La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos

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Capítulo Tercero

A las dos, puntual, me presenté en la oficina. Kyle estaba saliendo con un plato todavía intacto entre las manos, con el aire de quien quiere mandar al diablo todo y a todos y trasladarse a otra parte del mundo.

—Está de pésimo humor, y no quiere comer nada —balbuceó.

El pensamiento de haber sido yo la causante involuntaria de su estado de ánimo hirió en lo profundo mi ser, cada fibra, cada célula. Nunca he hecho mal a nadie, siempre caminando casi en punta de pies para no molestar, atenta a cada palabra para no herir.

Crucé el umbral, con una mano apoyada en la hoja de la puerta dejada abierta por Kyle. Cuando entré, sus ojos se alzaron.

—Ah, es usted. Entre, señorita Bruno. Dese prisa, por favor.

No perdí tiempo en obedecer. Hizo deslizar sobre el escritorio varias hojas cubiertas por una fina caligrafía masculina.

—Envíe estas cartas. Una al director de mi banco, y la otra a las direcciones indicadas en el pie de página.

—Inmediatamente, señor Mc Laine —contesté con deferencia.

Cuando levanté la mirada y vi su rostro, noté con alegría que le había vuelto la sonrisa.

—Qué formales estamos, señorita Bruno. No hay prisa. No son cartas tan importantes. No es cuestión de vida o muerte. Soy un muerto viviente desde hace ya muchos años.

A pesar de la crudeza de su declaración parecía que le había regresado el buen humor. Su sonrisa era contagiosa y calentó mi alma alborotada. Por suerte no le duraba mucho el malhumor, pero sus cóleras eran inquietantes y violentas.

—¿Sabe conducir, Melisande? Debo enviarla a traer algunos libros de la biblioteca local. Sabe..., investigaciones. —Su sonrisa fue sustituida por una mueca de burla—. Naturalmente no puedo ir yo —añadió, a manera de explicación.

Incómoda, apreté más las hojas entre las manos, corriendo el riesgo de arrugarlas.

—No tengo el permiso, señor —me disculpé.

La sorpresa alteró sus bellísimos rasgos.

—Pensaba que la juventud de hoy tuviera prisa de crecer exclusivamente para obtener el derecho a conducir. Incluso, lo hacen antes, a escondidas.

—Soy diferente, señor —dije lacónica. Y lo era realmente. Casi alienígena en mi diversidad.

Me escudriñó con esos ojos negros, más penetrantes que un radar. Sostuve su mirada, inventando en ese momento una excusa plausible.

—Tengo miedo de conducir, y con un semejante antecedente, acabaría solo por ocasionar desastres —expliqué de prisa, alisando las hojas que yo misma había arrugado.

—Después de tanta sinceridad por su parte, siento el olor a mentira —dijo casi cantando.

—Es la verdad. Podría realmente... —Perdí la voz por un largo instante, luego continué—. Podría realmente matar a alguien.

—La muerte es el mal menor —susurró. Bajó los ojos sobre sus piernas, y contrajo la quijada.

Me maldije mentalmente, de nuevo. Era realmente una creadora de problemas, incluso sin un volante entre las manos. Un peligro público, imperdonablemente insensible, hábil sólo para meter la pata.

—¿Quizá lo he ofendido, señor Mc Laine?

La ansiedad se dejó entrever en mi pregunta, y lo despertó de su sopor.

—Melisande Bruno, una joven mujer, venida quién sabe de dónde, excéntrica y divertida como un cartón animado... ¿Cómo puede esta chica ofender al gran escritor de terror, al satánico y perverso Sebastián Mc Laine? —Su voz era calma, en contraste con la dureza de sus frases.

Me torcí las manos, nerviosa como en el primer encuentro.

–Tiene razón, señor. No soy nadie. Y....

Sus ojos se afilaron, amenazantes.

—En efecto. Usted no es nadie. Usted es Melisande Bruno. Por tanto, es alguien. No permita nunca a nadie humillarla, ni siquiera a mí.

