Deporte

100 años de Ricardo Zamora, el primer gran ídolo del fútbol español

El próximo 22 de abril se cumplen un siglo del debut de El Divino.

Coqueto y presumido, fue el primero en crear un estilo propio.

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Si redactáramos una lista –al estilo 'Cuéntame'– con los regalos más solicitados a los Reyes Magos por los niños españoles durante la década de 1980, habría en ella una bicicleta amarilla BH California, la pista del Scalextric, el fuerte de los Playmobil y una prenda icónica de poderosas reminiscencias sentimentales: el jersey de portero de Arconada. A mí me lo regalaron cuando tenía seis años y aún lo recuerdo con emoción. Era de color naranja butano y llevaba una enorme franja negra en el pecho. Por aquel entonces, Arconada no solo era el portero de la Real Sociedad y de la selección española, sino que representaba todo aquello con lo que un niño futbolero soñaba. Supongo que simbolizaba algo parecido a lo que generaciones anteriores habían experimentado con el Txopo Iribar o lo que las posteriores vivirían con Íker Casillas. El ídolo con mayúsculas.      Y sin embargo, hubo alguien mucho antes –hace ahora justo cien años– que por primera vez en la historia del fútbol nacional encarnó todas esas características y peculiaridades, alguien a quien hoy consideraríamos un verdadero fenómeno de masas. Y lo hizo vestido con un suéter de cuello vuelto, una gorra de tweed calada y un cigarrillo bailando en la comisura de los labios. Un dandi de reflejos felinos y manos grandes como cepos (podía atrapar la pelota con solo una de ellas) cuyo apellido aún da nombre –como trofeo– al guardameta menos goleado de la Primera División. Ricardo Zamora. El Divino.      Ocurrió allá por el mes de abril de 1916, con Alfonso XIII en el trono y el conde de Romanones en la presidencia del Gobierno. Las venas de la vieja Europa se desangraban por las trincheras de la Primera Guerra Mundial mientras Joselito El Gallo y Juan Belmonte llenaban plazas y tertulias con su rivalidad torera. El fútbol por entonces –prácticamente recién nacido– se desperezaba lentamente, en pañales, muy lejos de la dimensión disparatada que ha alcanzado hoy en día. Un modesto equipo de la época –el Real Club Deportivo Español de Barcelona– viajaba hasta la capital del reino para disputar dos partidos amistosos frente al Madrid Fútbol Club (que aún no era Real). Con ellos iba un joven portero de tan solo 15 años, casi un niño, en sustitución del guardameta titular –Pere Gibert, alias El Grapas– quien se había tenido que quedar en la Ciudad Condal por no poder desatender sus negocios. Llegaron a Madrid en tren, con billetes de tercera, y pasaron la noche en una pensión de la calle Carretas. El chico de 15 años, que se llamaba Ricardo Zamora, le pidió a un compañero que le acompañara en la habitación, ya que nunca antes había dormido solo.      Jugaron en el nuevo campo del Madrid FC, el de la calle O'Donnell, muy cerca de la estación de metro de Goya. Los socios entraban por la puerta principal, pero había otra trasera que daba a la calle Lope de Rueda. Un encargado la usaba para ir a buscar los balones que durante el partido –por culpa de algún punterazo– se perdían más allá de los lindes. Algunos acababan en un picadero cercano, propiedad del duque de Sesto, y regresaban al terreno de juego con rozaduras de bosta de caballo. La caseta donde Zamora se enfundó la indumentaria aquel día estaba hecha de madera basta, con forma alargada y rudimentaria, y tenía solo dos duchas. El vestuario estaba reservado para el árbitro. Algunos de los espectadores no eran grandes aficionados y se admiraban de cosas tan peregrinas como el hecho de que algún balón alcanzara gran altura. Los entendidos, sin embargo, pronto vieron en Zamora las hechuras de un futbolista prometedor.       El primer día encajó un gol, pero en el segundo partido ya dejó su marco a cero. Entre los delanteros rivales, se encontraba un joven Santiago Bernabéu, futuro presidente del mejor Real Madrid de la historia. Desde aquel día, Zamora no dejaría ya de defender la portería del Español. Al menos hasta 1919, cuando ficharía por el Barça. Y eso a pesar de que su padre, médico de profesión, no veía nada claro que su hijo –en vez de sacarse el título de doctor– anduviera por ahí perdiendo el tiempo, en pantalones cortos y detrás de una pelota.      Durante las décadas anteriores el fútbol había ido penetrando poco a poco en la piel de toro desde puntos muy diversos de su geografía. Por los puertos de Barcelona y Bilbao, gracias a los marineros ingleses; y por la minas de Riotinto, en Huelva, por mor también de los barreneros británicos. En Madrid, sin embargo, había tenido un origen más aristocrático. Dicen que el primer balón que llegó a la capital lo hizo dentro de la maleta de Francisco Giner de los Ríos, el famoso fundador de la Institución Libre de Enseñanza, tras un viaje por Inglaterra. Al parecer, el filósofo y ensayista había contemplado –fascinado– en los verdes prados de Eton y Oxford a un grupo de universitarios practicando este extraño deporte a patada limpia. Sus beneficios, según pudo enterarse, eran fabulosos. Ayudaba a desarrollar las fuerzas musculares y daba carácter a la voluntad, acostumbraba a la fatiga y al dolor físico y contribuía a la circulación de la sangre. Un complemento perfecto a la formación intelectual.      No es extraño por tanto que los hijos de la alta burguesía española –que a menudo estudiaban en Gran Bretaña– fueran rápidamente seducidos por el hechizo del football. Como por entonces no existía un atuendo sport apropiado, lo practicaban vestidos de calle, sin demasiado ceremonial. Como mucho se quitaban antes la chaqueta o se remangaban el pantalón largo de los domingos, no se fuera a estropear. Alguno incluso se dejaba el bombín puesto, por miedo a que alguna dama –paseando de soslayo– les sorprendiera con la cabeza descubierta. Cosas de señoritos.

