El hambre heroica

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Jaime Muñoz de Baena


Y, SIN EMBARGO, ES UN PAÑUELO

Encorvado, enjuto y maltrecho. Con los pocos mechones de pelo blanco que le quedaban cayéndole sobre los hombros y una espesa y descuidada barba enmarcando su huesuda y pálida cara, Gonzalo de Orduña, otrora navegante y explorador al servicio de la corona española, fue arrastrado por dos guardias frente al santo tribunal, desde donde el cardenal Alonso Rodríguez, inquisidor general, lo observaba con una mezcla de desprecio y aburrimiento, garabateando distraídamente imágenes de tortura en uno de los documentos que tenía sobre la mesa frente a él. El avejentado explorador, vestido en harapos, con la cabeza gacha, la boca entreabierta y la mirada perdida, pensando que ese tipo de audiencias siempre le habían dado hambre, permaneció de pie frente a los quince cardenales que conformaban el jurado mientras monseñor Rodríguez terminaba de dibujar.

—Gonzalo de Orduña —dijo finalmente el inquisidor, levantando la vista aburrido—: se le acusa de herejía, de conspirar contra la Santa Iglesia y por lo mismo contra Dios, y de cuestionar los preceptos más básicos de sus leyes con absurdas teorías diabólicas disfrazadas de ciencia. Se le acusa también de adorar a Satanás, de practicar brujería y sodomía, e incluso de haber sodomizado a una bruja y de haber embrujado a un sodomita. ¿Cómo se declara?

El proceso en su contra había comenzado diez años atrás, y después de innumerables torturas, interrogatorios, audiencias como la que estaba ocurriendo en aquel momento y peroratas teológicas y filosóficas, el explorador había comenzado a olvidar el inicio de aquella tormentosa década.

—Cansado, la verdad —respondió Orduña mirando en derredor en busca de un lugar donde sentarse—. Ayer después de un mes regresé al potro y hoy amanecí muy adolorido.

Sus roces con los representantes de la Iglesia habían iniciado en 1514, poco después de su primera gran expedición.

Inspirado por las teorías y viajes del astrónomo y aventurero portugués Álvaro Monteiro, caído en desgracia después de publicar un libro titulado O mundo é um lenço (El mundo es un pañuelo), en el que narraba sus expediciones y desafiaba todas las teorías convencionales de aquella época acerca de la Tierra asegurando que el mundo era más pequeño de lo que se pensaba, Orduña, en aquel entonces ya un capitán de cierto renombre, decidió organizar su propia expedición para comprobarlo.

—Lleva usted diez años en nuestros calabozos —le dijo otro de los cardenales del tribunal a Orduña, que repantigado ahora sobre la silla de clavos que le acababan de traer suspiraba con alivio. Después de tres horas en el potro la noche anterior las piernas le dolían demasiado para permanecer de pie—. ¿Está dispuesto por fin a retractarse y confesar sus crímenes?

—Mi crimen es haber leído un simple libro —respondió el explorador cruzando la pierna y masajeándose uno de los pies—. Y la verdad es que con que me hubieran llamado la atención bastaba.

El libro de Monteiro había resultado uno de los textos más inflamatorios de la época. En él, el astrónomo exponía su principal teoría basándose en pruebas concretas obtenidas en tres expediciones diferentes. La primera había surgido durante un viaje al Brasil con Pedro Álvares Cabral, en el que se encontró en medio de la espesura de la selva con un hombre que resultó ser amigo de la infancia de su primera mujer, y que viajaba en dirección contraria con otra expedición. Posteriormente durante una tormenta en la Patagonia descubrió que el capitán del barco en el que viajaba era primo segundo de su abogado, y finalmente, ya en Lisboa, durante una expedición para comprar los ingredientes de la cena, se le acercó en el mercado una mujer procedente de Venecia —en donde años atrás Monteiro había abandonado a su primera esposa— que le aseguró ser hija suya.

Monteiro concluía su libro de manera fatídica:

«Es sin duda la voluntad de Dios una probable causa a estas tres felices coincidencias en tan remotas y distintas locaciones, pero dada la inclinación del que escribe estas letras por las explicaciones de carácter racional y científico, concluyo que no cabe duda de que el mundo es un pañuelo».