—Debo aprender a estar callada. Antes de venir a esta casa lo podía perfectamente —murmuré afligida, con la cabeza inclinada.

—¿Midnight Rose tiene el poder de sacar fuera lo peor de usted, Melisande Bruno? ¿O es quien habla el que posee esa increíble habilidad? —Me dirigió una sonrisa benévola, con la magnanimidad de un soberano.

Acepté feliz la tácita oferta de paz, y volví a encontrarme con su sonrisa.

—Creo que depende de usted, señor —le revelé en voz baja, como si confesara un pecado capital.

—Ya sabía que era un demonio —dijo solemne—, pero hasta este punto... Me deja sin palabras...

—Si quiere le paso el diccionario —dije riendo.

La atmósfera se había aligerado, y también mi corazón.

—Creo que el verdadero diablillo es usted, Melisande Bruno —siguió molestándome—. Es Satanás en persona quien la ha enviado, para turbar mi tranquilidad.

—¿Tranquilidad? ¿Está seguro de no confundirla con el aburrimiento? —bromeé.

—Si lo era, con usted aquí, no lo voy a volver a sentir nunca más, de eso estoy seguro. Quizás, a este paso, terminaré por extrañarla —dijo con énfasis.

Estábamos riendo ambos, en la misma longitud de onda, cuando alguien llamó a la puerta. Tres veces.

—La señora Mc Millian —se adelantó él, sin desviar su mirada de mi rostro.

Yo lo hice, a regañadientes, para recibir al ama de llaves.

—Ha llegado el doctor Mc Intosh, señor —dijo la buena mujer, con una punta de ansiedad en la voz.

El escritor se puso serio al instante.

—¿Ya es martes?

—Así es, señor. ¿Desea que lo haga pasar a su habitación? —preguntó, ella, gentilmente.

—Está bien. Llama a Kyle —ordenó él, con el tono seco como un quintal de pólvora.

Se dirigió a mí, aún más seco.

—Nos vemos más tarde, señorita Bruno.

Seguí al ama de llaves por las escaleras. Ella respondió a mi pregunta inexpresivamente.

—El Doctor Mc Intosh es el médico local. Todos los martes viene a revisar al señor Mc Laine. Aparte de la parálisis, es sano como un roble, pero es una costumbre, y también una prudencia.

—¿Su... —Dudé, indecisa en la elección de la palabra—. condición es irreversible?

—Lamentablemente sí, no hay esperanzas —fue su triste confirmación.

A los pies de la escalera, esperaba un hombre, que mecía su maletín con el instrumental.

—¿Que pasó, Millicent? ¿Se había olvidado de nuevo del control?

El hombre me guiñó el ojo, buscando mi complicidad.

—Usted es la nueva secretaria, ¿verdad? Le tocará a usted hacerle recordar las próximas citas. Cada martes, a las tres de la tarde. —Me extendió la mano, con una sonrisa amistosa—. Soy el médico de cabecera. John McIntosh.

Era un hombre alto, tanto como Kyle, pero más anciano, entre los sesenta y setenta quizás.

—Y yo soy Melisande Bruno —dije, devolviéndole el apretón de manos.

—Un nombre exótico para una belleza digna de las mujeres escocesas.

La admiración en su mirada fue elocuente. Le sonreí con gratitud. Antes de llegar a este poblado, ni siquiera marcado en los mapas, era considerada simpática, a lo mucho graciosa, y la mayoría de las veces apenas pasable. Nunca hermosa.

La señora Mc Millian se iluminó con aquel elogio, como si fuera mi madre y yo la hija casadera. Afortunadamente, el médico era anciano y casado, a juzgar por el gran aro en el anular; de lo contrario, ella se habría dado un buen trabajo para arreglarme un buen matrimonio en el marco de la idílica Midnight Rose.

Después de acompañarlo hasta arriba, volvió a mí, con una expresión traviesa en su rostro enjuto.

—Lástima que sea casado. Sería un partido magnífico para usted.

