciosamente. Luego se levant�, fue a la puerta, la oli�
ruidosamente y creyendo que iba a librarme de su indeseada presencia, dej� caer mi
cabeza en la almohada y permanec� inm�vil. Entonces volvi� a observarme y al fin
avanzando deliberadamente hasta mi lado me oli� la cara. Pens� que mi fin hab�a
lle-gado y cerrando los ojos y sintiendo c�mo se humedec�a mi frente, pese al fr�o,
musit� una plegaria. Cuando volv� a mirar, la bestia se hab�a esfumado ante mi
inenarrable alivio.
Parec�a altamente sorprendente que un animal como un lobo entrase en la casa; mas,
de inmediato record� que no hab�a visto perros en las cercan�as de modo que cual-
quier clase de bestia salvaje o de caza pod�a entrar im-punemente. Esto iba m�s
all� de un chiste; de pronto to-do esto me pareci� un fin razonable para el absurdo
pac-to que se me hab�a inducido a aceptar. �Bendito Dios!, exclam� sent�ndome muy
derecho en mi camastro de pa-ja, �soy un ser racional, o un burro embriagado o qu�,
para haber aceptado semejante propuesta? Est� claro que no estaba totalmente en mis
cabales cuando hice ese acuerdo y por lo tanto no estoy moralmente obligado a
cumplirlo. �Qu�? � Ser un labriego, un talador de le�os, un recolector de agua y
dormir sobre un miserable jer-g�n de paja en un vest�bulo abierto con lobos por
visitan-tes nocturnos y todo por unos pocos trapos salvajes! Yo s� poco de arar y
todas esas cosas, pero calculo que cual-quier ser normal puede ganar una libra por
semana y eso ser�a cincuenta y dos libras por un traje. �Qui�n ha o�do jam�s
semejante cosa? Lobos y todo por nada. Me atrevo a pensar que en cualquier momento
llegar� un tigre s�lo para echar una ojeada. No, no, mi venerable amigo, ese fue un
excelente desempe�o alrededor de mi extraordina-rio error y todo lo dem�s, no se me
llevar� tan lejos co-mo para obligarme a tan desventajoso pacto de una sola parte.
Me qued� casi contento tras haber llegado a esa con-clusi�n. La cama dura, el
viento fr�o de la noche que me azotaba, mi lobuno visitante, todo fue olvidado.
Nueva-mente dej� vagar mi fantas�a y me vi trajeado y con mi mejor humor, sentado a
los pies de Yoleta, aprendiendo de sus preciosos labios el misterio de esa vida
dulce y apacible. Un a�o entero era m�o para amarla y tratar de ganar su gentil
coraz�n. Pero su mano, bueno, ese era otro asunto. �Qu� ten�a yo para ofrecer en
retribuci�n de tal privilegio? S�lo esa fuerza a la cual mi anfitri�n se ha-b�a
referido en cierto modo estimulantemente. Adem�s hab�a sido tan amable como para
mencionar mi ingenio, pe-ro yo pod�a malamente explotar eso. Y si un a�o entero de
trabajo era s�lo suficiente para pagar unas ropas, �cu�n-tos a�os de trabajo ser�an
requeridos para ganar la mano de Yoleta?
CAPITULO VIII
Mirando a mi alrededor pronto encontr� una bonita cosa con la cual arroparme y
r�pidamente me fui tras los otros arriesgando el desnucarme en mi deseo de imi-tar
el nuevo modo de locomoci�n que acaba de apre-ciar. El agua estaba deliciosamente
fresca y refrescante y con una muy agradable compa��a de damas y caballeros, todos
nadando y buceando juntos en libertad sin conven-cionalismos y con la gracia de una
compa��a de somor-gujos.
Despu�s del desayuno se me entreg� un peque�o cesto cerrado y uno de los hombres
j�venes me condujo a esca-sa distancia de La Casa; se�al�ndome un cintur�n de
montes a m�s o menos un kil�metro y medio, me dijo que caminara hasta llegar a un
campo arado en la barranca del valle, en donde podr�a arar un poco. Antes de dejar-
me, se despoj� de un pito para perros sujeto a una cuerda y me la colg� al cuello,
sin explicarme su uso.
Con la canasta en la mano me alej� sobre el pasto h�-medo de roc�o y tras media
hora de andar encontr� el lugar indicado donde aproximadamente menos de una
hect�rea de tierra hab�a sido recientemente removida; tambi�n recostado en el surco
encontr� el arado, un ins-trumento del cual sab�a muy poco. Este arado parec�a ser
muy simple, una cosa primitiva que consist�a en un largo eje de madera con un palo
hacia arriba para guiar-lo, una reja de metal en el centro que se dirig�a hacia un
costado se equilibraba en el otro por un par de pe-que�as ruedas; hab�a adem�s unas
largas sogas sujetas a un palo en cruz al final de la palanca. No habiendo ca-
ballos o bueyes para realizar la tarea, y no pudiendo arras-trar el arado y guiarlo
al mismo tiempo, me sent� calmo-samente para examinar el contenido del cesto y
hall� que conten�a pan negro, fruta seca y un botell�n de barro con leche. Entonces
no sabiendo qu� hacer, para entretenerme comenc� a soplar el pito y emit� el m�s
agudo y fiero son, el cual con celeridad produjo un efecto inesperado. Dos nobles
caballos, semejantes a los que hab�a visto el d�a anterior, vinieron galopando
hacia m� como respon-diendo a mi pitada. Aproxim�ndose velozmente hasta unos
cincuenta metros, permanecieron quietos mirando y relinchando, como si estuviesen
alarmados y sorprendidos, despu�s de lo cual, dieron vueltas a mi alrededor tres o
cuatro veces, relinchando de una manera aguda y conti-nua, y, finalmente, habiendo
gastado su superflua ener-g�a se dirigieron al arado y se colocaron deliberadamen-
te frente a �l. Parec�a como si los animo es hubieran con-currido a mi llamado para
realizar el trabajo, por lo tanto me aproxim� a ellos con cautela, utilizando
sonidos y pa-labras conciliadoras durante un rato y tras un peque�o es-tudio
posterior descubr� c�mo se colocaban las sogas. No hab�a anteojeras ni riendas, ni
parec�an pensar estos so-berbios animales que ellas hac�an falta; luego que hube
tomado las sogas en mis manos y exclamado ���Arre vamos Dobby!" en un tono de
mandato, seguidos por algunos chasquidos y sonidos inarticulados con la lengua, me
re-compensaron con una mirada desconcertada y comenzaron a arrastrar el arado.
Mientras yo manten�a la vara dere-cha la reja iba abriendo el surco en forma
irregular a tra-v�s del suelo; de vez en cuando y debido a mi poca pr�c-tica se
desviaba el surco en una tangente bastante fuera de la tierra y cada vez que esto
ocurr�a los caballos se dete-n�an, me miraban, luego se volv�an y toc�ndose sus
fau-ces parec�an cambiar ideas al respecto. Cuando el primer surco hab�a sido
hecho, ellos no doblaron como yo espe-raba, pero fueron rectamente hasta unos
veinticinco o treinta metros de distancia y luego doblaron y al regresar abrieron
otro surco fresco, paralelo al anterior. Luego re-gresaron al punto de partida
original y abrieron otro y as� progresivamente. Todo esto me parec�a maravilloso,
d�ndome la impresi�n de que yo hubiese sido toda la vida un arador avezado, sin
saberlo. Era una tarea inte-resante y adem�s estaba entretenido al mirar a los
peque-�os pajaritos que llegaban en bandadas desde el monte para devorar las
lombrices que hab�a en la tierra fresca reci�n removida, pues entre el temor que
les produc�a y las frescas lombrices que hab�a en la tierra se hallaban perplejos y
generalmente dirig�an sus operaciones al ex-tremo del surco opuesto al que yo
estaba. El espacio que los caballos se hab�an marcado estaba arado a su debido
tiempo; cuando se marcharon hicieron como antes un nue-vo surco ah� donde nada
hab�a que los guiase; as� conti-nu� el trabajo alegremente por algunas horas hasta
que comenc� a sentirme desesperadamente hambriento y sen-t�ndome en el eje del
arado abr� mi cesto y prob� la ho-gare�a dieta con mucho apetito.
Contento en haber descubierto todas esas cosas, sin ha-ber lucido mi ignorancia al
hacer preguntas tom� mis cosas y me encamin� hacia La Casa.
CAPITULO IX
Cuando llegu� a La Casa me esperaba el joven que me hab�a conducido por la ma�ana a
mis tareas, pero estaba taciturno ahora con un aspecto de frialdad y una mirada de
extra�eza que me parec�a que auguraba dificultades. De inmediato me llev� a una
parte de La Casa distante del �hall" y me introdujo en un apartamento que ve�a por
primera vez. Pocos momentos despu�s, el due�o de La Casa, seguido por varios
integrantes de la comunidad, entr� y en todos los rostros advert� la misma mirada
fr�a y ofendida.
-Smith, dijo el anciano avanzando hacia una mesa y depositando sobre ella un grueso
volumen que hab�a tra�-do consigo; ac�rquese y lea para m� este libro.
Entonces, dijo lanz�ndome una mirada de suma seve-ridad, hay un poco m�s
-Si los he ofendido, fue mi respuesta, dicha con humil-dad, s�lo puedo apelar a mi
ignorancia de las costumbres de La Casa.
-Ning�n hombre, fue su respuesta, con creciente seve-ridad, es tan ignorante como
para no saber distinguir el bien del mal. Si el asunto hubiese llegado antes a mi
co-nocimiento, le habr�a dicho: Al�jese de nosotros, pues su continuada presencia
nos ofende; pero hemos hecho un pacto y hasta que el a�o expire deberemos
aguantarlo. Por el espacio de sesenta d�as usted vivir� aislado, no dejar� su
habitaci�n en la cual cada d�a se le asignar� una tarea y subsistir� a pan y agua.
S�anos permitido pensar que durante ese periodo de soledad y silencio se
arrepentir� suficientemente de su crimen y se nos unir� luego con un �nimo
distinto, pues cualquier ofensa puede perdon�rsele a un hombre, pero lo que es
imposible es perdonarle una mentira.
-�Va a condenarme sin permitirme hablar, sin escu-charme o aclararme algo? �Qu�
mentira he proferido?
Tras una pausa, durante la cual estudiaba mi rostro, dijo, se�alando la p�gina
abierta frente a �l: Ayer, en respuesta a mi pregunta, me respondi� que sab�a leer;
anoche le dijo a Yoleta lo contrario; ahora, aqu� est� el libro y confiesa que no
puede leerlo.
Comenz� a observar las libras una por una para exami-narlas. Mientras, encontr� mi
hermosa estilogr�fica dentro de mi libreta, y pens� que lo mejor seria demostrarle
c�mo escrib�a. Afortunadamente la tinta no se hab�a evaporado. Arranqu� una hoja en
blanco y r�pidamente escrib� unas pocas l�neas y le alcanc� el papel dici�ndole:
Al tiempo se�al�:
- Esta escritura o estas marcas que ha hecho sobre el papel no son como las que
est�n sobre el oro.
Tom� el papel y proced� a copiar la oraci�n que hab�a escrito en letras de
imprenta, luego se lo devolv�.
Lo examin� de nuevo y tras comparar mis letras con las de la moneda dijo:
- Le ruego me diga ahora qu� ha escrito aqu� y me ex-plique por qu� escribe de dos
maneras distintas.
Le expliqu� lo mejor que pude por qu� unas letras se usaban para estampar sobre oro
y otros elementos y otras para escribir. Con un sonrojo de modestia, le� las
palabras de la oraci�n: "En las distintas partes del mundo los hom-bres tienen
costumbres distintas y escriben de diferentemanera, pero del mismo modo, a todos
los hombres, en todas partes del mundo, la mentira les es detestable".
- Eso imagin�, una isla de la cual ninguna noticia nos ha llegado, en donde las
gentes, separadas de sus seme-jantes, en el curso de muchas centurias han cambiado
sus costumbres y aun su manera de escribir. A pesar de haber visto estas piezas no
comprend� o no reflexion� que tal familia humana exist�a. Ahora estoy persuadido de
ello y como yo s�lo tengo la culpa del cargo que le hice debo pedirle perd�n. Nos
regocijamos por su inocencia y deseamos con creciente amor pagar nuestra
injusticia.
La examin� con inter�s . Estaba realmente esperando una oportunidad, dijo, para
admirar de cerca este maravilloso invento, pues me hab�a dado cuenta que su
escritura no estaba realizada con un l�piz sino con un fluido. Es de un tinte negro
lustroso, hermosamente dise�ado y con aros de oro y contiene el l�quido. Esto me
sorprende tanto como cual-quier otra cosa que me haya dicho.
La �nica cosa en la vida que deseaba era la mano de Yoleta, pero era demasiado
pronto para hablar de ello, dado que a�n no sab�a nada de sus costumbres
matrimoniales, ni siquiera si para ello se necesitaba o no el consentimiento de la
dama antes de hacer tal pedido. Por lo tanto, mi requerimiento fue m�s modesto:
- Hay algo que profundamente deseo, dije. Estoy an-sioso por poder leer en vuestros
libros y me considerar�a m�s que compensado si permitiese que Yoleta me en-se�ase.
- Ella le ense�ar� de cualquier modo, hijo, respondi�; eso y mucho m�s se le debe a
usted.
- Nada hay que desee m�s, dije, y le ruego que tenga la lapicera ya que ello me
har� feliz.
Al haberse disipado la nube, todos nos dirigimos al comedor donde nos restablecimos
y nada pod�a exceder nuestra alegr�a cuando nos sentamos para alimentarnos con
carne y verduras. Al no sentirme tan hambriento como la v�spera y adem�s al ver a
todos con tan buen humor no vacil� en unirme a su conversaci�n y no me fue tan mal
si se tiene en cuenta lo inusitado de todo; pues como la abeja que se ha visto
demorada en su trabajo entre las flores por la construcci�n geom�trica, yo comenc�
a adquirir algo de ingenio para desplazarmelibremente por entre los intrincados
pensamientos y fra-ses que eran nuevos para m�.
Las experiencias de esa tarde hab�an sido realmente destacables: una rara mezcla de
pesar y placer sin llegar a un gris homog�neo, pero pareci�ndose a un brillante
bordado realizado sobre un fondo oscuro, sombr�o, y de estos sorprendentes
contrastes yo estaba signado para sufrir m�s en esa misma velada.
Al no haber ninguna m�sica, ning�n piano, natural-mente pens� que mis amigos se
entreten�an por las no-ches con solos de canto sin acompa�amiento y como ten�a
buena voz de tenor no me desagradaba comenzar con una canci�n. Me aclar� la
garganta con un grr-jrr-jeem que sobresalt� a todos y me lanc� con El Vicario de
Bray, una vieja y querida canci�n, que era mi favorita. Todos se alteraron cuando
comenc�, intercambi�ndose miradas de asombro, pero estaba oscureciendo tanto den-
tro del recinto que no me permit�a estar seguro si mis ojos me enga�aban. Quienes
estaban cerca de m� co-menzaron a
la direcci�n opuesta. Que ahora todos participaban de la funci�n era evidente para
m� al ob-servarlos separadamente; algunos ten�an en sus manos peque�os y raros
instrumentos, pero hab�a una combina-ci�n de voces y algo como ventrilocuismo de
los sonidos que hac�a imposible distinguir los de una persona en particular.
Sonidos m�s graves y sonoros ahora emitidos desde los globos sonoros, algunas veces
semejando el car�cter de la �vox humana" de un �rgano y cada vez que se elevaban
hasta un cierto punto hab�a sonidos de respuesta, los cuales no proven�an de los
ejecutantes, suaves, tr�mulos, de car�cter e�lico que se expand�an por todo el
recinto tal como si las paredes y los cielorra-sos estuviesen recubiertos de
celdillas musicales sensibles a las mayores vibraciones. Estos sonidos flotantes y
a�reos s�lo respond�an a las voces femeninas, altas, que seme-jaban a las de las
sopranos enriquecidas y espiritualiza-das en un grado sorprendente. Entonces el
amplio recin-to parec�a estar invadido por una niebla tal como lo estaba por esa
informe melod�a que semejaba provenir de arpistas invisibles, ocultos en lo alto,
entre las sombras.
- No hay duda, agreg� gentilmente; cuando usted per-maneci� tanto tiempo enterrado
en las sierras, ha tragado gran cantidad de tierra y arenilla en sus esfuerzos por
respirar y sus pulmones a�n no se han liberado de ello.
Este fue el m�s piadoso punto de vista con que �l pudo tomar el asunto y yo estaba
agradecido porque no hubiese tenido peores consecuencias.
CAPITULO X
Por fin hab�a llegado el d�a feliz en que habr�a de de-jar, al menos en cuanto a mi
apariencia exterior, de pa-recer un alienado; al regresar del campo al mediod�a y
penetrar en mi celda hall� mi hermoso vestuario: dos tra-jes completos adem�s de la
ropa interior; uno, el de color m�s sobrio, dispuesto s�lo para las horas de
tareas; el segundo, que era para vestir en La Casa, llam� mi aten-ci�n. Temblando
de ansiedad, me arranqu� mis viejos �tweeds� y las botas averiadas y otros
vestigios de una civilizaci�n a la cual quiz� ellos hubiesen sobrevivido y pronto
advert� que hab�a sido medido con exacta precisi�n, ya que todo, hasta los zapatos,
se me adaptaban a la per-fecci�n. Era verde el fondo y el color predominante un
verde h�medo, el estampado muy bello, de un rojo os-curo tirando al p�rpura. Mi
deleite culmin� cuando me cal-c� las medias que ten�an, como las que usaban los de-
m�s, un extra�o dise�o, evidentemente sugerido por la piel de alguna dase de
v�bora. Su fondo era verde p�lido, casi amarillo c�trico y el dise�o de un
brillante marr�n rojizo, con reflejos bronceados.
No bien hab�a terminado de hablar cuando ya deseaba desde el fondo del alma haber
callado; pues de repente se me ocurri� que el verde pudiese ser el color para un
alie-nado o un asalariado, en cuyo lugar quiz� me colocaran.
-Oh, Smith, �no puede usted adivinar algo tan sim-ple?, dijo Edra colocando sus
blancas manos sobre mis hombros y sonri�ndome directamente a la cara.
�Qu� hermosa parec�a, parada ah�, con sus ojos tan cerca de los m�os!
- D�game por qu�, Edra, dije a�n con una ligera apren-si�n.
- Pues observe el color de mis ojos y piel, �podr�a ese tinte de verde ser el
adecuado para que yo lo use?
-�Oh, es esa la raz�n!, exclam� inmensamente aliviado. Pienso, Edra, que usted
estar�a hermosa con cualquier co-lor que hubiera sobre la tierra o en el arco iris
del firma-mento. Pero, �soy tan distinto a todos ustedes?
- No; yo desear�a que lo fuesen, dije. Ahora he de va-lorar cien veces m�s mi ropa
dado que se han preocupado por tantos detalles para que... bueno, c�mo dir�, para
que armonizasen, supongo, con el color peculiar de mi ca-ra... Me estoy
confundiendo de nuevo...
