Una situación probablemente cotidiana para muchos:
-“¡Ay papá! ¡Ay mamá!”PUUUMM, portazo.
-“¡Baja esa música!, ¡Esto parece una casa de locos!”
– “¿Qué te pasa hij@?, llevas dos días sin hablar con nadie”
– “Nada, no me pasa nada”
En realidad todos sabemos que sí, que algo pasa, algo que desconcierta tanto a padres como a hijos.
Llegó la adolescencia, aunque no debemos alarmarnos, no tiene por qué ser siempre tan conflictiva como se rumorea… No hay que alarmarse, simplemente hay que comprenderla.

 

 

No decimos nada nuevo cuando afirmamos que la adolescencia representa una etapa compleja. Una auténtica metamorfosis donde se producen grandes cambios físicos (tanto internos como externos), psicológicos y sociales y que tienen como consecuencia una nueva forma de percibir, de sentir y de valorar el mundo, repercutiendo todo ello en su comportamiento tanto cognitivo como emocional. Todos estos cambios desorganizan las pautas familiares que se habían conseguido instaurar hasta ahora, con no poco esfuerzo. Se hace entonces necesaria una reorganización. Debemos aprender a adaptarnos todos de nuevo, igual que hicimos cuando llegó el bebé.

Todo cambio, toda readaptación suele venir acompañada de conflictos, en este caso familiares, conflictos que como padres, no siempre sabemos cómo manejar ni cómo resolver adecuadamente. Comprender el por qué y el cómo de estos cambios puede ayudarnos a entender las reacciones, no pocas veces molestas, desagradables o  incluso dolorosas de nuestros hijos a los que, en ocasiones, ni comprendemos ni reconocemos.

Es una larga etapa (alrededor de ocho años) de la que todos podemos salir victoriosos y reforzados si sabemos afrontarla adecuadamente, con grandes dosis de paciencia, y por supuesto también, con sentido del humor, que nunca debe faltar. O quizás salgamos de esta etapa dañados en alguna medida si perdemos el control y nos dejamos llevar por nuestros primeros impulsos.

Esta etapa evolutiva de la vida abarca aproximadamente desde los once o doce hasta los veinte o veintiún años (algunos autores la alargan hasta los 24). Aproximadamente 8 años en los que se distinguen tres ciclos:

La adolescencia temprana: de los 11-12 a los 14 años. Su principal característica, a nivel comportamental, es el inicio e incremento de la frecuencia e intensidad de los conflictos paterno-filiales.

La adolescencia media: de los 14 a los 16 años. En esta época se acentúan los cambios y las alteraciones de los estados de ánimo.

La adolescencia tardía o primera juventud: de los 16 a los 20-21 años. Quizá la que más preocupa a los padres pues, es entonces cuando comienzan a sentirse atraídos por las conductas de riesgo.

Nuestro objetivo, como padres, a los largo de esta etapa es intentar mantener o desarrollar la mejor relación con ellos para que tras esa metamorfosis, el adulto resultante de ella, sea un adulto eficiente, fuerte y seguro de sí mismo, capaz de desarrollar todo su potencial y de enfrentarse al mundo y a su propia vida. No nos detendremos en analizar los cambios físicos externos (que ya comenzaron en la pubertad) por ser éstos evidentes. Simplemente recalcar que, para ellos, estos cambios son importantes y que además de generarles muchas inseguridades son fruto de muchas de sus preocupaciones. Tanto su imagen como su aspecto físico son, en esta época, especialmente importantes. Para el niñ@ que comienza a sufrir estos cambios, no saber cómo quedará finalmente su cuerpo, debe ser realmente inquietante.

Como adultos y padres debemos cuidar mucho los comentarios que les hacemos pues, aunque nos puedan parecer o den la imagen de fuertes y seguros, nada más lejos de la realidad, interiormente son verdaderamente  frágiles y muy vulnerables.

Nos centraremos en los cambios internos, y más concretamente en aquellos que se producen en el cerebro. El cerebro es nuestro auténtico jefe,  el que guía nuestras conductas y por tanto, conocer los cambios que se producen en él,  nos puede ayudar a entender y comprender esos portazos, esos silencios, esos comportamientos a los que hasta ahora no nos tenían acostumbrados  y a los que en definitiva, no nos habíamos enfrentado.

El cerebro madura de atrás hacia adelante, siendo el lóbulo frontal el que más tarda en hacerlo. Es uno de los cuatro lóbulos de la corteza cerebral y constituye una región grande situada en la parte delantera del cerebro, justo detrás de la frente. Ésta es una estructura fundamental, y más concretamente la corteza prefrontal, ya que es la responsable de procesos cognitivos complejos, las llamadas funciones ejecutivas, que de forma extremadamente resumida serían las encargadas de regular, guiar y controlar nuestras conductas. Experimenta un importante desarrollo a partir de la pubertad  que culminará en los primeros años de la edad adulta temprana (alrededor de los 25-30 años).

Podemos deducir pues, como siendo el córtex prefrontal maduro una condición necesaria para desplegar una conducta madura y con sentido común, el adolescente, al no haber alcanzado aún la madurez de esta estructura, muestra comportamientos inmaduros.

Algunas de las funciones que dependen del lóbulo frontal son:

-Capacidad para controlar los impulsos instintivos.

-Planificación y formulación de estrategias que además requieren el uso de la memoria de trabajo.

-Anticipación del futuro, de sus consecuencias tanto positivas como negativas y por tanto valorar los riesgos de nuestras acciones.

-Control atencional.

-Capacidad para realizar varias tareas a la vez.

-Capacidad de empatizar.

-Capacidad para tomar decisiones.

-Organización temporal de nuestras conductas.