Lástima que sea viejo, me hubiera gustado añadir. Pero callé justo a tiempo al recordar que la señora Mc Millian tendría al menos cincuenta años, y que probablemente encontraba al médico atractivo y deseable.

—No estoy buscando novio —le recordé con firmeza—. Espero que no quiera también endosarme a Kyle.

Ella negó con la cabeza.

—Es casado también él. Mejor dicho... es separado, caso raro por estas partes. De todas maneras, no me gusta. Hay en él algo inquietante y lascivo.

Iba a refutar, decir que el novio potencial tenía que gustarme en primer lugar a mí, pero desistí. Sobre todo porque Kyle no me gustaba tampoco. No era exactamente el tipo de hombre con quien me hubiera gustado soñar, si pudiera hacerlo. No, era injusta. A decir verdad, tras haber conocido al enigmático y complicado Sebastián Mc Laine, era difícil encontrar a alguien a su altura. Me dije mentalmente que era estúpida. Que era patético y banal caer en la red tendida por el guapo escritor. Él era sólo mi empleador, y yo no quería terminar como las miles de otras secretarias, enamoradas sin esperanza de sus jefes. Con silla de ruedas o no, Sebastián Mc Laine estaba fuera de mi alcance; eso era indiscutible.

—Voy para arriba —dije—. ¿Cuánto duran habitualmente las visitas?

El ama de llaves rio alegremente.

—Más de lo que el señor Mc Laine pueda soportar.

Se imbuyó en una serie de relatos que tenían como tema las visitas médicas. Yo la corté en los inicios, con la fundada convicción de que si no lo hiciese a tiempo me quedaría allí, en una escucha ininterrumpida, hasta el martes siguiente.

Estaba en el rellano, sintiendo apenas mis pasos amortiguados por las suaves alfombras, cuando vi a Kyle que salía de un dormitorio. Me pareció que fuera el de nuestro común empleador.

Él me notó y me guiñó un ojo en forma confidencial. Yo guardé las distancias, decidida a no darle cuerda. Tenía razón la señora Mc Millian, pensé, mientras lo veía acercárseme. Había en él algo profundamente incómodo.

 

—Todos los martes la misma historia. Quisiera que Mc Intosh dejara estas visitas inútiles. El resultado es siempre el mismo. Apenas se vaya, seré yo quien tenga que soportar el mal humor de su asistido. —Su sonrisa se amplió—. Y tú.

Me encogí de hombros.

—Es nuestro trabajo, ¿no? Para eso nos pagan.

—Quizá no lo suficiente. Es realmente insoportable.

Su tono fue tan irrespetuoso que me dejó estupefacta. No estaba segura de si era sólo la típica franqueza de la gente de su pueblo, genuina en sus despiadados juicios. Tenía un sentimiento de inferioridad, como una especie de envidia hacia quien podía permitirse el lujo de no trabajar, si no por hobby, como el señor Mc Laine. Envidia hacia él, a pesar de que estaba relegado en una silla de ruedas, más encarcelado que un preso.

—No deberías hablar así —lo regañé, bajando la voz—. ¿Y si te escuchara...?

—No es fácil encontrar personal por estas partes. Sería difícil encontrarme un reemplazo. —Lo dijo como un dato fáctico, condescendiente, como si le estuviera haciendo un favor. Las palabras eran idénticas a las del señor Mc Laine, y me di cuenta de su verdad intrínseca—. Aquí no hay ocasiones de diversión —continuó, con un tono más insinuante esta vez.

Casualmente, al menos en apariencia, hizo que se me moviera un mechón de cabellos en la frente. Instantáneamente retrocedí, molesta por su respiración caliente sobre mi rostro.

—Quizá la próxima vez que te toque, lo apreciarás más —dijo, para nada ofendido.

La seguridad con la que habló desencadenó mi furia subterránea.

—No habrá una próxima vez —susurré—. No busco distracciones, probablemente no de este tipo.

—Ciertamente, ciertamente. Por el momento.

Quedé estoicamente silenciosa, ya que me hubiera gustado darle una patada en las canillas, o una bofetada en esa cara desagradable.