Edra ri� y lo dio por terminado. Entonces todos re�mos; evidentemente mis
equivocaciones no importaban tanto despu�s de haberme cambiado el tegumento
exterior y presentado como una v�bora, con la cola partida y una nueva marca de
piel.En ese momento extra�� la presencia de Yoleta en la habitaci�n; por sobre todo
deseaba obtener una palabra de congratulaci�n de sus labios; me fui en su busca.
Esta-ba de pie bajo el p�rtico, aguard�ndome.
- Venga, dijo y procedi� a conducirme al sal�n de m�-sica donde se sent� sobre uno
de los almohadones cerca de la tarima. Ah� tom� una tablilla y l�pices de tiza o
l�pices de carb�n.
- Ahora, Smith, voy a comenzar a ense�arle, dijo con aire grave de joven maestra, y
todas las tardes cuando haya terminado su tarea, debe buscarme aqu�.
- Yo deseo ser muy tonto y que el aprender me lleve mucho tiempo, respond�.
- Oh, ri� ella; �cree que ser� tan agradable sentarse aqu� a mi lado? Si me
prefiere como maestra deber� procurar no ser tonto, pues si hace eso, pedir� a
alguien para que me reemplace.
- S�, �quiere que le diga por. qu�? Porque mi car�cter es impaciente y r�pido. Todo
lo malo que yo he hecho al-guna vez y por lo cual he sido castigada, ha sido por mi
temperamento sin control.
-Y ha soportado, Yoleta, ese triste castigo de estar encerrada, sola, por muchos
d�as?
S�, con frecuencia, pues �qu� otro castigo hay? Pero deseo que no ocurra nunca m�s,
pues pienso... s� que sufro m�s de lo que nadie puede imaginar. El andar sobre el
c�sped y sentir el sol y el viento sobre mi cara, ver la tierra, el cielo y los
animales, eso es como la vida para m�; y cuando estoy encerrada, sola, cada d�a me
parece al menos un a�o.
Ella ignoraba cu�nto m�s querida la hac�a esa confe-si�n de una peque�a debilidad
humana.
- Venga, comencemos, dijo, aguardaba a que sus ro-pas nuevas estuviesen terminadas
y ahora debemos re-cuperar el tiempo perdido.
-�Sabe, Yoleta, que nada me ha dicho de ellas? �Le agradar� algo m�s ahora?- S�,
est� mucho mejor. Usted era una pobre oruga antes; me agradaba un poco, pues sab�a
qu� hermosa mariposa seria a su tiempo. Yo colabor� para confec-cionar sus alas.
Ahora escuche.
Por dos horas me ense��, haciendo sus letras o mar-cas rojas, las cuales yo copiaba
en mi tablilla y luego me las explicaba. Al final de la lecci�n ten�a una idea
general de que la escritura era, principalmente, fono-gr�fica y que estaba ante una
tarea bastante dif�cil.
-�Cree que podr� ense�arme a cantar? le pregunt� cuando hubo dejado sus tablillas a
un lado.
El recuerdo del desgraciado fracaso cuando hube de "conducir el canto" era una
abierta herida en mi inte-rior. Hab�a comenzado a pensar que no me hab�a justi-
ficado ante m� mismo en esa ocasi�n memorable y el deseo de hacer otro intento,
bajo circunstancias m�s propicias, se robustec�a en mi.
- Yo ahora s�, continu� con tono de ruego, que us-tedes cantan suavemente. Si s�lo
consintiese en probar-me una vez le prometo pegarme como engrudo de za-patero, le
pido me perdone, quise decir, me esforzar� por no apartarme del estilo de morendo y
perdendosi �com-prende qu� estoy diciendo? Yoleta, le prometo no asus-tarla si
solamente me deja probar y cantar, para usted una vez.
Se volvi�, como con una nube cubri�ndole la expresi�n del rostro, se encamin�
lentamente hacia la tarima, y colocando sus manos sobre las llaves hizo que dos de
los peque�os globos girasen emitiendo suaves ondas de sonidos a trav�s de la
habitaci�n.
- No, no, no; qu�dese ah�, dijo, y cante suavemente. Era dif�cil contemplar su cara
afligida y obedecer; pero no le iba a mugir como un toro, hab�a empe�ado mi ser en
esta prueba. Durante los �ltimos tres d�as,
mientras
trabajaba en el campo practicando incesante-mente la exquisita melod�a de mi
querido maestro Cam-pana M'appar sulla tomba, casualmente la �nica melod�a por m�
conocida que ten�a alg�n parecido con esa su divina m�sica. Ante mi sorpresa, ella
parec�a hacer con la m�sica el acompa�amiento adecuado con las esferas, lo cual me
apoyaba e infund�a coraje, y aun cuando can-tando en voz baja sent�a que jam�s lo
hab�a hecho tan bien antes. Cuando hube finalizado casi esper� alguna palabra de
elogio o que se me preguntase por qu� no hab�a cantado esa melod�a en aquella
desgraciada vela-da en que se me pidi� que condujese; no dijo ni una palabra.
- Ahora, no; esta noche, fue su respuesta, mientras lentamente atraves� la sala con
los ojos bajos.
-�En qu� est� pensando, Yoleta, que est� tan seria? pregunt�.
-�Su canto? �Oh, no!, fue como una pepita sabrosa dentro de una r�stica cascarilla.
Me gustar�a la una sin la otra.
- Usted habla con enigmas, Yoleta; temo que su res-puesta no ser�a grata a mis
o�dos. Pero si quisiese cono-cer el canto, yo ser�a feliz en ense��rselo. Su letra
est� en italiano, pero yo puedo traduc�rsela.
- Yo no comprendo qu� quiere decir acerca de la letra del canto. No me hable ahora,
Smith.
- Oh, est� bien, contest� pensando que todo era muy extra�o y tomando asiento
divid� mi atenci�n entre mi bella calza y Yoleta a�n desplaz�ndose por el lugar con
expresi�n ausente.
hacia el comedor, en donde por las siguientes dos o tres horas nos ocupamos
gratamente de ese proceso que algunos nuevos teorizadores nos informan constituye
el m�ximo placer de la vida.
Esa noche escuch� casualmente un breve y curioso dialogo. El padre de La Casa, tal
como yo me hab�a acostumbrado a llamar a nuestro jefe, tras levantarse de su
asiento se detuvo unos minutos para conversar, cerca de m�, mientras Yoleta, con su
mano sobre su brazo, aguardaba que terminase. Cuando hubo concluido, se volvi�
hacia ella. Ella en voz muy baja, dijo:
El le coloc� su mano sobre la cabeza y bajando su mirada estudi� esa cara hacia �l
levantada:
- Ay, hija m�a, dijo con una sonrisa. �Debo adivinar qu� te ha inspirado hoy? Has
estado escuchando el paso de los p�jaros, yo tambi�n los escuch� esta ma�ana cuando
pasaban en bandadas y t� los has estado siguien-do con el pensamiento all� lejos
hasta aquellas tierras de sol radiante a donde nunca llega el invierno.
Se inclin� y bes� su frente, luego se alej� y ella, sin reparar en mi �vida mirada,
tambi�n se fue.
Se supon�a que alguien deb�a conducir el canto cada noche, pero siempre me
resultaba imposible descubrir qui�n guiaba; sin embargo, ahora, tras haber sorpren-
dido esa conversaci�n, supe que justamente esa noche ser�a Yoleta y a pesar de la
muy pobre opini�n expre-sada por ella referente a mi habilidad musical, estaba
preparado para admirar la ejecuci�n m�s que nunca.
Comenz� del mismo modo misterioso e indefinible; al rato, cuando empez� a tomar
forma de melod�a, se apoder� de mi la idea de que estaba escuchando un fraseo que
me fuera familiar. A la larga descubr� que era la m�sica de Campana, pero cantada
de un modo
como jam�s lo hab�a escuchado. Es que la melod�a M'appar sulla tomba hab�a sido tan
transformada y es-piritualizada que su propio autor habr�a escuchado en �xtasis
esos acentos dolorosos que hab�an pasado por el alambique de mentes m�s
delicadamente organizadas. Es-cuchando record� con profundo pesar que el pobre Cam-
pana hab�a fallecido hac�a poco en Londres; casi al mismo tiempo volvi� a m� el
recuerdo de mi querida madre cuya muerte temprana fue el primer pesar de mi
adolescencia. Todos los cantos que yo le hab�a o�do entonar volvieron a mi sonando
en mi mente con inusi-tada alegr�a, pero siempre apag�ndose con f�nebre y extra�a
tristeza. Y no solamente mi madre, sino otros mu-chos seres queridos regresaron
�embellecidos desde el polvo" hasta m� (ancianos de blanca cabellera quienes en mi
pasado me hab�an dado espl�ndidos consejos; con-disc�pulos, amigos de la ni�ez y
hombres tambi�n en el comienzo de su vida, de cuya prematura muerte hab�a o�do de
vez en vez en �sta o aqu�lla lejana zona del Imperio Brit�nico). Volvieron a m� a
tal punto que todo el sal�n parec�a invadido por una p�lida procesi�n de sombras
que pasaban frente a m� al son de la misteriosa melod�a. A lo largo de toda la
velada volv�an en cien inquietantes disfraces, produci�ndome una melancol�a in-
finitamente preciosa, que era m�s de lo que mi coraz�n pod�a tolerar. Una y otra
vez el desesperado �Ay-i-me! desgran�base como un prolongado sollozo desde las es-
feras giradoras, y voces lejanas y cercanas eran recogi-das y transportadas a�n m�s
lejos por sones distantes que se extingu�an, pero eran nuevamente respondidas por
otras m�s cercanas y m�s claras en tonalidades que pa-rec�an arrancadas �de las
profundidades de una deses-peranza divina" para perderse, no totalmente, pues todas
las celdas ocultas se conmov�an, y el aire, cual misterio-sas manos invisibles,
ta��a las cuerdas suspendidas hasta que su exquisito hechizo y tristeza me hicieron
temblar y verter l�grimas, mientras permanec�a sentado en la penumbra,
sorprendi�ndome como pueden los hombres
CAPITULO XI
Me parec�a que hasta ahora, realmente, nunca hab�a vivido, tan placentera era esta
vida nueva - tan sana y libre de ansiedades y lamentaciones -. La antigua vida que
yo hab�a vivido en las ciudades se alejaba de mi mente m�s cada d�a; ahora, se me
presentaba como el recuerdo de un sue�o repulsivo, y mi mayor alegr�a era poder
olvidarlo. C�mo hab�a podido hallar soportable aquella negligente, in�til,
lujuriosa y vac�a existencia me parec�a, cada ma�ana, m�s misterioso, cuando me
en-caminaba hacia la tarea asignada en el campo o el taller, tan natural y
placentero me parec�a el trabajo manual, y el comer el pan ganado con el sudor de
mi frente. Si hubiera alg�n trabajo que prefiriese sobre los otros era el de cortar
le�a; en esta �poca se necesitaba mucha madera y se me permit�a seguir mi
inclinaci�n. En el bosque, a un par de kil�metros de la casa, varios sufridos
viejos gigantes, principalmente robles, casta�os, olmos y hayas hab�an sido
se�alados para ser talados: en algunos casos hab�an sido chamuscados y rajados por
el rayo y ofend�an a la vista y en otros el tiempo los hab�a deteriorado y ya no
luc�an su esplendor con sus largos brazos marchitos y desolados, lo que confer�a a
sus copas un follaje ralo y poco lucido; eso tiene o da un sentido funesto, como
los escasos y blancos cabellos en las testas vencidas de los viejos. A esta
distancia de la casa yo pod�a, libremente satisfacer mi propensi�n de
cantar en ese tono m�s alto que no hab�a gustado a mis nuevos amigos. Entre los
enormes �rboles, lejos de sus o�dos, yo pod�a elevar la voz a mi gusto, solaz�ndome
con mis bulliciosas viejas baladas inglesas que como el grito de caza de John Feel:
Acept� alegremente, nunca hab�a caminado solo con ella y de hecho no me hab�a
acompa�ado con ella desde ese primer d�a cuando coloc� su mano en la m�a, pero,
ahora est�bamos �ntimamente m�s cerca el uno del otro.
- Otra vez que me invite a caminar, Yoleta � jade� - no me mover� a menos que tenga
yo una soga colocada alrededor de su cintura para detenerla cuando preten-da
da escapar en esa loca carrera. Me ha dejado sin alien-to y eso que estaba en
bastante buen estilo.
- Puede tenerme la mano, contest�, no tiene nada que hacer aqu� arriba.
-�Puedo destinarla a algo �til? �puedo hacer lo que quiera con ella?
-�No lo sabe? �No lo adivina? Porque es la cosa m�s dulce que puedo besar, excepto
una otra cosa, �pue-do dec�rsela?
- S�, pero me est� demorando demasiado tiempo, b�-seme tantas veces como quiera y
despu�s admiremos el paisaje.
- La acerqu� m�s y le bes� la boca no una ni dos veces, sino adhiri�ndome a ella
con el ardor de la pasi�n, tal como si mis labios se hubiesen fundido en los suyos.
-�Por qu� me besa la boca tan violentamente?, dijo, y sus ojos refulg�an y sus
mejillas se arrebolaban. Pare-ce un animal que me quisiese devorar.
- Lo s� Smith, puedo entender y apreciar su amor sin que me lastime los labios.
-�Y no es dulce besarse cuando uno se ama? �Sabe, car�sima, qu� es el amor? �Me ama
mil veces m�s que a cualquier otro en el mundo?
- S� querida, porque el amor es extra�o, la cosa m�s extra�a, m�s dulce en la vida.
Llega una sola vez al co-raz�n y ese ser amado lo es infinitamente m�s que otros.
�No comprende �sto?
- Yo amo a todos los de La Casa; a unos m�s que a otros. A aquellos que est�n m�s
estrechamente vincula-dos conmigo los amo m�s.
- Por favor �no diga m�s nada! Usted ama a su gente de un modo y a m� de otro. �Es
as�?
-1Ay! dice eso por que es una criatura a�n y no sabe. Debe ser a�n m�s joven de lo
que cre�a. �Qu� edad tiene?
-�Oh Yoleta, qu� tremendo embuste! Perd�n por ha-ber sido tan brusco. Pero no cree
que puede reducir esa cifra. Treinta y un a�os �qu� jocoso! Pues yo soy un viejo
comparado con usted y no tengo a�n veintid�s. Le ruego, d�game, Yoleta �qu� quiere
significar esto?
Me par� y mir�. El sol ya estaba pr�ximo al horizonte y parcialmente oculto por las
nubes bajas que comen-zaban a tornarse grises orladas con p�rpura y rojo; sus
desflecados bordes parec�an incendiados por intensas lla-maradas amarillas. En lo
alto, el cielo ten�a la claridad de un cristal azul con listones de rayos amarillo
p�lido arrojados por la luz del sol poniente que semejaban los rayos de una inmensa
rueda celestial que llegaban hasta el cenit. La tierra ondulada con sus montes
verde oscu-ro; el follaje oto�al de diversos tonos se estiraba a lo le-jos frente a
nosotros, ya en sombras, ya iluminada por los �ureos reflejos, mientras que la
cadena de monta-�as que aparec�a cerca y estupenda ante nuestra vista hab�ase
tornado de azul oscura en viol�cea.
- Dura desde que las hojas caen en oto�o hasta que vuelven a caer en el pr�ximo, y
dura desde que las go-londrinas llegan en primavera hasta que regresan nueva-mente.
- Bien, jam�s escuch� nada igual por los Santos del Cielo! yo s� que es muy poco
cort�s preguntar la edad a una dama, pero �Ser�a tan amable de decirme la edad de
Edra?
�Sesenta y tres, que me maten si tiene un d�a m�s de veintiocho! �Qu� tonto soy,
c�mo no puedo mantener la calma! Pero, Yoleta, c�mo me angustia. Casi no me ani-mo
a hacerle otra pregunta, pero d�game la edad de su padre.
-�Dioses del Cielo! Me he de volver rematadamente loco. No pude decir m�s nada, me
alej� y me sent� en una piedra baja a cierta distancia con una sensaci�n de
aturdimiento mental y algo como desesperanza en el co-raz�n. Que ella me hab�a
dicho la verdad, ya no pod�a dudarlo ni por un segundo; era imposible dada su
naturaleza-
- Por haber estado haci�ndome preguntas y diciendo cosas totalmente sin sentido
mientras estaba ah�, embele-sada con la puesta del sol. Me molest� y disip� mi
placer; lo perdonar�, Smith, porque lo quiero. �No cree que lo amo suficiente? Me
es muy querido, m�s querido cada d�a, y atrayendo mi cara me bes� en los labios.
- Querida, me hace feliz de nuevo, fue mi respuesta, pues si su amor aumenta cada
d�a quiz� llegue el momento en que me comprenda y que sea para m� todo lo que yo
anhelo.
- Que sea m�a, solamente m�a, totalmente m�a y que se me entregue en cuerpo y alma.
En cierta forma nos damos, creo, en cuerpo y alma a aquellos a quienes amamos,
dijo, y si a�n no est� satisfecho de que me haya entregado as� de ese modo debe
esperar, pacientemente, sin hacer ni decir nada que voluntariamente enajene mi
coraz�n hasta que llegue la hora en que mi amor sea igual a su deseo. Vamos, agreg�
y levant�ndose, me tom� de la mano y me hizo levantar.
- Nada hay que iguale al lirio arco-iris que llega cuando casi todas las flores han
muerto o han perdido sus colores. �Ha vivido en la luna, Smith, para que yo tenga
que contarle estas cosas?
- No, querida, pero he vivido en aquella isla donde todas las cosas, incluyendo las
flores, eran distintas.
- No.
- Pues ser�a, entonces, in�til contarle. D�game m�s de los lirios arco-iris, pues
soy un gran amante de las flores.
-�Lo es? �Es raro que tuviese un gusto com�n a to-dos los seres humanos? respondi�
con una bonita sonrisa.
Pero es m�s f�cil hacer preguntas que responderlas. Si usted nunca hubiese visto al
sol ocultarse gloriosamente, o al cielo de medianoche refulgir con miles de
estrellas, �podr�a imagin�rselas si yo se las describiese?
- No.
- Debe esperar que surjan de la tierra los lirios arco-iris y del coraz�n el amor.
- Con o sin flores el mundo para m� es un para�so si usted, Yoleta, est� a mi lado.
�Ah, si fuese mi Eva! Qu� dulce es caminar de su mano al anochecer; pero no era tan
grato cuando echaba a correr alej�ndose de m� como un conejo salvaje. Me alegro de
descubrir que a veces camina.
Instant�neamente la persegu�, pero fue en vano aun cuando empe�� todas mis fuerzas.
