You are on page 1of 100

Guillermo Hudson

La Edad de Cristal

2003 - Reservados todos los derechos

Permitido el uso sin fines comerciales

Guillermo Hudson

La Edad de Cristal

PREFACIO

Las novelas de ficci�n, por fant�sticas que puedan ser, tienen para la mayor�a de
nosotros un inter�s moderado pero constante, ya que nacieron de un sentimiento
gene-ralizado -de insatisfacci�n- ante el orden existente, a lo que se agrega una
vaga fe o una esperanza de algo me-jor por venir. El cuadro que tenemos delante es
falso; sab�amos que ser�a falso antes de contemplarlo, puesto que no podemos
imaginar lo desconocido m�s all� de lo que pudi�semos construir sin materiales.
Nuestro medio ambiente nos rodea y encierra como dentro de nuestra piel; nadie
puede jactarse de haber escapado de esa pri-si�n. La vasta e ilimitada perspectiva
se abre frente a no-sotros, pero el poeta tristemente agrega: �Nubes y oscu-ridad
la cubren". Sin embargo, no podemos sofocar total-mente la curiosidad o dejar de
interrogar a uno y otro. �Cu�l es su quimera, su ideal? �Cu�l es su noticia del m�s
all�, o m�s bien, cu�l es el ritmo que su mano ha impreso al viejo juguete que
contiene una docena de cristales coloreados? Y a�n m�s importante: �puede, us-ted,
reflejarlo en una narraci�n o una novela que permi-ta pasar con agrado una hora
agradable? �C�mo, por ejem-plo, puede compararse en esto con otros libros
prof�ticos que se hallan en los anaqueles?
No me estoy refiriendo a autores contempor�neos y menos a ese flamenco de las
letras, el cual durante aproxi-madamente la �ltima d�cada ha sido el asombro de
nues-tros p�jaros isle�os. Pues, �qu� podr�a yo decir de �l que ya no sepa, que es
la m�s alta de las aves de agua y tierra; que tiene una forma muy particular o que
tiene alas rojas con bordes negros, plegadas bajo su delicado plumaje rosado? Estos
otros libros a los que me refiero, escritos desde hace treinta o cuarenta a�os a
una o dos centurias atr�s, nos entretienen en la medida que sus au-tores fallecidos
jam�s lo intentaron. Los m�s amenos son los muertos que asum�an extrema seriedad y
cuyos libros son p�lpitos esculpidos y recamados con piedras precio-sas y palios de
seda, desde donde ellos permanecen de pie, predicando ante sus contempor�neos.

Del mismo modo, al repasar este libro m�o tras tantos a�os me entretiene el modo en
que est� iluminado el pen-samiento por devociones, locuras y costumbres de la d�ca-
da del ochenta de la pasada centuria. �Eran tan importan-tes entonces, y ahora, si
se las recuerda, son tan triviales! Me place el que me divierta as� Una Edad de
Cristal y el hallar que, de hecho, no he permanecido estancado mientras el mundo
estaba movi�ndose.

Esta cr�tica se refiere m�s al clima del libro que a su esp�ritu, ya que cuando
escribimos entregamos, como pen-saba el piel roja, parte de nuestro esp�ritu al
papel y es probable que si hubiere de escribir una nueva ficci�n o sue�o de lo
porvenir, ser�a, aun cuando en algunos aspec-tos muy distinto a �ste, una ilusi�n,
un cuadro de la raza humana en su per�odo de la selva.

�L�stima que en este caso el deseo no pueda inducir a creencia! Pues, ahora,
recuerdo otra cosa ense�ada por

Natura: La riqueza terrenal puede llegar s�lo de una ma-nera y el fin de las
pasiones y las luchas es el comienzo de la decadencia. Es, en verdad, una dura
afirmaci�n y la m�s cruel lecci�n que se pueda aprender de ella, sin perder el amor
y despidi�ndonos para siempre de la es-peranza.

Septiembre, 1906.

G.E. H.

CAPITULO 1

Ignoro c�mo ocurri�, el recuerdo de todo ello permanece en una especie de nebulosa.
Imagino haber ido a alguna parte con una expedici�n en busca de plantas, pero si
era en mi pa�s, o fuera de �l, no lo s�. De cualquier modo, re-cuerdo que me hab�a
ocupado del estudio de las plantas con bastante entusiasmo y que mientras buscaba
alguna variedad en las monta�as, me sent� a descansar a la vera de un profundo
barranco. Quiz� hubiese sido al filo de un risco... de cualquier manera, si mi
recuerdo es correc-to, todo a mi alrededor la tierra habr�a cedido precipit�n-dome
hacia abajo. Fue una ca�da considerable, probable-mente de m�s de diez metros y
qued� inconsciente. Cu�n-to tiempo permanec� ah�, sepultado por la tierra y las
pie-dras que se hab�an desprendido en mi ca�da, es imposible establecerlo... quiz�
mucho. Finalmente me recobr� y lu-ch� y me libr� de ese d�bris, como un topo que
llega a la superficie de la tierra para sentir sobre sus opacas pupi-las el
confortante brillo del sol. Me vi apoyado, obviamen-te sobre manos y pies, en un
inmenso foso provocado por la ca�da de un gigantesco �rbol muerto cuyo contorno era
de unos diez o doce metros. El �rbol hab�a rodado hacia el fondo del barranco, pero
el lugar en que hab�an quedado sus enormes ra�ces da�adas, estaba, advert�, en lo
alto de una suave pendiente. �C�mo entonces pod�a yo haber ca�do tan abajo desde
ninguna altura? Esto me confund�a enormemente. Parec�a que la tierra firme hu-biese
estado divirti�ndose en alguna curiosa jugarreta de transformaci�n durante los
instantes o minutos de mi in-consciencia. Otra extra�a circunstancia fue que ten�a
una gran cantidad de peque�as raicillas fibrosas alrededor de todo mi cuerpo, de
tal modo que yo parec�a un bicho ca-nasto gigantesco o un enorme botell�n de forma
humana, con un tejido de mimbre que lo recubriese. � Parec�a que las ra�ces
hubiesen crecido en torno m�o! Felizmente es-taban secas y quebradizas y sin mayor
desaz�n me puse a la tarea de liberarme de ellas. Tras haberme sacado esa envoltura
le�osa, advert� que mi traje de turista, de r�sti-ca tela escocesa, no hab�a
sufrido ning�n da�o aun cuando del mismo se desprend�a olor a moho y humedad; tam-
bi�n mis botas de escalar, con gruesas suelas, hab�an ad-quirido una apariencia
herrumbrosa y estaban agrietadas, tal como si hubiese incursionado por un sitio
arcilloso, mientras que mi sombrero de fieltro presentaba un estado lamentable y
descolorido al punto que me avergonzaba el calz�rmelo. No ten�a mi reloj -quiz� no
lo hubiese tenido conmigo-, pero la libreta agenda, en la cual guardaba el dinero,
estaba a salvo en el bolsillo interior de mi chaqueta.

Feliz y agradecido al haber escapado sin fractura de tan peligroso accidente, me


dispuse a andar por el borde del foso que pronto se ensanchaba hacia un valle
existente entre dos empinadas sierras; al instante, viendo agua en el bajo y al
tener sed, apur� el paso para beberla acos-tado boca abajo y al apaciguar mi sed
que era m�s que humana me sorprend� al contemplar el rostro reflejado por el agua:
era uno de piel y cabellos llenos de arcilla y enredados con raicillas. Tras
haberme saciado, me quit� las ropas para poder ba�arme, y despu�s de una larga
media hora de zambullidas y limpieza logr� librarme de la suciedad acumulada.
Mientras me secaba al aire, quit� la arcilla y arenilla que hab�a en mi ropa.
Luego, ya refrescado, me vest� y prosegu� mi marcha.

Durante una hora aproximadamente segu� las vueltas y revueltas del valle; mas, al
no hallar se�al de vivienda, trep� por la sierra para tener una visi�n de los
alrededo-res. El panorama que se me present� cuando hube as-cendido unos treinta
metros, no me result� familiar. Las sierras por las cuales hab�a estado deambulando
queda-ban atr�s; al frente se extend�a un campo ancho y ondu-lado y m�s lejos se
elevaba una cadena monta�osa que a la distancia semejaba bancos de nubes, de nubes
azula-das con crestas y picachos de la blancura de las perlas. Al admirar ese
paisaje me era dif�cil refrenar mis excla-maciones de placer que me transmit�an los
rayos del sol que alumbraban la tierra y la pureza de la brisa que lle-gaba de las
monta�as. Era el final del verano; el suelo estaba h�medo como si recientemente
hubiesen ca�do llu-vias ligeras y las tierras por doquier estaban vestidas con ese
intenso y v�vido verde con que se adornan cuando han pasado esos calores intensos;
sin embargo, aqu� y all�, el follaje de los montes descubr�a matices amarillen-tos,
herrumbrosos que anunciaban su decadencia. Una vi-si�n m�s tranquila y tonificante
no podr�a ser imaginada: la querida madre tierra se mostraba engalanada, mientras
los cambiantes rayos dorados del sol, la misteriosa bruma a la distancia y el
brillo de un ancho arroyo no muy le-jano parec�an espiritualizar las "alegres
praderas oto�a-les" y unirlas en una estrecha comuni�n con el arco azul del cielo.

Hab�a una casona grande o mansi�n a la vista, pero ning�n poblado ni tampoco una
aldea ni un solitario campanario. In�tilmente oteaba el horizonte esperando con
impaciencia poder ver el humo de una locomotora que pasara. Esto me preocupaba no
poco, pues no ten�a idea de haberme alejado tanto de lo civilizado en busca de
especies o lo que fuere que me hubiese tra�do a esta so-ledad primitiva. No tan
solitario sin embargo, pues all� a menos de una corta hora de andar, desde la
sierra, se alzaba una �nica gran mansi�n de piedra cerca del r�o que mencion�.
Hab�a adem�s caballos y vacas a la vista y unas cuantas ovejas diseminadas pastaban
en las laderas bajas de la sierra en la cual me hallaba.

Es dif�cil de explicar, pero me encontr� ante un peque-�o rev�s debido a las


ovejas, animales a los cuales uno est� acostumbrado a recordar como de naturaleza
t�mida e in-ofensiva. Cuando decid� dirigirme con paso ligero hacia la casa
mencionada, para poder hacer ah� averiguaciones, algunas de las ovejas que estaban
cerca comenzaron a ba-lar fuertemente como si se hubiesen alarmado y poco a poco
vinieron tras de m�, aparentemente en estado de gran excitaci�n. No me preocup�
mucho, pero repentinamente, un par de caballos atra�dos por los balidos tambi�n
pare-cieron asombrarse ante mi existencia y llegaron a ligero galope hasta unos
veinte metros. Eran unos magn�ficos brutos, evidentemente una yunta de caballos de
tiro, bien mantenidos, pues sus pelambres de un brillante color bron-ceado reluc�an
al sol. Desde otro punto de vista, no pare-c�an animales de tiro, pues sus largas
colas casi tocaban el suelo, como si fuesen los utilizados por los coches f�-
nebres, con inmensas y leoninas crines negras que les confer�an una apariencia
llamativamente gallarda y en cierto modo imponente. Por unos instantes se
detuvieron, con sus cabezas erectas, mir�ndome fijamente y luego, en forma
simult�nea, lanzaron un relincho de desaf�o o sor-presa tan fuerte y repentino que
me sobresalt� corno si hubiese sido el tiro de una pistola. Esta tremenda explo-
si�n equina atrajo hacia mi campo a otro enemigo en la forma de un enorme toro
blanqu�simo con largos cuernos: una muy noble especie de animal, pero que yo
siempre he preferido admirar desde el otro lado de un cerco o a la distancia, con
catalejos. Afortunadamente sus acompa-sados rugidos me dieron con tiempo noticias
que se acer-caba, y sin esperar para descubrir sus intenciones hu�
desenfrenadamente, barranca abajo hacia el refugio que me ofrec�a un bosquecillo o
cintur�n de �rboles que pobla-ban la parte m�s baja de la sierra. Cansado y
jadeante, por la carrera, me abrac� a un grueso tronco y al volver la cara a mi
enemigo, advert� que no me hab�a seguido: ovejas, caballos y toro permanec�an
agrupados ah� donde los hab�a dejado, aparentemente manteniendo una consul-ta o
comparando sus impresiones. Los �rboles en el lugar en el cual hab�a buscado refu-
gio eran viejos y crec�an aqu� y all�, ya solitarios, ya en grupos; era una bella
soledad mezclada con �rboles, ar-bustos y flores. Me sorprend� al hallar algunas
a�osas higueras y cantidad de avispas y moscas aliment�ndose con higos
sobremadurados en las ramas m�s altas. Las abejas tambi�n volaban por doquier
libando entre las flores oto�ales y llenaban el aire asoleado con el suave y
mon�tono son de sus zumbidos.

Mientras avanzaba, pleno de gratos pensamientos y un agudo sentido de la dulzura


con que la vida me colmaba, advert� de pronto que una multitud de pajarillos se
agru-paban a mi alrededor revoloteando entre los �rboles que estaban sobre mi
cabeza y en las ramas a ambos lados, pe-ro siempre manteni�ndose cerca de m� y en
apariencia tan excitados con mi presencia como si yo hubiese sido un lechuz�n
gigante, o algo as�, como un monstruo sobrena-tural. La cantidad iba cada vez
aumentando y su incesan-te gorjeo o charla primero me entretuvo, pero, finalmen-te,
acab� por irritarme. Observ� adem�s que la alarma cund�a y p�jaros m�s grandes,
generalmente t�midos an-te el hombre -palomas, arrendajos, urracas, eso imagin� que
eran-, comenzaban ya a aparecer. �Ser�a posible, me preguntaba en mi ansiedad, que
me hubiese interna-do en alg�n lugar solitario e inhabitado, para causar tal
conmoci�n entre los alados habitantes? Desech� esa idea de inmediato como
pensamiento errado, pues uno no en-cuentra casas, animales dom�sticos y �rboles
frutales en si-tios deshabitados. No; era simplemente la quisquillosidad de esos
seres alados lo que me molestaba. Al buscar en el suelo algo para arrojarles, hall�
sobre la hierba una nuez reci�n ca�da; part� la c�scara con prisa y com� su
contenido. � Nunca nada me hab�a parecido tan delicioso! Tuvo sin embargo sobre m�
un curioso efecto, pues hasta no haberlo comido no hab�a sentido apetito y ahora
pa-rec�a estar fam�lico y comenc� excitadamente a buscar nueces. Estaban ca�das por
todas partes en abundancia, ya que sin advertirlo hab�a estado andando por un monte
cuyos �rboles en su mayor�a eran nogales. Nuez tras nuez era �vidamente recogida y
vorazmente devorada. De-bo de haber comido cuatro o cinco docenas antes que mi
apetito se calmase. Mientras me daba ese fest�n no habla prestado atenci�n a los
p�jaros; mas, desaparecida mi ham-bruna, volv� nuevamente a sentirme molesto a
causa de su trivial persecuci�n y as� fue como hube de continuar recogiendo nueces
para arroj�rselas. Me entretuve tanto como me molest� notar cu�n lejos del blanco
llegaban mis proyectiles. Dif�cilmente hubiese hecho centro en una parva a nueve
metros de distancia. Tras una vigorosa pr�ctica de media hora, mi mano derecha
comenz� a recobrar su perdida habilidad y por fin pude regocijarme cuando una de
mis nueces pas� como una bala silbando entre las hojas a no m�s de noventa
cent�metros del re-yezuelo, o lo que fuese, el pedig�e�o al cual apunt�. A sus
impertinencias, esto les desagrad� de verdad; comen-zaron a entender que yo era una
persona bastante peli-grosa con quien tratar: sus filas se quebraron; se desmo-
ralizaron y dispersaron en distintas direcciones. �Qued� al fin due�o del campo!

-�Tonto de m�!, exclam� de repente. Estar jugando a dispersar p�jaros cuando la


estaci�n de ferrocarril m�s pr�xima o el hotel quiz� se hallen a cien kil�metros de
aqu�.

Apur� mis pasos, pero cuando llegaba al borde del mon-te, sobre el verde c�sped,
cerca de unas ramas de laurel y enebro, hall� una excavaci�n aparentemente reci�n
he-cha, porque la tierra extra�da estaba floja y h�meda. El agujero o foso era
angosto, de aproximadamente un metro y medio de profundidad y m�s de dos de largo;
semeja-ba -seg�n mi imaginaci�n- una sepultura abierta. A corta distancia hab�a una
pila de ramas secas y algunos fardos de paja atados con sogas; todo aparentemente
fresco, cortado de las ramas vecinas. Como me quedase ah� detenido procurando saber
qu� significan esas cosas, inesperadamente, dirig� la mirada hacia la casa a donde
pensaba ir. La misma no estaba visible debido a un monte de altos �rboles. Me
sorprend� al descubrir un grupo de cerca de quince personas que avanzaban por el
valle en mi direcci�n. Abr�a la marcha un anciano alto de blan-ca barba; tras �l
ocho hombres llevando sobre sus hom-bros una camilla con una pesada carga encima y
tras ellos segu�an los dem�s. Comenc� a creer que portaban un ca-d�ver con la
intenci�n de darle sepultura en ese preciso foso junto al cual me hallaba. Pese a
que se parec�a a to-do menos un funeral, pues nadie en la procesi�n vest�a de
negro, mi creencia se transform� en convicci�n cuando pude distinguir un cuerpo
yacente de forma humana con una especie de mortaja que cubr�a la camilla. Asimismo,
parec�a un proceder extra�o; ello me hizo sentir inc�modo al extremo; tan fue as�
que consider� prudente retroce-der hasta colocarme tras los arbustos desde donde
podr�a observar el movimiento de los integrantes de la comitiva, sin ser visto.

Gui�balos el anciano quien llevaba colgado de una ca-dena un incensario grande de


bronce, o m�s bien un caldero que arrojaba una fina e ininterrumpida colum-na de
humo. Se dirigieron rectamente al foso y tras de-positar su carga sobre el pasto,
permanecieron de pie unos minutos, aparentemente para descansar, tras la larga
cami-nata. Todos conversaban entre s�, pero en tono bajo y acongojado de modo que
no pod�a escuchar sus palabras aun cuando estaba s�lo a unos diez metros del lugar
de la sepultura. El cuerpo yacente, sin caj�n, parec�a pertenecer a un hombre
adulto, cubierto por una tela blanca y apo-yado sobre una gruesa cobija de mimbre
con manijas a los costados. Sin embargo, sobre todas estas cosas s�lo lanc� una
mirada apurada, pues estaba profundamente absorto en la observaci�n de ese grupo
humano que ten�a ante m�. Eran, ciertamente, totalmente distintos a cualquier otro
cong�nere que yo jam�s hubiese visto. El anciano era alto y delgado y al ver su
majestuosa barba blanca calculaba que tendr�a cerca de setenta a�os; pero era er-
guido como una flecha y sus movimientos ligeros y su an-dar el�stico eran los de un
hombre m�s joven. Su cabeza, adornada por un casquete rojo oscuro; vest�a un manto
que cubr�a todo su cuerpo y le llegaba hasta los tobillos, de color amarillo
fuerte, pero las amplias mangas que lu-c�an bajo el manto eran rojo oscuro,
bordadas con flores amarillas. Los dem�s hombres no ten�an nada que cubriese sus
cabezas y sus lujuriantes cabelleras que les ca�an sobre sus hombros eran en la
mayor�a de los casos muy oscuras. Sus ropas estaban tambi�n confeccionadas de
distinta ma-nera y consist�a en una toga plegada como �kilt" que les llegaba hasta
la mitad de los muslos, una ajustada camisa, amarilla p�lida y sobre ella una
chaqueta suelta sin man-gas. Las piernas, totalmente cubiertas por medias de ex-
tra�o dise�o y color. Las mujeres usaban trajes similares al de los hombres, pero
las ajustadas mangas s�lo les llega-ban a mitad del brazo estando el resto
descubierto; la pren-da exterior era de una sola pieza semejante a una larga
chaqueta que les llegaba debajo de las caderas. El color de sus vestidos variaba;
en la mayor�a de los casos, pre-dominaban los distintos tonos de azul y los
amarillos apa-gados. En todas las medias luc�an tonos m�s ricos y pro-fundos que en
el resto de sus ropas y en su curiosa apa-riencia segmentada ellas parec�an
representar la piel de los pitones y otros bellos jaspeados de las v�boras. Todas
luc�an calzado bajo de un color marr�n anaranjado y se ajustaban bien para as�
destacar la forma del pie.

Desde el momento que los vi no tuve duda alguna acer-ca del sexo del ser alto que
conduc�a la procesi�n, siendo su n�vea y brillante barba tan conspicua a la
distancia co-mo un escudo o un estandarte. Mas, al contemplar a los otros primero
me sent�a confundido al querer determinar si el conjunto era de hombres o mujeres o
de ambos; tan-to se parec�an unos a otros, en altura, caras lisas y el largo de sus
cabellos. Tras una m�s prolija inspecci�n advert� la diferencia del modo de vestir
de ambos sexos como, as� mismo, que los hombres, si no m�s graves, ten�an ros-tros
desde todo punto de vista, de expresi�n menos dulce y suave que los de las mujeres
y adem�s un levemente perceptible vello en las mejillas y labio superior.

Tras una ligera inspecci�n general del grupo, tuve ojos para una sola persona:
una ni�a gr�cil de unos catorce a�os y de lejos la m�s joven del grupo. Su
descripci�n puede dar una idea -una pobre idea- de los rostros y apa-riencia
general de estas extra�as gentes con quienes hab�a tropezado. Su vestido, si es que
algo tan breve puede ser llamado as�, luc�a un modelo estampado gris azulado sobre
un fondo color paja, mientras que sus medias eran de tin-tes m�s oscuros, pero de
los mismos colores. Sus ojos, a la distancia que yo estaba, parec�an negros o casi
ne-gros, pero vistos de cerca ellos demostraban ser verdes, de un hermoso, puro,
tierno, color verde mar. Tambi�n des-cubr� que los otros ten�an ojos del mismo
tono. Su cabe-llo les ca�a sobre los hombros muy ondeado o enrulado y se dir�a que
peque�os rizos como zarcillos ca�an sobre su nuca, frente y mejillas. El color era
dorado, dorado-oscuro, esto es, de reflejos solares, cada cabello se trans-formaba
en una hebra de oro rojizo y en ciertos momentos parec�a del negro del cuervo,
salpicado por polvo dorado. En cuanto a sus facciones su frente era m�s ancha y
baja; su nariz m�s larga y sus labios m�s finos que el de los tipos de las mujeres
m�s hermosas. Su color tambi�n era distinto, sus labios delicadamente moldeados de
un color rojo p�rpura en vez del rojo guinda o tono coral; a su vez su cutis era de
un claro tono mate y el color que ten�an sus mejillas en los momentos de excitaci�n
era apagado u opaco m�s que rosado subido.

La forma y el rostro exquisitos de esta joven me pro-dujeron, desde el instante en


que la vi, una profunda im-presi�n y continu� observ�ndola en cada movimiento y
gesto con un inter�s profundo y apasionado.

Ella ten�a un manojo de flores entre sus manos; observ� que estos dulces emblemas
eran todos de alegres colores, lo que me pareci� extra�o, pues en la mayor�a de los
lu-gares, en las ceremonias f�nebres se usan las flores blan-cas. Algunos de los
hombres que hab�an seguido al cuerpo yacente llevaban en sus anchas manos palas
triangulares de bronce con mangos negros cortos, dej�ndolas caer sobre el pasto
cuando llegaron junto a la sepultura. En seguida el anciano se agach� y corri� el
manto que cubr�a la cara del muerto: r�gido, ten�a la blancura del m�rmol en medio
de una cabellera negra y suelta. Todos le rodearon y unos de rodillas y otros
parados se inclinaron reverentes y lo contemplaron fija y respetuosamente corno
dando su eterna despedida a quien hab�an amado profundamente. En ese momento la
hermosa doncella que describ� cay� repentinamente de rodillas, sollozando ante el
cad�ver e inclin�ndose le bes� la cara con dolorosa pasi�n.

-�Oh, mi amado, debemos ahora dejarte solo para siem-pre!, exclam� mientras la
sacud�an los sollozos. Oh!, mi amor, mi amor, no volver�s a nosotros nunca m�s!

Todos parec�an muy emocionados ante su dolor y al ins-tante un hombre joven que
estaba cerca la levant� del suelo y la llev� suavemente a su lado, donde por unos
mi-nutos continu� su llanto convulsivo. Algunos de los otros hombres de inmediato
pasaron sogas por las manijas de la cobija de paja sobre la cual descansaba el
cuerpo y sa-c�ndolo de la plataforma lo bajaron a la fosa. Cada perso-na por turno
avanz� y dej� caer unas flores mientras murmuraban su �adi�s! Luego la tierra
suelta, por medio de los implementos de bronce, lo fue cubriendo. Sobre el
mont�culo donde la cobija hab�a descansado, ramas secas y haces de le�a amontonadas
fueron encendidas con un carb�n ardiendo. Humo blanco y crepitar de las llamas era
lo que sal�a de la pira ardiente.

Agrupados en rededor todos esperaron en silencio hasta que el fuego se extinguiese;


entonces el anciano se ade-lant� y extendiendo sus brazos sobre las blancas y hu-
meantes cenizas dijo en alta voz:

-Adi�s para siempre, oh hijo bienamado!, con hondo pesar y l�grimas te hemos
devuelto a la tierra, pero hasta tanto ella no haya permitido crecer los dulces
pastos y las flores en este lugar chamuscado y arrasado por el fuego, hasta
entonces no cerrar� la herida en nuestros cora-zones, ni olvidaremos nuestra pena.

CAPITULO II

El tono agudo y pat�tico con que estas palabras fueron pronunciadas no me afectaron
poco y al finalizar la cere-monia segu�a mirando at�nito al orador, ignorando que
la joven ten�a sus ojos agrandados por el asombro, al contem-plar con fijeza al
arbusto, que, vanamente, hab�a cre�do me ocultaba.

De repente, exclam�:

-�Oh, padre! observe all� �qui�n es ese hombre de ex-tra�a presencia que nos mira
tras los arbustos?
Todos se volvieron y sent� catorce o quince pares de ojos que con mirada aguda se
fijaban en m�, pues, de-bido a mi curiosidad y excitaci�n, me hab�a movido desde el
ramaje espeso para colocarme tras un arbustillo ende-ble, casi sin hojas, el cual
no ofrec�a la menor ayuda de protecci�n u ocultamiento.

Procurando asumir la situaci�n con coraje, aun cuando no me sent�a c�modo, me


adelant� y avanzando hacia ellos, y quit�ndome al mismo tiempo mi viejo y castigado
som-brero reverenci� con inclinaciones a la reuni�n congregada.

Mi saludo cort�s no hall� respuesta, pero todos, con creciente curiosidad reflejada
en sus rostros, segu�an mi-r�ndome tal como si contemplasen una grotesca aparici�n.
Tras pensar que lo mejor ser�a ofrecer de inmediato una explicaci�n acerca de qui�n
era y adem�s procurar discul-parme por mi intromisi�n en sus misterios, me dirig�
al anciano.

-Realmente me disculpo por haberles molestado en un momento tan poco propicio,


comprometidos en estos... es-tos ritos solemnes, pero les aseguro que ha sido casi
acci-dental. Casualmente ven�a andando hacia aqu� cuando los vi avanzar y juzgu� lo
mejor hacerme a un lado hasta que... bueno, hasta que el funeral terminase. El
hecho es que tuve un serio accidente en la monta�a, por all�. Me ca� en un foso y
una gran cantidad de tierra y piedras ca-yeron sobre mi y me aturdieron. No s�
cu�nto tiempo he permanecido inconsciente. Me atrever�a a decir que es-toy abusando
de su paciencia; pero soy un extra�o aqu� y estoy perdido y quiz� un tanto
confundido a causa del gol-pe y a lo mejor, usted, gentilmente me querr� decir a
d�n-de puedo dirigirme para tomar un refrigerio y poder ave-riguar d�nde estoy.

- Su historia es muy extra�a - dijo el anciano. Que us-ted es un extra�o aqu� es


evidente dada su apariencia y su vestir extravagante, adem�s de su rara manera de
hablar y articular las palabras.

Sus palabras me hicieron enrojecer aun cuando sus con-sideraciones tan personales
no me habr�an molestado si esa bella joven no hubiera estado ah� escuchando todo.
Mi r�s-tica vestimenta, dicho sea de paso confeccionada por un buen sastre de West
End, me ca�a perfectamente aun cuan-do al momento estuviese, por supuesto, muy
sucia. Tam-bi�n fue una sorpresa escuchar que mi habla era incorrec-ta dado que
siempre hab�a sido considerado un conversa-dor avezado y buen cantante y hab�a,
adem�s, con fre-cuencia cantado y recitado en p�blico. Tras un enervante intervalo
de silencio, durante el cual todos me miraban con no disimulada curiosidad, el
ancia-no condescendi� a dirigirme nuevamente la palabra y me pregunt� mi nombre y
mi nacionalidad.

- Mi pa�s, dije, con natural orgullo de brit�nico, es In-glaterra y mi nombre es


Smith.

- No conozco tal pa�s, replic�, y jam�s he o�do un nom-bre como el suyo.

Estaba bastante contrariado con sus palabras y de modo alguno tuve en cuenta su
total significado. S�lo pensaba en mi nombre, pues, sin haber penetrado en un
territorio to-talmente salvaje, hab�a corrido bastante mundo en rela-ci�n a mi
mocedad, y hab�a visitado las colonias, India, Yokohama y otros lugares distantes y
nunca hab�a escu-chado que Smith no fuese un nombre com�n.

- Casi no s� qu� responderle, dije, pues evidentemente estaba esperando que yo


agregase algo a lo que hab�a di-cho. Realmente me asombra un tanto oir que mi
nombre no resulte algo familiar, claro, no sabr�n de m�, pero ha habido un alto
n�mero de hombres famosos con el mis-mo nombre: Sidney Smith, por ejemplo, y varios
otros.
Me mortificaba comprobar que hab�a olvidado otros distinguidos Smith.

El movi� la cabeza y sigui� fijando su vista en mi rostro.

-�No haber o�do acerca de ellos!, exclam�. Bien, supongo que tendr� noticias de
algunos eminentes ciudada-nos: Beaconsfield, Cladstone, Darwin, Burne, Iones, Rus-
kin, la reina Victoria, Herbert Spencer, el general Gor-don, Lord Randolph
Churchill...

Como siguiese moviendo la cabeza, tras cada nombre, al fin me call�.

-�Qui�nes son esas personas que ha nombrado?, - in-quiri�.

-Todos son grandes hombres y mujeres capaces que tienen reputaci�n universal,
respond�.

-�Y no hay m�s de ellos? Me ha dado el nombre de todos los grandes que ha conocido
o tenido referencia, dijo con una extrema sonrisa.

- No por cierto, respond�, algo molesto por sus palabras y por su intenci�n. Me
llevar�a hasta ma�ana el nombrar a todos los grandes que he o�do mencionar. Creo
que habr� o�do nombrar a Napole�n, Wellington, Nelson, Dante, Lu-tero, Calvino,
Bismarck, Voltaire.

Volvi� a mover su cabeza.

-Acaso, prosegu�, a Homero, S�crates, Alejandro el Grande, Confucio, Zoroastro,


Plat�n, Shakespeare... y, ya, con creciente desesperaci�n agregu� - No�, Mois�s,
Col�n, Ad�n y Eva!

- Estoy casi seguro no haber escuchado nunca esos nom-bres, dijo, siempre con esa
su particular sonrisa. No obs-tante puedo entender su sorpresa. Veces hay en que la
mente, debido a un incorrecto funcionamiento de sus fa-cultades, parece tener una
visi�n inadecuada por su modo de juzgar, al recordar las cosas que est�n cercanas
como grandes e importantes y, en cambio, las distantes como me-nos importantes,
seg�n su grado de lejan�a. En tal caso, los seres de quienes uno habla o a quienes
asocia se tornan los m�s grandes e ilustrados del mundo y todos los hombres en
todos los sitios esperan ser conocidos por sus nombres. Pero, sigamos, hijos m�os;
nuestra penosa tarea ha termi-nado, retornemos a la casa. Venga con nosotros Smith;
us-ted tendr� el refrigerio que necesita.

Me sent�, por supuesto, halagado por la invitaci�n, pe-ro no me sab�a bien el ser
llamado simplemente Smith, como cualquier obrero o persona vulgar que anduviese
vagabundeando por el campo.

Es natural que el largo y desconcertante escudri�amien-to a que hab�a sido sometido


me hab�a hecho sentir inc�-modo e hizo que me quedase un poco rezagado al enca-
minarse todos hacia la casa.

El anciano, empero, permanec�a a mi lado, no estaba seguro si por razones de


cortes�a o porque deseaba inves-tigar otro poco acerca de mi tosca apariencia y
defectuo-so intelecto. Yo no sent�a deseos de seguir la conversaci�n que no hab�a
resultado muy satisfactoria; adem�s, la bella joven que ya he mencionado marchaba
delante, de la mano del joven que la hab�a alzado del suelo. Estaba ab-sorto
admirando su gr�cil figura, y, �se me perdonar� por mencionar este detalle?, sus
exquisitamente bien torneadas piernas luciendo bajo su bell�sima y ligera
vestidura. A mi parecer eran lo suficientemente largas. Cada vez que habl�, pues mi
acompa�ante continuaba la conversaci�n y estaba obligado a responder, ella se
demoraba un poco pa-ra no perder mis palabras y en esos momentos tambi�n volv�a
ligeramente su bonito rostro como para verme. En-tonces su mirada comenzaba por mi
cara y segu�a hasta mis piernas, y sus labios se frunc�an y dibujaban un mo-h�n de
disgusto y asombro al mismo tiempo. Ya comenza-ba a odiar mis piernas o mejor, mis
pantalones, pues cre�a que bajo ellos ten�a un tan buen par de pantorrillas como
cualquiera de los hombres de la reuni�n.

Procur� pensar en algo que decir, algo muy sencillo que mi anciano y dign�simo
amigo pudiese responder sin insi-nuar que me considerara un salvaje de los montes o
un loco suelto.

- Puede decirme cu�l es el nombre, inquir� cortesmente, del pueblo o ciudad m�s
cercanos; �a qu� distancia est� y c�mo se llega all�?

Ante esta pregunta o serie de preguntas, la joven se volvi� casi enfrent�ndome y


aguard� hasta que estuviera casi a su lado; luego sigui� su marcha junto a m�,
siem-pre de la mano de su compa�ero.

El anciano mir�, esbozando una sonrisa grave y con esa sonrisa que ya se me estaba
tornando intolerable, dijo:

-�Es usted tan afecto a la miel, Smith? Tendr� cuanta necesita sin molestar a las
abejas? Ellas ahora est�n apro-vechando esta segunda primavera para reunir una
provisi�n adecuada para el invierno.

Tras sopesar por unos momentos esas enigm�ticas pa-labras, respond�:

- Me atrevo a decirle que nuevamente no nos entende-mos. Yo quiero decir, -agregu�


con apresuramiento al ob-servar su gesto, que nosotros no nos comprendemos, pues el
tema de la miel no ha estado en mis pensamientos.

-�Qu� es lo que quiere decir al referirse a una ciudad?

-�Qu� es lo que quiero significar? Pues, una ciudad, a mi entender, es m�s que una
reuni�n o c�mulo de casas, cientos y miles o cientos de miles, todas construidas
una cerca de la otra, en las cuales uno puede vivir conforta-blemente por a�os, sin
ver una brizna de hierba.

-Temo, respondi�, que el accidente que ha tenido en las monta�as deba haberle
causado alg�n da�o en su cerebro; s�lo as� puedo tener en cuenta sus extra�as diva-
gaciones.

-�Quiere seriamente decirme, se�or, que nunca ha o�-do acerca de la existencia de


una ciudad donde millones de seres humanos viven abigarradamente en poco espacio?
Claro, digo poco espacio, en sentido figurado, pues en al-gunas de ellas deber�a
caminar un d�a antes de llegar a los campos y una ciudad como esa podr�a ser
comparada con un colmenar tan inmenso que la abeja podr�a volar en l�-nea recta un
d�a entero sin salir de �l.

Tuve la impresi�n al concluir de hablar que esa compa-raci�n no hab�a sido del todo
feliz; mas, no me pidi� nin-guna aclaraci�n: hab�a simplemente dejado de prestar
aten-ci�n a lo que dec�a. La joven me contempl� con piedad, por no decir con
compasi�n y me sent� avergonzado y eno-jado. Esto sirvi� para volverme terco y
volv� sobre el tema.

-�Es seguro que no ha o�do hablar de ciudades como Par�s, Viena, Roma, Atenas,
Babilonia, Jerusalen...?

Neg� con la cabeza y sigui� avanzando, silencioso.


- ... �Y Londres, la capital de Inglaterra? �Pero, exclam�, -pues empezaba a
aclararse el panorama y me sorprendo no haberlo reflexionado antes, si usted habla
ingl�s!

-Yo no alcanzo a comprender lo que dice y me inclino por dudar que sea capaz de
razonar (y su decir fue algo irritado). Me dirijo a usted en la lengua de los seres
hu-manos. Eso es todo.

-Esto es desesperadamente confuso, pero anhelo que no piense que haya estado
incurriendo... bueno, en em-bustes.

Al advertir que no aclaraba nada, agregu�:

- Quiero significar que no he estado diciendo mentiras.

- No podr�a pensar eso - y su voz era severa; ser�a s�-lo una mente confundida la
que pudiese equivocarse y to-mar meros des�rdenes de la fantas�a por ofensas
intencio-nadas contra la verdad. No tengo dudas de que cuando se recobre de los
efectos de su reciente accidente estos fan-tasiosos pensamientos e imaginaciones
dejar�n de moles-tarlo.

-Y mientras tanto, quiz� sea mejor que diga lo menos posible, dije con
bastante mal humor. Por el momento, no parecemos capaces de entendernos en
absoluto.

- Tiene raz�n. As� es, agreg�, siempre con su grave son-risa, aunque debo admitir
que su �ltimo aserto es casi in-teligible.

- Eso me alegra, respond�. Es terrible hablar y no ser entendido; es como


seres llam�ndose en medio de un fuer-te viento; escuchan sus voces pero no pueden
captar las palabras.

- Nuevamente lo he comprendido. Su tono fue de apro-baci�n y la bella joven me


dirigi�, en recompensa, una sonrisa de la cual hab�a desaparecido la piedad o
conmi-seraci�n.

Decidido a seguir con esa l�nea de ideas con las que hab�a repentinamente
tropezado, continu�:

- Creo que no estamos finalmente tan distantes. En al-gunas cosas estamos alejados
como las ramas divergentes de un �rbol, pero, como las ramas, tenemos puntos de
con-vergencia y esos est�n, quiero pensarlo, en el lugar de nuestro ser donde est�n
nuestros sentimientos. Mi acciden-te en las sierras no ha desequilibrado eso en m�.
Estoy seguro de ello y puedo darle un ejemplo. Hace apenas un rato, cuando
permanec�a oculto por el follaje, obser-v�ndolos a todos, vi a esta joven. (Aqu�
hubo una mirada sorprendida e interrogante de la muchacha; parec�a adver-tirme que
otra vez me estaba poniendo en dificultades). Un tanto entretenido por su gesto,
continu�:

- Cuando la vi a usted arrojarse al suelo para besar el fr�o rostro del bienamado,
sent� l�grimas de simpat�a inun-dando mis ojos.

-10h, qu� extra�o!, musit�, fijando en m� sus ojos ver-des y misteriosos, y


entonces para mi asombro y deleite puso deliberadamente su mano en la m�a.

- Empero no es extra�o, dijo el anciano a modo de co-mentario de esas


palabras.

- Le pareci� extra�o a Yoleta que alguien aparente-mente tan distinto a nosotros se


pareciese tanto en lo afec-tivo, terci� el joven a su lado.

Algo hubo en ese di�logo que no lleg� a agradarme aun cuando no hubiese podido
detectar ni asomo de sarcasmo en �l. La bella joven continu�:

-Y eso que nunca lo vio con vida; nunca escuch� su dulce voz que a�n parece
llegarme desde la distancia.

-�Era �l su padre? La pregunta pareci� sorprenderla profundamente.

-El es nuestro padre. Tal fue la r�pida respuesta, mi-rando al anciano, que parec�a
ajeno, pero que verdadera-mente aparentaba tener una edad que le permitir�a ser su
abuelo.

El sonri� y dijo:

-�Olvidas, hija, que yo soy tan poco conocido al ex-tranjero en nuestro pa�s como
lo son los grandes e ilus-tres personajes que �l nos ha nombrado?

Ya en este momento comenc� a perder inter�s en la con-versaci�n. Me resultaba


suficiente el retener en la m�a su preciosa mano y al instante me sent� tentado de
presio-narla levemente. Me mir� y sonri�; luego pase� su mirada por toda mi
persona; la inspecci�n detenida en mis botas parec�a haber ejercido sobre ella una
fascinaci�n desa-gradable. Se estremeci� y retir� su mano de la m�a. Des-de el
fondo de mi ser maldije esas r�sticas monstruosida-des de gruesas suelas, en las
cuales mis pies estaban ence-rrados. Pese a ello, est�bamos todos mejor ubicados y
re-solv� evitar en el futuro los peligrosos temas hist�ricos y geogr�ficos y
limitarme a lo relacionado con las emociones y sentimientos de nuestro ser.

El tramo final de nuestra marcha hacia la casa fue so-bre un verde c�sped, entre
grandes �rboles como en un parque; y no habiendo ni camino ni huella tuvimos,
cuando salimos de entre la arboleda, la primera vista de la construcci�n, desde
cerca: no hab�a jardines, c�sped ni cercas a su alrededor. Era como un p�ramo y la
casa produc�a el efecto de una noble ruina. Era una regi�n de serran�as pedregosas
donde montones de piedras emerg�an aqu� o all� entre los montes y en las verdes
laderas. Es as� que la casa parec�a haber sido levantada en lo alto de las riberas
del r�o que corr�a por su fondo. La piedra era gris, te�ida de rojo y toda la roca
que cubr�a m�s o menos cuarenta �reas hab�a sido desgastada o cortada para for-mar
una vasta plataforma que estaba m�s de tres metros y medio sobre el nivel verde
circundante. Las empinadas y resbaladizas laderas de la plataforma estaban
recubier-tas por hiedra, arbustos salvajes y variadas plantas en flor. Escalones
bajos y anchos conduc�an a la casa que era to-da de ese mismo material, piedra
gris-rojiza; su entrada principal estaba debajo de un amplio p�rtico, cuya corni-sa
esculpida era sostenida por diez y seis enormes cari�ti-des colocadas sobre macizos
pedestales circulares. La cons-trucci�n no era alta como un castillo o una
catedral; era una casa de habitaci�n de una sola planta y ante mis ojos aparec�a
como una ruina a causa de su aparente antig�e-dad, el desgaste del tiempo, y lo
voluminoso de sus escul-pidas superficies y los macizos de vieja hiedra cubri�ndo-
lo en algunas partes.

Sobre la parte central de la construcci�n se apoyaba un gran techo en forma de


c�pula semejando ser de vidrio molido, de un suave tinte rojizo lo que produc�a el
efecto de una nube que se posaba sobre la pedregosa cresta de la sierra.

Permanec� parado sobre el c�sped a unos veinticinco me-tros de los primeros


escalones, una vez que todos hubieran entrado, todos menos el anciano que
permanec�a a mi la-do. Poco despu�s, retrocediendo hasta un banco de piedra bajo un
roble, me inst� a sentarme junto a �l. Nada dijo, pero parec�a gozar mi no
disimulada sorpresa y admiraci�n.
-�Una noble mansi�n!

Esa fue, finalmente, mi exclamaci�n hecha a mi vene-rable anfitri�n, sintiendo como


ingl�s un repentino y fuer-te respeto hacia el due�o de una gran mansi�n. Hombres
de tal posici�n pueden permitirse ser tan exc�ntricos co-mo quieran, ya sea el
cubrirse con vestimenta carnava-lesca, de enterrar a sus parientes y amigos en un
parque y sacudir sus cabezas ante nombres como Smith o Shakes-peare.

-�Un lugar glorioso! Debe de haber costado una carra-da de dinero y llevado largo
tiempo en su construcci�n, dije.

-�Qu� quiere decir por una carrada de dinero? No en-tiendo, dijo, y ya me hace
sentir muy confundido cuando a�n agrega: un largo tiempo para su construcci�n.
Pues, �no son todas las casas, como los �rboles de los bosques, la raza humana, el
mundo en que vivimos, eternos?

Comenc� a temer el haber vuelto a quebrar, desdicha-damente, lo que me hab�a


impuesto en mi propio bien.

-S�, son eternas, lo son, supongo, en cierto sentido, Mas, los �rboles del bosque,
con los cuales se compara la casa, nacen de semillas, �no es as�?, y, por lo tanto,
tienen un comienzo y un fin; tal como los hombres, mueren y re-gresan a la tierra.

-Eso es cierto, es m�s bien una verdad que no es la primera vez que escucho, pero
no tiene ninguna relaci�n con el tema que discutimos. Los hombres pasan y otros
ocupan sus lugares; los �rboles tambi�n se deterioran, pe-ro el bosque no muere ni
sufre las p�rdidas individuales de los �rboles. �No es acaso lo mismo con la casa y
la fa-milia que la habita que forman una unidad y se sostienen para siempre aunque
sus componentes deber�n, todos a su tiempo, convertirse en polvo?