Me dirigí a paso de marcha a lo largo del corredor, ignorando su risa silenciosa.

Estaba ya casi por abrir la puerta de mi habitación, cuando la del señor Mc Laine se abrió y pude oír con claridad su voz, ya más sofocada.

—¡Fuera de esta casa, Mc Intosh! Y si quieres realmente hacerme un favor, no vuelvas más.

La respuesta del médico fue tranquila, como si estuviera acostumbrado a esos arranques de ira.

—Volveré el martes a la misma hora Sebastián. Ah, estoy encantado de encontrarte sano como un roble. Tu aspecto y tu cuerpo pueden rivalizar con los de un veinteañero.

—Qué buena noticia, Mc Intosh. —La voz del otro era incisiva e irónica—. Salgo inmediatamente a festejar. Quizás hago también un salto de baile.

El médico cerró la puerta, sin responder. Al darse vuelta me vio, y esbozó una sonrisa cansada.

—Se acostumbrará a su humor variable. Es amable, cuando quiere. Es decir, muy raramente.

Salí en defensa de mi jefe, lealmente.

—Cualquiera en su lugar...

Mc Intosh siguió riéndose.

—No cualquiera. Cada quien reacciona a su manera, señorita. Téngalo bien presente. Después de quince años se debería al menos resignar. Pero me temo que Sebastián no conozca el significado de esa palabra. Es así... —Hubo una ligera vacilación—. ... pasional; en el sentido más amplio de la palabra. Es impetuoso, volcánico, testarudo. Una terrible tragedia le sucedió precisamente a él.

Sacudió la cabeza, como si los designios divinos le parecieran inexplicables, luego me saludó brevemente y se marchó. En ese momento no supe qué hacer. Miré con deseo la puerta de mi habitación. Irradiaba una tal dulzura que me atarantó. Tenía miedo de afrontar a Mc Laine tras su reciente ataque de rabia; aunque si no había sido dirigido a mí. Una vez más no fui yo quien decidió.

—¡Señorita Bruno! ¡Venga inmediatamente aquí!

Para traspasar la gruesa puerta de roble tenía que haberse desgañitado. Eso fue demasiado para mis nervios ya destrozados. Abrí su puerta, mis pies se dirigían por fuerza de inercia.

Era la primera vez que entraba en su dormitorio, pero la decoración me dejó indiferente. Mis ojos fueron imantados instantáneamente por la figura echada en la cama.

—¿¡Dónde está Kyle!? —Me reclamó con dureza—. Es el ser más indolente que jamás haya conocido.

—Voy a buscarlo —me ofrecí, feliz de tener una excusa plausible para huir patas para que te quiero de la habitación de aquel hombre, de aquel momento.

Él me aturdió con la fuerza de su mirada fría.

—Después. Ahora venga dentro.

En cierto modo el terror que sentía se aplacó el tiempo suficiente para poder entrar en su habitación con la cabeza en alto.

—¿Puedo hacer algo por usted?

—¿Y qué podría hacer? —Un temblor de ironía estremeció sus labios carnosos—. ¿Cederme sus piernas? ¿Lo haría, Melisande Bruno? ¿Si fuera posible? ¿Cuánto valen sus piernas? ¿Un millón, dos millones, tres millones de libras?

—No lo haría nunca por dinero —respondí en seco.

Se apoyó en los codos, y me miró fijamente.

—¿Y por amor? ¿Lo haría por amor, Melisande Bruno?

«Me está tomando el pelo, como de costumbre», me dije. Sin embargo, por unos instantes, tuve la impresión de que ráfagas de viento invisibles me estaban empujando hacia sus brazos. Aquel instante de momentánea locura pasó, y me repuse, recordando que tenía delante un desconocido, no el resplandeciente príncipe de la armadura reluciente que no era ni siquiera capaz de soñar. Y ciertamente no un hombre que pudiera enamorarse de mí. En circunstancias normales no habría estado nunca allí, en aquella habitación, compartiendo el momento más íntimo de una persona. Aquél, en el que se está sin máscaras, desnudo de cualquier defensa, desnudo de toda formalidad impuesta por el mundo exterior.