Ocasionalmente, ca�a de rodillas para admirar alguna flor silvestre o buscar un
capullo de lirio; cada vez que llegaba hasta una piedra grande, saltaba sobre ella
y permanec�a parada inm�vil contemplando los ricos matices del fest�n de co-lores;
mas siempre que me iba aproximando se arrojaba ligera y se alejaba de m� como un
p�jaro salvaje. Can-sado de correr abandon� mi cacer�a, cuerdamente cami-n� solo
hacia La Casa pensando si esa conversaci�n en lo alto de la sierra, y toda la
curiosa informaci�n que por ella hab�a reunido habr�a de convertirme en el m�s des-
dichado o el m�s feliz de los seres sobre la tierra.
CAPITULO XII
Al d�a siguiente, tan pronto como nos hubimos reunido solos formul� no
sin un nervioso escr�pulo la pregunta.
-�Quiere decir, respondi�, que no sabe que tengo una madre; que hay una madre de La
Casa?
-�C�mo podr�a saberlo, Yoleta? respond�. No la he o�do llamar a nadie �Madre":
-�Qu� extra�o, entonces, que nunca lo preguntase hasta ahora! Hay una madre, la
madre de todos, suya desde que ya es uno de nosotros; y ocurre tambi�n de que soy
su hija, su �nica hija. Usted no la ha visto por que nunca ha pedido ser llevado a
su presencia; y ella no est� entre nosotros a causa de su enfermedad. Desde hace
mucho, ella est� atacada de un mal del cual no pue-de recobrarse y por un largo a�o
no ha podido dejar el Aposento de la Madre.
Habl� con los ojos bajos, con voz queda y apenada. Ahora estaba claro que en mi
ignorancia hab�a incurrido en una grave falta de etiqueta hacia las leyes de La Ca-
sa, y ansioso por reparar mi falta, y, adem�s, por saber m�s acerca de la �nica
mujer que en esta misteriosa co-munidad hab�a amado, o al menos hab�a conocido el
ma-trimonio, pregunt� si podr�a verla.
- S�, respondi� tras alguna hesitaci�n aun de pie y con la mirada baja. Luego
repentinamente estallando en llanto exclam�:
-�Oh, Smith, c�mo pudo estar en el mundo y no sa-ber que hay una madre en cada
Casa! �C�mo pudo via-jar y no saber que cuando entra en una Casa, tras salu-dar al
padre, lo primero que debe de hacer es solicitar ser llevado a la presencia de la
madre para adorarla y sentir su mano sobre la cabeza? �No advirti� nuestro asombro
y agravio ante su silencio cuando entr� y c�mo esperamos en vano que hablase?
Estaba mudo de verg�enza ante sus palabras. Muy bien recordaba la primera noche en
la Casa cuando no pod�a sino ver que algo se esperaba de m�, pero nunca me aventur�
a preguntar que se me aclarase qu� era.
que su madre no deseaba verme en ese momento. Parec�a tan apenada cuando me lo dijo
que poniendo sus blan-cos brazos alrededor de mi cuello, como para consolar mi
desilusi�n, hube de refrenar mi deseo de presionarla con preguntas y durante varios
d�as el tema no se toc� en ab-soluto entre nosotros.
- Venga.
120
m�s esa expresi�n desapareci�, dando lugar a una tan ansiosa, anhelante y
suplicante, tan cargada de aguda pena que permanec� contempl�n-dola como quien est�
fascinado hasta que Yoleta tom� mi mano suavemente y me alej�. A�n y pese a la
natu-raleza absorbente del asunto al cual estaba sujeto, ese extra�o rostro parec�a
hechizarme y mirando a trav�s de ese largo desfile de mujeres hermosas de calmo
entrecejo, no hallaba otra parecida.
otras y sus ojos eran m�s grandes y de un verde m�s in-tenso. Hab�a algo
sorprendentemente fascinante para m� en ese rostro p�lido y sufriente, pues, pese
al sufrimien-to, era bello y amoroso; lo que me era m�s querido que todas esas
cosas eran las se�as de pasi�n que exhib�a, la boca petulante y burlona y la
expresi�n entre anhe-lante y desolada de sus ojos que parec�an pertenecer m�s a ese
mundo imperfecto del cual yo hab�a sido separado y el cual a�n era querido por mi
no regenerado coraz�n. En otros aspectos tambi�n se diferenciaba de las otras
mujeres, siendo su vestido una t�nica larga de color azul p�lido con bordados de
flores azafranadas y hojas en el centro, sobre el cuello y las anchas mangas. En el
div�n junto al suyo estaba sentado el padre, teni�ndola de la mano y habl�ndole en
voz baja; dos de los hombres j�venes estaban sentados a sus pies sobre almohadones,
ocupados en bordar; otro permanec�a de pie tras de ella; otro le mostraba un dise�o
y aparentemente le explicaba algo.
Hab�a cre�do hallar una mujer endeble y enferma en una alcoba levemente
iluminada con quiz� una auxiliar a su lado; ahora enfrentando tan inesperadamente a
esta mujer hermosa de arrogante mirada rodeada por otros, me supe confundido y al
sentirme demasiado inhibido para decir algo permanec� silencioso e inc�modo.
-Yo no veo por qu� estaban tan impresionados, sub-ray� despu�s de un rato. Nada hay
muy raro en �l.
Sent� que mi cara enrojec�a de verg�enza y enojo, pues ella parec�a mirarme y
hablar de m� tal como yo hubiese sido una criatura extra�a y semihumana descubierta
en los montes y tra�da como una curiosidad.
- No, no fue su figura, fue s�lo su curioso ropaje y sus palabras las que nos
asombraron, dijo el padre como res-puesta.
- Debe recordar, Chastel, respondi� �l, que nos ha llegado de una extra�a y
distante isla con costumbres distintas a las nuestras, algo que nunca hab�a
escuchado antes. No puedo darle otras explicaciones.
Nada pude responder a esas palabras que cayeron so-bre m� como latigazos y al
observar los otros rostros no advert� ninguna simpat�a hacia m�. La miraban a ella,
�su madre", y escuchaban sus palabras, y sus expresiones eran s�lo de amor y
devoci�n hacia ella, lo que me ha-c�a recordar un poco la cara de los �ngeles de
las telas de Guido en la Coronaci�n de la Virgen.
Con la mirada baja atraves� la galer�a sin prestar aten-ci�n a sus extra�os
p�treos ocupantes, y dejando a mi gentil conductora sin una palabra, desde la
puerta del sal�n de m�sica apur� mis pasos alej�ndome de La Casa.
Mis pasos me condujeron al r�o; segu� su costa por casi un kil�metro y medio y
llegu� por fin a un bosqueci-llo de soberbios �rboles viejos y ah�, me sent� sobre
una vieja y retorcida ra�z junto a las aguas. Hab�a llegado a ese rinc�n oculto
para dar paso a mi resentimiento, pues aqu� podr�a gritar mi amargura si de eso
ten�a ganas ya que no hab�a testigos que me escuchasen. Hab�a conte-nido mis poco
varoniles l�grimas, casi vertidas en pre-sencia de Yoleta y confundidas con oscuros
pensamien-tos, durante mi andar; ahora, estaba sentado, tranquilo y a solas
conmigo, lejos de poder ser observado y lejos de esa simpat�a que mi lacerado
esp�ritu no pod�a tolerar.
No bien me hube sentado, un animal marr�n, grande, con ojos negros redondos y
feroces subi� delante de m� a la superficie del agua a unos cinco metros de mis
pies, y al verme se sumergi� ruidosamente, bajo el agua, que-brando la clara imagen
reflejada con cien ondas. Aguar-d� hasta que la �ltima ondita se hubiese disipado,
mas cuando las superficie estuvo otra vez quieta y lisa como un oscuro cristal,
comenz� a afectarme el profundo si-lencio, la melancol�a de la naturaleza y por un
algo que llegaba desde natura - fantasma, emanaci�n, esencia - yo no s� qu�. Mi
alma, no mis sentidos, lo percib�an, de pie, el dedo sobre los labios, inm�vil
sobre el agua que no reflejaba su imagen, el claro �mbar de los rayos so-lares
pasaban sin apagarse a trav�s de su substancia. A mi alma el ��Calla!" era audible
y otra y otra vez "�Ca-lla!"... hasta que el tumulto que en m� hab�a se aquiet�
y no pod�a pensar mis propios pensamientos. Pod�a tan solo escuchar, reteniendo el
aliento, aguzando mis sentidos para captar alg�n sonido natural por leve que fuese.
All� a lo lejos, a la distancia sombr�a, en alg�n pastizal azul, una vaca mug�a y
el sonido recurrente pa-saba como el zumbido del vuelo de los insectos y se ha-r�a
m�s d�bil a�n como un sonido imaginario hasta cesar. Una hoja seca cay� de lo alto
del �rbol, escuch� mientras revoloteaba tocando otras hojas en su ca�da y hasta que
la hierba silenciosa la recibi�. Luego, mientras esperaba otra hoja, de repente,
sobre mi cabeza, lleg� la breve, delirante melod�a de alg�n cantor rezagado, el
canto como de un petirrojo escuch�ndose clara y reconocible como el son del
clarinete: brillante, alegre, inesperado, encerrando esa tranquila melancol�a que
llega a la men-te como una lluvia de rojo y oro bordado sobre un fon-do p�lido y
neutro.
El sol se ocultaba y al bajar iluminaba las copas de los viejos �rboles aqu� y
all�, transform�ndolos en pila-res de rojas lenguas de fuego mientras otros, entre
som-bras m�s oscuras, parec�an como contraste pilares de �bano y dondequiera que el
follaje fuese menos espeso los rectos rayos se filtraban d�ndoles a las hojas secas
una transparencia y esplendor que era semejante a un cristal te�ido en los
ventanales de alguna catedral al oscurecer. A lo largo todo del r�o se comenz� a
levantar una blanca niebla, sopl� un leve viento y el vaho fue arrastrado,
inundando los juncos y arbustos, ci�endo con sus brazos fantasmales los viejos
�rboles, Contemplando la niebla y escuchando �las sinfon�as y murmullos del aire�
susurradas por la suave brisa, sent�a que ya no hab�a m�s enojo en mi alma. La
naturaleza y algo den-tro de ella y algo m�s que ella hab�an donado su "suave
influencia", curado a su criatura "vagabunda y malhu-morada" a fin de que no
pudiese m�s ser "una cosa cho-cante y discordante" ante su sagrada y dulce
presencia.
CAPITULO XIII
-�Por qu� no vino a cenar, Smith?, pregunt�, �por qu� se le ve tan triste?
-�Necesita preguntarlo, Yoleta? �Oh, me habr�a he-cho tan feliz haber podido ganar
el afecto de su madre! �Si ella s�lo supiese cu�nto lo deseo y cu�nto simpatizo con
ella! Pero jam�s le agradar� y cu�nto hubiese que-rido decirle deber� quedar sin
pronunciar.
- No, no es as�, dijo, venga conmigo ahora a verla, si usted se siente as�, ella le
ser� amable. �C�mo podr�a ser de otro modo?
Yo mucho me tem�a que me aconsejara una impruden-cia; mas, ella era mi gu�a, mi
amiga y maestra en La Casa y me resolv� a acceder a su deseo. No hab�a lu-ces en la
larga galer�a cuando volvimos a entrar; s�lo los blancos rayos lunares que
atravesaban las altas ven-tanas iluminaban una columna o un grupo de estatuas que
arrojaban negras sombras sobre el piso y la pared dando al sitio una apariencia
sobrenatural. Una vez m�s,
- Cu�nteme, Yoleta, �qui�n es? susurr� �Es la estatua de alguien que vivi� en esta
casa?
- Pero, �por qu� tiene ella esa expresi�n extra�a y afligida en su rostro? �fue
ella desdichada?
-�Oh, no puede advertir su desdicha! Ella soport� muchas penas y la calamidad que
las coron� fue la p�r-dida de siete hijos bien amados. Se hab�an ido juntos a la
monta�a y no regresaron cuando se los esperaba; por largos a�os aguard� sus
noticias. Se conjetura que una enorme roca se habr�a desprendido y que en su ca�da
los aplast� y arrastr�. La pena por los hijos desaparecidos emblanqueci� sus
cabellos y dio a su rostro esa expre-si�n.
-�Oh, entonces es una tradici�n familiar muy vieja! Pero, la estatua, �cu�ndo fue
hecha y colocada aqu�.
- Ella la hizo colocar aqu�. Fue su deseo que la pena que soportaba se recordase en
La Casa en todos los tiem-pos, pues nadie hab�a sufrido como ella. La inscripci�n
que hizo grabar en la piedra dice que si alguna vez una madre tuviese una pena
mayor, la estatua deb�a ser sa-cada de su lugar y destruida y sus fragmentos
enterrados junto con todas las cosas olvidadas y el nombre de Isar-te borrado de La
Casa.
Me oprim�a el pensar que por un tan prolongado tiem-po ese rostro de pesar
indecible hubiese contemplado a tantas generaciones que se sucedieron.
- Es extra�o, murmur�, pero cree, Yoleta, que el pe-sar de una persona puede
perpetuarse as� en la casa, pues, �qui�n puede admirar ese rostro sin pena aun
cuando
- Pero ella era una madre, Smith, �no lo entiende? No estar�a bien que nosotros
quisi�semos que nuestros pesares se recordasen por siempre causando una pena a
quienes nos suceden; pero en una madre es distinto: sus deseos son sagrados y su
voluntad es justa.
Yoleta se acerc� y agach�ndose toc� con sus labios el p�lido e inm�vil rostro.
- Madre, dijo, he tra�do a Smith de nuevo; est� an-sioso por decirle algo si lo
quiere escuchar.
-�Qu� es lo que desea decirme?, inquiri�. Sus pala-bras no eran muy acogedoras, mas
su voz son� algo m�s grata ahora y yo de inmediato comenc�
- Calle, dijo antes que hubiese pronunciado dos pala-bras. Espere hasta que esto
termine, estoy escuchando la voz de Yoleta.
- Entonces, dije, debo decirle c�mo pas� el tiempo tras verla hoy, pues estaba solo
y nadie puede decirle qu� hice. Me alej� por la ribera del r�o hasta llegar al
bosquecillo de grandes �rboles junto a la orilla y all� permanec� sentado hasta que
sali� la luna, con mi cora-z�n rebosando de pena y amargura inenarrables.
- Cuando supe de usted y la vi, mi coraz�n se dirigi� hacia usted y anhel� por
sobre todas las cosas del mun-do que se me permitiese amarla, servirla y ganar un
lugar en su afecto, pero su mirada y sus palabras s�lo expresaron desprecio y
desagrado hacia m�. �No habr�a sido raro que yo no me sintiese desgraciado?
-�Oh!, respondi�. Ahora puedo comprender la causa de la sorpresa que sus palabras
han causado en La Casa. Sus mismos sentimientos parecen distintos a los nuestros.
Ninguna otra persona habr�a experimentado los senti-mientos de que habla por esa
causa. Es justo arrepen-tirse de sus faltas y soportar su carga mansamente, pero es
signo de un esp�ritu indisciplinado el sentir amargura y el desear arrojar la culpa
de sus sufrimientos sobre otros. Olvida que yo ten�a un motivo para estar profun-
damente ofendida con usted y adem�s tambi�n olvida mis continuos sufrimientos que a
veces me hacen apa-recer brusca y poco amable contra mi voluntad.
Sus palabras s�lo me parecen ahora dulces y gracio-sas, argument�; y le han sacado
un peso a mi coraz�n y s�lo
- Es bueno que pueda tener esos sentimientos, pero es in�til expresarlos, dijo
gravemente; si tales deseos pu-diesen cumplirse, mis sufrimientos habr�an cesado
hace mucho ya que cualquiera de mis criaturas habr�a alegre-mente dado su vida para
procurar mi alivio.
-�Oh, esta es amargura, real amargura, una que usted no puede conocer, dijo despu�s
de un rato. Para usted y para otros siempre est� el refugio de la muerte tras el
sufrimiento prolongado: la breve congoja de la descom-posici�n, enfrentada
valientemente, no es nada compara-do con esta lenta agon�a como la m�a, con sus
largos d�as y sus noches interminables, prolong�ndose por a�os y la enorme negrura
del final siempre en la mente. Esto s�lo una madre lo puede saber desde el horror
de total oscuridad y el vano aferrarse a la vida aun cuando haya dejado de tener
esperanza alguna o placer en ella; es la cuota que debe pagar por su alto rango.
- S�, joven; por eso es tan amargo el pensarlo. En la vejez los sentimientos no son
tan vehementes.
Fue entonces que de repente extendi� sus manos hacia m� y cuando le ofrec� las m�as
tom� mis dedos apre-s�ndolos nerviosamente y levant�ndose tom� la misma posici�n de
la tarde.
-�Ay, por qu� debo yo estar agobiada con miserias que otros no han conocido,
exclam� excitada; �Haber sido colocada sobre otros, tan joven; tener s�lo una �nica
criatura; luego, tras tan breve periodo de dicha, estar castigada con la
esterilidad y este lento mal siempre carcomiendo como una �lcera maligna las ra�ces
de la vida! �Qui�n ha sufrido como yo en La Casa? S�lo t� Isarte, entre los
muertos, yo ir� hacia ti, pues mi pena
es mayor de lo que pueda soportar y pueda ser que halle consuelo a�n en hablar a
los muertos y a la piedra. �Puede tomarme en sus brazos?, dijo, abraz�ndose a mi
cuello. Lev�nteme en sus brazos y ll�veme junto a Isarte.
-�Isarte, Isarte, qu� yertos est�n tus labios!, mur-mur� con voz queda y
desesperada. Ahora que miro dentro de estos ojos, que son los tuyos y sin embargo
no tuyos y beso estos labios p�treos �qu� penosamente me empuja hacia el pecado la
sed de mi coraz�n! Pero el sufrimiento no ha turbado mi raz�n. S� que es una ofensa
pedirle algo a El que nos da la vida, todo lo bueno libre-mente y no siente placer
al vernos miserables. Este pen-samiento me frena; de lo contrario yo le implorar�a
que tornase esta piedra en carne y por una breve hora tra-jese de regreso al ido
esp�ritu de Isarte, pues no hay ser viviente que pueda comprender mi pesar; mas, t�
s� lo comprender�as y colocar�as mi fatigada cabeza sobre tu pecho y me cubrir�as
con tu cabellera encanecida por la pena como con un manto. Pues tu pena fue como la
m�a y excedi� a la m�a y alma alguna podr�a medirla; por lo tanto, en la sed de tu
coraz�n, miraste hacia el lejano futuro donde alguien, quiz�, tendr�a una pena as�
y sufrir�a sin esperanza, como t� sufriste y medir�a tu pena y venerar�a tu memoria
y se sentir�a unida a ti a trav�s del espacio de largas centurias. T� me hablar�as
de todo y me dir�as que la mayor pena est� en irse hacia la oscuridad, sin dejar
uno de tu sangre y tu esp�ritu
132
para heredar La Casa. Esta es tambi�n mi pena, Isarte, pues yo soy est�ril y estoy
carcomida por la muerte y pronto partir� para estar donde t� est�s. Cuando me haya
ido, el padre de La Casa no acoger� a otra en su seno, pues es anciano, su vida ya
est� casi cumplida y a poco me seguir�, pero sin la pena y la angustia m�as que
nublen su esp�ritu sereno. �Y qui�n entonces here-dar� nuestro lugar? �Ay, hermana
m�a! �Qu� duro es pensar en esto! Pues entonces una extra�a ser� la madre de La
Casa, y mi �nica hija se sentar� a sus pies y la llamar� madre, sirvi�ndola con sus
manos, ador�ndola con su coraz�n!
