Cine

Tenemos que hablar de Torrente

La saga cinematográfica más taquillera del cine español parece hoy una reliquia de tiempos pretéritos, donde los ex-agentes de policía racistas, machistas, homófobos y completamente amorales podían protagonizar comedias de acción.
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Santiago Segura en Torrente, el brazo tonto de la ley (1998)Torrente, el brazo tonto de la ley (Santiago Segura, 1998)

La cinefilia solía ser un movimiento vivo, inquieto y en continua búsqueda de nuevos horizontes, pero este Año de Nuestro Señor de 2020 parece conformarse con reaccionar a las decisiones empresariales que un puñado de plataformas de streaming toman acerca de sus respectivos catálogos. Antes de que HBO Max retirase temporalmente Lo que el viento se llevó para planear su relanzamiento anotado, antes incluso de que Tommy Wiseau llorara públicamente el rechazo de The Room por parte de Netflix, algunos medios españoles dieron cuenta del malestar tuitero que había provocado Filmin al adquirir la saga completa de Torrente, si bien es cierto que ahora mismo es más sencillo encontrar mensajes quejándose del supuesto backlash que ejemplos genuinos del mismo. Joan Ripoll, cofundador y director editorial de Filmin, explicó sus criterios de selección en unas declaraciones a eldiario.es: "Nuestra apuesta siempre ha sido la diversidad y las películas que sean importantes para entender la cinematografía como radiografía de un país. En ese caso, Torrente funciona de forma notable. Sobre todo la primera, que podría ser una obra de culto si no hubiese sido un taquillazo. La considero relevante para el cine español, más allá de gustos y de preferencias".

Ripoll omite que Flixolé, aún esa gran desconocida para la cinefilia nacional, anunció simultáneamente la entrada de las películas dirigidas por Santiago Segura a su catálogo, lo cual nos lleva a pensar más en una simple compra de paquetes de derechos que en una decisión editorial. Sin embargo, sí resulta interesante separar el Torrente original, una película de medio-bajo presupuesto estrenada hace ya veintidós años, del fenómeno posterior, erigido en torno a un concepto que no podría resultar más chocante en pleno 2020: José Luis Torrente, ex-agente de policía que sigue tirando de placa para cometer todo tipo de abusos, como antihéroe del pueblo. En un momento histórico caracterizado por artículos de opinión como el de John Ridley en Los Angeles Times, capaces de obligar a TimeWarner a reconsiderar el espacio cultural que ocupan hoy algunos clásicos hollywoodienses (e iconos del siglo XX norteamericano), la franquicia más taquillera del cine español consta de cinco comedias mainstream protagonizadas por un hombre racista, machista, homófobo, completamente amoral y dispuesto a ejercer todo tipo de violencia contra las minorías. Torrente es la prueba de que en España llevamos, como mínimo, ritmos socioculturales diferentes a la hora de analizar nuestras propias ficciones, por mucho que uno de los fundadores de Filmin se viese obligado a explicar su adquisición en los medios.

Como pre-adolescente de 1998 que empezaba a descubrir los placeres de la contracultura y el humor underground, Torrente fue todo un descubrimiento para mí. Por aquel entonces, Segura era conocido fundamentalmente por El día de la Bestia y su carrera como cortometrajista, a la que yo accedí gracias a Canal+. Aquel primer largometraje tenía un aura mítica y casi prohibida, como los ejemplares clásicos de El Víbora o los fanzines que tus padres no te dejaban leer. Además, estaba ambientada en un Madrid nocturno desconocido para mí por aquel entonces (y, a día de hoy, casi desaparecido). La revelación de que aquel absoluto energúmeno no formaba parte de la policía desde hacía tiempo llegaba al final del segundo acto, obligándote así a reconsiderar todo lo que habías visto hasta el momento como la misión suicida de un psicópata. Al final, tras haber llevado a la muerte a un puñado de jóvenes freaks, Torrente abandonaba la escena del crimen en una ambulancia. El último chiste consistía en verlo aparecer con el dinero del intercambio de drogas que, sobre el papel, había ayudado a impedir, tras haber engañado a todo el mundo y traicionado incluso al impresionable Rafi (Javier Cámara). “¡A Torremolinos!”, le comunicaba con júbilo a sus dos camilleros (interpretados nada menos que por Faemino y Cansado). “¡Paga Torrente!”.

