Es muy importante ser el allegado de alguien

"La Navidad existe para recordarte que un día fuiste furiosamente inocente y estuviste más tranquilo".
© Fernando Vallespín

Ya nunca seré capaz de recordar quién de los dos se acercó al otro, pero sé que Joaquín y yo nos convertimos en mejores amigos a los nueve años. Nuestro vínculo se basaba en pasar juntos todo el tiempo que teníamos libre. En la fila de clase, saliendo al recreo o volviendo a casa. Quedando los sábados por la mañana para acudir de nuevo al colegio —sin que nadie nos obligara— a jugar al baloncesto. Por las tardes, al salir de la escuela, compartíamos una rutina secreta y silenciosa. Vivíamos en la misma calle, él en el portal 42 y yo en el 62. Justo cuando nuestros caminos tendrían que separarse a la altura de aquella farmacia, yo le hacía la misma pregunta. Siempre entonada con las mismas exactas palabras, y siempre respondida de igual modo:

—¿Te vienes un rato a casa?
—Vale.

Nadie daba nada por supuesto a pesar de que esa es una de las ventajas de las grandes amistades. Aliviados y caminando juntos unos metros más hasta mi portal, mi madre nos preparaba la merienda, hacíamos los deberes, jugábamos a cualquier cosa y veíamos lo que fuera que estuvieran dando por la tele hasta que llegaba la hora de separarse. A las 8 de la tarde, cuando la oscuridad anegaba las calles, yo le acompañaba la mitad del camino de vuelta porque su madre se quedaba más tranquila. Así el riesgo de ser secuestrados se repartía en mitades iguales.

Joaquín tenía gafas y es quizá una de las personas más inteligentes que he conocido en mi vida. Timidísimo de pequeño, con los años fue desarrollando una personalidad arrasadora que le hizo convertirse en el líder de mi pandilla después de pasar sus 12 y sus 13 años en Córdoba porque sus padres se fueron a trabajar allí. Durante aquel tiempo no nos escribimos ni nos llamamos. Simplemente un día me avisó por sorpresa que estaba de vuelta y retomamos nuestra amistad en el punto justo donde la habíamos dejado congelada.

Tres meses antes de partir me había recitado un acertijo: "Un hombre aparece ahorcado en una habitación sin puertas ni ventanas. No hay ningún elemento más en la estancia. Solo un gran charco debajo de él". La respuesta, ahora la veo clara, era que se había encaramado a un gran bloque de hielo, pero él me estuvo atormentando durante todo ese tiempo sin darme una respuesta hasta que un día desapareció sin más. Fue de la noche a la mañana y se llevó la solución consigo. A su vuelta, no recordaba la respuesta del misterio y yo conviví con aquella comezón hasta que un día, muchos años después, se me encendió una bombilla en medio de una conversación bien distinta:

—¡Un bloque de hielo!
—Sí, eso era. —Y seguimos hablando de cualquier cosa.

Aquella divertida e insobornable testarudez fue una de las razones por las que tanto lo admiraba. Su fortaleza de ánimo y un sentido lúdico de la confrontación. Siempre me hacía esforzarme.

Hasta bien entrada la universidad, Joaquín fue mi confidente, pero nuestras novias residentes en ciudades diferentes y esa calmada seducción que ejercen los que han elegido una carrera —un camino— igual que la tuya dejaron paso a que otros a quienes frecuentábamos más tomaran el lugar del otro. Recuerdo punzadas de celos posadolescentes cuando me contaba aventuras compartidas con sus flamantes amigos ingenieros. Nunca supe si él sentía lo mismo con mis compañeros proyectos de médicos. Lo formidable es que algunos fines de semana mezclábamos nuestros respectivos grupos y tratábamos de conocer a los nuevos íntimos del otro. Y si nos encontrábamos un rato a solas éramos igual de brillantes juntos que al principio de los tiempos.

El trabajo, las parejas, las hipotecas y los hijos fueron reduciendo nuestro tiempo compartido y las quedadas comenzaron a ser mucho más difíciles pese a no vivir lejos. Muchas veces caemos en la cutrísima fórmula del "hay que verse más" y no suele suceder más de dos o tres veces al año. Cada vez que hablamos, cumplimentamos como notarios el mismo orden del día: la familia, el amor, el trabajo, los amigos comunes, algo de política y que yo ya no veo casi fútbol. Los temas de actualidad quedan postergados al final y si no tenemos mucha tarde por delante, pasa como con el temario de historia en el colegio: el profesor siempre se quedaba atascado en la Revolución Industrial, así que ningún niño de los 80 supo Historia Contemporánea hasta que un día nos empollamos la Larousse por nuestra cuenta.

Sé que el tiempo ya no es infinito y que nunca volveremos a aquella calle embocada juntos a diario. Que las meriendas tampoco serán compartidas, a no ser que nuestros hijos tomen el testigo y se les ocurra reeditarnos, y que a lo sumo lo veré 30 o 40 veces más en mi vida. Pero también sé que cada vez que llega la Navidad es el primero en el que pienso. Porque la Navidad existe justo para eso. Para recordarte que un día fuiste furiosamente inocente y estuviste más tranquilo. Y por eso le llamo. Necesito volver a aquel rincón de la conciencia donde las tardes eran interminables y los veranos de tres meses separados, muchísimo más. No tengo claro si daríamos un órgano por el otro porque ese lugar ahora lo ocupan las parejas, pero cada vez que repaso Las consecuencias del amor y compruebo cómo en la trágica escena final Titta di Girolamo guarda el último pensamiento para su amigo Dino —que trabaja reparando postes de teléfono en los Alpes— para mí tiene todo el sentido. Antes de desaparecer, el protagonista recita como un mantra de quien no vio hace 25 años: "Sigue siendo mi mejor amigo". Dino es allegado de Titta. Y Joaquín, mío.