- No diga nada m�s, dijo con acento de desagrado, esto supongo es otra de esas
grotescas fantas�as que a veces ha contado, reci�n llegado acerca de las cuales he
o�do ya bastante. Que toda la gente debiera ser igual y todas las mujeres esposas y
madres me parece a m� un tremendo desorden y una idea repulsiva. El �nico consuelo
en mi dolor, la �nica gloria de mi vida es que no podr�a existir en un estado como
ese y mi condici�n ser�a realmente lamentable. Todos los dem�s ser�an igual-mente
miserables. La raza humana se multiplicar�a hasta que los frutos de la tierra
fuesen insuficientes para ali-mentarlos y la tierra se colmar�a con seres
degenerados, muertos de hambre y con la mente envilecida, todos pen-dientes de una
existencia sin alegr�a. La vida es dura para m�, pero no para otros; estos son
asuntos que no le ata�en y es presuntuoso que uno de su condici�n el intentar
consolarme con ociosas fantas�as.
- El padre ha dicho hoy que usted ha llegado aqu� desde una isla donde las
costumbres de la gente son distintas a las nuestras y quiz� uno de sus no felices
m�todos sea el de buscar curar una real miseria, ima-ginando otro imposible e
inmensurablemente mayor. De ninguna otra manera puedo yo justificar las extra�as
palabras que me ha dicho, pues no puedo creer que raza alguna pueda existir para
practicar hoy en d�a las cosas que usted dice. Recuerde que no interrogo ni deseo
ser informada. Tenemos maneras distintas; pues aun cuando pueda concebirse que las
miserias del presente pudiesen ser mitigadas y olvidadas por un tiempo, entregando
el alma a las ilusiones, aun convocando ante la mente im�-genes repulsivas y
terribles, eso ser�a utilizar desleal-mente y pervertir las brillantes facultades
que nuestro padre nos ha dado. Por lo tanto no buscamos otro sost�n durante todos
nuestros sufrimientos y calamidades que la �nica de la raz�n. Si desea mi afecto no
volver� a hablar de esas cosas otra vez, pero habr� de procurar purificarse de su
vicio mental, el cual podr� a veces, en per�odos de sufrimiento, otorgarle un falso
consuelo por un corto tiempo s�lo para degradarlo y hundirlo luego en una mayor
miseria. Ahora debe dejarme.
Esta aguda censura no me enoj�, pero me puso muy triste, pues ahora percib�a con
suma claridad que a trav�s de mi acercamiento a Chastel no habr�a de obtener nin-
guna ventaja, dado que era necesario ser tan circuns-pecto con ella. Muy preocupado
y en un cierto estado de confusi�n mental me levant� para salir. Entonces, coloc�
su delgada y febril mano sobre la m�a.
Con tal consuelo otorgado en esas palabras dispen-sadas, regres� al sal�n de m�sica
y al hallarlo vac�o sal� a la terraza en donde estaban los otros, unos pa-seando en
grupos o parejas, conversando y gozando esa noche de plenilunio. Alej�ndome un poco
me sent� en un banco bajo un �rbol; muy pronto Yoleta se acerc� y escudri�ando de
cerca mi cara dijo:
CAPITULO XIV
Despu�s de mi paseo con Yoleta - si as� puede lla-m�rsele- comenc� a aguardar que
floreciesen los lirios arco iris y pronto descubr� que por doquier bajo los pas-tos
comenzaban a brotar de la tierra. Primero los hall� en el h�medo valle del r�o;
mas, poco despu�s, advert� que abundaban por igual en las tierras altas y aun en
sitios �ridos y pedregosos, donde se demoraron m�s. Sent� gran curiosidad por estas
flores a las cuales Yoleta se hab�a referido con tanto entusiasmo, y controlaba el
lento crecimiento de sus largos y delgados capullos, d�a tras d�a, con considerable
impaciencia. Por fin, en una h�meda hondonada del monte, me deleit� al hallar un
capullo en flor. Por su forma se parec�a a un tulip�n, m�s abierto y su color era
del m�s v�vido amarillo ana-ranjado; ten�a un delicado perfume, era muy bello con
un particular brillo de cera sobre sus gruesos p�talos; empero estaba algo
decepcionado, puesto que su nombre - lirio arco iris- y las palabras de Yoleta me
hab�an echo aguardar una flor multicoloreada de sorprendente belleza.
Cort� con sumo cuidado el lirio y lo llevaba al hogar para ofrec�rselo cuando
record� que s�lo en una ocasi�n le hab�a visto flores entre sus manos o en manos de
los otros; fue al enterrar a uno de sus muertos. Jam�s usaban una flor, tampoco
hab�a visto alguna en La Casa ni en la habitaci�n donde Chastel estaba retenida
pri-sionera de su mal y donde su mayor deleite era percibir la naturaleza en toda
su beldad y fragancia a trav�s de las conversaciones con sus criaturas. Las �nicas
flores de La Casa se encontraban en sus vitrales o estaban trabajadas en el metal o
talladas en madera, o eran inmortales flores de piedras de variadas tonalidades
bri-llantes en mosaicos. Comenc� a temer que hubiese al-guna superstici�n que
pudiese hacerles parecer mal el cortar flores excepto para ceremonias funerarias, y
teme-roso de ofenderlos por falta de conocimientos dej� caer el lirio y nada dije
acerca de �l a nadie.
Antes que se hallasen m�s lirios abiertos una pena inesperada me invadi�. Una
tarde, tras haberme cam-biado al regreso del campo, fui llevado a la sala de los
juicios y de inmediato llegu� a la conclusi�n de que,ignor�ndolo, hab�a ca�do en
desgracia; mas, al llegar al no confortable aposento percib� que ese no era el
caso. Mirando en derredor a la asamblea convocada, not� la ausencia de Yoleta y mi
coraz�n se acongoj� y hasta dese� que mi primera impresi�n hubiese sido la
correcta. Sobre la gran mesa de piedra, delante de la cual el padre estaba sentado,
hab�a un folio abierto, la hoja desplegada estaba s�lo iluminada en sus partes
superior y margen interior; not� que la parte coloreada superior, la cual estaba
rasgada y desgarrada, se extend�a hasta casi la mitad de la p�gina.
- Hija m�a, dime ahora c�mo y por qu� hiciste esto, tal su demanda, se�alando el
volumen abierto.
- Oh, padre, vea esto - respondi� entre sollozos y tocando la parte inferior del
margen coloreado, con sus dedos; �Advierte usted qu� mal coloreado est�?, yo hab�a
estado tres d�as alterando y retoc�ndolo y a�n no me agradaba. Entonces, con s�bita
ira, alej� el libro y viendo que se resbalaba del atril, sujet� la hoja para
prevenir su ca�da, pero fue rota por el peso del libro. �Oh, padre querido! �Me
perdonar�?
-�Perdonarte, hija? �Ignoras cu�nto me acongoja cas-tigarte, pero c�mo puede ser
perdonada esta ofensa a La Casa que permanecer� como una evidencia en contra
nuestra de generaci�n en generaci�n? Puesto que nosotros pasamos, pero La Casa
permanece por siempre y los escritos que dejamos sobre ella, ya sean buenos o malos
tambi�n quedan para siempre. Una palabra �spe-ra es algo da�oso, pero un hecho
perjudicial es peor. El da�o causado a La Casa no puede ser olvidado, pues la
m�cula en la piedra se mantiene en su lugar; y el crudo color, sin armon�a, no
puede lavarse con agua. Considera, hija m�a, la larga vida de La Casa. �Cu�ntos
hombres por nacer volver�n las hojas de este libro y al llegar a esta hoja se
sentir�n ofendidos ante tan agraviantedesfiguraci�n! Si nosotros, los de esta
generaci�n es-tuvi�semos destinados a vivir por siempre, esto podr�a inscribirse en
esa hoja como castigo y advertencia: Yo-leta lo rompi� en su ira . Pero nosotros
pasaremos y no seremos nada para las generaciones siguientes y no estar�a bien que
el nombre de Yoleta fuese recordado por el da�o causado a La Casa y cayese en el
olvido lo hecho a su favor.
Esto me pareci� un castigo muy severo y casi cruel por una tan trivial ofensa o
casi accidente; empero, quiz�, ella no pensara igual, ya que bes� su mano como con
gratitud por la lenidad del castigo.
- Dime, hija, dijo coloc�ndole su mano sobre la ca-beza y observ�ndola con ojos
empa�ados, �qui�n te aten-der� en tu reclusi�n?
Ella murmuro:
Edra.
Los d�as que se sucedieron fueron para m� tristes m�s all� de lo que pudiese ser
descrito. Por primera vez tuve cabal conciencia de la fuerza de mi pasi�n que se
hab�a transformado en un fuego que se consum�a en mi pecho y s�lo pod�a terminar en
profundo infortunio,quiz� en la destrucci�n, o bien en la p�rdida de felicidad como
ning�n mortal hubiese sentido antes. Deambulaba silenciosamente como un ser a quien
le hubiese sobreve-nido una tremenda calamidad; hab�a perdido todo inte-r�s en mi
trabajo; los alimentos me parec�an ins�pidos; el estudio y la conversaci�n se
hab�an tornado fatigantes; aun aquellos divinos conciertos que pr�cticamente se�a-
laban la finalizaci�n de cada jornada tranquila ya no ten�an su encanto desde que
la voz de Yoleta, que el amor hab�a hecho que mi torpe o�do supiese distinguir, ya
no participaba en �l. No me estaba permitido ir al Aposento de la Madre desde ese
atardecer y la prohibi-ci�n se extend�a tambi�n a los dem�s, con excepci�n de Edra;
pues a esa hora, cuando la costumbre se�alaba que la familia se reun�a en el sal�n
de m�sica, Yoleta era llevada desde su encierro para que permaneciese con su madre.
Esto se me dijo y yo tambi�n deduje por medio de preguntas hechas con
circunloquios: que siem-pre la madre ten�a el poder de hacer llegar hasta ella a la
persona bajo castigo, estando, como estaba ella por encima de la ley; pod�a hasta
perdonar a un delincuente y liberarlo si ten�a voluntad de hacerlo; mas, en este
caso no hab�a querido usar su prerrogativa, probablemente porque sus sufrimientos
no hab�an nublado su entendi-miento. Ellos - pensaba con amargura- la estaban tra-
tando con extrema dureza. Ambos, el padre y la madre.
El gradual florecer de los lirios arco-iris s�lo serv�a para recordarme cada hora y
cada minuto el esp�ritu jo-ven y vivaz tan duramente privado del placer que hab�a
pregustado con anticipaci�n. Ella, m�s que ninguno, se regocijaba con la belleza de
este mundo visible contem-plando la naturaleza en algunas de sus formas y modali-
dades, sinti�ndose casi al borde de la adoraci�n; pero �Ay! s�lo a ella se le
privaba de esta gloria que Dios hab�a diseminado sobre la tierra para deleite de
sus criaturas.
Ya sab�a por qu� a estas flores autumnales se les lla-maba arco-iris y recordaba
c�mo Yoleta me hab�a contadoque le brindaban a la tierra una belleza que no pod�a
ser descrita. ni imaginada. Las flores eran induda-blemente de una sola especie,
ten�an la misma forma y perfume aunque variaba mucho su tama�o seg�n la naturaleza
del terreno en el cual florec�an. Pero, ade-m�s, en distintos lugares y situaciones
variaba su color que al crecer iba pasando por distintos tonos y tambi�n se
alteraba si el terreno era distinto. A lo largo de los valles donde primero
comenzaban a florecer y en todos los lugares h�medos el tono era amarillo, variando
de acuerdo con el grado de humedad en los distintos lu-gares del rosa p�lido al
anaranjado fuerte y �ste pasando al rojo escarlata y a rojos de diversos matices.
Sobre las llanuras abundaban los rojos que se tornaban p�r-puras en las laderas y
monta�as; en las cimas el color era azulado y �ste mismo ten�a sus matices del m�s
profundo azul de las flores del aciano hasta el delicado celeste en las crestas de
los no me olvides y jacintos.
El tiempo era singularmente favorable para aquellos que pasaban su tiempo admirando
los lirios y tal pare-c�a ser la principal ocupaci�n de los cofrades excep-tuando,
por cierto, a la enferma Chastel, a la encarce-lada Yoleta y a m�; estaba yo
demasiado deprimido para admirar algo. Se suced�an los d�as luminosos y calmos sin
una sola nube como si los elementos se sujetaran para no arrojar ni una sombra
sobre los sagrados y ven-turosos lirios en su m�stico esplendor. Cada ma�ana uno de
los hombres se alejaba de La Casa y hac�a sonar el cuerno que se escuchaba
claramente a m�s de dos kil�-metros y de inmediato la caballada en parejas y
tropillas se llegaba al galope y permanec�a toda la ma�ana reto-zando y pastando
cerca de La Casa. Estos caballos eran ahora requeridos constantemente; todos los
miem-bros de la familia - hombres y mujeres- pasaban varias horas diarias
cabalgando por los campos circundantes, al parecer sin un fin determinado. No me
contagi�, pues aun cuando yo hab�a sido un audaz jinete (en mi propio pa�s) y
adem�s excesivamente amante de cabalgar, sumodo de hacerlo sin freno y utilizando
diminutos estribos de paja me parec�a poco seguro y c�modo.
-Smith - me dijo con una sonrisa grave- si usted no puede sentirse feliz sino
cuando trabaja en el bosque con su hacha, debe seguir con su tarea de cortar le�a,
pero debo confesar que me sorprende tanto verlo enca-minarse, en un d�a como hoy, a
su trabajo como si lo viese caminando en postura invertida, de cabeza y bam-
boleando sus pies en el aire.
El hizo una pausa, mas yo no supe que decirle en respuesta y al momento �l resumi�;
- Hijo m�o, hay caballos aguard�ndolo y al menos que usted sea mentalmente distinto
a nosotros m�s all� de lo que jam�s haya podido imaginar, usted ahora tomar� uno de
ellos y cabalgar� hasta las sierras, donde debido a la ausencia de bosques la
tierra puede ser mejor admirada.
Estuve por agradecerle y volverme, pero el pensa-miento de Yoleta, para quien cada
pesado d�a parecer�a un a�o, oprimi� mi coraz�n y continu� de pie inm�vil, con la
mirada baja, deseando, pero temiendo hablar.
- Padre, respond� con esa palabra que por vez pri-mera osaba proferir con labios
temblorosos; la belleza terrenal es mucho para m�, pero no puedo dejar de re-cordar
que para Yoleta es a�n mucho m�s y ese pensa-miento me quita todo el placer. Las
flores marchitar�n y ella no las ver�.
- Hijo m�o, me alegra oir esas palabras, - dijo un tanto para mi sorpresa, pues
mucho tem�a haber sido de-masiado audaz. - Ahora veo, continu�, que este parecer
indiferente que me causaba cierta pena no proviene de su incapacidad para sentir,
como nosotros, sino por un tierno y compasivo amor, la m�s preciosa de todas nues-
tras emociones que habr� de servir para acercarlo m�s a nosotros. Mucho he pensado
en Yoleta a lo largo de estos hermosos d�as, sufriendo por ella y esta ma�ana la he
permitido ir a las sierras a fin de que durante este d�a, al menos, pueda compartir
nuestro placer.Casi sin esperar que otra palabra fuese dicha regres� presto a La
Casa, muy ansioso por cabalgar. La peque�a montura de paja me pareci� tan
confortable como un di-v�n, no ech� de menos la brida, pues acuciado por el intenso
deseo de encontrar y hablar a mi amor habr�a podido cabalgar con destreza sobre el
lomo resbaladizo de una jirafa lanzada sobre un suelo desparejo y per-seguido por
una jaur�a de leones. All� me fui a una velocidad quiz� nunca lograda por el
ganador de un Derby; hac�a silbar al viento las relucientes crines de mi caballo,
valle abajo, cuesta arriba, volando como un p�jaro sobre rugientes cascadas, rocas
y arbustos espi-nosos, sin detenerme hasta que estuve muy lejos entre esas sierras
donde aquel extra�o accidente me hab�a ocurrido y del cual me hab�a recobrado para
hallar la tierra tan cambiada. Ascend� luego la alta sierra verde cuya cima deb�a
haber estado sobre los trescientos me-tros de los campos circundantes. Cuando hube
al fin alcanzado esa elevaci�n, cosa que logr� caminando y tre-pando, sigui�ndome
d�cilmente mi caballo, la riqueza y novedad de la escena no imaginable e
indescriptible que se ofrec�a me afect� de manera extra�a, golpeando mi coraz�n y
sintiendo un dolor intenso y no acostumbrado. Por primera vez experiment� el poder
milagroso que posee la mente de reproducir instant�neamente y sin perspectiva las
circunstancias, sentires y pesares de lar-gos a�os; una experiencia que le llega a
un ser repenti-namente enfrent�ndose con la muerte o en momentos de suprema
agitaci�n. Miles de recuerdos y pensamientos revivieron en m�: estaba ahora
consciente como no lo hab�a estado antes del pasado y el presente, y ambos exist�an
en mi mente; sin embargo, separados por un enorme abismo de tiempo blanco y
desconocido que a�n me oprim�a en su horrible vastedad. �Qu� sin objeto y
solitario, qu� horrible parec�a mi situaci�n! Era como quien sintiese que bajo sus
pies el mundo de pronto se hac�a trizas entre cenizas, y polvo que se dispersaban
en el vac�o sin l�mites, mientras se sobrevive, arrastradohacia alg�n oscuro
planeta cuyo extra�o aspecto, aun cuando bello, lo llena de un terror indefinible.
Yo sab�a, y el saberlo s�lo intensificaba mi pena, que mi agitaci�n, la lucha de mi
esp�ritu por recobrar esa vida perdida eran como los vanos aletazos de alg�n p�jaro
del monte llevado a miles de kil�metros sobre el mar, en el cual, finalmente, habr�
de caer y perecer.
Tal estado mental no puede perdurar por m�s de unos pocos momentos y al esfumarse,
qued� nost�lgico y des-animado.
