Arte

Muere Xavier CORBERÓ: así fue su vida a través de su mayor obra

El artista Xavier Corberó nos invitó, poco antes de su desaparición, a conocer su imponente casa. Una fortaleza de arcos de cemento y cristal cerca de Barcelona que narra la historia de toda una vida.
DANIEL SCHÄFER

Este reportaje fue publicado originalmente en el número 122 de AD España, en el mes de marzo de 2017.

"Es poesía, es música. Como las melodías, me gusta que sea continua, igual que las que se componen en la India o las tocatas de fuga de Bach. Que no se sepa dónde empieza ni dónde acaba, que sea un espacio mental”, dice Xavier Corberó (Barcelona, 1935) con autoridad y socarronería. Habla de su casa-estudio en términos clásicos, devolviendo a la arquitectura su lugar como la primera de las artes. “Ahí es donde la contemporánea falla, porque los arquitectos hacen edificios que están muy bien pero en los que se está muy mal”. Enciende un cigarrillo tras otro. “Al contrario de lo que muchos piensan, fumar es sanísimo. Mira Paco de Lucía, que lo dejó y murió 20 días después”, afirma el escultor, con obra en el MoMA de Nueva York, en el Stedelijk Museum de Ámsterdam y en el Victoria and Albert Museum de Londres.

“Las últimas se las ha llevado Michael Douglas para regalárselas a su mujer. A mí me gusta que estén en espacios públicos, como las 22 que adornan los zocos de Beirut. El exprimer ministro libanés, Saad Hariri, me las encargó para que culminaran la reconstrucción de estas zonas devastadas durante su guerra civil”. Hablamos con el maestro en su cocina (alicatada con pruebas de cocción de comienzos del XX, algunas de Gaudí), pero antes de sentarnos nos ha descubierto parte de su universo al permitirnos entrar en esta escultura habitable.

Se trata de una construcción laberíntica, con grandes salas vacías en sus seis plantas descendentes y 15.000 m2 (divididos en 25 espacios) dispuestas en torno a un tragaluz acristalado, tan onírica como una pintura de Giorgio De Chirico. El cuarto nivel es el suyo, al que llegamos tras recorrer el primero, donde está la entrada a pie de calle, y bajar dos más, en los que trabaja. Apenas decrece la luz, la pendiente del terreno permite que siempre haya ventanas a su jardín. “No es mi casa, no me interesa tener nada. Este lugar se hizo con la ayuda de mis mecenas y compradores como vivienda para mis esculturas, por eso no hay obras de otros autores”.

“Creo en la lógica cuántica, cuando las cosas son como deben ser todo encaja. El proyecto es mío, lo diseñé sin planos, atendiendo al lugar y a la poesía”

El artista –íntimo de Dalí y Picasso (mucho más del primero, puntualiza), Man Ray y Max Ernst y expareja de Elsa Peretti– comenzó a levantar esta fortaleza en 1968 uniendo antiguas casas de Espluges de Llobregat, y aún no ha terminado. “Salvador fue mi primer comprador, me llamaba y me preguntaba: ‘¿Ahora qué haces?’. ‘Estoy aprendiendo a poner huevos (de mármol) y haciendo una casa de columnas que no tocan el suelo’, le explicaba. ‘Me parece bien’, respondía”. Pese a las dimensiones casi infinitas todo es acogedor. “Creo en la lógica cuántica, cuando las cosas son como deben ser todo encaja. El proyecto es mío, lo diseñé sin planos, atendiendo al lugar y a la poesía”. No tenemos más remedio que darle la razón. Cada rincón está invadido por su trabajo, como las piezas de mármol de Almería y ónix de Irán junto con antiguos electrodomésticos de la marca que lleva su apellido. “Son de mi tío, el pobre Pere le llamábamos, porque lo único que sabía hacer era dinero. Intentaba dibujar una Inmaculada Concepción y le salía una lavadora. A diferencia del resto de la familia, sobre todo de mi abuelo, que tocaba el clarinete y tuvo un trío con Pau Casals y trabajó con Stravinsky”. También hay un Rolls-Royce, una cama china del XVIII y baúles de Louis Vuitton.

“Todo es de Nueva York, llegué en los sesenta y compré dos lofts en el Singer Building de Ernest Flagg antes de que el Soho fuera lo que es”, recuerda sobre los años que vivió allí recorriendo Manhattan junto a Marcel Duchamp, otro de sus grandes amigos. “A esa época pertenecen gran parte de mis muebles, que son Biedermeier en su mayoría, un estilo que me encanta y que adquirí en los anticuarios vecinos. En las épocas de crisis, casi te los regalaban”. Hace dos años decidió no regresar a Nueva York. “Echo de menos la que viví con mis colegas artistas, cuando íbamos al Lane’s, un restaurante de escritores de teatro, que también desapareció. Allí coincidía con Woody Allen que años más tarde me alquiló parte de la casa para rodar Vicky, Cristina, Barcelona”. Pero no hemos acabado de descender. Bajo su zona privada hay una enorme planta-museo dedicada a su producción.

“Estoy pensando en fingir mi muerte para vender la mitad. Tengo demasiadas”, avisa travieso y nos señala una parte del edificio sin acabar, que llama La obra, donde se repiten una secuencia de arcos grises, cristal y espejos. Es difícil calcular los metros cuadrados, nos confirma que cientos. “En principio pensé en convertirla en ocho apartamentos. Más tarde pensé que como mucho cuatro. Me pareció una locura dividirla de esa manera. La mejor decisión es que se destinen únicamente a dos suites, vacías, solo decoradas con una cama, una escultura y un mayordomo que subiera una mesa y la comida. Sería un spa para el cerebro, de esos hacen falta, y menos para los bíceps”. Intuye que él no estará cuando eso ocurra. “Este lugar es difícil de legar, me gustaría que se hiciera cargo el Victoria and Albert, a los que les estoy muy agradecido porque en su interior pasé días copiando anatomías de Miguel Ángel... Es algo de lo que me estoy ocupando pero sin preocuparme demasiado”, dice displicente y enciende otro cigarrillo.

“Este lugar es difícil de legar, me gustaría que se hiciera cargo el Victoria and Albert"