SIGLOS XX Y XXI
Segregados y confinados, los nativos no pudieron tener peor entrada en los tiempos actuales. Sin embargo, leyes más generosas y la mina de los casinos parecen iluminar otros caminos.
En octubre de 1890, un indio llamado Oso Coceador visitó a Toro Sentado en la reserva de Standing Rock (Dakota del Sur) para hablarle de un mesías nativo llamado Wowoka, que había fundado la religión de la danza de los espíritus, un credo que prometía la resurrección de los muertos, la derrota del hombre blanco y el regreso de las manadas de bisontes a las Grandes Praderas. Toro Sentado no creía que fuera posible que los muertos volvieran a la vida, pero dejó hacer a Oso Coceador, lo que alertó a inspectores de la Oficina India, que creyeron que aquellas actividades podían suponer un peligro para la estabilidad de la reserva.
Ante la posibilidad de que estallara una revuelta, los funcionarios deci- dieron abortar el movimiento que se estaba generando en torno a la danza de los espíritus, cuyo cabecilla, según creían los burócratas de Washington, era Toro Sentado. El 15 de diciembre de ese año, miembros de la policía india rodearon su cabaña y trataron de detenerlo, pero junto a la cabaña se habían congregado multitudes de indios que superaban en número a los policías. De repente, se desató un tiroteo. Una bala perdida alcanzó a Toro Sentado en la cabeza. Su fallecimiento simbolizó el triste final de las tribus nativas norteamericanas.
Miedo injustificado. Aunque la comunidad india expresó rabia y algunos jefes llamaron a la rebelión, no se produjeron graves disturbios en la reserva de Standing Rock. Sorprendentemente, se extendió el injustificado miedo entre muchos indios de que el ejército podía tomar algún tipo de represalia por el tiroteo. Cientos de indios abandonaron la reserva y se dirigieron al campamento del jefe indio Pie Grande, en Cherry Creek. El Departamento de Guerra envió un destacamento para arrestar y encarcelar a los que habían escapado y a Pie Grande, que les había dado cobijo.
Un pelotón del Séptimo de Caballería al mando de Samuel Whitside capturó a los fugados y los trasladó a un campamento en el arroyo de Wounded Knee. Ya en el campamento, los soldados intentaron que los indios les entregaran sus armas. De repente sonó un disparo y a continuación se produjo un terrible tiroteo. El parte oficial reflejó 300 muertos, de los 350 hombres, mujeres y niños que componían el grupo de nativos. De los soldados habían muerto 25, la mayoría de ellos por fuego amigo. Aquella noche cayó una fuerte tormenta de nieve y muchos de los indios heridos que yacían en el suelo murieron congelados sin que nadie los auxiliara. Lejos de investigar lo ocurrido, el Departamento de Guerra concluyó que no había sido un asesinato deliberado.
El destino se manifestó. En 1890, el mismo año que se produjo la matanza de Wounded Knee, culminó la unión terrestre de la costa este y oeste de Estados Unidos, cumpliéndose el Destino Manifiesto que proclamaron las autoridades de Estados Unidos, su decidida intención de convertir su nación en un poderosísimo territorio que abarcara los litorales del Atlántico y el Pacífico. Pero esa vertiginosa expansión propició el expolio patrimonial y la caída en picado de toda la población nativa. Las muchas enfermedades que introdujeron los blancos en el Nuevo Mundo, los constantes traslados for- zosos de las tribus a míseras reservas y la caza indiscriminada de bisontes agravaron el problema.
En 1880, la gran manada del sur había desaparecido para siempre y unas pocas cabezas de la manada del norte se refugiaron en la zona fronteriza con Canadá. A esta rápida extinción contribuyeron las compañías ferroviarias, que ofrecieron a sus clientes la caza de bisontes desde los vagones del tren como un entretenimiento para aliviar las largas horas de viaje a través de las Grandes Llanuras. La matanza alcanzó su apogeo entre 1870 y 1875, un lustro en el que se exterminó en torno a dos millones y medio de animales. El gobierno finalmente reaccionó en 1902 poniendo bajo protección una pequeña manada que prosperó en el parque nacional de Yellowstone y de la que provienen los bisontes que hoy viven en Estados Unidos.
En su origen, las reservas se implantaron como medidas temporales para que los indios aprendieran aspectos básicos de la cultura occidental (agricultura, ma
nufactura y ganadería), lo que les prepararía para adquirir la ciudadanía. Entre 1887 y 1934, bajo la Ley General de Adjudicación, las reservas se dividieron en parcelas pequeñas y se repartieron entre familias e individuos nativos. Pero aquella política no logró sus objetivos. La vida en las reservas produjo un grave impacto en los indios. Los que tiempo atrás fueron unos guerreros orgullosos y libres pasaron a depender de la caridad que les ofrecía el gobierno estadounidense.
