El peor terremoto del siglo XX en Bolivia casi destruye Aiquile
El 5 de junio de 1998, dos semanas después del terremoto que la destruyó, en la madrugada del 22 de mayo de ese año, el panorama de Aiquile era sobrecogedor. En el ambiente se respiraba una especie de temor paralizante, roto apenas por los trabajos de demolición, y alargado por el deambular de la gente que caminaba sin prisa entre los escombros, en medio de las nubes de polvo.
Toda actividad comercial o productiva estaba interrumpida. En ese penoso suspenso que sufrían los aiquileños que no se fueron, y se quedaron sin techo, la vida comenzaba a reorganizarse lentamente en los varios campamentos instalados para acogerlos.
Mientras las máquinas terminaban la destrucción, las tareas de auxilio y asistencia se ejecutaban sin bullicio y la esperanza en la reconstrucción parecía fortalecerse en los espíritus de las víctimas del seísmo.
Antes de que termine la primera hora del viernes 22 de mayo de 1998, la rutina de esta ciudad se cortó brutalmente igual que el sueño profundo de sus habitantes.
En ese momento, alrededor de las 00:40, el tremendo sacudón telúrico derrumbó la tranquilidad de esta aglomeración urbana y envió al pasado la vida cotidiana inmediatamente anterior de más de 5.000 personas. Unos 40 minutos antes se había producido un sismo de mediana intensidad, una especie de anuncio de la hecatombe que despertó a muchos aiquileños.
Al temblor de mayor magnitud, precedido de un ruido estremecedor, le siguió la oscuridad, el polvo que inundó la atmósfera, los gritos…
Luego del espanto, los aiquileños escaparon de esos techos y paredes que caían sobre ellos. Pero más de 40 personas no pudieron evitarlos y murieron.
A los sobrevivientes les quedó el temor renovado por nuevos temblores menos intensos, la desolación de sus casas destruidas y, a pesar de la incertidumbre del repentino vacío, la voluntad de quedarse en Aiquile.
Partidas verticalmente, algunas casas recordaban a las de muñecas. Una vivienda semiderruida por el sismo mostraba, en su segundo piso, una cama destendida que parecía aún tibia.
El espectáculo evocaba un escenario de teatro. Pero eso no era ficción y la realidad sobrecogía a tal punto que las emociones se agolpaban indefinidas y confusas en el espíritu sorprendido por la brutal destrucción.
El terremoto no sólo destrozó las casas —lo que ya fue atroz— sino que la gente que vivía en ellas vio, repentinamente, sus vidas privadas expuestas, sin reservas.
Los hogares se desparramaron en la calle. Peor aun, en algunos lugares las calles también habían casi desaparecido: el reino del vacío surgió de entre los escombros y el polvo.
En la plaza principal, el kiosco central y las veredas que la atraviesan estaban ocupados por muebles, bultos con ropa y enseres, algunas tiendas de campaña y otros abrigos de fortuna.
En otra acera, los obreros terminan de recuperar puertas y ventanas de una maltrecha casa condenada a la demolición. Al lado en el atrio de la iglesia, unas moles reposan pesadamente. Arriba, las dos torres cercenadas del templo elevan al cielo las aristas de sus ruinas.
MUCHAS RÉPLICAS DURANTE DOS MESES
El viernes 22 de mayo de 1998, a las 0:15 horas ocurrió un sismo de intensidad 5,5 según la escala de Richter, posteriormente, a la 1:45, se produjo un terremoto de intensidad de 6,8 en la misma escala.
El movimiento sísmico se sintió en todo el eje central del país. Durante los primeros dos meses se registraron más de 2.600 réplicas.
El terremoto afectó a las provincias: Carrasco, Campero y Mizque, seis municipios y unas 300 comunidades. Aiquile, Totora y Mizque, las más pobladas, fueron las más afectadas. La ayuda se dirigió principalmente a esas localidades debido a la magnitud de los daños.
La mayoría de las personas que resultaron heridas o muertas dormía cuando ocurrió el sismo.
“ERA UN PUEBLO BONITO QUE ESTABA YENDO ARRIBA”
Cerca de una esquina de la plaza principal, junto a un montón de muebles, cajones y otros objetos, una pareja de edad madura terminaba de responder a las preguntas de una funcionaria del Viceministerio de Vivienda. Él es punateño de origen y maestro de profesión, ella es aiquileña y trabajaba en una ONG.
“Mi casa es esa de las esquina. Dormíamos en el segundo piso. La vida aquí era muy placentera, tranquila, era un pueblo muy pujante que se estaba levantando. Bonito atractivo, estaba yendo para arriba. Había de todo, incluso teníamos cierto movimiento económico”, contaba, el 5 de junio de 1998, el profesor Saúl Loma, en tono acongojado.
El mismo profesor confiesa hoy que aún vive en alerta.