El día que entramos en la casa de Jordi Pujol y Marta Ferrusola

En 2012 entramos en la casa de Jordi y Marta, entonces honorables y hoy el matrimonio más cuestionado de Cataluña. Así era por dentro la casa del matrimonio... y el matrimonio en sí.

Jordi Pujol y Marta Ferrusola en 1996.

© Gtres

El día que conocí a Marta Ferrusola la familia estaba aún a resguardo de la avalancha de sospechas e investigaciones que vendrían después. La casa de la familia, luego registrada por la policía y pasto de cámaras de televisión, parecía un convento ordenado y silencioso. Decidí arrancar mi texto con ella, con la esposa del honorable, no por exigencias de un orden cronológico que no tenía por qué seguir, sino porque enseguida supe que no se trataba en absoluto de un personaje secundario. Tenía el peso y la alargada sombra de quien opina, manda y aporta, y nada parecía escaparse a su mirada escrutadora. De modo que lo conté así:

“El piso donde vive Jordi Pujol (Barcelona, 1930) , en la ronda General Mitre, es el mismo que su padre le regaló en 1956, en el barrio de Sant Gervasi, cuando se casó con Marta Ferrusola, la mujer delgada, elegante y reservada que nos abre la puerta alargando la mano y nos saluda en catalán, para disculparse enseguida al ver nuestro gesto interrogante. “Nunca quisimos irnos a la residencia oficial, temíamos que los niños se hicieran unos tiranos y pidieran hasta el vaso de agua”, dice. La misma mujer cuya foto lanzándose en paracaídas dio la vuelta al mundo es la que ahora, sentada en el sofá de un salón en tonos beis lleno de fotos de sus siete hijos, dos grabados de Miró, un busto del Honorable y cientos de libros etiquetados por ella con celo de bibliotecario escrupuloso, me corrige vehemente cuando le comento que he leído en las memorias de su esposo, cuyo tercer y último volumen se publica estos días, que se le declaró con una chuleta escrita donde le advertía que Cataluña estaría por encima de ella y de la familia.

—No dijo eso, me dijo que “en ocasiones” —enfatiza— podría suceder que Cataluña pasara por delante de su mujer y su familia.

—¿Y usted qué contestó?
—Que me lo pensaría.

Me confesó que había tardado una noche —“que es mucho, ¿eh?”— en contestarle y cuando me atreví a insinuar que pasar tantos años juntos, siete hijos, diecisiete nietos, seis legislaturas al frente de la Generalitat, más aquellos dos años de él en prisión durante el franquismo tenía su mérito, ella me miró como si me estuviera empeñando en ver complejidad en una suma de dos cifras: “Si te quieres, ¿por qué no vas a seguir juntos?”.

En ese momento entró Jordi Pujol, se acercó a ella y la besó con extremada delicadeza. Yo había insistido en que salieran juntos en una foto al menos, pero ella fue inflexible: “De ninguna manera”, y nos dejó solos para no regresar. Entendí al instante que cuando la señora dice no, es que no.

La entrevista se desarrolló en el salón. Pujol hizo de Pujol, respondió concentrado y cerrando los ojos en ese gesto casi místico que es seña de identidad. La casa estaba en silencio. Si había personal de servicio, eran fantasmas o permanecían lejos de la habitación. Cuando terminaron las preguntas le pedí permiso para curiosear el salón, accedió encantado y se explayó delante de las fotos de familia: “Aquí estoy bailando con mi nuera el día de su boda con mi hijo Pere. Esta es mi mujer con su padre, que me puso como condición para casarnos que aprendiera a esquiar. Mire, esos cuadros son del Ampurdán; esa escultura, de Alfaro”. Terminada la descripción nos invitó a pasar por la puerta que comunicaba con el otro piso, el original de la familia antes de comprarle la casa al vecino. Lo describí así:

“Este otro salón es aún más austero y su decoración, propia de una familia de los años sesenta, apenas ha variado con los años, tal y como comprobamos con una foto de archivo”. Había sofás son tapetes de ganchillo para protegerlos del roce, una mesita que podría pertenecer al atrezzo de la primera temporada del “Cuéntame” y una tele nada moderna. Era la salita de una familia modesta poco preocupada por la decoración y sí por el confort que otorgan los objetos de toda la vida. “Este es el salón que me gusta, pero mi mujer no ha querido hacer aquí las fotos, y ella manda”.

—Por cierto, ya me ha quedado claro cómo se declaró a su mujer. Muy romántico no suena...
—Sí, claro que es romántico. El romanticismo afecta a mi mujer y a mi país. Y es propio de una persona que tiene entre manos algo importante que a veces eso pase por delante de sus intereses particulares y de los afectos.

—¿La experiencia más dura de su vida ha sido la cárcel?
—No, no. Han sido otras de las que no le voy a hablar.

—Dice que su padre lo llevó al psiquiatra y que el veredicto fue que tenía muchas manías y debía cambiar de confesor.
—Tenía escrúpulos, yo a los 12 o 13 años pensaba que todo era pecado.

—¿Lo superó?
—Sí, lo superé, pero de todas formas el pecado existe.

—¿Y el infierno existe?
—No en la forma simple en la que nos lo han explicado. De todos modos la gran pregunta no es si existe el infierno, sino de dónde venimos y a dónde vamos.

Era la hora de comer y Pujol nos despidió hasta la tarde. Haríamos las fotos en un hotel de la ciudad condal, nada de mostrar el interior de una casa cuya fachada ha atesorado portadas de periódicos y tomas televisadas desde que saltaron los primeros escándalos ligados a la familia Pujol. La imagen de la pareja unida saliendo del portal y entrando en el coche es ya un icono de un tiempo nuevo. La paz de entonces ya no existe. El honorable es hoy simplemente Pujol.

Artículo publicado originalmente el 28 de abril de 2017.