-�No hay, entonces, decadencia de los materiales que componen la casa?, pregunt�.

- Por supuesto que s�. Aun la piedra m�s dura sufre el desgaste a causa de los
elementos, o por las pisadas de muchas generaciones de hombres; pero la piedra
desgas-tada se remueve y la casa no sufre. Fue su r�pida res-puesta.

Jam�s juzgu� las cosas desde ese punto de vista. Pe-ro lo cierto es que podemos
edificar una casa cuando quie-ra que lo deseemos.

-�Construir una casa cuando quiera que lo deseemos! Ya hab�a en su rostro esa
mirada de asombro que amena-zaba en convertirse en su expresi�n permanente mientras
tuviese que conversar conmigo sobre cualquier tema.

- S�, o demoler otra si la hallamos inadecuada. Pero su expresi�n de horror me


oblig� a callar y para acabar la oraci�n de alguna manera agregu�: �Por descontado,
no admite que una casa ha tenido un origen, un comienzo?

- S�, al igual que el bosque, la monta�a, la raza huma-na, el propio mundo. El


origen de todas estas cosas est� cubierto por la niebla del tiempo.

- No ocurre nunca que una casa, en cierta forma s�li-damente construida...

-�De cierta forma qu�? Bueno, no importa, usted in-siste en hablar con
jerogl�ficos. Por favor, termine lo que estaba diciendo.

-�Jam�s ocurre que una casa sea derruida por alguna fuerza natural: inundaciones,
hundimientos de tierra o que la destruyan los rayos o el fuego?
-�No!

Su respuesta me lleg� subrayada por tal �nfasis que ca-si me sac� de mi asiento.

-�Es usted tan ignorante de estas cosas que habla de edificar o demoler una casa?

- Bien, yo cre�a saber bastante acerca de estas cosas, suspir�; pero quiz�
estuviese equivocado. La gente con frecuencia lo est�. Quisiera oirle decir algo
m�s acerca de estas cosas, acerca de la casa, la familia y todo lo dem�s.

-�Entonces, no puede usted leer, no le han ense�ado absolutamente nada?

-�Oh, s�!, ciertamente, puedo leer, respond� alegremen-te ante la creencia que se
me habr�a de abrir el camino para escapar de las dificultades. No soy en absoluto
una persona estudiosa, quiz� cuando me sienta m�s feliz sea cuando no tengo nada
para leer. No obstante ocasional-mente miro los libros y aprecio mucho su modo
gentil y bondadoso. Ellos nunca se cierran con un golpe, ni se arrojan contra
nuestras cabezas por una nimiedad; y pa-recen silenciosamente agradecidos por ser
le�dos, aun por una persona est�pida, y pacientemente ense�an como una joven bonita
de esp�ritu sumiso.

- Estoy muy feliz de escucharlo. Usted aprender� to-das estas cosas solo, lo cual
es el mejor m�todo. O quiz� yo debiera decir que por la lectura los volver� a su
mente, pues es imposible creer que siempre haya estado en una condici�n tan
lamentable como ahora. S�lo puedo atribuir la misma, con sus desbordadas fantas�as
acerca de las ciu-dades o de los inmensos colmenares de seres humanos y otras cosas
igualmente espantosas de ser contempladas y su absoluto desconocimiento de temas
comunes del saber, al grave accidente que ha tenido en las sierras. Es induda-ble
que al caer su cabeza ha sido golpeada por una pie-dra. Hemos de desear que habr�
de mejorarse pronto y que recobre el uso de su memoria y sus facultades. Pero ahora
nos resarciremos en el comedor, pues es mejor re-poner el cuerpo primero y la mente
luego.

CAPITULO III

Ascendimos los escalones y accedimos, pasando por el p�rtico a una sala, por lo que
parec�a un pasaje sin puertas. M�s tarde, descubr� que no era as�; las puertas, y
hab�a varias, eran algunas de cristales coloreados, otras de alg�n otro material,
estaban simplemente engasta-das en recept�culos dentro de la pared que ten�a un
gro-sor de casi un metro y medio. La sala era lo m�s se�orial que hubiese visto;
ten�a un hogar de piedra y bronce de unos seis metros de largo o m�s, a un costado,
y en el otro varias altas arcadas con puertas. Los espacios entre las puertas
estaban cubiertos por esculturas; el material era piedra gris-azulada combinado o
con incrus-taciones de un metal amarillo con lo que brindaba un aspecto de
indescriptible riqueza. Su piso estaba recu-bierto de mosaicos de muchos colores
oscuros, pero sin una forma definida, y el techo c�ncavo era de un rojo subido.
Aunque bello, resultaba un tanto sombr�o, pues la luz era muy suave. En realidad,
as� fue como me im-presion� al entrar desde afuera, donde brillaba el sol. Tampoco
hab�a sido yo el �nico en experimentar esa sensaci�n. Tan pronto como estuvimos
ah�, el anciano, quit�ndose su gorro y pasando sus dedos delgados por sus blancos
cabellos, mir� alrededor y dirigi�ndose a algunos de los que estaban trayendo
peque�as mesas redondas y coloc�ndolas alrededor del sal�n, dijo:

- No. No, esta noche sent�monos ah� donde se pueda ver el cielo.

Las mesas fueron retiradas de inmediato. Algunos de los que estaban en el sal�n y
de los que llevaban las mesas no hab�an participado del funeral y estaban
asombrados al verme. No clavaban su mirada en m�, pero, por supuesto, ve�a sus
expresiones y advert�a que quienes ya me hab�an conocido junto al sepulcro
procuraban de manera secreta explicarles mi presencia. Esto me produc�a una
sensaci�n de desaz�n y sent� alivio cuando comenzaron a salir.

Uno de los hombres que hab�a ayudado a transportar el cuerpo yacente estaba sentado
cerca de m� y volvi�n-dose me dijo:

- Usted ha estado mucho tiempo al aire libre y pro-bablemente sienta como nosotros
el cambio.

Asent�, �l se levant� y se dirigi� al otro extremo de la sala donde hab�a una gran
puerta enfrentando aquella por la cual hab�amos entrado. Desde el lugar donde yo
estaba -distante quiz� unos catorce metros-, esa puer-ta parec�a ser de pizarra
lustrada de un tono gris oscuro, su superficie ornamentada con grandes hojas de
casta�o, de bronce, o cobre o de ambos, pues ten�an reflejos dis-tintos desde el
amarillo brillante al m�s profundo rojo cobrizo. Era una puerta de doble hoja con
manijas de �gata, y presionando sobre una de ellas, y luego sobre la otra las
corri� lateralmente, dentro de la pared, y entonces se me revel� una nueva belleza,
pues, s�bita-mente, tuve una visi�n celestial. El sol, el viento, la nube, la
lluvia hab�an, evidentemente, inspirado al ar-tista que realizara ese trabajo; mas,
al momento, no logr� captar las figuras simb�licas que aparec�an en el cuadro. En
la parte inferior, con dorada oscura cabellera suelta y ropaje color �mbar flotando
al viento, se er-gu�a en lo alto de una roca gris una gr�cil figura feme-nina;
sobre la roca, y a la altura de sus rodillas, se inclinaban las leves ramas de
algunas matas de la mon-ta�a a las cuales el fuerte viento doblegaba sobre sus
restantes hojas amarillentas, arranc�ndolas y llev�ndoselas. Ce��a la cabeza de la
mujer una guirnalda de hojas de mu�rdago y ella ten�a fija su vista en la
distancia, con rostro expectante elevando sus brazos en un gesto de imploraci�n o
como aguardando alg�n don precio-so del cielo. En lo alto, contra el sombr�o gris
piza-rra, cuatro exquisitas formas juveniles aparec�an con sus cabellos sueltos,
drapeados gris plata y alas de gasa como la cachipolla, volando en busca de la
nube. Cada una llevaba flores con forma de lirios entre sus vestidos que sosten�an
con la mano izquierda; la una con lirios rojos, la otra, amarillos, la tercera,
violetas, y la �ltima, azules; y las alas transparentes y los drapeados de cada una
tambi�n ten�an el suave tinte de las flores que llevaban. Mirando hacia atr�s,
todas, con su mano libre arrojaban lirios a la figura erecta.

Este hermoso ventanal le daba a todo el lugar un especial encanto, al tiempo que el
sol que se filtraba a trav�s de �l serv�a para revelar otras bellezas que a�n no
hab�a observado. R�pidamente retuvo mi atenci�n una pieza estatuaria colocada sobre
el piso a cierta dis-tancia de donde yo me hallaba, por lo cual me acerqu�. Era una
estatua de m�s o menos un tercio del tama�o humano, de una joven sentada sobre un
toro blanco con cuernos de oro. Ten�a una figura gr�cil y de hermoso porte; sus
pies, brazos y rostro eran de alabastro, con las carnes de un tinte de color m�s
suave que el natural. En sus brazos, anchas pulseras de oro, y su t�nica, larga y
vaporosa, era azul, bordada con flores amarillas. Un instrumento de cuerda
descansaba sobre su rodilla y figuraba estar tocando y cantando. El toro, con
cuernos cortados, semejaba caminar; sobre su pecho, colgaba una guirnalda de
flores, entremezcladas con amarillas espi-gas de ma�z, roble, hiedra y otras hojas
variadas verdes y doradas y bellotas y rojas bayas; la guirnalda y el ves-tido azul
estaban realizados en lapisl�zuli y variadas piedras preciosas.

-�Aj�! mi bella fenicia, te conozco bien, pens� exul-tante, aun cuando nunca te vi
con un arma en la mano, pero, �no estabas t� cortando flores, oh bella hija de
Agenor, cuando la bestia celestial, ese enmascarado dios, se puso aviesamente en tu
camino para ser admirado y acariciado, hasta que t�, ingenuamente subiste a su an-
ca? Eso explica la guirnalda, ya tendr� algo que decir acerca de esta beldad a mi
sabihondo y elevado an-fitri�n.

La estatua descansaba sobre un pedestal octogonal de piedra muy pulida color gris
pizarra y en cada una de sus ocho caras hab�a un dibujo en el cual aparec�a una
figura humana. Bien, tras admirar la estatua propiamen-te dicha ca� en la
contemplaci�n de uno de esos cuadros, con un vehemente inter�s, pues era el retrato
de la bella Yoleta. El mismo representaba un paisaje de invierno, sin nieve, pero
con una cruda helada; los �rboles distan-tes, arropados por h�meda escarcha como si
fuese un emplumado follaje, aparec�an neblinosos contra el blan-cuzco y azulado
cielo invernal. Hacia el frente sobre el p�lido c�sped helado, ella permanec�a de
pie con un vestido marr�n oscuro con bordados de plata y un gorro rojo oscuro
calzado sobre su cabeza. Pr�ximo a ella se in-clinaban las tiernas ramitas
terminales de un �rbol cen-telleando con la escarcha y el car�mbano; posados sobre
las ramas hab�a varios p�jaros blancos como la nieve. saltando y revoloteando hacia
su mano extendida mien-tras que ella, sonrosada y los labios entreabiertos con una
sonrisa alegre y gozosa, los admiraba.

Al tiempo que yo estaba detenido admirando la her-mosa obra, el joven al que ya


mencion� y quien hab�a levantado a Yoleta del suelo cuando estaba junto al muerto,
se acerc� y sonriendo indic�:

-�Ha notado el parecido?

- S�, en efecto, est� como si estuviera viva, respond�.

- Este no es el retrato de Yoleta, aun cuando se le parezca, y como yo le mirara


con incredulidad �l me indic� unos caracteres debajo del retrato:

-�No ve el nombre y la fecha?

Me di cuenta que no pod�a leer las palabras y arries-gu� una observaci�n; quiz�
fuese la madre de Yoleta.

- Este retrato ha sido pintado hace centurias, dijo con sorprendido acento y
luego se volvi�, crey�ndome, sin duda, ignorante y lerdo.

No quer�a que se fuese con esa impresi�n y subray� se�alando esa estatua ya
descrita:

- Creo que s� muy bien qui�n es, es Europa.

-�Europa? Ese es un nombre que nunca escuch� y dudo que nadie en la casa jam�s lo
haya ....... No; es Mistrelde. Entonces, con una sonrisa medio confundido, agreg�:

-�C�mo podr�a saberlo si no se lo han dicho? Esa es Mistrelde. Era regularmente la


costumbre de la casa que la Madre cabalgase un toro blanco para la fiesta de la
cosecha. Mistrelde fue la �ltima en observarla.

-�Oh, ya veo!, fue mi compungida respuesta, aun cuando no entend�a nada. La manera
tan indiferente con que �l hablaba de centurias con referencia a este cuadro
brillante y de tan fresca pintura, realmente me descon-certaba.

Seguidamente, condescendi� a agregar algo m�s, refiri�ndose a las marcas o


caracteres que yo no pod�a leer agreg�:

- Usted ha le�do el nombre de Yoleta aqu� y eso y su parecido lo confundieron.


Tiene que saber que siem-pre ha habido una Yoleta en esta casa. Esta era la hija de
Mistrelde, la madre, quien muri� joven y dej� ocho hijos; cuando se hizo esta obra,
los retratos fueron colo-cados en las ocho caras del pedestal.

- Gracias por informarme, dije, pero dudando si lo dicho seria toda la verdad o
s�lo un fant�stico relato.

Luego me inst� a seguirlo y dejamos la habitaci�n donde se hab�a decidido que no se


servir�a la cena.

CAPITULO IV

Llegamos a una amplia terraza abierta por tres lados con su techo sostenido por
finas columnas. Est�bamos ahora en el contrafrente, de cara al r�o, que no distaba
m�s de un par de cientos de metros. El suelo ca�a aqu� en r�pido declive hasta la
ribera y tal como la del frente, era un p�ramo con rocas y parches de altos
helechos y matas de espinas y zarzas con pocos �rboles de gran tama�o. Tampoco
faltaban entre el verdor de ese parque los animales salvajes y aves acu�ticas que
se entreten�an salpicando y golpeando sobre la superficie, lanzando gri-tos agudos.

La gente de la casa estaba ya ubicada, parada o sentada junto a las peque�as mesas,
y hab�a un vivaz murmullo de la conversaci�n que ces� a mi ingreso; entonces
aquellos que estaban sentados se pusieron de pie y todos fijaron su vista en m�,
cosa bastante descon-certante.

El anciano, parado en medio de la gente, me dirigi� una larga mirada escudri�adora;


parec�a estar esperando que yo hablase y al ver que permanec�a en silencio,
finalmente se dirigi� a m� con solemnidad:

-Smith, me dijo y el trato me agrad�, el encuentro de hoy ha sido para m� y para


todos una muy rara experiencia. Lo que casi nunca pens� fue que un extran-jero me
aguardara y que antes que comparta nuestro pan en esta casa donde ha hallado
albergue tuviese que anunciarle que ahora est� en La Casa.
-S�, s� que lo estoy, dije, y agregu�: -Estoy seguro de ello, se�or, y le agradezco
su bondad al haberme tra�do aqu�.

El hab�a esperado, quiz�, que dijese algo m�s, o algo totalmente distinto, mientras
continuaba inm�vil con sus ojos clavados en m�. Luego, con un suspiro y mirando a
su alrededor dijo con tono de desaprobaci�n:

- Mis hijos, comencemos y por ahora dejemos de lado este asunto que nos ha
trastornado.

Me condujo basta un asiento a su mesa; ah� me sent� contento, pues se encontraba


tambi�n la bella Yoleta.

No soy nada escrupuloso en cuanto a comida se refie-re, me acompa�an tanto el buen


apetito como la buena digesti�n de manera que puedo engullir (para usar una vieja
palabra inglesa) hasta estar satisfecho. En este caso especial, con o sin una
belleza compartiendo la mesa, yo habr�a podido comer entra�as, la cosa m�s abomina-
ble inventada por salvajes antrop�fagos, pues estaba de-sesperado de hambre. Fue
para m� un profundo desen-canto cuando s�lo se me sirvi� algo tan poco sustancioso
como un plato de un menjurje de apariencia crujiente de un color blanco-verdoso
parecido a la escarola, y me fuera ofrecido por unas llamativas muchachas.

Estaba fr�o y ten�a un sabor amargo, pese a ello mi hambre me oblig� a comer hasta
la �ltima hoja verde; fue entonces cuando comenc� a dudar si ser�a correcto pedir
m�s; para gran alivio m�o se sucedieron otras fuen-tes m�s suculentas con diversos
vegetales. Tambi�n gusta-mos unas bebidas agradables, realizadas, supongo, con jugo
de frutas, pero el delicioso est�mulo alcoh�lico esta-ba ausente. Tambi�n sirvieron
frutas de desconocido sabor y un preparado de nueces machacadas con miel.

Permanecidos sentados a la mesa (a las mesas) du-rante largo tiempo y la comida se


matiz� con la conver-saci�n; ahora todo parec�a tener un marco m�s alegre en nada
de acuerdo con el melanc�lico motivo que les hab�a ocupado todo el d�a. Era, en
realidad, una especie de cena y la �nica gran comida del d�a; las otras comidas
consist�an en un desayuno y al mediod�a pan negro, un pu�ado de frutas secas y unos
sorbos de leche.

Al terminar el refrigerio en cuyo transcurso hab�a es-tado tan ocupado en prestar


atenci�n a todo cuanto acontec�a, observ� que una cantidad de pajaritos hab�a
entrado y estaban saltando �gilmente sobre el piso y las mesas y aun pos�ndose sin
temor sobre las cabezas y los hombros de todos y eran alimentados con migajas. Me
parecieron gorriones o algo parecido pero ninguno fue amistoso conmigo. Uno de esos
peque�o seres, m�s vivaz en sus movimientos, era enormemente parecido a mi viejo
amigo el petirrojo, s�lo que su pecho ten�a un color m�s v�vido, casi anaranjado y
sus alas y cola esta-ban te�idos del mismo tono, lo que le daba una aparien-cia
distinguida. Otro pajarillo verde oliva, que yo pri-mero confund� con un pardillo
verde, era aun m�s bonito; su garganta y pecho de un color m�s delicado que el del
anterior, cruzados por una raya negra aterciope-lada; el p�jaro que m�s se parec�a
a un gorri�n com�n era casta�o con la garganta, alas y cola parduzcos. Estos
pensionistas, peque�os y lindos, evitaban sistem�ticamen-te mi vecindad aun cuando
los tentase con migas y frutas; s�lo uno vol� hasta mi mesa, pero tan pronto como
hubiese llegado se alej� y sali� del lugar como si hubiese estado profundamente
alarmado. En ese mo-mento, mi mirada se cruz� con la de la bella joven y al haber
concluido de comer y estar ansioso por unirme a la conversaci�n, pues detesto estar
sentado silencioso cuando otros conversan, se�al� que era extra�o que el pajarillo
me evitara tan persistentemente.

-�Oh no, no es en absoluto extra�o, dijo la joven, sonroj�ndose, con lo que me


demostr� que ella tambi�n lo hab�a estado observando. - Ellos, continu�, est�n
asus-tados por su apariencia.
- Realmente les debo parecer muy extra�o. Y pro-segu� con mayor amargura al
recordar lo acontecido por la ma�ana. Es para m� una nueva y muy dolorosa ex-
periencia desplazarme de un lado a otro, asustando a hombres, hacienda y p�jaros;
sin embargo, creo que es enteramente debido a las ropas que uso y a las botas.
Quisiera que alguien fuese tan amable que me sugiriese un remedio para este estado
de cosas, pues al momento, mi �nico anhelo es estar vestido de acuerdo a la moda.

- Perm�tame interrumpirle por un momento, dijo el anciano caballero, quien hab�a


estado escuchando aten-tamente mis palabras. - Cre�amos que estaba expres�n-dose
tan bien que es penoso que de pronto se torne otra vez ininteligible. �Puede
aclarar que quiso significar cuando dijo �vestido de acuerdo a la moda?"

- Lo que quiero decir, es sencillamente que deseo vestir como ustedes y verme libre
de estas ropas grotes-cas. (Y confieso que puse cierto �nfasis en esa odiosa
palabra).

El inclin� su cabeza.

Yo comenc� a tomar coraje y entr� audazmente en tema, pues ahora que hab�a cenado,
aun cuando sin vino, me sent�a invadido de un gran anhelo por verme arropa-do con
sus ricas y misteriosas ropas.

- Siendo as� puedo preguntarle si depende de su poder el proveerme de la vestimenta


necesaria a fin de dejar de ser causa de aversi�n y ofensa para todo ser o cosa,
incluy�ndome a m� mismo.

Se hizo un silencio largo y pesado, que quiz� no fuese inusitado si se ha de tener


en cuenta la naturaleza del pedido, o que me hubiese vuelto a equivocar, seg�n
parec�a advertirse a las claras, en el suspenso general y la expresi�n un tanto
alarmada en el semblante del an-ciano.

Pese a ello mis razones eran buenas; hab�a expresado mi deseo en el sentido de
lograr paz y tranquilidad, temiendo s�, que si hubiese solicitado que se me
indicase la tienda m�s pr�xima les hubiese sobrevenido otro ataque de asombro.

Como el silencio se me hiciese insoportable, al final me anim� a agregar que tem�a


no me hubiese captado bien.

- Quiz� no, dijo, o m�s bien perm�tame decirle que deseo no haberle comprendido. Y
eso lo agreg� con gran dignidad.

-�Puedo explicar qu� quiero significar? En mi voz hab�a gran desasosiego.

- Por supuesto que puede, - replic� con dignidad; s�lo que antes perm�tame
formularle esta pregunta: �Nos pide que lo proveamos de la vestimenta, es decir que
se la demos como un obsequio?

-�De ninguna manera! Al responder enrojec� de ver-g�enza pensando que todos me


tomaran por un pordiose-ro. Mi deseo es obtenerlas de alg�n modo, de alguien,
puesto que no me los puedo hacer por m� mismo, pero tambi�n quiero dar, en
retribuci�n, su total valor.

No bien hube acabado cuando comenc� a pensar que hab�a empeorado las cosas, pues
aqu� estaba yo, un invitado en la casa, ofreci�ndome a adquirir ropas de confecci�n
o a la medida, a mi anfitri�n, quien, por lo que pod�a juzgar, deb�a ser o
pertenecer a la aristo-cracia de la comarca. Mis temores, sin embargo, resul-taron
infundados.
- Me alegro escuchar su explicaci�n, pues ha borrado completamente la mala
impresi�n causada por sus pa-labras anteriores. �Qu� puede hacer en retribuci�n por
las ropas que est� tan ansioso de poseer? Y, adem�s, d�jeme decirle que apruebo
much�simo su deseo de escapar sin demora de su presente envoltura. �Desea
confinarse hasta la terminaci�n de alguna tarea en al-guna rama especial: esculpir
madera o piedra, o trabajar metal, arcilla o cristal, o bien hacer o mezclar
colores? �O es que tiene s�lo conocimientos generales acerca de varias artes lo que
lo habilitar�a para ayudar a los m�s capaces en la preparaci�n de los materiales?

- No, yo no soy un artista, repliqu�, sorprendido ante la pregunta; todo lo que


puedo hacer es comprar las ropas y pagarlas con dinero.

-�Qu� quiere decir con eso? �Qu� es el dinero?

- Seguramente... Por suerte me call� a tiempo, pues hab�a estado por sugerirle que
se estaba burlando de m�. Era dif�cil creer que un hombre de sus a�os no supiese
qu� cosa era el dinero. Adem�s, no pod�a responderle desde que siempre hab�a
aborrecido los estudios de eco-nom�a pol�tica, que es donde se explica todo eso. Es
as� como nunca hab�a aprendido a definir qu� era el dinero; s�lo sab�a c�mo se
gastaba. Pens� que la mejor manera de salir del enredo ser�a mostr�ndoselo y al
momento saqu� mi monedero grande de cuero del bol-sillo interior; ol�a a viejo y
mohoso como todo lo que yo luc�a, pero me pareci� bastante pesado y lleno; pro-ced�
a volcar su contenido sobre la mesa: once libras, tres medias coronas o florines;
ya no recuerdo cu�les fue-ron las que salieron rodando y adem�s descubr� tres bi-
lletes de cinco libras cada uno del Banco de Inglaterra.

- Seguramente, esto es muy poco para tener conmigo (mientras esto dec�a me sent�a
profundamente decepcio-nado). Calculo que he estado gastando a tontas y locas antes
de... antes..., bueno, antes de que fuese no s� qu�, ni d�nde, ni cu�ndo...

Se prest� muy poca atenci�n a lo que acababa de decir en ese mi incoherente


parlamento, pues todos se agrupa-ban alrededor de la mesa examinando el oro y los
bille-tes con acuciante curiosidad. Despu�s de un momento, inquiri� se�alando las
piezas de oro:

-�Qu� es esto?

- Libras esterlinas, respond�, no poco divertido. �Nun-ca ha visto otras antes?

-�Jam�s! Perm�tame revisarlas nuevamente. S�, estas once son de oro. Todas tienen
marcas similares de un lado, con una poco cuidada ejecuci�n de la figura de la
cabeza de una mujer con el cabello recogido en lo alto, como una pelota. Tiene
adem�s otras cosas en ella que no entiendo.

-�No puede leer las letras? pregunt�.

- Si esas marcas son letras son incomprensibles para m�. Pero �qu� tienen que ver
estos peque�os objetos con el problema de sus ropas? Usted me confunde.

-Todo lo tienen que ver. Los objetos de metal, como usted los llama, son dinero y
representan, por supuesto, igual poder de adquisici�n. Yo a�n no s� cu�l es vuestra
moneda y si tienen la rupia o el d�lar (aqu� hice una pausa, pues advert� que no me
segu�a; entonces resum� de modo m�s simple). Mi prop�sito es �ste, yo puedo
entregarle un billete de �stos de cinco libras o su equi-valente en oro, si as� lo
prefieren; quiero decir, cinco de estas monedas por un juego de ropas como las de
ustedes.

Era tanta mi ansiedad por poseerlas que estuve por doblar la oferta que se me
antoj� baja y decirles que les dar�a diez esterlinas; pero no bien hab�a terminado
de hablar, �l dej� caer la moneda que ten�a en su mano sobre la mesa y me mir�
fijamente igual que todos los dem�s. De inmediato, desde el fondo del silencio que
nos rodeaba, se torn� audible una suave risa apagada, como el gorgoteo de un alegre
manantial en la monta�a, un dulce susurro que fue aumentando su volumen y ter-min�
en una sonora carcajada.

Ven�a de la muchacha llamada Yoleta. La mir� fija-mente, sorprendido por su


irracional liviandad, pero lo �nico que logr� con mi conducta fue la explosi�n
colec-tiva de hombres y mujeres sum�ndose en esa manifes-taci�n de alegr�a que
hac�a imaginar que acababan de escuchar el chiste m�s gracioso que jam�s se hubiese
inventado desde los tiempos en que los hombres hubie-sen tenido el sentido de lo
jocoso.

El anciano fue el primero en recobrar una decente gravedad, aun cuando era f�cil
notar que a ratos lu-chaba duramente para evitar la risa. Dijo: -Smith: de todas
las extraordinarias alucinaciones que aparenta estar sufriendo, �sta de que pueda
adquirir las ropas que quiere usar a trueque de un peque�o pe-dazo de papel o por
unos pedazos de este metal, es lo m�s asombroso. No puede cambiar esas bagatelas
por ropa, porque las ropas son el fruto de mucho trabajo de nuestras manos.

- Sin embargo, usted dijo que me entend�a cuando le propuse pagar por las cosas que
necesitaba, dije en tono agraviado y basta pareci� aprobar mi oferta. �C�-mo habr�
de hacer entonces para pagarlas, si todo lo que poseo no es considerado de valor?

-�Todo lo que posee? respondi�. Seguramente no dije eso. Lo cierto es que usted
posee la fuerza y capacidad com�n a todos los hombres y puede adquirir cuanto quie-
ra con el trabajo de sus manos.

De nuevo volv� a pensar que atisbaba una luz, aun cuando mi capacidad, lo sab�a, no
habr�a de ayudarme mucho.

-�Ah, s�!, respond� volviendo al tema, yo ignoro todo acerca de esculpir maderas o
combinar los colores, pero podr�a hacer algo m�s sencillo.

- Hay �rboles que talar, tierra que debe ser arada y otras muchas cosas por
hacerse. Si hiciere esas cosas, alguno ser�a reemplazado y podr�a realizar tareas
de habilidad, y como esas son las que m�s le agradan al trabajador nos agradar�a
m�s que usted trabajase en el campo que en el taller.

- Soy fuerte, fue mi respuesta, y gustoso me har� cargo de esa tarea de la cual me
habla. Mas, hay a�n un problema. Mi deseo es cambiar ya esta ropa por otra que
resulte m�s grata de ser vista, pero el trabajo que debo de realizar no estar�
terminado en un d�a, quiz� tampoco en... bueno... en varios d�as.

- No, por supuesto que no. Ser� necesario un a�o de trabajo para pagar el ropaje
que necesita, fue la r�pida respuesta.

Esto me hizo vacilar, pues si me entregaban ya las ropas, antes de finalizar


el a�o estar�an hechas jirones y yo me habr�a convertido en un esclavo para el
resto de mi vida. Mentalmente estaba perplejo y mis ideas fluctuaban entre el debe
y el haber ante el temor de contraer una deuda y el ansia de verme (y de ser visto
por Yoleta) con aquellos ropajes extra�amente fascinan-tes. Estaba bastante seguro
de tener una figura aceptable y no mal f�sico; y el deseo de poder producir una
impre-si�n (quiero decir favorable) en el �nimo de esa ni�a de suprema belleza, era
en m� muy fuerte... De cual-quier modo, al haber llegado a ese acuerdo, habr�a de
brindarme un a�o de dicha en su compa��a y un a�o de trabajo sano en el campo no
podr�a da�arme ni interfe-rir mucho con mis proyectos. Por mi parte, no estaba muy
seguro si esos proyectos m�os val�an la pena de ser considerados al presente.
Ciertamente, yo hab�a vivido c�modamente gastando dinero, comiendo y bebiendo de lo
mejor y vistiendo bien, esto es, de acuerdo al mo-delo de Londres. Ah� estaba mi
querido solter�n, el t�o Jack -Jack Smith- miembro del Parlamento por Worm-wood
Scrubbs, es decir, ex miembro, pues al ser un li-beral, cuando sobrevino, tras las
�ltimas elecciones el gran cambio, fue ignominiosamente sacado de su banca
brind�ndole, los de Scrubbs, un amargo final. Fue aleja-do en m�s de un sentido y
�l trataba de conformarse di-ciendo que pronto habr�a nuevos alejamientos, pensan-
do en lo que a �l habr�a de ocurrirle posiblemente por ser ya un anciano. Recuerdo
que yo m�s bien hab�a preferido mirar hacia el futuro ante tal contingencia,
suponiendo lo grato que ser�a tener todo ese dinero y viajar por el mundo en mi
propio yate, disfrutando, yo sab�a c�mo; y realmente ten�a, por lo tanto, alg�n
motivo para esperar. Recuerdo que �l sol�a ordenar su charla de la noche, cuando
durante la cena (en que me daba mi cheque), dici�ndome: - Muchacho, t� tienes
talento �si s�lo lo utilizaras! �D�nde estaba ese talento ahora?

Lo cierto que no me hab�a permitido ser muy brillante durante las �ltimas horas.

Ahora, todo eso parec�a irreal y recordaba esas cosas desdibujadamente como un
sue�o o un cuento que me hubiese sido contado en la ni�ez. Parec�a estar pensando
en la historia antigua -Sesostris y los Babilonios y Asi-rios- y otras cosas por el
estilo. Adem�s, deber�a ser muy dif�cil regresar desde un sitio donde hasta el nom-
bre de Londres era desconocido. Por otra parte, si alguna vez tuviese �xito y
pudiese volver, s�lo ser�a para salir al encuentro de un segundo caso de Roger
Tichborne o ser enfrentado con el estatuto de las limitaciones. De cualquier
manera, no podr�a introducir grandes diferen-cias y adem�s guardar�a mi dinero y
ello me parec�a - aunque no fuese mucho- una ventaja. Los observ� y estaban otra
vez todos estudiando las monedas y los bi-lletes e intercambi�ndose ideas.

- Si yo me comprometo a trabajar por un a�o - dije, �deber� aguardar hasta su


t�rmino para conseguir esas ropas? (Calcul� que la respuesta a esa pregunta habr�a
de dilucidar de un modo u otro el asunto).

- No, fue su respuesta; es su deseo y tambi�n el nuestro que pueda estar vestido
distinto y que sus ropas sean confeccionadas con prontitud.

- Entonces, dije, tomando una decisi�n desesperada, me gustar�a tenerla lo m�s


pronto posible y estoy listo para comenzar mi trabajo al momento.

- Comenzar� ma�ana por la ma�ana, respondi� son-riendo ante mi impetuosidad. - Las


hijas de La Casa cuya obligaci�n es confeccionar esas cosas, suspender�n otras
tareas hasta acabar lo suyo, y ahora hijo m�o, desde esta noche, usted es uno de La
Casa, y las cosas nuestras tambi�n las posee en com�n con nosotros.

Me levant� y le agradec�. El tambi�n se levant� y tras dirigirme una sonrisa


paternal, se alej� hacia el in-terior.

CAPITULO V
Cuando se hubo ido y Yoleta lo siguiera, dejando a algunos otros a�n estudiando
esas desgraciadas esterli-nas, me sent� apoyando mi ment�n sobre la mano, pen-sando
seriamente en los t�rminos del acuerdo. �Me ani-mo a decir que he tenido �xito en
hacerme pasar por un perfecto tonto", tal fue mi propia reflexi�n, que ya me hab�a
hecho varias veces en pasadas ocasiones, y lo que es m�s hab�a resultado bien
justificado. Luego al recor-dar que hab�a llegado a cenar con un extraordinario
ape-tito se me ocurri� que mi anfitri�n, un tranquilo obser-vador, habr�a, al
proponer los t�rminos, tenido en cuenta la cantidad de alimentos necesarios para mi
sustento. Lament� tard�amente no haber sido m�s sobrio, pero el hombre hambriento
no considera, ni puede hacerlo, las ulte-riores consecuencias, sino un cierto
hirsuto caballero que aparece en la historia antigua que nunca se hab�a entregado a
ese nefasto acuerdo dando una gran ventaja a un m�s joven pero zalamero y bien
nutrido hermano. Pese, a todo esto, sent�a una �ntima satisfacci�n al pensar en las
ropas y era tambi�n bueno saber que la naturaleza de las tareas que hab�a elegido
no rebajar�a mi nivel en La Casa.

Enfrascado en estas reflexiones, no hab�a advertido que las gentes se hab�an ido
retirando gradualmente has-ta que s�lo una persona hab�a quedado conmigo, el joven
que antes me hab�a hablado. A su invitaci�n, me puse de pie, guard� mi dinero y lo
segu�. Volviendo por el sal�n, nos internamos por un pasaje y entramos a una
habita-ci�n muy grande, la cual, por su forma, largo y alto techo y arcadas,
semejaba la nave de una catedral. Sin embargo, qu� dis�mil en ese su aspecto un
tanto et�reo, como el de una nave de una catedral en las nubes, con sus prolongados
y brillantes pisos, paredes y columnas de un blanco puro y un gris perlado suave-
mente tinto con colores de exquisita delicadeza. Y enci-ma de todo un techo de
cristal blanco o gris p�lido con tintes dorado-rojizos; el techo que yo hab�a
visto desde afuera y que parec�a como una nube posada sobre la rocosa cima de la
sierra.

Tuve, al acceder, la impresi�n de ingresar a un recinto silencioso y vac�o; sin


embargo, los habitantes de la casa estaban todos ah�; unos sentados o recostados en
bajos divanes, otros acostados a su antojo sobre esteras de paja en el suelo; unos
le�an, otros estaban ocupados con labores manuales y algunos conversaban y sus
voces me llegaban como un d�bil murmullo desde la distancia.

En uno de los lados, a la altura del centro de la habitaci�n, hab�a una amplia
plataforma o tarima, con un div�n sobre el cual estaba libremente reclinado el
padre. Junto al div�n, hab�a un atril sosteniendo un vo-lumen de gran tama�o;
frente a �l hab�a un cofre o caja de bronce; y detr�s del div�n, siete lustrados
globos de bronce, suspendidos sobre ejes, descansaban en mar-cos de bronce. Estos
globos eran de distinto tama�o siendo el mayor de no menos de tres metros y medio
de circunferencia.

Not� que cerca de m�, en un estanter�a baja, hab�a libros. Eran todos folios muy
parecidos entre s� por su forma y espesor; y al advertir que cada uno hac�a lo que
m�s le gustaba y al entender que hab�a quedado en libertad yo tambi�n y que es
sabio el consejo del dicho: �Cuando est�s en Roma, haz lo que hacen los romanos" a
poco me atrev� a tomar uno de los vol�menes que llev� hasta uno de los soportes
para lectura. Los libros son muy �tiles, a veces pens�, listo para seguir el
consejo recibido y averiguar, por medio de la lectura, todo acerca de las
costumbres de estas gentes, especialmente sus ideas con respecto a La Casa que
resultaba ser objeto de veneraci�n religiosa para ellos. Esto me dar�a cierta
independencia y me ense�ar�a c�-mo evitar equivocarme en el futuro, o dar p�bulo a
m�s extraord�narios errores . Al abrir el volumen me hall� muy sorprendido al
observar que estaba, cada hoja, profusamente ilustrada y que �nicamente el centro
de la p�gina estaba ocupada por una angosta franja de es-critura, pero las peque�as
letras semejaban caracteres hebreos y resultaban incomprensibles para m�. Soport�
la desilusi�n bastante alegremente, pues, debo decirlo, no soy muy afecto al
estudio y, adem�s, no hubiese podido prestarle mucha atenci�n al texto circundado
con tanta gracia y belleza de dise�os y coloridos.

Despu�s de un rato, Yoleta avanz� lentamente cru-zando la habitaci�n, - sus dedos


ocupados en alg�n trabajo con lana, mientras caminaba, y mi coraz�n aument� sus
latidos cuando se detuvo junto a mi.

Usted no est� leyendo, y mientras me miraba con curiosidad prosigui�: - Le he


estado observando por un rato.

-�Realmente me ha observado?, dije, y no sabiendo si deb�a o no sentirme halagado,


continu�: - Desdichadamente no, no he estado leyendo, no puedo leer este libro, no
entiendo sus caracteres. �Pero qu� hermoso libro es! Estaba pensando cu�nto
estar�an tentados por pagar al-guno de los grandes libreros de Londres, Quaritch
por ejemplo, �pero! me olvidaba que jam�s habr� o�do ese nombre; pero... pero �qu�
hermoso libro es!

Ella nada me respondi�, s�lo parec�a un poco sor-prendida, temo que disgustada,
ante mi ignorancia, y se alej�. Yo hab�a alentado la esperanza de que iba a con-
versar conmigo y con gran contrariedad se alejaba. To-da la gloria parec�a haberse
disipado de las hojas del libro que yo segu�a volviendo con indiferencia,
contemplando a intervalos a la hermosa muchacha que era, tal como una de las
p�ginas que ten�a delante, hermosa para admirar y dif�cil para entender. En un
sitio aparta-do, la vi colocar unos almohadones y acomodarse para realizar su
tarea.

A todo esto, el sol ya se hab�a ocultado y paulatina-mente el interior se iba


oscureciendo; esa luz mortecina parec�a no producir ninguna diferencia para quienes
le�an o trabajaban. Aparec�an como dotados con una visi�n como las lechuzas, que
son capaces de ver casi sin luz. S�lo el padre no hac�a nada, pero a�n descan-saba
ea el div�n, quiz� sumergido en la caracter�stica somnolencia tras la comida. Tras
un rato, se levant� y mir� en derredor.

-�No hay ninguna melod�a en nuestros corazones esta noche, criaturas? dijo. Cuando
otro d�a haya pasado para nosotros, quiz� sea distinto. Esta noche, esa voz tan
recientemente apagada para siempre por la muerte ha-br�a de ser demasiado
penosamente extra�ada por nos-otros.

Entonces, uno se levant� y le aproxim� un alto cirio de cera y lo coloc� cerca de


�l. La llama arroj� un pe-que�o haz luminoso sobre el volumen que �l procedi� a
abrir; y aqu� y all� y acull� brillaba y titilaba en puntos como rayos del arco
iris sobre la alta columna aun cuan-do la mayor parte del recinto quedaba en la
opaca luz del ocaso.

Comenz� a leer en voz alta y aunque no parec�a alzar mucho su voz sobre el tono
habitual, las palabras que pronunciaba llegaban a mis o�dos con una claridad y
pureza que las hac�a aparecer como una �melod�a en-tonada y ejecutada dulcemente".
Las palabras que le�a se refer�an a la vida y la muerte y a otros temas solemnes,
pero para mi mente, su teolog�a se me antojaba algo fant�stico, aun cuando debo
confesar que no soy buen juez en esos temas. Hubo tambi�n bastante acerca de La
Casa, sin ilustrarme mucho, pues era m�s bien rap-s�dico y cuando se refiri� a
nuestra conducta y objetivos en la vida y otras cosas por el estilo no pude
entenderle mucho m�s. Este es parte de su discurso:

� Es natural que nos lamentemos por aquellos que pe-recen, pues la luz, los
conocimientos, el amor y la alegr�a ya no les pertenecen; ellos ya no sufren, est�n
dormidos en el seno de la Madre Universal, la esposa del Padre, quien est� con
nosotros y comparte nuestra pena, que fue primero suya, pero no ensombrece su
gloria sempi-terna, y su deseo y nuestra gloria reside en nuestra ca-pacidad de
poder siempre y en todo parecernos a �l.

� El fin de cada d�a es la oscuridad, pero el Padre de la Vida, a trav�s de nuestra


raz�n, nos ha ense�ado a mitigar la excesiva amargura de nuestro fin; de otro mo-
do, nosotros, que estamos por sobre todas las criaturas de la tierra ser�amos al
fin m�s miserables que ellos. En el mundo irracional, entre las distintas especies,
rei-na una lucha perpetua y cruenta, el fuerte devorando al d�bil y al incapaz, y
cuando la vida se desvanece y apaga la luz de ese esp�ritu inferior, cual es el de
ellos, el fin no se demora. As� la vida que se prolong� muchos d�as desaparece con
un breve colapso y al des-aparecer da nuevo vigor al m�s fuerte que tiene a�n
muchos d�as de vida. As�, tambi�n, la sempiterna tierra desde el polvo de las
desaparecidas generaciones de ho-jas, rehace el fresco follaje y obtiene para s�
una nueva vestidura.

� S�lo nosotros, por encima de todos los seres vivientes, siendo como el Padre, no
matamos ni somos asesinados y no tenemos enemigos en la tierra; ya que aun las
espe-cies inferiores que carecen de razonamiento saben, sin El, que somos lo
superior sobre la tierra y ven en nos-otros, alejados de todos sus tareas, la
majestad del Padre perdiendo toda su furia ante nuestra presencia. Por lo tanto,
cuando la noche se acerca, cuando la vida es una carga y recordamos nuestra
mortalidad, apuramos el fin para que aquellos a quienes amamos dejen de penar ante
el espect�culo de nuestra decadencia y sabemos que �sta es la voluntad de quien nos
dio el ser y nos brind� vida y dicha sobre la tierra, pero no eterna.

� Es amargo desechar la vida que es nuestra, dejar todas las cosas, el amor de
nuestros hermanos, la belleza del mundo y La Casa; el trabajo, que nos brinda
placer y seguir hacia adelante, para no ser ya m�s nada: pero la amargura no
perdura y apenas se regusta cuando en nuestros �ltimos momentos recordamos que
nuestra labor ha dado sus frutos; que lo que hemos escrito, no se des-vanece con
nosotros, sino que perdura como testimonio y goce para las futuras generaciones y
que morar� por siempre en La Casa.

� La Casa es la imagen del mundo y nosotros que vivi-mos y trabajamos en ella somos
la imagen de nuestro Padre, quien cre� el mundo y como El nos afanamos para
construirnos una habitaci�n digna que no pueda avergonzar a nuestro maestro. Este
es su deseo ya que ea toda su labor y su sabidur�a que es como el agua pu-ra para
el sediento, que satisface sin dejar sabor amar-go, nosotros aprendamos cu�l es su
voluntad, la de aqu�l que nos dio la vida. Todos los conocimientos que busca-mos,
el poder de invenci�n y la habilidad que poseemos y el trabajo de nuestras manos
tiene este �nico prop�sito, puesto que todo conocimiento o invenci�n que tuviesen
otra finalidad cualesquiera ser�a vacuo y vano, sin el valor de aquellos realizados
a imagen del Padre de la vida. As� como nuestras sensaciones humanas pueden per-
vertirse y el paladar perder su discriminaci�n al pun-to que el hambriento devore
las frutas �cidas y las hier-bas venenosas para alimentarse, tambi�n la mente puede
buscar otros senderos y un conocimiento que s�lo lo conduzca a la miseria y la
destrucci�n.