La reacción del Vaticano no se hizo esperar. La Iglesia, acostumbrada a solucionar sus problemas torturándolos y quemándolos en la hoguera, y susceptible a cualquier discusión sobre las características o el comportamiento de la Tierra, mandó arrestar a Monteiro días después de la publicación de su libro. El papa lo acusó de hereje y de cuestionar las leyes del universo creadas por Dios reduciendo su más importante creación a un mero accesorio para limpiarse las narices. A pesar de las torturas y los interrogatorios Monteiro no solo se negó a retractarse de su afirmación, sino que mientras ardía en la hoguera la reafirmó e hizo rabiar al pontífice gritando que el mundo era un pañuelo y que la vida era una tómbola.

—¡Su crimen es haber engañado a la Corona española y haber usado su dinero para montar una expedición con fines diabólicos y demostrar una sarta de herejías! —espetó impaciente monseñor Rodríguez, cada vez más desesperado por la aparente indiferencia del acusado hacia el tribunal.

—Lo que usted diga, monseñor —respondió Orduña poniendo los ojos en blanco.

Cautivado por las ideas del libro de Monteiro —prohibido y quemado por los miembros de la Inquisición—, Orduña organizó una nueva expedición para comprobar y expandir las teorías del desgraciado lusitano. A principios de 1512 se acercó a los reyes de España, y aprovechando el milenario entusiasmo de los monarcas europeos por hacerse de tierras ajenas en nombre de Dios, de la Corona y de sus pelotas, les anunció su intención de navegar al nuevo mundo en busca de un misterioso mar que según rumores se encontraba detrás de las espesas selvas de Panamá, y después del cual había una isla atestada de nativos que no hacían otra cosa más que pedir que los evangelizaran.

«Si las observaciones de Monteiro son correctas», le escribió Orduña a su hermano Íñigo en una carta secreta fechada en 1511, «y las rutas sugeridas por los navegantes portugueses y árabes resultan confiables, deberíamos encontrar los primeros pliegues del pañuelo después de dos semanas de navegar hacia el oeste. Utilizándolos como referencia y navegando unas cuantas leguas hacia el sur debe haber tierra, y en ella algún conocido o algún conocido de algún conocido».

Entre rumores y sospechas sobre la verdadera razón de su expedición, Orduña zarpó de Cádiz en 1513 al mando de tres viejos navíos de segunda mano llamados Ella, La niña y La Santa María, los dos últimos utilizados por Cristóbal Colón y reconstruidos un par de años antes en un astillero de Londres.

—¡Orduña! —bramó monseñor Rodríguez con desesperación sacando al acusado de su ensimismamiento.

—¿Su señoría?

—¡Le pregunto que si reconoce usted haber utilizado recursos de la Corona para fines herejes!

—No.

El cardenal dejó escapar un bufido y se incorporó sobre la silla, provocando un ruidoso crujir de madera con su peso.

—¿Confiesa haber afirmado que el mundo es un pañuelo? —insistió el clérigo.

—Sí.

—¿Piensa retractarse?

—No.

—¿Por qué esa obstinación?

El viejo Orduña levantó la vista hacia el tribunal por primera vez en aquella mañana y recorrió a los presentes con la mirada. Después de unos segundos de inspección se detuvo en uno de los cardenales que flanqueaban a Rodríguez: un hombre regordete y sonrosado que llevaba toda la sesión intentando disimular el hipo que le provocaba su evidente estado de ebriedad.

—¿Dónde nació usted, monseñor? —inquirió Orduña dirigiéndose al sorprendido cardenal—. Su rostro siempre me ha parecido familiar.

—Tarragona —respondió el interpelado titubeante y mirando de reojo al cardenal Rodríguez.

—¿Conoce usted a Felipe Herrero?, ¿comerciante?

—¡No solo lo conozco! —replicó el prelado con una sonrisa—. ¡Viene siendo primo mío por el lado de la familia de mi madre!

Gonzalo de Orduña miró a monseñor Rodríguez con satisfacción y exclamó:

—Y, sin embargo, es un pañuelo.

