"Quiero a mis hijos pero me cansan": el día que a Luis Miguel Dominguín lo entrevistó un descendiente de Maquiavelo

En el 25º aniversario de la muerte del torero, recordamos las memorias que publicó en 1972 Keith Botsford, erudito, periodista y aristócrata con una vida más intensa que la de su biografiado y un ego de tamaño parecido.

Luis Miguel Dominguín en París días antes de casarse, en 1955.

Cordon Press.

En 1968, Luis Miguel Dominguín encontró la horma de su zapato. No era una mujer ni un toro, sino un escritor dispuesto a contar su vida de otra manera. Keith Botsford llegó hasta él atraído por las mismas razones por las que se habían acercado antes otros periodistas: la historia de un niño pobre convertido en ídolo y millonario gracias al toreo, sus importantes amistades y su fama de mujeriego. La diferencia entre Botsford y los demás plumillas es que nada de lo que le contara la celebrity podía sorprenderle: su vida era más interesante que la de un matador de toros.

Botsford (1928- 2018) firmó varias obras de ficción y periodísticas. En esta última disciplina, además de ser cronista en medios como Sunday Times y autor de varias biografías, ejerció como profesor en varias universidades de Estados Unidos, entre ellas la de Boston. También fue editor de las tres revistas literarias que dirigió a lo largo de su vida, siempre de la mano del Premio Nobel de Literatura Saul Bellow, su amigo durante seis décadas. Pero este es sólo un resumen, demasiado formal, corto y pobre, de la vida de un hombre que hablaba 11 idiomas, tuvo tres mujeres y ocho hijos y era descendiente, por vía materna, del mismísimo Maquiavelo.

Luis Miguel Dominguín en París días antes de casarse, en 1955.

Cordon Press.

El resultado de las charlas que tuvo con el torero entre los años 68 y 70 dieron como resultado Dominguin: Spain's Greatest Bullfighter, un libro publicado en 1972 en EEUU. Vanity Fair ha intentado saber cómo y dónde se conocieron a través del hijo mayor de Botsford, Gianni Botsford, arquitecto afincado en Londres, pero en el momento de cerrar este artículo el primogénito del escritor no había respondido a las preguntas.

Lo que se sabe es lo que cuentan ambos hombres en el libro, vendido como un diálogo que se convierte, a las pocas páginas en un monólogo del torero. También sirven como fuente las escasas reseñas que se publicaron en los diarios de la época. Ninguna en España, pues a pesar de lo entronizado que lo tenía el público, el régimen y la prensa (o precisamente por eso), el libro nunca se editó en español.

También es posible que el contexto en España no fuera adecuado. Aunque Dominguín no desvela datos nuevos en el libro, sí se expresa de una forma algo distinta a como lo hacía con los periodistas de su tierra. Aunque es posible que sí se expresara así y al papel llegara de otra manera, menos dura y más decente. “El público es una puta”, dice ahí Dominguín y añade: “Una vez ha pagado sus pesetas, cree que el torero les pertenece”.

A la España franquista no le habría molestado que hablara en esas páginas de las mujeres como si fueran bestias a la vez que se presentaba como víctima de ambas. Tampoco que dijera frases como esta: "Cuando entro con mi espada, los dos mundos (mujeres y toros) se convierten en uno". Pero no habrían soportado determinadas palabras: "Matar es como un orgasmo", le dice a Botsford empleando un término que no aparecía impreso ni en libros ni en revistas de la época. Aún funcionaba en España el consultorio de Elena Francis, buena medida de cómo el franquismo, entre tabúes y eufemismos, borró palabras del vocabulario que había intentado normalizar la República.

Lucía Bosé y Luis Miguel Dominguín, el día de su boda.