� As� sabemos que en el pasado los hombres buscaban conocimientos diversos sin
detenerse a saber si eran para el bien o el mal; mas, cada ofensa de la mente o el
cuer-po tiene su respuesta apropiada y mientras su mente se tornaba opaca, el buen
y correcto conocer y discriminar que el Padre da a cada ser viviente, ya sea un
hombre o una bestia, les fue negado. De ese modo, por incre-mentar su riqueza,
fueron empobrecidos y tal como quien olvidando cu�l debe ser el l�mite de sus
facultades se que-da por largo tiempo mirando el sol fijamente queda cie-go por el
abuso. Pero, no entend�an la causa de su po-breza o su ceguera y se sent�an
desdichados y eran tan s�lo como n�ufragos en una pelada y solitaria roca en medio
del oc�ano y se encontraban consumidos por la sed y no la pod�an saciar en una
vertiente de agua dul-ce, sino en el agua �spera de la ola y volver a tener sed y
beber de nuevo hasta que la locura se apoderase de sus mentes y la muerte los
liberase de sus miserias. As� sufr�an sed y beb�an nuevamente y estaban
enloquecidos e inflamados por el deseo de aprender los secretos de la naturaleza,
vacilando en no lavar sus manos en san-gre, buscando en el tejido vivo de los
animales las es-condidas fuentes de la vida. Es que, en su locura, ellos anhelaban
ganar por medio del conocimiento el dominio absoluto sobre la naturaleza, logrando
as� arrebatar al Padre del mundo su prerrogativa.

� Pero su vana ambici�n no dur� y al final fue la muer-te. La locura de sus mentes
se apoder� de sus cuerpos y los gusanos se multiplicaron en su carne corrupta y es-
tos, tras alimentarse en sus tejidos, cambiaron de forma y torn�ndose alados, se
alejaban por el aire como nubes de hormigas aladas que surgen en primavera, desde
su lugar de nacimiento y volando de cuerpo en cuerpo, lle-naron la raza humana, por
doquier, de corrupci�n y de-cadencia; y la Madre de los hombres fue as� vengada de
sus hijos por su orgullo y locura pereciendo misera-blemente devorados por los
gusanos.

� De la raza humana, s�lo sobrevivi� un peque�o rema-nente y estos eran hombres de


mente humilde quienes hab�an vivido separados y desconocidos por sus cong�ne-res:
fue tras largas centurias que se adelantaron hacia la tie-rra soledosa y la
repoblaron pero no hallaron en ninguna parte ni rastros de aquellos que se hab�an
extinguido. Es que la tierra hab�a cubierto todas las ruinas de sus obras con su
negro humus y sus verdes bosques, tal como el hom-bre oculta sus escaras no
visibles tras su ropaje nuevo y bello. Tampoco se sabe cu�ndo esta destrucci�n cay�
so-bre la raza humana; s�lo sabemos que esa historia fue grabada hace cientos de
a�os en pilares de granito de la Casa de Evor en las llanuras entre el mar y los
ne-vados picachos de las monta�as de Elf. Con ese fin, en pasadas centurias,
algunos de nuestros peregrinos via-jaron y han tra�do los documentos de estas
cosas, ellas no son s�lo conocidas en nuestra Casa, sino que lo son tambi�n en
muchas casas alrededor del mundo; han sido escritas para instruir a los hombres y
prevenirlos para todos los tiempos.

"Pero para la raza humana no habr� un segundo error que conduzca a la oscuridad, ni
existir� la b�squeda de conocimientos vanos y en la Casa del Padre no habr� una
segunda desolaci�n y los sones alegres y mel�dicos que estuvieron silenciosos ser�n
o�dos por siempre; desde que ya hab�amos seguido esta misma ruta buscando s�lo
informarnos de su voluntad hasta que como en un claro cristal, sin defectos, con
luces de colores o como el espejo de un lago que refleje en s� los cielos y cada
nu-be y estrella, as� est� El reflejado en nuestras mentes y en La Casa nosotros
somos sus subregentes y en el mundo sus co-obreros y por la gloria que El logra con
su trabajo te-nemos una gloria similar para nosotros.

"El es nuestro maestro. Ma�ana y noche a lo largo del mundo, en la procesi�n de las
estaciones, en el cielo azul, tachonado de estrellas, en la monta�a, y el llano en
los diversos bosques, en las rumorosas paredes del oc�ano y los mares rugientes por
los cuales pasamos con peligro de un lado al otro, leemos su pensamiento y
escuchamos su voz. Es aqu� donde aprendemos con qu� inteligente visi�n ha colocado
los basamentos para su mansi�n in-mortal; con cu�nto ingenio ha construido sus
paredes y con qu� prodigalidad de riqueza ha decorado sus obras todas la que la luz
del sol y de la luna y el azul del cielo son suyos; el mar y sus mareas; la
oscuridad y el rayo de las tempestades y la nieve y los vientos cambiantes y la
hoja verde y la dorada; suyos son tambi�n la lluvia pla-teada y el arco iris, las
sombras y las tenues nieblas que �l arroja como un manto sobre el mundo. As�
aprendemos que ama el edificio estable y que su basamento y sus pa-redes puedan
perdurar; sin embargo, aprendemos que no ama la igualdad y as� d�a tras d�a y una
estaci�n tras otra, hace que las cosas sean cambiantes en su aspecto y entonces las
paredes, el piso o el techo de su casa se cu-bren de nueva gloria. Mas, no nos est�
dado a nosotros el lograr esa suprema majestad de la obra; por lo tanto procuramos
como El - aun imposibilitados de alcanzar tan grande altura- sin sacar a nadie lo
prometido, apren-der, en cada Casa, individualmente, s�lo de El, quien tiene
infinitas riquezas; de modo que cada lugar que se habita, cambiante y eterno en s�
mismo, empero, diferir de todas las otras teniendo su propio esplendor y belleza;
pues nosotros habitamos una sola casa pero el Padre de los hombres las habita
todas.

"Estas cosas est�n escritas para recreo y deleite de aquellos que ya no viajar�n a
tierras lejanas y est�n en la biblioteca de La Casa en los siete mil vol�menes de
Las Casas del Mundo que nuestros peregrinos visitaron en �pocas pasadas. Pues una
vez en la vida se ordena que un hombre deba dejar su propio lugar y viajar por
espacio de diez a�os, visitando las casas m�s famosas de cada comarca a la cual
llegue y adem�s ha de procurar hallar a aquellas de las que no se han tenido
referencias.

"Cuando llega el momento para esa aventura capital y salimos por un largo per�odo,
hay una compensaci�n para cada quebrantamiento y por la ausencia de consan-gu�neos
y del dulce resguardo de nuestra propia Casa; es entonces cuando aprendemos y
valoramos las infinitas ri-quezas del Padre, puesto que as� como el d�a cambia du-
rante cada hora que pasa, desde la ma�ana hasta el ocaso, talmente se altera el
aspecto del mundo con nues-tro diario progreso; y en todas partes nuestros iguales,
aprendiendo, al igual que nosotros, s�lo de sus ense�an-zas, advierten que quien
est� m�s cerca le da un cierto color de la naturaleza a sus vidas y sus casas y
cada casa con la familia que la habita, con sus pl�ticas y las artes en las cuales
se destacan, es como un lago circular ro-deado por sierras dentro del cual puede
ser apreciado ese mundo visible. En toda la tierra no hay lugar sin habitan-tes ya
sea en los amplios continentes o en las islas que pueblan los mares, y en todo lo
que natura brinda no hay grandiosidad o belleza o gracia que no haya sido copiada
por el hombre sabiendo que ello es grato al Padre; pues nosotros, hechos a su
semejanza, no nos es grato trabajar sin testigos y nosotros a nuestra vez so-mos
sus testigos en la tierra gozando de sus obras as� como El lo hace con las
nuestras.

"De tal modo, al comienzo de nuestro gran viaje al lejano sur, donde veremos, esas
tierras alegres que tie-nen soles m�s calientes y mayores variedades que noso-tros,
llegamos primero, al p�ramo de Coradine el que pa-rece inh�spito y desolado a
nuestra vista acostumbrada al verde intenso de nuestros montes y valles y a las
nie-blas azules de una abundante humedad. All� un terreno pedregoso s�lo brinda
espinos y cardos secos y manojos de pasto, y vientos desagradables azotan los
lugares sin resguardo, en donde las cabras de ralas lanas se arra-ciman para darse
calor; all� no hay m�s melod�as que la de los diversos tonos del viento y el grito
del chorlo sal-vaje; all�, viven las criaturas de Coradine en el l�mite de las
furias del viento y la soledad, donde las estupendas columnas de cristal verde
sostienen el techo de la Casa de Coradine. La voz del oc�ano est� en sus aposentos
y los vientos de la tierra le traen la sal de la espuma del mar y las arenas
amarillas barridas durante la bajante desde las desoladas profundidades del mar y
los p�jaros de blancas alas que llegan escapando de la negra tempes-tad, graznan
fuerte entre sus sombr�os muros. All�, desde las altas terrazas cuando hay
plenilunio, vemos a las cria-turas de Coradine, ornadas como ningunas otras, con
bri-llantes ropajes de hilos sutiles cuando como los leves panaderos empujados por
el viento, ya revoloteando co-mo en una nube, ya disgreg�ndose por anchos lugares,
ellas bailan su danza de plenilunio sobre el ancho piso de alabastro, y yendo y
viniendo pasan y se alejan co-mo disolvi�ndose en los rayos lunares para retornar
con otra melod�a y nuevo ritmo. Al contemplar esto todas aquellas cosas en las
cuales nosotros sobresalimos pare-cen pobres en comparaci�n y se tornan p�lidas en
nuestra memoria. Pues los vientos y las olas y la blancura y la gracia han estado
siempre con ellas y la alada semilla del cardo y el vuelo de la gaviota y el mar
enfurecido cubierto de espuma y la luz de la luna rielando sobre el mar y la
tierra yerma les han ense�ado ese arte y la liviandad y gracia que ellas solo
poseen.
�Sin embargo, esta danza de la luna, que es la mayor gloria de la Casa de Coradine
palidece en nuestra men-te y es r�pidamente olvidada cuando otra es vista y
siguiendo nuestra ruta de casa en casa aprendemos que, por doquier, las diversas
riquezas del mundo han sido aprehendidas por el alma del hombre y se han hecho
parte de su vida. Ni somos inferiores a los otros al tener tambi�n un arte y una
especial calidad que es s�lo nues-tra y cuya fama se ha expandido hace mucho por el
mun-do, de modo que, desde cualquier sitio lejano, peregri-nos llegan a reunirse
anualmente a nuestros campos para escuchar las melod�as de la cosecha, cuando los
frutos madurados por el sol han sido bien acopiados y nuestros labios y nuestras
manos brindan m�sica inmortal para alegrar por siempre los corazones de quienes la
escuchan. Entonces nos regocijamos m�s que nadie, elev�ndonos como brillantes y
alados insectos desde nuestra inferior condici�n hacia una vida gloriosa y feliz
que es nuestra por tres largos d�as. Luego la augusta Madre en su ca-rroza de
bronce es llevada de campo en campo por toros blanqu�simos con cuernos de oro.
Despu�s sus criaturas son reunidas a su alrededor con brillantes ropajes amarillos,
con pulseras de oro en sus brazos y con instrumentos desconocidos para el
extranjero y voces nuevas alegran el campo con su melod�a a la gran cosecha.

"En �pocas pret�ritas las criaturas de nuestra Casa las conceb�an en sus corazones,
habi�ndolas escuchado an-tes en las voces de la naturaleza y estaban en ellos d�a y
noche y se la murmuraban de uno a otro cuando no te-n�an m�s fuerza que el rumor
del viento entre las hojas del monte, y as� como el Constructor del mundo trae de
cien lugares distantes la niebla, el roc�o y el rayo del sol y la suave brisa del
oeste para, brindarle al amanecer su gloria y su frescura, as� nosotros, sus
humildes segui-dores, buscamos lejos, en las grutas de las sierras y en las oscuras
cavidades de la tierra los minerales y tinturas que sobrepasen el color de las
flores y el sol para embellecer los muros de nuestra Casa, as� cada noche y d�a por
lar-gas centurias escuchamos todos los sonidos e hicimos nuestro su misterio y su
melod�a hasta perfeccionar ese gran canto en nuestros corazones, y su fama por
todas las tierras ha hecho que nuestra Casa sea llamada La Casa de la Melod�a de la
Cosecha, y cuando las peregrinacio-nes anuales tienen lugar participan de nuestra
procesi�n por los campos y escuchan nuestro canto, entonces, toda la gloria del
mundo parece desfilar ante ellos invadiendo sus corazones hasta que estallando en
l�grimas y fuertes gritos se arrojan al suelo y adoran al Padre del mundo todo.

"Esta ha de ser por siempre la principal gloria de nuestra Casa. Cuando haya
transcurrido un milenio y nosotros que hoy estamos viviendo, tal como aquellos que
ya pasaron, estemos confundidos con la naturaleza de la cual venimos y que hablemos
con nuestras criaturas s�lo con la voz del viento, el grito del p�jaro que pasa,
los peregrinos a�n vendr�n a contemplar los campos plenos de sol, a regocijarse y
adorar al Padre del mundo y ben-decir la augusta Madre de la Casa, cuyo vientre
sagrado siempre engendra vida, amor, alegr�a, y la melod�a de la cosecha
sobrevivir�".

CAPITULO VI
La lectura continu�, por cierto que no �para siempre" como la melod�a de la cosecha
de la cual �l habl�, pero si por un tiempo considerable. Las palabras - seg�n de-
duje- eran para los iniciados y no para m� y tras un rato, rehus� el procurar
entender de qu� se trataba. Las �ltimas expresiones a las que hab�a prestado
atenci�n, acerca de la �Augusta Madre de la Casa", fueron inteli-gibles para m� y
se me aparec�an como sin sentido. Ha-b�a llegado a la conclusi�n de que al menos
muchas de las se�oras del establecimiento podr�an haber experimentado los placeres
y dolores de la maternidad, no habr�a real-mente ninguna madre de La Casa en el
sentido de que hab�a un padre; es decir una poseyendo autoridad sobre las dem�s y
que llamara indiscriminadamente, a todas, sus criaturas. Aun as� esta inexistente y
misteriosa ma-dre de La Casa era continuamente mentada, as� lo des-cubr� ahora y lo
certificar�a cuando escuchara lo que se hablaba en derredor. Despu�s de analizar el
asunto, lle-gu� a la conclusi�n de que la Madre de La Gasa era una mera ficci�n y
que tan solo se referir�a a las mujeres en general, o algo as�. Fue quiz� una
tonter�a de mi parte, pero la historia de Mistrelde, quien muri� joven dejan-do
s�lo ocho hijos, la hab�a tomado como una mera le-yenda o f�bula de la antig�edad.

Volviendo a la lectura. As� como antes hab�a estado absorto con ese hermoso libro
sin haber podido leerlo, ahora escuchaba la melodiosa y majestuosa voz, experi-
mentando un placer singular aun cuando no entendiese cabalmente el significado de
lo le�do. Adem�s recordaba con una penosa sensaci�n de inferioridad que se hab�a
ca-lificado mi arenga de �pesada�, unas horas antes, ahora no pod�a dejar de pensar
que comparado con el expre-sarse de esa gente, era pesado. Por su extra�a belleza
f�-sica, el color de sus ojos y cabellos y sus fascinantes ro-pas, me hab�an
impresionado como seres totalmente dis-tintos a cualquier persona que jam�s hubiese
visto. Pe-ro, era, quiz�, por sus voces claras, dulces y penetran-tes, lo que me
hac�a pensar en los instrumentos de vien-to de suave tonalidad, en lo que m�s se
diferenciaban de otros.

La lectura, he dicho, me hab�a impresionado casi como de naturaleza de servicio


religioso; empero, todo segu�a como antes �lectura, labores y conversaci�n
ocasional - esa conversaci�n y movimiento no interfer�a el placer de escuchar la
musical disertaci�n del anciano m�s que el suave vuelo y murmullo de las abejas
pudiese interferir el escuchar el canto dulce de la alondra. Animado por cuanto
ve�a hacer a los dem�s dej� mi asiento y me dirig� hacia donde estaba Yoleta,
desplaz�ndome por la sombra con gran precauci�n para evitar que mis abomi-nables
botas hiciesen ruido.

-�Puedo sentarme cerca suyo? - dije con alguna hesi-taci�n; ella me anim� con una
sonrisa y coloc� un almo-had�n para m�.

Me acomod� en la postura m�s elegante que pude, lo que no quiere decir que lo
fuese, flexionando mis pier-nas, para situarme frente a ella y comenzaron mis
dudas, perplejo sobre qu� poder decirle. Pens� en el �lawn te-nnis", en arquer�a,
en la actuaci�n de Ellen Terry, en la Exposici�n de la Real Academia, teatro de
aficionados y veinte cosas m�s; todos me parecieron temas inapropia-dos para
comenzar una conversaci�n en este caso. No ha-b�a, comenc� a temer, un tema en
com�n que nos pudie-se unir y nos permitiese cambiar ideas o al menos pala-bras.
Fue entonces que encontr� ese argumento lo sufi-cientemente com�n y amplio de
nuestros sentimientos, es-pecialmente el dulce e importante del amor. �Pero, c�mo
llegar a �l? El trabajo en el cual estaba entretenida al menos permit�a una entrada
y la oportunidad de decir algo grato.

- Su vista debe ser tan buena corno bellos son sus ojos, dije, para permitirle
trabajar con tan poca luz.

- Oh, la luz es suficientemente buena, respondi� sin hacer caso de mi halago;


adem�s es esta una tarea tan sencilla que podr�a realizarla en la oscuridad.
- Es un trabajo muy bonito, �puedo verlo?

Ella me acerc� el material, pero en vez de tomarlo co-mo deb�a, coloqu� mi mano
debajo de la suya, toman-do mano y tela y me propuse darme tiempo para obser-var
con detenimiento la labor.

-�Sabe que estoy disfrutando de dos placeres en un mismo tiempo? Uno es admirar su
trabajo y el otro re-tener su mano; y pienso que �ste es mayor que el otro. Como no
obtuviese respuesta agregu� algo dificultosa-mente: �Puedo... continuar
reteni�ndola?

- Eso no me permitir�a trabajar, me respondi� con suma gravedad, pero puede


retenerla un momentito.

- Oh, muchas gracias - exclam� deleitado por el pri-vilegio y entonces para lograr
lo m�s del precioso �mo-mentito" se la presion� con calor y al instante ella grit�
en voz alta:

-�Oh Smith, Usted me la est� apretando demasiado fuerte; me lastima!

La solt� de inmediato en la mayor confusi�n.

- Oh, por el amor de Dios �tartamude�-, por favor no haga tanta alharaca!

Afortunadamente no hicieron caso de su exclamaci�n, aunque era dif�cil creer que


sus palabras no hubiesen sido escuchadas, y de inmediato, recobr�ndome del sus-to,
me disculp� por haberla lastimado y dese� me per-donase. - Nada tengo que perdonar.
No me apret� realmente fuerte, s�lo que la mano me duele porque hoy, cuando me
arroj� sobre la tierra, se me introdujo una espina, y el recuerdo de la sepultura
cubri� de l�grimas sus be-llos ojos.

- Lamento tanto haberla lastimado, Yoleta, �puedo lla-marla Yoleta? dije recordando
que ella me dec�a Smith, sin el acostumbrado prefijo.

- Ese es mi nombre, �c�mo si no podr�a llamarme? Y la r�pida respuesta encerraba


extra�eza.

- Es un bello nombre y tan dulce al decirlo que qui-siera estar repiti�ndolo


continuamente. Pero es justo que tenga un bello nombre por que... bueno, porque es
us-ted muy bella.

- Si, �pero es ello extra�o? �No es bella toda la gente? Yo record� a ciertos tipos
londinenses, especialmente entre los criminales y las ancianas de caras arrugadas y
de simios envolvi�ndose entre pa�oletas desliz�ndose a o desde las casas p�blicas a
las esquinas; tambi�n pens� en otras gentes de mejor clase social a quienes hab�a
co-nocido personalmente, algunos a�n en la C�mara de los Comunes y sent� que, por
mucho que lo quisiese, no po-dr�a estar de acuerdo con ella, sin forzar mi propia
conciencia, y aludiendo a su pregunta continu�:

- En todo caso admitir� que hay grados de belleza, as� como hay grados de luz.
Usted puede ser capaz de ver y trabajar con �sta de ahora, pero es muy d�bil
comparada con la del medio d�a cuando el sol brilla.

- Oh, pero entre las personas no hay tanta diferencia como �sa, replic� con aire
filos�fico. Admito que hay distintas formas de belleza y algunas personas nos pa-
recen m�s hermosas que otras, pero es s�lo porque noso-tros las amamos m�s. Los m�s
amados siempre son los m�s hermosos.

Esto parec�a revertir la idea com�n de que cuanto m�s bella es una persona m�s
logra ser amada. Sin embargo, decid� no disentir m�s con ella y s�lo agregu�: -�Qu�
dulcemente habla, Yoleta, es usted tan sabia como hermosa! No desear�a placer mayor
que estar aqu� y continuar escuch�ndola toda la velada,

-�Ay!, entonces lo siento, debo dejarlo ya, respondi� con una p�cara sonrisa que me
hizo pensar que lo dicho por m� le hab�a agradado.

-�Imagina por qu� sonr�o?, agreg� como si hubiese podido leer mis pensamientos. Es
que a menudo he o�do palabras como la suya de quien ahora me est� aguar-dando.

Este parlamento me caus� un tormento de celos. Pero, por unos momentos m�s, despu�s
de haber hablado con-tinu� mir�ndome con esa su sonrisa bella y espiritual jugando
entre sus labios. Luego se desvaneci� y su rostro se ensombreci�, desapareciendo su
brillo. Ni le ped� que me explicara la causa del cambio ni me interrogu� a m� mismo
cual podr�a ser su raz�n; m�s adelante, con fre-cuencia not� en ella y en otros
tambi�n ese repentino si-lencio, ese ensombrecerse del rostro, tal como se aprecia
en un ser que se expresase libremente con alguien que no debe escucharlo y luego
repentinamente, pero demasiado tarde, recuerda su infidencia.

-�Debe irse?, y agregu�: �qu� har� solo?

- Oh, no estar� solo, dijo y alej�ndose regres� al ins-tante con otra dama:

- Esta es Edra, dijo simplemente, ella ocupar� mi lu-gar a su lado y conversar� con
usted.

No pod�a decirle que hab�a interpretado mis palabras s�lo literalmente, que estar
solo significaba estar alejado de ella, pero ya no ten�a remedio y alguien, �ay!
alguien a quien detestaba profundamente la estaba aguardando. S�lo me quedaba
agradecerle a ella y a su amiga por sus buenas intenciones. Pero �cu�l podr�a ser
�en nom-bre del cielo! el tema que pudiese mantener con la bel-dad sentada a mi
lado? Era ciertamente muy bella, de una belleza m�s madura y quiz� m�s noble que la
de Yoleta, su edad oscilando entre los veintisiete o veintiocho a�os, pero el
divino encanto del rostro de la jovencita no po-d�a, para mi, existir en ninguna
otra.

Al momento inici� la conversaci�n inquiriendo si me disgustaba estar solo.

- Bueno, no, quiz� no sea exactamente eso, dije; pero creo que es m�s alegre,
quiero decir m�s placentero, el tener una persona agradable con quien conversar.

Ella asinti� y gratificado por su r�pida inteligencia agregue:

- Y es particularmente grato cuando uno es interpre-tado. No tengo el menor temor


de que al menos no vaya a entender lo que diga.

- Usted ha tenido algunas dificultades hoy, respondi� con una encantadora sonrisa.
Yo a veces creo que las mujeres podemos comprender a�n m�s r�pidamente que los
hombres.

-�No hay ninguna duda de ello!, - fue mi r�pida res-puesta, feliz al encontrar que
con Edra todo se encarri-laba bien. Debe estar claro para todos que las mujeres son
m�s r�pidas y sagaces para comprender que los hom-bres, a�n cuando sus cerebros son
m�s peque�os; pero ah� est� c�mo la cualidad es m�s importante que la can-tidad, y
continu�:

- Algunos sostienen que las mujeres no debieran ob-tener el sufragio o los derechos
pol�ticos o lo que fuese. No es que el hecho me interese un comino, s�lo deseo que
no lo obtengan nunca, pero de inmediato pienso que eso es il�gico, �no lo cree Ud.?
- Temo no entenderlo, Smith, fue su respuesta, mien-tras parec�a consternada.

- Supongo que lo dicho por m� no tiene ninguna im-portancia, fue mi r�plica y


deseando recomenzar de nuevo mejor agregu�:

- Estoy muy contento de o�rla llamarme Smith. Lo hace todo m�s placentero y
familiar el ser tratado sin formalidad. Es muy gentil de su parte, estoy seguro.

-�Pero, realmente, su nombre es Smith?, dijo con un gesto de gran sorpresa-�Oh s�,
mi nombre es Smith; �c�mo debo llamarla a usted?

- Mi nombre es Edra, replic� apareciendo m�s confun-dida que antes y desde ese
momento la conversaci�n que hab�a comenzado tan favorablemente no fue m�s que una
serie de malos entendidos de los cuales s�lo pude es-capar quebrando en cada caso
los hilos de los temas en discusi�n y saltar a otro.

CAPITULO VII

El momento de descanso que yo estaba deseando con marcado inter�s, ya que habr�a de
traerme renovadas sor-presas, lleg� por fin, y s�lo trajo extremas incomodidades.
Fui conducido (sin una simple vela) a lo largo de un os-curo pasadizo; luego, en un
�ngulo recto con el primero, otro, m�s ancho, menos oscuro donde hab�a un gran n�-
mero de puertas una muy cerca de la otra. Estos, compro-b� m�s tarde, eran los
dormitorios o celdas de dormir y estaban a ambos lados en fila, abriendo a una
terraza hacia el contrafrente de la casa. Tras haber alcanzado la puerta de mi
�box", mi conductor corri� el panel desli-zante y cuando hube tanteado mi camino
hacia el oscuro interior la cerr� tras de m�. No hab�a m�s luz que la de las
estrellas, ya que, opuesta a la entrada, hab�a otra aber-tura hacia la noche, la
que aparentemente no hab�a de clausurarse nunca. El paisaje era el que ya hab�a
visto, el p�ramo en barranca hacia el r�o y la ancha superficie del espejo de agua,
reflejando las estrellas y los negros macizos de grandes �rboles. No se escuchaba
ning�n sonido salvo los gritos de una lechuza a la distancia y la nota l�gubre de
alguna ave acu�tica. El aire de la no-che penetraba fr�o y h�medo y hac�a doler mis
huesos a�n cuando no estuviesen fracturados, y sinti�ndome muy so�oliento y
desgraciado anduve hasta que tuve la recom-pensa de descubrir una cama angosta o un
catre o una cama de enrejado sobre el cual hab�a una cobija de paja y una peque�a
almohada tambi�n de paja, y, muy dobla-do una especie de traje de dormir de lana.
Demasiado cansado para no ocupar tan poco tentadora cama me sa-qu� mi ropa, y
solamente con mi mohoso tweed por toda cobertura me acost�, pero no para dormir.
�Miserable de m�! a�n cuando mi cuerpo estaba abrigado, demasiado abrigado, el
viento me azotaba la cara y mis pies y mis piernas desnudas, y ello hac�ame
imposible conciliar el sue�o.

Cerca de medianoche, estaba por quedarme semidormi-do cuando el ruido como de una
persona entrando a sal-tos en mi habitaci�n me incomod� y sobresaltado, observ� con
horror, sentada sobre el piso, una bestia demasiado grande para ser un perro, con
enormes orejas erectas. Es-taba intencionalmente observ�ndome con sus ojos redondos
y brillantes como un par de verdes globos fosforescentes. Al no tener un arma,
estaba indefenso, a merced del bru-to y estuve por proferir un fuerte grito para
pedir ayuda, pero como permanec�a sentado tan quieto, me refren� y comenc� a desear
que se fuera silenciosamente. Luego se levant�, fue a la puerta, la oli�
ruidosamente y creyendo que iba a librarme de su indeseada presencia, dej� caer mi
cabeza en la almohada y permanec� inm�vil. Entonces volvi� a observarme y al fin
avanzando deliberadamente hasta mi lado me oli� la cara. Pens� que mi fin hab�a
lle-gado y cerrando los ojos y sintiendo c�mo se humedec�a mi frente, pese al fr�o,
musit� una plegaria. Cuando volv� a mirar, la bestia se hab�a esfumado ante mi
inenarrable alivio.

Parec�a altamente sorprendente que un animal como un lobo entrase en la casa; mas,
de inmediato record� que no hab�a visto perros en las cercan�as de modo que cual-
quier clase de bestia salvaje o de caza pod�a entrar im-punemente. Esto iba m�s
all� de un chiste; de pronto to-do esto me pareci� un fin razonable para el absurdo
pac-to que se me hab�a inducido a aceptar. �Bendito Dios!, exclam� sent�ndome muy
derecho en mi camastro de pa-ja, �soy un ser racional, o un burro embriagado o qu�,
para haber aceptado semejante propuesta? Est� claro que no estaba totalmente en mis
cabales cuando hice ese acuerdo y por lo tanto no estoy moralmente obligado a
cumplirlo. �Qu�? � Ser un labriego, un talador de le�os, un recolector de agua y
dormir sobre un miserable jer-g�n de paja en un vest�bulo abierto con lobos por
visitan-tes nocturnos y todo por unos pocos trapos salvajes! Yo s� poco de arar y
todas esas cosas, pero calculo que cual-quier ser normal puede ganar una libra por
semana y eso ser�a cincuenta y dos libras por un traje. �Qui�n ha o�do jam�s
semejante cosa? Lobos y todo por nada. Me atrevo a pensar que en cualquier momento
llegar� un tigre s�lo para echar una ojeada. No, no, mi venerable amigo, ese fue un
excelente desempe�o alrededor de mi extraordina-rio error y todo lo dem�s, no se me
llevar� tan lejos co-mo para obligarme a tan desventajoso pacto de una sola parte.

De inmediato record� dos cosas: la primera, la divina Yoleta, la segunda, la


sensaci�n de raro placer que ser�a trajearme en esos mismos "trapos salvajes" como
acababa de llamarlos en forma blasfema. Estas cosas hab�an pene-trado en mi alma y
hab�an formado parte de m� mismo especialmente... bueno, ambas. Esas extra�as ropas
me ha-b�an parecido refrescantemente pintorescas y hab�a sentido un ansia profunda
de vestirlas. �Era esa una muy desde-�able ambici�n de mi parte? �Es un pecado
desear cual-quier otro adorno que no sean el sentido com�n, la so-briedad, la
humildad y el buen esp�ritu, las buenas obras y otras cosas similares? As� llegaron
a mi mente como un rayo las palabras que hab�a - hac�a poco- es decir, justo antes
de mi accidente, le�do en un trabajo de biolo-g�a y me confortaron tanto como si un
�ngel con cara lu-minosa y alas con los colores del arco iris me hubiesen visitado
en mi inh�spita celda: �Tambi�n a Ad�n y a su esposa, hizo el Se�or Dios sacos de
cuero y los cubri�". Transformado, como todos sabemos, en una costumbre en-tre la
raza humana y no muestra al presente ninguna se�al de tornarse obsoleta. Es m�s: la
primera correlaci�n llama-das gl�ndulas mamarias y las zonas pilosas aparecen como
apoder�ndose del verdadero esp�ritu de las criaturas de esta clase y por haberse
tornado ps�quicas tanto como f�-sicas, pues, en ese tipo que es s�lo un poco
inferior al de los �ngeles, el placer por esta cobertura exterior es una pasi�n
fuerte e indestructible. �Palabras nobles y veraces, oh biologista del alma
encendida! Fue un deleite recordarlas. Una "fuerte e indestructible pasi�n", no
solamente para cubrir el cuerpo, sino para cubrirlo apropiadamente, es de-cir,
bellamente, y de ese modo agradar al Se�or y a noso-tros. Si esto es as� deberemos
continuar para siempre ra-surando nuestros rostros con una hoja afilada hasta que
est�n azulados y manchados por tanto rasparlos, y cortan-do nuestros cabellos para
adquirir una semejanza artificial de perros viejos o monos - criaturas de escalas
inferiores a nosotros -, y ataviar nuestros cuerpos como hier�ticos en un funeral,
de repulsivo negro, nosotros "Euteria de la Euteria, lo noble de lo noble". �Y todo
para qu�, si no le place ni al cielo ni est� de acuerdo con nuestros deseos? Quiz�
en acuerdo con la consideraci�n o respetabilidad o cualquier cosa que pueda
significar. Oh, entonces, un mill�n de maldiciones lo acepten, respetabilidad,
quiero decir pueda hundirse en el fondo del foso y el humo de su tormenta ascender
por siempre jam�s! Y habiendo, por ese pensamiento llegado con mi mente a este
punto, otra vez me propuse obtener las ropas y religiosamente cumplir el pacto.

Me qued� casi contento tras haber llegado a esa con-clusi�n. La cama dura, el
viento fr�o de la noche que me azotaba, mi lobuno visitante, todo fue olvidado.
Nueva-mente dej� vagar mi fantas�a y me vi trajeado y con mi mejor humor, sentado a
los pies de Yoleta, aprendiendo de sus preciosos labios el misterio de esa vida
dulce y apacible. Un a�o entero era m�o para amarla y tratar de ganar su gentil
coraz�n. Pero su mano, bueno, ese era otro asunto. �Qu� ten�a yo para ofrecer en
retribuci�n de tal privilegio? S�lo esa fuerza a la cual mi anfitri�n se ha-b�a
referido en cierto modo estimulantemente. Adem�s hab�a sido tan amable como para
mencionar mi ingenio, pe-ro yo pod�a malamente explotar eso. Y si un a�o entero de
trabajo era s�lo suficiente para pagar unas ropas, �cu�n-tos a�os de trabajo ser�an
requeridos para ganar la mano de Yoleta?

Naturalmente, ante esta oportunidad, comenc� a trazar un paralelo entre mi caso y


el de un antiguo personaje hist�rico cuyo nombre es familiar a muchos. La historia
se repite con variaciones. Jacobo, llam�mosle Smith, lle-g� al pozo de Haran. All�
conoci� a Raquel, aqu� llama-da Yoleta, y Jacobo bes� a Raquel y alz� su voz y
llor�. Aquel es un toque de la naturaleza que yo puedo apreciar totalmente: el
besarse quiero decir, pero por qu� llor�, a no ser que fuese porque no era ingl�s.
Jacobo le dijo a Raquel que �l era el hermano de su padre. Me siento fe-liz al no
tener que darle tan alarmante noticia al objeto de mis afectos. No somos ni
parientes lejanos y su edad ha-br� de ser quince a�os y la m�a de veintiuno, de
modo que nuestras edades est�n de acuerdo, hasta donde llegan mis conocimientos.
Smith ama a Yoleta y dijo: "Yo os servir� siete a�os por Yoleta, vuestra hija
menor"; y el anciano caballero respondi�: "Quedaos conmigo, pues de-seo mucho m�s
seas vos y no otro quien la tenga". Ahora pienso que si el asunto se complicara con
Lea, es decir Edra, Lea era mucho mayor que Raquel y como ella de ojos tiernos. Yo
no aspiro ni deseo desposar a ambas, es-pecialmente si debiese, como Jacobo,
comenzar por la que no corresponde aun cuando tuviese ojos dulces. Pero pa-ra la
divina Yoleta, yo podr�a servir siete a�os, es m�s, catorce, si fuese necesario.

As� me entretuve y me preguntaba, revolvi�ndome en mi inhospitalaria cama dura


hasta que un sue�o misericor-dioso pas� sus manos tranquilizadoras sobre las
cuerdas de mi cerebro y silenciaron sus penosas cavilaciones.

CAPITULO VIII

Afortunadamente me despert� temprano a la siguiente ma�ana, pues ya era miembro de


una familia madrugadora y ansioso por cumplir sus reglamentos. Al llegar a la puer-
ta advert�, para mi inexpresable disgusto que la habr�a podido cerrar f�cilmente
con s�lo haber hecho correr el panel movible. Hab�a suficiente ventilaci�n sin
mantener abierto el lugar a bestias de presa. Tambi�n descubr� que si hubiese dado
vuelta a la peque�a cama de paja habr�a tenido abrigadas mantas de lana para
dormir.

Resolv� no decir nada acerca de mi visitante nocturno, no deseaba comenzar la


jornada con nuevas instancias de lo que podr�a ser considerado crasa estupidez de
mi par-te. Mientras estaba ensimismado en estos asuntos comen-c� a escuchar el
movimiento y las voces de la gente en la terraza; al espiar me enfrent� con un
espect�culo cu-rioso e interesante. Por las anchas escalinatas que condu-c�an al
agua, la gente de La Casa se apresuraba y se arro-jaban, como �giles sapos
espantados y asustados, a la co-rriente de agua. All�, en medio de la familia, mi
vene-rable anfitri�n ya estaba luci�ndose; su larga platinada barba y cabellera
flotando como una espuma sobre las olas de su propia creaci�n; y, ahora, los otros
dormito-rios de la l�nea del m�o iban arrojando nuevas formas ca-da una ligeramente
envuelta en una suelta vestimenta que no ocultaba ninguna bella curva debajo, y
corriendo ligeramente y brincando por la barranca prestamente se unieron con los
ba�istas masculinos.

Mirando a mi alrededor pronto encontr� una bonita cosa con la cual arroparme y
r�pidamente me fui tras los otros arriesgando el desnucarme en mi deseo de imi-tar
el nuevo modo de locomoci�n que acaba de apre-ciar. El agua estaba deliciosamente
fresca y refrescante y con una muy agradable compa��a de damas y caballeros, todos
nadando y buceando juntos en libertad sin conven-cionalismos y con la gracia de una
compa��a de somor-gujos.

Tras vestirnos, nos reunimos en el sal�n de comer o p�rtico en donde hab�amos


cenado, justo cuando el rojo disco del sol comenz� a mostrarse sobre el horizonte
ti-�endo las nubes con las llamas amarillas y llenando el mundo verde con una nueva
luz. Me sent� feliz y fuerte esa ma�ana, muy capaz y deseoso de trabajar en los
cam-pos y m�s que nada esperanzado acerca de ese asunto del coraz�n. La felicidad,
empero, es raras veces perfecta, y en esa ma�ana clara de luz tenue no pod�a menos
que apreciar el contraste de mis propias feas y repulsivas ro-pas con los bellos
ropajes usados por los otros, que pare-c�an armonizar tan bien con su fresco y
alegre humor matinal. Tambi�n ech� de menos la fragante taza de caf�, la crocante
lonja de panceta querida y familiar y tras el desayuno el bien gustoso cigarro,
pero estas peque�as desventajas pronto fueron olvidadas.

Despu�s del desayuno se me entreg� un peque�o cesto cerrado y uno de los hombres
j�venes me condujo a esca-sa distancia de La Casa; se�al�ndome un cintur�n de
montes a m�s o menos un kil�metro y medio, me dijo que caminara hasta llegar a un
campo arado en la barranca del valle, en donde podr�a arar un poco. Antes de dejar-
me, se despoj� de un pito para perros sujeto a una cuerda y me la colg� al cuello,
sin explicarme su uso.

Con la canasta en la mano me alej� sobre el pasto h�-medo de roc�o y tras media
hora de andar encontr� el lugar indicado donde aproximadamente menos de una
hect�rea de tierra hab�a sido recientemente removida; tambi�n recostado en el surco
encontr� el arado, un ins-trumento del cual sab�a muy poco. Este arado parec�a ser
muy simple, una cosa primitiva que consist�a en un largo eje de madera con un palo
hacia arriba para guiar-lo, una reja de metal en el centro que se dirig�a hacia un
costado se equilibraba en el otro por un par de pe-que�as ruedas; hab�a adem�s unas
largas sogas sujetas a un palo en cruz al final de la palanca. No habiendo ca-
ballos o bueyes para realizar la tarea, y no pudiendo arras-trar el arado y guiarlo
al mismo tiempo, me sent� calmo-samente para examinar el contenido del cesto y
hall� que conten�a pan negro, fruta seca y un botell�n de barro con leche. Entonces
no sabiendo qu� hacer, para entretenerme comenc� a soplar el pito y emit� el m�s
agudo y fiero son, el cual con celeridad produjo un efecto inesperado. Dos nobles
caballos, semejantes a los que hab�a visto el d�a anterior, vinieron galopando
hacia m� como respon-diendo a mi pitada. Aproxim�ndose velozmente hasta unos
cincuenta metros, permanecieron quietos mirando y relinchando, como si estuviesen
alarmados y sorprendidos, despu�s de lo cual, dieron vueltas a mi alrededor tres o
cuatro veces, relinchando de una manera aguda y conti-nua, y, finalmente, habiendo
gastado su superflua ener-g�a se dirigieron al arado y se colocaron deliberadamen-
te frente a �l. Parec�a como si los animo es hubieran con-currido a mi llamado para
realizar el trabajo, por lo tanto me aproxim� a ellos con cautela, utilizando
sonidos y pa-labras conciliadoras durante un rato y tras un peque�o es-tudio
posterior descubr� c�mo se colocaban las sogas. No hab�a anteojeras ni riendas, ni
parec�an pensar estos so-berbios animales que ellas hac�an falta; luego que hube
tomado las sogas en mis manos y exclamado ���Arre vamos Dobby!" en un tono de
mandato, seguidos por algunos chasquidos y sonidos inarticulados con la lengua, me
re-compensaron con una mirada desconcertada y comenzaron a arrastrar el arado.
Mientras yo manten�a la vara dere-cha la reja iba abriendo el surco en forma
irregular a tra-v�s del suelo; de vez en cuando y debido a mi poca pr�c-tica se
desviaba el surco en una tangente bastante fuera de la tierra y cada vez que esto
ocurr�a los caballos se dete-n�an, me miraban, luego se volv�an y toc�ndose sus
fau-ces parec�an cambiar ideas al respecto. Cuando el primer surco hab�a sido
hecho, ellos no doblaron como yo espe-raba, pero fueron rectamente hasta unos
veinticinco o treinta metros de distancia y luego doblaron y al regresar abrieron
otro surco fresco, paralelo al anterior. Luego re-gresaron al punto de partida
original y abrieron otro y as� progresivamente. Todo esto me parec�a maravilloso,
d�ndome la impresi�n de que yo hubiese sido toda la vida un arador avezado, sin
saberlo. Era una tarea inte-resante y adem�s estaba entretenido al mirar a los
peque-�os pajaritos que llegaban en bandadas desde el monte para devorar las
lombrices que hab�a en la tierra fresca reci�n removida, pues entre el temor que
les produc�a y las frescas lombrices que hab�a en la tierra se hallaban perplejos y
generalmente dirig�an sus operaciones al ex-tremo del surco opuesto al que yo
estaba. El espacio que los caballos se hab�an marcado estaba arado a su debido
tiempo; cuando se marcharon hicieron como antes un nue-vo surco ah� donde nada
hab�a que los guiase; as� conti-nu� el trabajo alegremente por algunas horas hasta
que comenc� a sentirme desesperadamente hambriento y sen-t�ndome en el eje del
arado abr� mi cesto y prob� la ho-gare�a dieta con mucho apetito.

Terminada mi comida, retorn� al trabajo, pero no tan alegre como al principio:


comenzaba a sentirme un poco entumecido y cansado y la gran cantidad de barro que
se adher�a a mis botas me hac�a dificultoso el andar; adem�s ya se me hab�a pasado
la noveler�a. Los caballos tampoco trabajaban con la suavidad del principio; pare-
c�an tener algo en sus mentes, pues al final de cada surco se volv�an a mirarme del
modo m�s exasperante.

-�Puf!, exclam� mientras me secaba el noble sudor de la frente, con el pa�uelo


extremadamente mohoso, viejo y sucio. Trescientos sesenta y cuatro d�as de esta
suerte decosas es un precio harto alto de pagar por un juego de ropas.

Mientras estaba parado ah�, vi que un animal desde el bosque se dirig�a


directamente hacia m�, desliz�ndose so-bre el suelo con la velocidad del galgo, un
fiero y enorme bruto; mas cuando estuvo cerca me convenc� que era un animal de la
misma clase del que hab�a visto durante la noche. Antes de poder pensar qu� hacer,
estaba s�lo a unos metros de distancia, y, fren�ndose de golpe, se sent� sobre sus
patas traseras y gravemente me mir�. Lla-mando a mi memoria algunas cosas que hab�a
o�do acerca del efecto terrorizante de la mirada humana sobre tigres reales y otras
bestias salvajes, lo mir� fijamente y luego casi perd� mi temor al admirar su
belleza. Era de figura gr�cil, con pronunciadas caracter�sticas del zorro y orejas
grandes y erectas, su pelambre era gris plateada y larga, tenia dos puntos negros
sobre los ojos, y sus patas, morro, puntas de las orejas y cola eran tambi�n negro
brilloso. Despu�s de observarme tranquilamente por dos o tres mi-nutos se levant� y
para mi sosiego se alej� al trotecito hacia el monte; tras haber andado unos
cincuenta metros, mir� hacia atr�s, y al ver que segu�a observ�ndolo gir� en
redondo, se lanz� en mi direcci�n y cuando estuvo bastante cerca emiti� un gemido
de tono met�lico, des-pu�s de ello otra vez se alej� y desapareci� de mi vista.
Ahora los caballos se volvieron deliberadamente hacia m�; se detuvieron pese a
todos los esfuerzos que intenta-se hacer para lograr que continuasen su tarea.
Despu�s de esperar un rato, procedieron a retorcerse hasta liberarse de las sogas y
se alejaron al galope, relinchando fuertemente y levantando sus patas como para
cubrirme de tierra. De ese modo poco ceremonioso qued� solo y al instante co-menc�
a pensar que ellos conoc�an el trabajo mejor que yo, y que al hallarme poco
dispuesto a liberarlos en el momento debido hab�an tomado el asunto en sus manos, o
m�s bien en sus patas. Tras un poco m�s de cavilaci�n llegu� tambi�n a la
conclusi�n de que el singular animal que semejaba a un lobo era tan s�lo un perro
casero; que era el que me hab�a visitado la noche anterior para hacerme saber que
estaba durmiendo con la puerta abier-ta y que ahora hab�a venido para insistir
acerca de la sus-pensi�n de las tareas.