Alfonso López Corral


HÉROES COMO NOSOTROS

Encendió un cigarro y abrió la ventanilla de la troca, no tanto por el humo, sino por el olor a gasolina que no se disipaba. Había llenado el tanque en la salida norte de la ciudad y aprovechado para comprar un café que a cada sorbo le sabía a combustible. Con el cigarro, al menos el café disfrazaría su sabor.

En el espejo retrovisor resplandecían, atenuándose, las luces de Navojoa como un aura enferma. El viento que se colaba era fresco y en las mejillas sentía como si un dedo calloso lo rozara apenas con cuidado. Se llevó el termo a la boca y al sentir lo caliente en los labios recordó que había dejado la chamarra en la silla, pero ya no quiso volver.

Leyó a un lado de la carretera: «Nogales 600 km».

La intención de Salvador era llegar al norte a más tardar al mediodía, subir la sierra de Cananea antes del atardecer y, sin detenerse para aprovechar toda la luz posible, continuar hasta Agua Prieta y cruzar a Douglas, Arizona. El odómetro apenas iniciaba su cuesta arriba —11, 12, 13—. Lo había devuelto a cero porque quería sacar el gasto de gasolina del carro y convencerse de no venderlo aún.

 

Eran más de las tres de la mañana y los tráileres y camiones escaseaban en la carretera. Los fantasmas devolvían el golpe de las luces y los restos de la noche se interrumpían por un relámpago al oriente. Vació el resto del azúcar en el café y subió el volumen del estéreo para desatontarse. Así condujo despierto pero relajado, apoderado en la cabeza el sonsonete de las canciones del radio. Los noticieros darían inicio hasta las siete u ocho y para entonces estaría en Hermosillo.

Deslizó la mano sobre el asiento buscando la revista que lo había decidido a emprender el viaje. No quería motivos para regresar. «Robert Peña, se llama Robert Peña», se repitió como para que no perdiera su importancia. «Y es un héroe, un héroe entre nosotros, pero ya conozco su identidad».

No tenía paciencia para seguir los renglones de los libros sin imágenes y que se demoraban páginas y páginas queriendo contar algo, a él le gustaba entretenerse cuando no tenía un televisor cerca. Por eso leía revistas, lo distraían sin quitarle mucho tiempo y sin poner empeño. En cambio se resistía a las computadoras y celulares, a tener que estar aprendiendo algo nuevo con cada modelo. Creía que eran un mal negocio, porque siempre ocupan más tiempo y dinero, como la familia, como la salud. «Yo ya tengo los años para empezar a olvidar, y me conformo con poco», pensaba. Con las revistas se trataba de entrar y salir como si abriera la puerta de su casa; saber sin pensar; privarse de detalles sin curiosidad. Acumular información sin una trama específica, sin tener que anudar ni desanudar nada. No invertir el tiempo, perderlo sin más.

No discriminaba a la hora de estar en la tienda, aunque prefería las revistas de corte sesudo, que lo ponían al corriente de cualquier tema que trataran. Lo importante era darse nortes. Lo mismo podía enterarse de la historia de Roma que de la apertura del Japón al comercio; del movimiento feminista o de la Revolución Industrial; también del futuro y la siempre inminente extinción de la Tierra; o de la vida extraterrestre y nuestros posibles antepasados; de la complejidad de la mente y el «yo», junto con los trastornos más raros de personalidad. Los mismos temas que buscaba en los canales de televisión. Todo cabía en su saquito bien acomodado e incluso podía mezclarse.

En los pasillos del supermercado donde trabajaba era fácil perder el tiempo platicando. Cuando Ruiz, de Jardinería, decía que la quincena se había alargado, él comparaba la tradición del pago por día trabajado con la tradición del pago por trabajo realizado. Cuando Yépiz, de Intendencia, se quejaba del precio de la gasolina, él exponía las ventajas de considerar fuentes de energía alternas o el urgente problema del calentamiento global. Cuando Carmen, de Perfumería y Cosméticos, contaba algún programa visto en la tele, él no perdía la oportunidad de hablar de la época de oro del cine mexicano. Nadie le hacía caso.

