La profecía de Orwell era yanqui

Se acuerdan de aquel magnífico filme alemán, La vida de los otros? Teníamos el corazón en un puño y la indignación a flor de piel ante aquellos espías de la Alemania Oriental que lo controlaban todo. No sólo las conversaciones, sino hasta los actos más íntimos, para que nada quedara fuera del control del Estado. Era la profecía de George Orwell que predijo en un libro, 1984, y que evocaba los países comunistas del este de Europa. El Gran Hermano que lo controla todo, que lo sabe todo de todos, que maneja la información privilegiada hasta imbuir la cobardía absoluta.

Vayan a ver un filme extraordinario de Oliver Stone. Lleva por título el nombre del protagonista, Snowden, un niñato de 29 años que sólo tiene una inclinación, los­ ­ordenadores. Ni siquiera terminó el ba­chillerato, la gente como él no necesita planes de estudios. Lo descubrieron los servicios de información norteamericanos porque tenía las piernas jodidas y no podía ser un buen “G.I.”. Un mirlo blanco para ser mayordomo del nuevo Gran Hermano. Hasta su familia tenía pedigrí de soldados patriotas defendiendo la civilización occidental; es decir, la suya. Una novia con tendencia a la simplicidad, cuyas tetas acabarán convirtiéndose en objetivo de la seguridad nacional de Estados Unidos, y que demostrará ese valor y ese talento que no sé por qué razón las películas gringas tratan de ocultar tras las patatas fritas, las hamburguesas y las barbacoas. Si me atuviera a los filmes que salen de Hollywood –este no es el caso–, las familias blancas de Estados Unidos se reúnen más en barbacoas humeantes que en los parques, los bares o los clubs.

Esta es una historia de jóvenes casi treintañeros, superdotados en las altas
tecnologías de ordenadores encriptados, dirigidos por asesinos de Estado con una barriguita que no ha conseguido evitar sus horas de golf. Así de sencillo. Pero dominan el mundo. No el mundo en general, que es la aspiración de todo imperio, sino el mundo absoluto. Los ordenadores que sirven para avanzar la tecnología, las relaciones humanas, son para estos individuos –sería ofensivo llamarles caballeros– un objetivo bélico. Conseguir matar al adversario antes de que se dé cuenta de que le van a matar.

La magistral película de Oliver Stone puede contemplarse pasivamente como un filme con momentos de caída del ritmo, obsesivamente minuciosa. Por supuesto, sobre todo si usted la visiona sentado en un sofá y de vez en cuando se levanta para ayudarse con un whisky, un hielo y un poco de soda. Pero le recuerdo, imbécil, que si tiene abierto el móvil le están contemplando mientras hace sus necesidades más perentorias, orinar por ejemplo. Detectarán hasta sus problemas de próstata. Hasta para hacer el amor y para evitar que la central registre cualquier inclinación o gusto erótico, lo mejor es apagar el televisor, apagar el móvil que se ha dejado encima de la mesita de noche y cubrirlos con una manta. ¡Añorado Orwell, jamás habrías soñado que los tuyos, los que defendían la libertad del individuo frente al adocenamiento de las masas rojas, irían tan lejos!

Vertical

Pero existe algo que se llama la conciencia, en casos muy puntuales, que está por encima de religiones, credos y salarios ­desbordantes. Y un día este gilipollas, con aspecto de no romper un huevo y menos aún freírlo, empieza a detenerse en los mensajes encriptados que se van cruzando por el mundo, empezando por el suyo, los Estados Unidos de América. Y descubre que la mayoría de los materiales que maneja no son más que juegos de guerra, para matar o para organizar y justificar las matanzas. Que no se trata de seguridad nacional alguna sino de tener a la ciudadanía, valga la expresión, bajo el control ni siquiera del Estado, o de las instituciones, sino
de unos tipejos formados para el crimen
y sobre todo para servir a los poderes intocables.