Con la mirada apagada, sin alegr�a en los ojos, segu� mirando por m�s de una hora
la perspectiva del bajo; ya di por perdida toda esperanza de ver a Yoleta, al no
haber, hasta ese momento, hallado una sola persona des-de que comenc� a andar. A mi
alrededor la cima estaba salpicada de peque�os lirios de un delicado color azul y
los picachos vecinos aparec�an todos de un tono ce-r�leo. M�s abajo, esto se
transformaba en la p�rpura de las laderas y el rojo de los llanos, mientras que los
valles orlados de rojo eran como r�os de fuego amarillo rojizo. A la distancia la
niebla autumnal ofrec�a un efec-to subyugante y armonioso sobre ese mar de
brillante color y m�s lejos, sobre el inmenso horizonte, todo se dilu�a en un suave
azul universal. Sobre este florido pa-ra�so mis ojos vagaban inquietos, pues ten�a
impaciencia en el coraz�n y hab�a perdido el poder de gozar. Con una leve amargura
record� alguna de las palabras que el padre me hab�a dicho esa ma�ana. Todo estaba
muy bien, pens�, para este venerable de blancas barbas que habl� de refrescar el
alma con la contemplaci�n de tanta belleza; pero �l parec�a perder de vista el
impor-tante hecho de que hab�a una considerable diferencia entre nuestras
respectivas edades; que la violenta sed del coraz�n, que �l dudosamente hubiese
experimentado una vez en su vida, como hambre f�sica, no pueden apa-garse con
espl�ndidos crep�sculos, arco-iris o lirios arco--iris, no importa cu�n bellas
apareciesen ante los ojos.De pronto, en un segundo picacho m�s bajo de la larga
monta�a a la cual hab�a ascendido, divis� una persona a caballo, detenida, inm�vil
como una figura de piedra. A la distancia el caballo no parec�a m�s grande que un
galgo. Era tan maravillosamente transparente el aire de la monta�a que con claridad
reconoc� a Yoleta como la jinete y salt� sobre mi cabalgadura mientras agitaba mi
mano para atraer su atenci�n, al tiempo que galopaba temerariamente cuesta abajo,
mas, cuando alcanc� el pi-cacho opuesto ya no estaba ah�, ni en ninguna parte: era
como si la tierra se hubiese abierto y la hubiese devorado.
CAPITULO XV
Cierto d�a, mi gentil maestra, tras fijar con honestidad y franqueza una larga
mirada directamente a mi rostro, me dijo:
-�Sabe que est� cambiado? Toda su alegr�a lo ha abandonado y est� p�lido, flaco,
triste... �por qu� ocu-rre esto?
Mi rostro enrojeci� ante esa pregunta tan directa, pues yo ten�a conciencia de ese
cambio y deambulaba continuamente, temeroso de que otros pudiesen adver-tirlo y
sacar sus propias conclusiones. Ella segu�a obser-v�ndome, hasta que por real
verg�enza volv� el rostro;pues si yo hubiese confesado que la separaci�n de Yo-leta
la hab�a causado, ella sabr�a cu�l era mi sentir y tem�a que cualquier declaraci�n
prematura pudiese sig-nificar la destrucci�n de mis proyectos.
- Est� apenado por Yoleta. Lo advert� desde el pri-mer momento. Le he de decir cu�n
p�lido y triste se ha vuelto, tan distinto de lo que era. Pero �por qu� vuelve el
rostro?
- Si sabe, dije, que estoy apenado por Yoleta, �no puede imaginar por qu� vuelvo mi
cara y dudo?
- No �por qu�? usted me quiere a mi tambi�n aunque no con tan grande amor, pero
nosotros nos amamos, Smith, y puede confiar en mi.
La mir� fijamente a la cara, realmente al fondo de sus ojos transparentes era f�cil
comprender que ella no ha-b�a intuido lo que yo hab�a dicho.
- No, Smith, es una ofensa sugerir o aun pensar tal cosa por mucho que pueda
amarla, pues a ella no le est� permitido conversar directamente ni a trav�s m�o con
nadie. Me cont� que lo vio en las sierras procurandodarle alcance y eso la apen�
mucho. Mas, ella le per-donar� cuando le haya dicho cu�n profundo es su amor y que
su deseo de verle la cara le hizo olvidar lo da�o-so que era aproxim�rsele.
Cuando el �ltimo de esos interminables treinta d�as lleg�, el d�a que, de acuerdo
con mi computaci�n, Yole-ta recobrar�a su libertad antes de la puesta del sol, me
levant� temprano de mi camastro de paja, en el cual me hab�a revuelto insomne toda
la noche, imposibilita-do de dormir ante la perspectiva de la reuni�n y la fie-bre
de impaciencia que me dominaba. Las aguas frescas del r�o me reanimaron y cuando
estuvimos reunidos en el sal�n del desayuno not� que Edra me observaba con una
sonrisa interrogadora jugando entre sus labios. Le pregunt� la causa.
Despu�s que nos hubi�semos dispersado, resolv� ir al monte y pasar el d�a ah�.
Hac�a varios que hab�a evita-do cortar le�a, pero, ahora, me parec�a imposible
dedi-carme a tarea alguna que fuese tranquila, sedentaria, dado la impaciencia que
me consum�a y la tremenda ener-g�aque bull�a. Ambas hac�an que necesitase una tarea
violenta que extenuase mi f�sico y le diese, quiz�, un descanso a mi mente.
- Oh, mi dulce amada, por fin, por fin mi pena ha lle-gado a su t�rmino, murmuraba,
mientras la estrechaba m�s y m�s junto a mi coraz�n, y besando su rostro que-rido
que aparec�a tanto m�s delgado que cuando la vie-se la �ltima vez. Ella ech� hacia
atr�s su cabeza, como Genoveva en la balada, para mirarme a la cara, sus ojos con
l�grimas cristalinas y alegres que no apagaban su brillo. Pero su rostro estaba
p�lido con una palidez me-lanc�lica, tal como el de la rosa de la Glorie de Dijon.
S�lo ahora la excitaci�n hab�a arrebolado sus mejillas con los colores de aquella
rosa; ese rosado tan distinto a la lozan�a de otros rostros de �pocas pret�ritas,
m�s tier-no, delicado y precioso que todos los tintes de la natura-leza.
- Yo s�, dijo, cu�nto te has apenado por m�, que es-tabas p�lido y demacrado. Oh,
qu� extra�o que me amases tanto!
- Oh, no puedo expresar cu�nto me alegra pero, �no estoy aqu� entre tus brazos para
demostr�rtelo? Cuando supe que te hab�as dirigido al monte no aguard� y corr� hacia
aqu� lo m�s r�pido que pude. �Recuerdas aquella noche en la sierra cuando me
disgust� por tus preguntas y que no pod�a comprender tus palabras? Ahora, que te
quiero tanto, puedo comprenderlas mejor: Dime, �No he hecho como me ped�as y me he
entregado en cuerpoy alma? �C�mo te han cambiado treinta d�as! �Oh, Smith, me amas
tanto?
Ella segu�a observ�ndome fijamente, sus l�grimas de alegr�a a�n brillaban en sus
ojos, pero sobre ese dulce y hermoso rostro, tan lleno de cambiantes expresiones,
para mi desesperanza, no hall� la que yo buscaba, nin-g�n signo de ese rubor
femenino que encendi� a Geno-veva en la balada, brindando su exquisita gracia a los
ojos de su amante.
- Yo tambi�n so�� contigo; fue despu�s que Edra me contase lo p�lido y triste que
estabas.
- So�� que estaba en mi lecho, acostada, despierta, en-vuelta por los rayos
lunares; ten�a fr�o y lloraba amarga-mente por haber sido dejada sola por tanto
tiempo. De pronto, te vi parado a mi lado, a la luz de la luna ��Pobre Yoleta!,
dijiste, tus l�grimas te han enfriado como una lluvia invernal". Luego, me las
enjugaste a besos y cuan-do me tuviste entre tus brazos apoy� mi rostro contra tu
pecho y descans� feliz, arropada por tu amor.
con una de las inmortales. Trat� de recordarlos, pero mi mente se confund�a cada
vez m�s. �No era ella un ser de un orden superior al m�o? Era una tonter�a pensar
de otra manera; mas, �c�mo se hab�an compor-tado siempre los mortales cuando
quisieron desposar a seres celestiales? Entorn� los ojos para pensar y al vol-ver a
abrirlos vi a Yoleta arrodillada frente a m�, obser-v�ndome detenidamente con
expresi�n de alarma.
-�Qu� te ocurre, Smith? �Pareces enfermo!, dijo ella y de inmediato posando su mano
fresca sobre mi frente, pro-sigui�: arde como fuego.
- Est�s enfermo, tienes fiebre y puedes morir, exclam� enlazando mi cuello con sus
brazos y presionando su meji-lla con la m�a.
Sent� una sensaci�n de rara imbecilidad mental; me en-fadaba que me dijese que
estaba enfermo.
Se puso de pie y tomando el peque�o silbato de metal que colgaba de su lado, emiti�
una nota aguda que pa-reci� horadar mi cabeza con una lanza de acero. Trat� de
levantarme de mi asiento y me deslic� al suelo mientras una oscura niebla parec�a
envolver toda la luz del d�a y con ella la esperanza estaba sumiendo al mundo. Pero
algo se nos acercaba saliendo entre esa niebla y oscuri-dad universales que nos
cercaba; se acercaba raudo, a trav�s del monte, un enorme lobo gris. No, no era un
lobo; eso no habr�a sido nada ante esto: �un enorme ru-giente le�n irrumpiendo a
trav�s del bosque, un mons-truo que crec�a de tama�o, de aspecto enorme y horri-
ble, sobrepasando todos los monstruos imaginables, a cuantas bestias gigantescas y
deformadas que hubiesenexistido en las pasadas eras geol�gicas; un le�n con dien-
tes como colmillos de elefantes, su cabeza envuelta en una negra nube de tormenta
por donde emerg�an sus ojos brillando cual soles rojos como la sangre! Yoleta, mi
amor, con un grito en sus labios, se adelantaba hacia �l, perdida, perdida para
siempre.
CAPITULO XVI
La alta fiebre que me hab�a atacado no cedi� hasta el tercer d�a, en que ca� en un
sue�o profundo del cual despert� aliviado y con el peligro superado. No me hall� al
despertar en mi celda familiar, sino en un espacioso apartamento, nuevo para m�,
acostado en una cama con-fortable; sentada junto a mi, Edra. Dir� que mi primer
sentimiento fue de decepci�n al no ver a Yoleta y al instante comenc� a temer que
en el desvar�o de mi delirio hubiese dicho cosas que arrancaran las vendas de los
ojos de mis amables amigos de un modo muy rudo y que quiz� el ser que m�s amaba
hubiese sido retirado de mi presencia. Fue una bendici�n cuando Edra, en respuesta
a mis preguntas, hechas con coraz�n tembloroso, me in-form� que hab�a hablado
much�simo en mi delirio, de manera incongruente, haciendo continuas preguntas sobre
Venus, Diana, Juno y muchos otros nombres que, en La Casa, jam�s hab�an escuchado.
�Afortunadamente, mi mente loca hab�a continuado preocup�ndose por ese problema
in�til! Tambi�n me cont� que Yoleta me ha-b�a velado d�a y noche sin alejarse de mi
lado. Como al fin, la fiebre hab�a cedido y yo hab�a ca�do en un sue�o reparador,
ella tambi�n, su mano en la m�a, hab�a dejado caer su cabeza sobre la almohada y se
hab�a dormido. Entonces, sin despertarla, la hab�an llevado a su habita-ci�n y Edra
la hab�a reemplazado.
-�No tiene nada m�s que preguntar?, me dijo luego con un tono de sorpresa en la
voz.
- No, nada m�s. Cuanto me ha contado me ha hecho muy feliz �qu� otra cosa pod�a
desear saber?
- Pero hay m�s para decirle, Smith. Nosotros ahora sabemos que su mal es el
resultado de su propia impru-dencia; y tan pronto como est� lo suficientemente bien
para dejar su habitaci�n y soportarlo deber� purgar el castigo.
-�Qu�!, �castigo por haber estado enfermo!, exclam�, sent�ndome en la cama, �qu�
quiere decirme Edra? �no escuch� tal disparate en mi vida!
Ella estaba molesta ante este exabrupto m�o; mas tran-quila y gravemente, repiti�
que deb�a ser castigado por mi enfermedad.
Al recordar c�mo eran los castigos ten�a frente a m� la perspectiva de una segunda
larga separaci�n de Yoleta y el pensamiento de tan excesiva severidad o mejor
dicho, de tan cruel injusticia me enfureci�.
Ella me observ� con una expresi�n que llegaba al ho-rror, reflejada en su suave
rostro y por unos instantes no replic�. Entonces pens� que si continuaba en esa
tesitura de mi loca amenaza, realmente perder�a a Yoleta y el solo pensar en ello
era m�s de lo que pudiese soportar. Por un momento casi odi� al amor que me tornaba
tan sin fuerza para oponerme a pr�cticas est�pidas y b�r-baras. Habr�a sido grato,
entonces, haberme sentido li-bre para lanzarles una maldici�n e irme, sacudiendo
has-ta el polvo de La Casa que hubiese quedado adherido a mis zapatos, suponiendo
que alg�n polvo se hubiese adherido a ellos. Edra comenz� a hablar de nuevo, gravey
tristemente, pero sin un atisbo de austeridad ni en su tono ni en su modo de
censurarme por el uso irracional de mi lenguaje y por haber permitido que
sentimientos de amargura y resentimiento se alojasen en mi coraz�n. Pero el
descorazonamiento y furia que se hab�a adue�a-do de m� me hicieron reaccionar en
contra del remedio de una reconvenci�n impartida tan gentilmente y vol-viendo la
cara con obstinaci�n me negu� a responder. Es-tuvo un rato silenciosa, pero la
juzgu� mal cuando ima-gin� que ofendida me dejar�a abandonado a mis propias
reflexiones.
-�No sabe cu�nto me apena?, dijo finalmente, acer-c�ndose algo a m�; hace un rato
dijo que me quer�a; �es que halla placer en atormentar a quienes quiere?
Sus palabras, y m�s que sus palabras su ternura, el to-no doloroso, me urgieron a
sentirme compungido y no lo pude resistir.
-Edra, mi dulce hermana, no imagine tal cosa, dije. Preferir�a soportar mi castigo
antes de causarle una pena. Mi cari�o hacia usted no podr�a borrarse mientras yo
tenga vida y entendimiento. Est� en m� como el verde en la hoja que s�lo se cambia
por severa decadencia.
Ella sonri� perdonando y con los ojos h�medos, que en cierto modo me hizo recordar
la alegr�a de los �ngeles ante el pecador arrepentido, se agach� y roz� sus labios
con los m�os.
-�C�mo puede amar a alguien m�s que as�, Smith?, dijo, sin embargo dice que su amor
por Yoleta excede a todos.
- Si, querida, excede a todos los otros, tal como la luz del sol excede a la de la
luna y las estrellas. �No puede entenderlo! �no la ha amado as� alg�n hombre,
hermana m�a?
Ella movi� la cabeza y suspir�. �Es que ahora tampoco me entend�a; �no habr�an mis
palabras tra�do a su me-moria alg�n dulce o triste recuerdo?
Con las manos cruzadas sobre la falda y su cara medio vuelta, permaneci� sin fijar
la mirada en nada. Parec�aimposible que esa mujer tan tierna y hermosa no hu-biese
jam�s experimentado los sentimientos acerca de los cuales le inquir�a o que los
hubiese apreciado en otros. Pero nada me respondi�, y mientras permanec�a acos-tado
observ�ndola mi estado febril me sumi� otra vez en el sue�o.
Por varios d�as, durante los cuales recuperaba muy lentamente mis fuerzas, no se me
permit�a dejar la en-fermer�a. Nada o� acerca de lo que habr�a de ser mi cas-tigo,
pues, de intento, me abstuve de preguntar y nadie parec�a dispuesto a adelantarme
un asunto tan desagra-dable. Al tiempo se me permiti� circular por La Casa y,
cuando a�n muy d�bil, fui conducido, no a la Sala de Juicios, donde hab�a esperado
ser llevado, sino al Apo-sento de la Madre: ah� estaba el padre de La Casa sen-tado
con Chastel y junto a ellos siete u ocho de los otros. Todos me dieron la
bienvenida y parec�an contentos de verme de nuevo bien; no pod�a dejar de notar
cierto aire solemne que parec�a decirme que era visto como un ofen-sor ya hallado
culpable y que estaba ah� para ser juz-gado.
- Sin el descanso del sue�o y con las fuerzas disminui-das, prosigui�, se fue a los
montes y para aquietar su ex-citaci�n trabaj� con tal energ�a que al medio d�a
hab�a cumplido con una tarea, la cual, en otro estado mental y f�sico, m�s calmo,
le habr�a ocupado m�s de un d�a. Usted es culpable por la seria ofensa de haber
actuado en contra suya. Pero, a�n as�, pudo haber escapado a las consecuencias si,
tras acabar su trabajo, hubiese descan-sado, alimentado y bebido para reparar sus
fuerzas. Esto, sin embargo, lo dej� de lado, pues cuando cay� a tierra sin sentido
y Yoleta llam� al perro y lo mand� a La Casa en busca de auxilio se encontr� su
alimento sin probar en el cesto. Su vida estaba, pues, en gran peligro y si bien es
bueno dejar ir a la vida cuando se ha tornado en una carga para nosotros y los
dem�s, oscurecida por la falta de fuerzas y sin posibilidad de restablecimiento,
hacerla peligrar desaprensiva y descuidadamente en la flor de las fuerzas y la
belleza es una locura y ofensa. Piense � qu� profunda habr�a sido nuestra pena,
especialmente la pena de Yoleta, si este culpable descuido suyo por su propia
seguridad y bienestar hubiese tenido el fin fa-tal del que estuvo tan cerca! �Es
por lo tanto justo y co-rrecto que una ofensa de tal naturaleza sea recompensada?
Pero es una ofensa leve, no cometida contra La Casa, ni a�n contra otra persona;
tambi�n tenemos presente la causa, que es valedera, pero un excesivo amor nubl� su
entendimiento. Al tener todo esto en cuenta era mi in-tenci�n recluirlo por trece
d�as.
Aqu� hizo una pausa, como a la espera de una r�plica. Me hab�a reconvenido con
tanta gentileza y aprobado incluso mi emoci�n, a oscuras de lo que ella significaba
y de la causa de mi enfermedad que me oblig� a sentirme muy sumiso y casi
agradecido.
Mir� sorprendido a Chastel, pues esto era lo inespe-rado: me miraba fijamente, con
un reflejo de extra�a ter-nura nunca visto en sus ojos. Extendi� su mano; arrodi-
llado frente a ella la tom� entre las m�as y procur�, con poco �xito, hablar para
agradecerle este inusitado acto de bondad y de misericordia. Los otros me rodearon
para expresarme sus congratulaciones, los hombres con apre-tones de manos, no as�
las mujeres, quienes libremente me besaron, pero cuando se acerc� Yoleta, la
�ltima, pu-so sus blancos brazos, alrededor de mi cuello y apret� sus labios contra
los m�os. El �xtasis fue turbado por lo doloroso de mi situaci�n: era impotente
para hacerle en-tender la naturaleza de mi pasi�n. Casi me desplom� ante el dulce
abrazo.