Y ese podría haber sido un desenlace perfecto para el personaje, pero el triunfo comercial de aquella modesta comedia (logrado en gran medida por el proverbial talento de Segura para la autopromoción) lo convirtió en el pistoletazo de salida para una franquicia que fue perdiendo su ADN corrosivo y crítico a medida que ganaba en espectacularidad. Su creador ha explicado en varias ocasiones lo mucho que solía incomodarle escuchar un “¡Torrente!” cada vez que alguien lo reconocía por la calle: para él, la identificación con el villano que había imaginado para el cine era mucho peor que un insulto. Torrente, el brazo tonto de la ley supuso una mirada oscura a ese cine popular español que, décadas atrás, estaba encarnado por todo un Tony Leblanc, cuya interpretación sigue siendo hoy tan magistral como en 1998. La tradicional y bienhumorada defensa de la picaresca se convertía, en manos de Santiago Segura, en algo mucho más desagradable e incómodo: un espejo deformante donde contemplar todos nuestros defectos, un esperpento apocalíptico que entendía a su protagonista como el monstruo del id de Lo Español. Torrente fue concebido, así, como la suma de todos los vicios nacionales: verlo en acción era enfrentarnos a lo peor de nosotros mismos. El problema es que esa voluntad autolacerante se fue perdiendo cada vez más en unas secuelas donde el carácter inherentemente problemático del concepto acababa desvariando hasta más allá de lo disculpable.

Así, algunos chistes tránsfobos o sexistas de Torrente V: Misión Eurovegas, estrenada en 2014, no se podían seguir interpretando como críticas veladas a la transfobia o el sexismo, sino como lo que parecían a simple vista. La saga ya no era sátira grotesca, sino que parecía estar apelando a los más bajos instintos de la platea, a un mínimo común denominador que había dejado atrás el buen/mal gusto para convertirse, pura y llanamente, en escarnio de patio de colegio. El personaje pasó de ser un catalizador de conductas reprobables (en escenas donde el verdadero chiste era él) a una mera excusa para dar rienda suelta a ese humor trasnochado. Un parapeto, un pretexto, una coartada para practicar una forma de comedia que daba por completo la espalda a las bases de una primera entrega donde la intencionalidad sí estaba clara. De hecho, la saga se traicionó a sí misma muy pronto, pasando de ejecutar gags en los que Torrente tiraba su bandera del Atleti por una alcantarilla al ver que se aproximaba un grupo de Ultrasur a esa delirante secuencia, al final de Torrente 2: Misión en Marbella, donde decidía destruir el peñón de Gibraltar con un misil. Una sola película nos obligó a pasar de la radiografía grotesca e hiperrealista de un perdedor a la parodia bondiana, quizá sin calcular demasiado lo que se había perdido por el camino. Al perder su contacto con la realidad, el esperpento se convirtió en otra cosa, y Torrente dejó de ser una metonimia satírica para empezar a convertirse en parte del problema

De todas las secuelas, quizá Torrente IV: Lethal Crisis fuera (sobre todo en sus minutos iniciales) la que más cerca estuvo de la que Joan Ripoll considera película de culto para una dimensión paralela. En esta, la saga es sinónimo de éxito masivo, hasta el punto de que muchos humoristas han incorporado a José Luis Torrente a su repertorio de personajes, luego quizá sería sano abrir un debate sobre su relevancia cultural en esta nueva década de revisiones y replanteamientos. Nadie habla de cancelaciones (estamos muy lejos de ello y, sencillamente, carecería de sentido), pero sí de analizar lo que la franquicia revelaba sobre nosotros mismos cuando estaba en activo y lo que, ahora que parece desactivada, sigue intentando explicarnos acerca de cosas que, quizá, nunca vayan a cambiar.

Es posible que Santiago Segura haya sido el primero en hacerlo: su última película, Padre no hay más que uno, lleva los planteamientos del primer Torrente a las coordenadas del cine familiar, creando a un nuevo personaje-catalizador de conductas socialmente reprobables… pero que, atención, acaba aprendiendo valiosas lecciones y creciendo como persona durante el tercer acto, donde se descubre que la empatía produce, hoy por hoy, mejores resultados que el cinismo misantrópico. Podríamos entrar a valorar si la propia película da suficientes muestras de creerse ese mensaje, pero está claro que su director ha entendido la necesidad de pasar página y, al menos, fingir que su cine se ha vuelto humanista e inofensivo sin renunciar del todo a su humor abrasivo, que aquí ha encontrado un nuevo salvoconducto (en lugar de “nos estamos riendo de los racistas/machistas/homófobos, no del racismo/machismo/homofobia”, ahora es “el personaje es un Archie Bunker que se redime y arrepiente al final”, lo cual se parece demasiado a afirmar que todo lo de antes ha sido un sueño). Padre no hay más que uno es, por tanto, Torrente para toda la familia. O Torrente con un cartelito explicativo para no herir sensibilidades: antes de que alguna multinacional se lo haga a mi cine, ha debido de pensar Segura, ya se lo hago yo mismo.

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