Contento en haber descubierto todas esas cosas, sin ha-ber lucido mi ignorancia al
hacer preguntas tom� mis cosas y me encamin� hacia La Casa.

CAPITULO IX

Cuando llegu� a La Casa me esperaba el joven que me hab�a conducido por la ma�ana a
mis tareas, pero estaba taciturno ahora con un aspecto de frialdad y una mirada de
extra�eza que me parec�a que auguraba dificultades. De inmediato me llev� a una
parte de La Casa distante del �hall" y me introdujo en un apartamento que ve�a por
primera vez. Pocos momentos despu�s, el due�o de La Casa, seguido por varios
integrantes de la comunidad, entr� y en todos los rostros advert� la misma mirada
fr�a y ofendida.

-�Los demonios se llevaron mi suerte!, me dije para m�, comenzando a sentirme


extremadamente inc�modo. Calculo que he transgredido las leyes al sobrecargar el
trabajo de los caballos...

-Smith, dijo el anciano avanzando hacia una mesa y depositando sobre ella un grueso
volumen que hab�a tra�-do consigo; ac�rquese y lea para m� este libro.

Al acercarme a la mesa, vi que estaba escrito en la misma forma, en caracteres


hebreos como el folio que hab�a examinado la noche pasada.

- No puedo leerlo, yo no entiendo las letras, dije, sin-ti�ndome avergonzado por


tener que confesar p�blicamen-te mi ignorancia.

Entonces, dijo lanz�ndome una mirada de suma seve-ridad, hay un poco m�s

que decir. Sin embargo tomamos en cuenta su estado de confusi�n


mental de ayer y lo juzgamos con lenidad anhelando que los tormentos de su in-
tranquila conciencia le resulten m�s dolorosos que la pe-na que le imponemos por
tan detestable crimen.

Llegu� a la conclusi�n de que los hab�a ofendido al presionar la mano de Yoleta y


se me hab�a dicho que le-yese el libro para que me enterase acerca de las penas y
penalidades que me correspond�an por tal indiscreci�n, aun cuando el llamarlo
"detestable crimen" me parec�a un real abuso del lenguaje.

-Si los he ofendido, fue mi respuesta, dicha con humil-dad, s�lo puedo apelar a mi
ignorancia de las costumbres de La Casa.

-Ning�n hombre, fue su respuesta, con creciente seve-ridad, es tan ignorante como
para no saber distinguir el bien del mal. Si el asunto hubiese llegado antes a mi
co-nocimiento, le habr�a dicho: Al�jese de nosotros, pues su continuada presencia
nos ofende; pero hemos hecho un pacto y hasta que el a�o expire deberemos
aguantarlo. Por el espacio de sesenta d�as usted vivir� aislado, no dejar� su
habitaci�n en la cual cada d�a se le asignar� una tarea y subsistir� a pan y agua.
S�anos permitido pensar que durante ese periodo de soledad y silencio se
arrepentir� suficientemente de su crimen y se nos unir� luego con un �nimo
distinto, pues cualquier ofensa puede perdon�rsele a un hombre, pero lo que es
imposible es perdonarle una mentira.

-�Una mentira!, exclam� azorado. � No he dicho menti-ra alguna!

- Esto, dijo en un acceso de ira, es un agravante de su anterior ofensa. Es a�n


peor que la primera y debemos tratarla por separado cuando hayan pasado los sesenta
d�as.

-�Va a condenarme sin permitirme hablar, sin escu-charme o aclararme algo? �Qu�
mentira he proferido?

Tras una pausa, durante la cual estudiaba mi rostro, dijo, se�alando la p�gina
abierta frente a �l: Ayer, en respuesta a mi pregunta, me respondi� que sab�a leer;
anoche le dijo a Yoleta lo contrario; ahora, aqu� est� el libro y confiesa que no
puede leerlo.

-Pero eso se explica f�cilmente, dije, inmensamente aliviado pues realmente me


hab�a sentido algo culpable de tomar y presionar esa mano, aun cuando no fuera un
asunto muy grave. Yo puedo leer los libros de mi propio pa�s y por supuesto cre�
que sus libros estar�an escritos en iguales caracteres, pero la noche pasada
descubr� que no era as�. Ustedes han visto los signos de mi pa�s sobre las monedas
que les mostr�.

En ese momento, de nuevo, saqu� de mi bolsillo el monedero y volqu� el contenido


sobre la mesa.

Comenz� a observar las libras una por una para exami-narlas. Mientras, encontr� mi
hermosa estilogr�fica dentro de mi libreta, y pens� que lo mejor seria demostrarle
c�mo escrib�a. Afortunadamente la tinta no se hab�a evaporado. Arranqu� una hoja en
blanco y r�pidamente escrib� unas pocas l�neas y le alcanc� el papel dici�ndole:

- As� escribo yo.

Procedi� a estudiar el papel pero sus ojos, advert�, se dirig�an frecuentemente


hacia la estilogr�fica que ten�a en mis manos.

Al tiempo se�al�:

- Esta escritura o estas marcas que ha hecho sobre el papel no son como las que
est�n sobre el oro.
Tom� el papel y proced� a copiar la oraci�n que hab�a escrito en letras de
imprenta, luego se lo devolv�.

Lo examin� de nuevo y tras comparar mis letras con las de la moneda dijo:

- Le ruego me diga ahora qu� ha escrito aqu� y me ex-plique por qu� escribe de dos
maneras distintas.

Le expliqu� lo mejor que pude por qu� unas letras se usaban para estampar sobre oro
y otros elementos y otras para escribir. Con un sonrojo de modestia, le� las
palabras de la oraci�n: "En las distintas partes del mundo los hom-bres tienen
costumbres distintas y escriben de diferentemanera, pero del mismo modo, a todos
los hombres, en todas partes del mundo, la mentira les es detestable".

-Smith, -dijo, dirigi�ndose a m� de una manera im-presionante, pero felizmente no


para acusarme de una tercera mentira-; yo he vivido mucho en el mundo y los
conocimientos que otros poseen de �l son tambi�n los m�os. Es un conocimiento de
todos que en regiones m�s c�lidas o fr�as los hombres est�n obligados a vivir de
manera distinta; mas, sabemos que en todas partes tienen dentro de sus almas la
misma ley del bien y el mal, y, como usted ha dicho, detestan la mentira; tam-bi�n
s� que hablan la misma lengua y hasta este instante cre�a que escrib�an con los
mismos caracteres. Como quiera que sea ha logrado convencerme que no es as�; que en
alg�n oscuro valle, aislado por monta�as inacce-sibles o en alguna peque�a isla
desconocida, un pueblo pueda existir. �Ah!, �no me dijo que ven�a de una isla?

- S�, respond�, mi pa�s es una isla.

- Eso imagin�, una isla de la cual ninguna noticia nos ha llegado, en donde las
gentes, separadas de sus seme-jantes, en el curso de muchas centurias han cambiado
sus costumbres y aun su manera de escribir. A pesar de haber visto estas piezas no
comprend� o no reflexion� que tal familia humana exist�a. Ahora estoy persuadido de
ello y como yo s�lo tengo la culpa del cargo que le hice debo pedirle perd�n. Nos
regocijamos por su inocencia y deseamos con creciente amor pagar nuestra
injusticia.

Concluy� colocando su mano sobre mi hombro:

- Hijo m�o, soy ahora su deudor.

- Me alegro que todo haya finalizado felizmente, res-pond�, pensando si el estar en


deuda conmigo aumen-tar�a o no mis posibilidades con Yoleta.

Al advertir que dirig�a miradas de curiosidad a mi es-tilogr�fica, que yo segu�a


jugando entre mis dedos, se la ofrec�.

La examin� con inter�s . Estaba realmente esperando una oportunidad, dijo, para
admirar de cerca este maravilloso invento, pues me hab�a dado cuenta que su
escritura no estaba realizada con un l�piz sino con un fluido. Es de un tinte negro
lustroso, hermosamente dise�ado y con aros de oro y contiene el l�quido. Esto me
sorprende tanto como cual-quier otra cosa que me haya dicho.

- Perm�tame que se lo obsequie, le dije al verlo tan atra�do por el objeto.

- No, de ning�n modo, respondi�; me agradar�a mu-cho poseerlo y lo guardar�a si


puedo otorgarle en retri-buci�n algo que desee.

La �nica cosa en la vida que deseaba era la mano de Yoleta, pero era demasiado
pronto para hablar de ello, dado que a�n no sab�a nada de sus costumbres
matrimoniales, ni siquiera si para ello se necesitaba o no el consentimiento de la
dama antes de hacer tal pedido. Por lo tanto, mi requerimiento fue m�s modesto:

- Hay algo que profundamente deseo, dije. Estoy an-sioso por poder leer en vuestros
libros y me considerar�a m�s que compensado si permitiese que Yoleta me en-se�ase.

- Ella le ense�ar� de cualquier modo, hijo, respondi�; eso y mucho m�s se le debe a
usted.

- Nada hay que desee m�s, dije, y le ruego que tenga la lapicera ya que ello me
har� feliz.

As� termin� ese desagradable asunto.

Al haberse disipado la nube, todos nos dirigimos al comedor donde nos restablecimos
y nada pod�a exceder nuestra alegr�a cuando nos sentamos para alimentarnos con
carne y verduras. Al no sentirme tan hambriento como la v�spera y adem�s al ver a
todos con tan buen humor no vacil� en unirme a su conversaci�n y no me fue tan mal
si se tiene en cuenta lo inusitado de todo; pues como la abeja que se ha visto
demorada en su trabajo entre las flores por la construcci�n geom�trica, yo comenc�
a adquirir algo de ingenio para desplazarmelibremente por entre los intrincados
pensamientos y fra-ses que eran nuevos para m�.

Las experiencias de esa tarde hab�an sido realmente destacables: una rara mezcla de
pesar y placer sin llegar a un gris homog�neo, pero pareci�ndose a un brillante
bordado realizado sobre un fondo oscuro, sombr�o, y de estos sorprendentes
contrastes yo estaba signado para sufrir m�s en esa misma velada.

Est�bamos otra vez reunidos en el gran sal�n, el ve-nerable padre reclinado a su


voluntad en su div�n-trono cerca de las esferas de bronce, mientras los dem�s pro-
segu�an sus ocupaciones tal como en la noche anterior. No pudiendo aproximarme a
Yoleta y no teniendo nada que hacer me sent� c�modamente en uno de los asien-tos
amplios y me dej� estar, so�ando. Al rato, ante mi sorpresa, el padre, quien me
hab�a estado observando durante un rato, dijo:

-�Quiere conducir, hijo m�o?

Me sobresalt� y me sonroj�, pues no deseaba molestar-lo con preguntas, pero, estaba


desorientado, no com-prend�a qu� era lo que significaba conducir. Pens� va-rias
cosas, ya las oraciones de la noche, danzas, etc.; mas, estando en duda me sent�
obligado a pedirle una aclaraci�n.

-�Querr�a conducir el canto?, respondi� un tanto sor-prendido.

- Oh s�, con placer, respond�.

Al no haber ninguna m�sica, ning�n piano, natural-mente pens� que mis amigos se
entreten�an por las no-ches con solos de canto sin acompa�amiento y como ten�a
buena voz de tenor no me desagradaba comenzar con una canci�n. Me aclar� la
garganta con un grr-jrr-jeem que sobresalt� a todos y me lanc� con El Vicario de
Bray, una vieja y querida canci�n, que era mi favorita. Todos se alteraron cuando
comenc�, intercambi�ndose miradas de asombro, pero estaba oscureciendo tanto den-
tro del recinto que no me permit�a estar seguro si mis ojos me enga�aban. Quienes
estaban cerca de m� co-menzaron a

a alejarse y me afligi� tanto que enronquec� y mi canto se tom� realmente malo;


mas, aun as�, pens� que era mejor valientemente llegar al final. De pronto el
anciano, que me hab�a estado mirando furiosamente por un tiempo, envolvi� su rostro
y su cabeza con su larga t�nica amarilla. Me fij� en Yoleta, sentada a la
distancia, y vi que se apretaba los o�dos con ambas manos.

Pens� que hab�a llegado el momento de callar y abrup-tamente par� en medio de la


cuarta �stanza", me sent� extremadamente avergonzado e inc�modo. Estaba casi
ahogado e incapaz de decir una palabra. Pero no hab�a palabra que encontrase, pues
eran ellos, por supuesto, quienes deb�an agradecerme por haber cantado, o de-cirme
algo; pero no se oy� ni una sola palabra. Yoleta dej� caer sus manos y continu� su
labor mientras el an-ciano lentamente y con mirada temerosa sal�a de entre sus
envolturas y entonces el largo y mortal silencio se tom� insoportable y manifest�
que tem�a que mi canto no fuera de su gusto. No hubo respuesta; s�lo que el padre
extendiendo una de sus manos toc� una manija o una llave cerca de �l y una de las
esferas de bronce comenz� a girar. Un suave murmullo de voces se elev� y parec�a
pasar como una ola a trav�s del recinto, per-di�ndose a la distancia y seguida por
otra y otra cada una se�alada por un aumento de fuerza, y con frecuencia cuando
estos sones solemnes se extingu�an se escuchaban aproximarse tenues notas como de
flautas. Los misterio-sos sonidos se aproximaban y continuaban, para volverse a
intervalos m�s fuertes y claros unidos a otros tonos, mientras crec�an todos
juntos, estallando ahora en un coro de alegr�a, luego una nota clara, l�quidamente
pura, como la de un ave, que se remontase sola; mas, si proven�a de voces o de
instrumentos musicales a viento era imposible determinarlo. Ya todo el ambiente que
me rodeaba estaba pleno y palpitante con la extra�a y ex-quisita armon�a que se iba
perdiendo y cuyas notas de-crec�an y se apagaban gradualmente hasta extinguirse
para el o�do en-

la direcci�n opuesta. Que ahora todos participaban de la funci�n era evidente para
m� al ob-servarlos separadamente; algunos ten�an en sus manos peque�os y raros
instrumentos, pero hab�a una combina-ci�n de voces y algo como ventrilocuismo de
los sonidos que hac�a imposible distinguir los de una persona en particular.
Sonidos m�s graves y sonoros ahora emitidos desde los globos sonoros, algunas veces
semejando el car�cter de la �vox humana" de un �rgano y cada vez que se elevaban
hasta un cierto punto hab�a sonidos de respuesta, los cuales no proven�an de los
ejecutantes, suaves, tr�mulos, de car�cter e�lico que se expand�an por todo el
recinto tal como si las paredes y los cielorra-sos estuviesen recubiertos de
celdillas musicales sensibles a las mayores vibraciones. Estos sonidos flotantes y
a�reos s�lo respond�an a las voces femeninas, altas, que seme-jaban a las de las
sopranos enriquecidas y espiritualiza-das en un grado sorprendente. Entonces el
amplio recin-to parec�a estar invadido por una niebla tal como lo estaba por esa
informe melod�a que semejaba provenir de arpistas invisibles, ocultos en lo alto,
entre las sombras.

Recostado en mi div�n, escuchaba con ojos entrece-rrados este misterioso conmovedor


concierto, me emocio-n� hasta las l�grimas y hasta tem� haber sido transporta-do
hacia alguna regi�n supra-mundana habitada por se-res semi-angelicales; tem�, digo,
pues con este nuevo amor en mi alma no hab�a el�sea morada celeste que pudiese
compararse con estas tierras verdes para sitio habitable. Pero cuando record� mi
actuaci�n tan burda, mi rostro, ah� al oscuro, estaba encendido de verg�enza y
maldije mi ignorante y presuntuosa alegr�a de la que me sent�a culpable al haber
gritado la abominable balada del Vi-cario de Bray que ahora se me hab�a vuelto tan
odiosa como mis botas y pantalones. El compositor de esa can-ci�n, el autor de esa
letra y su tema, el hip�crita Vicario, se presentaban a mi mente como los tres
seres m�s ende-moniados que hubiesen existido.Que el diablo se lleve mi suerte!,
exclam� haciendo rechinar mis dientes con enojo de impotencia, pues me parec�a
demasiado duro rev�s, justo cuando hab�a logrado gozar del favor, haberlo arruinado
de modo tan poco fe-liz. Ahora que me hab�a puesto en contacto con su forma de
cantar, la supuesta mentira acerca de la que ellos hab�an hecho tanto alboroto, me
pareci� una muy leve ofensa comparada con mi intento de conducir el canto. Sin
embargo, cuando el concierto hubo concluido, nadie dijo una sola palabra acerca del
asunto, aunque hab�a es-perado ser llevado de inmediato a la sala de los juicios
para escuchar que se me impondr�a una terrible senten-cia; y cuando antes de
retirarme, ansioso por conciliarme con mi anfitri�n, comenc� a expresarle mi pesar
por ha-berles infligido un dolor al intentar cantar, el venerable se�or alz� sus
manos con gesto implorante y me rog� no dijese nada de eso, pues las situaciones
penosas era me-jor olvidarlas:

- No hay duda, agreg� gentilmente; cuando usted per-maneci� tanto tiempo enterrado
en las sierras, ha tragado gran cantidad de tierra y arenilla en sus esfuerzos por
respirar y sus pulmones a�n no se han liberado de ello.

Este fue el m�s piadoso punto de vista con que �l pudo tomar el asunto y yo estaba
agradecido porque no hubiese tenido peores consecuencias.

CAPITULO X

Por fin hab�a llegado el d�a feliz en que habr�a de de-jar, al menos en cuanto a mi
apariencia exterior, de pa-recer un alienado; al regresar del campo al mediod�a y
penetrar en mi celda hall� mi hermoso vestuario: dos tra-jes completos adem�s de la
ropa interior; uno, el de color m�s sobrio, dispuesto s�lo para las horas de
tareas; el segundo, que era para vestir en La Casa, llam� mi aten-ci�n. Temblando
de ansiedad, me arranqu� mis viejos �tweeds� y las botas averiadas y otros
vestigios de una civilizaci�n a la cual quiz� ellos hubiesen sobrevivido y pronto
advert� que hab�a sido medido con exacta precisi�n, ya que todo, hasta los zapatos,
se me adaptaban a la per-fecci�n. Era verde el fondo y el color predominante un
verde h�medo, el estampado muy bello, de un rojo os-curo tirando al p�rpura. Mi
deleite culmin� cuando me cal-c� las medias que ten�an, como las que usaban los de-
m�s, un extra�o dise�o, evidentemente sugerido por la piel de alguna dase de
v�bora. Su fondo era verde p�lido, casi amarillo c�trico y el dise�o de un
brillante marr�n rojizo, con reflejos bronceados.

No bien me hube arreglado y con el rostro arrebola-do y el coraz�n palpitante, me


adelant� a exhibirme an-te mis amigos, los hall� en asamblea y aguardando ver y
admirar el resultado de sus trabajos. El placer que vi reflejado en sus caras
transparentes, aument� cien veces mi contento y casi los sorprend� con mi torrente
de elo-cuencia para expresarles mi gratitud.- Ahora, rev�lenme un secreto, exclam�
cuando la ex-citaci�n pareci� irse apagando un poco; �por qu� es el verde el color
predominante en mis ropas, cuando en las de todas las personas su uso es muy
limitado?

No bien hab�a terminado de hablar cuando ya deseaba desde el fondo del alma haber
callado; pues de repente se me ocurri� que el verde pudiese ser el color para un
alie-nado o un asalariado, en cuyo lugar quiz� me colocaran.

-Oh, Smith, �no puede usted adivinar algo tan sim-ple?, dijo Edra colocando sus
blancas manos sobre mis hombros y sonri�ndome directamente a la cara.
�Qu� hermosa parec�a, parada ah�, con sus ojos tan cerca de los m�os!

- D�game por qu�, Edra, dije a�n con una ligera apren-si�n.

- Pues observe el color de mis ojos y piel, �podr�a ese tinte de verde ser el
adecuado para que yo lo use?

-�Oh, es esa la raz�n!, exclam� inmensamente aliviado. Pienso, Edra, que usted
estar�a hermosa con cualquier co-lor que hubiera sobre la tierra o en el arco iris
del firma-mento. Pero, �soy tan distinto a todos ustedes?

- Oh s�, bastante distinto, �no se ha mirado nunca? Su piel es m�s blanca y


enrojecida y su cabello tiene un color muy distinto. Estar� mejor cuando crezca
m�s, creo. Y sus ojos, �sabe que nunca cambian? Cuando lo observa-mos
detenidamente, son siempre gris-azulados, nunca ver-des.

- No; yo desear�a que lo fuesen, dije. Ahora he de va-lorar cien veces m�s mi ropa
dado que se han preocupado por tantos detalles para que... bueno, c�mo dir�, para
que armonizasen, supongo, con el color peculiar de mi ca-ra... Me estoy
confundiendo de nuevo...

Edra ri� y lo dio por terminado. Entonces todos re�mos; evidentemente mis
equivocaciones no importaban tanto despu�s de haberme cambiado el tegumento
exterior y presentado como una v�bora, con la cola partida y una nueva marca de
piel.En ese momento extra�� la presencia de Yoleta en la habitaci�n; por sobre todo
deseaba obtener una palabra de congratulaci�n de sus labios; me fui en su busca.
Esta-ba de pie bajo el p�rtico, aguard�ndome.

- Venga, dijo y procedi� a conducirme al sal�n de m�-sica donde se sent� sobre uno
de los almohadones cerca de la tarima. Ah� tom� una tablilla y l�pices de tiza o
l�pices de carb�n.

- Ahora, Smith, voy a comenzar a ense�arle, dijo con aire grave de joven maestra, y
todas las tardes cuando haya terminado su tarea, debe buscarme aqu�.

- Yo deseo ser muy tonto y que el aprender me lleve mucho tiempo, respond�.

- Oh, ri� ella; �cree que ser� tan agradable sentarse aqu� a mi lado? Si me
prefiere como maestra deber� procurar no ser tonto, pues si hace eso, pedir� a
alguien para que me reemplace.

-�Realmente har�a eso, Yoleta?

- S�, �quiere que le diga por. qu�? Porque mi car�cter es impaciente y r�pido. Todo
lo malo que yo he hecho al-guna vez y por lo cual he sido castigada, ha sido por mi
temperamento sin control.

-Y ha soportado, Yoleta, ese triste castigo de estar encerrada, sola, por muchos
d�as?

S�, con frecuencia, pues �qu� otro castigo hay? Pero deseo que no ocurra nunca m�s,
pues pienso... s� que sufro m�s de lo que nadie puede imaginar. El andar sobre el
c�sped y sentir el sol y el viento sobre mi cara, ver la tierra, el cielo y los
animales, eso es como la vida para m�; y cuando estoy encerrada, sola, cada d�a me
parece al menos un a�o.

Ella ignoraba cu�nto m�s querida la hac�a esa confe-si�n de una peque�a debilidad
humana.
- Venga, comencemos, dijo, aguardaba a que sus ro-pas nuevas estuviesen terminadas
y ahora debemos re-cuperar el tiempo perdido.

-�Sabe, Yoleta, que nada me ha dicho de ellas? �Le agradar� algo m�s ahora?- S�,
est� mucho mejor. Usted era una pobre oruga antes; me agradaba un poco, pues sab�a
qu� hermosa mariposa seria a su tiempo. Yo colabor� para confec-cionar sus alas.
Ahora escuche.

Por dos horas me ense��, haciendo sus letras o mar-cas rojas, las cuales yo copiaba
en mi tablilla y luego me las explicaba. Al final de la lecci�n ten�a una idea
general de que la escritura era, principalmente, fono-gr�fica y que estaba ante una
tarea bastante dif�cil.

-�Cree que podr� ense�arme a cantar? le pregunt� cuando hubo dejado sus tablillas a
un lado.

El recuerdo del desgraciado fracaso cuando hube de "conducir el canto" era una
abierta herida en mi inte-rior. Hab�a comenzado a pensar que no me hab�a justi-
ficado ante m� mismo en esa ocasi�n memorable y el deseo de hacer otro intento,
bajo circunstancias m�s propicias, se robustec�a en mi.

Ella se sobresalt� un tanto ante mi requerimiento, pero nada dijo.

- Yo ahora s�, continu� con tono de ruego, que us-tedes cantan suavemente. Si s�lo
consintiese en probar-me una vez le prometo pegarme como engrudo de za-patero, le
pido me perdone, quise decir, me esforzar� por no apartarme del estilo de morendo y
perdendosi �com-prende qu� estoy diciendo? Yoleta, le prometo no asus-tarla si
solamente me deja probar y cantar, para usted una vez.

Se volvi�, como con una nube cubri�ndole la expresi�n del rostro, se encamin�
lentamente hacia la tarima, y colocando sus manos sobre las llaves hizo que dos de
los peque�os globos girasen emitiendo suaves ondas de sonidos a trav�s de la
habitaci�n.

Me adelant� hacia ella, pero aprensivamente levant� la mano:

- No, no, no; qu�dese ah�, dijo, y cante suavemente. Era dif�cil contemplar su cara
afligida y obedecer; pero no le iba a mugir como un toro, hab�a empe�ado mi ser en
esta prueba. Durante los �ltimos tres d�as,

mientras
trabajaba en el campo practicando incesante-mente la exquisita melod�a de mi
querido maestro Cam-pana M'appar sulla tomba, casualmente la �nica melod�a por m�
conocida que ten�a alg�n parecido con esa su divina m�sica. Ante mi sorpresa, ella
parec�a hacer con la m�sica el acompa�amiento adecuado con las esferas, lo cual me
apoyaba e infund�a coraje, y aun cuando can-tando en voz baja sent�a que jam�s lo
hab�a hecho tan bien antes. Cuando hube finalizado casi esper� alguna palabra de
elogio o que se me preguntase por qu� no hab�a cantado esa melod�a en aquella
desgraciada vela-da en que se me pidi� que condujese; no dijo ni una palabra.

-�Cantar� usted algo ahora?, dije.

- Ahora, no; esta noche, fue su respuesta, mientras lentamente atraves� la sala con
los ojos bajos.

-�En qu� est� pensando, Yoleta, que est� tan seria? pregunt�.

- En nada, me respondi� con impaciencia.


- Entonces, por nada tiene un gesto muy solemne. Nada me ha dicho de mi canto. �No
le agrad�?

-�Su canto? �Oh, no!, fue como una pepita sabrosa dentro de una r�stica cascarilla.
Me gustar�a la una sin la otra.

- Usted habla con enigmas, Yoleta; temo que su res-puesta no ser�a grata a mis
o�dos. Pero si quisiese cono-cer el canto, yo ser�a feliz en ense��rselo. Su letra
est� en italiano, pero yo puedo traduc�rsela.

-�La letra?, dijo ausente.

- La letra del canto, repliqu�.

- Yo no comprendo qu� quiere decir acerca de la letra del canto. No me hable ahora,
Smith.

- Oh, est� bien, contest� pensando que todo era muy extra�o y tomando asiento
divid� mi atenci�n entre mi bella calza y Yoleta a�n desplaz�ndose por el lugar con
expresi�n ausente.

Al rato, su extra�o modo se disip� pero no me anim� a volver a hablar de m�sica, y


a poco nos encaminamos

hacia el comedor, en donde por las siguientes dos o tres horas nos ocupamos
gratamente de ese proceso que algunos nuevos teorizadores nos informan constituye
el m�ximo placer de la vida.

Esa noche escuch� casualmente un breve y curioso dialogo. El padre de La Casa, tal
como yo me hab�a acostumbrado a llamar a nuestro jefe, tras levantarse de su
asiento se detuvo unos minutos para conversar, cerca de m�, mientras Yoleta, con su
mano sobre su brazo, aguardaba que terminase. Cuando hubo concluido, se volvi�
hacia ella. Ella en voz muy baja, dijo:

- Padre, yo conducir� esta noche.

El le coloc� su mano sobre la cabeza y bajando su mirada estudi� esa cara hacia �l
levantada:

- Ay, hija m�a, dijo con una sonrisa. �Debo adivinar qu� te ha inspirado hoy? Has
estado escuchando el paso de los p�jaros, yo tambi�n los escuch� esta ma�ana cuando
pasaban en bandadas y t� los has estado siguien-do con el pensamiento all� lejos
hasta aquellas tierras de sol radiante a donde nunca llega el invierno.

- No padre, replic�, s�lo he estado a poca distancia de La Casa con el pensamiento,


s�lo en ese lugar donde a�n no ha crecido la hierba para ocultar las cenizas y
humus sueltos.

Se inclin� y bes� su frente, luego se alej� y ella, sin reparar en mi �vida mirada,
tambi�n se fue.

Se supon�a que alguien deb�a conducir el canto cada noche, pero siempre me
resultaba imposible descubrir qui�n guiaba; sin embargo, ahora, tras haber sorpren-
dido esa conversaci�n, supe que justamente esa noche ser�a Yoleta y a pesar de la
muy pobre opini�n expre-sada por ella referente a mi habilidad musical, estaba
preparado para admirar la ejecuci�n m�s que nunca.

Comenz� del mismo modo misterioso e indefinible; al rato, cuando empez� a tomar
forma de melod�a, se apoder� de mi la idea de que estaba escuchando un fraseo que
me fuera familiar. A la larga descubr� que era la m�sica de Campana, pero cantada
de un modo

como jam�s lo hab�a escuchado. Es que la melod�a M'appar sulla tomba hab�a sido tan
transformada y es-piritualizada que su propio autor habr�a escuchado en �xtasis
esos acentos dolorosos que hab�an pasado por el alambique de mentes m�s
delicadamente organizadas. Es-cuchando record� con profundo pesar que el pobre Cam-
pana hab�a fallecido hac�a poco en Londres; casi al mismo tiempo volvi� a m� el
recuerdo de mi querida madre cuya muerte temprana fue el primer pesar de mi
adolescencia. Todos los cantos que yo le hab�a o�do entonar volvieron a mi sonando
en mi mente con inusi-tada alegr�a, pero siempre apag�ndose con f�nebre y extra�a
tristeza. Y no solamente mi madre, sino otros mu-chos seres queridos regresaron
�embellecidos desde el polvo" hasta m� (ancianos de blanca cabellera quienes en mi
pasado me hab�an dado espl�ndidos consejos; con-disc�pulos, amigos de la ni�ez y
hombres tambi�n en el comienzo de su vida, de cuya prematura muerte hab�a o�do de
vez en vez en �sta o aqu�lla lejana zona del Imperio Brit�nico). Volvieron a m� a
tal punto que todo el sal�n parec�a invadido por una p�lida procesi�n de sombras
que pasaban frente a m� al son de la misteriosa melod�a. A lo largo de toda la
velada volv�an en cien inquietantes disfraces, produci�ndome una melancol�a in-
finitamente preciosa, que era m�s de lo que mi coraz�n pod�a tolerar. Una y otra
vez el desesperado �Ay-i-me! desgran�base como un prolongado sollozo desde las es-
feras giradoras, y voces lejanas y cercanas eran recogi-das y transportadas a�n m�s
lejos por sones distantes que se extingu�an, pero eran nuevamente respondidas por
otras m�s cercanas y m�s claras en tonalidades que pa-rec�an arrancadas �de las
profundidades de una deses-peranza divina" para perderse, no totalmente, pues todas
las celdas ocultas se conmov�an, y el aire, cual misterio-sas manos invisibles,
ta��a las cuerdas suspendidas hasta que su exquisito hechizo y tristeza me hicieron
temblar y verter l�grimas, mientras permanec�a sentado en la penumbra,
sorprendi�ndome como pueden los hombres

sorprenderse, en estos momentos, al advertir la tempes-tad que provoca en el alma


tal m�sica y que acaso signifique meramente el madurar de nuestra naturaleza
terrena o algo que se le suma: un anhelo divino del alma que integrar�a nuestra
inmortalidad.

CAPITULO XI
Me parec�a que hasta ahora, realmente, nunca hab�a vivido, tan placentera era esta
vida nueva - tan sana y libre de ansiedades y lamentaciones -. La antigua vida que
yo hab�a vivido en las ciudades se alejaba de mi mente m�s cada d�a; ahora, se me
presentaba como el recuerdo de un sue�o repulsivo, y mi mayor alegr�a era poder
olvidarlo. C�mo hab�a podido hallar soportable aquella negligente, in�til,
lujuriosa y vac�a existencia me parec�a, cada ma�ana, m�s misterioso, cuando me
en-caminaba hacia la tarea asignada en el campo o el taller, tan natural y
placentero me parec�a el trabajo manual, y el comer el pan ganado con el sudor de
mi frente. Si hubiera alg�n trabajo que prefiriese sobre los otros era el de cortar
le�a; en esta �poca se necesitaba mucha madera y se me permit�a seguir mi
inclinaci�n. En el bosque, a un par de kil�metros de la casa, varios sufridos
viejos gigantes, principalmente robles, casta�os, olmos y hayas hab�an sido
se�alados para ser talados: en algunos casos hab�an sido chamuscados y rajados por
el rayo y ofend�an a la vista y en otros el tiempo los hab�a deteriorado y ya no
luc�an su esplendor con sus largos brazos marchitos y desolados, lo que confer�a a
sus copas un follaje ralo y poco lucido; eso tiene o da un sentido funesto, como
los escasos y blancos cabellos en las testas vencidas de los viejos. A esta
distancia de la casa yo pod�a, libremente satisfacer mi propensi�n de

cantar en ese tono m�s alto que no hab�a gustado a mis nuevos amigos. Entre los
enormes �rboles, lejos de sus o�dos, yo pod�a elevar la voz a mi gusto, solaz�ndome
con mis bulliciosas viejas baladas inglesas que como el grito de caza de John Feel:

Pudiese levantar a los muertos

o en la ma�ana al zorro de su cubil.

Mientras tanto, con la fren�tica energ�a de un Glads-tone fuera de su despacho,


manejaba mi hacha y el eco de sus golpes r�tmicos era un adecuado acompa�amien-to a
mis esfuerzos hasta que por varios metros a mi alrededor el suelo estuviese
cubierto de astillas blan-cas y amarillas; entonces, exhausto debido al esfuerzo,
me sentaba a descansar, a comer mi sencilla vianda del medio d�a, a admirarme en mi
ropa de trabajo de un color verde oscuro y chocolate y por sobre todo a pen-sar y
so�ar con Yoleta.

Durante mis caminatas hacia y desde el bosque lan-zaba muchas miradas a la


solitaria y lisa cima de una sierra, casi monta�a por su altura, que se elevaba a
cuatro o cinco kil�metros de La Casa hacia el norte, so-bre la otra ribera del r�o.
Desde su cima, estaba seguro, se tendr�a una amplia vista del campo circundante y
con frecuencia deseaba llegar hasta all�. Una tarde, mientras se desarrollaba mi
lecci�n de lectura, le coment� a Yoleta mi deseo.

- Venga, vayamos all� ahora, dijo dejando de lado las tablillas.

Acept� alegremente, nunca hab�a caminado solo con ella y de hecho no me hab�a
acompa�ado con ella desde ese primer d�a cuando coloc� su mano en la m�a, pero,
ahora est�bamos �ntimamente m�s cerca el uno del otro.

Me condujo a un lugar a menos de un kil�metro de La Casa; ah� el agua corr�a


ruidosamente sobre un le-cho pedregoso y formaba numerosas corrientes profun-das
entre las rocas por donde uno pod�a cruzar salt�ndolas.

Yoleta iba se�alando el camino brincando airosamente de piedra en piedra,


mientras yo, ansioso por escapar de una mojadura, la segu�a con cautela; mas,
cuando hube llegado felizmente y cre�a que nuestro grato andar esta-ba por
iniciarse, ella imprevistamente parti� hacia la sie-rra con paso tan r�pido que muy
pronto me dej� atr�s. Al advertir que no pod�a alcanzarla le grit� para que me
aguardase, se detuvo y qued� quieta hasta que es-tuviese a tres o cuatro metros de
distancia, y entonces escap� otra vez rauda como el viento. Por fin lleg� al pie de
la sierra y se sent� hasta que me reuniese con ella.

- Por el amor de Dios, Yoleta, comport�monos como seres racionales y caminemos


tranquilamente. Eso co-menzaba a decir cuando se alej� de nuevo y bailoteando
ascend�a con energ�a inagotable que me asombraba tanto como me exasperaba.

- Esp�reme s�lo una vez m�s, exclam�.

Entonces en la mitad del ascenso se detuvo a sentarse sobre una piedra.

Es mi oportunidad, pens� listo a resarcir mi insuficien-te rapidez y a obrar con


mayor astucia, lo que nos igua-lar�a. Llegar� sigilosamente y la sorprender�
dormitan-do y la tomar� fuertemente del brazo hasta que la ca-minata haya
terminado, pues hasta aqu� s�lo hab�a sido una loca cacer�a.

Avanzaba lenta y dificultosamente y cuando me acer-caba para llevar a cabo mi plan


se alej� ligera, con una risa alegre, y no se detuvo m�s hasta la cima. Totalmente
fatigado y vencido me sent� para descansar; al alzar la vista la vi en lo alto,
parada inm�vil sobre una piedra semejando una estatua que se perfilase contra el
azul del cielo. De nuevo me levant� y esforc� hasta alcan-zarla y ah� me desplom�
sobre el pasto, vencido por la fatiga.

- Otra vez que me invite a caminar, Yoleta � jade� - no me mover� a menos que tenga
yo una soga colocada alrededor de su cintura para detenerla cuando preten-da

da escapar en esa loca carrera. Me ha dejado sin alien-to y eso que estaba en
bastante buen estilo.

Ella ri�, de un salto estuvo en el suelo y se sent� a mi lado, tom� su mano y la


retuve fuerte.

- Ahora no se escapar� y saldr� corriendo, dije.

- Puede tenerme la mano, contest�, no tiene nada que hacer aqu� arriba.

-�Puedo destinarla a algo �til? �puedo hacer lo que quiera con ella?

- S� puede, agreg� con una sonrisa, ahora no tiene es-pina alguna.


Se la bes� repetidas veces, en el frente, en la palma, la mu�eca, luego le dediqu�
una caricia separada a las yemas de cada dedo.

-�Por qu� me besa la mano?, inquiri�.

-�No lo sabe? �No lo adivina? Porque es la cosa m�s dulce que puedo besar, excepto
una otra cosa, �pue-do dec�rsela?

-�Mi cara? �Por qu� no me la besa?

-�Oh!, �puedo?, y atray�ndola bes� su suave meji-lla. �Puedo besar la otra?,


pregunt� y ella me la ofreci�, Cuando se la hube besado, como en �xtasis, la mir�,
hun-d� mi mirada en sus ojos que parec�an negro brillante y descarados. - Yo
creo... que he cometido un leve error, dije, lo que yo quer�a decir es si me
permitir� besarla donde quiera, en la barbilla, por ejemplo, o all� donde quiera.

- S�, pero me est� demorando demasiado tiempo, b�-seme tantas veces como quiera y
despu�s admiremos el paisaje.

- La acerqu� m�s y le bes� la boca no una ni dos veces, sino adhiri�ndome a ella
con el ardor de la pasi�n, tal como si mis labios se hubiesen fundido en los suyos.

De repente se desembaraz� de m�.

-�Por qu� me besa la boca tan violentamente?, dijo, y sus ojos refulg�an y sus
mejillas se arrebolaban. Pare-ce un animal que me quisiese devorar.

Obviamente as� era como me sent�a.

-�No sabe, querid�sima, por qu� la beso as�? Porque la amo.

- Lo s� Smith, puedo entender y apreciar su amor sin que me lastime los labios.

-Y �me ama usted, Yoleta?

- S�, ciertamente. �No lo sab�a usted?

-�Y no es dulce besarse cuando uno se ama? �Sabe, car�sima, qu� es el amor? �Me ama
mil veces m�s que a cualquier otro en el mundo?

- � Qu� extravagantemente habla, replic�, qu� cosas extra�as dice!

- S� querida, porque el amor es extra�o, la cosa m�s extra�a, m�s dulce en la vida.
Llega una sola vez al co-raz�n y ese ser amado lo es infinitamente m�s que otros.
�No comprende �sto?

-�Oh no! �Qu� quiere decir, Smith?

-�Hay alguien m�s querido por Usted que yo?

- Yo amo a todos los de La Casa; a unos m�s que a otros. A aquellos que est�n m�s
estrechamente vincula-dos conmigo los amo m�s.

- Por favor �no diga m�s nada! Usted ama a su gente de un modo y a m� de otro. �Es
as�?

- Hay s�lo una clase de amor, dijo ella.

-1Ay! dice eso por que es una criatura a�n y no sabe. Debe ser a�n m�s joven de lo
que cre�a. �Qu� edad tiene?

- Treinta y un a�os, respondi� con suma seriedad.

-�Oh Yoleta, qu� tremendo embuste! Perd�n por ha-ber sido tan brusco. Pero no cree
que puede reducir esa cifra. Treinta y un a�os �qu� jocoso! Pues yo soy un viejo
comparado con usted y no tengo a�n veintid�s. Le ruego, d�game, Yoleta �qu� quiere
significar esto?

Me di cuenta que no me escuchaba y vi que se hab�a levantado del pasto y vuelto a


sentar sobre la piedra. Por toda respuesta a mi pregunta se�al� con su mano hacia
el occidente diciendo:

- Mire all�, Smith.

Me par� y mir�. El sol ya estaba pr�ximo al horizonte y parcialmente oculto por las
nubes bajas que comen-zaban a tornarse grises orladas con p�rpura y rojo; sus
desflecados bordes parec�an incendiados por intensas lla-maradas amarillas. En lo
alto, el cielo ten�a la claridad de un cristal azul con listones de rayos amarillo
p�lido arrojados por la luz del sol poniente que semejaban los rayos de una inmensa
rueda celestial que llegaban hasta el cenit. La tierra ondulada con sus montes
verde oscu-ro; el follaje oto�al de diversos tonos se estiraba a lo le-jos frente a
nosotros, ya en sombras, ya iluminada por los �ureos reflejos, mientras que la
cadena de monta-�as que aparec�a cerca y estupenda ante nuestra vista hab�ase
tornado de azul oscura en viol�cea.

Las dudas y temores que agitaban mi coraz�n me de-jaban indiferente ante la


extremada belleza del paisaje. Me volv� impacientemente para contemplar de nuevo su
gr�cil figura, aun de incipiente adolescencia, por lo r�-gido de sus formas; mas,
su rostro, arrebolado por la luz solar, coronado por su oscura y brillante
cabellera, me la hac�a aparecer como el rostro de una de las in-mortales. La
expresi�n de total devoci�n que reflejaba me oblig� al silencio, me pareci� que
hab�a sido tocada por la magia de natura, como la tierra y el cielo, y que estaba
transfigurada; a la espera de que el trance pasase permanec� de pie a su lado,
descansando mi mano sobre su rodilla. Poco despu�s baj� hacia m� su mirada y son-
ri�; entonces, volv� al tema de la edad.

- Seguramente Yoleta, dije, estaba s�lo jugando con-migo, quiero decir,


divirti�ndose conmigo; realmente no puede tener m�s que entre los quince o
diecis�is a�os cuando mas.

Ella de nuevo sonri� y movi� la cabeza.

- Oh, ahora entiendo, ya puedo resolver la adivinanza. Su tiempo es diferente,


claro, como todo lo dem�s en esta latitud. Un mes ha de llamarse un a�o para
ustedes y eso la har�a tener ... d�jeme pensar �cu�nto es doce por treinta y uno?
�Que me cuelguen! Casi quinientos
creo, es que soy tan nulo en c�lculos mentales!, es justa-mente lo contrario,
�cu�ntas veces doce en treinta y uno?, bueno, en n�meros redondos, dos veces y
media. Eso ser�a absurdo. Usted no es un beb�. �Ah, ya lo ten-go!, las estaciones
se llamar�n a�os, claro, como no lo pens� antes... tampoco, as� tendr�a siete a�os
y medio. Ahora s� lo veo claro, un a�o, significan dos de sus a�os, invierno y
verano, son uno; eso har�a que tuviese dieci-s�is a�os exactamente lo que hab�a
imaginado. �Es as�, Yoleta?

- Yo no s� de que habla, Smith, no lo estoy escuchando.

- Bien, escuche por un momento y d�game �cu�l es la duraci�n de un a�o?

- Dura desde que las hojas caen en oto�o hasta que vuelven a caer en el pr�ximo, y
dura desde que las go-londrinas llegan en primavera hasta que regresan nueva-mente.

- Y seria y honestamente, �tiene treinta y un a�os de edad?

-�No se lo dije? S�, tengo treinta y un anos.

- Bien, jam�s escuch� nada igual por los Santos del Cielo! yo s� que es muy poco
cort�s preguntar la edad a una dama, pero �Ser�a tan amable de decirme la edad de
Edra?