La añagaza del terrorismo islámico es la coartada perfecta para construir un Estado invulnerable, consciente de que no lo conseguirán jamás. “Nunca nos volverá a pasar lo de las Torres Gemelas”. ¡No sean cínicos! La mayoría de los participantes, ­colaboradores y ejecutores del acto terrorista más importante de la historia, el que inició el siglo XXI en Nueva York, estaba formada por colaboradores suyos, los pagaba un Estado que era su principal aliado en Oriente Medio, y para mayor ludibrio imperial, los sacaron en aviones apenas terminadas las matanzas por las repercusiones geopolíticas que pudieran tener para la economía y la relación de fuerzas de Estados Unidos, entonces dirigidos por un deficiente mental con serios problemas para distinguir dónde estaba Afganistán y dónde Arabia Saudí, un Bush, probablemente el más tonto de la familia, por más que haya otro aspirante que se lo disputa. ¿Qué mejor para los grandes emporios económicos de las armas y las letras de cambio, si tal figura existe aún, que tener un presidente idiota? De esto sabemos nosotros bastante.

Evito narrar por lo menudo la odisea de este profesional llamado Snowden desde el momento que decide tirar de la manta y llevarse hasta la cama. ¡Él sí que es el héroe de nuestro tiempo! Llegará un día que nadie se acuerde de las mentiras de Obama, competidor adelantado de aquel Richard Nixon al que llamaban El mentiroso, pero que hizo con China lo mismo que hoy Obama hace con Cuba. No se escandalicen. Los estados no tienen amigos, ya lo dijo alguien que tenía experiencia en el asunto, los estados sólo tienen intereses.

Ahora bien, cómo es posible que este país inmenso y riquísimo, con una de las tasas de pobreza más altas del mundo, donde la Seguridad Social se considera una reivindicación comunista, sea capaz de mantener una cárcel en condiciones inauditas, la de Guantánamo, sin acusaciones ni penas para los reos. Hay una secuencia en el filme, que podría pasar desapercibida y que protagoniza ese chaval, que no debe
de ser experto en historia pero que tiene la cultura del listo que no lee. Recuerda al Tribunal de Nuremberg. Ni uno solo de esos caballeros bien peinados, mejor casados, amantes en sus últimos golpes de gloria con damas a mil dólares, podrá evitar pensar, cosa infrecuente en ese tipo de oficios, que ninguno de ellos se salvaría de sentarse en Nuremberg.

Nuestro mundo ha cambiado, frase eufemística para decir que nuestro mundo está hecho una mierda y que los poderosos vuelven a tener el aire del siglo XVIII, resumido en la amante de Luis XVI en vísperas de la Revolución: “Si no tienen pan, por qué no comen rosquillas”. Incluso en aquel tiempo había dónde esconderse, aunque fuera discretamente, pero que Snowden tuviera que escapar a Rusia porque ninguno de los países democráticos que el viejo George Orwell consideraba su referente lo acogiera, y que al final tras múltiples peripecias tuviera que asentarse en el lugar-símbolo de todo lo que detestaba Orwell, esa es la paradoja más asombrosa que un analista, o un ciudadano, no digamos un demócrata, hubiera podido imaginar.

Que un hombre que ha demostrado su ca­pacidad heroica en defensa de la verdad, que no es otra cosa que la manifestación esencial de la democracia, tenga que huir de todo el mundo para asentarse en el ­aeropuerto de Moscú, bajo la protección de un individuo como Vladímir Putin, va mucho más allá de lo que nuestra imaginación podía calcular. ¿Y qué me dicen de Julian Assange, refugiado en la embajada londinense de Ecuador, país donde el periodismo no goza precisamente de buena salud democrática, y al que el señor John Kerry, secretario de Estado norteamericano, ha exigido, como en la época de las cañoneras, que le corten la línea de internet porque afecta con sus informaciones veraces y brutales a la campaña de Hillary Clinton. Y así se ha hecho. Confío que si gana Hillary, le repongan la línea. Uno en Moscú y el otro en la embajada de Ecuador. ¡Voltaire ha vuelto, pero carece de ­fondos!

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