—Nunca he amado, señor —respondí pensativa—. Por tanto, ignoro qué haría en ese caso. ¿Me sacrificaría a tal punto por la persona amada? No lo sé, realmente.

Sus ojos no me dejaban, como si no fueran capaces de hacerlo. O quizás me lo imaginaba, porque era eso lo que yo experimentaba en ese momento.

—Es una pregunta estrictamente académica, Melisande. Piensa, si estuvieras realmente enamorada de alguien... ¿le cederías tus piernas, o tu alma? —Su expresión era indescifrable.

—¿Usted lo haría, señor?

Entonces, rio. Una risa que retumbó en la habitación, inesperada y fresca como el viento primaveral.

—Yo lo haría, Melisande. Quizás porque he amado, y sé qué se siente. —Me echó un vistazo de reojo, como si esperase alguna pregunta de mi parte, pero no la hice. No sabía qué decir. Podía hablar de vinos o de astronomía, el resultado habría sido idéntico. Yo no era capaz de discutir sobre los temas de amor. Porque, precisamente, no tenía ni idea de lo que era—. Acerca la silla de ruedas —dijo finalmente, en tono de mando.

Encantada de cumplir una tarea para la que me encontraba preparada, obedecí. Sus brazos se extendieron con esfuerzo, y resbaló con habilidad consumada en su instrumento de tortura. Tan odiado como necesario y valioso.

—Entiendo cómo se siente —dije impulsivamente, movida por la compasión.

Él alzó los ojos y me miró. Una vena latía en la sien derecha, nerviosa por mi comentario.

—No tienes idea de cómo me siento —dijo lapidario—. Yo soy diferente. Diferente, ¿entiendes?

—Yo lo soy de nacimiento, señor. Lo puedo entender, créame —me defendí, con voz tenue.

Trató de atravesar mi mirada, pero me negué.

Alguien tocó a la puerta, y acogí aliviada la llegada de Kyle, con su expresión vacía.

—¿Me necesita, señor Mc Laine?

El escritor hizo un movimiento colérico.

—¿Dónde te habías metido, ablandahigos?

Hubo un destello de rebelión en los ojos del enfermero, pero no hizo ningún comentario.

—Espéreme en el estudio, señorita Bruno —me ordenó Mc Laine, con la voz que aún le temblaba por la violencia reprimida.

No miré hacia atrás mientras salía.

Capítulo Cuarto

Varios días transcurrieron antes de poder recuperar esa alquimia inicial, y posteriormente perdida, con el propietario de Midgnight Rose.

Evitaba a Kyle como a la peste, para no despertar en él la más mínima esperanza. Sus ojos llenos de codicia trataban siempre de capturar los míos, las veces que nos veíamos. Yo lo mantenía a una debida distancia, con la esperanza de que eso bastara para disuadirlo del deseo de intentar nuevos, desagradables, acercamientos. En cambio, comenzaba a apreciar la compañía de la señora Mc Millian. Era una mujer aguda, nada chismosa, como la había erróneamente juzgado a primera vista. Era leal hasta la médula con Mc Laine, y esa cualidad nos acercó mucho. Llevaba a cabo mis tareas con apasionada diligencia, feliz de poder transferir, al menos en parte, el peso desde la espalda de él hacia la mía. Me hacían falta nuestras discusiones, y mi corazón amenazó con estallar cuando ellas volvieron. Inesperadas, como habían comenzado.

—¡Maldición!

Levanté de golpe la cabeza, que tenía inclinada sobre algunos documentos que estaba reordenando. Tenía los ojos cerrados, y una expresión tan vulnerable en aquel rostro de muchacho, que quedé enternecida.

—¿Todo bien?

Su mirada fue bruscamente gélida, y casi me molestó que hubiera abierto los ojos.

—Es mi condenado editor —explicó, agitando una hoja.