Cruzó Ciudad Obregón por la caseta de peaje. Las calles aún permanecían desiertas y pensó que su trazo correcto obedecía a una simple extensión de las parcelas del valle. Los agricultores nunca dejan sus hectáreas, nomás las cubren de asfalto, y para no perderse por completo sin la tierra bajo los pies, le guardan lugar a los yucatecos y tabachines, a los árboles de nim y olivo negro.

Retomó la carretera y se animó con otro cigarro, aunque seguía en ayunas. El mal estado del pavimento y las reparaciones que obligaban a transitar por tramos de doble sentido lo hicieron disminuir la velocidad y, debido al retraso, al llegar a Empalme dudó pero al final decidió rodear Guaymas para ahorrarse media hora del trayecto.

En Hermosillo iban a dar las siete de la mañana y no se veía otra cosa que carros metiéndose por todos lados. «Los automóviles son el salitre de las ciudades», había leído en alguna parte. Atravesó la ciudad por el Periférico y en la salida norte se paró en una carreta de tacos de cabeza que recién se iba poniendo. Desayunó y luego caminó hasta el súper de una gasolinera. Conocía bien su cuerpo. No tardaba el torzón mañanero y prefirió apresurarlo con un café. Antes de partir rellenó el tanque y calculó que la camioneta le había dado nueve kilómetros por litro. Sí ocupaba el servicio preventivo. Aunque llevaba mejor tiempo del estimado, ya no quería hacer otro alto en el camino. Al menos hasta llegar a la sierra.

Dos navidades atrás, doña Esperanza, la mamá de Salvador, le había regalado una suscripción a la revista Selecciones, porque sabía que le gustaba mucho la lectura y ser un hombre informado. «Cuando no trabajas siempre te veo con una revista en la mano, no está de más que te sigas cultivando». Salvador conocía la revista, la había leído ocasionalmente, pero sin prestarle mucha atención. Se aburría con las buenas intenciones; pero esta vez se aficionó. Trataba cualquier tema y se dio cuenta de que también, junto con gente especial, cabían en sus números personas comunes y corrientes. A lo mejor hasta él se acomodaba en alguna página. Cualquiera podía destacar. «¡Ah!», exclamó, «por eso los gringos son tan triunfadores, y eso que no tienen amigos».

No pasó por alto que consideraban a gente de otros países, sobre todo de Latinoamérica. Los gringos no estaban peleados con sus hermanos del sur. Lo mismo relataban la odisea de un balsero cubano que luego se hizo pitcher de un equipo de beisbol de grandes ligas, que de un inmigrante mexicano que se convirtió en neurocirujano en la ciudad de Los Ángeles. Quizá él todavía tenía oportunidad. Era cuestión de que la vida se la facilitara o que saliera a arrebatársela. La prueba sería la revista. Podía venderles un chiste o una anécdota. Podía salir en sus páginas.

«Y pensar que por aquí anduvieron mamuts», se dijo Salvador cuando encontró las primeras lomas en la carretera, «y podrían volver a caminar si clonaran al que descongelaron en Siberia». El paisaje cambió como sin quererlo. Los cerros se fueron oscureciendo y las nubes parecían al alcance de la mano. En una curva brotaron los sahuaros a la orilla de la carretera, adornando el monte. Cuánto verde en la grisura. Se sintió alegre. Pronto llegaría a Santa Ana, luego a Magdalena de Kino y le seguiría Imuris, donde se tendría que desviar al oriente para subir a Cananea.

Sin considerarse supersticioso, en vez de rodear Magdalena por la caseta de cobro entró directo a la ciudad. No quiso conjurar su camino sin saber que podía levantar a San Francisco Xavier. Lo tomaría como una señal, como un presagio.

Con tan poquitas calles no tardó en dar con la plaza y la iglesia. No tenía pierde. Apenas había que desviarse de la calle principal. De una sola torre, la fachada limpia y remodelada de la iglesia remedaba, sin lograrlo, la idea del estilo de las primeras misiones jesuitas, fundadas por el padre Kino al llegar a la Pimería Alta a difundir la palabra y la fe en un trayecto que culminó en la soledad huérfana del golfo de California.