Reconversión obligada. A partir de 1883, la Oficina de Asuntos Indios tomó una serie de medidas contra la cultura indígena, como prohibir las prácticas religiosas de las tribus nativas y la utilización de sus lenguas. También impusieron el corte de cabello a los hombres y la educación básica a los niños, algunos de los cuales fueron enviados a internados que habitualmente se encontraban a cientos de kilómetros de las reservas. Los niños debían evitar cualquier actividad relacionada con su cultura. Muchos de los que acudieron a esos internados tuvieron problemas de adaptación al regresar a sus reservas.
En 1924, el gobierno reconoció por fin los derechos de ciudadanía de los indios. Pero las prácticas religiosas indígenas siguieron estando prohibidas hasta finales de la década de 1970, lo que provocó que buena parte del conocimiento tradicional se perdiera. No es de extrañar el interés que tienen ahora muchos indios jóvenes por las tradiciones y ceremonias religiosas de sus antepasados. Ese redescubrimiento del pasado
Muchos compañeros de los indios que luchaban en la Guerra de Vietnam sólo los habían visto en las películas
les está abriendo los ojos a toda una cultura ancestral cuyos valores conectan con las modernas tendencias de defensa medioambiental y de respeto a la naturaleza.
Impulsados a la autonomía. Durante la presidencia de Franklin D. Roosevelt (1932-1944), el secretario de Interior, Harold Ickes, y el comisionado de la Oficina de Asuntos Indios, John Collier, aprobaron el Nuevo Tratado Indio, que alentó a las tribus a redactar constituciones y a gobernarse por sí mismas. En 1934, el gobierno aprobó la Ley de Reorganización India, que por primera vez apoyó la cultura y la independencia de los indios, que en aquel tiempo tenían sólo el 25% de las tierras que fueron destinadas a reservas en los últimos años del siglo XIX.
En teoría, las tribus eran las propietarias de esas tierras, aunque en régimen de fideicomiso. En realidad, el verdadero propietario era el gobierno federal, que se aseguraba de la correcta administración de las tierras. Durante el gobierno del presidente Dwight Eisenhower (19531961), se promulgó una ley que facilitaba a cualquier indio la posibilidad de abandonar su reserva para insertarse en la sociedad americana. El gobierno les pagaba el transporte y el alquiler de un piso durante algunos meses. Aquella medida sería un completo desastre, ya que dio lugar a guetos en grandes ciudades, como Denver o Los Ángeles.
Los que volvieron a sus reservas se sintieron frustrados. En aquel momento comenzó el grave problema de alcoholismo entre los indios varones. La construcción de grandes infraes- tructuras volvió a afectar a algunas reservas, que fueron trasladadas a otros lugares donde les esperaba mayor aislamiento y un futuro sin oportunidades. La Guerra de Vietnam supuso otro grave varapalo para los indios que fueron reclutados y enviados al sudeste asiático. “Sus compañeros, que sólo los habían visto en las películas, les pedían que los guiaran. Los indios, que se sentían respetados por una vez en la vida, aceptaban y, en medio de la selva, esta gente de pradera y espacios abiertos guiaba a sus compañeros. Obviamente, eran los primeros en morir en los ataques y emboscadas”, escribe Gregorio Doval en su libro Breve historia de los indios norteamericanos (Nowtilus).
Esos ciudadanos invisibles. En noviembre de 1969, la opinión pública estadounidense quedó boquiabierta al comprobar que los indios habían ocupado la abandonada prisión federal de Alcatraz en la bahía de San Francisco (California). Se sorprendieron porque se habían olvidado por completo de la existencia de los indios. La prensa no había ayudado mucho a aclarar cuántos nativos había en el país, qué hacían y dónde vivían. Por ejemplo, el propietario de las famosas Time y Life, Henry Luce, negaba las páginas de sus revistas a cualquier información relativa a los indios. Pero había miles de ellos, y empezaban a pedir a gritos la restitución de sus derechos.
Los que ocuparon Alcatraz lo hicieron en nombre del Tratado de Fort Laramie de 1868, que puso fin a la guerra que había entablado el jefe Nube Roja contra el ejército estadounidense. El texto del viejo tratado mencionaba el derecho de los nativos a reclamar propiedades federales excedentes. Los indios decidieron que la cárcel de Alcatraz era una propiedad federal desocupada, y por esa razón la retuvieron durante 19 meses.