Era una carta que había llegado con el correo de la mañana, a la que no había hecho caso. Yo clasificaba la correspondencia, y me recriminé por no habérsela dado primero. Quizás estaba molesto conmigo por haber omitido una misiva importante. Sus palabras sucesivas revelaron, sin embargo, el enigma.

—Hubiera querido que esta carta se perdiera por la calle —dijo disgustado—. Pretende que le envíe el resto del manuscrito. —Mi silencio pareció alimentar su furia—. Y yo no tengo otros capítulos para mandarle.

—Son tantos días que lo veo escribir —expresé perpleja.

—Son días que escribo idioteces, dignas sólo de terminar donde han ido a parar —precisó, señalando la chimenea.

Había notado que el fuego había sido encendido el día anterior, y me sorprendí, considerando la temperatura totalmente veraniega; pero no pedí explicaciones.

—Intente hablar con su editor. ¿Quiere que le haga la llamada? —propuse, rápida—. Estoy segura de que comprenderá...

Me interrumpió, agitando bruscamente la mano, como si quisiera expulsar una mosca molesta.

—¿Comprenderá qué? ¿Que estoy en crisis creativa? ¿Que estoy viviendo el clásico bloqueo del escritor? —Su sonrisa burlona hizo palpitar mi corazón, como si lo hubiera acariciado. Echó la carta sobre la mesa—. El libro no continuará. Por primera vez en mi carrera me parece que no tengo nada más que escribir, que he agotado mi vena.

—Entonces haga otra cosa —dije impulsivamente.

Él me miró como si yo hubiera enloquecido.

–¿Disculpe…?

—Concédase una pausa, así podrá entender qué está sucediendo —le dije frenéticamente.

—¿Haciendo qué? ¿Un poco de footing? ¿Una carrera en coche? ¿O una partida de tenis?

El sarcasmo en su voz era tan afilado como para lacerarme. Me pareció casi sentir el calor pegajoso de su sangre que brotaba de sus heridas.

—No solo existen hobbies físicos —dije, agachando la cabeza—. Podría escuchar un poco de música, quizás. O leer.

¡Ajá!, ahora si que me liquidará en un abrir y cerrar de ojos, pensé, como a quien hubiera sugerido el peor cúmulo de tonterías de la historia. En cambio, sus ojos estaban atentos, concentrados en mí.

—Música. No es una idea perversa. Total, no tengo nada mejor que hacer, ¿no? Me señaló un tocadiscos, en el estante más alto de la librería.

—Cójalo, por favor.

Subí en la silla y lo bajé, admirando al mismo tiempo sus detalles.

—Es maravilloso. Original, ¿verdad?

Él asintió, mientras lo ponía sobre el escritorio.

—Siempre he sido un apasionado de enseres antiguos, aunque este es más moderno. En la caja roja encontrará los discos de vinilo.

Me detuve delante de la librería, con los brazos inertes a lo largo del cuerpo. Había dos cajas negras de dimensiones similares en el mismo estante en el que había estado antes el tocadiscos. Me pasé la lengua sobre los labios áridos, mi garganta ardía. Él me llamó, impaciente.

 

—Dese prisa, señorita Bruno. Sé que no voy a ninguna parte, pero eso no justifica su lentitud. ¿Qué es? ¿Una tortuga? ¿O ha ido a lecciones de Kyle?

Nunca seré capaz de acostumbrarme a su sarcasmo, pensé encolerizada, mientras tomaba una apresurada decisión. Era el momento: confesar mi aberrante anomalía o seguir la vía más fácil, como en el pasado. Es decir, coger una caja al azar y rogar que fuera la correcta. No podía abrirla antes y espiar el contenido, estaban cerradas con grandes trozos de cinta adhesiva. Luego de pensar en las frases terroríficas de las que sería objeto si dijera la verdad, me decidí. Subí sobre la silla, y traje abajó una caja. La apoyé sobre el escritorio sin mirarla. Lo sentí que buscó en ella, en silencio. Sorprendentemente era la correcta. Y volví a respirar.