Nadie sabe para quién trabaja. El pueblo de Magdalena posteriormente habría de agregar a su nombre el de Kino, en honra de su fundador, porque quedó en manos de frailes franciscanos, pero de la iglesia se apoderó la imagen del santo, provocando que los restos del primer padre se dispusieran en un mausoleo adyacente al edificio. La gente eligió levantar un bulto de un catafalco, en vez de mirar los huesos de Kino en su cama de tierra.

Entró a la nave sin poner atención a los detalles del lugar. Todo se presentó pulcro y blanco, con una superficie de vitropiso asépticamente trazada, y quizá por la disposición del lugar tuvo la impresión de que todas las iglesias restauradas sufrieron la mano grosera de algún diseñador de casas de Infonavit, consiguiendo que se pueda estar ahora en un templo como en cualquier otro sitio. Pero no venía por su arquitectura y avanzó hasta la recámara del santo.

Sería por los días medianos que allí solo estaban dos parejas probando su fe y posando furtivamente para la foto. No podían dejar de presumir que levantaron al santo aunque estuvieran prohibidas las cámaras. No había ventilación. Sintió y respiró el sofoco y la humedad pegajosa revuelta con un tufillo de incienso. El cuarto lucía tan apretado con todo y su austeridad, que decidió avanzar con la cabeza agachada para no tropezar y quebrar algo sagrado, y al hacerlo no se fijó que un plebe se metió delante suyo pateándolo en el tobillo. Alzó la cabeza para reclamar, pero se encontró con un chamaco güero que lo miraba con una gran sonrisa.

—Oiga —le habló—, si deja una ofrenda a los pies del santo y otra en la cabeza, seguro lo levanta.

—Mejor te doy de una vez el dinero si me dices cómo le haces para agarrarlo sin que se den cuenta. —No tuvo duda de que era un lugareño, un chamaco sin escuela buscando un peso, la comida.

—No, yo nomás estoy aquí para ayudar a las personas —le respondió el plebe quitando la sonrisa—. Oiga —le dijo mirándolo, ahora sorprendido—, voltee a la ventana, se parece a San Panchito. Es igualito. Nomás le falta la bola amarilla en la cabeza.

Salvador sonrió con el dicho del plebe y respondió:

—Entonces no ocupo ponerle dinero para levantarlo.

—¡Ah! —exclamó con una sonrisa timadora—. A ver, pruebe.

Salvador sacó un billete de cincuenta pesos y se lo dio.

—Toma —le dijo—, con esto casi completas el día.

El niño hizo todavía más grande la sonrisa y se guardó el billete en el pantalón. Las dos parejas terminaron de posar para la cámara y salieron a la nave mientras reponían el gesto serio y contrito que habían omitido retratándose.

—¿Le confieso la maña?

—No —respondió Salvador—, así no tiene chiste.

—Bueno —le dijo el niño—, mejor me salgo porque ya merito viene el sacristán. Yo me llamo Ezequiel. Todos me conocen, nomás pregunte por mí en la plaza.

Por estar platicando con el chamaco no se fijó si la gente que acaba de salir había logrado levantar del túmulo a San Francisco. «La fe lo levanta, no la fuerza», afirmó su madre un 4 de octubre que, sin detenerse a descansar de la peregrinación, lo levantó con sus manos artríticas. Pero a él le pareció más grande e imponente de lo esperado, y dudó. Se fijó en su rostro y no le halló parecido. «Si yo ni barba uso», masculló y volvió a reír por encima de los nervios que no lo obligaban a decidirse.

