La aldea modelo o la modelo de la aldea

 Joaquín Arce Fernández

OPINIÓN

Asiegu, en Cabrales
Asiegu, en Cabrales Alberto Morante

04 feb 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Algunos sectores del Gobiernín barboniano andan ocupados en promover «aldeas modelo» y «montes vecinales de mano común» gestionados por arcaicas «comunidades vecinales». Algo a lo que no estábamos acostumbrados con el más cosmopolita y culto Javier Fernández que se interesaba más bien por los retos de la ciudadanía global y el estado del bienestar.

Entienden estos cargos públicos que la aldea todavía es, hoy en día, una «unidad económica» y que los montes públicos estarían mejor gestionados  por comunidades vecinales de «casas que echan humo», en vez de por los técnicos y departamentos especializados de las administraciones. En mi opinión, un ejercicio de demagogia, paternalismo y clientelismo. Algún lobby les estará azuzando.

En relación a las aldeas hablan de poner en marcha un modelo en el que se implante en cada aldea una «comunidad social», con asociaciones y cooperativas variopintas, un «sistema agroecológico local» (con «concertación parcelaria voluntaria», que no concentración parcelaria clásica, obligatoria)  y un «sistema energético local».

Respecto a los montes públicos apuestan por privatizarlos por arte de magia y trasladar la propiedad desde los Ayuntamientos y la gestión desde el Principado a unas «juntas vecinales» que, como es lógico, dicen que van a mantener los montes mucho mejor que las administraciones y con menos incendios. Como si los montes privados que tenemos hoy en día en Asturias, o en Galicia, donde abunda ese caduco modelo vecinal, los quemaran menos los de siempre y estuvieran mejor gestionados para el interés general que los públicos.

La verdad es que en la UE, en el siglo XXI, cuesta entender estos planteamientos aldeanistas y privatizadores de lo público. Y mucho más pensar que servirían para algo positivo en tiempos de especialización profesional extrema,  globalización, tecnología, pandemias mundiales, cambio climático y de paisajes y pérdida de la biodiversidad .

Hoy en día, la aldea no es una unidad económica. Hace mucho que lo dejó de ser, por suerte, al acabar la miseria. Como no lo es un bloque de pisos de cualquier calle de Oviedo o una urbanización. La aldea es un lugar de residencia más, permanente o temporal, más bien esto último. Un código postal. Un domicilio. Hay gente que prefiere vivir en ciudades o villas, porque tienen más oportunidades, más vida social  y más servicios. Y otra gente que preferimos residir en pueblos o aldeas, sobre todo por el verano, por herencia familiar, gusto por la naturaleza, la huerta, la vida tranquila o lo que sea, aunque se disfrute de menos ambiente, servicios y oportunidades laborales cercanas.

Independiente de dónde vivamos, salvo los jubilados, casi todos nos dedicamos a algún trabajo especializado y hacemos la vida donde queremos. En la ciudad o las villas viven ganaderos, forestales y agricultores que se desplazan a diario a trabajar en el campo. En los pueblos o aldeas vivimos gente que trabajamos en ciudades, o donde sea, en cualquier sector, público o privado. Ya no hay diferencias entre los habitantes urbanos y rurales, estamos todos barajados.

En una casa de una aldea, hoy en día, si hay buen internet, puede vivir una modelo que desfile por semanas en Roma y en París o alguien que teletrabaje para otro país. La aldea no debe ser  una unidad económica modelo. Ni siquiera es una unidad económica real que merezca alguna atención pública como tal. No se por qué algunos políticos, en los últimos años, se empeñan en inventar nuevas unidades territoriales que no existen y darles discurso, identidad y competencias (quieren crear países independientes nuevos, como Cataluña, áreas metropolitanas con órganos de gestión, aldeas modelo, etc) dejando descuidadas las unidades económicas y prestadoras de servicios que sí que existen de verdad, como las regiones, las comarcas, los municipios o incluso las parroquias rurales. De hacer algo con las unidades territoriales actuales lo que habría que hacer, en mi opinión, es descargarlas de contenidos identitarios inútiles y hacer con ellas lo que hacen los bancos y las empresas con sus oficinas, fabricas y departamentos, es decir, fusionarlas para hacerlas mayores, más eficientes prestando servicios y obtener economías de escala, sobre todo los municipios.

