«Severo Ochoa era un enamorado de su trabajo, de su pueblo y de su mujer»

Carmen Fernández REDACCIÓN

LUGO

Vecinos de Luarca recuerdan la figura y las anécdotas del premio Nobel al que conocieron

01 nov 2018 . Actualizado a las 10:47 h.

El día 1 de noviembre se conmemora el 25 aniversario del fallecimiento de Severo Ochoa de Albornoz, premio Nobel de Medicina en el año 1959.  Ochoa hizo importantes contribuciones en distintos campos de la bioquímica y la biología molecular y su descubrimiento del ARN (ácido ribonucleico), por las que es aclamado mundialmente y también en Luarca, donde nació. El Nobel siempre estuvo muy arraigado a su pueblo, en el que pasaba grandes temporadas junto a su mujer Carmen García Covián, que también se enamoró de la villa en la que pasaban sus veranos, hasta tal punto que los dos fueron enterrados en el famoso cementerio luarqués. En su tumba, que mira al mar reza: «Unidos toda una vida por el amor. Ahora eternamente vinculados por la muerte».

En cada esquina del pueblo se respira su presencia, pues una de las plazas más céntricas, a escasos metros de la casa en la que nació, así como el instituto que hará actos conmemorativos por el aniversario llevan el nombre de la pareja. Tanto en un sitio como en otro, muchos valdesanos han pasado muchos momentos, ya sea por tema de estudios, en el instituto, o por tema ocio, sentados en los bancos de la plaza, escuchando el murmullo de la fuente que allí se encuentra y el jolgorio de los niños y ancianos que comparten sus tardes entre juegos y conversaciones. Entre esas charlas distendidas, aparece el nombre del Nobel que, debido a los 25 años de su muerte hoy más que nunca es tema de conversación en el pueblo.

Si se pregunta a los luarqueses la mayoría coincidirá en contar que «era un enamorado de su trabajo, del pueblo y de su mujer». Un resumen que podría definir perfectamente al Nobel, pues es sabido y demostrado que todo eso es verdad, le gustaba pasar su tiempo en el laboratorio, estudiando, y el restante visitando su localidad natal junto a su mujer. Pepita Fernández, que, aunque más joven que Severo, fue coetánea y vecina, cuenta que era un hombre de aspecto y costumbres humildes, «andaba con los pantalones cortos enseñando los tobillos, supongo que era lo que se llevaba en Estados Unidos pero aquí nos chocaba», explica, pues él iba vestido acorde con la cultura neoyorkina, de la que se empapó durante tantos años al haber vivido allí.  

Le gustaba también ir con sus dos amigos de la infancia a comer a La Caridad, a un restaurante que ya está cerrado, pero que, según Fernández, «servían unos solomillos al whisky conocidos en todo el occidente». Era rutinario, le gustaba dar largos paseos, aunque no era mucho de ir a bares, ni de tomar cafés. Uno de los sitios que más visitaba era el cementerio, sobretodo a raíz de la muerte de su mujer. Aunque el luarqués no llevaba flores precisamente, cada día llevaba una carta en un papel pequeño y arrugado, en el que dedicaba unas líneas a su amada Carmen y que depositaba en su tumba. 

Enamorado de su mujer y del mar, transitaba la playa de Portizuelo, que estaba muy cerca de su casa en el barrio de Villar. Era uno de sus lugares favoritos e iba cada vez que podía y el clima se lo permitía a relajarse. Dicen también que desarrolló su curiosidad y vocación científica allí, cuando de pequeño veraneaba con sus padres y jugaba con las rocas. Lo demás, también es sabido en todo el pueblo. Ochoa que no tuvo hijos, dejó esa preciosa casa de Luarca en herencia a sus sobrinas de Valencia, que luego vendieron en 1990 pues no visitaban la Villa con asiduidad como hacía su tío. A pesar de ello, la presencia del Nobel sigue viva 25 años después de su muerte, en sus descubrimientos y en el recuerdo de todas las gentes de la villa blanca de la costa verde.