Wounded Knee revisitado. En 1968 se creó en la ciudad de Minneapolis el Movimiento Indio, que buscó protagonismo a través del activismo social y político. Tras ocupar Alcatraz, su segunda acción fue la toma de la población de Wounded Knee en 1973, como protesta por la matanza ocurrida en aquel lugar en 1890 y como reivindicación de sus derechos. Los activistas también exigieron que Washington cumpliera los más de 300 tratados que firmó en el pasado con las tribus indias. El gobierno envió agentes federales y en el altercado se produjo un tiroteo en el que murieron dos indios. Durante 70 días, los medios de comunicación cubrieron la toma india de Wounded Knee.
Tuvieron que pasar doce años hasta que el Tribunal Supremo tomara una decisión favorable a los intereses indígenas: decretó que el Estado debía pagar 105 millones de dólares a los sioux como compensación por la incautación de sus tierras en las célebres Black Hills (Dakota del Sur). Pero los sioux se negaron a aceptar la indemnización. Su deseo era que les devolvieran sus “colinas negras”. En 1870, en su viaje a Washington, el jefe sioux Nube Roja pidió a los políticos y al presidente de Estados Unidos que respetaran sus tierras sagradas: “Dos son las montañas de mi país, las Black Hills y las Bighorn. No quiero que el gran padre (el presidente de EE UU) construya caminos en ellas. Tres veces he repetido estas cosas, he venido ahora para decirlo por cuarta vez”. Pero, indefectiblemente, sus peticiones habían caído en saco roto.
En 1927, Washington volvió a humillar a los sioux al permitir la construcción de gigantescos bustos de cuatro presidentes de Estados Unidos (George Washington, Thomas Jeffer- son, Theodore Roosevelt y Abraham Lincoln) en el monte Rushmore, en el mismo corazón de las Black Hills. La faraónica obra fue inaugurada en 1941, convirtiéndose desde entonces en una de las atracciones turísticas de Dakota del Sur. En un intento de calmar a los sioux, el gobierno federal impulsó hace unos años la construcción de una gigantesca efigie de Caballo Loco en una montaña cercana.
El chollo de los casinos. En julio de 1970, el presidente Richard Nixon apostó de nuevo por la autodeterminación de las tribus indígenas, que es la política que Washington aplica hoy día. En 1990, el presidente George Bush firmó la Ley de Protección de las Tumbas de los Nativos Americanos y de Repatriación de sus Cuerpos, que obligaba a las distintas administraciones a devolver los restos que tuvieran en su poder. En la década de 1980, el gobierno del presidente Ronald Reagan impulsó una política de privatización que favoreció la puesta en marcha del gran negocio de los juegos de azar en las reservas indias.
Gracias a la Ley para la Reglamentación del Juego en las Tierras Indígenas de 1988, las tribus nativas pu-
dieron poner en marcha todo tipo de establecimientos dedicados a los juegos de azar, un negocio redondo ya que, además, las tribus no pagan impuestos por esta actividad económica. En 2006, las distintas tribus tenían en funcionamiento 350 casinos que ingresaban anualmente unos 20.000 millones de euros, lo que permitió que se incrementase hasta un 27% la renta per cápita de los indios.
Con el objetivo de reducir las muy altas tasas de pobreza de la población india, las leyes federales han decretado que al menos un 60% de los beneficios de los casinos debe ser destinado a proyectos que mejoren las condiciones de vida en las distintas comunidades. Sin embargo, los abogados de los clanes indígenas utilizan muchas argucias para sortear estas leyes. De las 560 tribus indias existentes en Estados Unidos, 224 han puesto en marcha establecimientos que, de un modo u otro, se dedican a los juegos de azar y las apuestas.
Haciéndose con los negocios. El mayor casino del país es Foxwoods, en manos de la tribu mashantucket pequot, en Connecticut. Los indios cahuillas poseen el casino Morongo de Palm Springs, en California, que ingresa anualmente unos 10.000 millones de euros. Por su parte, los indios semínolas compraron en 2006 la cadena de restauración Hard Rock Café por unos 725 millones de dólares. La cadena Hard Rock Café, que se caracteriza por incluir en sus establecimientos objetos de artistas del mundo de la música popular, se
A pesar de las ayudas estatales y el éxito de los casinos, perviven problemas como el alcoholismo o la obesidad
compone de más de 120 restaurantes en todo el mundo, tres de ellos en España (en Madrid, Barcelona y Gran Canaria). Esta tribu, que explota 50 casinos, posee también varios hoteles en Estados Unidos.