-�Edra? tiene sesenta y tres.

�Sesenta y tres, que me maten si tiene un d�a m�s de veintiocho! �Qu� tonto soy,
c�mo no puedo mantener la calma! Pero, Yoleta, c�mo me angustia. Casi no me ani-mo
a hacerle otra pregunta, pero d�game la edad de su padre.

- El tiene casi doscientos a�os, ciento noventa y ocho, creo.

-�Dioses del Cielo! Me he de volver rematadamente loco. No pude decir m�s nada, me
alej� y me sent� en una piedra baja a cierta distancia con una sensaci�n de
aturdimiento mental y algo como desesperanza en el co-raz�n. Que ella me hab�a
dicho la verdad, ya no pod�a dudarlo ni por un segundo; era imposible dada su
naturaleza-

cristalina el no ser veraz. Sus a�os no me im-portaban, la virginal dulzura de la


adolescencia estaba en sus labios y la gloria y frescura de la juventud en su
frente; lo pat�tico era que hubiese vivido treinta y un a�os en el mundo y que no
comprendiese las palabras que le hab�a dicho; que no supiese qu� eran el amor y la
pasi�n! �Ser�a siempre as�? �Habr�a de consumirse hasta las cenizas mi coraz�n sin
encender un fuego en el suyo?

Entonces, mientras permanec�a all� sentado, colmado de esos pensamientos


desdichados, baj� de su sitial y cayendo de rodillas frente a m� rode� con sus
brazos mi cuello y me mir� fijamente.
-�Por qu� est� apenado Smith?, �He dicho algo que lo hiera? dijo. �Y sabe qu� me ha
ofendido?

- Si lo he hecho, d�game c�mo, querid�sima Yoleta.

- Por haber estado haci�ndome preguntas y diciendo cosas totalmente sin sentido
mientras estaba ah�, embele-sada con la puesta del sol. Me molest� y disip� mi
placer; lo perdonar�, Smith, porque lo quiero. �No cree que lo amo suficiente? Me
es muy querido, m�s querido cada d�a, y atrayendo mi cara me bes� en los labios.

- Querida, me hace feliz de nuevo, fue mi respuesta, pues si su amor aumenta cada
d�a quiz� llegue el momento en que me comprenda y que sea para m� todo lo que yo
anhelo.

-�Qu� es lo que anhela? pregunt�.

- Que sea m�a, solamente m�a, totalmente m�a y que se me entregue en cuerpo y alma.

Ella continu� mir�ndome a los ojos.

En cierta forma nos damos, creo, en cuerpo y alma a aquellos a quienes amamos,
dijo, y si a�n no est� satisfecho de que me haya entregado as� de ese modo debe
esperar, pacientemente, sin hacer ni decir nada que voluntariamente enajene mi
coraz�n hasta que llegue la hora en que mi amor sea igual a su deseo. Vamos, agreg�
y levant�ndose, me tom� de la mano y me hizo levantar.

Silenciosos y pensativos, iniciamos de la mano el descen-so. De repente se


arrodill� y entreabriendo los pastos con las manos hall� un peque�o y gr�cil
capullo emer-giendo de la tierra, sin hojas, desde un tallo redondo y suave.

-�Ve?, dijo y alz� sonriente, su mirada.

- Si, querida, veo un capullo, pero no s� nada m�s que eso.

- Oh, Smith, �no sabe que es un lirio arco-iris?, y le-vant�ndose se tom� de mi


mano y seguimos andando.

-�Qu� es un lirio arco-iris?

- Dentro de poco, en unos d�as, estar� totalmente flo-recido y la tierra se cubrir�


con su gloria.

- Est� ya avanzada la estaci�n, Yoleta. Primavera es la �poca en que los campos se


cubren con la gloria de las flores.

- Nada hay que iguale al lirio arco-iris que llega cuando casi todas las flores han
muerto o han perdido sus colores. �Ha vivido en la luna, Smith, para que yo tenga
que contarle estas cosas?

- No, querida, pero he vivido en aquella isla donde todas las cosas, incluyendo las
flores, eran distintas.

- Ah, s�, cu�nteme acerca de esa isla.


Bien, �aquella isla" era un tema desafortunado y yo no estaba resuelto a quebrar la
resoluci�n que hab�a tomado de guardarme prudentemente de hablar de sus institu-
ciones peculiares.

-�C�mo podr�a contarle, c�mo podr�a imaginarlo si le contase?, dije, evadiendo la


pregunta. - Ha visto los cielos ennegrecidos por las tormentas, se ha sentido en-
ceguecida por los rayos y ha escuchado el rugir del true-no. �Podr�a imagin�rselo
si jam�s hubiese sido testigo de ello y yo se lo describiese?

- No.

- Pues ser�a, entonces, in�til contarle. D�game m�s de los lirios arco-iris, pues
soy un gran amante de las flores.

-�Lo es? �Es raro que tuviese un gusto com�n a to-dos los seres humanos? respondi�
con una bonita sonrisa.

Pero es m�s f�cil hacer preguntas que responderlas. Si usted nunca hubiese visto al
sol ocultarse gloriosamente, o al cielo de medianoche refulgir con miles de
estrellas, �podr�a imagin�rselas si yo se las describiese?

- No.

- Debe esperar que surjan de la tierra los lirios arco-iris y del coraz�n el amor.

- Con o sin flores el mundo para m� es un para�so si usted, Yoleta, est� a mi lado.
�Ah, si fuese mi Eva! Qu� dulce es caminar de su mano al anochecer; pero no era tan
grato cuando echaba a correr alej�ndose de m� como un conejo salvaje. Me alegro de
descubrir que a veces camina.

- S�, a veces, en ocasiones solemnes.

- Cu�nteme acerca de esas solemnes ocasiones.

- Esta no es una de ellas, replic�, retirando su mano de la m�a, s�bitamente; luego


con una risa argentina huy� de m� lanz�ndose a la carrera hacia abajo con la
veloci-dad y la gracia de una gacela.

Instant�neamente la persegu�, pero fue en vano aun cuando empe�� todas mis fuerzas.
Ocasionalmente, ca�a de rodillas para admirar alguna flor silvestre o buscar un
capullo de lirio; cada vez que llegaba hasta una piedra grande, saltaba sobre ella
y permanec�a parada inm�vil contemplando los ricos matices del fest�n de co-lores;
mas siempre que me iba aproximando se arrojaba ligera y se alejaba de m� como un
p�jaro salvaje. Can-sado de correr abandon� mi cacer�a, cuerdamente cami-n� solo
hacia La Casa pensando si esa conversaci�n en lo alto de la sierra, y toda la
curiosa informaci�n que por ella hab�a reunido habr�a de convertirme en el m�s des-
dichado o el m�s feliz de los seres sobre la tierra.
CAPITULO XII

El asunto acerca de si ten�a motivos para sentirme feliz o desdichado a�n me


preocupaba cuando me acos-t� y me mantuvo despierto hasta altas horas de la no-che.
Lo juzgu� a mi manera desde distintos �ngulos con-centr�ndome profundamente y el
resultado era siempre incierto. Como hombre me hallaba en una extra�a situaci�n,
pues aqu� estaba yo muy enamorado de Yoleta, quien dec�a tener treinta y un a�os y
s�lo conoc�a una forma de amor, el fraternal afecto que me prodigaba sin retaceos.
Es verdad que estaba rodeado por misterios, viviendo en La Casa sin pertenecer a
ella, no habiendo nacido en ella; hab�a, adem�s, llegado a la conclusi�n de que
estos misterios s�lo me ser�an develados por la lec-tura cuando mis conocimientos
lo admitiesen. Es que parec�a bastante riesgoso hacer preguntas, dado que el
interrogatorio m�s inocente podr�a ser tomado por una ofensa que �nicamente pod�a
expiarse mediante el soli-tario confinamiento y una dieta a pan y agua; o si no era
castigado as� probablemente lo ser�a por apreciar que era el resultado del golpe
que recibiera mi cabeza con-tra las piedras. Ser reticente, observador y estudioso,
era el plan m�s efectivo; esto hab�a servido para tornar-me diligente y atento
durante mis clases, de ese modo mi gentil maestra estaba muy agradada con mis
progre-sos en pocos d�as. Sus palabras en la sierra me hab�an, sin embargo, llenado
de ansiedad y quer�a profundizar este raro sistema de vida �Por qu� estaba esta
numerosa fami-lia

- veintid�s miembros presentes, adem�s de algunos peregrinos (as� los llamaban)


ausentes-, compuesta s�lo de adultos? Adem�s, y m�s extra�o a�n, �por qu� luc�a el
padre esa majestuosa barba, mientras los otros hombres, de distintas edades, eran
lampi�os o a lo sumo ten�an s�lo una leve sombra sobre. sus labios superiores y me-
jillas? Estaba a la vista que no se afeitaban. �Ser�an, realmente, todos hermanos y
hermanas? Hasta el momento hab�a sido incapaz, aun con la m�s celosa observaci�n,
de detectar algo que se pareciese al amor o al leve flir-teo; todos se trataban,
tal como Yoleta lo hac�a conmigo, con ternura y afecto y nada m�s. Y si el Jefe de
La Casa era realmente el padre de todos ellos, ya que en dos cen-turias un hombre
pod�a haber tenido un n�mero indefi-nido de hijos, �qui�n era la madre o madres? Yo
nunca he sido bueno para las adivinanzas, pero el resultado de mis reflexiones fue
una idea feliz: preguntar a Yoleta si su madre viv�a o no. Ella era mi maestra, mi
amiga y guar-diana en La Casa, y si resultase que la pregunta fuese otra vez
desafortunada u ofensiva ella ser�a m�s proclive que ning�n otro a perdonarme.

Al d�a siguiente, tan pronto como nos hubimos reunido solos formul� no
sin un nervioso escr�pulo la pregunta.

Ella me mir� muy sorprendida.

-�Quiere decir, respondi�, que no sabe que tengo una madre; que hay una madre de La
Casa?
-�C�mo podr�a saberlo, Yoleta? respond�. No la he o�do llamar a nadie �Madre":

adem�s, c�mo puede uno saber algo en un lugar extra�o si no es informado.

-�Qu� extra�o, entonces, que nunca lo preguntase hasta ahora! Hay una madre, la
madre de todos, suya desde que ya es uno de nosotros; y ocurre tambi�n de que soy
su hija, su �nica hija. Usted no la ha visto por que nunca ha pedido ser llevado a
su presencia; y ella no est� entre nosotros a causa de su enfermedad. Desde hace
mucho, ella est� atacada de un mal del cual no pue-de recobrarse y por un largo a�o
no ha podido dejar el Aposento de la Madre.

Habl� con los ojos bajos, con voz queda y apenada. Ahora estaba claro que en mi
ignorancia hab�a incurrido en una grave falta de etiqueta hacia las leyes de La Ca-
sa, y ansioso por reparar mi falta, y, adem�s, por saber m�s acerca de la �nica
mujer que en esta misteriosa co-munidad hab�a amado, o al menos hab�a conocido el
ma-trimonio, pregunt� si podr�a verla.

- S�, respondi� tras alguna hesitaci�n aun de pie y con la mirada baja. Luego
repentinamente estallando en llanto exclam�:

-�Oh, Smith, c�mo pudo estar en el mundo y no sa-ber que hay una madre en cada
Casa! �C�mo pudo via-jar y no saber que cuando entra en una Casa, tras salu-dar al
padre, lo primero que debe de hacer es solicitar ser llevado a la presencia de la
madre para adorarla y sentir su mano sobre la cabeza? �No advirti� nuestro asombro
y agravio ante su silencio cuando entr� y c�mo esperamos en vano que hablase?

Estaba mudo de verg�enza ante sus palabras. Muy bien recordaba la primera noche en
la Casa cuando no pod�a sino ver que algo se esperaba de m�, pero nunca me aventur�
a preguntar que se me aclarase qu� era.

Luego, recobr�ndose de sus l�grimas, se alej� de la habitaci�n y al quedar solo me


invadi� una profunda sor-presa por la revelaci�n. No hab�a imaginado que pudie-se
llegar al mundo sin una madre; empero, el hecho de que esta criatura desapasionada,
quien me hab�a mani-festado que hab�a una sola forma de amor, fuese la hija de
alguien que actualmente viviese en La Casa y de cuya existencia jam�s hab�a o�do,
excepto en una forma tan indirecta que no acert� a comprender, me parec�a un sue�o.
Ahora, estaba por ver a esta mujer oculta y la entrevista habr�a de revelarme algo,
pues habr�a de des-cubrir en su rostro y conversaci�n si ten�a la misma m�s-tica
forma de pensar de los otros, que los hac�a aparecer como habitantes de alg�n lugar
mejor que este pecami-noso, pobre y triste mundo. Mis deseos sin embargo, no se
vieron cumplidos, pues pronto regres� Yoleta y dijo

que su madre no deseaba verme en ese momento. Parec�a tan apenada cuando me lo dijo
que poniendo sus blan-cos brazos alrededor de mi cuello, como para consolar mi
desilusi�n, hube de refrenar mi deseo de presionarla con preguntas y durante varios
d�as el tema no se toc� en ab-soluto entre nosotros.

Al tiempo, un d�a, cuando la lecci�n hubo terminado, con una expresi�n en su


rostro que mezclaba el placer y la ansiedad, se levant� y tom�ndome de la mano
dijo:

- Venga.

Sab�a que iba a llevarme a presencia de su madre y gozoso me levant� para


obedecerla, pues tras la conver-saci�n que hab�amos mantenido no ten�a paz en mi
deseo de conocer a la dama de La Casa.

Dejando la sala de m�sica, entramos a otro apartamento con la misma forma de


nave, pero m�s vasta o al menos considerablemente m�s larga. Ah� me sobresalt� y me
de-tuve sorprendido por la escena que ten�a ante m�. La luz que penetraba por las
altas y angostas ventanas era te-nue, suficiente para ver el recinto y todo lo que
hab�a en �l. Acababa en el extremo m�s apartado en un tramo de escalones anchos de
piedra. La parte central del piso a todo el largo ser�a aproximadamente de seis
metros de ancho; de cada lado de este pasaje, que estaba cu-bierto de mosaico, el
piso estaba elevado y sobre ese ma-yor nivel vi, como me hab�a imaginado, un gran
conjun-to de hombres y mujeres solos o en grupos, de pie o sen-tados en grandes
sillas de piedra, en posturas y actitu-des varias. Al instante advert� que no se
trataba de seres vivos, sino de sus efigies en piedra; la vestimenta que lu-c�an
representaba el ropaje ornado por piedras de diferen-tes y ricos colores, lo que le
daba la apariencia de ropas reales. Tan naturales eran las cabelleras que reci�n
cuan-do sub� y toqu� la cabeza de una de ellas, reci�n enton-ces me convenc� que
era de piedra. A�n m�s maravillosa, en su apariencia de vida, eran sus ojos que
parec�an de-volver mis medio temerosas miradas con otra escrutadora, calma e
interrogante que me era dif�cil enfrentar. Segu� tras mi gu�a con paso r�pido, sin
hablar; cuando llegu� al centro del sal�n me detuve otra vez, involuntariamen-te.
Me hab�a impresionado profundamente una de las estatuas. Era la de una mujer de
majestuoso porte, un ros-tro bello y orgulloso y una abundante cabellera platea-da.
Ella estaba sentada, inclinada hacia adelante con sus ojos fijos en los m�os a
medida que avanzaba, una mano apretada contra su pecho, con la otra parec�a
llevarse ha-cia atr�s los blancos y sueltos rizos de su frente. Ten�a, cre�, una
expresi�n de calma y orgullo inflexible en su rostro, pero al acercarme

120

m�s esa expresi�n desapareci�, dando lugar a una tan ansiosa, anhelante y
suplicante, tan cargada de aguda pena que permanec� contempl�n-dola como quien est�
fascinado hasta que Yoleta tom� mi mano suavemente y me alej�. A�n y pese a la
natu-raleza absorbente del asunto al cual estaba sujeto, ese extra�o rostro parec�a
hechizarme y mirando a trav�s de ese largo desfile de mujeres hermosas de calmo
entrecejo, no hallaba otra parecida.

Cuando llegamos al fin de la galer�a, ascendimos la escalinata de amplios


escalones y llegamos a un lugar entre cuatro y seis metros sobre el nivel del piso
que ha-b�amos atravesado. Aqu�, Yoleta descorri� una puerta de vidrio y me
introdujo a otro apartamento. Era el Apo-sento de la Madre. Era espacioso y a
diferencia de la galer�a, bien iluminado, el aire tibio y fragante parec�a cargado
de un aroma sutil. Pero ahora mi atenci�n se concentraba en un grupo de personas
delante de m� y sobre todo en la figura central: la mujer que tanto hab�a deseado
ver. Estaba sentada, recostada hacia atr�s, en una como displicente actitud, en una
especie de div�n amplio y bajo, cubierto por una tela suave de color vio-leta. El
primer vistazo a su cara me revel� que difer�a en apariencia y expresi�n de sus
otros semejantes de La Casa: una de las razones era su extremada palidez, te-n�a en
su rostro las huellas que deja un sufrimiento largo y continuado, pero eso no era
todo. Su cabello, que ca�a suelto sobre sus hombros, era m�s largo que el de las

otras y sus ojos eran m�s grandes y de un verde m�s in-tenso. Hab�a algo
sorprendentemente fascinante para m� en ese rostro p�lido y sufriente, pues, pese
al sufrimien-to, era bello y amoroso; lo que me era m�s querido que todas esas
cosas eran las se�as de pasi�n que exhib�a, la boca petulante y burlona y la
expresi�n entre anhe-lante y desolada de sus ojos que parec�an pertenecer m�s a ese
mundo imperfecto del cual yo hab�a sido separado y el cual a�n era querido por mi
no regenerado coraz�n. En otros aspectos tambi�n se diferenciaba de las otras
mujeres, siendo su vestido una t�nica larga de color azul p�lido con bordados de
flores azafranadas y hojas en el centro, sobre el cuello y las anchas mangas. En el
div�n junto al suyo estaba sentado el padre, teni�ndola de la mano y habl�ndole en
voz baja; dos de los hombres j�venes estaban sentados a sus pies sobre almohadones,
ocupados en bordar; otro permanec�a de pie tras de ella; otro le mostraba un dise�o
y aparentemente le explicaba algo.

Hab�a cre�do hallar una mujer endeble y enferma en una alcoba levemente
iluminada con quiz� una auxiliar a su lado; ahora enfrentando tan inesperadamente a
esta mujer hermosa de arrogante mirada rodeada por otros, me supe confundido y al
sentirme demasiado inhibido para decir algo permanec� silencioso e inc�modo.

- Este es nuestro extra�o, Chastel dijo el anciano y al mismo tiempo me lanzaba


una mirada para infundir-me coraje.

Se volvi� del dise�o que hab�a estado examinando y enderez�ndose levemente de


su posici�n semirrecostada fij� en m� sus ojos oscuros con cierto inter�s.

-Yo no veo por qu� estaban tan impresionados, sub-ray� despu�s de un rato. Nada hay
muy raro en �l.

Sent� que mi cara enrojec�a de verg�enza y enojo, pues ella parec�a mirarme y
hablar de m� tal como yo hubiese sido una criatura extra�a y semihumana descubierta
en los montes y tra�da como una curiosidad.

- No, no fue su figura, fue s�lo su curioso ropaje y sus palabras las que nos
asombraron, dijo el padre como res-puesta.

Ella no le contest� nada, pero al momento, dirigi�n-dose directamente a m�


dijo:

-Usted ha estado mucho tiempo en La Casa antes de expresar su deseo de verme.

Encontr� mi lenguaje de palabra hesitante y po-bre, por lo cual me detest� a mi


mismo, y respond� que hab�a solicitado poder verla tan pronto como me infor-m� de
su existencia.

Se volvi� al padre con miradas sorprendidas e interro-gante.

- Debe recordar, Chastel, respondi� �l, que nos ha llegado de una extra�a y
distante isla con costumbres distintas a las nuestras, algo que nunca hab�a
escuchado antes. No puedo darle otras explicaciones.

Sus labios se curvaron y volvi�ndose a mi continu�:

- Si hay Casas en su isla, sin madres en ellas, no ocu-rre as� en


otras partes. El que haya decidido viajar provisto de tan pobres conocimientos es
un milagro para nosotros, y as� como me ha dolido decirle esto debo lamentar que
haya dejado su propio hogar.

Nada pude responder a esas palabras que cayeron so-bre m� como latigazos y al
observar los otros rostros no advert� ninguna simpat�a hacia m�. La miraban a ella,
�su madre", y escuchaban sus palabras, y sus expresiones eran s�lo de amor y
devoci�n hacia ella, lo que me ha-c�a recordar un poco la cara de los �ngeles de
las telas de Guido en la Coronaci�n de la Virgen.

-Ret�rese ya, agreg� en tono petulante, estoy can-sada y deseo descansar.

Yoleta, quien hab�a permanecido silenciosa a mi lado, tom� mi mano y me condujo


fuera del aposento.

Con la mirada baja atraves� la galer�a sin prestar aten-ci�n a sus extra�os
p�treos ocupantes, y dejando a mi gentil conductora sin una palabra, desde la
puerta del sal�n de m�sica apur� mis pasos alej�ndome de La Casa.

Pod�a advertir amor y compasi�n en el roce de la ma-no de la querida muchacha y


me parec�a que si hubiese hablado ella una sola palabra, mi alma, sobrecargada,
habr�a estallado en llanto. Deseaba estar solo para ru-miar en secreto la pena y
amargura de mi derrota; pues estaba claro que la mujer a quien tanto dese� ver y
des-de que la vi tanto anhel� me permitiese amarla sent�a hacia mi s�lo desd�n y
aversi�n, y sin falta alguna de mi parte, ella, cuya amistad m�s necesitaba, se
hab�a vuelto mi enemiga en La Casa.

Mis pasos me condujeron al r�o; segu� su costa por casi un kil�metro y medio y
llegu� por fin a un bosqueci-llo de soberbios �rboles viejos y ah�, me sent� sobre
una vieja y retorcida ra�z junto a las aguas. Hab�a llegado a ese rinc�n oculto
para dar paso a mi resentimiento, pues aqu� podr�a gritar mi amargura si de eso
ten�a ganas ya que no hab�a testigos que me escuchasen. Hab�a conte-nido mis poco
varoniles l�grimas, casi vertidas en pre-sencia de Yoleta y confundidas con oscuros
pensamien-tos, durante mi andar; ahora, estaba sentado, tranquilo y a solas
conmigo, lejos de poder ser observado y lejos de esa simpat�a que mi lacerado
esp�ritu no pod�a tolerar.

No bien me hube sentado, un animal marr�n, grande, con ojos negros redondos y
feroces subi� delante de m� a la superficie del agua a unos cinco metros de mis
pies, y al verme se sumergi� ruidosamente, bajo el agua, que-brando la clara imagen
reflejada con cien ondas. Aguar-d� hasta que la �ltima ondita se hubiese disipado,
mas cuando las superficie estuvo otra vez quieta y lisa como un oscuro cristal,
comenz� a afectarme el profundo si-lencio, la melancol�a de la naturaleza y por un
algo que llegaba desde natura - fantasma, emanaci�n, esencia - yo no s� qu�. Mi
alma, no mis sentidos, lo percib�an, de pie, el dedo sobre los labios, inm�vil
sobre el agua que no reflejaba su imagen, el claro �mbar de los rayos so-lares
pasaban sin apagarse a trav�s de su substancia. A mi alma el ��Calla!" era audible
y otra y otra vez "�Ca-lla!"... hasta que el tumulto que en m� hab�a se aquiet�

y no pod�a pensar mis propios pensamientos. Pod�a tan solo escuchar, reteniendo el
aliento, aguzando mis sentidos para captar alg�n sonido natural por leve que fuese.
All� a lo lejos, a la distancia sombr�a, en alg�n pastizal azul, una vaca mug�a y
el sonido recurrente pa-saba como el zumbido del vuelo de los insectos y se ha-r�a
m�s d�bil a�n como un sonido imaginario hasta cesar. Una hoja seca cay� de lo alto
del �rbol, escuch� mientras revoloteaba tocando otras hojas en su ca�da y hasta que
la hierba silenciosa la recibi�. Luego, mientras esperaba otra hoja, de repente,
sobre mi cabeza, lleg� la breve, delirante melod�a de alg�n cantor rezagado, el
canto como de un petirrojo escuch�ndose clara y reconocible como el son del
clarinete: brillante, alegre, inesperado, encerrando esa tranquila melancol�a que
llega a la men-te como una lluvia de rojo y oro bordado sobre un fon-do p�lido y
neutro.

El sol se ocultaba y al bajar iluminaba las copas de los viejos �rboles aqu� y
all�, transform�ndolos en pila-res de rojas lenguas de fuego mientras otros, entre
som-bras m�s oscuras, parec�an como contraste pilares de �bano y dondequiera que el
follaje fuese menos espeso los rectos rayos se filtraban d�ndoles a las hojas secas
una transparencia y esplendor que era semejante a un cristal te�ido en los
ventanales de alguna catedral al oscurecer. A lo largo todo del r�o se comenz� a
levantar una blanca niebla, sopl� un leve viento y el vaho fue arrastrado,
inundando los juncos y arbustos, ci�endo con sus brazos fantasmales los viejos
�rboles, Contemplando la niebla y escuchando �las sinfon�as y murmullos del aire�
susurradas por la suave brisa, sent�a que ya no hab�a m�s enojo en mi alma. La
naturaleza y algo den-tro de ella y algo m�s que ella hab�an donado su "suave
influencia", curado a su criatura "vagabunda y malhu-morada" a fin de que no
pudiese m�s ser "una cosa cho-cante y discordante" ante su sagrada y dulce
presencia.

Cuando levant� la vista, un cambio se hab�a produ-cido en el paisaje: la luna


llena hab�a salido, plateando la niebla y llenando la ancha y oscura tierra con una
gloria nueva y misteriosa. Me levant� y regres� a la casa con el nuevo panorama y
comprensi�n que me ha-b�a invadido. Ese mensaje -y como tal no podr�a olvi-darlo -,
hac�a que no sintiese nada m�s que amor y sim-pat�a hacia esa mujer sufriente quien
me hab�a herido con su inmerecido desagrado y mi �nico deseo era demostrarle mi
devoci�n.

CAPITULO XIII

Al acercarme a La Casa se hicieron audibles suaves sones flotando en el aire


nocturno y sab�a que el dulce esp�ritu de la m�sica, al cual eran todos tan
devotos, estaba entre ellos. Tras escuchar un rato a la sombra del p�rtico entr� y
deseando no interrumpir a los can-tantes me deslic� hacia un rinc�n oscuro y me
sent�. Empero, Yoleta me hab�a visto entrar y presta vino hacia m�.

-�Por qu� no vino a cenar, Smith?, pregunt�, �por qu� se le ve tan triste?

-�Necesita preguntarlo, Yoleta? �Oh, me habr�a he-cho tan feliz haber podido ganar
el afecto de su madre! �Si ella s�lo supiese cu�nto lo deseo y cu�nto simpatizo con
ella! Pero jam�s le agradar� y cu�nto hubiese que-rido decirle deber� quedar sin
pronunciar.

- No, no es as�, dijo, venga conmigo ahora a verla, si usted se siente as�, ella le
ser� amable. �C�mo podr�a ser de otro modo?

Yo mucho me tem�a que me aconsejara una impruden-cia; mas, ella era mi gu�a, mi
amiga y maestra en La Casa y me resolv� a acceder a su deseo. No hab�a lu-ces en la
larga galer�a cuando volvimos a entrar; s�lo los blancos rayos lunares que
atravesaban las altas ven-tanas iluminaban una columna o un grupo de estatuas que
arrojaban negras sombras sobre el piso y la pared dando al sitio una apariencia
sobrenatural. Una vez m�s,

al llegar al centro de la sala, me detuve, pues, ah�, de-lante de m�, siempre


inclinada hacia adelante, estaba sen-tada la maravillosa mujer de piedra, ba�ada
totalmente su cara p�lida y ansiosa y su cabellera de plata.

- Cu�nteme, Yoleta, �qui�n es? susurr� �Es la estatua de alguien que vivi� en esta
casa?

- S�, puede enterarse de ello en la historia de La Casa y en esta inscripci�n sobre


la piedra. Ella fue una madre y su nombre era Isarte.

- Pero, �por qu� tiene ella esa expresi�n extra�a y afligida en su rostro? �fue
ella desdichada?

-�Oh, no puede advertir su desdicha! Ella soport� muchas penas y la calamidad que
las coron� fue la p�r-dida de siete hijos bien amados. Se hab�an ido juntos a la
monta�a y no regresaron cuando se los esperaba; por largos a�os aguard� sus
noticias. Se conjetura que una enorme roca se habr�a desprendido y que en su ca�da
los aplast� y arrastr�. La pena por los hijos desaparecidos emblanqueci� sus
cabellos y dio a su rostro esa expre-si�n.

-�Cu�ndo ocurri� eso?

- Hace m�s de dos mil a�os.

-�Oh, entonces es una tradici�n familiar muy vieja! Pero, la estatua, �cu�ndo fue
hecha y colocada aqu�.

- Ella la hizo colocar aqu�. Fue su deseo que la pena que soportaba se recordase en
La Casa en todos los tiem-pos, pues nadie hab�a sufrido como ella. La inscripci�n
que hizo grabar en la piedra dice que si alguna vez una madre tuviese una pena
mayor, la estatua deb�a ser sa-cada de su lugar y destruida y sus fragmentos
enterrados junto con todas las cosas olvidadas y el nombre de Isar-te borrado de La
Casa.

Me oprim�a el pensar que por un tan prolongado tiem-po ese rostro de pesar
indecible hubiese contemplado a tantas generaciones que se sucedieron.

- Es extra�o, murmur�, pero cree, Yoleta, que el pe-sar de una persona puede
perpetuarse as� en la casa, pues, �qui�n puede admirar ese rostro sin pena aun
cuando

recuerde que ese dolor que expresa termin� hace centurias?

- Pero ella era una madre, Smith, �no lo entiende? No estar�a bien que nosotros
quisi�semos que nuestros pesares se recordasen por siempre causando una pena a
quienes nos suceden; pero en una madre es distinto: sus deseos son sagrados y su
voluntad es justa.

Sus palabras me sorprendieron mucho porque yo ha-b�a o�do de hombres infalibles,


pero nunca de mujeres; es m�s, la mujer a quien iba a ver ahora era tambi�n una
"madre de La Casa", una sucesora de esta real Isarte... Temiendo haber encarado un
tema espinoso, no dije m�s nada y siguiendo nuestro camino pronto llegamos al
Aposento de la Madre y la gran puerta de vidrio estaba totalmente abierta. A la
p�lida luz de la luna, hallamos a Chastel sobre el div�n en donde la hab�a visto
antes, pero estaba totalmente acostada a lo largo y ten�a s�lo una asistente con
ella.

Yoleta se acerc� y agach�ndose toc� con sus labios el p�lido e inm�vil rostro.

- Madre, dijo, he tra�do a Smith de nuevo; est� an-sioso por decirle algo si lo
quiere escuchar.

- S�, lo escuchar�, respondi�, perm�tele sentarse cerca de mi y ahora vu�lvete,


pues tu voz ser� necesaria. Y usted puede ya dejarme, agreg�, dirigi�ndose a la
otra dama.

Las dos partieron juntas y yo proced� a sentarme en un almohad�n junto al div�n.

-�Qu� es lo que desea decirme?, inquiri�. Sus pala-bras no eran muy acogedoras, mas
su voz son� algo m�s grata ahora y yo de inmediato comenc�

- Calle, dijo antes que hubiese pronunciado dos pala-bras. Espere hasta que esto
termine, estoy escuchando la voz de Yoleta.

A trav�s de la larga y penumbrosa galer�a y la puerta abierta, suaves sones


musicales llegaban flotando hasta nosotros y se oy� mezcl�ndose con otras, una voz
m�s clara, m�s cristalina; crec�a hasta alcanzar mayor fuerza, pero

pronto dej� de ser identificable; entonces suspir� y se dirigi� nuevamente a m�.

-�D�nde ha estado toda la noche, pues no estuvo en la cena?

-�Sab�a eso? pregunt� con sorpresa.

- S�, s� todo cuanto ocurre en La Casa. La lectura y el trabajo de cualquier


naturaleza son un dolor y fatiga. Lo �nico que me queda es enterarme de lo que
otros hacen o dicen y conocer su ir y venir. Mi vida es ahora s�lo una sombra de la
vida de los otros.

- Entonces, dije, debo decirle c�mo pas� el tiempo tras verla hoy, pues estaba solo
y nadie puede decirle qu� hice. Me alej� por la ribera del r�o hasta llegar al
bosquecillo de grandes �rboles junto a la orilla y all� permanec� sentado hasta que
sali� la luna, con mi cora-z�n rebosando de pena y amargura inenarrables.

-�Qu� le caus� tales sentimientos?

- Cuando supe de usted y la vi, mi coraz�n se dirigi� hacia usted y anhel� por
sobre todas las cosas del mun-do que se me permitiese amarla, servirla y ganar un
lugar en su afecto, pero su mirada y sus palabras s�lo expresaron desprecio y
desagrado hacia m�. �No habr�a sido raro que yo no me sintiese desgraciado?

-�Oh!, respondi�. Ahora puedo comprender la causa de la sorpresa que sus palabras
han causado en La Casa. Sus mismos sentimientos parecen distintos a los nuestros.
Ninguna otra persona habr�a experimentado los senti-mientos de que habla por esa
causa. Es justo arrepen-tirse de sus faltas y soportar su carga mansamente, pero es
signo de un esp�ritu indisciplinado el sentir amargura y el desear arrojar la culpa
de sus sufrimientos sobre otros. Olvida que yo ten�a un motivo para estar profun-
damente ofendida con usted y adem�s tambi�n olvida mis continuos sufrimientos que a
veces me hacen apa-recer brusca y poco amable contra mi voluntad.

Sus palabras s�lo me parecen ahora dulces y gracio-sas, argument�; y le han sacado
un peso a mi coraz�n y s�lo

anhelo poder agradec�rselas, tomando una parte de sus sufrimientos,


comparti�ndolos.

- Es bueno que pueda tener esos sentimientos, pero es in�til expresarlos, dijo
gravemente; si tales deseos pu-diesen cumplirse, mis sufrimientos habr�an cesado
hace mucho ya que cualquiera de mis criaturas habr�a alegre-mente dado su vida para
procurar mi alivio.

Ante este parlamento que sonaba como otro reproche, no respond�.

-�Oh, esta es amargura, real amargura, una que usted no puede conocer, dijo despu�s
de un rato. Para usted y para otros siempre est� el refugio de la muerte tras el
sufrimiento prolongado: la breve congoja de la descom-posici�n, enfrentada
valientemente, no es nada compara-do con esta lenta agon�a como la m�a, con sus
largos d�as y sus noches interminables, prolong�ndose por a�os y la enorme negrura
del final siempre en la mente. Esto s�lo una madre lo puede saber desde el horror
de total oscuridad y el vano aferrarse a la vida aun cuando haya dejado de tener
esperanza alguna o placer en ella; es la cuota que debe pagar por su alto rango.

Yo no pod�a comprender el alcance de sus palabras y s�lo musit� como respuesta:

- Usted es joven para hablar de la muerte.

- S�, joven; por eso es tan amargo el pensarlo. En la vejez los sentimientos no son
tan vehementes.

Fue entonces que de repente extendi� sus manos hacia m� y cuando le ofrec� las m�as
tom� mis dedos apre-s�ndolos nerviosamente y levant�ndose tom� la misma posici�n de
la tarde.
-�Ay, por qu� debo yo estar agobiada con miserias que otros no han conocido,
exclam� excitada; �Haber sido colocada sobre otros, tan joven; tener s�lo una �nica
criatura; luego, tras tan breve periodo de dicha, estar castigada con la
esterilidad y este lento mal siempre carcomiendo como una �lcera maligna las ra�ces
de la vida! �Qui�n ha sufrido como yo en La Casa? S�lo t� Isarte, entre los
muertos, yo ir� hacia ti, pues mi pena

es mayor de lo que pueda soportar y pueda ser que halle consuelo a�n en hablar a
los muertos y a la piedra. �Puede tomarme en sus brazos?, dijo, abraz�ndose a mi
cuello. Lev�nteme en sus brazos y ll�veme junto a Isarte.

Sab�a lo que ella quer�a al haber escuchado tan re-cientemente su historia y


obedeciendo su mandato la levant� del div�n. Era alta, m�s pesada de lo que hac�a
suponer su delgadez, pero al pensar que era la madre de Yoleta y la madre de La
Casa dio fuerzas a mi tarea y con movimientos cautelosos, paso a paso entre la
penumbra, la conduje junto a la canosa figura de piedra ba�ada por la luna en la
larga galer�a. Cuando hube subido los escalones y la hab�a acercado lo sufi-ciente
se abraz� a la estatua y apret� sus labios contra los de la piedra.

-�Isarte, Isarte, qu� yertos est�n tus labios!, mur-mur� con voz queda y
desesperada. Ahora que miro dentro de estos ojos, que son los tuyos y sin embargo
no tuyos y beso estos labios p�treos �qu� penosamente me empuja hacia el pecado la
sed de mi coraz�n! Pero el sufrimiento no ha turbado mi raz�n. S� que es una ofensa
pedirle algo a El que nos da la vida, todo lo bueno libre-mente y no siente placer
al vernos miserables. Este pen-samiento me frena; de lo contrario yo le implorar�a
que tornase esta piedra en carne y por una breve hora tra-jese de regreso al ido
esp�ritu de Isarte, pues no hay ser viviente que pueda comprender mi pesar; mas, t�
s� lo comprender�as y colocar�as mi fatigada cabeza sobre tu pecho y me cubrir�as
con tu cabellera encanecida por la pena como con un manto. Pues tu pena fue como la
m�a y excedi� a la m�a y alma alguna podr�a medirla; por lo tanto, en la sed de tu
coraz�n, miraste hacia el lejano futuro donde alguien, quiz�, tendr�a una pena as�
y sufrir�a sin esperanza, como t� sufriste y medir�a tu pena y venerar�a tu memoria
y se sentir�a unida a ti a trav�s del espacio de largas centurias. T� me hablar�as
de todo y me dir�as que la mayor pena est� en irse hacia la oscuridad, sin dejar
uno de tu sangre y tu esp�ritu

132

para heredar La Casa. Esta es tambi�n mi pena, Isarte, pues yo soy est�ril y estoy
carcomida por la muerte y pronto partir� para estar donde t� est�s. Cuando me haya
ido, el padre de La Casa no acoger� a otra en su seno, pues es anciano, su vida ya
est� casi cumplida y a poco me seguir�, pero sin la pena y la angustia m�as que
nublen su esp�ritu sereno. �Y qui�n entonces here-dar� nuestro lugar? �Ay, hermana
m�a! �Qu� duro es pensar en esto! Pues entonces una extra�a ser� la madre de La
Casa, y mi �nica hija se sentar� a sus pies y la llamar� madre, sirvi�ndola con sus
manos, ador�ndola con su coraz�n!

La excitaci�n se hab�a apagado, dejando caer desma-yadamente su cabeza sobre mi


hombro y me rog� la lle-vase de vuelta. Cuando la hube depositado felizmente en su
div�n permaneci� por algunos minutos con la cara tapada, sollozando
silenciosamente.

La escena de la galer�a me hab�a conmovido profunda-mente y mientras estaba sentado


a su lado, cavilando, mi mente volvi� a ese mundo desvanecido de penas y dis-tingos
sociales en el cual yo hab�a vivido y donde la can-tidad de seres sufrientes me
parec�a mucho m�s desola-dor que el de esta dama infeliz para quien ten�a, ima-
ginaba, yo mucho con qu� consolarse. Hasta me parec�a que el dolor que yo hab�a
presenciado era un tanto m�r-bido y excesivo, y pensando que quiz� la distraer�a de
tanto cavilar sus propias preocupaciones os�, cuando se hubo calmado, contarle
alguno de mis recuerdos. Le ped� que imaginara un estado del mundo y la familia
humana en el cual todas las mujeres eran en cierta forma iguales; todas poseyendo
la misma capacidad de sufri-miento y donde todas eran o ser�an esposas y madres y
sin ning�n remedio misterioso contra el lento penar del que ella hab�a hablado.
Pero yo no hab�a ido m�s all� con mi descripci�n cuando ella me interrumpi�.

- No diga nada m�s, dijo con acento de desagrado, esto supongo es otra de esas
grotescas fantas�as que a veces ha contado, reci�n llegado acerca de las cuales he

o�do ya bastante. Que toda la gente debiera ser igual y todas las mujeres esposas y
madres me parece a m� un tremendo desorden y una idea repulsiva. El �nico consuelo
en mi dolor, la �nica gloria de mi vida es que no podr�a existir en un estado como
ese y mi condici�n ser�a realmente lamentable. Todos los dem�s ser�an igual-mente
miserables. La raza humana se multiplicar�a hasta que los frutos de la tierra
fuesen insuficientes para ali-mentarlos y la tierra se colmar�a con seres
degenerados, muertos de hambre y con la mente envilecida, todos pen-dientes de una
existencia sin alegr�a. La vida es dura para m�, pero no para otros; estos son
asuntos que no le ata�en y es presuntuoso que uno de su condici�n el intentar
consolarme con ociosas fantas�as.

Tras unos instantes de silencio ella resumi�:

- El padre ha dicho hoy que usted ha llegado aqu� desde una isla donde las
costumbres de la gente son distintas a las nuestras y quiz� uno de sus no felices
m�todos sea el de buscar curar una real miseria, ima-ginando otro imposible e
inmensurablemente mayor. De ninguna otra manera puedo yo justificar las extra�as
palabras que me ha dicho, pues no puedo creer que raza alguna pueda existir para
practicar hoy en d�a las cosas que usted dice. Recuerde que no interrogo ni deseo
ser informada. Tenemos maneras distintas; pues aun cuando pueda concebirse que las
miserias del presente pudiesen ser mitigadas y olvidadas por un tiempo, entregando
el alma a las ilusiones, aun convocando ante la mente im�-genes repulsivas y
terribles, eso ser�a utilizar desleal-mente y pervertir las brillantes facultades
que nuestro padre nos ha dado. Por lo tanto no buscamos otro sost�n durante todos
nuestros sufrimientos y calamidades que la �nica de la raz�n. Si desea mi afecto no
volver� a hablar de esas cosas otra vez, pero habr� de procurar purificarse de su
vicio mental, el cual podr� a veces, en per�odos de sufrimiento, otorgarle un falso
consuelo por un corto tiempo s�lo para degradarlo y hundirlo luego en una mayor
miseria. Ahora debe dejarme.

Esta aguda censura no me enoj�, pero me puso muy triste, pues ahora percib�a con
suma claridad que a trav�s de mi acercamiento a Chastel no habr�a de obtener nin-
guna ventaja, dado que era necesario ser tan circuns-pecto con ella. Muy preocupado
y en un cierto estado de confusi�n mental me levant� para salir. Entonces, coloc�
su delgada y febril mano sobre la m�a.

- No es necesario que vuelva a irse, dijo, para sumer-girse en sentimientos amargos


por lo que le he dicho. Puede venir con los otros a verme siempre que yo pueda
sentarme aqu� y tolerarlo. No recordar� su ofensa y ser� feliz al saber que hay
otra alma en La Casa para amarme y honrarme.

Con tal consuelo otorgado en esas palabras dispen-sadas, regres� al sal�n de m�sica
y al hallarlo vac�o sal� a la terraza en donde estaban los otros, unos pa-seando en
grupos o parejas, conversando y gozando esa noche de plenilunio. Alej�ndome un poco
me sent� en un banco bajo un �rbol; muy pronto Yoleta se acerc� y escudri�ando de
cerca mi cara dijo:

-�No tiene nada que decirme; est� m�s contento?

- S�, querid�sima, pues se me ha hablado muy ama-blemente y deber�a haber estado


m�s contento si s�lo... Pero me call� a tiempo y no dije m�s acerca de la con-
versaci�n con su madre. Para m�, me dije. "�Oh esa isla, esa isla! �Por qu� no
puedo olvidar sus miserables cos-tumbres o en todo caso ser fiel a mi propia
resoluci�n de callarme la boca?

CAPITULO XIV

Desde ese d�a se me admiti� acceder, con frecuen-cia, al Aposento de la Madre,


pero, tal como lo hab�a temido, estas visitas estuvieron lejos de colocarme en una
situaci�n de relaci�n m�s pr�xima con la dama de La Casa. Ella sin duda- hab�a
olvidado mis ofensas. Era una de sus criaturas, compartiendo en forma pareja con
los otros su imparcial afecto y el privilegio de sentarme a sus pies para
informarla acerca de los incidentes del d�a, o describir cuanto hab�a visto o,
algunas veces, ro-zar su mano blanca y delgada con mis labios. Mas la distancia que
nos separaba no se olvidaba. Durante las dos primeras entrevistas me hab�a
ense�ado, una vez y para siempre, que mi rol era amar, honrar y servirla y que
cualquier otro intento por ganar su confianza o penetrar en sus pensamientos para
hacerle entender mis sentimientos y aspiraciones eran consideradas puras pre-
sunciones de mi parte. El resultado fue que yo estaba mucho menos feliz de lo que
hab�a sido antes de cono-cerla: mi car�cter de por s� franco, veraz y optimista se
ti�� de melancol�a y el exquisito deleite por el futuro que hab�a bailoteado ante
m� tent�ndome hacia adelante, comenzaba ahora a palidecer y se me aparec�a m�s y
m�s distante.