Los entendidos pronto vieron en Zamora las hechuras de un futbolista prometedor

Cuenta la leyenda que en aquellos mismos jardines de la Institución Libre de Enseñanza –donde se organizaban partidillos los domingos– nació la amistad entre José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange (que jugaba en el equipo universitario de la Facultad de Derecho) y Federico García Lorca, que acudía a estos eventos como simple espectador. El insólito encuentro es fechado en el año 1915, muy poco antes del debut de Zamora; y tiene también como testigo al director de cine Luis Buñuel, brutote y pendenciero, a quien le gustaba –y mucho– correr detrás del pelotón, que era así como se le llamaba entonces popularmente al balón. Balones de los de antes, macizos como pedrisco, de cuero áspero y ardiente, con unos correajes tan gruesos que parecían cables de acero. Algunos defensas –qué remedio– se colocaban gruesos pañuelos anudados en la cabeza para evitar descalabrarse al darle con la testa.

Era aquel un fútbol primitivo y sin pulir que todavía se regía por la antigua regla del fuera de juego (no sería cambiada por la actual hasta 1925), lo que provocaba una aglomeración tan densa de delanteros en las áreas como un tranvía en hora punta. Y no se andaban precisamente con chiquitas aquellos tipos. Entraban al choque como minotauros en celo, a lo bestia, intentando introducir a empellones al guardameta dentro la portería con balón y todo. Para evitar estos topetazos, Zamora inventa una técnica propia, la zamorana, un despeje efectivo y muy potente con el que consigue enviar la pelota lejos del área. Lo ejecuta con la parte anterior del antebrazo o directamente con el codo, un poco a la remanguillé, que diría un castizo. Muy aficionado al frontón vasco, Zamora lo habría desarrollado inspirándose en los jugadores de cesta punta.      Su primer impacto a nivel internacional tiene lugar en los Juegos Olímpicos de Amberes, en 1920, donde la selección consigue la medalla de plata, el primer gran triunfo del balompié patrio. Allí nace el mito de la furia española, con aquella legendaria frase de Belauste : "A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo"; y otra locución popular que los niños convierten en mantra deportivo tras repetirla incesantemente en los colegios de todo el país: "Ganamos uno a cero [el resultado con el que España venció a Dinamarca] y Zamora de portero".       La carrera deportiva de Ricardo Zamora camina en paralelo a la eclosión del fútbol español. Los dos van de la mano, evolucionando y transformándose mutuamente. Él es el primero en crear una moda deportiva propia, un pionero absoluto en este sentido. Hombre coqueto y presumido, se presenta ante los delanteros rivales con elegantes chaquetas y vistosos jerséis de colores (a veces de pico, a veces de cuello vuelto y otras con gruesos nudos y rayas), además de llevar gorra ladeada y unas enormes rodilleras. Su personalidad es también impetuosa y encierra un gran carisma. Fumador empedernido y bebedor de coñac, desarrolla una imagen fuera del campo a mitad camino entre el dandi, lo bohemio y el sportman. Su fichaje por el Real Madrid, en 1930, revoluciona y escandaliza a la sociedad española. El conjunto blanco paga un monstruoso traspaso de 100.000 pesetas, más un montante de 50.000 para el jugador y un sueldo mensual –de ministro, dirán algunos– de 3.000. Una locura. Un fichaje tan elevado que sus cifras récord no serán superadas hasta casi veinte años más tarde. Con el Madrid ganará dos Ligas (1932 y 1933), curiosamente las únicas de las que el club merengue disfrutará hasta la llegada de Di Stéfano, ya en los 50. Zamora se convierte en el primer ídolo mediático de la historia del fútbol español y lo hace en un tiempo en el que no existe la televisión, la radio anda en mantillas y las crónicas periodísticas tardan varios días en llegar a provincias. Es como un Cid Campeador, niños y mayores lo adoran y glorifican sin haberle visto siquiera jugar. Porque eso no se discute. Se sabe.      En 1934, tras una portentosa actuación en la Copa del Mundo de Italia, se convierte en leyenda. España no logra superar los cuartos de final por culpa de un arbitraje mediatizado por la política (Mussolini tenía muy claro quién debía ganar aquel Mundial), pero hasta sus rivales se rinden a la evidencia. A su regreso es recibido como un dios. Nace su nuevo sobrenombre, El Divino; y otra expresión para la historia: "Solo existen dos porteros: San Pedro en el Cielo y Zamora en la Tierra".       Su última parada la realiza durante la Guerra Civil, un partido en el que ambos bandos solo podían perder. Por su vinculación al diario católico 'Ya', Zamora es detenido en zona republicana y enviado a la cárcel Modelo de Madrid, donde cada noche se realizan varias sacas de prisioneros. El diario 'ABC' llega a publicar incluso una nota en la que se dice que Zamora ha sido fusilado. Pero alguien le salva. Un ángel de la guarda excéntrico, sanguinario y rapsoda: Pedro Luis Gálvez, el poeta a quien Juan Manuel de Prada dedicara parte de su novela 'Las máscaras del héroe'. Dicen que cuando se lo llevaban al paredón, una noche en plena confusión, Gálvez –al que todos temían– lo protegió entre gritos: "¡Que nadie le toque un pelo! ¡Es Zamora! ¡Yo os lo prohíbo!". ¿Se os ocurre un mejor final para un artículo como éste? A mí tampoco.

*Artículo originalmente publicado en el número 220 de GQ.

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