© Gtresonline / Vanity Fair

No sólo las palabras empleadas eran distintas, también el tono. Dominguín era conocido por hacer y decir lo que quería y cuando quería, pero la contundencia y la claridad en el libro de Botsford son más crudas. Antonio Ordóñez era y es un torero cobarde… no se acerca lo suficiente como para que lo llamen héroe", dice en esas páginas de su gran rival en los ruedos y además, cuñado por estar casado con su hermana. El remate con el que describe al padre de Carmina Ordóñez es aún más duro: "Antonio tiene unos pies de barro que le llegan hasta el cerebro.”

En esas palabras no hay sólo chulería, también hay amargura. O así resulta el conjunto, motivo por el que el crítico Diwight Whitney lo califica como un libro "triste" en la extensa reseña que le dedicó en Los Angeles Times. La imagen que mejor refleja esa impresión es esta: Dominguín confiesa que viaja sin parar sin rumbo fijo. "Para matar el tiempo como antes mataba toros", opina el comentarista en el artículo sobre algo que explica el torero: "Un día me vi en Panamá y me pregunté qué coño hacía allí".

Cuando dice esas cosas, en ese tono abatido, Dominguín sólo tiene 42 años, pero está en un cambio de ciclo vital. Hace siete años que se ha "jubilado" de los ruedos y menos de uno que se ha separado de Lucía Bosé, con quien se casó en 1955 y tiene tres críos de 12, 11 y 8 años a los que se refiere así en esas páginas: "Quiero a mis hijos, pero me cansan". Con ellos, Miguel Bosé, Lucía Bosé y Paola Dominguín, no sabe qué hacer ni qué decir y cuenta que cuando está en casa se siente extraño: "Me noto en él con ganas de calor humano. Estoy allí de exhibición, como un objeto de museo".

No es que el Dominguín de esas páginas sea otro al que dio a conocer una prensa rendida a sus pies y acogido por una sociedad fascinada por su fanfarronería. El relato exagerado, afectado y a ratos melodramático de sus miserias y hazañas está también en ese libro donde por supuesto habla de Ava Gardner y casi es a la única que deja bien. Esos detalles dan la sensación de un hombre fuera de sitio, destronado, uno muy distinto al que muestra la imagen inferior, donde Dominguín fue más Dominguín que nunca.

Luis Miguel Dominguín disfrazado de Giacomo Casanova en la fiesta organizada en Anglet (País Vasco francés) en 1953 por el marqués de Cuevas.

Cordon Press.

En esa foto, Dominguín aún no es padre ni esposo. Él es el protagonista de su vida y la estrella de su país. Va disfrazado de Giacomo Casanova y acude a la denominada Fiesta del Siglo, una que organizó en Anglet (País Vasco francés) el marqués de Cuevas. Dicho aristócrata creó un ballet a imagen y semejanza de los de Monte Carlo para su uso y disfrute que pagó con la fortuna de su mujer, Margaret Rockefeller Strong, nieta y heredera por vía materna de John D. Rockfeller, fundador de la Standard Oil.

Ese uno de los círculos en los que se movía Dominguín. Uno parecido al de su entrevistador, pues Botsford fue al colegio en Bruselas con Léon Lambert, banquero y coleccionista de arte cuya familia había sido la representante en Bélgica de la banca Rothschild. El abuelo, Samuel Lambert apoyó y ayudó a sufragar buena parte del proyecto colonialista del rey Leopoldo de Bélgica considerado uno de los episodios más oscuros –esclavitud, violencia y extractivismo salvaje de bienes naturales incluido el caucho y el marfil– de la historia del país europeo y del continente africano. Adentrado el siglo XX, las amistades de Botsford oscilaban entre el mundo de la Universidad de Yale y las carreras de Fórmula 1, deporte que le entusiasmaba, y que le hizo entablar amistad con otro polémico personaje: Bernie Ecclestone.