Despu�s de mi paseo con Yoleta - si as� puede lla-m�rsele- comenc� a aguardar que
floreciesen los lirios arco iris y pronto descubr� que por doquier bajo los pas-tos

comenzaban a brotar de la tierra. Primero los hall� en el h�medo valle del r�o;
mas, poco despu�s, advert� que abundaban por igual en las tierras altas y aun en
sitios �ridos y pedregosos, donde se demoraron m�s. Sent� gran curiosidad por estas
flores a las cuales Yoleta se hab�a referido con tanto entusiasmo, y controlaba el
lento crecimiento de sus largos y delgados capullos, d�a tras d�a, con considerable
impaciencia. Por fin, en una h�meda hondonada del monte, me deleit� al hallar un
capullo en flor. Por su forma se parec�a a un tulip�n, m�s abierto y su color era
del m�s v�vido amarillo ana-ranjado; ten�a un delicado perfume, era muy bello con
un particular brillo de cera sobre sus gruesos p�talos; empero estaba algo
decepcionado, puesto que su nombre - lirio arco iris- y las palabras de Yoleta me
hab�an echo aguardar una flor multicoloreada de sorprendente belleza.

Cort� con sumo cuidado el lirio y lo llevaba al hogar para ofrec�rselo cuando
record� que s�lo en una ocasi�n le hab�a visto flores entre sus manos o en manos de
los otros; fue al enterrar a uno de sus muertos. Jam�s usaban una flor, tampoco
hab�a visto alguna en La Casa ni en la habitaci�n donde Chastel estaba retenida
pri-sionera de su mal y donde su mayor deleite era percibir la naturaleza en toda
su beldad y fragancia a trav�s de las conversaciones con sus criaturas. Las �nicas
flores de La Casa se encontraban en sus vitrales o estaban trabajadas en el metal o
talladas en madera, o eran inmortales flores de piedras de variadas tonalidades
bri-llantes en mosaicos. Comenc� a temer que hubiese al-guna superstici�n que
pudiese hacerles parecer mal el cortar flores excepto para ceremonias funerarias, y
teme-roso de ofenderlos por falta de conocimientos dej� caer el lirio y nada dije
acerca de �l a nadie.

Antes que se hallasen m�s lirios abiertos una pena inesperada me invadi�. Una
tarde, tras haberme cam-biado al regreso del campo, fui llevado a la sala de los
juicios y de inmediato llegu� a la conclusi�n de que,ignor�ndolo, hab�a ca�do en
desgracia; mas, al llegar al no confortable aposento percib� que ese no era el
caso. Mirando en derredor a la asamblea convocada, not� la ausencia de Yoleta y mi
coraz�n se acongoj� y hasta dese� que mi primera impresi�n hubiese sido la
correcta. Sobre la gran mesa de piedra, delante de la cual el padre estaba sentado,
hab�a un folio abierto, la hoja desplegada estaba s�lo iluminada en sus partes
superior y margen interior; not� que la parte coloreada superior, la cual estaba
rasgada y desgarrada, se extend�a hasta casi la mitad de la p�gina.

Al instante la querida joven apareci� con ojos llorosos y el rostro ruborizado;


avanzando presurosa hacia el padre, se detuvo frente a �l con la mirada baja.

- Hija m�a, dime ahora c�mo y por qu� hiciste esto, tal su demanda, se�alando el
volumen abierto.

- Oh, padre, vea esto - respondi� entre sollozos y tocando la parte inferior del
margen coloreado, con sus dedos; �Advierte usted qu� mal coloreado est�?, yo hab�a
estado tres d�as alterando y retoc�ndolo y a�n no me agradaba. Entonces, con s�bita
ira, alej� el libro y viendo que se resbalaba del atril, sujet� la hoja para
prevenir su ca�da, pero fue rota por el peso del libro. �Oh, padre querido! �Me
perdonar�?

-�Perdonarte, hija? �Ignoras cu�nto me acongoja cas-tigarte, pero c�mo puede ser
perdonada esta ofensa a La Casa que permanecer� como una evidencia en contra
nuestra de generaci�n en generaci�n? Puesto que nosotros pasamos, pero La Casa
permanece por siempre y los escritos que dejamos sobre ella, ya sean buenos o malos
tambi�n quedan para siempre. Una palabra �spe-ra es algo da�oso, pero un hecho
perjudicial es peor. El da�o causado a La Casa no puede ser olvidado, pues la
m�cula en la piedra se mantiene en su lugar; y el crudo color, sin armon�a, no
puede lavarse con agua. Considera, hija m�a, la larga vida de La Casa. �Cu�ntos
hombres por nacer volver�n las hojas de este libro y al llegar a esta hoja se
sentir�n ofendidos ante tan agraviantedesfiguraci�n! Si nosotros, los de esta
generaci�n es-tuvi�semos destinados a vivir por siempre, esto podr�a inscribirse en
esa hoja como castigo y advertencia: Yo-leta lo rompi� en su ira . Pero nosotros
pasaremos y no seremos nada para las generaciones siguientes y no estar�a bien que
el nombre de Yoleta fuese recordado por el da�o causado a La Casa y cayese en el
olvido lo hecho a su favor.

Un penoso silencio sucedi� a esto; entonces, levantan-do su cara ba�ada en


l�grimas, dijo:

-�Oh, padre! �Cu�l debe ser el castigo?

- Querida criatura, ser� leve, pues tenemos en cuenta tu juventud y tu natural


impulsivo, y adem�s que en parte el da�o causado fue consecuencia de un accidente.
Por treinta d�as deber�s vivir apartada de nosotros y subsistir�s a pan y agua;
alternar�s con solo una persona de La Casa, quien te asistir� en tus tareas y te
proveer� de todas las cosas necesarias.

Esto me pareci� un castigo muy severo y casi cruel por una tan trivial ofensa o
casi accidente; empero, quiz�, ella no pensara igual, ya que bes� su mano como con
gratitud por la lenidad del castigo.

- Dime, hija, dijo coloc�ndole su mano sobre la ca-beza y observ�ndola con ojos
empa�ados, �qui�n te aten-der� en tu reclusi�n?

Ella murmuro:

Edra.

Edra se adelant�, la tom� de la mano y la sac� del lugar.

La contempl� �vidamente mientras se retiraba anhe-lando una mirada de sus queridos


ojos antes de tan larga separaci�n; estaban llenos de l�grimas y vueltos hacia
abajo; al momento estaba fuera de nuestra vista.

Los d�as que se sucedieron fueron para m� tristes m�s all� de lo que pudiese ser
descrito. Por primera vez tuve cabal conciencia de la fuerza de mi pasi�n que se
hab�a transformado en un fuego que se consum�a en mi pecho y s�lo pod�a terminar en
profundo infortunio,quiz� en la destrucci�n, o bien en la p�rdida de felicidad como
ning�n mortal hubiese sentido antes. Deambulaba silenciosamente como un ser a quien
le hubiese sobreve-nido una tremenda calamidad; hab�a perdido todo inte-r�s en mi
trabajo; los alimentos me parec�an ins�pidos; el estudio y la conversaci�n se
hab�an tornado fatigantes; aun aquellos divinos conciertos que pr�cticamente se�a-
laban la finalizaci�n de cada jornada tranquila ya no ten�an su encanto desde que
la voz de Yoleta, que el amor hab�a hecho que mi torpe o�do supiese distinguir, ya
no participaba en �l. No me estaba permitido ir al Aposento de la Madre desde ese
atardecer y la prohibi-ci�n se extend�a tambi�n a los dem�s, con excepci�n de Edra;
pues a esa hora, cuando la costumbre se�alaba que la familia se reun�a en el sal�n
de m�sica, Yoleta era llevada desde su encierro para que permaneciese con su madre.
Esto se me dijo y yo tambi�n deduje por medio de preguntas hechas con
circunloquios: que siem-pre la madre ten�a el poder de hacer llegar hasta ella a la
persona bajo castigo, estando, como estaba ella por encima de la ley; pod�a hasta
perdonar a un delincuente y liberarlo si ten�a voluntad de hacerlo; mas, en este
caso no hab�a querido usar su prerrogativa, probablemente porque sus sufrimientos
no hab�an nublado su entendi-miento. Ellos - pensaba con amargura- la estaban tra-
tando con extrema dureza. Ambos, el padre y la madre.

El gradual florecer de los lirios arco-iris s�lo serv�a para recordarme cada hora y
cada minuto el esp�ritu jo-ven y vivaz tan duramente privado del placer que hab�a
pregustado con anticipaci�n. Ella, m�s que ninguno, se regocijaba con la belleza de
este mundo visible contem-plando la naturaleza en algunas de sus formas y modali-
dades, sinti�ndose casi al borde de la adoraci�n; pero �Ay! s�lo a ella se le
privaba de esta gloria que Dios hab�a diseminado sobre la tierra para deleite de
sus criaturas.

Ya sab�a por qu� a estas flores autumnales se les lla-maba arco-iris y recordaba
c�mo Yoleta me hab�a contadoque le brindaban a la tierra una belleza que no pod�a
ser descrita. ni imaginada. Las flores eran induda-blemente de una sola especie,
ten�an la misma forma y perfume aunque variaba mucho su tama�o seg�n la naturaleza
del terreno en el cual florec�an. Pero, ade-m�s, en distintos lugares y situaciones
variaba su color que al crecer iba pasando por distintos tonos y tambi�n se
alteraba si el terreno era distinto. A lo largo de los valles donde primero
comenzaban a florecer y en todos los lugares h�medos el tono era amarillo, variando
de acuerdo con el grado de humedad en los distintos lu-gares del rosa p�lido al
anaranjado fuerte y �ste pasando al rojo escarlata y a rojos de diversos matices.
Sobre las llanuras abundaban los rojos que se tornaban p�r-puras en las laderas y
monta�as; en las cimas el color era azulado y �ste mismo ten�a sus matices del m�s
profundo azul de las flores del aciano hasta el delicado celeste en las crestas de
los no me olvides y jacintos.

El tiempo era singularmente favorable para aquellos que pasaban su tiempo admirando
los lirios y tal pare-c�a ser la principal ocupaci�n de los cofrades excep-tuando,
por cierto, a la enferma Chastel, a la encarce-lada Yoleta y a m�; estaba yo
demasiado deprimido para admirar algo. Se suced�an los d�as luminosos y calmos sin
una sola nube como si los elementos se sujetaran para no arrojar ni una sombra
sobre los sagrados y ven-turosos lirios en su m�stico esplendor. Cada ma�ana uno de
los hombres se alejaba de La Casa y hac�a sonar el cuerno que se escuchaba
claramente a m�s de dos kil�-metros y de inmediato la caballada en parejas y
tropillas se llegaba al galope y permanec�a toda la ma�ana reto-zando y pastando
cerca de La Casa. Estos caballos eran ahora requeridos constantemente; todos los
miem-bros de la familia - hombres y mujeres- pasaban varias horas diarias
cabalgando por los campos circundantes, al parecer sin un fin determinado. No me
contagi�, pues aun cuando yo hab�a sido un audaz jinete (en mi propio pa�s) y
adem�s excesivamente amante de cabalgar, sumodo de hacerlo sin freno y utilizando
diminutos estribos de paja me parec�a poco seguro y c�modo.

Una ma�ana, despu�s de desayunar, tom� mi hacha y me dirig�a lentamente, inmerso en


mis pensamientos, hacia el bosque cuando escuch� un leve pisotear de cas-cos sobre
el pasto, me volv� y vi al venerable padre en su corcel apur�ndose hacia las
sierras a una velocidad poco prudente y capaz de desnucar al jinete. Su larga ropa
estaba envuelta alrededor de su magra figura, sus pies recogidos y su cabeza muy
estirada hacia adelante, mientras que, debido a la velocidad, el viento separaba su
barba que se replegaba como en dos corrientes. De repente, me vio y tocando el
pescuezo del animal co-menz� airosamente a trazar c�rculos cada vez menores para
acercarse a m� hasta que se detuvo a mi lado; en-tonces su caballo comenz� a
refregar su nariz contra mi mano, y yo sent�a su respiraci�n como fuego sobre mi
piel.

-Smith - me dijo con una sonrisa grave- si usted no puede sentirse feliz sino
cuando trabaja en el bosque con su hacha, debe seguir con su tarea de cortar le�a,
pero debo confesar que me sorprende tanto verlo enca-minarse, en un d�a como hoy, a
su trabajo como si lo viese caminando en postura invertida, de cabeza y bam-
boleando sus pies en el aire.

-�Por qu�? - inquir� sorprendido ante su discurso.

- Si usted no lo sabe, debo dec�rselo. De noche dor-mimos, por la ma�ana nos


ba�amos; comemos cuando tenemos apetito; conversamos cuando tenemos voluntad y la
mayor�a de los d�as trabajamos cierto n�mero de horas. Pero adem�s de estas cosas
que encierran en s� un cierto grado de placer, est�n los preciosos momentos durante
los cuales la naturaleza se nos revela en toda su belleza. Nos damos entonces a
ella totalmente y ella nos refresca; su esplendor declina, pero la riqueza que nos
deja en el alma permanece, alegr�ndonos. Debe ser el suyo un esp�ritu muy torpe
para no poder suspender su tarea cuando hay un crep�sculo glorioso o un arcoiris
viol�ceo aparece en el cielo. Cada d�a tiene su mo-mento especial para alegrarnos,
tal como en La Casa te-nemos cada d�a un tiempo de melod�a y recreaci�n. Pero esta
suprema y m�s sostenedora gloria de la na-turaleza llega una sola vez al a�o y
mientras dure, todo trabajo, salvo el urgente y necesario, es indecoroso y una
ofensa para el Padre del universo.

El hizo una pausa, mas yo no supe que decirle en respuesta y al momento �l resumi�;

- Hijo m�o, hay caballos aguard�ndolo y al menos que usted sea mentalmente distinto
a nosotros m�s all� de lo que jam�s haya podido imaginar, usted ahora tomar� uno de
ellos y cabalgar� hasta las sierras, donde debido a la ausencia de bosques la
tierra puede ser mejor admirada.

Estuve por agradecerle y volverme, pero el pensa-miento de Yoleta, para quien cada
pesado d�a parecer�a un a�o, oprimi� mi coraz�n y continu� de pie inm�vil, con la
mirada baja, deseando, pero temiendo hablar.

-�Por qu� est� preocupado, hijo m�o?, dijo gentil-mente.

- Padre, respond� con esa palabra que por vez pri-mera osaba proferir con labios
temblorosos; la belleza terrenal es mucho para m�, pero no puedo dejar de re-cordar
que para Yoleta es a�n mucho m�s y ese pensa-miento me quita todo el placer. Las
flores marchitar�n y ella no las ver�.

- Hijo m�o, me alegra oir esas palabras, - dijo un tanto para mi sorpresa, pues
mucho tem�a haber sido de-masiado audaz. - Ahora veo, continu�, que este parecer
indiferente que me causaba cierta pena no proviene de su incapacidad para sentir,
como nosotros, sino por un tierno y compasivo amor, la m�s preciosa de todas nues-
tras emociones que habr� de servir para acercarlo m�s a nosotros. Mucho he pensado
en Yoleta a lo largo de estos hermosos d�as, sufriendo por ella y esta ma�ana la he
permitido ir a las sierras a fin de que durante este d�a, al menos, pueda compartir
nuestro placer.Casi sin esperar que otra palabra fuese dicha regres� presto a La
Casa, muy ansioso por cabalgar. La peque�a montura de paja me pareci� tan
confortable como un di-v�n, no ech� de menos la brida, pues acuciado por el intenso
deseo de encontrar y hablar a mi amor habr�a podido cabalgar con destreza sobre el
lomo resbaladizo de una jirafa lanzada sobre un suelo desparejo y per-seguido por
una jaur�a de leones. All� me fui a una velocidad quiz� nunca lograda por el
ganador de un Derby; hac�a silbar al viento las relucientes crines de mi caballo,
valle abajo, cuesta arriba, volando como un p�jaro sobre rugientes cascadas, rocas
y arbustos espi-nosos, sin detenerme hasta que estuve muy lejos entre esas sierras
donde aquel extra�o accidente me hab�a ocurrido y del cual me hab�a recobrado para
hallar la tierra tan cambiada. Ascend� luego la alta sierra verde cuya cima deb�a
haber estado sobre los trescientos me-tros de los campos circundantes. Cuando hube
al fin alcanzado esa elevaci�n, cosa que logr� caminando y tre-pando, sigui�ndome
d�cilmente mi caballo, la riqueza y novedad de la escena no imaginable e
indescriptible que se ofrec�a me afect� de manera extra�a, golpeando mi coraz�n y
sintiendo un dolor intenso y no acostumbrado. Por primera vez experiment� el poder
milagroso que posee la mente de reproducir instant�neamente y sin perspectiva las
circunstancias, sentires y pesares de lar-gos a�os; una experiencia que le llega a
un ser repenti-namente enfrent�ndose con la muerte o en momentos de suprema
agitaci�n. Miles de recuerdos y pensamientos revivieron en m�: estaba ahora
consciente como no lo hab�a estado antes del pasado y el presente, y ambos exist�an
en mi mente; sin embargo, separados por un enorme abismo de tiempo blanco y
desconocido que a�n me oprim�a en su horrible vastedad. �Qu� sin objeto y
solitario, qu� horrible parec�a mi situaci�n! Era como quien sintiese que bajo sus
pies el mundo de pronto se hac�a trizas entre cenizas, y polvo que se dispersaban
en el vac�o sin l�mites, mientras se sobrevive, arrastradohacia alg�n oscuro
planeta cuyo extra�o aspecto, aun cuando bello, lo llena de un terror indefinible.
Yo sab�a, y el saberlo s�lo intensificaba mi pena, que mi agitaci�n, la lucha de mi
esp�ritu por recobrar esa vida perdida eran como los vanos aletazos de alg�n p�jaro
del monte llevado a miles de kil�metros sobre el mar, en el cual, finalmente, habr�
de caer y perecer.

Tal estado mental no puede perdurar por m�s de unos pocos momentos y al esfumarse,
qued� nost�lgico y des-animado.

Con la mirada apagada, sin alegr�a en los ojos, segu� mirando por m�s de una hora
la perspectiva del bajo; ya di por perdida toda esperanza de ver a Yoleta, al no
haber, hasta ese momento, hallado una sola persona des-de que comenc� a andar. A mi
alrededor la cima estaba salpicada de peque�os lirios de un delicado color azul y
los picachos vecinos aparec�an todos de un tono ce-r�leo. M�s abajo, esto se
transformaba en la p�rpura de las laderas y el rojo de los llanos, mientras que los
valles orlados de rojo eran como r�os de fuego amarillo rojizo. A la distancia la
niebla autumnal ofrec�a un efec-to subyugante y armonioso sobre ese mar de
brillante color y m�s lejos, sobre el inmenso horizonte, todo se dilu�a en un suave
azul universal. Sobre este florido pa-ra�so mis ojos vagaban inquietos, pues ten�a
impaciencia en el coraz�n y hab�a perdido el poder de gozar. Con una leve amargura
record� alguna de las palabras que el padre me hab�a dicho esa ma�ana. Todo estaba
muy bien, pens�, para este venerable de blancas barbas que habl� de refrescar el
alma con la contemplaci�n de tanta belleza; pero �l parec�a perder de vista el
impor-tante hecho de que hab�a una considerable diferencia entre nuestras
respectivas edades; que la violenta sed del coraz�n, que �l dudosamente hubiese
experimentado una vez en su vida, como hambre f�sica, no pueden apa-garse con
espl�ndidos crep�sculos, arco-iris o lirios arco--iris, no importa cu�n bellas
apareciesen ante los ojos.De pronto, en un segundo picacho m�s bajo de la larga
monta�a a la cual hab�a ascendido, divis� una persona a caballo, detenida, inm�vil
como una figura de piedra. A la distancia el caballo no parec�a m�s grande que un
galgo. Era tan maravillosamente transparente el aire de la monta�a que con claridad
reconoc� a Yoleta como la jinete y salt� sobre mi cabalgadura mientras agitaba mi
mano para atraer su atenci�n, al tiempo que galopaba temerariamente cuesta abajo,
mas, cuando alcanc� el pi-cacho opuesto ya no estaba ah�, ni en ninguna parte: era
como si la tierra se hubiese abierto y la hubiese devorado.

CAPITULO XV

No se permiti�. mientras dur� la reclusi�n de Yoleta, que mi educaci�n se


resintiese; su lugar como instruc-tora hab�a sido ocupado por Edra. Me sent�
contento con el arreglo, creyendo lograr de ello alg�n beneficio m�s all� de lo que
pudiese ense�arme, pero muy pronto fui forzado a abandonar toda esperanza de
comunica-ci�n con la muchacha prisionera por intermedio de su amiga y carcelera.
Edra se sinti� perturbada cuando yo os� suger�rselo, aun cuando de un modo muy
velado- por no sentirme en terreno seguro -, pues otros erro-res ya me hab�an
tornado muy cauteloso. Su conducta fue altamente alertadora; no volv� sobre el
asunto una se-gunda vez. Sin embargo, una tarde me hall� con un gran e inesperado
consuelo, aun cuando se entremezclase con algunos puntos que causaban perplejidad.

Cierto d�a, mi gentil maestra, tras fijar con honestidad y franqueza una larga
mirada directamente a mi rostro, me dijo:

-�Sabe que est� cambiado? Toda su alegr�a lo ha abandonado y est� p�lido, flaco,
triste... �por qu� ocu-rre esto?

Mi rostro enrojeci� ante esa pregunta tan directa, pues yo ten�a conciencia de ese
cambio y deambulaba continuamente, temeroso de que otros pudiesen adver-tirlo y
sacar sus propias conclusiones. Ella segu�a obser-v�ndome, hasta que por real
verg�enza volv� el rostro;pues si yo hubiese confesado que la separaci�n de Yo-leta
la hab�a causado, ella sabr�a cu�l era mi sentir y tem�a que cualquier declaraci�n
prematura pudiese sig-nificar la destrucci�n de mis proyectos.

- Yo s� la causa, continu�, coloc�ndome su mano so-bre el hombro.

- Est� apenado por Yoleta. Lo advert� desde el pri-mer momento. Le he de decir cu�n
p�lido y triste se ha vuelto, tan distinto de lo que era. Pero �por qu� vuelve el
rostro?

Yo estaba perplejo, mas su simpat�a me infundi� co-raje y me decidi� a hacerle mi


confidencia.

- Si sabe, dije, que estoy apenado por Yoleta, �no puede imaginar por qu� vuelvo mi
cara y dudo?

- No �por qu�? usted me quiere a mi tambi�n aunque no con tan grande amor, pero
nosotros nos amamos, Smith, y puede confiar en mi.

La mir� fijamente a la cara, realmente al fondo de sus ojos transparentes era f�cil
comprender que ella no ha-b�a intuido lo que yo hab�a dicho.

- Querid�sima Edra, dije tom�ndole la mano, la quie-ro como si fu�semos hijos de


una misma madre. Pero amo a Yoleta con un amor distinto, no como se ama a una
hermana. Ella es para m� m�s que nadie en el mun-do, tanto significa para m� que
sin ella la vida ser�a un calvario. �No sabe qu� significa eso? Recordando las
palabras de Yoleta en las sierras, agregue:

�No conoce usted sino una forma de amor?

- No, respondi� mir�ndome inquisitivamente a la cara, pero s� que su amor hacia


ella tanto excede a todo lo otro que es como un sentir distinto. Yo he de
cont�rselo, ya que es dulce ser amado y a ella le encantar� saberlo.

- Y despu�s que se lo haya dicho, Edra, �me har� conocer su respuesta?

- No, Smith, es una ofensa sugerir o aun pensar tal cosa por mucho que pueda
amarla, pues a ella no le est� permitido conversar directamente ni a trav�s m�o con
nadie. Me cont� que lo vio en las sierras procurandodarle alcance y eso la apen�
mucho. Mas, ella le per-donar� cuando le haya dicho cu�n profundo es su amor y que
su deseo de verle la cara le hizo olvidar lo da�o-so que era aproxim�rsele.

�Qu� extra�o e incomprensible me parec�a que Edra no pudiese entender mis


sentimientos! Tambi�n me pa-rec�a que todos ellos, desde el padre de La Casa hacia
abajo, eran ciegos al reducir una tan grande afecci�n a un mero afecto fraternal.
Hab�a deseado, aunque con temor, el alterar esas escalas de valores ante sus
miradas, y en un momento, en que hab�a bajado mi guardia, lo hab�a intentado y mi
gentil confesora no me hab�a com-prendido. Saqu�, empero, alg�n consuelo de esa
conver-saci�n, pues Yoleta sabr�a cu�nto sobrepasaba mi amor al de sus semejantes;
as� esperaba contra la esperanza de que despertar�a en su pecho una respuesta
emocional.

Cuando el �ltimo de esos interminables treinta d�as lleg�, el d�a que, de acuerdo
con mi computaci�n, Yole-ta recobrar�a su libertad antes de la puesta del sol, me
levant� temprano de mi camastro de paja, en el cual me hab�a revuelto insomne toda
la noche, imposibilita-do de dormir ante la perspectiva de la reuni�n y la fie-bre
de impaciencia que me dominaba. Las aguas frescas del r�o me reanimaron y cuando
estuvimos reunidos en el sal�n del desayuno not� que Edra me observaba con una
sonrisa interrogadora jugando entre sus labios. Le pregunt� la causa.

- Est� usted como un ser que se ha recobrado repen-tinamente de una enfermedad,


respondi�; sus ojos brillan como el sol sobre el agua y sus mejillas ayer tan
mustias est�n m�s rojas que una hoja de oto�o. Luego sonrien-do, agreg� estas
queridas palabras: Yoleta estar� feliz de volver a nosotros, m�s por usted que por
ella.

Despu�s que nos hubi�semos dispersado, resolv� ir al monte y pasar el d�a ah�.
Hac�a varios que hab�a evita-do cortar le�a, pero, ahora, me parec�a imposible
dedi-carme a tarea alguna que fuese tranquila, sedentaria, dado la impaciencia que
me consum�a y la tremenda ener-g�aque bull�a. Ambas hac�an que necesitase una tarea
violenta que extenuase mi f�sico y le diese, quiz�, un descanso a mi mente.

Tomando mi hacha y el acostumbrado cestillo de pro-visiones para el medio d�a, me


alej� de la casa; en esa ma�ana no camin�, corr� como si hubiese hecho una apuesta,
dando largos pasos y altos saltos, como volan-do sobre los arbustos y arroyuelos de
un modo jam�s ejecutado. Llegado al lugar de la acci�n eleg� un �rbol enorme que
hab�a sido se�alado para ser talado y por horas lo hach� con una energ�a
sobrehumana; por fin, cuando a�n no hab�a sentido la necesidad de descansar, la
vieja y gigantesca torre dobleg� su cabeza y rodando entre el follaje y en se�al de
despedida a los cielos se desplom� a tierra con un tremendo estallido. No bien hubo
ca�do, sent� que hab�a trabajado violentamente por demasiado tiempo; la brisa
fresca y seca hiri� mis mejillas como agujas de hielo, mis rodillas temblaron y
todo gir� en torno m�o; tir�ndome sobre el lecho de asti-llas y hojas secas,
permanec� luchando por respirar, pero con la suficiente consciencia como para
pensar si me hab�a desmayado o no. Recuperado finalmente de ese estado de
extenuaci�n, me sent� y me alegr� al advertir que la mitad del d�a, de ese
miserable �ltimo d�a, hab�a pasado. Al pensar en el atardecer que se aproximaba y
toda la felicidad que traer�a, sent� nueva fuerza y celo y poni�ndome de pie, sin
pensar en mi alimento, recog� el hacha e hice un corte despiadado sobre el ca�do
�rbol. Hab�a realizado el trabajo de m�s de un d�a y la fiebre que herv�a en mis
venas y mi mente me empujaban para continuar tan dura tarea como es la de desbrozar
las enormes ramas, y mi tarea continu� hasta que otra vez todo gir� en torno m�o
como una calesa, oblig�ndome a desistir y hacer un alto m�s prolongado. Sentado
all� s�lo pens� en Yoleta. �C�mo aparecer�a tras tan largo encierro? P�lida, quiz�
tambi�n triste y en sus dulces y conmovedores ojos, acaso, advertir�a esa luz nueva
que tanto hab�a anhelado y esperado.Entretanto, mientras eso meditaba, escuch� no
lejos un leve ruido, como de una liebre asustada por mi pre-sencia, huyendo entre
las hojas secas, y levantando la mirada vi a Yoleta en persona, apresur�ndose por
lle-gar, su rostro encendido por la alegr�a. Me adelant� pre-suroso para recibirla
y al momento estuvo aprisionada entre mis brazos. Ese solo momento de dicha
inenarrable pareci� extinguir un ciento de veces todo lo miserable que me hab�a
sentido:

- Oh, mi dulce amada, por fin, por fin mi pena ha lle-gado a su t�rmino, murmuraba,
mientras la estrechaba m�s y m�s junto a mi coraz�n, y besando su rostro que-rido
que aparec�a tanto m�s delgado que cuando la vie-se la �ltima vez. Ella ech� hacia
atr�s su cabeza, como Genoveva en la balada, para mirarme a la cara, sus ojos con
l�grimas cristalinas y alegres que no apagaban su brillo. Pero su rostro estaba
p�lido con una palidez me-lanc�lica, tal como el de la rosa de la Glorie de Dijon.
S�lo ahora la excitaci�n hab�a arrebolado sus mejillas con los colores de aquella
rosa; ese rosado tan distinto a la lozan�a de otros rostros de �pocas pret�ritas,
m�s tier-no, delicado y precioso que todos los tintes de la natura-leza.

- Yo s�, dijo, cu�nto te has apenado por m�, que es-tabas p�lido y demacrado. Oh,
qu� extra�o que me amases tanto!

-�Extra�o, querida; otra vez esa palabra? Es la �ni-ca dulzura y alegr�a en la


vida. �Y no te alegra el ser as� amada?

- Oh, no puedo expresar cu�nto me alegra pero, �no estoy aqu� entre tus brazos para
demostr�rtelo? Cuando supe que te hab�as dirigido al monte no aguard� y corr� hacia
aqu� lo m�s r�pido que pude. �Recuerdas aquella noche en la sierra cuando me
disgust� por tus preguntas y que no pod�a comprender tus palabras? Ahora, que te
quiero tanto, puedo comprenderlas mejor: Dime, �No he hecho como me ped�as y me he
entregado en cuerpoy alma? �C�mo te han cambiado treinta d�as! �Oh, Smith, me amas
tanto?

- Te amo tanto, mi bien, que si hubieses de morir no habr�a en la vida ya m�s


placer para m� y preferir�a des-cansar bajo tierra en tu proximidad. Todo el d�a
pienso en ti y cuando duermo est�s en mis sue�os.

Ella segu�a observ�ndome fijamente, sus l�grimas de alegr�a a�n brillaban en sus
ojos, pero sobre ese dulce y hermoso rostro, tan lleno de cambiantes expresiones,
para mi desesperanza, no hall� la que yo buscaba, nin-g�n signo de ese rubor
femenino que encendi� a Geno-veva en la balada, brindando su exquisita gracia a los
ojos de su amante.

- Yo tambi�n so�� contigo; fue despu�s que Edra me contase lo p�lido y triste que
estabas.

- Cu�ntame uno de tus sue�os, querida.

- So�� que estaba en mi lecho, acostada, despierta, en-vuelta por los rayos
lunares; ten�a fr�o y lloraba amarga-mente por haber sido dejada sola por tanto
tiempo. De pronto, te vi parado a mi lado, a la luz de la luna ��Pobre Yoleta!,
dijiste, tus l�grimas te han enfriado como una lluvia invernal". Luego, me las
enjugaste a besos y cuan-do me tuviste entre tus brazos apoy� mi rostro contra tu
pecho y descans� feliz, arropada por tu amor.

�Cu�nto me enloquecieron sus deliciosas palabras! Has-ta mi lengua y mis labios


parecieron secarse como ceni-za por la fiebre que me pose�a y s�lo pod�a susurrar
ron-camente cuando atin� una respuesta. La liber� de mis brazos y me sent� sobre el
�rbol ca�do, todos mis ardo-rosos raptos transformados en una gran decepci�n. �Ha-
br�a de ser siempre as�, seguir�a ella abraz�ndome y ha-bl�ndome con palabras de
simulada pasi�n sin que los sentimientos afectaran su coraz�n? No pod�a seguir so-
portando tal estado de cosas y mi pasi�n burlada y de-fraudada, una y otra vez,
terminar�a por destruirme, pues muchos hombres hab�an sido conducidos por el amor
hasta tal fin y las mujeres por las cuales murieron com-paradas con Yoleta
resultaban como seres de yeso comparadas

con una de las inmortales. Trat� de recordarlos, pero mi mente se confund�a cada
vez m�s. �No era ella un ser de un orden superior al m�o? Era una tonter�a pensar
de otra manera; mas, �c�mo se hab�an compor-tado siempre los mortales cuando
quisieron desposar a seres celestiales? Entorn� los ojos para pensar y al vol-ver a
abrirlos vi a Yoleta arrodillada frente a m�, obser-v�ndome detenidamente con
expresi�n de alarma.

-�Qu� te ocurre, Smith? �Pareces enfermo!, dijo ella y de inmediato posando su mano
fresca sobre mi frente, pro-sigui�: arde como fuego.

- No es de extra�ar, dije, estoy exprimiendo mis sesos para procurar recordar


acerca de aquellos que habr�an muerto por amor. �Cu�les fueron sus nombres y qu�
hab�a ocurrido con los que amaron? �Puedes t� dec�rmelo?

- Est�s enfermo, tienes fiebre y puedes morir, exclam� enlazando mi cuello con sus
brazos y presionando su meji-lla con la m�a.

Sent� una sensaci�n de rara imbecilidad mental; me en-fadaba que me dijese que
estaba enfermo.

- No estoy enfermo, protest� d�bilmente; nunca me he sentido mejor en mi vida, pero


no puedes responderme qui�nes eran aquellos a los que quiero recordar. Resp�n-deme
o enloquecer�.

Se puso de pie y tomando el peque�o silbato de metal que colgaba de su lado, emiti�
una nota aguda que pa-reci� horadar mi cabeza con una lanza de acero. Trat� de
levantarme de mi asiento y me deslic� al suelo mientras una oscura niebla parec�a
envolver toda la luz del d�a y con ella la esperanza estaba sumiendo al mundo. Pero
algo se nos acercaba saliendo entre esa niebla y oscuri-dad universales que nos
cercaba; se acercaba raudo, a trav�s del monte, un enorme lobo gris. No, no era un
lobo; eso no habr�a sido nada ante esto: �un enorme ru-giente le�n irrumpiendo a
trav�s del bosque, un mons-truo que crec�a de tama�o, de aspecto enorme y horri-
ble, sobrepasando todos los monstruos imaginables, a cuantas bestias gigantescas y
deformadas que hubiesenexistido en las pasadas eras geol�gicas; un le�n con dien-
tes como colmillos de elefantes, su cabeza envuelta en una negra nube de tormenta
por donde emerg�an sus ojos brillando cual soles rojos como la sangre! Yoleta, mi
amor, con un grito en sus labios, se adelantaba hacia �l, perdida, perdida para
siempre.

Me debat� locamente para levantarme y correr en su auxilio, y tras grandes


esfuerzos logr� ponerme de rodi-llas para caer de nuevo inconsciente.

CAPITULO XVI

La alta fiebre que me hab�a atacado no cedi� hasta el tercer d�a, en que ca� en un
sue�o profundo del cual despert� aliviado y con el peligro superado. No me hall� al
despertar en mi celda familiar, sino en un espacioso apartamento, nuevo para m�,
acostado en una cama con-fortable; sentada junto a mi, Edra. Dir� que mi primer
sentimiento fue de decepci�n al no ver a Yoleta y al instante comenc� a temer que
en el desvar�o de mi delirio hubiese dicho cosas que arrancaran las vendas de los
ojos de mis amables amigos de un modo muy rudo y que quiz� el ser que m�s amaba
hubiese sido retirado de mi presencia. Fue una bendici�n cuando Edra, en respuesta
a mis preguntas, hechas con coraz�n tembloroso, me in-form� que hab�a hablado
much�simo en mi delirio, de manera incongruente, haciendo continuas preguntas sobre
Venus, Diana, Juno y muchos otros nombres que, en La Casa, jam�s hab�an escuchado.
�Afortunadamente, mi mente loca hab�a continuado preocup�ndose por ese problema
in�til! Tambi�n me cont� que Yoleta me ha-b�a velado d�a y noche sin alejarse de mi
lado. Como al fin, la fiebre hab�a cedido y yo hab�a ca�do en un sue�o reparador,
ella tambi�n, su mano en la m�a, hab�a dejado caer su cabeza sobre la almohada y se
hab�a dormido. Entonces, sin despertarla, la hab�an llevado a su habita-ci�n y Edra
la hab�a reemplazado.

-�No tiene nada m�s que preguntar?, me dijo luego con un tono de sorpresa en la
voz.

- No, nada m�s. Cuanto me ha contado me ha hecho muy feliz �qu� otra cosa pod�a
desear saber?

- Pero hay m�s para decirle, Smith. Nosotros ahora sabemos que su mal es el
resultado de su propia impru-dencia; y tan pronto como est� lo suficientemente bien
para dejar su habitaci�n y soportarlo deber� purgar el castigo.

-�Qu�!, �castigo por haber estado enfermo!, exclam�, sent�ndome en la cama, �qu�
quiere decirme Edra? �no escuch� tal disparate en mi vida!

Ella estaba molesta ante este exabrupto m�o; mas tran-quila y gravemente, repiti�
que deb�a ser castigado por mi enfermedad.

Al recordar c�mo eran los castigos ten�a frente a m� la perspectiva de una segunda
larga separaci�n de Yoleta y el pensamiento de tan excesiva severidad o mejor
dicho, de tan cruel injusticia me enfureci�.

-�Por el Cielo!, no me someter� a ello, exclam� �Castigado por estar enfermo,


quien, jam�s ha o�do algo se-mejante! Calculo que despu�s descubrir�n que el puen-
te de mi nariz no es suficientemente recto o que no pue-do ver qu� ocurre a la
vuelta de una esquina y eso tam-bi�n ser� juzgado como un crimen que ha de ser
expiado en confinamiento a pan y a agua! �No, ustedes no me castigar�n; antes de
someterme a tal tiran�a me marchar� y dejar� La Casa para siempre!

Ella me observ� con una expresi�n que llegaba al ho-rror, reflejada en su suave
rostro y por unos instantes no replic�. Entonces pens� que si continuaba en esa
tesitura de mi loca amenaza, realmente perder�a a Yoleta y el solo pensar en ello
era m�s de lo que pudiese soportar. Por un momento casi odi� al amor que me tornaba
tan sin fuerza para oponerme a pr�cticas est�pidas y b�r-baras. Habr�a sido grato,
entonces, haberme sentido li-bre para lanzarles una maldici�n e irme, sacudiendo
has-ta el polvo de La Casa que hubiese quedado adherido a mis zapatos, suponiendo
que alg�n polvo se hubiese adherido a ellos. Edra comenz� a hablar de nuevo, gravey
tristemente, pero sin un atisbo de austeridad ni en su tono ni en su modo de
censurarme por el uso irracional de mi lenguaje y por haber permitido que
sentimientos de amargura y resentimiento se alojasen en mi coraz�n. Pero el
descorazonamiento y furia que se hab�a adue�a-do de m� me hicieron reaccionar en
contra del remedio de una reconvenci�n impartida tan gentilmente y vol-viendo la
cara con obstinaci�n me negu� a responder. Es-tuvo un rato silenciosa, pero la
juzgu� mal cuando ima-gin� que ofendida me dejar�a abandonado a mis propias
reflexiones.

-�No sabe cu�nto me apena?, dijo finalmente, acer-c�ndose algo a m�; hace un rato
dijo que me quer�a; �es que halla placer en atormentar a quienes quiere?

Sus palabras, y m�s que sus palabras su ternura, el to-no doloroso, me urgieron a
sentirme compungido y no lo pude resistir.

-Edra, mi dulce hermana, no imagine tal cosa, dije. Preferir�a soportar mi castigo
antes de causarle una pena. Mi cari�o hacia usted no podr�a borrarse mientras yo
tenga vida y entendimiento. Est� en m� como el verde en la hoja que s�lo se cambia
por severa decadencia.

Ella sonri� perdonando y con los ojos h�medos, que en cierto modo me hizo recordar
la alegr�a de los �ngeles ante el pecador arrepentido, se agach� y roz� sus labios
con los m�os.

-�C�mo puede amar a alguien m�s que as�, Smith?, dijo, sin embargo dice que su amor
por Yoleta excede a todos.

- Si, querida, excede a todos los otros, tal como la luz del sol excede a la de la
luna y las estrellas. �No puede entenderlo! �no la ha amado as� alg�n hombre,
hermana m�a?

Ella movi� la cabeza y suspir�. �Es que ahora tampoco me entend�a; �no habr�an mis
palabras tra�do a su me-moria alg�n dulce o triste recuerdo?

Con las manos cruzadas sobre la falda y su cara medio vuelta, permaneci� sin fijar
la mirada en nada. Parec�aimposible que esa mujer tan tierna y hermosa no hu-biese
jam�s experimentado los sentimientos acerca de los cuales le inquir�a o que los
hubiese apreciado en otros. Pero nada me respondi�, y mientras permanec�a acos-tado
observ�ndola mi estado febril me sumi� otra vez en el sue�o.

Por varios d�as, durante los cuales recuperaba muy lentamente mis fuerzas, no se me
permit�a dejar la en-fermer�a. Nada o� acerca de lo que habr�a de ser mi cas-tigo,
pues, de intento, me abstuve de preguntar y nadie parec�a dispuesto a adelantarme
un asunto tan desagra-dable. Al tiempo se me permiti� circular por La Casa y,
cuando a�n muy d�bil, fui conducido, no a la Sala de Juicios, donde hab�a esperado
ser llevado, sino al Apo-sento de la Madre: ah� estaba el padre de La Casa sen-tado
con Chastel y junto a ellos siete u ocho de los otros. Todos me dieron la
bienvenida y parec�an contentos de verme de nuevo bien; no pod�a dejar de notar
cierto aire solemne que parec�a decirme que era visto como un ofen-sor ya hallado
culpable y que estaba ah� para ser juz-gado.

- Hijo m�o, dijo el padre dirigi�ndose a m� en un to-no tranquilo, pero magistral


que no me dejaba la m�s m�nima esperanza de eludir el asunto. Es un consuelo saber
que su ofensa es de tal naturaleza que no puede disminuir nuestra estima hacia
usted, ni aflojar los la-zos de afecto que lo unen a nosotros. A�n est� d�bil y
quiz� con la mente algo confundida por las circunstan-cias de los �ltimos d�as. Por
lo tanto no le exijo que me d� los detalles, pero s� he de detallar su ofensa y si
me equivoco en alg�n concepto me corregir�: El gran amor que siente por Yoleta,
continu�, (y aqu� me sobresalt� y enrojec� dolorosamente, pero las palabras que
siguieron me se�alaron que ten�a poca raz�n para alarmarme) el gran amor que siente
por Yoleta le caus� en esos treinta d�as de su reclusi�n profundo sufrimiento,
tanto que per-di� la alegr�a de vivir, se alimentaba poco y afectados por continua
depresi�n sus fuerzas se vieron muy disminu�das.-
El �ltimo d�a estaba tan excitado ante la pers-pectiva de su pr�xima reuni�n con
ella que se dirigi� a su tarea casi en ayunas y probablemente tras una noche de
desvelo. �D�game si ello no es as�?

- Yo no dorm� esa noche, respond� algo amoscado.

- Sin el descanso del sue�o y con las fuerzas disminui-das, prosigui�, se fue a los
montes y para aquietar su ex-citaci�n trabaj� con tal energ�a que al medio d�a
hab�a cumplido con una tarea, la cual, en otro estado mental y f�sico, m�s calmo,
le habr�a ocupado m�s de un d�a. Usted es culpable por la seria ofensa de haber
actuado en contra suya. Pero, a�n as�, pudo haber escapado a las consecuencias si,
tras acabar su trabajo, hubiese descan-sado, alimentado y bebido para reparar sus
fuerzas. Esto, sin embargo, lo dej� de lado, pues cuando cay� a tierra sin sentido
y Yoleta llam� al perro y lo mand� a La Casa en busca de auxilio se encontr� su
alimento sin probar en el cesto. Su vida estaba, pues, en gran peligro y si bien es
bueno dejar ir a la vida cuando se ha tornado en una carga para nosotros y los
dem�s, oscurecida por la falta de fuerzas y sin posibilidad de restablecimiento,
hacerla peligrar desaprensiva y descuidadamente en la flor de las fuerzas y la
belleza es una locura y ofensa. Piense � qu� profunda habr�a sido nuestra pena,
especialmente la pena de Yoleta, si este culpable descuido suyo por su propia
seguridad y bienestar hubiese tenido el fin fa-tal del que estuvo tan cerca! �Es
por lo tanto justo y co-rrecto que una ofensa de tal naturaleza sea recompensada?
Pero es una ofensa leve, no cometida contra La Casa, ni a�n contra otra persona;
tambi�n tenemos presente la causa, que es valedera, pero un excesivo amor nubl� su
entendimiento. Al tener todo esto en cuenta era mi in-tenci�n recluirlo por trece
d�as.

