Becerrillo, el terror de los indígenas
Las crónicas de los primeros años de la conquista americana exageraban su poder, sus descomunales y devastadoras mandíbulas aterrorizaban a los indígenas que pensaban que estaban ante un monstruo demoniaco, un asesino de cuatro patas cuya furia en el ataque paralizaba a los enemigos de los conquistadores. Sin embargo, no era un engendro bárbaro, no era una alimaña de poderes destructores y extraordinarios. No, Becerrillo era un simple perro, de raza alana, que se ganó una fama legendaria por su inteligencia y capacidad para combatir al enemigo. “A media noche si se escapaba un preso, aunque fuese a una legua, diciendo ‘ido es el indio’ o ‘búscalo’, daba en el rastro y lo traía”. Así reflejaba el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo las peculiaridades que hicieron de Becerrillo uno de los más famosos canes de la historia de nuestro país. Su gran tamaño y su inteligencia resultaron decisivos a la hora de convertirlo en el terror de los indígenas. No hay que olvidar que en la América precolombina jamás habían visto canes de esta raza, de aquel tamaño, jamás ejemplares tan agresivos y agudos como Becerrillo. El misionero leonés Bernardino de Sahagún, quien llegó a Nueva España (actual México) en el año 1529, refería ese terror que despertaban Becerrillo y sus iguales, indígenas que se decían atacados por “perros enormes, con orejas cortadas, ojos de fiera de color amarillo inyectados en sangre, salvajes como el demonio y manchados como los jaguares”. Pero más allá del asombro que suscitaban los alanos por su fisonomía en los habitantes americanos, no es de extrañar que levantasen tal temor en ellos. Sus características físicas, el vigor, rapidez y el excelente entrenamiento del que habían gozado, hacía de ellos unos perros de presa de los que resultaba casi imposible escapar a los indígenas. Pero hablamos de Becerrillo, que por algo fue el que se llevó la fama. La leyenda que su voracidad y sagacidad le creó, aseguraba que poseía unas peculiaridades que iban más allá de los propias de los perros. Además de una fide- lidad extraordinaria, llamaba la atención su capacidad para comprender quiénes eran los que estaban del lado de sus “jefes”; por el contrario, si eran indígenas rebelados contra el poder conquistador, los trataba sin ningún tipo de piedad. Además, en el campo de batalla hacía gala de una destreza feroz que implicaba normalmente la huida de quienes ante él se encontraban. Fue tal el valor que tenía Becerrillo para el ejército castellano, que recibía –suponemos en manos de su dueño, Alonso de Salazar– el mismo sueldo que el de un ballestero, además de ser alimentado con una doble ración de comida. No era para menos…
Becerrillo murió atravesado por una flecha indígena. Sin embargo, un descendiente directo suyo, Leoncino, acompañó en sus conquistas a Núñez de Balboa y poseyó un carácter semejante, que lo convirtió también en uno más entre los protagonis- tas míticos en las conquistas españolas. Pero no todo fueron perros para la historia. Según denunció Bartolomé de las Casas, más allá de estos nombres propios, de estos canes que aterrorizaron a los indígenas en las primeras décadas de la conquista americana, lo cierto es que durante muchos años y por diferentes desaprensivos fueron simplemente entrenados para el esparcimiento del ejército. Y por supuesto, nada de una diversión relajada y respetuosa. Fueron habituales las peleas a muerte entre estos animales, a los que trataban de rabiar, sin proporcionarles nada de comer, para que así lucharan con la mayor furia. También se dieron no pocas luchas a muerte entre los canes y prisioneros indígenas.