Los riesgos de ser una persona complaciente




Nadie nace siendo complaciente. Las personas que se configuran como tales lo hacen por experiencias tempranas en las que tuvieron que adoptar esa personalidad –o forma de ser– a modo de mecanismo de supervivencia. Quizás porque crecieron en una familia con dinámicas autoritarias, en las que se establecieron ciertas normas de manera rígida. O porque crecieron en una cultura en la que el autoritarismo está muy compenetrado. Lo cierto es que las personas complacientes desarrollan desde muy chicos un miedo al conflicto, al rechazo y al abandono. Y para evitarlo a toda costa se refugian en conductas mayormente solícitas.

Como explica la psicóloga clínica y académica de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile, Marcela Sandoval, lo que hay detrás de este comportamiento evitativo es una profunda necesidad por ser reconocidos por el otro y una falta de reconocimiento del propio “yo”. En ese sentido, la auto valía de las personas complacientes depende en gran medida del otro. Y por eso hacen lo posible por satisfacer sus necesidades.

Pero, ¿de qué manera esa tendencia podría llegar a afectar sus vínculos? Lo primero que hay que saber, según explica Sandoval, es que a todos nos gusta –en mayor o menor medida– agradarle al resto. Cuando hay un sentimiento genuino de ser amables para establecer relaciones afectuosas, no habría que cuestionar ese comportamiento. El problema se da cuando se anteponen las necesidades de los demás por sobre las propias, por miedo a las posibles consecuencias que podría llegar a tener el establecer un límite. Es decir, cuando no podemos decir que no por miedo a lo que creemos que va pasar –o, en su defecto, cuando creemos que la relación se sostiene en base a esa complacencia–.

“Las personas complacientes evitan que el otro sufra, pero también evitan un posible conflicto o posible abandono. Por eso, siempre están dispuestas a realizar lo que se les pida y muchas veces lo anticipan; lo hacen incluso antes de que se les pida”, explica Sandoval.

Y es que, como señala el psicoanalista y académico de la Universidad Diego Portales, Felipe Matamala, las personas complacientes lo son en gran medida por cómo fueron criados. “Los miedos anticipados frente a las posibles reacciones de los demás tienen mucho que ver con nuestros vínculos tempranos y nuestras experiencias de la infancia. Si de chicos dejábamos de hacer ciertas cosas para agradarle a nuestros padres, pero también para no molestar, esas conductas pueden aparecer de más grandes”, explica. “En ese sentido, podemos ser condescendientes a propósito de un temor pero también bajo la lógica de agradarle al resto. Podemos estar reaccionando por miedo o porque le atribuimos al otro el sentirnos valorados y queridos”, explica. Pero casi siempre, según señala el especialista, estas sensaciones encuentran sus raíces en experiencias pasadas y cómo las interpretamos en su minuto.

“Lo que se está jugando ahí no es únicamente la experiencia actual, sino que la experiencia de la infancia a la que nos remite; muchas veces nos vamos a acordar de nuestros padres y de cómo fuimos interpretando que para sostener ciertos vínculos teníamos que ser aceptados por el otro sin cuestionar. Tiene que ver con las fantasías de pérdida y las angustias más primarias”, explica Matamala. Y en el fondo, la complacencia afecta nuestra personalidad, pero también nuestra capacidad de independencia y de toma de decisiones. Porque finalmente esas decisiones corresponden a la satisfacción de necesidades del otro.

En un artículo reciente publicado en el medio estadounidense The New York Times, la autora Natalia Lue, quien se autodenomina una persona complaciente en recuperación, y que hace tres años fundó el blog de autoayuda Baggage Reclaim, postuló que “cuando nos sinceramos respecto al porqué detrás de nuestras acciones, entendemos lo poco sano que es ser complaciente. Ese por qué puede tener que ver con que queremos controlar cómo los demás nos perciben, con el hecho que queremos recibir algo de vuelta, o por miedo y culpa”. Por eso, como explica, lo primero que tienen que hacer las personas complacientes es reformular –y reorientar– la relación que tienen consigo mismos. Luego atravesar el miedo y lograr ser transparentes respecto a las necesidades personales, y, por último, escucharse.

Como plantea Marcela Sandoval, el problema de la complacencia es que permite que se establezcan relaciones asimétricas y una distribución poco equitativa del poder. “La persona complaciente puede estar sometida a las necesidades del otro pero también puede ponerse por sobre los demás al resolver sus necesidades sin que se lo pidan, sin preguntar si el otro necesitaba ese apoyo. En general, se trata de un gran descontento respecto de sus necesidades porque quedan postergadas y no siempre reciben el reconocimiento que buscan. En ese sentido, pueden incluso dar paso a lo que buscaban evitar; esa habitación del conflicto o el rechazo”, explica.

Por eso, lo interesante, según Sandoval, sería observar ese patrón y atreverse a cuestionarlo y cambiarlo por una relación de colaboración. “Existe la posibilidad de plantear las propias necesidades y hacerse cargo de resolverlas. O incluso de ser complacientes pero sin postergarse”.

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