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Greco, El. Domenicos Theotocopoulos

Fernando Marías

(Candía, Creta, 1541-Toledo, 1614). Pintor español de origen griego. Nacido en la capital de la isla de Creta, territorio de la República de Venecia, en el seno de una familia griega, pero probablemente de religión católica más que ortodoxa, y cuyos miembros trabajaban como colaboradores del poder colonial, se formó como pintor de iconos siguiendo los dictados de la tradición artística tardobizantina, y asimilando parcialmente -gracias al uso de grabados italianos- algunas de las fórmulas del renacimiento italiano, que incorporó de manera aislada. En 1563 era ya maestro de pintura y en 1566 solicitaba permiso para que se le tasara un icono de la Pasión, para poder venderlo en lotería; en 1567 pasó a Venecia, donde residió hasta 1570 y donde, más que ser discípulo de Tiziano, pudo aprender su estilo desde fuera de su taller; en la ciudad de la laguna se afianzó lentamente en el dominio del arte occidental del renacimiento véneto, en su empleo del color, la perspectiva, la anatomía y la técnica del óleo, aunque no abandonara por completo sus usos tradicionales. Tras un viaje de estudios por Italia (Padua, Vicenza, Verona, Parma, Florencia), se instaló en Roma, donde permaneció hasta 1576-1577, en contacto con el círculo intelectual del cardenal Alejandro Farnesio -que frecuentaban diversos religiosos y hombres de letras españoles- e inicialmente estuvo alojado en el ático de su palacio. En 1572 fue expulsado de la servidumbre del cardenal e ingresó, con derecho a abrir su propio taller, en la asociación gremial romana, la Academia de San Lucas, trabajando preferentemente desde entonces como retratista y en pequeñas obras religiosas para clientes particulares, en un estilo mucho más italianizado y avanzado; no obstante, no debió de conseguir éxitos de envergadura, por lo que decidiría emigrar. Desconocemos las razones -es hipótesis su interés por entrar al servicio de Felipe II, con ocasión de la obra decorativa del monasterio de El Escorial- de su viaje a España, donde se encontraba ya en la primavera de 1577, en Madrid y luego en Toledo, donde contrataría con la catedral y el monasterio de Santo Domingo el Antiguo los primeros lienzos aquí documentados, el Expolio para aquélla y tres retablos para éste, de los que dos lienzos se conservan en el Prado. Consigo trajo, y con él vivió hasta su muerte, a un joven ayudante italiano, Francisco Prevoste; en 1578 nació su hijo Jorge Manuel Theotocópuli (la forma italianizada de su apellido que usaron en España), fruto de unas relaciones efímeras con Jerónima de las Cuevas, mujer que procedía del medio artesanal toledano. Desde esta fecha, Dominico «El Griego» reside en Toledo, de donde saldrá en escasas ocasiones, siempre por motivos laborales. Su vida transcurre sin pasar por episodios señalados si descontamos sus nueve pleitos documentados, incoados por él mismo o por algunos de sus clientes, ya fuera a causa del valor y precio por el que se tasaban sus lienzos o por las quejas, de orden técnico o por razones iconográficas, que levantaron algunos de ellos, como el propio Expolio o la Virgen de la Caridad de Illescas (Toledo), al inicio y final de su carrera. Tras ver rechazado en 1584, por Felipe II y la congregación jerónima escurialense, su encargo regio del Martirio de san Mauricio, para uno de los altares de la basílica, el Greco amplió su taller, iniciando la producción de retablos -no solo de lienzos- para conventos y parroquias de la ciudad y del arzobispado toledano, así como de cuadros de dimensiones reducidas para una clientela de carácter privado más que institucional. Naturalmente, sus principales trabajos consistieron en la ejecución global de retablos para monasterios, parroquias y capillas, sucediéndose los de la parroquia de Talavera la Vieja (Cáceres), la capilla de San José y la capilla del Colegio de San Bernardino de Toledo, el Colegio de la Encarnación o de doña María de Aragón de Madrid, la iglesia del Hospital de Nuestra Señora de la Caridad de Illescas, la capilla Oballe de la parroquia de San Vicente Mártir o los del Hospital de San Juan Bautista o Tavera, también de Toledo, que dejó sin acabar a la hora de su muerte. Contrató, a veces con su hijo, otros muchos que nunca llegó a ejecutar, como el del monasterio regio de Nuestra Señora de Guadalupe (Cáceres). En algunas de estas últimas obras, el Greco tendió a proyectar de forma innovadora conjuntos artísticos plurales, en los que se combinaban las esculturas, la arquitectura de los retablos con sus lienzos y otras telas empotradas en muros o bóvedas, concibiéndolos como complejos sistemas formales y visuales que debieron producir -hoy es difícil encontrar alguno en su estado original- efectos fascinantes. Proyectó, por lo tanto, obras de escultura y de arquitectura, disciplina ésta que le