Aqu� hizo una pausa, como a la espera de una r�plica. Me hab�a reconvenido con
tanta gentileza y aprobado incluso mi emoci�n, a oscuras de lo que ella significaba
y de la causa de mi enfermedad que me oblig� a sentirme muy sumiso y casi
agradecido.

- Es justo, repliqu�, que yo deba purgar mi falta y usted ha atemperado el juicio


con m�s misericordia de la que merezco.

- Habla con la sabidur�a de un alma purificada, dijo, y levant�ndose, coloc� su


mano sobre mi cabeza; sus pa-labras me alegran m�s que nada sabiendo que estaba
col-mado de sorpresa y resentimiento cuando se dijo que su ofensa merec�a castigo.
Ahora, hijo m�o, debo decirle que no estar� separado de nosotros. La Madre de La
Casa ha querido que su ofensa sea perdonada.

Mir� sorprendido a Chastel, pues esto era lo inespe-rado: me miraba fijamente, con
un reflejo de extra�a ter-nura nunca visto en sus ojos. Extendi� su mano; arrodi-
llado frente a ella la tom� entre las m�as y procur�, con poco �xito, hablar para
agradecerle este inusitado acto de bondad y de misericordia. Los otros me rodearon
para expresarme sus congratulaciones, los hombres con apre-tones de manos, no as�
las mujeres, quienes libremente me besaron, pero cuando se acerc� Yoleta, la
�ltima, pu-so sus blancos brazos, alrededor de mi cuello y apret� sus labios contra
los m�os. El �xtasis fue turbado por lo doloroso de mi situaci�n: era impotente
para hacerle en-tender la naturaleza de mi pasi�n. Casi me desplom� ante el dulce
abrazo.
CAPITULO XVII

Mi enfermedad, aun cuando aguda, hab�a pasado tan r�pidamente que confiaba en un
completo y r�pido res-tablecimiento para saberme en mi natural estado de vi-gor y
salud. Pese a ello, muchos d�as pasaron y fracasaba en recobrar mis fuerzas y ten�a
la sensaci�n de quien ha podido dejar su lecho de enfermo. Esto al principio me
sorprendi� y disgust�, al poco tiempo comenc� a recon-ciliarme con tal estado y aun
a descubrir que ten�a cier-tas ventajas, la principal fue que el tumulto de ideas
en mi mente se hab�a disipado por una temporada y me ha-llaba ansiosamente
requerido por nada.

Mis amigos me aconsejaban que no trabajase; mas, no deseando comer el pan de la


ociosidad aunque la raci�n fuese poca por mi falta de apetito, me

obligu� a ir todas las ma�anas al taller y ocuparme por dos o tres horas de alguna
tarea mec�nica liviana, que no exigiese esfuerzo f�sico ni mental. Aun este jugar a
trabajar me fatigaba. Entonces, tras cambiar mi ropa, me iba a descansar a la sala
de m�sica para continuar mi b�squeda tras el es-condido conocimiento en cuanto
libro hallase ah�; pues, ya pod�a leer; resultado que mi dulce mentora hab�a sido
la primera en advertir y de inmediato hab�a abandonado las lecciones que tanto
hab�a amado, permiti�ndome an-dar, a voluntad, sin gu�a, en ese p�ramo de extra�a
li-teratura. Yo nunca hab�a estado en la biblioteca, ni sab�a en qu� parte de La
Casa estaba colocada. Tampocohab�a expresado el deseo de verla. Ello por dos
razones: una, por haber resuelto a medias - mis resoluciones eran generalmente de
este tenor- no aparecer con el deseo de saber demasiado; la otra, la de mayor peso,
era la de que nunca hab�a sido afecto a las bibliotecas. Me oprime penosamente mi
inferioridad mental; todas esas decenas de miles de vol�menes, conteniendo temas
tan importan-tes e inapreciables, parecen tener una suerte de existen-cia colectiva
y mirarme desde sus alturas como a un hom-bre con grandes ojos de b�ho; como a un
intruso en terreno sagrado - un b�rbaro -, cuyo real lugar es el monte. Es una mera
fantas�a, lo s�, pero me inhibe y pre-fiero no colocarme en tal situaci�n. Cierta
vez, en un libro encontr� un pasaje bochornoso acerca de gente �con constituci�n
corp�rea caballar y mentes estrechas", lo que me hizo sonrojar dolorosamente; mas,
justamente, en la p�gina siguiente, el escritor hace enmiendas dicien-do que uno
debiera sentirse conforme si en la loter�a de la vida tiene el premio de un buen
est�mago sin inte-lecto ya que ello es mejor que un fino intelecto con un est�mago
loco. Me hab�a tocado un buen est�mago e h�-gado, pulmones y coraz�n que se le
apareaban y nunca me hab�a sentido en desacuerdo con mi premio. Ahora, de cualquier
manera, parec�a propio que yo debiese brindar unas horas cada d�a a la lectura ya
que, hasta donde mi conversaci�n y estrecha intimidad con la gen-te de la casa
hab�a llegado, no me hab�a permitido disipar la nube de misterio que escond�an sus
costumbres; y por costumbres aqu� me refiero al tratamiento amoroso y el
matrimonio, pues eso era para m� lo principal. Los libros que le� o en los que me
sumerg� eran de alto inter�s, es-pecialmente los raros que revis� pertenecientes a
la larga serie de Las Casas del Mundo, abundantes en temas ma-ravillosos y
entretenidos. Hab�a adem�s historia de La Casa y trabajos sobre arte, agricultura y
otros temas va-rios que no eran lo que yo quer�a.
Despu�s de tres o cuatro horas pasadas en esa in-fructuosa b�squeda, me dirig�a al
Aposento de la Madre,lugar al que ten�a libre acceso todas las tardes; una vez
all�, pod�a permanecer cuanto quisiese. Era tan grato que pronto adquir� el h�bito
de permanecer hasta que la hora de cenar me exig�a dejar el lugar. Chastel, inva-
riablemente, me trataba ahora con una ternura que me parec�a extra�a recordando la
impresi�n en extremo des-favorable que le hab�a merecido cuando concurriese a la
primera entrevista.

No era propio de m� la indolencia � el amar una existen-cia tranquila y so�adora;


por lo contrario es por lo que siempre hab�a pecado ya que me hab�an sido tan nece-
sarios, como el aire fresco y la buena comida, el ejer-cicio muscular irrestricto y
cuanto m�s violento fuese m�s me agradaba. Hoy en d�a, en este nuevo estado de
languidez, experimentaba una incre�ble sensaci�n de tran-quilidad mental y f�sica y
en el Aposento de la Madre descansaba como si esa lasitud a causa del trabajo a�n
estuviese en m�. Respirando e inmerso en esa atm�sfera estival y fragante, dejaba
transcurrir largos intervalos en perfecta inactividad y silencio, dej�ndome estar
sentado o reclinado, sin pensar, pero en un ensue�o, mientras mu-chos sue�os de
placeres por venir desfilaban como oleadas vaporosas por mi mente. El car�cter tan
especial de la habitaci�n, su delicada riqueza, la exquisitamente arm�-nica
distribuci�n de colores y objetos y la ilusi�n de lo natural que produc�an a la
mente, parec�a prestarse para conjurar este especial sentir y afirmarse en �l.

La primera impresi�n que produc�a al acceder a ella, desde la larga galer�a de las
esculturas por la que se de-b�a de atravesar era de luminosidad; era como llegar al
aire libre y este efecto en parte se deb�a a las superficies blancas y cristalinas
y al brillo de los colores. Era c�-moda, espaciosa y la parte central con arcada o
techo en forma de c�pula de un suave color turquesa, sosteni-do por gr�ciles
columnas de cristal pulido. Las puertas eran de vidrio color �mbar con marcos de
�gata; pero las ventanas, ocho era su n�mero, presentaban la mayor atracci�n. Sobre
el cristal, la sierra y la monta�a, estabanrepresentadas y emerg�an m�s all� de las
anchas plani-cies �ridas, blanqueadas por el calor y el esplendor del medio d�a
estival, sin una nube, los picos luciendo su lustre perlado que parec�a
transportarlos a una distancia infinita. Admiraba c�mo luc�an, desde la imitada
som-bra de tal glorieta o pabell�n, esas lejanas extensiones iluminadas por el sol,
donde la luz danzando y temblando era una nunca desmentida delicia. Tal su efecto
sobre m�, sumado a esa nueva gracia, de la ternura, resultante, no sab�a, si de
compasi�n o afecto, pero yo habr�a podi-do desear permanecer como inv�lido
permanente en su habitaci�n.

Otra causa de la tranquila felicidad que experimentaba era la conciencia de un


cambio en mi propia disposi-ci�n mental, que me hac�a ajeno a La Casa ya que ahora
era capaz, imaginaba, de apreciar el buen car�cter de mis amigos, su cristalina
pureza de alma y la religi�n que profesaban. Hac�a mucho, en d�as ya idos, hab�a
escuchado mucho y muy nutrido acerca de la dulzura, la luz y los filisteos, casi
ignorando a qu� se refer�a este gran problema, y al o�r de algunos de mis amigos
que yo carec�a de las cualidades que ellos m�s valoraban me proclam� un filisteo y
me sent�a feliz al haber concluido la controversia de tal modo en tanto y cuanto a
m� me concern�a. Ahora era como un ser a quien algo impor-tante se le dijo, lo
cual, apenas escuchado e inmediata-mente olvidado s�lo se sumerge en sus asuntos,
pero que, acostado de noche en el silencio de su cuarto, recuerda las palabras
deso�das y percibe su profundo significado. Mi estancia entre esta gente, mujeres
angelicales y hom-bres de car�cter afable, de suave mirada y en los labios un tenue
vello sin rasurar, pero, en sus artes, �sentando bases s�lidas para la eternidad",
y sobre todo, esas ho-ras vac�as, pasadas en el Aposento de la Madre, me hab�an
ense�ado qu� criatura desamorada hab�a sido. Imposible que, en tal atm�sfera, no
hubiera absorbido un poco de esa suavidad y esa luz.
En este dulce refugio, este dormido valle al cual hab�a sido arrojado por esa negra
corriente que me hab�a lle-vado a una inconmensurable distancia en su seno y con
tales cambios que iban produci�ndose en m�, cre�a por momentos que con poco m�s
alcanzar�a ese sostenido embeleso que parec�a ser la condici�n normal de mis
compa�eros. Mi pasi�n por Yoleta ard�a ahora con una llama m�s suave, ya no me
consum�a, sino que me im-pon�a una agradable tibieza interior. Cuando ella esta-ba
ah�, sentada junto a m� a los pies de la Madre, a veces tan pr�xima que sus negros
y brillantes cabellos acari-ciaban mis mejillas y su fragante aliento me llegaba a
la cara y acariciaba mi mano y me miraba fijamente con esos ojos queridos que no
ten�an ni una sombra de resen-timiento o ansiedad, sino tan s�lo un amor
insondable, entonces, imaginaba que nuestra uni�n era completa y que ella era ya
total y eternamente m�a.

Sab�a que eso no podr�a continuar y, a veces, no pod�a impedir que mis pensamientos
se alejasen del presente e imprevistamente la naturaleza de mis sue�os se alte-
raba, oscureci�ndose, tal como un bello paisaje se ocul-ta a causa de una nube
frente al sol. Se adormecer�a por siempre el demonio de la pasi�n dentro de m� y
so�ar�a; con renovada fuerza despertar�a siempre con mayor po-der y siempre
impedido en su deseo, y ello levantaba en m� nuevamente, la negra tempestad del
pasado para abatirme. Le segu�an otras oscuras apariciones: Me ve�a dentro de un
vaso m�gico, acostado, vuelta la cara mori-bunda, con mucha gente a mi alrededor,
apur�ndose de un lado al otro, retorci�ndose las manos y expresando en alto su
pena; estremeci�ndose ante la vista aberran-te sobre sus pisos sagrados y
relucientes; o peor que eso, me ve�a entre harapos, temblando, escu�lido por larga
hambruna, un fugitivo en alguna zona invernal y deso-lada, lejos de cualquier
contacto humano abrasado en mi locura a cenizas sin forma en la mente, y por todas
las sensaciones, recuerdos, pensamientos, no me quedaba del mundo visible nada m�s
que un distorsionado gusto yuna tremenda intranquilidad que me urg�a, como fla-
gelado por escorpiones, hacia adelante, para vadear a�n otros negros y helados
torrentes y destrozarme sangran-te entre matorrales espinosos y trepar por las
alturas de otras sierras yermas y gigantes.

Sin embargo, estos momentos de terrible depresi�n, nuevos para m�, no eran
frecuentes y pocas veces duraban mucho. Chastel era mi �ngel tutelar; una palabra,
un leve contacto de su mano y los malos esp�ritus se desva-nec�an. Ella parec�a
poseer una misteriosa facultad - qui-z� s�lo la sagacidad y simpat�a de su
esp�ritu, de natura-leza hiper-sensibilizada - que le permit�a saber acerca de
mucho de lo que ocurr�a en mi coraz�n: si me ensom-brec�a cuando ella no ten�a
voluntad o fuerzas para con-versar, me hac�a acercar a su sitial y poner mi mano
sobre la suya y la sombra se desvanec�a.

No pod�a dejar de meditar frecuentemente con asom-bro sobre esta gran


transformaci�n en su modo de ser conmigo. Sus ojos se posaban cari�osamente sobre
m�, y sus agudos sufrimientos, y las desafortunadas expresiones burdas que, con
asiduidad, se me escapaban parec�an in-capaces de provocarle una palabra fuerte o
de impacien-cia. Ya no era tan s�lo uno m�s entre sus criaturas, con el privilegio
de llegar y sentarme a sus pies y compar-tir con ellos un poco de su imparcial
afecto; recordando que era un extra�o en La Casa; y la no disimulada pre-ferencia
que demostraba por m� y su deseo de que estu-viese constantemente con ella,
parec�an un profundo mis-terio.

Una tarde, estaba sentado solo con ella y observ� que mis lecciones hab�an
terminado.

- Oh s�, ahora puedo leer perfectamente, respond�. �Puedo leerle de este libro?
Esto diciendo puse mi mano sobre un volumen que estaba sobre su div�n; difer�a de
otros que yo hab�a visto por ser m�s peque�o y tener encuadernaci�n azul.
- No, no en este libro, dijo con un dejo de fastidio en su voz y extendiendo la
mano para prevenirme de que lo tomara.

-�He cometido otro error? pregunt� al retirar la ma-no. Soy muy ignorante.

- S�, pobre muchacho, eres muy ignorante, repiti�, colocando su mano en mi frente.
T� debes saber que �ste es el libro de la madre y que s�lo ella puede leerlo.

- Temo, dije con un suspiro, que pasar� mucho tiem-po sin que pueda dejar de
ofenderla con mis errores.

- No hay raz�n para que digas eso, pues no me has ofendido, me has tan s�lo
apenado. Cada d�a cuando es-t�s conmigo procuro ense�arte algo para facilitarte el
camino, pero debes de tener presente, hijo m�o, que otros no pueden tener hacia ti
igual sentimiento que yo puesto que su amor es menor al m�o.

- Pero, �por qu� se preocupa tanto por m�? le pregun-t� alentado por sus palabras.
Una vez pens� que �nicamente ser�a usted en toda La Casa quien jam�s me ama-ra;
�qu� fue lo que cambi� sus sentimientos hacia m�, pues s� que ellos han cambiado?
Me mir� sonriendo tristemente, pero no respondi�. Pienso que ser�a feliz sa-
bi�ndolo, repet�, acariciando su mano. �No me lo dir�?

Hab�a una rara preocupaci�n en su rostro en sus ojos mirando a lo lejos y volviendo
a m� nuevamente, mien-tras sus labios se movieron musitando palabras inaudi-bles. A
continuaci�n me respondi�:

No, no te lo puedo decir. Quiz� te hiciese feliz, pero el momento apropiado a�n no
ha llegado. Debes ser paciente, tienes mucho que aprender. Es mi deseo que aprendas
todas las cosas concernientes a la familia que a�n ignoras, y cuando digo todas
quiero significar no s�lo las referentes a tu condici�n actual de un hijo de La
Casa, sino las referentes a aquellos asuntos mayores que pertenecen a los jefes de
la misma: al Padre y la Madre.

Entonces, deponiendo toda precauci�n respond�:

- Es precisamente un conocimiento de aquellos asun-tos mayores relativos a la


familia lo que me ha tenido m�s ansioso por conocer desde que llegu� a La Casa.

- Lo s�, respondi�; esa sed de la cual hablas fue en parte la raz�n de tu fiebre y
lo que te mantiene a�n d�-bil y febril; pero, por ello, en vez de ser aqu� un
prisio-nero, estar�as lejos, sintiendo el sol y el viento en tu ros-tro.

- Y si sabe eso, �por qu� no me imparte, rogu�, ahora el conocimiento que me


integre? Pues seguramente to-dos esos asuntos menores, aquellos apropiados para que
alguien de mi condici�n conozca, podr�n ser aprendidos despu�s, a su debido tiempo,
por no ser de capital im-portancia, pero lo otro, si s�lo usted lo entendiese es
para mi asunto de vida o muerte.

- Yo s� todo, replic� r�pidamente. Una sombra hab�a velado su rostro ante mis
terminantes palabras y ten�an sus ojos una mirada preocupada.
-�Vida o muerte! �Sabes lo que est�s diciendo? Ex-clam� clav�ndome su mirada con
extrema lealtad, ha-ciendo que la m�a se abatiese ante la suya. Luego, tras una
pausa, atrajo mi cabeza contra sus rodillas y habl� con incre�ble ternura.

-�Es que encuentras tan dif�cil poner en pr�ctica un poco de paciencia, hijo m�o,
que no prestas aquiescencia a lo que te digo, temes dejar tu futuro en mis manos?
Es corto el tiempo para todo lo que tengo que hacer; sin embargo, debo ser paciente
y esperar aun cuando para mi es m�s dif�cil. Pues tu llegada, a la que no prest�
atenci�n al principio por ver en ti s�lo un peregrino como otro, uno que tras
accidentes en su viajar hab�a naufragado y sin hogar en el mundo, lo hallamos y
dimos albergue ahora, ha tra�do algo nuevo a mi vida, y si esta fresca esperanza,
que es s�lo una vieja espe-ranza renacida, alguna vez halla su realizaci�n entonces
la muerte perder� mucha de su amargura. Mas, hay en el camino dificultades que s�lo
el tiempo y la energ�a de un alma que re�ne sus facultades en un solo anhelo,una
sola realizaci�n, puede vencer. Y la dificultad ca-pital la encuentro en ti en esa
extra�a disposici�n anta-g�nica que tan frecuentemente revelas en tu conversa-ci�n;
la acabas de demostrar ahora, pues el ser as� inte-rrogada y presionada y el
haberse dudado de mis juicios, en otro me habr�a ofendido profundamente. Recuerda
esto y no abuses del privilegio del cual gozas: recuerda que debes cambiar
profundamente antes de que yo pue-da compartir contigo los secretos de mi coraz�n.
Y ten presente, hijo m�o, que no estoy reconvini�ndote por tu deseo de conocer; s�
que no eres culpable de muchas de tus deficiencias. S�, por ejemplo, que natura te
ha ne-gado esa voz flexible y melodiosa con la cual es nuestra costumbre rendir,
cada d�a, homenaje al Padre para ex-presarle todos los sentimientos sagrados de
nuestros co-razones, todo nuestro amor por el pr�jimo, la gloria de vivir y aun
nuestros pesares y penas. El pesar es como una nube oscura y opresora hasta que por
el labio y la mano rompe en la lluvia de melod�as y nos alumbra de tal manera que
aun las cosas dolorosas dan a la vida nuevas y purificadas glorias. Y tal como en
la m�sica, en todas las artes hay un doble placer en contemplar las obras de
nuestro Padre: en la primera e inferior t� lo compartes con nosotros; pero, la
segunda y m�s noble, que surge de la primera, es nuestra a trav�s de esa facultad
por medio de la cual la belleza y la armon�a se sienten trasmutadas a nuestro
esp�ritu que es como un l�piz de cristal que recibe los blancos rayos del sol
dentro de s�, transform�ndolo en luces rojas, verdes, violetas; de ese modo la
naturaleza se transforma en nuestras mentes y se expresa en el arte. Mas, en ti,
esa segunda facultad es deficiente, de lo contrario no te privar�as de tan gran
placer como su ejercicio depara y amar�as la naturaleza tal como se ama a un igual,
pero no tiene palabras para expresar tan dulce sentimiento. Pues la alegr�a del
amor, con simpat�a, cuando se hace conocer y es retribuido, se aumenta un c�ntuplo;
y en toda obra art�stica, no comulgamos con una naturaleza

ciega e irracional, sino con su oculto esp�ritu, inspirando nuestros corazones,


retribuyendo amor, con amor y re-compensando nuestra labor con constante embeleso.
Por lo tanto es tu desventura, no tu falta, que est�s privado de ese supremo solaz
y alegr�a.

A este parlamento que me caus� un efecto depresivo respond� tristemente:

- Cada d�a siento con mayor agudeza mis deficiencias y deseo m�s ardientemente
acortar la gran distancia que hay entre nosotros; pero ahora �Dulce madre! perd�ne-
me por as� decirlo. Sus palabras me hacen desesperar.

- Sin embargo, hijo m�o, s�lo he hablado para darte coraje. Conozco tus
limitaciones y no espero nada supe-rior a tus fuerzas, ni me preocupan seriamente
tus erro-res ,creyendo como creo que con el tiempo podr�s bo-rrarlas de tu mente.
Debes cambiar tu irascible car�cter para ser merecedor de la felicidad que he
determinado para ti. La paciencia debe corregir ese tu esp�ritu ato-londrado; a la
diligencia febril, alternada con la indife-rencia o el desaliento, debe oponerse un
incondicional esfuerzo; y por esa vacilante llama de esperanza que arde con brillo
por la ma�ana y que al atardecer tanto se apaga, debe haber una valiente, racional
e irreductible esperanza. Ser�a realmente extra�o si despu�s de esto te abatieses y
menos que olvidases algo; te dir� de nuevo que s�lo por otorgarte una felicidad
durable y el anhelo de tu coraz�n, mi �nica esperanza puede con-sagrarse. Considera
cuanto te digo en estas palabras. Y no pienses mal de m�, pues, dentro de muy poco,
tu debilidad pasar� como una nube ma�anera. Mas, para mi no habr� cambio alguno
dado que debo permanecer aqu� d�a y noche con la sombra de la muerte. Cuando me
haya ido y el sol caiga de nuevo sobre mi rostro, ya no lo sentir� ni lo ver� y
yacer� olvidada cuando t� est�s en medio de tus a�os m�s felices.

Sus palabras golpearon mi coraz�n con dolor agudo y compasivo.

-�No diga que ser� olvidada!, exclam� con pasi�n; pues si hubiese de partir yo a�n
amar� y adorar� su memoria, tal como lo hago ahora que est� viva.

Acarici� mi mano y no habl�; cuando la observ� su rostro macilento hab�a ca�do


sobre la almohada y sus ojos estaban cerrados.

- Estoy fatigada, fatigada, murmur�; permanece con-migo un poco m�s, pero d�jame si
me duermo.

Al poco rato dorm�a, la luz que ca�a sobre su rostro que descansaba sobre una
almohada p�rpura y con sus conmovedores ojos cerrados e inm�viles, era como una
cara esculpida en marfil de alguien que hubiese sufrido como Isarte en La Casa y
que hubiese perecido en pasadas generaciones. La abundante cabellera oscura que la
enmarcaba parec�a tambi�n muerta y del color del hierro enmohecido.

CAPITULO XVIII

Las palabras de Chastel penetraron hondo en mi cora-z�n, m�s hondo que cualquier
palabra jam�s me hubiera llegado en esa especie de suelo infecundo; y aun cuando de
intento me hab�a dejado en la oscuridad en cuanto a muchos asuntos importantes, yo
hab�a resuelto mere-cer su estima y atraerla a�n m�s cerca de m�, corrigiendo
aquellas faltas de mi car�cter que me hab�a se�alado con tanta ternura.

�Cielos! el pr�ximo d�a estar�a se�alado para provocar-me un serio disgusto. Al


ingresar al sal�n para desayunar me enter� que una sombra hab�a ca�do sobre La
Casa. Entre toda esa gente silenciosa y el padre sentado, con su rostro gris�ceo y
sus ojos afligidos, entr� Yoleta. Su dulce rostro m�s p�lido que ]a primera vez que
la viera tras su largo encierro, mientras bajo sus p�rpados pesa-dos, sus ojeras
luc�an casi moradas, lo que dec�a de una larga vigilia con el coraz�n oprimido por
la ansiedad. Escuch� con profundo sentimiento que el mal de Chastel se hab�a
s�bitamente agravado; que hab�a pasado la noche en medio de grandes sufrimientos.
�Qu� ser�a de m� y todos mis felices sue�os si ella llegase a morir?, fue mi
primera idea. Pero, al mismo tiempo, tuve la gracia de sentirme avergonzado por un
pensamiento tan ego�sta. Empero no pod�a sacudir la pesadumbre que me hab�a
producido y, demasiado afligido para trabajar o leer, me acerqu� al Aposento de la
Madre para estarlo m�s cerca posible de la sufriente, de cuya recupera-ci�n tanto
depend�a. �Qu� solitario y desolado parec�a ahora que estaba ella ausente! Estos
radiantes paisajes monta�eses en su m�mico blanco de reflejo solar a�n perpetuaban
el verano; sin embargo, parec�a haber un h�lito invernal, semejante a una atm�sfera
mortal que golpeaba mi coraz�n y me hacia tiritar de fr�o. El d�a se arrastr�
penosamente hasta su fin sin una sola se�al de mejor�a que aflojara nuestra
ansiedad. Hasta pasada la media noche yo permanec� en mi puesto, luego me retir�
por tres o cuatro horas miserables de ansiedad, s�lo para retornar en cuanto hubo
una escasa luz. El estado de Chastel era el mismo o si hab�a habido cambio era para
peor, pues no hab�a dormido. Nuevamente per-manec� ah� todo el d�a preso de
pensamientos desalen-tadores; al anochecer lleg� Yoleta para llevarme hasta su
madre. El requerimiento me aterroriz� tanto que por unos momentos permanec�
sentado, tembloroso, incapaz de articular palabra; ya que s�lo pod�a pensar que el
fin de Chastel se aproximaba, Yoleta, adivinando la causa de mi agitaci�n, me
aclar� que su madre no pod�a dormir a causa de fuertes dolores de cabeza y deseaba
que yo le colocase mi mano sobre su frente para probar si ello le podr�a causar
alivio. Esto me pareci� un no muy promisor remedio, pero me dijo que en una
oportunidad hab�an tenido �xito al colocar una mano sobre su frente y que habiendo
fracasado ahora, Chastel hab�a deseado me llevasen hacia ella para intentarlo con
mi mano. Me levant� y por primera vez penetr� en la sagrada al-coba donde Chastel
yac�a en una cama baja, colocada sobre una plataforma que se elevaba muy poco del
suelo en el centro de la habitaci�n. En la penumbra, su rostro aparec�a tan blanco
como la almohada sobre la cual des-casaba; su frente contra�da por los agudos
dolores, apa-gados quejidos escapaban de sus labios crispados, pero sus ojos muy
abiertos estaban fijos en mi rostro cuando ingres� a la habitaci�n y parec�an
expresar m�s angustia mental que sufrimiento f�sico. A la cabecera del lecho etaba
el padre teniendo su mano en la suya; cuando entr� se levant� y me hizo lugar
y�ndose hacia los pies, donde dos mujeres estaban sentadas. Me arrodill� junto al
lecho de Chastel y Yoleta se levant� y tiernamente coloc� mi mano derecha sobre la
frente de su madre, dici�ndome en secreto que la dejase descansar all� muy
suavemente. Tambi�n ella se alej� unos pasos.

Chastel no habl�, por unos minutos continuaron sus bajos y dolorosos quejidos; s�lo
sus ojos permanec�an fi-jos en mi cara y por fin, sinti�ndome inc�modo por la
fijeza con que me escudri�ara, le dije en un murmullo:

- Querid�sima madre, �quiere decirme algo?

- S�, ac�rquese m�s, respondi�, y cuando hube acer-cado mi mejilla a su cara,


prosigui�: - No tema, hijo m�o, no morir�, no puedo morir hasta que aquello de lo
cual le habl� se cumpla.

Me regocij� ante sus palabras y al mismo tiempo me apenaron; parec�a que ella
hubiera intuido cu�nto se hab�a desasosegado mi coraz�n por ese innoble temor.

- Querida madre, �puedo decirle algo? inquir�, anhe-lando decirle de mi resoluci�n.

- Ahora no, sea paciente y tenga siempre esperanza, y no tema a nada aun cuando
estemos por largo tiempo separados; pasar�n muchos d�as antes que pueda dejar esta
alcoba y conversar con usted otra vez.

Tan levemente hab�a susurrado lo dicho que quienes estaban m�s cerca no advirtieron
en absoluto que hab�a hablado.
Tras el breve coloquio cerr� los ojos; aun por un rato sus quejas continuaron.
Gradualmente se fueron apa-gando y fueron menos y menos frecuentes y las huellas de
dolor se fueron borrando de su rostro casi de muerta. Al fin, Yoleta, acerc�ndose
quedamente a mi lado su-surro:

- Est� durmiendo, y retirando mi mano me alej�.

Cuando estuvimos otra vez en el Aposento de la Madre me abraz� y solt� un llanto


incontenible.

-Querid�sima Yoleta, consu�lese, dije estrech�ndola contra mi pecho, ella no


morir�.

-�oh, Smith!, �c�mo lo sabe?, respondi� pronta al-zando hacia m� su rostro empapado
en llanto.

De cuanto Chastel me hab�a dicho en secreto s�lo repet� esas palabras: �Yo no
morir�", pero nada m�s; fueron a pesar de todo de gran alivio para ella y su dulce
y apenada cara luci� como una flor marchita tras la lluvia.

- Ah, entonces ella sab�a que el roce de su mano la har�a dormir y que el sue�o la
salvar�a, me dijo son-riendo.

- Y t�, mi amada, �cu�nto hace que esos dulces p�r-pados tan irritados no se
cierran?

- No desde que dorm� hace tres noches.

-�Te sentar�as ahora, aqu�, junto a m�, descansando en m� tu cabeza y dormir�as un


poco?

-�Ah� no! - exclam� apurada -. No en el div�n de la madre. Pero si te sientas aqu�


ser�a agradable dormir un ratito recostada contra ti.

Me coloqu� en el asiento bajo el cual me condujo y cuando se arrebuj� en los


almohadones con sus brazos rodeando mi cuello y su cabeza recostada sobre mi pe-
cho, exhal� un suspiro largo y feliz y se qued� dormida.

Qu� perfecta habr�a sido mi felicidad en ese momento con Yoleta entre mis brazos,
estrechando sus tristes ma-nos diligentes y besando con ternura sus oscuros y bri-
llosos cabellos, si no hubiese sido por el temor de que alguien pudiese venir para
verme y molestarme. Muy pronto me sobresalt� al ver al padre, quien ven�a de la
alcoba de Chastel. Al vernos, se detuvo sonriendo; luego avanz� y deliberadamente
se sent� a mi lado.

- Esta tambi�n se ha dormido, dijo alegremente, to-c�ndole el cabello con la mano;


pero no debe de temer, Smith, yo creo que hemos de poder conversar perfecta-mente
sin despertarla.

Yo hab�a temido otra cosa muy distinta, y me sent� considerablemente tranquilizado


tras sus palabras, perono estaba tan feliz ante la perspectiva de una conversa-ci�n
en ese momento y habr�a preferido quedar a solas con mi adorable carga.

- Hijo m�o, dijo colocando una mano sobre mi hom-bro, a veces recuerdo no sin una
sonrisa, el efecto que su primera aparici�n caus� entre nosotros y nos sobre-
saltaron sus extra�as ropas de peregrino. Su intento de cantar y su total
ignorancia del arte en general tambi�n me impresionaron desfavorablemente y me
preocup� al pensar en el futuro, es decir, en su futuro, pues me parec�a que ten�a
una base endeble sobre la cual cons-truir una vida feliz. Estas dudas ya no me
perturban, pues en varias ocasiones nos ha demostrado que posee una profunda
capacidad de afecto que es el m�s rico don y la m�s segura gu�a hacia la felicidad.
A este h�lito de amor que posee, esta tibieza del coraz�n que causa el florecer de
hermosos hechos y pensamientos, es a lo que atribuyo su �xito reciente cuando el
contacto de su mano produjo el largamente deseado sue�o repa-rador, tan necesario
en esta etapa de su mal. Yo s� que esto es algo misterioso y se dice com�nmente
que, en tales casos, la mejor�a es causada por las emanaciones cerebrales a trav�s
de los dedos. Es dudoso que sea as�; y yo prefiero creer que s�lo un poderoso
sentimiento de amor que brota del coraz�n puede realmente dirigir esa sutil energ�a
y que donde eso no existe el efecto no se puede producir.

- Yo lo ignoro, repliqu�; tan profunda como es mi devoci�n y amor no puedo suponer


que iguale y menos sobrepase al de aquellos que no lograron en esta oca-si�n
brindarle alivio.

- S�, s�, eso es s�lo juzgar superficialmente el asunto y dejando de lado los
misterios imponderables del ser compuesto de carne y esp�ritu. Hay entre los
mejores instrumentos peculiares usados en nuestra m�sica para la cosecha, algunos
de material tan finamente templado y de construcci�n tan delicada que la persona
que desea ejecutar en ellos debe estar no s�lo inspirada con pasi�nmelodiosa, sino
que todo su ser - cuerpo y alma- deben estar en un trance especial, su carne
elevada a la ar-mon�a junto al esp�ritu exaltado, de lo contrario fraca-sar� al
atraer los sones o lograr la expresi�n deseada. Este es un s�mil basto y pobre si
consideramos cu�n ma-ravilloso instrumento es el ser humano con un cuerpo que se
quema con sus pensamientos y un esp�ritu que tiembla y llora con pena, y cuando
reflexionamos c�mo sus m�ltiples y complejas cuerdas pueden ser da�adas y
desafinadas por el sufrimiento. La voluntad puede ser nuestra, pero algo que no
sabemos qu� es se interpone para vencer nuestros mejores esfuerzos. Que haya tenido
�xito en producir tan bendito resultado tras nuestros fra-casos ha servido para
profundizar y aumentar el amor que ya le sent�amos, pues cuanto m�s preciosa es
esta melod�a de reposo, este dulce intervalo de alivio al cruel dolor que madre
ahora experimenta que muchas melo-d�as de claras voces y manos h�biles.

En lo m�s secreto de mi coraz�n pensaba que �l daba demasiada importancia al


asunto, pero no ten�a ning�n deseo de argumentar contra tan favorable ilusi�n, y si
lo fuese s�lo deseaba poder compartirlo con �l.

- Ella a�n sigue durmiendo, dijo a continuaci�n, qui-z� sin dolores, y como el de
Yoleta, y su sue�o proba-blemente dure unas horas.

-Ruego al cielo que ella pueda despertarse calmada y sin dolores, remarqu�.

El pareci� sorprendido ante mis palabras y me obser-v� detenidamente.

- Hijo m�o, dijo, me apena que en un momento como �ste tenga que se�alarle un
error, pero es un error que hiere su persona y doloroso para quienes lo ven, y si
hu-biese de pasarlo por alto en silencio, o lo dejase para otra oportunidad no
cumplir�a mi misi�n de padre amo-roso.

Sorprendido por su discurso, le rogu� me indicase qu� hab�a dicho de malo.


-�No sabe, entonces, que es injusto alimentar un pen-samiento como el que ha
expresado? En momentos de suprema pena o amargura o peligro, a veces hasta nos
olvidamos y rogamos al cielo que nos salve o nos alivie, pero el hacer tal pedido
cuando estamos en pleno uso de nuestras facultades no es valedero para un ser
racional e implica una ofensa al Padre, pues rezamos mutuamente por nosotros y nos
mueven tales plegarias al recordar que somos falibles y con frecuencia erramos por
prisa, olvido o conocimientos imperfectos. Pero El, quien libre-mente nos dio la
vida, razonamiento y todos los dones buenos, no necesita que nosotros le recordemos
nada, puesto que pedirle que nos otorgue lo que deseamos es creerlo como nosotros y
cobrarle una sobrecarga, o, lo que es peor a�n, ser�a atribuirle debilidad e
irresoluci�n, dado que el peticionante cree inoportunamente inclinar la balanza a
su favor.

Ya estaba por responderle que siempre hab�a conside-rado la oraci�n como una parte
esencial de la religi�n, y no s�lo de una forma de ella, sino la de todas las re-
ligiones del mundo. Felizmente record� que probable-mente �l conociese m�s que yo
del asunto en "todo el mundo" y me call�.

-�Tiene dudas acerca del asunto? pregunt� tras una pausa.

- Debo confesar que a�n tengo algunas dudas, repli-qu�. Creo que nuestro Creador y
Padre desea la feli-cidad de todas sus criaturas y que no siente placer en verlas
desdichadas, pues ser�a imposible no creerlo viendo cu�nto m�s predomina la dicha
sobre la desdicha en el mundo. Mas, El no llega a nosotros de manera visible para
decirnos con voz audible que el invocarlo a gritos sea nuestra desgracia o nuestros
dolores es injusto. �C�mo entonces sabemos eso? Ya que un ni�o le llora a su ma-dre
y un pich�n en el nido a sus p�jaros progenitores y El es infinitamente m�s para
nosotros que un padre para su hijo, infinitamente m�s fuerte para auxiliarlo y
conoce nuestros pesares como ning�n mortal podr�a conocerlos-

�No es posible, entonces, creer sin da�ar nues-tras almas que el llanto de una
criatura afligida puede por El ser escuchada; que en su compasi�n y por medio de su
poder soberano y sobrenatural El puede dar con-suelo al cuerpo dolorido y paz y
alegr�a a una mente de-solada?

Usted me pregunta �c�mo, entonces, sabemos esto? Y usted mismo se responde aun
cuando fracasa al no percibir que se contesta cuando dice que aunque El no llega de
una manera visible para ense�arnos esto o aquello, sabemos que desea nuestra
felicidad; y a esto podr�a haberle agregado miles o decenas de miles de cosas que
conocemos. Si la raz�n que nos dio desde el comienzo hace innecesario que venga a
decirnos con voz audible que desea nuestra felicidad, debe de ser tambi�n, segu-
ramente, lo suficiente para decirnos cu�les de todos los pensamientos que
continuamente nacen en nosotros son justos o injustos. El que alguno de nosotros
debiese cues-tionar una verdad tan evidente y universalmente acep-tada, base de
toda religi�n, me parece a m� sorprendente. Si su plan hubiese consistido en hacer
estos delicados cuerpos mortales captadores de todas las sensaciones gra-tas en su
m�s alto grado, sin el peligro de un accidente, ni sujeto a pena o desdicha, El
seguramente lo habr�a realizado as� para todos. Pero la raz�n y la naturaleza nos
demuestran que esa no fue la finalidad de su plan; por lo tanto pedirle que
suspenda el curso de la naturale-za en beneficio de un sufriente individualizado
por muy agudos e inmerecidos que fuesen sus sufrimientos, es cerrar los ojos a la
�nica luz que El nos ha dado. Nues-tros sentimientos m�s elevados y dulces se unen
a la raz�n para decirnos con su �nica voz que El nos ama, y nuestro conocimiento de
la naturaleza nos muestra con la suficiente sencillez que El tambi�n ama a los
seres inferiores al hombre. A nosotros nos ha dado la raz�n como gu�a y protecci�n
y a las especies inferiores les ha dado el instinto; y nos har�a dudar de su amor
imparcial por todas sus criaturas, si al hacer uso denuestra raz�n, conocimientos y
palabra articulada fu�-semos capaces de encauzar los beneficios hacia nosotros y
desviar la pena y el desastre, mientras que los mudos e irracionales brutos
sufriesen en silencio el languide-ciente ciervo que deja su manada con una
ponzo�osa espina en su pezu�a; el p�jaro que en vuelo es derribado y perece en el
mar.

Sus conclusiones eran, quiz�, m�s l�gicas que las m�as; empero, aun cuando no pod�a
discutir m�s el argumento con �l, no estaba preparado como para abandonar estos
restos de viejas creencias, no alimentados por su valor intr�nseco, sino m�s bien
porque me hab�a sido ense�ado por una dulce mujer cuya memoria era sagrada a mi
alma, mi madre antes que Chastel.

Afortunadamente, no fue necesario continuar la dis-cusi�n por m�s tiempo; en ese


momento, uno de los centinelas lleg� desde la alcoba de la enferma para informar
que a�n dorm�a tranquilamente; al escucharlo, el padre se levant� en busca de alg�n
descanso en la pieza contigua. Antes de irse, me propuso con enga�osa gentileza
liberarme de mi carga y colocar a la ni�a, sin despertarla, en un div�n. Pero yo no
consentir�a en mo-lestarla y para mi deleite la dej� entre mis brazos, estre-chando
c�lidamente mi mano y aconsej�ndome que re-flexionase acerca de sus palabras.

Estaba ya oscureciendo y cu�n bienvenida era esa penumbra, pues sin que nadie me
viese u oyese bes� cientos de veces sus suaves cabellos y murmur� cien palabras
cari�osas en sus o�dos dormidos.

Su despertar me sobresalt�, pero me proporcion� alegr�a.

-�Oh, qu� oscuro est�! �D�nde estoy? exclam� agi-tada abandonando s�bitamente su
reposo.

- Conmigo, amad�sima, �no recuerdas c�mo te dormis-te sobre mi pecho?

- S�, pero... oh, �c�mo no me despertaste antes...? Mi madre..., mi madre...

- Ella est� durmiendo tranquila, querid�sima. �Ay, y s�lo hubiese deseado que
hubieses seguido durmiendo!

-�Mi amor!, dijo apoyando su mejilla contra la m�a, �Qu� dulce fue dormirme en tus
brazos! Cuando llegamos aqu� casi no pod�a decir palabra, pues mi coraz�n estaba
rebosante; y ahora que tengo cien cosas que decir, te besar� y me eximir� de tanto
hablar.

- Di unas de las cien cosas, Yoleta.

-�Oh, Smith, antes de esta tarde yo no pens� que pudiese amarte m�s; y a veces
cuando recordaba lo que una vez te dije en la sierra, �recuerdas?, me parec�a que
ya te amaba un poquito por dem�s. Ahora estoy conven-cida que estaba equivocada,
pues mil ofensas no podr�an enajenar mi coraz�n que es tuyo para siempre.

-�M�o para siempre, sin duda, querida?, murmur�, apret�ndola contra mi pecho, y en
ese rapto, casi olvi-dando que ese afecto angelical que me deparaba no sa-tisfar�a
por mucho mi coraz�n.

- S�, para siempre; t� nunca, nunca dejar�s La Casa. Tu peregrinaje, del cual
sacaste tan poco provecho, ha concluido. Y si alguna vez intentas irte de nuevo,
bus-cando otras maravillas por el mundo, te retendr� con mis brazos como lo hago
ahora y te tendr� prisionero contra tu voluntad; y si me dijeses "adi�s" cien
veces, borrar� esa triste palabra con mis labios y pondr� en su lugar otra mejor,
hasta que mi palabra te conquiste.

CAPITULO XIX

Aun cuando privado, al presente, de toda comunica-ci�n con Chastel y Yoleta,


permanentemente atendiendo a su madre, debiera de haberme sabido feliz, pues todo
parec�a conjurarse para que la vida fuese preciosa para m�. Pero estaba lejos de
sentirme as� y al haber escucha-do decir tanto acerca de la raz�n durante mis
�ltimas conversaciones con el padre y la madre de La Casa, comenc� a prestar una
desacostumbrada atenci�n a esa facultad en mi, con el objeto de descubrir con su
auxilio el secreto de esa tristeza que de continuo, a toda ho-ra, a todo momento,
me oprim�a el coraz�n. S�lo des-cubr� lo que otros hab�an descubierto antes: que la
pr�c-tica de la introspecci�n ejerce sobre la mente un efec-to corrosivo que s�lo
sirve para agravar el mal que se intenta curar. Durante esos d�as de reposo en el
Apo-sento de la Madre, sentado junto a Chastel, este �nimo melanc�lico me hab�a
acompa�ado; pero la venerable presencia de la madre, le hab�a brindado algo como un
sentido divino, mis pasiones se hab�an adormecido y salvo en raros intervalos hab�a
pensado en el pesar como algo inconmesurablemente alejado de m�. Entonces a mi es-
p�ritu

El rolar de la ola

Lejan�simo, parec�a lamentar y dolerse

En remotas playas;

y tan dulce hab�a parecido la pausa que hab�a anhelado y rogado que se prolongase.
No bien me alejaba de ella, ese encantamiento se disipaba y todos mis pensamientos,
como los celajes del ocaso que aparecen luminosos y de rico colorido hasta que el
sol se esconde y comenzaban a ser oscurecidos por una bruma misteriosa. Esforz�ndo-
me cuanto pudiese, era incapaz de acomodar mi mente a ese humor sereno y confiado
que ella hab�a deseado hallar en m� y sin el cual no podr�a vislumbrar un fu-turo
de bienaventuranza. Tras todas las amonestaciones y los consuelos que hab�a
recibido, y, a pesar de la raz�n y todo cuanto ella pudiese decirme, cada noche
llegaba a mi lecho, con un coraz�n acongojado y cada ma�ana al despertar estaba
aguard�ndome el fantasma de la tristeza para ir tras de m� hacia donde me encami-
nase, para recordarme en cada pausa del implacable sino que sosten�a mi destino
entre sus dedos, el que era m�s poderoso que Chastel, y que habr�a de desbaratar
todos sus prop�sitos para mi felicidad, como a barcos de fr�gil cristal.