El negocio del juego es una actividad en auge. Según datos oficiales de la Comisión Nacional del Juego Indio, el volumen de negocio conseguido en 2006 duplicó el de cinco años atrás, en 2001. Algunas voces críticas señalan que la llegada de los casinos a las reservas indígenas ha provocado cambios culturales y la aparición de una nueva élite india capitalista que está propiciando discordia en las tribus más ortodoxas, que defienden las tradiciones más puras. Asimismo, critican todo lo que se mueve en torno a los casinos, como la prostitución, los locales nocturnos, el incremento del alcoholismo, la delincuencia y la aparición de bandas.
Otras opiniones reconocen que el negocio que se mueve alrededor del juego está paliando el paro que sufre la población nativa, que años atrás llegó a cotas inaceptables. Además, arguyen, la concesión de licencias para la apertura de casinos es una forma de compensar el expolio de tierras que sufrieron las tribus nativas en el pasado. Por si fuera poco, el juego ha promovido el turismo, lo que ha incrementado el número de hoteles, restaurantes, tiendas y grandes centros comerciales.
Reclamación desestimada. Por su parte, los indios onondags han rechazado la concesión de licencias de casinos, ya que sus costumbres prohíben la venta de alcohol y el juego. En cambio sí reclaman al Estado de Nueva York las tierras que les fueron expoliadas hace 200 años. Recientemente han apelado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, un organismo autónomo de la Organización de Estados Americanos (OEA), donde han presentado una denuncia por la violación de sus garantías fundamentales. En octubre de 2013, el Tribunal Supremo estadounidense desestimó escuchar su caso. Los integrantes de la tribu proclaman que no buscan el dinero que proviene del juego, sino su derecho a proteger y visitar los lugares sagrados de sus antepasados.
Otras tribus indias también tomaron la iniciativa de reivindicar sus patrimonios. Una de ellas, descen-
diente de los mohicanos y encabezada por el jefe Águila Dorada, reclamó en 1997 ante los tribunales de Albany la propiedad de las famosas islas Liberty y Ellis, situadas frente a la ciudad de Nueva York. Al igual que les está ocurriendo a los indios onondags con su reclamación al Estado de Nueva York, la justicia estadounidense echó atrás el proceso que planteó el jefe Águila Dorada.
Mezclados y esparcidos. Actualmente hay unos cuatro millones de personas que se identifican como indios estadounidenses, aunque el 80% de ellos es de sangre mestiza. Esta población está distribuida a lo largo y ancho de todo el país, y cerca del 70% vive fuera de las reservas. En 2008, el presidente Barack Obama apoyó la soberanía nativa, lo que garantiza el derecho de los grupos indígenas a seguir operando y legislando como gobiernos federales. Esto significa que poseen el derecho absoluto de hacer cumplir sus propias leyes (tanto en el terreno civil como en el criminal), a repartir parcelas, cobrar sus propios impuestos y controlar el acceso a sus territorios. Aunque, por ahora, no pueden acuñar moneda, establecer relaciones con naciones extranjeras ni declarar la guerra.
Las tribus reciben ayudas federales de forma proporcional al número de sus miembros. Además, cada indígena norteamericano recibe una renta anual. Sin embargo, a pesar de estas ayudas y del reciente progreso económico alcanzado con los juegos de azar y los casinos, muchos indios siguen sufriendo problemas de salud (obesidad y alcoholismo) derivados de la pobreza y de los avatares históricos que han sufrido durante mu- chos años. Hoy por hoy, una parte importante de la comunidad indígena se ve como un país dentro de otro.
Pero no todo es marginación, problemas de salud y falta de oportunidades. Algunos nativos han logrado convertirse en personajes de relevancia en la sociedad americana, como el astronauta John Herrington, indio de la tribu chickasaw que viajó en el transbordador espacial en 2002, llevando artefactos indígenas sagrados y la bendición tribal al espacio, o el actor indígena Wes Studi, que se hizo famoso en las películas El último mohicano y Gerónimo: una leyenda americana.
Vientos de vitalidad. En los últimos años, la comunidad india está experimentando una gran vitalidad. Las tribus tienen más presencia en los Estados donde están ubicadas. Las comunidades administran servicios, como la gestión de recursos naturales y la lucha contra incendios, que benefician a todos los ciudadanos, sean o no indígenas. Los 560 gobiernos tribales ejercen una serie de derechos soberanos y son creadores de miles de puestos de trabajo, contribuyendo con millones de dólares a las economías de los Estados en los que se asientan. Wilma Mankiller, ex jefa de la nación cherokee, cree que todos esos adelantos benefician a todos en la comunidad y no solamente a los pueblos indígenas. “La Historia, la actualidad y el futuro de los gobiernos tribales de Estados Unidos están entrelazados a los de sus vecinos”, afirma Mankiller.