interesó vivamente a lo largo de su carrera española y en la que, a pesar de no diseñar ningún edificio, adoptó una postura de franca oposición a los postulados locales contemporáneos, marcados desde la corte por el arquitecto real Juan de Herrera y, en Toledo, por sus fieles seguidores. En un ambiente refinado, probablemente gastando más de lo que ingresaba por su trabajo, y rodeado por la intelectualidad académica toledana y un breve grupo de amigos italianizados y helenistas, el Greco murió sin dictar testamento el 7 de abril de 1614, dejando una obra elogiada por los poetas culteranos Luis de Góngora y fray Hortensio Félix Paravicino, y coleccionada por los entendidos en el arte de la pintura; también disfrutó en vida y dejó fama de «extravagante», singular y paradójico por su pensamiento teorético y su estilo personalísimo, fácilmente reconocible como suyo, mitificado por sus colegas a causa de sus tentativas por la dignificación social de la profesión pictórica, criticado también por los más intransigentes teóricos contrarreformistas por sus licencias formales e iconográficas -de tono, conjunto o detalle-, quienes rechazaban su desmedido interés por los aspectos superfluos, formalistas, de sus obras y el carácter inapropiado de sus realizaciones religiosas desde el punto de vista funcional más importante para la época, que incentivaran en el espectador los deseos de rezar, como señalara en 1605 el historiador jerónimo de El Escorial fray José de Sigüenza. Su arte, repudiado por la Ilustración dieciochesca, fue redescubierto por los románticos y los pintores franceses del siglo XIX, que produjeron una interpretación concordante con sus propios intereses, iniciándose por parte española la apropiación españolista del hasta entonces tenido por un griego discípulo de Tiziano; también el interés general por la pintura de Velázquez hizo volver los ojos hacia el candiota, el único precedente del sevillano realmente original que se vio en la historia de la pintura española; la Generación del 98 lo entendió como representación del espíritu religioso español del siglo de oro, en relación estrecha con los más altos hitos de la cultura religiosa, en su vertiente literaria, de la época: la mística de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz; las corrientes pictóricas de comienzos del siglo XX lo vieron como un precedente de sus preocupaciones expresionistas, subjetivistas y atormentadas, libres y opuestas a la imitación servil y mecánica de la realidad. En la actualidad, la interpretación de la pintura del Greco se encuentra en pleno proceso de renovación y debate; han sido puestas en entredicho su vinculación con la espiritualidad de los carmelitas descalzos y su identificación con los valores hispanos, al subrayarse su italianismo artístico y cultural, sobre un estrato griego, y el carácter filosófico de su arte, centrándose en su interés por la función formal y embellecedora del mismo como medio de conocimiento de la naturaleza. Frente al artista místico y arrebatado, ha surgido la figura del pintor esteticista e intelectual, filósofo, que se tuvo por «genio», ajeno a las preocupaciones de los devotos y eruditos contemporáneos, bien al servicio voluntario de los intereses de la Contrarreforma católica vigente en la España de Felipe II y Felipe III, de la que se habría convertido en perspicaz intérprete, o bien ajeno a este tipo de problemas y, por tanto, dedicado en exclusiva y a contracorriente al desarrollo de una pintura personal y formalista, de acuerdo con sus propios postulados teóricos relativos al arte, que dejó en forma de anotaciones personales en libros de su rica biblioteca, como en los márgenes de las Vidas, de Giorgio Vasari y de Architettura, de Vitruvio. Este abanico de posibilidades constituye una respuesta lógica a este personaje, que ya en su tiempo era considerado como singular y paradójico, y demuestra el interés que sus realizaciones han despertado entre críticos e historiadores del arte y la cultura, como en cualquier espectador que se aproxime a sus obras y experimente la atracción y el desconcertante efecto de sus pinturas. El Prado conserva también lienzos del retablo del colegio de los agustinos de Doña María de Aragón (1596-1600), como La Anunciación, El Bautismo de Cristo y La Crucifixión, así como dos -La Resurrección de Cristo y Pentecostés- cuya adscripción a este retablo es muy discutible. Más tardío es Adoración de los pastores (1612), procedente de su retablo funerario de Santo Domingo el Antiguo. Otras obras, al lado de algunas imágenes devocionales de procedencia incontrolable, son los cuatro del Apostolado de Almadrones (Guadalajara), que se ha supuesto iniciado por Domenicos y concluido, tras su muerte, por su hijo Jorge Manuel y el taller de Toledo, obras, por lo tanto, muy tardías y restauradas.

Obras

Bibliografía

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