Colocó sus manos como si fuera a recoger algún herido y cerró los ojos mientras inspiraba todo el aire posible. No sintió nada. Cuando los abrió, San Francisco estaba a la altura de su pecho. Otra sonrisa le dominó la cara. «¿Y qué truco hice?», se preguntó. Aún lo sostuvo un instante, pero ya sin los nervios que sentía antes de levantarlo. Volteó deseando que alguien estuviera observándolo, que Ezequiel estuviera allí para que riera sin cuidado ante la hazaña, pero estaba solo en la recámara. Así que lo recostó de nuevo y en ese mismo instante supo que no se había dado cuenta de su peso, porque no se concentró en ese detalle. Levantó sus brazos buscando sentir algún vestigio del esfuerzo: el cansancio, por ejemplo. Igual no sintió nada; le falló la memoria del cuerpo. No había transcurrido ni un minuto y ya no sería capaz de recordar el peso del santo en sus brazos, si era ligero como la gracia divina o pesado como la culpa, si es que en realidad gozaba de esa propiedad física. La única solución era levantarlo de nuevo, solo que ya no quiso probarse. No pudo con el miedo y eligió la duda. Se paralizó un segundo y al reaccionar se dio la vuelta y salió de prisa a la plaza en busca de su camioneta. Las nubes rondaban más bajo. Ahora sí ya no iba a detenerse.

En cinco minutos estuvo en Imuris y tomó la carretera a Cananea. La tarde se desprendía de la luz con un trabajo que le tomaría dos o tres horas más. El camino estaba solo y al subir pudo correr, una tras otra, las curvas cómodamente. Iba concentrado en la línea de asfalto y poco le importó la vista de la sierra, ni se percató de que la temperatura había descendido tres o cuatro grados más. Incluso lo encontró una llovizna que se apresuró a romper pisando el acelerador. En un rato divisó Cananea a su derecha como un viejo equilibrista en las alturas, mas siguió de largo y se conectó con esa gran recta que es el camino de Agua Prieta. El último tramo.

Nada más traía el desayuno en la panza, aunque no sentía hambre y el cigarro no lo ayudaba. Ahora tenso, concentrado, con la boca apretada, continuaba dándole vueltas al episodio en la recámara de San Francisco y seguía sin entender lo que había sucedido. Padecía el milagro. Lo perseguía. Al considerar que eso pudiera arruinarle los planes, se ofuscaba y atenazaba el volante. Tanto trecho de sur a norte y quedar en el camino.

 

Con el sol al poniente desprendiéndose de la tierra, apareció Agua Prieta, plana y seca, lista para recibir la nieve en cualquier momento. Una vez en la ciudad, condujo directo a la garita para formarse en la fila de carros que esperaban cruzar hacia Douglas, Arizona. No aguardaría mucho tiempo; tres cuartos de hora o menos. Entre más pronto estuviera del otro lado y resolviera su asunto, más rápido podría regresar. Esto no era un paseo. No bajó la ventanilla cuando insistieron los pordioseros y los comerciantes de plástico y medio. Ya no estaba de humor para regalar dinero y prefirió ahogarse con el humo del cigarro que atender la insistencia del mismo rostro miserable repetido hasta la basca.

Mientras fumaba hojeó la revista que lo impulsó a salir de Navojoa. Releyó el artículo. Pronunció el nombre de Robert Peña y caviló la historia, su veracidad, para cerciorarse de que vino a hacer lo correcto. Que valía la pena el viaje. Al llegar a la caseta le extendió la visa a un negro que al asomarse casi metió la cabeza por la ventanilla. Respondió sus preguntas: destino, interés y duración de estancia, mientras otro oficial revisaba la camioneta metiendo espejos por debajo del chasís al tiempo que, sujeto de su mano, un perro pastor alemán olisqueaba aquí y allá en todo el carro. No le pidieron detenerse adelante para una revisión exhaustiva y creyó que la suerte se ponía de su lado. Atrás se había quedado México.

Se detuvo a la primera oportunidad y de la misma revista extrajo un papel doblado donde había anotado una dirección, la de Robert Peña. En realidad no le había sido difícil. En la revista explicaban que era oriundo de Douglas, Arizona, aunque de padres mexicanos. Y como había adquirido fama, su nombre en Google delataba también su dirección: 1711 West, Alamo Street. Por fin el lugar más cercano de México de todas las historias que había leído y envidiado.

La pequeña vivienda estaba al fondo de la calle, en plena oscuridad, sin una luz encendida. Se estacionó enfrente y se fijó en que, contra lo que creía, no todas las casas de los gringos presumían pasto y jardín. Aquí había maleza reseca, tierra y piedras, como en el sur.