CAPITULO XVII
Mi enfermedad, aun cuando aguda, hab�a pasado tan r�pidamente que confiaba en un
completo y r�pido res-tablecimiento para saberme en mi natural estado de vi-gor y
salud. Pese a ello, muchos d�as pasaron y fracasaba en recobrar mis fuerzas y ten�a
la sensaci�n de quien ha podido dejar su lecho de enfermo. Esto al principio me
sorprendi� y disgust�, al poco tiempo comenc� a recon-ciliarme con tal estado y aun
a descubrir que ten�a cier-tas ventajas, la principal fue que el tumulto de ideas
en mi mente se hab�a disipado por una temporada y me ha-llaba ansiosamente
requerido por nada.
obligu� a ir todas las ma�anas al taller y ocuparme por dos o tres horas de alguna
tarea mec�nica liviana, que no exigiese esfuerzo f�sico ni mental. Aun este jugar a
trabajar me fatigaba. Entonces, tras cambiar mi ropa, me iba a descansar a la sala
de m�sica para continuar mi b�squeda tras el es-condido conocimiento en cuanto
libro hallase ah�; pues, ya pod�a leer; resultado que mi dulce mentora hab�a sido
la primera en advertir y de inmediato hab�a abandonado las lecciones que tanto
hab�a amado, permiti�ndome an-dar, a voluntad, sin gu�a, en ese p�ramo de extra�a
li-teratura. Yo nunca hab�a estado en la biblioteca, ni sab�a en qu� parte de La
Casa estaba colocada. Tampocohab�a expresado el deseo de verla. Ello por dos
razones: una, por haber resuelto a medias - mis resoluciones eran generalmente de
este tenor- no aparecer con el deseo de saber demasiado; la otra, la de mayor peso,
era la de que nunca hab�a sido afecto a las bibliotecas. Me oprime penosamente mi
inferioridad mental; todas esas decenas de miles de vol�menes, conteniendo temas
tan importan-tes e inapreciables, parecen tener una suerte de existen-cia colectiva
y mirarme desde sus alturas como a un hom-bre con grandes ojos de b�ho; como a un
intruso en terreno sagrado - un b�rbaro -, cuyo real lugar es el monte. Es una mera
fantas�a, lo s�, pero me inhibe y pre-fiero no colocarme en tal situaci�n. Cierta
vez, en un libro encontr� un pasaje bochornoso acerca de gente �con constituci�n
corp�rea caballar y mentes estrechas", lo que me hizo sonrojar dolorosamente; mas,
justamente, en la p�gina siguiente, el escritor hace enmiendas dicien-do que uno
debiera sentirse conforme si en la loter�a de la vida tiene el premio de un buen
est�mago sin inte-lecto ya que ello es mejor que un fino intelecto con un est�mago
loco. Me hab�a tocado un buen est�mago e h�-gado, pulmones y coraz�n que se le
apareaban y nunca me hab�a sentido en desacuerdo con mi premio. Ahora, de cualquier
manera, parec�a propio que yo debiese brindar unas horas cada d�a a la lectura ya
que, hasta donde mi conversaci�n y estrecha intimidad con la gen-te de la casa
hab�a llegado, no me hab�a permitido disipar la nube de misterio que escond�an sus
costumbres; y por costumbres aqu� me refiero al tratamiento amoroso y el
matrimonio, pues eso era para m� lo principal. Los libros que le� o en los que me
sumerg� eran de alto inter�s, es-pecialmente los raros que revis� pertenecientes a
la larga serie de Las Casas del Mundo, abundantes en temas ma-ravillosos y
entretenidos. Hab�a adem�s historia de La Casa y trabajos sobre arte, agricultura y
otros temas va-rios que no eran lo que yo quer�a.
Despu�s de tres o cuatro horas pasadas en esa in-fructuosa b�squeda, me dirig�a al
Aposento de la Madre,lugar al que ten�a libre acceso todas las tardes; una vez
all�, pod�a permanecer cuanto quisiese. Era tan grato que pronto adquir� el h�bito
de permanecer hasta que la hora de cenar me exig�a dejar el lugar. Chastel, inva-
riablemente, me trataba ahora con una ternura que me parec�a extra�a recordando la
impresi�n en extremo des-favorable que le hab�a merecido cuando concurriese a la
primera entrevista.
La primera impresi�n que produc�a al acceder a ella, desde la larga galer�a de las
esculturas por la que se de-b�a de atravesar era de luminosidad; era como llegar al
aire libre y este efecto en parte se deb�a a las superficies blancas y cristalinas
y al brillo de los colores. Era c�-moda, espaciosa y la parte central con arcada o
techo en forma de c�pula de un suave color turquesa, sosteni-do por gr�ciles
columnas de cristal pulido. Las puertas eran de vidrio color �mbar con marcos de
�gata; pero las ventanas, ocho era su n�mero, presentaban la mayor atracci�n. Sobre
el cristal, la sierra y la monta�a, estabanrepresentadas y emerg�an m�s all� de las
anchas plani-cies �ridas, blanqueadas por el calor y el esplendor del medio d�a
estival, sin una nube, los picos luciendo su lustre perlado que parec�a
transportarlos a una distancia infinita. Admiraba c�mo luc�an, desde la imitada
som-bra de tal glorieta o pabell�n, esas lejanas extensiones iluminadas por el sol,
donde la luz danzando y temblando era una nunca desmentida delicia. Tal su efecto
sobre m�, sumado a esa nueva gracia, de la ternura, resultante, no sab�a, si de
compasi�n o afecto, pero yo habr�a podi-do desear permanecer como inv�lido
permanente en su habitaci�n.
Sab�a que eso no podr�a continuar y, a veces, no pod�a impedir que mis pensamientos
se alejasen del presente e imprevistamente la naturaleza de mis sue�os se alte-
raba, oscureci�ndose, tal como un bello paisaje se ocul-ta a causa de una nube
frente al sol. Se adormecer�a por siempre el demonio de la pasi�n dentro de m� y
so�ar�a; con renovada fuerza despertar�a siempre con mayor po-der y siempre
impedido en su deseo, y ello levantaba en m� nuevamente, la negra tempestad del
pasado para abatirme. Le segu�an otras oscuras apariciones: Me ve�a dentro de un
vaso m�gico, acostado, vuelta la cara mori-bunda, con mucha gente a mi alrededor,
apur�ndose de un lado al otro, retorci�ndose las manos y expresando en alto su
pena; estremeci�ndose ante la vista aberran-te sobre sus pisos sagrados y
relucientes; o peor que eso, me ve�a entre harapos, temblando, escu�lido por larga
hambruna, un fugitivo en alguna zona invernal y deso-lada, lejos de cualquier
contacto humano abrasado en mi locura a cenizas sin forma en la mente, y por todas
las sensaciones, recuerdos, pensamientos, no me quedaba del mundo visible nada m�s
que un distorsionado gusto yuna tremenda intranquilidad que me urg�a, como fla-
gelado por escorpiones, hacia adelante, para vadear a�n otros negros y helados
torrentes y destrozarme sangran-te entre matorrales espinosos y trepar por las
alturas de otras sierras yermas y gigantes.
Sin embargo, estos momentos de terrible depresi�n, nuevos para m�, no eran
frecuentes y pocas veces duraban mucho. Chastel era mi �ngel tutelar; una palabra,
un leve contacto de su mano y los malos esp�ritus se desva-nec�an. Ella parec�a
poseer una misteriosa facultad - qui-z� s�lo la sagacidad y simpat�a de su
esp�ritu, de natura-leza hiper-sensibilizada - que le permit�a saber acerca de
mucho de lo que ocurr�a en mi coraz�n: si me ensom-brec�a cuando ella no ten�a
voluntad o fuerzas para con-versar, me hac�a acercar a su sitial y poner mi mano
sobre la suya y la sombra se desvanec�a.
Una tarde, estaba sentado solo con ella y observ� que mis lecciones hab�an
terminado.
- Oh s�, ahora puedo leer perfectamente, respond�. �Puedo leerle de este libro?
Esto diciendo puse mi mano sobre un volumen que estaba sobre su div�n; difer�a de
otros que yo hab�a visto por ser m�s peque�o y tener encuadernaci�n azul.
- No, no en este libro, dijo con un dejo de fastidio en su voz y extendiendo la
mano para prevenirme de que lo tomara.
-�He cometido otro error? pregunt� al retirar la ma-no. Soy muy ignorante.
- S�, pobre muchacho, eres muy ignorante, repiti�, colocando su mano en mi frente.
T� debes saber que �ste es el libro de la madre y que s�lo ella puede leerlo.
- Temo, dije con un suspiro, que pasar� mucho tiem-po sin que pueda dejar de
ofenderla con mis errores.
- No hay raz�n para que digas eso, pues no me has ofendido, me has tan s�lo
apenado. Cada d�a cuando es-t�s conmigo procuro ense�arte algo para facilitarte el
camino, pero debes de tener presente, hijo m�o, que otros no pueden tener hacia ti
igual sentimiento que yo puesto que su amor es menor al m�o.
- Pero, �por qu� se preocupa tanto por m�? le pregun-t� alentado por sus palabras.
Una vez pens� que �nicamente ser�a usted en toda La Casa quien jam�s me ama-ra;
�qu� fue lo que cambi� sus sentimientos hacia m�, pues s� que ellos han cambiado?
Me mir� sonriendo tristemente, pero no respondi�. Pienso que ser�a feliz sa-
bi�ndolo, repet�, acariciando su mano. �No me lo dir�?
Hab�a una rara preocupaci�n en su rostro en sus ojos mirando a lo lejos y volviendo
a m� nuevamente, mien-tras sus labios se movieron musitando palabras inaudi-bles. A
continuaci�n me respondi�:
No, no te lo puedo decir. Quiz� te hiciese feliz, pero el momento apropiado a�n no
ha llegado. Debes ser paciente, tienes mucho que aprender. Es mi deseo que aprendas
todas las cosas concernientes a la familia que a�n ignoras, y cuando digo todas
quiero significar no s�lo las referentes a tu condici�n actual de un hijo de La
Casa, sino las referentes a aquellos asuntos mayores que pertenecen a los jefes de
la misma: al Padre y la Madre.
- Lo s�, respondi�; esa sed de la cual hablas fue en parte la raz�n de tu fiebre y
lo que te mantiene a�n d�-bil y febril; pero, por ello, en vez de ser aqu� un
prisio-nero, estar�as lejos, sintiendo el sol y el viento en tu ros-tro.
- Yo s� todo, replic� r�pidamente. Una sombra hab�a velado su rostro ante mis
terminantes palabras y ten�an sus ojos una mirada preocupada.
-�Vida o muerte! �Sabes lo que est�s diciendo? Ex-clam� clav�ndome su mirada con
extrema lealtad, ha-ciendo que la m�a se abatiese ante la suya. Luego, tras una
pausa, atrajo mi cabeza contra sus rodillas y habl� con incre�ble ternura.
-�Es que encuentras tan dif�cil poner en pr�ctica un poco de paciencia, hijo m�o,
que no prestas aquiescencia a lo que te digo, temes dejar tu futuro en mis manos?
Es corto el tiempo para todo lo que tengo que hacer; sin embargo, debo ser paciente
y esperar aun cuando para mi es m�s dif�cil. Pues tu llegada, a la que no prest�
atenci�n al principio por ver en ti s�lo un peregrino como otro, uno que tras
accidentes en su viajar hab�a naufragado y sin hogar en el mundo, lo hallamos y
dimos albergue ahora, ha tra�do algo nuevo a mi vida, y si esta fresca esperanza,
que es s�lo una vieja espe-ranza renacida, alguna vez halla su realizaci�n entonces
la muerte perder� mucha de su amargura. Mas, hay en el camino dificultades que s�lo
el tiempo y la energ�a de un alma que re�ne sus facultades en un solo anhelo,una
sola realizaci�n, puede vencer. Y la dificultad ca-pital la encuentro en ti en esa
extra�a disposici�n anta-g�nica que tan frecuentemente revelas en tu conversa-ci�n;
la acabas de demostrar ahora, pues el ser as� inte-rrogada y presionada y el
haberse dudado de mis juicios, en otro me habr�a ofendido profundamente. Recuerda
esto y no abuses del privilegio del cual gozas: recuerda que debes cambiar
profundamente antes de que yo pue-da compartir contigo los secretos de mi coraz�n.
Y ten presente, hijo m�o, que no estoy reconvini�ndote por tu deseo de conocer; s�
que no eres culpable de muchas de tus deficiencias. S�, por ejemplo, que natura te
ha ne-gado esa voz flexible y melodiosa con la cual es nuestra costumbre rendir,
cada d�a, homenaje al Padre para ex-presarle todos los sentimientos sagrados de
nuestros co-razones, todo nuestro amor por el pr�jimo, la gloria de vivir y aun
nuestros pesares y penas. El pesar es como una nube oscura y opresora hasta que por
el labio y la mano rompe en la lluvia de melod�as y nos alumbra de tal manera que
aun las cosas dolorosas dan a la vida nuevas y purificadas glorias. Y tal como en
la m�sica, en todas las artes hay un doble placer en contemplar las obras de
nuestro Padre: en la primera e inferior t� lo compartes con nosotros; pero, la
segunda y m�s noble, que surge de la primera, es nuestra a trav�s de esa facultad
por medio de la cual la belleza y la armon�a se sienten trasmutadas a nuestro
esp�ritu que es como un l�piz de cristal que recibe los blancos rayos del sol
dentro de s�, transform�ndolo en luces rojas, verdes, violetas; de ese modo la
naturaleza se transforma en nuestras mentes y se expresa en el arte. Mas, en ti,
esa segunda facultad es deficiente, de lo contrario no te privar�as de tan gran
placer como su ejercicio depara y amar�as la naturaleza tal como se ama a un igual,
pero no tiene palabras para expresar tan dulce sentimiento. Pues la alegr�a del
amor, con simpat�a, cuando se hace conocer y es retribuido, se aumenta un c�ntuplo;
y en toda obra art�stica, no comulgamos con una naturaleza
- Cada d�a siento con mayor agudeza mis deficiencias y deseo m�s ardientemente
acortar la gran distancia que hay entre nosotros; pero ahora �Dulce madre! perd�ne-
me por as� decirlo. Sus palabras me hacen desesperar.
- Sin embargo, hijo m�o, s�lo he hablado para darte coraje. Conozco tus
limitaciones y no espero nada supe-rior a tus fuerzas, ni me preocupan seriamente
tus erro-res ,creyendo como creo que con el tiempo podr�s bo-rrarlas de tu mente.
Debes cambiar tu irascible car�cter para ser merecedor de la felicidad que he
determinado para ti. La paciencia debe corregir ese tu esp�ritu ato-londrado; a la
diligencia febril, alternada con la indife-rencia o el desaliento, debe oponerse un
incondicional esfuerzo; y por esa vacilante llama de esperanza que arde con brillo
por la ma�ana y que al atardecer tanto se apaga, debe haber una valiente, racional
e irreductible esperanza. Ser�a realmente extra�o si despu�s de esto te abatieses y
menos que olvidases algo; te dir� de nuevo que s�lo por otorgarte una felicidad
durable y el anhelo de tu coraz�n, mi �nica esperanza puede con-sagrarse. Considera
cuanto te digo en estas palabras. Y no pienses mal de m�, pues, dentro de muy poco,
tu debilidad pasar� como una nube ma�anera. Mas, para mi no habr� cambio alguno
dado que debo permanecer aqu� d�a y noche con la sombra de la muerte. Cuando me
haya ido y el sol caiga de nuevo sobre mi rostro, ya no lo sentir� ni lo ver� y
yacer� olvidada cuando t� est�s en medio de tus a�os m�s felices.
-�No diga que ser� olvidada!, exclam� con pasi�n; pues si hubiese de partir yo a�n
amar� y adorar� su memoria, tal como lo hago ahora que est� viva.
- Estoy fatigada, fatigada, murmur�; permanece con-migo un poco m�s, pero d�jame si
me duermo.
Al poco rato dorm�a, la luz que ca�a sobre su rostro que descansaba sobre una
almohada p�rpura y con sus conmovedores ojos cerrados e inm�viles, era como una
cara esculpida en marfil de alguien que hubiese sufrido como Isarte en La Casa y
que hubiese perecido en pasadas generaciones. La abundante cabellera oscura que la
enmarcaba parec�a tambi�n muerta y del color del hierro enmohecido.
CAPITULO XVIII
Las palabras de Chastel penetraron hondo en mi cora-z�n, m�s hondo que cualquier
palabra jam�s me hubiera llegado en esa especie de suelo infecundo; y aun cuando de
intento me hab�a dejado en la oscuridad en cuanto a muchos asuntos importantes, yo
hab�a resuelto mere-cer su estima y atraerla a�n m�s cerca de m�, corrigiendo
aquellas faltas de mi car�cter que me hab�a se�alado con tanta ternura.
Chastel no habl�, por unos minutos continuaron sus bajos y dolorosos quejidos; s�lo
sus ojos permanec�an fi-jos en mi cara y por fin, sinti�ndome inc�modo por la
fijeza con que me escudri�ara, le dije en un murmullo:
Me regocij� ante sus palabras y al mismo tiempo me apenaron; parec�a que ella
hubiera intuido cu�nto se hab�a desasosegado mi coraz�n por ese innoble temor.
- Ahora no, sea paciente y tenga siempre esperanza, y no tema a nada aun cuando
estemos por largo tiempo separados; pasar�n muchos d�as antes que pueda dejar esta
alcoba y conversar con usted otra vez.
Tan levemente hab�a susurrado lo dicho que quienes estaban m�s cerca no advirtieron
en absoluto que hab�a hablado.
Tras el breve coloquio cerr� los ojos; aun por un rato sus quejas continuaron.
Gradualmente se fueron apa-gando y fueron menos y menos frecuentes y las huellas de
dolor se fueron borrando de su rostro casi de muerta. Al fin, Yoleta, acerc�ndose
quedamente a mi lado su-surro:
-�oh, Smith!, �c�mo lo sabe?, respondi� pronta al-zando hacia m� su rostro empapado
en llanto.
De cuanto Chastel me hab�a dicho en secreto s�lo repet� esas palabras: �Yo no
morir�", pero nada m�s; fueron a pesar de todo de gran alivio para ella y su dulce
y apenada cara luci� como una flor marchita tras la lluvia.
- Ah, entonces ella sab�a que el roce de su mano la har�a dormir y que el sue�o la
salvar�a, me dijo son-riendo.
- Y t�, mi amada, �cu�nto hace que esos dulces p�r-pados tan irritados no se
cierran?
Qu� perfecta habr�a sido mi felicidad en ese momento con Yoleta entre mis brazos,
estrechando sus tristes ma-nos diligentes y besando con ternura sus oscuros y bri-
llosos cabellos, si no hubiese sido por el temor de que alguien pudiese venir para
verme y molestarme. Muy pronto me sobresalt� al ver al padre, quien ven�a de la
alcoba de Chastel. Al vernos, se detuvo sonriendo; luego avanz� y deliberadamente
se sent� a mi lado.
