«Compré el terreno por diversión. Me he criado con los campos y ahora quería tener uno propio. Una forma de pasar el rato y tener producto de temporada en casa». Rafael Bonafont podía haberse comprado una moto acuática, unos esquíes o un quad. Pero prefirió no moverse de su tierra de origen y transformar una ocupación exigente y esclava en un entretenimiento: tener su propia cosecha de hortalizas. En la parcela había una «cebera» cayéndose a pedazos. Ahora protagoniza un pequeño milagro agrario. Una rebelión a lo que parece condenado al olvido o la desaparición: el secadero de cebollas luce nuevamente erguido y restaurado. Más aún: «cuando pase la cosecha que hay ahora plantaré una tabla de cebollas y una vez recogida, pondré una parte en la «cebera» para que, quien pase por allí, pueda verla exactamente como yo las ví de niño».

Pocos, por no decir ningún elemento en la huerta valenciana es tan característico como la «cebera». Tanto, que ni siquiera tiene traducción al castellano. A la RAE no le consta una cebollera como «cobertizo realizado con madera en forma de barraca para preservar y secar las cosechas de cebolla». Y es que, en esencia, es un ingenio creado en el siglo XIX por labradores minifundistas de la huerta de València. La versión local del hórreo, seña de identidad en Galicia y que aquí, por la fragilidad de la construcción y de la conciencia general, no sólo nunca se ha puesto en valor, sino que desde hace décadas contempla la destrucción y desaparición de las mismas. Más allá de que los grandes almacenes, las cooperativas y los nuevos sistemas de refrigeración hayan hecho perder la utilidad para la que se concibieron: alargar la vida útil de las cebollas recolectadas y poder venderlas a mejor precio fuera de temporada. Ahora, las que se tienen en pie son apenas escombreras, almacenes de utillaje y sólo en contados casos se ven cajas de plástico para guardar producto. Por eso, restaurar una «cebera» es poco menos que un milagro. El feliz acontecimiento lo descubrió un vecino de la población, Juan Carlos Vayá, y lo movió en redes sociales. Los dueños de las casas cercanas al campo no ocultan su satisfacción por el arreglo.

Bonafont le puso pericia, porque el cobertizo se caía con un estornudo. «Cuando empezamos, tuvimos que embridar lo que quedaba a un coche para enderezarlo. Conseguí maderas parecidas para los listones y la verdad es que resistió». Hasta respetó el tipo de teja alicantina para volver a cubrir el techo, que «había desaparecido por completo». Sin caer en la tentación de la uralita. Ahora se la ve sólida y protegida por candado en la puerta. Rematada con cruces en la parte alta, y en la base, siguiendo el precepto de elevarla ligeramente para evitar la humedad del terreno, reforzada con cemento.

En el año 2017, la alcaldía de Castellar-Oliveral (cuya sede se denomina también «la cebera» por su fachada adornada con listones de madera, alegoría a esta seña de identidad) publicaba un catálogo con todas las construcciones e incluso con tres rutas para ir a verlas. Albert Pasqual Aznar peinó los camino y encontró, fotografió y catalogó todas ellas. Ya entonces advertía del mal estado de muchas de ellas. «La de Bonafont» (se ha ganado de sobra el nuevo nombre) ha ganado una vida extra.