—Mira. —Me presentó un disco—. Debussy.

—¿Por qué él? —pregunté.

—Porque he vuelto a valorar a Debussy, desde que sé que su nombre fue elegido en homenaje a él.

La sencillez primitiva de su respuesta me dejó sin respiración, con el corazón que se retorcía entre esperanzas punzantes como espinas. Porque eran demasiado hermosas para creerlas.

Yo no sabía soñar. Quizás porque mi mente ya había entendido al nacer aquello que mi corazón se negaba a hacerlo. Es decir, los sueños no se convierten nunca en realidad. No los míos, al menos.

La música tomó cuerpo, e invadió la habitación. Primero suavemente, luego con mayor vigor, hasta subir en un crescendo emocionante, seductor.

El señor Mc Laine cerró los ojos, y se apoyó en el respaldo de la silla, absorbiendo el ritmo, haciéndolo suyo, apropiándose de él en un robo autorizado.

Yo lo miraba, aprovechando el hecho de que no podía verme. En ese momento me pareció tremendamente joven y frágil, como si una simple ráfaga de viento pudiera quitármelo. Cerré yo también los ojos ante aquel pensamiento vergonzoso y ridículo. Él no era mío, nunca lo sería, con o sin silla de ruedas. Mientras más pronto lo entendería, más pronto recuperaría mi sentido común, mi reconfortante resignación, mi equilibrio mental. No podía poner en peligro la jaula en la que deliberadamente me había encerrado, no debía exponerme a un sufrimiento atroz a causa de una simple fantasía, de un sueño irrealizable, digno de una adolescente.

La música cesó, candente y embriagadora. Reabrimos los ojos en el mismo instante. Los suyos habían retomado su habitual frialdad; los míos estaban empañados, somnolientos.

—El libro así no está bien —determinó—. Haga desaparecer el tocadiscos, Melisande. Quisiera escribir un poco, incluso reescribir todo. —Me dedicó una sonrisa resplandeciente—. La idea de la música ha sido genial. Gracias.

—¿Le parece...? No he hecho nada especial —balbuceé, escapando a su mirada, a las profundidades en las cuales corría el riesgo regularmente de perderme.

—No, no ha hecho nada especial, en efecto —admitió, haciendo bajar mi moral por debajo de mis tacones, por el modo rápido con el que me había liquidado—. Es usted, que es especial, Melisande. Usted, no lo que dice o hace.

Su mirada chocó contra la mía, decidida a capturarla como de costumbre. Levantó las cejas, con esa ironía que ya conocía tan bien.

—Gracias, señor —respondí compungida.

Él rio, como si hubiera dicho un chiste. No me lo tomé a mal, me encontraba divertida. Es mejor que nada, quizás. Recordé nuestra conversación de unos días atrás, cuando me había preguntado si por amor hubiera cedido mis piernas, o mi alma. Esa vez, respondí que nunca había amado, y por lo tanto ignoraba como me comportaría. Ahora me di cuenta de que quizá podía responder a esa pregunta insidiosa.

Trajo hacia sí el ordenador y comenzó a escribir, excluyéndome de su mundo. Yo volví a mis funciones, aunque tenía el corazón en un puño. Enamorarme de Sebastián Mc Laine era un suicidio. Y yo no tenía veleidades de kamikaze. ¿Verdad? Era una chica con sentido común, práctica, razonable, incapaz de soñar. También con los ojos abiertos. O al menos lo había sido hasta ese momento, me corregí.

—¿Melisande?

—¿Si, Señor? —Me giré hacia él, sorprendida de que me hubiera dirigido la palabra. Cuando empezaba a escribir se apartaba de todo y de todos.

—Tengo ganas de rosas —dijo, mientras señalaba el florero sobre el escritorio—. Pida a Millicent que lo llene, por favor.

—Como no, señor. Aferré el vaso de cerámica con ambas manos. Sabía que era pesado.

—Rosas rojas —especificó—. Como tus cabellos.

