Por Augusto Román

A menudo escuchamos que la gente se refiere a los amantes del vino como gente “snob”, en el peor sentido de la palabra.

Además de que me parezca que el esnobismo no tiene por qué ser malo, el vino es parte de nuestra historia como especie, y dudo mucho que su consumo actual sea producto de una moda o de un momento fijo en la historia.
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El vino es y fue una de las manifestaciones culturales por excelencia. Es, quizás, el equivalente gastronómico a la poesía en una lengua.

El vino es, señores, sin duda, la esencia pura de nuestra inteligencia, del poder de transformar el mundo en algo sublime y perfecto, si es que existe algo a lo que podamos llamar perfecto.
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Hablar del vino, es hablar del hombre. Es entender los bajos instintos, haberlos vivido, para luego transformar la embriaguez soez y dañina, en el puro arte de la libación hedonista.

Y es que para el bebedor de vino, la embriaguez es un molesto efecto secundario del disfrute pleno de los sentidos.

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