Aguardó una media hora, cambiándole al radio, mirando la foto del hombre que se hacía esperar. Su garganta añoró un trago de vino fuerte, para equilibrar el pulso y el ánimo. Por fin un carro entró y se detuvo en el patio interior de la casa. Salvador pudo distinguir que el hombre que se apeó del carro era rechoncho y bajo, definitivamente Robert Peña. La persona que había brincado a las páginas de Selecciones porque en una caminata vespertina atendió sin dudar los gritos de auxilio de una niña. A un lado del camino para bicicletas, el hermano mayor de la niña recién había sido mordido en la pantorrilla por una serpiente cascabel. Sin perder tiempo marcó el 911 y comunicó la emergencia; de inmediato, en vez de sentarse a esperar a los socorristas, hizo dos pequeñas incisiones en la herida y extrajo el veneno chupándolo, como lo había visto en las películas. Los paramédicos explicaron que esa acción de Peña fue la que consiguió los minutos valiosos que permitieron salvarle la vida al niño y que además no perdiera su pierna. Robert Peña se hizo un héroe de la comunidad y alguien propuso su historia a la revista.

Sin perder tiempo Salvador abrió la gaveta del carro y extrajo una pistola chiquita, casi insignificante. Al instante sintió el peso y el frío del objeto e inmediatamente se acordó del santo, aunque no quería. No quiso detenerse por eso. Guardó el arma en la bolsa derecha del pantalón, se bajó y se dirigió hacia la puerta del cerco por donde había entrado Peña y lo llamó.

—Buenas noches, ¿habla español? —preguntó Salvador; el hombre se volvió con el llamado.

—Sí, señor —respondió.

Una vez que lo tuvo enfrente lo midió con la mirada. No era alto pero se veía macizo a pesar de la gordura que pretendía disimular bajo la ropa extragrande.

—¿Tú eres Robert Peña, la persona que ayudó a salvar la vida de un niño?

Peña se acercó. Estaba cansando, acababa de hacer un turno de doce horas aseando edificios y lo que menos quería era ponerse a hablar con un extraño. Un extraño que de seguro deseaba pedirle algo. Tardó en responder.

—Es mi nombre, señor… pero yo no hice nada.

—Sí, eres un héroe, leí la historia en la revista Selecciones, en la sección «Héroes entre nosotros». Viene una foto tuya —explicó inseguro.

A Salvador le dolió el frío a pesar de que no corría viento y la noche apenas comenzaba. Parecían tan poca cosa las luces de las farolas en esta calle.

—Sí, yo también.

—¿Y por qué se niega entonces? —reprochó Salvador.

—No, no, fue un raffle. Un, un… lotería. Yo gané. ¿Cómo lo dice? En español, en México es mi historia; en inglés, las de otros. ¿No ganan dinero? Do not get paid for being a hero?

Salvador dudó un segundo. El idioma lo demoraba.

—¿En español publican historias de héroes de este país y en inglés de otros países? ¿Les pagan para ser héroes? —preguntó todavía incrédulo.

—Sí, sí, yo digo.

Sacó las manos de los bolsillos, frías como el metal que había estado palpando. Ya no supo qué hacer o qué decir. Peña lo miró un momento y preguntó casi a fuerzas:

—¿Quiere ayuda?

Salvador no respondió. Levantó la cabeza y se lo quedó mirando. Había escrutado su foto docenas de veces y repasado su historia otras tantas y ahora no le hallaba sentido. No había héroes, por lo tanto él no podía ser el villano, el malo; no podía combatirlos hasta que alguno lo detuviera y lo sacaran en la revista.

Robert Peña esperó todavía un momento. Enseguida dijo: «Buenas noches», cerró el cercó y se metió.

Después de casi mil kilómetros al volante, Salvador no sentía el cansancio y ahora tampoco el frío. No se daba cuenta de nada. Regresó a su carro, cogió la revista y sin ganas la dejó caer al camino. Ya no podría ponerse al corriente con todos los héroes que había dejado pasar por las páginas de la revista. Antes de marcharse prendió un cigarro y se fijó en el tablero que ya casi no tenía gasolina. Lo esperaba el mismo sur.

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