- Hijo m�o, dijo colocando una mano sobre mi hom-bro, a veces recuerdo no sin una
sonrisa, el efecto que su primera aparici�n caus� entre nosotros y nos sobre-
saltaron sus extra�as ropas de peregrino. Su intento de cantar y su total
ignorancia del arte en general tambi�n me impresionaron desfavorablemente y me
preocup� al pensar en el futuro, es decir, en su futuro, pues me parec�a que ten�a
una base endeble sobre la cual cons-truir una vida feliz. Estas dudas ya no me
perturban, pues en varias ocasiones nos ha demostrado que posee una profunda
capacidad de afecto que es el m�s rico don y la m�s segura gu�a hacia la felicidad.
A este h�lito de amor que posee, esta tibieza del coraz�n que causa el florecer de
hermosos hechos y pensamientos, es a lo que atribuyo su �xito reciente cuando el
contacto de su mano produjo el largamente deseado sue�o repa-rador, tan necesario
en esta etapa de su mal. Yo s� que esto es algo misterioso y se dice com�nmente
que, en tales casos, la mejor�a es causada por las emanaciones cerebrales a trav�s
de los dedos. Es dudoso que sea as�; y yo prefiero creer que s�lo un poderoso
sentimiento de amor que brota del coraz�n puede realmente dirigir esa sutil energ�a
y que donde eso no existe el efecto no se puede producir.
- S�, s�, eso es s�lo juzgar superficialmente el asunto y dejando de lado los
misterios imponderables del ser compuesto de carne y esp�ritu. Hay entre los
mejores instrumentos peculiares usados en nuestra m�sica para la cosecha, algunos
de material tan finamente templado y de construcci�n tan delicada que la persona
que desea ejecutar en ellos debe estar no s�lo inspirada con pasi�nmelodiosa, sino
que todo su ser - cuerpo y alma- deben estar en un trance especial, su carne
elevada a la ar-mon�a junto al esp�ritu exaltado, de lo contrario fraca-sar� al
atraer los sones o lograr la expresi�n deseada. Este es un s�mil basto y pobre si
consideramos cu�n ma-ravilloso instrumento es el ser humano con un cuerpo que se
quema con sus pensamientos y un esp�ritu que tiembla y llora con pena, y cuando
reflexionamos c�mo sus m�ltiples y complejas cuerdas pueden ser da�adas y
desafinadas por el sufrimiento. La voluntad puede ser nuestra, pero algo que no
sabemos qu� es se interpone para vencer nuestros mejores esfuerzos. Que haya tenido
�xito en producir tan bendito resultado tras nuestros fra-casos ha servido para
profundizar y aumentar el amor que ya le sent�amos, pues cuanto m�s preciosa es
esta melod�a de reposo, este dulce intervalo de alivio al cruel dolor que madre
ahora experimenta que muchas melo-d�as de claras voces y manos h�biles.
- Ella a�n sigue durmiendo, dijo a continuaci�n, qui-z� sin dolores, y como el de
Yoleta, y su sue�o proba-blemente dure unas horas.
-Ruego al cielo que ella pueda despertarse calmada y sin dolores, remarqu�.
- Hijo m�o, dijo, me apena que en un momento como �ste tenga que se�alarle un
error, pero es un error que hiere su persona y doloroso para quienes lo ven, y si
hu-biese de pasarlo por alto en silencio, o lo dejase para otra oportunidad no
cumplir�a mi misi�n de padre amo-roso.
Ya estaba por responderle que siempre hab�a conside-rado la oraci�n como una parte
esencial de la religi�n, y no s�lo de una forma de ella, sino la de todas las re-
ligiones del mundo. Felizmente record� que probable-mente �l conociese m�s que yo
del asunto en "todo el mundo" y me call�.
- Debo confesar que a�n tengo algunas dudas, repli-qu�. Creo que nuestro Creador y
Padre desea la feli-cidad de todas sus criaturas y que no siente placer en verlas
desdichadas, pues ser�a imposible no creerlo viendo cu�nto m�s predomina la dicha
sobre la desdicha en el mundo. Mas, El no llega a nosotros de manera visible para
decirnos con voz audible que el invocarlo a gritos sea nuestra desgracia o nuestros
dolores es injusto. �C�mo entonces sabemos eso? Ya que un ni�o le llora a su ma-dre
y un pich�n en el nido a sus p�jaros progenitores y El es infinitamente m�s para
nosotros que un padre para su hijo, infinitamente m�s fuerte para auxiliarlo y
conoce nuestros pesares como ning�n mortal podr�a conocerlos-
�No es posible, entonces, creer sin da�ar nues-tras almas que el llanto de una
criatura afligida puede por El ser escuchada; que en su compasi�n y por medio de su
poder soberano y sobrenatural El puede dar con-suelo al cuerpo dolorido y paz y
alegr�a a una mente de-solada?
Usted me pregunta �c�mo, entonces, sabemos esto? Y usted mismo se responde aun
cuando fracasa al no percibir que se contesta cuando dice que aunque El no llega de
una manera visible para ense�arnos esto o aquello, sabemos que desea nuestra
felicidad; y a esto podr�a haberle agregado miles o decenas de miles de cosas que
conocemos. Si la raz�n que nos dio desde el comienzo hace innecesario que venga a
decirnos con voz audible que desea nuestra felicidad, debe de ser tambi�n, segu-
ramente, lo suficiente para decirnos cu�les de todos los pensamientos que
continuamente nacen en nosotros son justos o injustos. El que alguno de nosotros
debiese cues-tionar una verdad tan evidente y universalmente acep-tada, base de
toda religi�n, me parece a m� sorprendente. Si su plan hubiese consistido en hacer
estos delicados cuerpos mortales captadores de todas las sensaciones gra-tas en su
m�s alto grado, sin el peligro de un accidente, ni sujeto a pena o desdicha, El
seguramente lo habr�a realizado as� para todos. Pero la raz�n y la naturaleza nos
demuestran que esa no fue la finalidad de su plan; por lo tanto pedirle que
suspenda el curso de la naturale-za en beneficio de un sufriente individualizado
por muy agudos e inmerecidos que fuesen sus sufrimientos, es cerrar los ojos a la
�nica luz que El nos ha dado. Nues-tros sentimientos m�s elevados y dulces se unen
a la raz�n para decirnos con su �nica voz que El nos ama, y nuestro conocimiento de
la naturaleza nos muestra con la suficiente sencillez que El tambi�n ama a los
seres inferiores al hombre. A nosotros nos ha dado la raz�n como gu�a y protecci�n
y a las especies inferiores les ha dado el instinto; y nos har�a dudar de su amor
imparcial por todas sus criaturas, si al hacer uso denuestra raz�n, conocimientos y
palabra articulada fu�-semos capaces de encauzar los beneficios hacia nosotros y
desviar la pena y el desastre, mientras que los mudos e irracionales brutos
sufriesen en silencio el languide-ciente ciervo que deja su manada con una
ponzo�osa espina en su pezu�a; el p�jaro que en vuelo es derribado y perece en el
mar.
Sus conclusiones eran, quiz�, m�s l�gicas que las m�as; empero, aun cuando no pod�a
discutir m�s el argumento con �l, no estaba preparado como para abandonar estos
restos de viejas creencias, no alimentados por su valor intr�nseco, sino m�s bien
porque me hab�a sido ense�ado por una dulce mujer cuya memoria era sagrada a mi
alma, mi madre antes que Chastel.
Estaba ya oscureciendo y cu�n bienvenida era esa penumbra, pues sin que nadie me
viese u oyese bes� cientos de veces sus suaves cabellos y murmur� cien palabras
cari�osas en sus o�dos dormidos.
-�Oh, qu� oscuro est�! �D�nde estoy? exclam� agi-tada abandonando s�bitamente su
reposo.
- Ella est� durmiendo tranquila, querid�sima. �Ay, y s�lo hubiese deseado que
hubieses seguido durmiendo!
-�Mi amor!, dijo apoyando su mejilla contra la m�a, �Qu� dulce fue dormirme en tus
brazos! Cuando llegamos aqu� casi no pod�a decir palabra, pues mi coraz�n estaba
rebosante; y ahora que tengo cien cosas que decir, te besar� y me eximir� de tanto
hablar.
-�Oh, Smith, antes de esta tarde yo no pens� que pudiese amarte m�s; y a veces
cuando recordaba lo que una vez te dije en la sierra, �recuerdas?, me parec�a que
ya te amaba un poquito por dem�s. Ahora estoy conven-cida que estaba equivocada,
pues mil ofensas no podr�an enajenar mi coraz�n que es tuyo para siempre.
-�M�o para siempre, sin duda, querida?, murmur�, apret�ndola contra mi pecho, y en
ese rapto, casi olvi-dando que ese afecto angelical que me deparaba no sa-tisfar�a
por mucho mi coraz�n.
- S�, para siempre; t� nunca, nunca dejar�s La Casa. Tu peregrinaje, del cual
sacaste tan poco provecho, ha concluido. Y si alguna vez intentas irte de nuevo,
bus-cando otras maravillas por el mundo, te retendr� con mis brazos como lo hago
ahora y te tendr� prisionero contra tu voluntad; y si me dijeses "adi�s" cien
veces, borrar� esa triste palabra con mis labios y pondr� en su lugar otra mejor,
hasta que mi palabra te conquiste.
CAPITULO XIX
El rolar de la ola
En remotas playas;
y tan dulce hab�a parecido la pausa que hab�a anhelado y rogado que se prolongase.
No bien me alejaba de ella, ese encantamiento se disipaba y todos mis pensamientos,
como los celajes del ocaso que aparecen luminosos y de rico colorido hasta que el
sol se esconde y comenzaban a ser oscurecidos por una bruma misteriosa. Esforz�ndo-
me cuanto pudiese, era incapaz de acomodar mi mente a ese humor sereno y confiado
que ella hab�a deseado hallar en m� y sin el cual no podr�a vislumbrar un fu-turo
de bienaventuranza. Tras todas las amonestaciones y los consuelos que hab�a
recibido, y, a pesar de la raz�n y todo cuanto ella pudiese decirme, cada noche
llegaba a mi lecho, con un coraz�n acongojado y cada ma�ana al despertar estaba
aguard�ndome el fantasma de la tristeza para ir tras de m� hacia donde me encami-
nase, para recordarme en cada pausa del implacable sino que sosten�a mi destino
entre sus dedos, el que era m�s poderoso que Chastel, y que habr�a de desbaratar
todos sus prop�sitos para mi felicidad, como a barcos de fr�gil cristal.
Varios d�as, quiz� quince, pues no los hab�a contado, transcurrieron desde aquel en
que fui admitido en la alcoba de la madre, cuando amaneci� un d�a excepcional-mente
hermoso que pareci� brindarme como un h�lito la sensaci�n placentera del retorno de
la salud y me hizo desear huir de sue�os m�rbidos y vanas lucubra-ciones. �Por qu�
deb�a permanecer sentado en la casa y como un desecho? Pens� que era mejor estar
activo, y que el sol y el viento est�n llenos de cuanto cura. Tal d�a, era, en
efecto, una de esas joyas capitales, que rara vez �se engarzan" entre los d�as
ingratos de ese oto�o con el invierno ya presente para apurar su partida. Durante
largo tiempo, el cielo hab�a estado cubierto por una interminable procesi�n de
nubes que se arrastra-ban presurosas, con torvo aspecto, quebradas, fugitivas del
viento y de cualquier sombra apagada de color, des-de el m�s p�lido gris, al gris
pizarra; las tormentas de lluvia hab�an sido frecuentes, impetuosas y
s�bitamenteinterrumpidas o corri�ndose fantasmalmente hacia las brumosas sierras
para perderse all�, entre otros fantasmas, siempre vagando tristemente por ese
vasto horizonte en el que la tierra y el cielo se confund�an; y r�fagas de viento
que, al rugir sobre miles de �rboles inclin�ndose y pasar con l�bregos y roncos
sonidos, parec�a imitar el eco del trueno. Y las hojas, los millones y minadas de
marchitas hojas ca�das, amonton�ndose hasta llegar a nuestros tobillos, bajo los
desolados gigantes del monte y por doquier, yac�an en las hondonadas de la tierra,
silentes e inm�viles al haber muerto, como cosas ca�das que de pronto adquir�an una
fant�stica mueca de vida a causa del viento, ya que todas se remontaban y revol-
v�an con zumbidos como de avispa, a las carreras, de a miles por vez, sobre los
espacios est�riles, todas apresu-radas, comunic�ndose su lenguaje de hojas muertas
has-ta que empujadas por una r�faga m�s fuerte se elevaban de vuelo en vuelo,
sumando columnas que se erig�an hacia las nubes para caer como lluvia nuevamente
so-bre la tierra y salpicar el pasto. Luego, por un mo-mento, a lo lejos en el
cielo hab�a un despejarse, un hacerse m�s trasl�cidas las nubes, y los rayos del
sol, como rel�mpagos que iluminasen la p�lida niebla celeste, la lluvia sesgada,
los troncos negros y fr�giles ramas, bri-llando h�medos, arrojaban una gloria
ef�mera sobre ese oce�nico tumulto de la naturaleza.
El d�a luminoso se aven�a mejor con mi mal. El sol brillaba como en primavera, ni
una mancha aparec�a en el cristal abovedado del firmamento, por todas partes la
hierba ofrec�a, puntual, un descanso a la vista con su eterno verde y una fresca
brisa soplaba acariciando mi cara y apurando los latidos de mi coraz�n a�n d�bil.
Recordando los d�as felices de le�ador, anteriores a mi enfermedad, tom� mi hacha y
me encamin� hacia el monte; al ver que Yoleta observaba mi partida desde la
terraza, agit� mi mano. Antes de haberme alejado mu-cho, ella lleg� corriendo llena
de ansiedad, previni�n-dome que a�n no estaba lo suficientemente fuerte para esa
tarea. Le asegur� que no ten�a intenci�n de trabajar intensamente, ni de cansarme,
y prosegu� mi camino mientras ella regresaba junto a su madre.
El d�a era tan luminoso y asoleado que me infundi� una suerte de pasajera alegr�a y
comenc� a canturrear trozos de viejas y apenas recordadas melod�as. Eran cantos al
verano que se aleja, te�idos de melancol�a y me suger�an otros versos escritos no
para ser cantados, que comenc� a repetir.
Y luego:
Y estos tambi�n eran fragmentos que s�lo exhalaban tristeza, ello hizo que
desechara de mi mente a la poes�a y no pensara en nada. Procur� interesarme en el
vuelo de esos rapaces semejantes a halcones, abri�ndose en gran-des c�rculos sobre
m� a gran altura. Al contemplar esa lejana b�veda azul bajo la cual se deslizaban
tan serena-mente y que parec�a tan infinita, evoqu� los d�as pasa-dos en que, al
contemplar el firmamento, hab�a elevado una oraci�n al Esp�ritu Invisible, pero
ahora recordaba las palabras que el padre de La Gasa me hab�a dicho y la oraci�n se
desdibuj� en mi coraz�n sin ser formula-da y una rara sensaci�n de orfandad me
apen�, oblig�n-dome a poner nuevamente los pies sobre la tierra.
Cuando finalmente llegu� al monte, fui hacia el sitio en el cual hab�a derribado al
enorme �rbol en mi �ltima y desastrosa estancia, lugar donde Yoleta, ya liberada de
su confinamiento, me hab�a hallado. Ah� yac�a el r�stico tronco gigante como lo
hab�a dejado y una vez m�s co-menc� a golpear las ramas m�s grandes, pero mis
golpes de hacha parec�an no causar ning�n efecto y al fatigarme muy pronto llegu� a
la conclusi�n de que a�n no estaba en condiciones para esa tarea y me sent� a des-
cansar. Rememor� c�mo, cuando sentado en ese mismo lugar, hab�a escuchado un suave
rumor entre las hojas marchitas y alzando los ojos hab�a visto a Yoleta viniendo-
rauda hacia m�, con los brazos extendidos y su cara ra-diante de alegr�a. Acaso
volviese hoy a m�; si, era seguro que vendr�a, pues lo deseaba tan intensamente y
ella esta-r�a con ansiosa preocupaci�n pensando en m� y acaso pu-diera faltar una
hora de la alcoba de la enferma. Los �rboles y arbustos me impedir�an verla llegar,
pero la habr�a de escuchar tal como la otra vez. Permanec� in-m�vil, reteniendo el
aliento, agudizando mis sentidos pa-ra captar el primer leve rumor de su ligero
paso y, cada vez que o�a un pajarillo saltando sobre el suelo, quebrando una hoja
ca�da, me levantaba para darle la bienvenida y abrazarla. Pero ella no lleg� y con
mi esperanza y el coraz�n defraudados, me tap� la cara con las manos, y d�bil y
miserable llor� como una criatura decepcionada.
-�Bienvenido viejo amigo!, dije, y buscando alguna suerte de simpat�a puse mis
brazos sobre �l y apoy� mi cara contra la suya. Me enderec� y en un par de ojos
pardos y claros que me miraban tan fijamente clav� los m�os.
�Qu� es lo que ha ocurrido entonces sobre la tierra y cu�nto dur� ese dormir sin
sue�os del cual despert� para hallar las cosas tan cambiadas? No lo s�. ni im-porta
mucho: s�lo s� que ha habido una suerte de pode-roso fuego de artificio a lo
Savoranola, durante el cual casi todo lo que val�a ha sido reducido a cenizas:
siste-mas pol�ticos, religiosos y filos�ficos, los �ismos" y "lo-gias" de todas
clases, escuelas, iglesias, prisiones, asilos; los estimulantes y el tabaco; reyes
y parlamentos; ca�ones con su hostil rugir; los pianos que se escuchaban en paz: la
historia, la prensa, el vicio, la econom�a pol�tica, eldinero y millones de cosas
m�s, todo consumido como pasto y rastrojo sin valor. Siendo esto as�, �c�mo no
estoy yo sobrecogido ante tal pensamiento? En esa edad fe-bril, plena, tan plena y
empero, �Dios m�o!, qu� hueca. �En la soledad de cada alma humana, no se escuchaba
ni una voz haciendo conocer la profec�a del final? S� que tal pensamiento llegaba a
veces hasta m� y atrave-saba mi mente como un rel�mpago a trav�s del follaje de un
�rbol y en el fugaz y quemante rayo de ese pen-samiento intolerable, todas las
esperanzas, creencias, sue-�os, esquemas, parec�an desvanecerse y convertirse en
cenizas y se me desprend�an dej�ndome desnudo y de-solado. A veces me ocurr�a
cuando le�a un libro de filo-sof�a o escuchaba un tranquilo y caluroso domingo, a
alg�n oscuro predicador (eran en su mayor�a oscuros) discurriendo ante su
feligres�a elegante y adormilada, acerca de Daniel en la guarida de los leones u
otro te-ma igualmente remoto; cuando andaba entre ferias abiga-rradas o cuando
escuchaba a alg�n gran pol�tico, fuera de su despacho, expuesto al fr�o, como
cualquier obrero pobre sin trabajo, lanzando anatemas al gobierno injusto y a
veces, tambi�n, cuando permanec�a insomne en las silen-ciosas vigilias nocturnas.