Algo parecido pasa con la «participación». Algunos políticos , en vez de intentar hacer bien su trabajo  y recibir nuestra evaluación en las elecciones, quieren que los ciudadanos estemos años «participando» en reuniones, trabajos y debates que no interesan a casi nadie para ver como tiene que ser alguna obra que se haga en la ciudad. Obra que, al final, con esos retrasos, acaba la legislatura, cambia el gobierno, y nunca se empieza. Políticos que no van a las reuniones de su comunidad de vecinos quieren que  echemos horas en procesos participativos de barrio. Si hay algo que nos preocupe ya lo diremos en los preceptivos trámites de información pública, cuando proceda, pero no nos den la brasa, por favor.

Por eso, como vecino rural, tiemblo si un día me vienen a animar para que me meta a «participar» y gestionar agroecológicamente mi aldea, a tormentosas reuniones de mi comunidad vecinal para gestionar los montes, a crear una cooperativa ruinosa para diseñar y poner en marcha un sistema energético local comunitario (en vez de ir a recoger leña, o al IKEA a comprar unas placas solares para mi tejado), o a pergeñar una brillante identidad de mi aldea en base a las inmemoriales tradiciones culturales, que ni las sé, ni casi me interesan. Porque según esos políticos las aldeas que no tienen una  «identidad» no tienen futuro. Si vienen, yo les diría que las aldeas y los pueblos, como las calles de las ciudades, para no despoblarse más de lo que queramos la gente, que al final somos los que decidimos dónde deseamos vivir, lo que primero necesitan es que funcionen bien todos los servicios públicos como el abastecimiento de agua y el saneamiento, la electricidad, la limpieza y recogida de basuras, la oferta de vivienda, los caminos o carreteras, los transportes públicos, el transporte escolar, la protección del paisaje y la biodiversidad, la seguridad, la cobertura de teléfono, televisión…Y hoy, sobre todo, internet. Y que eso se haga de forma profesional y eficiente, con organismos públicos especializados, no creando nosotros, los vecinos, cooperativas y que me toque a mí ir a revisar las arquetas y clorar el agua, entrampiar el internet, transportar a los niños al cole, llamar la atención a un vecino guarro que luego se enemistará conmigo, o prindar los caballos que se metan sin papeles en el monte público municipal que ahora, a lo tonto y para nada bueno, hemos reconvertido en privado vecinal.

Una aldea del siglo XXI no tiene por qué ser una «aldea modelo, o una aldea  ejemplar que intente ganar el Premio Príncipe» en donde tengamos veinte reuniones al año y tres cooperativas para gestionar, riñendo, todos los asuntos del pueblo, aparte de nuestro trabajo normal (o de vivir la vida y pasear al sol  como los jubilados, que por cierto, en las aldeas, son la gran mayoría). Sobra con que sea una aldea moderna, corriente y moliente, en la que viven ciudadanos libres con los mismos derechos y obligaciones que en otros sitios. Donde cada administración se haga cargo, con eficacia y sin predicar, de lo que le corresponde: las normas, los impuestos y los servicios públicos. Y los habitantes nos encarguemos de buscarnos la vida, mantener el delicado equilibrio en el clima social de la aldea y gestionar nuestros asuntos privados, al margen de alguna sextaferia que hagamos los domingos para mejorar cosas allí donde veamos que no  puedan llegar los servicios públicos por falta de recursos. En nuestra aldea debe poder vivir cómodo cualquier extranjero  sin sacar un master de asturianía participativa, o una modelo internacional, haciendo su vida superinteresante, con sus seguidores, sus youtubers y sus amigos cosmopolitas de distintas razas y religiones, viviendo unas veces aquí y otras allí, sin necesidad de estar pendiente del quorum y de las votaciones de  reuniones de vecinos a los que casi no conoce, o con los que apenas tiene nada en común, para organizar el sistema agroecológico o energético local, o de romperse las uñas haciendo artesanías cuando vengan autoridades, o vistiéndose de asturiana por la supuesta y gloriosa identidad del pueblo en que en mala hora se fue a vivir.

Joaquín Arce es economista y ecologista