Enrojecí, si bien no había nada de romántico en lo que había dicho.

—Está bien, Señor.

Sentía su mirada que me traspasaba la espalda, mientras abría con cuidado la puerta y entraba en el pasillo. Descendí a la planta baja, con el jarrón apretado entre mis manos.

—¿Señora Mc Millian? ¿Señora..?

No había rastro de la anciana ama de llaves; luego, un recuerdo afloró en mi mente, demasiado tenue para aferrarlo. La mujer, en el desayuno, me había dicho algo, a propósito del día libre... ¿Se refería a hoy? Difícil de saberlo. La señora Mc Millian era un hervidero de información confusa, y rara vez lograba escucharla de principio a fin. Tampoco en la cocina había rastro de ella. Desconsolada, apoyé el jarrón sobre la mesa, junto a una cesta de fruta fresca.

¡Lo que faltaba! Me di cuenta de que debía yo elegir las rosas en el jardín. Una tarea más allá de mis capacidades. Más fácil coger una nube y bailar un vals.

Con un zumbido insistente en las orejas, y la sensación de una catástrofe inminente, salí al aire libre. La rosaleda estaba delante de mí, ardiente como un fuego de pétalos. Rojas, amarillas, rosas, blancas, azules incluso. Lástima que yo vivía en blanco y negro, en un mundo donde todo era sombra. En un mundo en el que la luz era algo inexplicable, algo indefinido, prohibido. No podía ni siquiera hacerme la idea de cómo distinguir los colores, porque ignoraba qué eran. Desde mi nacimiento.

Di un paso incierto hacia la rosaleda, mis mejillas ardían. Tendré que inventar una excusa para justificar mi regreso arriba sin flores. Una cosa era elegir entre dos cajas, otra era llevar rosas del mismo color. Rojo. ¿Cómo es el rojo? ¿Cómo imaginar algo que nunca se ha visto, ni siquiera en un libro?

Pisé una rosa rota. Me incliné a cogerla, estaba marchita, lánguida en su muerte vegetal, pero tenía perfume aún.

—¿Qué haces aquí?

Me aparté bruscamente los cabellos de la frente, lamentando no haberlos recogido en el habitual moño. Eran largos hasta la nuca, y ya estaban impregnados de sudor.

—Debo recoger rosas, para el señor Mc Laine —respondí lacónica.

Kyle sonrió, con su habitual sonrisa llena de segundas intenciones irritantes.

—¿Necesitas ayuda?

En esas palabras lanzadas al viento, vacías y ambiguas, descubrí una vía de salvación, un atajo inesperado, que cogí al vuelo.

—En realidad deberías hacerlo tú, pero no estabas en las proximidades. Como de costumbre —dije ácida.

Un temblor le cruzó el rostro.

—No soy un jardinero. Trabajo ya demasiado.

Al escuchar eso se me escapó una risa. Me llevé una mano a la boca, como para amortiguar la risa. Él me miró furibundo.

—Es la verdad. ¿Quién crees que lo ayuda a lavarse, vestirse, a moverse?

El pensamiento de Sebastián Mc Laine desnudo me provocó casi un cortocircuito. Lavarlo, vestirlo... Tareas que yo habría realizado con mucho gusto. Luego, el pensamiento de que nunca me habría tocado eso a mí, me hizo responder ácidamente.

—Pero la mayor parte del día estás libre. Ciertamente, a su disposición, pero raramente eres perturbado —le dije, azuzando el fuego—. Hey, ¡ven a ayudarme!

Se decidió, aún molesto.

Le aferré las cizallas, sonriendo.

—Rosas rojas —especifiqué.

—Así se hará —gruño, poniéndose manos a la obra.

Al final, cuando el ramo estaba listo, lo cortó en la cocina, en donde se encontraba el florero. Me pareció más práctico y fácil dividirnos la tarea. Él llevaría el jarrón de cerámica, yo las flores.

Mc Laine estaba aún escribiendo, enfervorizado. Se interrumpió cuando nos vio entrar, juntos.

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