La fealdad en la búsqueda de la belleza

La fealdad en la búsqueda de la belleza Por Majo Pérez

Francis Bacon (1967): Triptych  La fealdad en la búsqueda de la belleza

El descanso de un concierto o una ópera es el momento de comentar ‘las jugadas’ de lo que se acaba de ver, de saludar a conocidos a los que solo te cruzas en el teatro y de cotillear un poco, por qué no reconocerlo. Durante el descanso de una velada operística que pude disfrutar este verano, en el marco de un festival, me llamó la atención que en dos de los grupos en los que  me dejé caer el tema de conversación era el mismo: las expresiones faciales tan raras, casi grotescas, que ponía al cantar uno de los protagonistas. El chico es joven aún y atractivo, y no era la primera vez que lo veíamos encima del escenario: se trata de un cantante consagrado en lo más alto del panorama operístico. Además, en este caso, interpretaba a un noble caballero que lucha heroicamente contra el mal, no a un personaje monstruoso.

Los aficionados podrían haberse explayado sobre la calidad de sus coloraturas y ornamentaciones, sobre la gran extensión de su registro, sobre su capacidad de transmitir…  Pero el comentario que se repetía entre risas de boca en boca era ‘¡hay que ver qué feo se pone!’. Yo no dije nada en ese momento. Supongo que asentí ligeramente y sonreí por no parecer descortés o distraído. Total, en los corrillos, los temas de conversación se suceden con bastante rapidez. Sin embargo, este tema no ha parado de rondarme la cabeza desde entonces y necesito sacármelo escribiendo al respecto.

Tras mucho meditar, he llegado a la conclusión de que, en puridad, este fenómeno de las caras raras, por llamarlo de alguna manera, solo se da en escenarios de dos tipos: en los líricos y en los flamencos. Alguien intentará rebatirme aludiendo, por ejemplo, a las muecas que hacen los cantantes de rock metal y estilos similares. Pero entre unos y otros hay una diferencia fundamental: las expresiones faciales de estos cantantes del heavy están codificadas; conllevan una intención comunicativa del emisor que puede ser interpretada por los espectadores: rabia, burla, estupor, complicidad… En cambio, la extrañeza con la que esa noche de ópera los aficionados comentaban las caras del protagonista nace precisamente de que estas no corresponden a ningún código; no tienen detrás ninguna intención comunicativa que descifrar.

¿De dónde nacen, pues, estas muecas imposibles de los cantantes de ópera y flamenco? He aquí el quid de la cuestión. Creo que dieron tanto de que hablar durante aquel descanso porque indican hasta qué punto en la lírica y el cante hondo todo el cuerpo de un intérprete se convierte en instrumento. La concentración, el sentimiento puro, la búsqueda de oquedades, de la proyección perfecta… pasan por encima del repertorio gestual compartido socialmente, aun al precio de perder rasgos humanos. Y, paradójicamente, al mismo tiempo no hay nada más humano que esta renuncia buscada de la propia humanidad en aras del arte más sublime. No hay mejor música que la brota de la verdad.

Este acto de generosidad suprema por parte de los artistas se ve recompensado por el público. No conozco seguidores más apasionados, más incondicionales, que los de la lírica y el flamenco. La inversión de dinero, de horas de estudio, de escucha atenta, de peregrinar por teatros (o por tablaos), las virulentas discusiones que se originan para establecer quién es mejor, quién canta más puro, la mitomanía, la nostalgia omnipresente de una época de esplendor que quizá nunca ha existido, el coleccionismo… son solo algunos de los síntomas de esta enfermedad incurable. Y vuelvo a contemplar con dolor cómo todo apunta a que ella, una de las más grandes divas de la historia, siguiendo quizá los consejos de un asesor de imagen que nunca ha experimentado la magia, el duende del arte más arte, se ha vuelto a inyectar bótox por toda la cara. ¡Feliz cumpleaños, querida! Pero te querríamos igual con arrugas. La fealdad en la búsqueda de la belleza