Manila, el punto filipino

Lectores Corresponsales

Esta ciudad no descansa, sino que aúlla en perpetua agonía como un animal herido por cláxones

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Ambiente nocturno en una de las callejuelas del barrio chino de Manila.

Jes Aznar / Getty

* El autor forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia

En una noche insomne en Manila por el jet-lag me subí a la terraza en el piso 47 del edificio, no con la intención de suicidarme, sino para fumar un cigarrillo y acompañar así a una muerte lenta, pero segura. 

La urbe resplandece con un rosario de guirnaldas que decoran calles y rascacielos hasta alcanzar el mar. Aquí, donde todo triste ruido tiene su habitación, la ciudad no descansa, sino que aúlla en perpetua agonía como un animal herido por cláxones, motores y gritos inarticulados cuyo origen es indescifrable. 

El cielo inclemente está preñado de una nube gris que se afana inútilmente por volcar la lluvia que todo lo limpiaría, pero el olor a aguas pútridas y el humo de tantos escapes, de tantas respiraciones y de tantas desdichas no permiten que se derramen lágrimas. 

En el centro de la moderna ciudad atravesada por el ferrocarril elevado tropiezo con masas de jóvenes uniformados de escuela que avanzan serios y disciplinados, cuando no inundan los mastodónticos centros comerciales, templos del deslumbrante consumo, de la banalidad y de la comida rápida a la americana.

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Cotidianidad en una de las calles de Manila.

Jes Aznar / Getty

Desde esta altura percibo Intramuros, el que fuera enclave colonial español hasta la independencia en 1898, pequeño y desamparado en medio de la Gran Manila. 

Allí se acumulan los edificios decrépitos enlazados por haces negros de cables que representan el progreso. Cada calle tiene su socavón y cada pavimento hiere la planta del pie como un calvario de espinas entre charcos malolientes. 

Los monumentos coloniales tal como la muralla, Fort Santiago, la catedral o la iglesia de San Agustín, más o menos restaurados después del 45, se alzan como meros decorados al incansable afán de fotografiarse y, entre las caras serias e inexpresivas del filipino medio, destaca el calor pegajoso de los guardas de seguridad, aburridos y somnolientos en cada esquina, en cada portal, en cada movimiento hacia la libertad. 

Vista del río Pasig en Manila.

Vista del río Pasig en Manila.

Mindaugas Dulinskas / Getty Images

Los chiringuitos, vendedores ambulantes y buscavidas a la caza del turista parasitan con su miseria cada rincón, pagando religiosamente el derecho a vender un poco de comida creativa, una sonrisa y la moneda manoseada repetidamente por la corrupción.

Al lado del hotel destartalado donde ofrecen un café instantáneo, aguado e insulso a los incautos (y escasos) turistas, descubrí la sede del Instituto Cervantes con el portón cerrado y una entrada escondida, vacío de toda vida y sostenido por la extraña obcecación de los españoles. 

El inglés es la moneda de intercambio y el castellano, aunque lo comprendan los viejos y se refleje en los uniformes coloniales del ejército, se halla anglicanizado en los edificios históricos, resulta hueco de resonancias y falto de sentido en un mundo que vive de espaldas a su pasado. Tan solo sobrevive un catolicismo folclórico firmemente arraigado en las costumbres.

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