Varios d�as, quiz� quince, pues no los hab�a contado, transcurrieron desde aquel en
que fui admitido en la alcoba de la madre, cuando amaneci� un d�a excepcional-mente
hermoso que pareci� brindarme como un h�lito la sensaci�n placentera del retorno de
la salud y me hizo desear huir de sue�os m�rbidos y vanas lucubra-ciones. �Por qu�
deb�a permanecer sentado en la casa y como un desecho? Pens� que era mejor estar
activo, y que el sol y el viento est�n llenos de cuanto cura. Tal d�a, era, en
efecto, una de esas joyas capitales, que rara vez �se engarzan" entre los d�as
ingratos de ese oto�o con el invierno ya presente para apurar su partida. Durante
largo tiempo, el cielo hab�a estado cubierto por una interminable procesi�n de
nubes que se arrastra-ban presurosas, con torvo aspecto, quebradas, fugitivas del
viento y de cualquier sombra apagada de color, des-de el m�s p�lido gris, al gris
pizarra; las tormentas de lluvia hab�an sido frecuentes, impetuosas y
s�bitamenteinterrumpidas o corri�ndose fantasmalmente hacia las brumosas sierras
para perderse all�, entre otros fantasmas, siempre vagando tristemente por ese
vasto horizonte en el que la tierra y el cielo se confund�an; y r�fagas de viento
que, al rugir sobre miles de �rboles inclin�ndose y pasar con l�bregos y roncos
sonidos, parec�a imitar el eco del trueno. Y las hojas, los millones y minadas de
marchitas hojas ca�das, amonton�ndose hasta llegar a nuestros tobillos, bajo los
desolados gigantes del monte y por doquier, yac�an en las hondonadas de la tierra,
silentes e inm�viles al haber muerto, como cosas ca�das que de pronto adquir�an una
fant�stica mueca de vida a causa del viento, ya que todas se remontaban y revol-
v�an con zumbidos como de avispa, a las carreras, de a miles por vez, sobre los
espacios est�riles, todas apresu-radas, comunic�ndose su lenguaje de hojas muertas
has-ta que empujadas por una r�faga m�s fuerte se elevaban de vuelo en vuelo,
sumando columnas que se erig�an hacia las nubes para caer como lluvia nuevamente
so-bre la tierra y salpicar el pasto. Luego, por un mo-mento, a lo lejos en el
cielo hab�a un despejarse, un hacerse m�s trasl�cidas las nubes, y los rayos del
sol, como rel�mpagos que iluminasen la p�lida niebla celeste, la lluvia sesgada,
los troncos negros y fr�giles ramas, bri-llando h�medos, arrojaban una gloria
ef�mera sobre ese oce�nico tumulto de la naturaleza.

En el estado en que yo me encontraba, con el cuerpo relajado y la mente abatida,


esta temporada tempestuosa, que �nicamente hubiese ofrecido deleite a una persona
con buena salud, no le brindaba solaz a mi esp�ritu, sino, por el contrario, s�lo
serv�a para acrecentar mi melanco-l�a. Sin embargo, d�a tras d�a, me impulsaba
hacia ade-lante, y, a�n d�bil, tiritaba entre las fuertes r�fagas y me encog�a ante
el contacto con las fr�as gotas que las nubes arrojaban sobre m�. Me fascinaban
como ej�rcitos contendiendo en la batalla, o como alguna acci�n tr�gica de la cual
el espectador no puede apartar su mirada. Me hab�a vuelto invadido por extra�as
fantas�as tan persis-tentesy sombr�as como supersticiones. Se me antojaba que no
era yo, sino la naturaleza quien hab�a cambiado, que la luz familiar se hab�a
disipado de su continente como una expresi�n amable y estaba cargado con una bruma
tremenda y amenazante que causaba pavor a mi esp�ritu. A veces, cuando deambulaba
solo, como un alma en pena, entre los �rboles desnudos y una sombra m�s oscura se
proyectaba sobre la tierra, me deten�a, p�lido por la aprensi�n, escuchando los
innumerables y ex-tra�os sonidos del bosque, siempre vaticinando el mal, hasta que,
en mi inquietud, comenzaba a temblar y so-bresaltado oteaba a un lado y otro, como
estudiando por d�nde huir de la calamidad que inesperada se acer-caba, desde no
pod�a determinar d�nde, para quebrar mi vida para siempre.

El d�a luminoso se aven�a mejor con mi mal. El sol brillaba como en primavera, ni
una mancha aparec�a en el cristal abovedado del firmamento, por todas partes la
hierba ofrec�a, puntual, un descanso a la vista con su eterno verde y una fresca
brisa soplaba acariciando mi cara y apurando los latidos de mi coraz�n a�n d�bil.
Recordando los d�as felices de le�ador, anteriores a mi enfermedad, tom� mi hacha y
me encamin� hacia el monte; al ver que Yoleta observaba mi partida desde la
terraza, agit� mi mano. Antes de haberme alejado mu-cho, ella lleg� corriendo llena
de ansiedad, previni�n-dome que a�n no estaba lo suficientemente fuerte para esa
tarea. Le asegur� que no ten�a intenci�n de trabajar intensamente, ni de cansarme,
y prosegu� mi camino mientras ella regresaba junto a su madre.

El d�a era tan luminoso y asoleado que me infundi� una suerte de pasajera alegr�a y
comenc� a canturrear trozos de viejas y apenas recordadas melod�as. Eran cantos al
verano que se aleja, te�idos de melancol�a y me suger�an otros versos escritos no
para ser cantados, que comenc� a repetir.

Bellas flores perecieron en la tierra callada

Capullos de valles y montes que dieron

Fragancia a los vientos.

Y luego:

Los p�jaros gozosos, buscaron m�s tibia playa

Demor�ndose hasta que llegaran los g�lidos vientos

Que marchitan sus hogares.

Y estos tambi�n eran fragmentos que s�lo exhalaban tristeza, ello hizo que
desechara de mi mente a la poes�a y no pensara en nada. Procur� interesarme en el
vuelo de esos rapaces semejantes a halcones, abri�ndose en gran-des c�rculos sobre
m� a gran altura. Al contemplar esa lejana b�veda azul bajo la cual se deslizaban
tan serena-mente y que parec�a tan infinita, evoqu� los d�as pasa-dos en que, al
contemplar el firmamento, hab�a elevado una oraci�n al Esp�ritu Invisible, pero
ahora recordaba las palabras que el padre de La Gasa me hab�a dicho y la oraci�n se
desdibuj� en mi coraz�n sin ser formula-da y una rara sensaci�n de orfandad me
apen�, oblig�n-dome a poner nuevamente los pies sobre la tierra.

A mitad del camino hacia el monte, en un abra, en la cual no hab�a ni �rboles ni


arbustos, me encontr� con una bandada de cigiie�as, por lo menos medio millar,
aparentemente descansando en su traves�a, pues todas permanec�an inm�viles con sus
cogotes encogidos, como dormitando. Eran aves muy majestuosas y elegantes de un
color gris puro con un collar negro en el cuello y patas y picos rojos. El
acercarme no las molest� hasta que estuve a unos dieciocho metros de la m�s
cercana, pues estaban dispersas en casi media hect�rea del terre-no; entonces se
alzaron con un breve batir de alas, tan s�lo para situarse a una corta distancia.

Un incre�ble n�mero de aves, sobre todo acu�ticas, hab�an aparecido en la vecindad


desde el comienzo de este tiempo lluvioso y borrascoso. El r�o tambi�n
estabapoblado con estos nuevos visitantes y se me hab�a dicho que la mayor�a eran
migratorios, llegados de lejanas re-giones n�rdicas, donde hab�an hecho sus hogares
de est�o y que ahora se dirig�an al sur en busca de climas m�s benignos.

Toda esta agitaci�n de los seres emplumados me hab�a tra�do, en mi per�odo de


perturbaciones, tan poco placer como los otros cambios habidos a mi alrededor: esos
ej�r-citos alados en su paso apresurado en quebrados contin-gentes, gritando y
agitando sus alas d�a y noche entre las nubes blancas, como su propio terror o con
negro plumaje, como mensajeros del mal s�lo agregaban a mi fantas�a depresiva un
nuevo elemento de temor a ese natural m�o distorsionado por los fracasos y lleno de
tre-mendas premoniciones y presagios.

El inter�s que en m� despertaron estas peregrinas ci-g�e�as me pareci� un s�ntoma


feliz de retorno a un estado de �nimo m�s normal, y antes de proseguir mi marcha
dese� que Yoleta hubiese estado ah� para verlos y contarme su historia, pues ella
se interesaba en esos asuntos y sent�a una maravillosa predilecci�n por toda la
raza plum�fera. Ten�a sus favoritos entre las aves, seg�n la estaci�n, y la clase
que m�s estimaba hab�an llegado desde hac�a m�s de un mes y su n�mero aumentaba
dia-riamente hasta que los montes y los campos estuviesen poblados con sus
bandadas.

A esta especie la llamaban p�jaro-nube, debido a su h�bito semejante al del


estornino de rodar alrededor de las tierras en las cuales se alimentar�an. Luego se
preci-pitaban en masa, se dispersaban y volv�an a reunirse repetidas veces, de modo
que, avistada desde la distancia, una bandada numerosa ten�a el aspecto de una nube
que alternativamente crec�a o se tornaba delgada cambiando de continuo su forma.
Era un tanto m�s grande que el estornino con un vuelo m�s libre y m�s rico plumaje
de un azul profundo y lustroso o un azul casi negro y su pecho era de un brillante
color casta�o. Cuando estaban a mano, y bajo el sol brillante, era bell�simo
apreciar losjuegos a�reos de la bandada, mientras giraban en re-dondo o se
desplegaban como movidos por un solo im-pulso, luciendo primero ese llamativo azul,
luego las relucientes superficies de sus pechos casta�os que el ojo pod�a advertir.
Ese efecto embriagador se aumentaba con su canto de notas como campanas que
profer�an todas al un�sono, y mientras pasaban, giraban o se volv�an en el aire,
llegaban a intervalos, esas oleadas de sonidos me-lodiosos como la m�s perfecta
expresi�n del j�bilo salva-je de la vida de los p�jaros. Yoleta, refiri�ndose del
modo m�s delicioso acerca de sus amados p�jaros-nube, me hab�a dicho que pasaban el
verano en los grandes este-ros solitarios, construyendo en los juncales sus nidos,
pe-ro con el tiempo fr�o se iban lejos y en esas circunstancias parec�an siempre
preferir la vecindad del hombre, per-maneciendo, en grandes bandadas, cerca de La
Casa hasta la pr�xima primavera. En esta luminosa y asoleada ma�ana, estaba
asombrado por las multitudes que hab�a visto durante mi caminata: sin embargo, no
era extra�o que abundasen tanto los p�jaros si se ten�a en cuenta que ya no hab�a
salvajes sobre la tierra, que entretu-vieran sus mentes huecas matando esos seres
alados con arcos y flechas, ni la Compa��a de Indias, ni mujeres in-fieles,
clamando por trofeos y adornando sus cabezas con pieles y plumas arrancadas a los
p�jaros muertos.

Cuando finalmente llegu� al monte, fui hacia el sitio en el cual hab�a derribado al
enorme �rbol en mi �ltima y desastrosa estancia, lugar donde Yoleta, ya liberada de
su confinamiento, me hab�a hallado. Ah� yac�a el r�stico tronco gigante como lo
hab�a dejado y una vez m�s co-menc� a golpear las ramas m�s grandes, pero mis
golpes de hacha parec�an no causar ning�n efecto y al fatigarme muy pronto llegu� a
la conclusi�n de que a�n no estaba en condiciones para esa tarea y me sent� a des-
cansar. Rememor� c�mo, cuando sentado en ese mismo lugar, hab�a escuchado un suave
rumor entre las hojas marchitas y alzando los ojos hab�a visto a Yoleta viniendo-
rauda hacia m�, con los brazos extendidos y su cara ra-diante de alegr�a. Acaso
volviese hoy a m�; si, era seguro que vendr�a, pues lo deseaba tan intensamente y
ella esta-r�a con ansiosa preocupaci�n pensando en m� y acaso pu-diera faltar una
hora de la alcoba de la enferma. Los �rboles y arbustos me impedir�an verla llegar,
pero la habr�a de escuchar tal como la otra vez. Permanec� in-m�vil, reteniendo el
aliento, agudizando mis sentidos pa-ra captar el primer leve rumor de su ligero
paso y, cada vez que o�a un pajarillo saltando sobre el suelo, quebrando una hoja
ca�da, me levantaba para darle la bienvenida y abrazarla. Pero ella no lleg� y con
mi esperanza y el coraz�n defraudados, me tap� la cara con las manos, y d�bil y
miserable llor� como una criatura decepcionada.

Al momento algo me toc� y al retirar las manos de mi rostro, vi el enorme perro


plateado que hab�a acu-dido al llamado de Yoleta cuando me hab�a desmayado; estaba
sentado frente a m� con su hocico apoyado en mis rodillas. Sin duda, recordaba la
�ltima vez que hab�a talado un �rbol y ahora llegaba a cuidarme.

-�Bienvenido viejo amigo!, dije, y buscando alguna suerte de simpat�a puse mis
brazos sobre �l y apoy� mi cara contra la suya. Me enderec� y en un par de ojos
pardos y claros que me miraban tan fijamente clav� los m�os.

- Mira viejo, dije, convers�ndole en alta voz, ante la necesidad de dirigirme a


algo con forma humana, t� no me lamiste la cara cuando pudiste hacerlo con total
impunidad, y cuando te hablo no agitas esa hermosa y fuerte cola que te sirve de
adorno. Esto me recuerda que no eres como otros perros que sol�a co-nocer; los
perros que hablaban con su cola, acariciaban con la lengua y nunca eran demasiado
limpios ni bien educados. Donde estar�n ahora ellos... perros de los pastores,
foxterrier ratoneros, galgos, perros de agua, pe-rros de caza, perros perdigueros,
perros r�sticos o suaves, los San Bernardo, los brutos grandes que enfrentan a los
jabal�es, mastines casi tan grandes como t�, pero nodelgados, con pelambre sedosa y
nariz aguda, sin esa refinada expresi�n de agudeza sin astucia. Y tras estos canes
nobles del viejo r�gime, �d�nde se ha desvaneci-do la chusma innumerable de perros
mestizos, peque�os y ladradores y parias; y por �ltimo, los m�s degenerados, los
corpulentos, jadeantes de ojos osunos, perros dom�s-ticos de cien razas? Ellos
est�n sin duda todos muertos: habr�n estado muertos desde hace tanto tiempo que me
atrevo a decir que la naturaleza ha de haberles extra�do todas las sales valiosas
que su carne y sus huesos conte-n�an hace miles de a�os y las habr� utilizado para
algo mejor: gotas de lluvia, la espuma del mar, flores, fru-tas y hojas de la
hierba. Empero, �no hab�a una bestia en toda esa prole, de la cual sus amos no
pudiesen afir-mar que pod�a hacer todo menos hablar! Nadie dice eso de ti, mi
gentil guardi�n, pues el culto a los perros, con otra decena de miles de cultos que
surgieron y florecie-ron con exceso entre el fango de la mente del hombre, se ha
marchitado sin dejar semilla alguna Sin embargo, en cuanto a inteligencia, - quiero
imaginarte algo m�s avan-zado que tus lejanos progenitores: el largo hacer te ha
dado algo tal como la consciencia. Eres una bestia buena, sensible y eso es todo.
T� amas y sirves a tu amo de acuer-do a tus luces; de noche y de d�a t� con tus
cong�neres cuidas sus reba�os y sus manadas, su casa y sus campos. A su sagrada
Casa. Empero, no te atreves, ya que tu dis-puesto talante te hace conocer tu lugar.

�Qu� es lo que ha ocurrido entonces sobre la tierra y cu�nto dur� ese dormir sin
sue�os del cual despert� para hallar las cosas tan cambiadas? No lo s�. ni im-porta
mucho: s�lo s� que ha habido una suerte de pode-roso fuego de artificio a lo
Savoranola, durante el cual casi todo lo que val�a ha sido reducido a cenizas:
siste-mas pol�ticos, religiosos y filos�ficos, los �ismos" y "lo-gias" de todas
clases, escuelas, iglesias, prisiones, asilos; los estimulantes y el tabaco; reyes
y parlamentos; ca�ones con su hostil rugir; los pianos que se escuchaban en paz: la
historia, la prensa, el vicio, la econom�a pol�tica, eldinero y millones de cosas
m�s, todo consumido como pasto y rastrojo sin valor. Siendo esto as�, �c�mo no
estoy yo sobrecogido ante tal pensamiento? En esa edad fe-bril, plena, tan plena y
empero, �Dios m�o!, qu� hueca. �En la soledad de cada alma humana, no se escuchaba
ni una voz haciendo conocer la profec�a del final? S� que tal pensamiento llegaba a
veces hasta m� y atrave-saba mi mente como un rel�mpago a trav�s del follaje de un
�rbol y en el fugaz y quemante rayo de ese pen-samiento intolerable, todas las
esperanzas, creencias, sue-�os, esquemas, parec�an desvanecerse y convertirse en
cenizas y se me desprend�an dej�ndome desnudo y de-solado. A veces me ocurr�a
cuando le�a un libro de filo-sof�a o escuchaba un tranquilo y caluroso domingo, a
alg�n oscuro predicador (eran en su mayor�a oscuros) discurriendo ante su
feligres�a elegante y adormilada, acerca de Daniel en la guarida de los leones u
otro te-ma igualmente remoto; cuando andaba entre ferias abiga-rradas o cuando
escuchaba a alg�n gran pol�tico, fuera de su despacho, expuesto al fr�o, como
cualquier obrero pobre sin trabajo, lanzando anatemas al gobierno injusto y a
veces, tambi�n, cuando permanec�a insomne en las silen-ciosas vigilias nocturnas.
Un ratito m�s, me dec�a el pensa-miento, y todo ha de terminar; pues no hemos
hallado nosotros el secreto de la felicidad y todo nuestro empe�o y esfuerzo est�
mal encaminado; y aquellos quienes bus-can un equivalente mec�nico a la conciencia
y aquellos que deambulan haciendo el bien. todos est�n, tambi�n, quemando sus vidas
y sobre todo nuestras esperanzas, creencias, sue�os, teor�as y entusiasmos; ello
"ha de aca-bar" est� claramente escrito tal como el Mene, mene, te-kel, upharsin de
Baltasar sobre el muro de un palacio de Babilonia.

Esa idea deprimente de "ha de acabar", no se me cruza, ahora nunca; ella no existe
en la tierra que es a�n el verde pedestal de Dios, el pasto no era m�s verde, ni
las flores m�s dulces cuando el primer hombre hecho de la arcilla y el soplo de la
vida lleg� a sus fosas nasales.

La familia humana surgi� de todo ese pasado muerto y no imaginable, y esto que
parece tener el sello de lo eterno y su poder�o, tranquilo y majestuoso semeja al-
guna enorme monta�a que yergue su cabeza entre las nubes y tiene sus gran�ticas
ra�ces profundas en el cen-tro de la tierra. Un sentimiento de pavor se adue�a de
m� cuando lo contemplo; pero es in�til el preguntarme si el evanescente pasado con
su tumulto de preocupa-ciones y sus placeres pasajeros era preferible a esta inal-
terable paz actual. Nada excepto Yoleta me interesa, y si el viejo mundo fue
reducido a cenizas para que ella pudiese ser creada, me alegra tal destrucci�n;
pues m�s noble que todas las ambiciones y esperanzas perdidas es la esperanza de
poder lucir un d�a esa flor radiante y perfecta flor en mi pecho.

Tengo s�lo una preocupaci�n al presente, un lobo que me sigue por doquier, siempre
amenazando destruirme con sus negras mand�bulas. No t�, viejo amigo, sino un grande
y flaco lobo metaf�rico, mucho m�s terrible que la bestia de la antig�edad que
llegaba hasta la puerta del pobre. En la oscuridad, sus ojos fulgurantes como car-
bones encendidos me est�n acechando siempre y aun a plena luz del d�a su sombreada
silueta est� siempre jun-to a m�, desliz�ndose de un arbusto a otro, o de habita-
ci�n en habitaci�n, siempre pisando mis talones. �Ha-br� de desvanecerse como un
mero fantasma - un lobo de mi mente -, o se aproximar� m�s y m�s hasta arrojarse
sobre m� y al fin aniquilarme? �Si s�lo pudiesen arropar mi mente como lo han hecho
con mi cuerpo y pudiesen hacerme a su semejanza sin ning�n c�ncer en el alma, ya
por siempre contento y felizmente calmado! Pero nada llega por s�lo pensarlo. Estoy
mentalmente enfer-mo... �lo odio! �All� �l! Adi�s viejo amigo, t� has sido muy bien
educado y has escuchado mi discurso con considerable paciencia. Te habr� de
beneficiar tanto co-no me beneficiara a m� m�s de una conferencia o ser-m�n que
estuve obligado a escuchar en d�as idos.
Haci�ndole otra caricia me levant� y regres� a La Casa, pensando tristemente al
encaminarme hacia ella que el d�a luminoso no hab�a influido mucho sobre mi es-
p�ritu.

CAPITULO XX

Al llegar a La Casa me sent� desanimado por no en-contrar a Yoleta, pero ello


no era razonable, pues era escasamente pasado el medio d�a y ella se retiraba de
atender a su madre s�lo tras largos intervalos - por la ma�ana y nuevamente justo
antes del anochecer- para gustar la frescura de la naturaleza por unos pocos
minutos.

La sala de m�sica estaba desierta cuando yo entr�, pero tibia y grata ya que el sol
penetraba brillando a trav�s de las puertas que se abr�an hacia el sur. Me dirig�
hacia el extremo final de la sala recordando haber visto unos vol�menes cuando no
ten�a tiempo ni deseos de mirarlos; pero, ahora, aunque hallara la lectura muy te-
diosa no hab�a, realmente, otras cosas que pudiese ha-cer. Hall� los libros, tres
vol�menes en la parte inferior de una bovedilla de la pared; en una de ellas dentro
de un nicho de la misma b�veda, a la altura de mi cara, yo de pie, observ� un
frasco de la forma de un bulbo, con un cuello fino y largo, hermosamente coloreado.
Lo hab�a visto anteriormente sin prestarle una particular atenci�n ya que en la
casa hab�a un sinn�mero de teso-ros an�logos; ahora, al admirarlo tan de cerca, no
pod�a dejar de llamar mi atenci�n su exquisita belleza y tam-poco de sentirme
confundido por la escena que en ella se apreciaba. En su parte m�s ancha estaba
circundado por una banda y sobre ella aparec�an sutiles doncellas con delicadas
t�nicas rosadas y alas de mariposas en sus hombros, corriendo o correteando,
tocando instrumentos-de variadas formas, sus rostros relucientes de placer, sus
rubias cabelleras levantadas por el viento; una go-zosa procesi�n sin principio ni
fin. Tras estos seres ale-gres, en gris p�lido y semi oscurecido por la niebla que
formaba el fondo de la escena, aparec�a una segunda procesi�n, apur�ndose en
direcci�n contraria - hombres y mujeres de todas las edades -, pero principalmente
ancianos con caras demacradas y desgastadas, algunos vencidos, doblados, con los
ojos fijos en el suelo; otros retorci�ndose las manos o golpe�ndose el pecho, apa-
rentemente sufriendo por profundas aflicciones mentales.

Sobre el frasco hab�a una profunda celda circular en la b�veda, de unos treinta y
siete cent�metros de di�-metro, encajado ah� hab�a un aro de metal al que estaban
sujetos hilos de oro fino como telas de ara�a; tras el pri-mer aro hab�a un segundo
y m�s adentro otro m�s, to-dos encordados como el primero, de modo que al mirar a
la celda por dentro parec�a llena de una mara�a dorada de tela de ara�as.

Arrastrando un almohad�n a ese recluido rinc�n, don-de nadie que pasase casualmente
por la sala podr�a verme, y sinti�ndome demasiado indolente como para bus-carme un
atril, coloqu� sobre mis rodillas el volumen que hab�a sacado para leer. Se
titulaba Conducta y Ce-remonial y el contenido estaba dividido en partes bre-ves,
cada una con su encabezamiento apropiado. Dando vuelta las hojas y leyendo una
oraci�n aqu� y all� en dis-tintas secciones, se me ocurri� que quiz� fuese la obra
m�s apropiada para que estudiase cuando pudiese ade-cuar mi mente dentro del marco
propicio para tal tarea; pues conten�a minuciosas instrucciones sobre todos los
puntos relativos a la conducta individual en La Casa tales como el entrenamiento de
los peregrinos, el traje que deb�a de usarse y la conducta a observarse durante los
diversos festivales anuales junto con otros temas si-milares. Con r�pidos vistazos,
pronto acab� el primer volumen y pas� al segundo en menos tiempo, pues mu-chas de
las secciones finales se refer�an a asuntos l�gu-bresen los cuales no deseaba
detenerme; los t�tulos, por s� solos eran suficiente para afligirme: Decadencia a
tra-v�s de la Edad; Elementos de la Mente y el Cuerpo; lue-go Muerte, y finalmente
Disposiciones para la Muerte.

Tras esto, recog� el tercer volumen, el �ltimo de la serie. La primera parte estaba
encabezada Renovaci�n de la Familia. A esta parte la empec� a examinar con cierta
atenci�n y muy pronto descubr� que hab�a trope-zado con una verdadera mina de
informaci�n, de �ndole que, precisamente, por tanto tiempo hab�a buscado va-
namente. Luchando por vencer mi agitaci�n, segu� leyendo apurando una p�gina tras
otra con la mayor ra-pidez, pues algunas de las cosas no despertaban mi in-ter�s,
pero incidentalmente los asuntos que m�s me con-cern�an y deseaba conocer eran ya
apenas nombrados o tratados minuciosamente. As� fue que esa nostalgia prof�tica que
me hab�a oprimido todo el d�a y desde mu-chos d�as atr�s me sumi� en la m�s negra
desesperaci�n, y, de repente, levantando los brazos, el libro resbal� de mis
rodillas y con estr�pito cay� al suelo. Ah�, con las hojas hacia abajo dobladas y
rotas bajo su peso, perma-nec�a a mis pies sin que les prestase atenci�n. Ahora, el
anhelado conocimiento era m�o y el sue�o de felicidad que hab�a iluminado mi vida
se hab�a extinguido. Ahora pose�a el secreto de la no pasi�n, de la sempiterna cal-
ma de seres que hab�an sobrevivido y dejado inmensu-rablemente atr�s como instintos
del lobo y el mono, la mayor emoci�n de la que fuese capaz mi coraz�n. Para los
hijos de La Casa no pod�a haber uni�n por matrimo-nio; en cuerpo y alma difer�an de
m�, no ten�an un nom-bre para ese sentimiento al cual yo tan frecuente como
vanamente me hab�a referido; por eso, me repitieron una y otra vez que s�lo hab�a
un modo de amar, es que ellos �Dios! s�lo pod�an experimentarlo as�. Yo por el
momen-to no busqu� m�s en el libro, ni hice pausa alguna para reflexionar sobre el
misterio inexplicable que era el real centro y meollo del todo, por cuya uni�n la
familia se renueva y quienes, f�rtiles ellos mismos, eran los padresde esa raza
est�ril. Tampoco inquir� qui�nes ser�an sus sucesores, pues no obstante su larga
vida eran mortales como sus criaturas desapasionadas y particularmente en esta
Casa, sus vidas parec�an estar llegando a su fin. Estos eran interrogantes que ya
no me interesaban. Era dolo-roso saber que Yoleta nunca podr�a amarme como yo la
amara - que nunca podr�a ser m�a en cuerpo y alma -a mi modo, no al suyo. Con
inenarrable amargura recor-d� mi conversaci�n con Chastel. Todas sus manifestacio-
nes de afecto y buena voluntad, todos sus planes para suavizar mi camino y
asegurarme la felicidad, me pare-cieron reales burlas, dado que ella no hab�a le�do
en mi alma mejor que los dem�s, y que esa fr�a felicidad lunar tras la cual sus
criaturas eran incapaces de imaginar nada, carec�an de encanto para mi coraz�n
apasionado y des-trozado.

Cuando comenc� a recobrarme de mi estupefacci�n y recapacitar acerca de la magnitud


de la p�rdida, el in-fortunio que me produjo casi me enloqueci�. Dese� no ha-ber
hecho jam�s ese fatal descubrimiento y haber podido continuar esperando, so�ando y
agotando mi coraz�n en ese rastrear lo imposible dado que cualquier destino hu-
biese sido preferible a esta total desolaci�n con la cual me enfrentaba. Hasta
dese� el poder de alg�n dios o de-monio implacable para que yo pudiese aniquilar La
Casa sagrada de esta �ltima raza y destruirla para siempre y repoblar el pac�fico
mundo con millones de seres luchan-do y muriendo de hambre como en el pasado, para
que la bella flor de amor, que se marchitara en el coraz�n de los hombres, pudiese
de nuevo florecer.
Mientras tales insanos pensamientos pasaban por mi mente me hab�a levantado de mi
asiento y permanec�a recostado contra el borde de la bovedilla con el extra�a-mente
coloreado frasco cerca de mi vista. Ten�a letras que advert� por primera vez -
diminutas l�neas como cabellos bajo esos extra�os y contrastantes procesionis-tas
que estaban representados en la banda- y aun en mi estado de excitaci�n me sent�
algo impactado por

esasalabras que eran e1 fin de una oraci�n, diciendo:

y para la vieja vida, habr� una vida nueva.

Haciendo girar el frasco le� la oraci�n completa: Cuan-do el tiempo y la enfermedad


oprimen y el sol enfr�a en el cielo, y ya no hay ninguna alegr�a terrena y el fuego
del amor se apaga en el coraz�n, b�beme, pues tras la vieja vida habr� una nueva
vida. Otro secreto importan-te, pens�; este d�a ha sido realmente rico en descubri-
mientos. Una panacea para todas las enfermedades, in-cluso para el mal de la vejez,
as� un hombre puede vi-vir doscientos a�os y a�n hallar alg�n placer en la exis-
tencia. Pero para m� la vida ha perdido su sabor y no tengo el menor deseo de vivir
mucho. Aqu� hay m�s es-crituras - quiz� otro secreto -, pero dudo mucho que me d�
alg�n consuelo: Cuando tu alma est� en la pe-numbra tanto que te sea dif�cil
diferenciar el bien del mal y los pensamientos que te dominen conduzcan a la
locura, b�beme y curar�s.

�No, no beber� y estar� curado! Mil veces mejor son los pensamientos que conducen a
la locura que esta exis-tencia incolora y sin amor. Yo no deseo mejorar de tan
dulce mal.

Tom� la botella en mi mano y la destap�. El tap�n formaba una extra�a taza,


alrededor de su borde estaba escrito, B�beme. Yo vert� algo del l�quido en la taza;
era de un p�lido color amarillo y ten�a un olor ligeramente pesado a madreselvas.
Lo volqu� nuevamente dentro del frasco y lo coloqu� en su nicho.

Bebe y curar�s. No, a�n no. Quiz� alg�n d�a mis preo-cupaciones aumentasen al punto
de tornarse insufribles y me conducir�an a buscar tan triste consuelo en ese fras-
co conteniendo el c�ralo-todo. Amar sin esperanza era bastante triste, pero estar
sin amor era aun m�s triste.

Ahora me hab�a calmado: el saber que ten�a en mi poder, el escapar de una vez para
siempre de ese furioso deseo hab�a servido para volver m�s sobrios mis pensa-
mientos y comenc� a razonar acerca del asunto. La na-turaleza de mis pensamientos
m�s secretos nunca podr�an ser sospechados, y en el reino insubstancial de la
imaginaci�n todav�a estar�a en m� el esconder mi amor y gozar todo su supremo
deleite. �No ser�a eso mejor que esta cura, esa calmosa alegr�a que se me
entregaba! Y con el tiempo mis sentimientos tambi�n perder�an su intensidad actual,
la que a menudo se transformaba en agon�a, y llegar�a a perdurar como un leve rapto
del coraz�n cuando la apoyara contra mi pecho y presionara sus dulces labios con
los m�os. �Ah no!, ese era un sue�o vano, yo no podr�a dejarme enga�ar por �l;
�pues qui�n puede decirle al demonio de la pasi�n que lo domina "Hasta aqu� has de
llegar y no m�s lejos"?

Con la mente confundida e incapaz de decidir qu� era lo mejor, mis preocupaciones
me transportaron a ese lejano pasado, cuando la pasi�n amorosa era tanto en la vida
del hombre. Era mucho, pero en aquel mundo sobrepoblado divid�a el imperio de su
esp�ritu con un enor-me y creciente miseria, la miseria de los hambrientos cuyas
mentes estaban oscurecidas tras largos a�os de decadencia con una sorda ira contra
Dios y el hombre y la miseria de aquellos que no necesitando nada a�n tem�an que el
fin de todas las cosas se les aproximara.

Por el espacio de media hora examin� estas cosas; me dije: "Si yo hubiese de
contarle la cent�sima parte de esta negra retrospecci�n a Yoleta, �no me pedir�a
que bebiese y olvidase y no verter�a ella misma el l�quido divino y lo alzar�a
hasta mis labios?

Nuevamente tom� el frasco con mano temblorosa y llen� la peque�a taza hasta el
borde; dije:

- Por ti, Yoleta, perm�teme beber y curarme; pues esto es lo que t� desear�as y t�
eres para m� m�s que la vida o la pasi�n o la felicidad. Pero cuando este fuego que
me consume se haya extinguido y este sentimiento que hasta aqu� bulle y palpita en
cada gota de mi san-gre me haya abandonado, s� que a�n has de ser para m�, dulce
hermana y novia inmaculada, adorada por mi al-ma m�s que cualquier madre de La
Casa, y amarte y ser amado por ti ser� la gran dicha por el resto de mi vida.

Yo dej� vaciar deliberadamente la taza, tap� el frasco y lo puse en su sitio. El


licor era ins�pido, pero m�s fr�o que el hielo; me hizo tiritar cuando lo tragu�.
Comenc� a pensar si ser�a consciente del cambio que deb�a de operar en mi, o no, y
un tanto arrepentido ante lo que hab�a hecho dese� que Yoleta llegase hasta m� una
vez m�s para, con el antiguo fervor, poder estrecharla entre mis brazos, antes que
el helado licor hubiese realizado su trabajo. Finalmente, con cuidado levant� el
libro ca�do y alis� sus hojas dobladas, lamentando haberlas ajado y sent�ndome
nuevamente mantuve el volumen abierto sobre mis rodillas. Advert� que se hab�a
abierto unas ho-jas m�s adelante del pasaje que me hab�a excitado; mas, sin
voluntad de retroceder para resumir lo que ya hab�a le�do, mis ojos mec�nicamente
se dirigieron al encabeza-miento de la p�gina frente a m� y esto es lo que le�:

... elija a una de las hijas de La Casa, es normal que ella se regocije con esa m�s
relevante dignidad que hizo que ella fuese elevada a tan alto estado, y para tener
autoridad sobre todos los otros, dado que en ella, con el padre, est� centrada toda
la majestad y la gloria de La Casa, aunque con una alegr�a solemne y purificada,
como aquel peregrino, que viajando hacia alguna dis-tante regi�n tropical de la
tierra y viendo borrarse las costas de su tierra natal, piensa, en un mismo
instante, en las inimaginables bellezas de naturaleza y arte que encien-den su
mente y lo llaman desde lejos y en la gran distan-cia que lo mantendr� alejado de
toda escena familiar y de los seres que m�s ama y en las tormentas y peligros del
pi�lago al cual tantos se han lanzado y no regresa-ron. Pues ahora, un cuerpo y
alma distintos han de se-pararla para siempre de aquellos que eran uno en la es-
pecie con ella y con esa felicidad superior, se�alada para ella, vendr�n los
dolores y peligros del parto, con nue-vas penas y cuidados desconocidos a los otros
de m�s humilde condici�n. Pero en esa m�nima alegr�a obtenida por las criaturas de
La Casa en su exaltaci�n y porque habr� una nueva madre en la casa, - una elegida
entre

ellos - no habr� ni nube ni sombra; y tom�ndola de la mano y besando su rostro en


se�al de alegr�a y con ese nuevo amor filial y de obediencia que les ser� propio,
la conducir�n al Aposento de la Madre que luego ella ha-bitar� mientras dure su
vida. Y ella ya no deber� servir m�s en La Casa ni sufrir� reprimendas, sino que
todos la servir�n con amor y reverenciar�n a quien ser� su madre predestinada. Por
el espacio de un a�o, ella no tendr� autoridad en La Casa, siendo una aparte,
instru-y�ndose en los textos secretos a los cuales los otros no tienen derecho de
acceder y cumpliendo d�a tras d�a las indicaciones ah� expresadas hasta que esos
nuevos co-nocimientos y pr�cticas la maduren para el estado que ha sido elegida.

Este pasaje fue una sorprendente revelaci�n para m�. Nuevamente record� las
palabras de Chastel, sus repeti-das afirmaciones de que ella sab�a lo que yo
sent�a, que sus ojos ve�an las cosas m�s claramente de lo que los otros pudiesen
verlas, que s�lo con cumplir con el deseo de mi coraz�n podr�a verse colmada la
�nica esperanza de su vida. Ahora me parec�a posible comprender sus oscuras
palabras, y una nueva excitaci�n, plena de ale-gr�a y esperanza, creci� en m�
haciendo que olvidase to-das las miserias que acababa de experimentar y hasta esa
creciente sensaci�n de fr�o causada por el contenido del l�quido del misterioso
frasco.

Continu� leyendo, pero el pasaje anterior era seguido por minuciosas instrucciones
que se extend�an por varias p�ginas, relativas al vestido tanto para las ocasiones
co-munes y las extraordinarias que deb�a ser usado por la hija elegida durante ese
a�o de preparaci�n; la conducta que deb�a ella observar hacia los otros miembros de
la familia y adem�s hacia los peregrinos que visitasen la casa en ese intervalo,
con otros asuntos de importancia secundaria. Impaciente por llegar al final intent�
volver las hojas r�pidamente, pero sent� que mi brazo se pon�a extraordinariamente
tieso y fr�o; cuando lo levant� pare-c�a un brazo de hierro, de modo que volver
cada hojaera un trabajo �mprobo. Sin embargo, a�n le� otra hoja pero con la mayor
dificultad, pues mis ojos, no siguiendo la ansiedad de mi mente, comenzaron a estar
m�s y m�s r�gidos, fijos sobre el centro de la hoja, de modo que es-casamente los
pod�a forzar a seguir los renglones. Aqu� le� que la novia elegida, al haber
transcurrido su a�o de preparaci�n, se levantaba antes del alba y se dirig�a a un
sitio indicado, a gran distancia de La Casa, para pa-sar all� varias horas de
meditaci�n en soledad y silencio, comulgando con su coraz�n. Mientras tanto en La
Casa todos los otros se engalanaban con t�nicas p�rpuras y a la salida del sol iban
a cantar y cortar flores para ador-nar sus cabezas; luego ir�an hacia el lugar
se�alado, bus-caban a su nueva madre y la conduc�an a La Casa entre m�sica y
regocijo.

Mientras le�a de esta manera penosa y desgraciada ha-b�a llegado al pie de la


p�gina e intent� volverla y des-cubr� que ya no lo pod�a, siendo mis brazos como
piezas de hierro totalmente carentes de sensibilidad, mientras que mis manos,
r�gidamente prendidas al libro, como las manos de un cad�ver helado, lo manten�an
recto y r�gido frente a m�. Intent� levantarme para sacudirme esa extra�a sensaci�n
de muerte del cuerpo, pero estaba imposibilitado para mover un solo m�sculo. �Cu�l
era la causa de hallarme en esta condici�n?, pues no ten�a absolutamente ning�n
dolor ni incomodidad ya que la sensaci�n de intenso fr�o casi hab�a cesado y mi
mente estaba clara y activa y pod�a o�r y ver, pero tan impoten-te como si hubiese
estado enterrado en un sarc�fago de m�rmol a mil brazas bajo tierra.

Repentinamente record� la inscripci�n del frasco, y una terrible duda atraves� mi


alma. �Dios!, �habr�a yo equivocado el significado de las extra�as palabras que
hab�a le�do? �Ser�a la muerte la cura que ese misterioso frasco promet�a a aquellos
quienes bebiesen su contenido? �Cuando la vida se torna una carga, es bueno dejarla
yacer" Aunque demasiado tarde las palabras con que el padre me reconven�a despu�s
de mi fiebre volv�an a mi mente con todo su tremendo significado.

Al mismo tiempo escuch� una voz pronunciando mi nombre y en ese momento mi


tempestad interna se aca-ll�. Si, era la voz de mi amada -ella ven�a hacia m� -, me
salvar�a en este horrendo momento. Una y otra vez llam�, pero se la escuchaba m�s y
m�s lejana; y con an-gustia inenarrable record� que no podr�a verme en don-de
estaba sentado y trat� de gritar:

-�Ven pronto, Yoleta, y s�lvame de la muerte!, pero aun cuando mentalmente repet�a
las palabras una vez y otra en una extrema agon�a de terror, mi lengua, conge-lada,
se negaba a emitir un sonido; de inmediato escuch� un leve paso sobre el piso y la
clara voz de Yoleta.

-�Oh, al fin, te he encontrado, exclam�, te he estado buscando por toda La Casa.


Tengo algo alegre para con-tarte algo para alegrarte m�s que aquel d�a en el que,
�recuerdas?, me viste acercarme a ti en el monte. La madre por fin ha dejado su
alcoba y te aguarda impa-ciente en el Aposento �Ven, ven!

Sus palabras sonaban n�tidamente en mis o�dos y aun-que no pod�a elevar mis r�gidos
ojos para verla, aun as�, me parec�a verla mejor que nunca en una gloriosa fres-
cura, con una nueva inusitada alegr�a o excitaci�n que realzaba su no alcanzada
hermosura, � con tanta claridad brillaba su imagen en mi alma! Y no s�lo la de
ella, al momento como un milagro de la mente toda la familia se me apareci�:
Chastel, mi dulce madre sufriente, como en ese d�a despu�s de mi enfermedad, cuando
ella me hab�a perdonado y me hab�a extendido su mano para que se la besase. Como en
esa oportunidad, ahora, me es-taba mirando con fijeza, con tal amor y compasi�n di-
vinos en sus ojos, sus labios entreabiertos y un leve rubor ti�endo su p�lido
rostro, haciendo renacer todo el en-canto y lo radiante que la cruel enfermedad le
hab�a robado. �Y en mi alma, tambi�n, en ese instante supremo, como una escena
entrevista a la luz de un rel�mpago que rasga la negra oscuridad, se ilumin� La
Casa con todas

sus salas amplias y tranquilas, ricas en arte y antiguos recuerdos, cada una de sus
piedras, reluciendo con sem-piterna belleza; una Casa perdurando como las verdes
llanuras, los r�os tumultuosos, los montes solemnes y las sierras viejas como el
mundo, entre las cuales estaba en-clavada como una gema sagrada! �Oh, dulce morada
de amor, de paz y pureza del coraz�n! �Oh, arrobamiento superior al de los �ngeles!
�S�lvame la vida, Yoleta, mi novia, s�lvame, s�lvame... s�lvame!

Entonces algo toc� o cay� sobre mi cuello y en ese momento una sombra m�s densa
pas� sobre la p�gina frente a m� con todos sus ricos colores, flotando sin for-ma,
como vapores uni�ndose o separ�ndose o bailando frente a mi vista como alados y
brillantes insectos revo-loteando a la luz del sol; y ya sab�a que ella se
inclinaba sobre m�, su mano en mi nuca, sus sueltos cabellos ca-yendo sobre mi
frente.

En esa forzada quietud y silencio aguard�, expectante, por unos momentos.

Luego un grito, como el de quien de pronto ve un ne-gro fantasma rasg� toda la


sala, repercutiendo dentro de mi cabeza con la locura de su terror; cien manos
apasio-nadas golpeaban sobre las arpas escondidas en los mu-ros y el techo;
inquietos sonidos llegaban hasta m�, ya fuertes, ya leves, cargados con una
infinita angustia y desesperaci�n, como si de las voces de innumerables multi-tudes
errantes en sombr�os espacios desolados, cada voz resonara con angustia y soledad y
las sucesivas repercu-siones me levantaban como olas y me dejaban caer, y las olas
se empeque�ec�an y los sonidos desfallec�an m�s d�biles, luego m�s d�biles a�n y se
perdieron en el eterno silencio.

________________________________________

S�mese como voluntario o donante , para promover el crecimiento y la difusi�n de la


Biblioteca Virtual Universal.

Si se advierte alg�n tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le


solicitamos visite el siguiente enlace.

You might also like