Un ratito m�s, me dec�a el pensa-miento, y todo ha de terminar; pues no hemos
hallado nosotros el secreto de la felicidad y todo nuestro empe�o y esfuerzo est�
mal encaminado; y aquellos quienes bus-can un equivalente mec�nico a la conciencia
y aquellos que deambulan haciendo el bien. todos est�n, tambi�n, quemando sus vidas
y sobre todo nuestras esperanzas, creencias, sue�os, teor�as y entusiasmos; ello
"ha de aca-bar" est� claramente escrito tal como el Mene, mene, te-kel, upharsin de
Baltasar sobre el muro de un palacio de Babilonia.
Esa idea deprimente de "ha de acabar", no se me cruza, ahora nunca; ella no existe
en la tierra que es a�n el verde pedestal de Dios, el pasto no era m�s verde, ni
las flores m�s dulces cuando el primer hombre hecho de la arcilla y el soplo de la
vida lleg� a sus fosas nasales.
La familia humana surgi� de todo ese pasado muerto y no imaginable, y esto que
parece tener el sello de lo eterno y su poder�o, tranquilo y majestuoso semeja al-
guna enorme monta�a que yergue su cabeza entre las nubes y tiene sus gran�ticas
ra�ces profundas en el cen-tro de la tierra. Un sentimiento de pavor se adue�a de
m� cuando lo contemplo; pero es in�til el preguntarme si el evanescente pasado con
su tumulto de preocupa-ciones y sus placeres pasajeros era preferible a esta inal-
terable paz actual. Nada excepto Yoleta me interesa, y si el viejo mundo fue
reducido a cenizas para que ella pudiese ser creada, me alegra tal destrucci�n;
pues m�s noble que todas las ambiciones y esperanzas perdidas es la esperanza de
poder lucir un d�a esa flor radiante y perfecta flor en mi pecho.
Tengo s�lo una preocupaci�n al presente, un lobo que me sigue por doquier, siempre
amenazando destruirme con sus negras mand�bulas. No t�, viejo amigo, sino un grande
y flaco lobo metaf�rico, mucho m�s terrible que la bestia de la antig�edad que
llegaba hasta la puerta del pobre. En la oscuridad, sus ojos fulgurantes como car-
bones encendidos me est�n acechando siempre y aun a plena luz del d�a su sombreada
silueta est� siempre jun-to a m�, desliz�ndose de un arbusto a otro, o de habita-
ci�n en habitaci�n, siempre pisando mis talones. �Ha-br� de desvanecerse como un
mero fantasma - un lobo de mi mente -, o se aproximar� m�s y m�s hasta arrojarse
sobre m� y al fin aniquilarme? �Si s�lo pudiesen arropar mi mente como lo han hecho
con mi cuerpo y pudiesen hacerme a su semejanza sin ning�n c�ncer en el alma, ya
por siempre contento y felizmente calmado! Pero nada llega por s�lo pensarlo. Estoy
mentalmente enfer-mo... �lo odio! �All� �l! Adi�s viejo amigo, t� has sido muy bien
educado y has escuchado mi discurso con considerable paciencia. Te habr� de
beneficiar tanto co-no me beneficiara a m� m�s de una conferencia o ser-m�n que
estuve obligado a escuchar en d�as idos.
Haci�ndole otra caricia me levant� y regres� a La Casa, pensando tristemente al
encaminarme hacia ella que el d�a luminoso no hab�a influido mucho sobre mi es-
p�ritu.
CAPITULO XX
La sala de m�sica estaba desierta cuando yo entr�, pero tibia y grata ya que el sol
penetraba brillando a trav�s de las puertas que se abr�an hacia el sur. Me dirig�
hacia el extremo final de la sala recordando haber visto unos vol�menes cuando no
ten�a tiempo ni deseos de mirarlos; pero, ahora, aunque hallara la lectura muy te-
diosa no hab�a, realmente, otras cosas que pudiese ha-cer. Hall� los libros, tres
vol�menes en la parte inferior de una bovedilla de la pared; en una de ellas dentro
de un nicho de la misma b�veda, a la altura de mi cara, yo de pie, observ� un
frasco de la forma de un bulbo, con un cuello fino y largo, hermosamente coloreado.
Lo hab�a visto anteriormente sin prestarle una particular atenci�n ya que en la
casa hab�a un sinn�mero de teso-ros an�logos; ahora, al admirarlo tan de cerca, no
pod�a dejar de llamar mi atenci�n su exquisita belleza y tam-poco de sentirme
confundido por la escena que en ella se apreciaba. En su parte m�s ancha estaba
circundado por una banda y sobre ella aparec�an sutiles doncellas con delicadas
t�nicas rosadas y alas de mariposas en sus hombros, corriendo o correteando,
tocando instrumentos-de variadas formas, sus rostros relucientes de placer, sus
rubias cabelleras levantadas por el viento; una go-zosa procesi�n sin principio ni
fin. Tras estos seres ale-gres, en gris p�lido y semi oscurecido por la niebla que
formaba el fondo de la escena, aparec�a una segunda procesi�n, apur�ndose en
direcci�n contraria - hombres y mujeres de todas las edades -, pero principalmente
ancianos con caras demacradas y desgastadas, algunos vencidos, doblados, con los
ojos fijos en el suelo; otros retorci�ndose las manos o golpe�ndose el pecho, apa-
rentemente sufriendo por profundas aflicciones mentales.
Sobre el frasco hab�a una profunda celda circular en la b�veda, de unos treinta y
siete cent�metros de di�-metro, encajado ah� hab�a un aro de metal al que estaban
sujetos hilos de oro fino como telas de ara�a; tras el pri-mer aro hab�a un segundo
y m�s adentro otro m�s, to-dos encordados como el primero, de modo que al mirar a
la celda por dentro parec�a llena de una mara�a dorada de tela de ara�as.
Arrastrando un almohad�n a ese recluido rinc�n, don-de nadie que pasase casualmente
por la sala podr�a verme, y sinti�ndome demasiado indolente como para bus-carme un
atril, coloqu� sobre mis rodillas el volumen que hab�a sacado para leer. Se
titulaba Conducta y Ce-remonial y el contenido estaba dividido en partes bre-ves,
cada una con su encabezamiento apropiado. Dando vuelta las hojas y leyendo una
oraci�n aqu� y all� en dis-tintas secciones, se me ocurri� que quiz� fuese la obra
m�s apropiada para que estudiase cuando pudiese ade-cuar mi mente dentro del marco
propicio para tal tarea; pues conten�a minuciosas instrucciones sobre todos los
puntos relativos a la conducta individual en La Casa tales como el entrenamiento de
los peregrinos, el traje que deb�a de usarse y la conducta a observarse durante los
diversos festivales anuales junto con otros temas si-milares. Con r�pidos vistazos,
pronto acab� el primer volumen y pas� al segundo en menos tiempo, pues mu-chas de
las secciones finales se refer�an a asuntos l�gu-bresen los cuales no deseaba
detenerme; los t�tulos, por s� solos eran suficiente para afligirme: Decadencia a
tra-v�s de la Edad; Elementos de la Mente y el Cuerpo; lue-go Muerte, y finalmente
Disposiciones para la Muerte.
Tras esto, recog� el tercer volumen, el �ltimo de la serie. La primera parte estaba
encabezada Renovaci�n de la Familia. A esta parte la empec� a examinar con cierta
atenci�n y muy pronto descubr� que hab�a trope-zado con una verdadera mina de
informaci�n, de �ndole que, precisamente, por tanto tiempo hab�a buscado va-
namente. Luchando por vencer mi agitaci�n, segu� leyendo apurando una p�gina tras
otra con la mayor ra-pidez, pues algunas de las cosas no despertaban mi in-ter�s,
pero incidentalmente los asuntos que m�s me con-cern�an y deseaba conocer eran ya
apenas nombrados o tratados minuciosamente. As� fue que esa nostalgia prof�tica que
me hab�a oprimido todo el d�a y desde mu-chos d�as atr�s me sumi� en la m�s negra
desesperaci�n, y, de repente, levantando los brazos, el libro resbal� de mis
rodillas y con estr�pito cay� al suelo. Ah�, con las hojas hacia abajo dobladas y
rotas bajo su peso, perma-nec�a a mis pies sin que les prestase atenci�n. Ahora, el
anhelado conocimiento era m�o y el sue�o de felicidad que hab�a iluminado mi vida
se hab�a extinguido. Ahora pose�a el secreto de la no pasi�n, de la sempiterna cal-
ma de seres que hab�an sobrevivido y dejado inmensu-rablemente atr�s como instintos
del lobo y el mono, la mayor emoci�n de la que fuese capaz mi coraz�n. Para los
hijos de La Casa no pod�a haber uni�n por matrimo-nio; en cuerpo y alma difer�an de
m�, no ten�an un nom-bre para ese sentimiento al cual yo tan frecuente como
vanamente me hab�a referido; por eso, me repitieron una y otra vez que s�lo hab�a
un modo de amar, es que ellos �Dios! s�lo pod�an experimentarlo as�. Yo por el
momen-to no busqu� m�s en el libro, ni hice pausa alguna para reflexionar sobre el
misterio inexplicable que era el real centro y meollo del todo, por cuya uni�n la
familia se renueva y quienes, f�rtiles ellos mismos, eran los padresde esa raza
est�ril. Tampoco inquir� qui�nes ser�an sus sucesores, pues no obstante su larga
vida eran mortales como sus criaturas desapasionadas y particularmente en esta
Casa, sus vidas parec�an estar llegando a su fin. Estos eran interrogantes que ya
no me interesaban. Era dolo-roso saber que Yoleta nunca podr�a amarme como yo la
amara - que nunca podr�a ser m�a en cuerpo y alma -a mi modo, no al suyo. Con
inenarrable amargura recor-d� mi conversaci�n con Chastel. Todas sus manifestacio-
nes de afecto y buena voluntad, todos sus planes para suavizar mi camino y
asegurarme la felicidad, me pare-cieron reales burlas, dado que ella no hab�a le�do
en mi alma mejor que los dem�s, y que esa fr�a felicidad lunar tras la cual sus
criaturas eran incapaces de imaginar nada, carec�an de encanto para mi coraz�n
apasionado y des-trozado.
�No, no beber� y estar� curado! Mil veces mejor son los pensamientos que conducen a
la locura que esta exis-tencia incolora y sin amor. Yo no deseo mejorar de tan
dulce mal.
Bebe y curar�s. No, a�n no. Quiz� alg�n d�a mis preo-cupaciones aumentasen al punto
de tornarse insufribles y me conducir�an a buscar tan triste consuelo en ese fras-
co conteniendo el c�ralo-todo. Amar sin esperanza era bastante triste, pero estar
sin amor era aun m�s triste.
Ahora me hab�a calmado: el saber que ten�a en mi poder, el escapar de una vez para
siempre de ese furioso deseo hab�a servido para volver m�s sobrios mis pensa-
mientos y comenc� a razonar acerca del asunto. La na-turaleza de mis pensamientos
m�s secretos nunca podr�an ser sospechados, y en el reino insubstancial de la
imaginaci�n todav�a estar�a en m� el esconder mi amor y gozar todo su supremo
deleite. �No ser�a eso mejor que esta cura, esa calmosa alegr�a que se me
entregaba! Y con el tiempo mis sentimientos tambi�n perder�an su intensidad actual,
la que a menudo se transformaba en agon�a, y llegar�a a perdurar como un leve rapto
del coraz�n cuando la apoyara contra mi pecho y presionara sus dulces labios con
los m�os. �Ah no!, ese era un sue�o vano, yo no podr�a dejarme enga�ar por �l;
�pues qui�n puede decirle al demonio de la pasi�n que lo domina "Hasta aqu� has de
llegar y no m�s lejos"?
Con la mente confundida e incapaz de decidir qu� era lo mejor, mis preocupaciones
me transportaron a ese lejano pasado, cuando la pasi�n amorosa era tanto en la vida
del hombre. Era mucho, pero en aquel mundo sobrepoblado divid�a el imperio de su
esp�ritu con un enor-me y creciente miseria, la miseria de los hambrientos cuyas
mentes estaban oscurecidas tras largos a�os de decadencia con una sorda ira contra
Dios y el hombre y la miseria de aquellos que no necesitando nada a�n tem�an que el
fin de todas las cosas se les aproximara.
Por el espacio de media hora examin� estas cosas; me dije: "Si yo hubiese de
contarle la cent�sima parte de esta negra retrospecci�n a Yoleta, �no me pedir�a
que bebiese y olvidase y no verter�a ella misma el l�quido divino y lo alzar�a
hasta mis labios?
Nuevamente tom� el frasco con mano temblorosa y llen� la peque�a taza hasta el
borde; dije:
- Por ti, Yoleta, perm�teme beber y curarme; pues esto es lo que t� desear�as y t�
eres para m� m�s que la vida o la pasi�n o la felicidad. Pero cuando este fuego que
me consume se haya extinguido y este sentimiento que hasta aqu� bulle y palpita en
cada gota de mi san-gre me haya abandonado, s� que a�n has de ser para m�, dulce
hermana y novia inmaculada, adorada por mi al-ma m�s que cualquier madre de La
Casa, y amarte y ser amado por ti ser� la gran dicha por el resto de mi vida.
... elija a una de las hijas de La Casa, es normal que ella se regocije con esa m�s
relevante dignidad que hizo que ella fuese elevada a tan alto estado, y para tener
autoridad sobre todos los otros, dado que en ella, con el padre, est� centrada toda
la majestad y la gloria de La Casa, aunque con una alegr�a solemne y purificada,
como aquel peregrino, que viajando hacia alguna dis-tante regi�n tropical de la
tierra y viendo borrarse las costas de su tierra natal, piensa, en un mismo
instante, en las inimaginables bellezas de naturaleza y arte que encien-den su
mente y lo llaman desde lejos y en la gran distan-cia que lo mantendr� alejado de
toda escena familiar y de los seres que m�s ama y en las tormentas y peligros del
pi�lago al cual tantos se han lanzado y no regresa-ron. Pues ahora, un cuerpo y
alma distintos han de se-pararla para siempre de aquellos que eran uno en la es-
pecie con ella y con esa felicidad superior, se�alada para ella, vendr�n los
dolores y peligros del parto, con nue-vas penas y cuidados desconocidos a los otros
de m�s humilde condici�n. Pero en esa m�nima alegr�a obtenida por las criaturas de
La Casa en su exaltaci�n y porque habr� una nueva madre en la casa, - una elegida
entre
Este pasaje fue una sorprendente revelaci�n para m�. Nuevamente record� las
palabras de Chastel, sus repeti-das afirmaciones de que ella sab�a lo que yo
sent�a, que sus ojos ve�an las cosas m�s claramente de lo que los otros pudiesen
verlas, que s�lo con cumplir con el deseo de mi coraz�n podr�a verse colmada la
�nica esperanza de su vida. Ahora me parec�a posible comprender sus oscuras
palabras, y una nueva excitaci�n, plena de ale-gr�a y esperanza, creci� en m�
haciendo que olvidase to-das las miserias que acababa de experimentar y hasta esa
creciente sensaci�n de fr�o causada por el contenido del l�quido del misterioso
frasco.
Continu� leyendo, pero el pasaje anterior era seguido por minuciosas instrucciones
que se extend�an por varias p�ginas, relativas al vestido tanto para las ocasiones
co-munes y las extraordinarias que deb�a ser usado por la hija elegida durante ese
a�o de preparaci�n; la conducta que deb�a ella observar hacia los otros miembros de
la familia y adem�s hacia los peregrinos que visitasen la casa en ese intervalo,
con otros asuntos de importancia secundaria. Impaciente por llegar al final intent�
volver las hojas r�pidamente, pero sent� que mi brazo se pon�a extraordinariamente
tieso y fr�o; cuando lo levant� pare-c�a un brazo de hierro, de modo que volver
cada hojaera un trabajo �mprobo. Sin embargo, a�n le� otra hoja pero con la mayor
dificultad, pues mis ojos, no siguiendo la ansiedad de mi mente, comenzaron a estar
m�s y m�s r�gidos, fijos sobre el centro de la hoja, de modo que es-casamente los
pod�a forzar a seguir los renglones. Aqu� le� que la novia elegida, al haber
transcurrido su a�o de preparaci�n, se levantaba antes del alba y se dirig�a a un
sitio indicado, a gran distancia de La Casa, para pa-sar all� varias horas de
meditaci�n en soledad y silencio, comulgando con su coraz�n. Mientras tanto en La
Casa todos los otros se engalanaban con t�nicas p�rpuras y a la salida del sol iban
a cantar y cortar flores para ador-nar sus cabezas; luego ir�an hacia el lugar
se�alado, bus-caban a su nueva madre y la conduc�an a La Casa entre m�sica y
regocijo.
-�Ven pronto, Yoleta, y s�lvame de la muerte!, pero aun cuando mentalmente repet�a
las palabras una vez y otra en una extrema agon�a de terror, mi lengua, conge-lada,
se negaba a emitir un sonido; de inmediato escuch� un leve paso sobre el piso y la
clara voz de Yoleta.
Sus palabras sonaban n�tidamente en mis o�dos y aun-que no pod�a elevar mis r�gidos
ojos para verla, aun as�, me parec�a verla mejor que nunca en una gloriosa fres-
cura, con una nueva inusitada alegr�a o excitaci�n que realzaba su no alcanzada
hermosura, � con tanta claridad brillaba su imagen en mi alma! Y no s�lo la de
ella, al momento como un milagro de la mente toda la familia se me apareci�:
Chastel, mi dulce madre sufriente, como en ese d�a despu�s de mi enfermedad, cuando
ella me hab�a perdonado y me hab�a extendido su mano para que se la besase. Como en
esa oportunidad, ahora, me es-taba mirando con fijeza, con tal amor y compasi�n di-
vinos en sus ojos, sus labios entreabiertos y un leve rubor ti�endo su p�lido
rostro, haciendo renacer todo el en-canto y lo radiante que la cruel enfermedad le
hab�a robado. �Y en mi alma, tambi�n, en ese instante supremo, como una escena
entrevista a la luz de un rel�mpago que rasga la negra oscuridad, se ilumin� La
Casa con todas
sus salas amplias y tranquilas, ricas en arte y antiguos recuerdos, cada una de sus
piedras, reluciendo con sem-piterna belleza; una Casa perdurando como las verdes
llanuras, los r�os tumultuosos, los montes solemnes y las sierras viejas como el
mundo, entre las cuales estaba en-clavada como una gema sagrada! �Oh, dulce morada
de amor, de paz y pureza del coraz�n! �Oh, arrobamiento superior al de los �ngeles!
�S�lvame la vida, Yoleta, mi novia, s�lvame, s�lvame... s�lvame!
Entonces algo toc� o cay� sobre mi cuello y en ese momento una sombra m�s densa
pas� sobre la p�gina frente a m� con todos sus ricos colores, flotando sin for-ma,
como vapores uni�ndose o separ�ndose o bailando frente a mi vista como alados y
brillantes insectos revo-loteando a la luz del sol; y ya sab�a que ella se
inclinaba sobre m�, su mano en mi nuca, sus sueltos cabellos ca-yendo sobre mi
frente.
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