Los de Dominguín y Botsford no eran mundos diferentes. La única diferencia era la puerta por la que habían entrado: Botsford por nacimiento, Dominguín a fuerza de entretener a los que eran como Botsford, muy atraído por todo tipo de personajes extremos, fuertes, a poder ser pobres venidos a más. De ahí que le apasionara el boxeo. La historia de Dominguín era para él era un caramelo. La de un crío que junto a sus hermanos Domingo y Pepe fue exprimido por un padre también torero que quería a toda costa que sus vástagos triunfaran en los ruedos. Sólo Luis Dominguín alcanzó consiguió ser el número 1, situación que recuerda a la historia de otra estrella universal, Paco de Lucía, cuyos hermanos Pepe y Ramón entraron en el mundo del flamenco espoleados por un progenitor que tocaba la guitarra pero planeaba para sus hijos sueños mayores. También la suya era una historia de pobreza.

Con esas bases, el libro podría haberse convertido en otro lugar común y aunque hay varios en sus capítulos, también hay sombras y matices que los periodistas españoles no trasladaban al papel para no manchar al astro, macho y triunfador que fue Dominguín. El acierto de Botsford, en realidad, es que no se dejó fascinar por el personaje ni cayó en la trampa de romantizar la pobreza. Lo que sostiene el perfil es un interés genuino por saber cómo es alguien que viene de la nada y se convierte en ídolo.

Ese registro que logra sacarle, no se le "oye" a Dominguín en España hasta que no acaba la dictadura y en los años 80 publica por entregas sus memorias en la revista Hola. Pero incluso ahí está todo suavizado.

Luis Miguel Dominguín en el libro de Botsford: "Antonio Ordóñez tiene unos pies de barro que le llegan hasta el cerebro”

Botsford deja hablar al personaje y no ve la necesidad de comprobar si lo que explica el diestro es todo como lo cuenta. En eso hay otro reflejo entre entrevistador y entrevistado: no hay más que ver el obituario que le dedicó a Botsford el New York Times, donde los nombres, ciudades, ocupaciones y logros son casi imposibles de comprobar no sólo por la abundancia, y cuya fuente de información es en casi todos los casos el mismo Botsford.

Así que con Dominguín se limitó a crear un clima de confianza y dejarlo hablar. Tampoco quería escribir una biografía sino entender al hombre. Para eso él debía callar, casi desaparecer del texto, y podía hacerlo, pues a pesar de ser también él un buen fanfarrón –se pueden ver algunos vídeos en Youtube donde habla de su vida-, sabía ver, oír y apuntar. Una habilidad que quizá no aprendiera sólo con sus trabajos literarios, pues no son pocas las fuentes que lo sitúan trabajando para la CIA.

Una de esas referencias la hizo el escritor Arthur Miller, tal como se recoge en su biografía escrita por Christopher Bigsby. En ella se explica que fue Botsford quien llamó a Miller, ya separado de Marilyn Monroe para que presidiera el PEN Club Internacional, asociación mundial de escritores que varias investigaciones han demostrado que estaba controlada, al menos en parte, por la CIA. A Botsford lo sitúan todos en el Congreso por la Libertad de la Cultura, órgano de la agencia de inteligencia estadounidense que hacía proselitismo de la superioridad de EEUU a través de la cultura. Botsford no fue el único intelectual que habría prestado sus servicios: la escritora feminista Gloria Steinem reconoció haber formado parte, aunque en su descargo explicó que la CIA donde ella colaboró no era la CIA que permitió las torturas de Abu Ghraib.

Las pistas que vinculan a Botsford con ese órgano van más allá de Miller. Parece que estaba de servicio cuando presentó a los poetas Elizabeth BIshop y Robert Lowell (amistad de la que surgió un intercambio de cartas e ideas apasionante), a quien siguó para controlar sus contactos con intelectuales de izquierdas ubicados en Latinoamérica. De hecho, se sabe que estuvieron juntos en una fiesta que dio Rafael Alberti en Buenos Aires, donde vivió exiliado junto a su esposa. Y esa casa era punto de reunión de buena parte de los artistas de izquierda a los que la CIA vigilaba con lupa.