Durante los años de la adolescencia aumenta la neuroplasticidad cerebral. Los axones, que son esas fibras largas que transmiten las señales de una neurona a otra, aumentan su capa de mielina, esto  hace que la velocidad de transmisión de la información pueda aumentar hasta cien veces. Por otra parte, se reorganizan las sinapsis, que son las uniones entre las  neuronas (donde se produce el intercambio de la información neuronal, es el lenguaje básico del sistema nervioso), se lleva a cabo una poda competitiva, es decir, aquellas conexiones que no funcionan bien o que no se utilizan, son podadas, cortadas. El resultado final son menos conexiones, más rápidas  y de mayor rendimiento, produciéndose circuitos mejores. Al final de todo este proceso, la corteza cerebral se hará más fina, pero mucho más eficiente.

Como ya hemos comentado anteriormente, el cerebro madura desde la nuca hacia la frente, y además, desde las zonas más internas hacia las más externas. Teniendo esto en mente, ahora pensemos en ese adolescente cuyo córtex prefrontal aún está en construcción y no sólo eso, además, está en plena reforma de lo que ya estaba construido. Pensemos en él, en el córtex prefrontal, como el ordenador de una moderna casa domótica. La construcción de la casa ha finalizado prácticamente a falta de pequeños retoques, pero el circuito informático que controla su adecuado funcionamiento todavía no está bien programado, es capaz de subir y bajar persianas pero no lo hace en el horario adecuado, presenta fallos que, afortunadamente, se irán solucionando.

Para entender un poco más lo que le sucede al adolescente debemos tener en cuenta otra parte importante del cerebro, el sistema límbico. Este sistema está formado por varias estructuras cerebrales que gestionan las respuestas fisiológicas ante los estímulos emocionales. Está relacionado con la memoria, atención, instintos sexuales, emociones (por ejemplo placer, miedo, agresividad), personalidad y la conducta.

El sistema límbico madura antes (está más hacia atrás y más hacia el interior) que el córtex prefrontal. Nuestra personalidad, nuestra vida emocional, nuestros recuerdos y en definitiva el hecho de ser como somos, depende en gran medida del sistema límbico. Algunos de los componentes de este sistema son: amígdala, tálamo, hipotálamo e  hipocampo.

Volviendo a la domótica, este sistema permitiría por ejemplo que, cuando uno de los habitantes de la casa sintiese frío (función de la amígdala), el termostato (función del hipocampo) mandaría la señal al ordenador central (función del córtex prefrontal)  para que la calefacción se pusiese en marcha y se cerrasen puertasy ventanas.

A partir de aquí, tenemos ya una pequeña base  para entender  la adolescencia, no como una etapa conflictiva a la que debamos temer, sino como una etapa de “reajustes  o puesta a punto”, como una etapa donde se producen desequilibrios internos (entre el sistema límbico, que madura más temprano, y el sistema que lo controla, el córtex prefrontal que está en plena maduración) con manifestaciones conductuales o comportamentales externas.

Debemos intentar comprender (que no significa permitir todo), que tenemos adolescentes con un cerebro que atraviesa por una etapa de desarrollo y cambios. Además, también está afectado por el exceso de dopamina y por un coctel de hormonas que lo invaden y que dan como resultado jóvenes capaces de lanzarse a conductas arriesgadas en busca de recompensas que les haga sentirse bien de forma inmediata, sin pararse a analizar primero las consecuencias, porque aún carecen de un adecuado control de impulsos.

Esto es así porque toman las decisiones de forma inmediata, cuando las emociones aún están muy presentes y llegan rápidamente a la corteza prefrontal, sin darle  el tiempo necesario para que el control de¡ impulsos detenga esa búsqueda de satisfacción o de respuesta inmediata en pos de una conducta más reflexiva haciéndo, dicha inmadurez, mucho más vulnerables a nuestros queridos adolescentes.

Como adultos que somos, nuestro cerebro, aunque continúa cambiando posee un ordenador que ya está configurado, lo que no significa que no pueda fallar. Intentemos mostrarles nuestro autocontrol, desde luego no nos faltarán ocasiones para hacerlo, para que ellos aprendan con el ejemplo. Está demostrado que el proceso de desarrollo neurológico no es independiente del contexto en el que se realiza, y todas las actividades y experiencias por las que atraviesen, contribuirán al modelado de su arquitectura cerebral, a la configuración de su propio ordenador.

Y recordad como padres, familiares, titures… que siempre el cariño, el amor, el afecto, la comprensión y reconocimiento de sus seres queridos, aunque en ocasiones lo rechazarán, continúa siendo importante, indispensable para ellos, igual que lo era para ellos cuando eran bebés. No seamos tacaños emocionalmente y no demos por hecho que saben que los queremos, hay que demostrarlo, hay que decirlo. Del mismo modo en que no le guardábamos rencor cuando de bebé no nos dejaba dormir porque estaba malito, no se lo guardemos ahora por una mala contestación. Si su corteza prefrontal hubiese ejercido ese adecuado autocontrol, que aún no está bien configurado, y hubiese dado la orden de responder unos milisegundos después, con toda seguridad habría analizado y sopesado la situación y su respuesta posiblemente hubiese sido distinta.

Entendamos pues,  la adolescencia como una etapa de construcción, de aprendizaje, de entrenamiento para la vida adulta, no sólo como una etapa de enfrentamientos y conflictos. Después de todo, preguntémonos si acaso ¿los adultos somos perfectos? ¿cuántas veces nos equivocamos? ¿cuántas tantas nos arrepentimos? Dejemos que sean en cierto modo imperfectos y que se equivoquen en cierta medida (por supuesto sin ser negligentes) porque de los errores también se aprende, porque los errores también sirven para algo.

Paqui Moreno psicóloga y terapeuta en Red Cenit.