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MAYBELL LEBRÓN

  LOOR A UN AJUSTICIADO - Cuento de MAYBELL LEBRÓN


LOOR A UN AJUSTICIADO - Cuento de MAYBELL LEBRÓN

LOOR A UN AJUSTICIADO

Cuento de MAYBELL LEBRÓN

 

         El arroyo corría limpio y crecido, barbado de pastos, única alegría en el paisaje, rojo de tierra y cielo, en ese ocaso de ascua monstruosa. A ratos, los gritos de la prisionera hendían el silencio del aire quieto, donde ya nada alentaba; se habían comido hasta las lagartijas.

         Le vi venir, las manos atadas a la espalda; el rostro viril, pálido y contraído, mostraba dos gruesas venas azules aleteándole en las sienes. Reconocí al alférez pero no le saludé: el recuerdo de San Fernando me empapó el cuerpo de un sudor viscoso y hediondo.

         Generoso, había resbalado la mirada sobre mí, desapareciendo en la pieza tribunal. A pesar de saber que él tenía razón, le había negado el saludo. Cientos de cadáveres eran la cuota diaria para mantener con vida al Mariscal, nuevo Cronos devorando a los suyos.

         "Ya vendrán otros con más suerte que yo, y lo matarán; yo no la tuve, eso es todo", le dijo. No fue todo; al tirano le disgustó tanto coraje; lo hizo apalear, una y otra vez: era una pulpa sanguinolenta, arrastrándose, cuando murió solito en Capiivary.

         El día en que Aquino confesó, el aire se hizo más espeso; la gente andaba boqueando, sin decir palabra. Temíamos mirarnos. Lo mejor era ignorar; ni los hijos defendían a sus padres; lloraban con los ojos abiertos, escondiendo las lágrimas para no ser juzgados como cómplices.

         Y ahora lo traían también a él: no era mi padre, pero como si lo fuese. Si López mismo, hacía poquito nomás, lo había ascendido a coronel, dijeron que por fiel y corajudo, y seguramente fue cierto.

         Al recibirlo con el mate, después de la batalla, chupaba la bombilla con labios temblorosos de cansancio: la sangre suya y la de otros formaba, con la ropa, una costra pegajosa de olor dulzón y nauseabundo, que a mí me daba arcadas, y él ya ni sentía. "A una madre no se la abandona cuando está en agonía", decía, "aunque te haga sufrir, merece el sacrificio", y miraba hacia otro lado, no pensara yo que era flojo. Eso, ni por si acaso. Era valiente y bueno; el calor de su mano revolviéndome el pelo me hacía sentir como un cachorro, con ganas de abrazarlo. Por eso no pude comer aquel día; mi estómago era un agujero palpitando en medio del cuerpo.

         Y allí, delante de todos, con una calma inquietante, le dijo que sabía de su inocencia pero lo mismo lo mandaría fusilar pues, como encargado de la custodia de él, del Mariscal-Presidente, era obligación suya saber de las conspiraciones.

         De pie, en el patio de tierra, el sol hacía relucir las flamantes presillas de coronel en tanto gruesas gotas de sudor, oscuras de polvo, se prendían a su frente como efímeros cascarudos tornasolados. Las ligaduras de las muñecas lo obligaban a echar el cuerpo hacia atrás en un impensado gesto de arrogancia que revelaba la nobleza de su porte. Su voz sonaba opaca, vehemente: "Le aseguro, yo estuve ajeno a esta conspiración. Soy joven y tengo aún energía para salvar a mi patria y a usted. Deme, Excelencia, esa oportunidad pues bien sabe usted de mi devoción hacia su persona". La fría mirada de otros ojos azules le entregó el cruel mensaje: todo estaba perdido.

         Un suave viento indiferente se llevó el llanto de la Lynch y su pedido de clemencia. Iba a ser ajusticiado como escarmiento y por algo que ignoraba: resultaron inútiles su lealtad y su arrojo. La barbilla temblaba bajo el surco recto de los labios apretados; el pelo rubio le chicoteó en una convulsión involuntaria al sentir que le desenvainaban el largo sable de caballería, por orden del Mariscal. Sin su alazán, sin su arma, me pareció desnudo. Y otra vez, el helado zarpazo del terror anuló nuestras gargantas.

         Muchos cayeron ese día. A él, por lo menos, lo fusilaron de frente. El lago de sangre se extendió, impasible, un poco más; mientras, el miedo y el asco nos hicieron acostar temprano, avergonzados de nosotros mismos.

         Aquella noche, bajo las mantas y las carretas, hubo llanto por esa muerte despiadada y sin sentido: supe, desde el fondo de mi pena, que el nombre del Coronel Mongelós sería rescatado del deshonor para recibir el merecido homenaje de su pueblo.

 

 

MAYBELL LEBRON

 

         Miembro de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP), cofundadora de Escritoras Paraguayas Asociadas (EPA); miembro de Amigos de la Academia de la Lengua Española; de los Talleres Literarios Cuento Breve – Prof. Dr. Hugo Rodríguez-Alcalá - Prof. Dr. Carlos Villagra Marsal; del Club del Libro N° 1.

         Libros editados: Memoria sin tiempo - cuentos (1992); Puente a la luz - poemas, Premio "Voces Nuevas" (1994); Pancha - novela, Premio "Roque Gaona" (2000); Ayer, tal vez mañana - poemas (2003); El eco del silencio - cuentos (2005); Cenizas de un rencor - novela (2010).

         Ediciones colectivas: Tiempo de contar; Criaditas; Muestra de la poesía de hoy en el Paraguay; siete volúmenes del Taller Cuento Breve.

         Cuentos premiados. Orden superior – P. "Veuve Clicquot Ponsardin "; Gato de ojos de azufre - P. "Néstor Romero Valdovinos "; Desvarío - 10° Concurso de Cuentos Club Centenario.

         Sus cuentos y poemas son publicados en revistas literarias de nuestro país y del extranjero, y en diversas antologías, en castellano e inglés. Pancha ha sido elegida para la serie "Educando" por el Instituto Superior de Educación (ISE) como prototipo de novela.

 

 

 

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Y SIGUEN LOS CUENTOS, 2012

HOMENAJE A SU FUNDADOR

Profesor Dr. HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ

TALLER CUENTO BREVE

Coordinación: DIRMA PARDO CARUGATI y STELLA BLANCO DE SAGUIER

Editorial Arandurã

Asunción – Paraguay. Noviembre 2012 (132 páginas)

 

 

 

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