En la biografía de Miller, también se dice que Botsford habría estado detrás de algunos movimientos que hizo la CIA para vigilar de cerca a Pablo Neruda, en su punto de mira por su amistad y apoyo al líder de izquierdas chileno Salvador Allende. A pesar de la cantidad de personas relevantes que lo sitúan en esos escenarios, él siempre negó su pertenencia a la agencia de inteligencia de su país de adopción.

Dominguín sobre Miquel, Lucía y Paola en 1972: "Quiero a mis hijos, pero me cansan"

A pesar de esa mezcla de facetas –bon vivant, supuesto espía, aristócrata y erudito– la aproximación que hizo a la figura de Dominguín fue más desapasionada que la que le hizo Ernest Hemingway en El verano peligroso, conjunto de crónicas resultantes de las diez corridas que enfrentaron a Dominguín con su cuñado Antonio Ordóñez, favorito del autor de Por quién doblan las campanas.

Aunque en la prensa española de la época y en algunos libros se hace mucho hincapié en la admiración de Dominguín por Hemingway, ante Botsford se expresa de una forma muy distinta: "ese viejo moralista” y "el mentiroso".

Ernest Hemingway en una de las diez corridas que torearon en los meses de estío de 1959 Luis Miguel Dominguin y Antonio Ordóñez, cuñados, rivales y protagonistas de las crónicas que el americano reunió en un libro titulado 'El verano peligroso'.

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Con los años, Dominguín volvió a un segundo plano de una forma menos abrupta que la primera y con más años. Su figura volvió a quedar opacada al retirarse de los ruedos y por el brillo y la fama de su hijo Miguel. También de algún modo por su ex, ya que Lucía Bosé prácticamente dejó la interpretación al casarse pero se convirtió en una figura que aumentó con el hecho, minúsculo pero muy simbólico, de que sus hijos mayores, así como casi todos sus nietos, escogieran el apellido Bosé para sus carreras públicas. Así quedó relegado un apellido, Dominguín, que durante décadas fue sinónimo de un tipo de éxito muy propio del franquismo y de posguerra; un estilo de ascenso masculino y machista; y aunque relacionado con los artistas –Picasso, Cocteau, Orson Welles, Visconti eran amigos de la familia– estaba más vinculado en su raíz a las tradiciones, el entretenimiento y el colorín que a la cultura.

El pintor Pablo Ruiz Picasso junto al torero Luis Miguel Dominguín, el bailarín Serge Lifar, Jacqueline Roque y Lucía Bosé, en 1970.

GTRES

Cuando en 1972 se publicó el libro de Botsford, Dominguín ya vivía una segunda juventud tras haber vuelto a los ruedos. De ese modo, los viajes volvieron a tener rumbo y sentido y él tuvo oportunidad de reeditar la versión del galán "que tenía que sacar a las mujeres de la habitación de su hotel hasta de debajo de la cama" . El autor, por su parte, ya andaba tras otra figura igual de fascinante: Muhammad Ali.

Botsford cubrió para el Sunday Times el mítico Rumble in the jungle, combate organizado en Zaire por el dictador Mobutu Sese Seko que enfrentó al campeón de los pesos pesados con George Foreman. Como era de esperar, Botsford llegó a hacerse amigo de Alí por uno de esos "milagros" que les ocurren a las personas que son el muerto en el entierro, el niño en el bautizo y la novia en la boda. Al acabar el primer combate, Alí se retiró a su vestuario con su equipo, que intentaba mantener fuera de la habitación a cualquier curioso, redactor o fan. Pero de pronto, según cuenta Botsford en una de esas crónicas, antes de cerrarse la puerta, Ali lo vio, lo agarró del brazo y lo metió dentro. Así pudo ver cosas que ni Norman Mailer, también arrogante y autor del mejor libro (El combate) sobre aquel evento, logró ver. "Soy afortunado", comentó sobre el asunto Botsford en uno de sus artículos con una parquedad más propia de los espías que de los periodistas.