A mi alumna Liudmyla Scherba

“Guerra a la guerra por la guerra. Vente” escribía en un soneto mi admirado poeta Rafael Alberti en plena guerra civil española, esa que él hizo entre visitas al frente, pocas, y cigalas, muchas, y así ahora, cuando en la vieja Europa resuenan los tambores de guerra, las redes y los países se llenan de banderitas de los unos y de los otros, de desligar los pueblos de sus dirigentes, de bienvenida a los refugiados, esperemos que mejor que a los de Siria, sin ir más lejos, que ahí siguen, aunque ya no salgan en la televisión, en campos en Turquía, previo pago, claro, para que no molesten a la democrática Europa desarrollada. Y de Afganistán mejor no hablar. Esperemos que tengan mejor suerte los desplazados ucranianos por aquello de que son más blancos, más rubios y hasta católicos, no como los sirios. Y, por supuesto, de cantos al pacifismo, ignorando que el ser pacifista solo tiene sentido, como en el amor, si es recíproco, porque si no, te quedas, como en la canción de Javier Krahe, con tu flor como un gilipollas.

Las cosas son como son y aquí están los tanques rusos paseándose por las ciudades ucranianas, tan parecidas a las nuestras y con gentes tan parecidas a nosotros. Pero ahí están, como si dos guerras mundiales, por cierto, generadas por la misma zona, no hubiesen sido suficientes y como si ni siquiera una pandemia hubiese servido absolutamente para nada.

Cuando hace dos años el mundo quedó paralizado y encerrado por un virus hubo una reiterada alusión a que saldríamos más fuertes y más unidos. Y solo faltó a más de uno añadir que hasta más guapos, solidarios, mejores personas y, ya puestos, hasta más enamorados. Y la frase, repetida hasta la saciedad, parecía, sobre todo en los momentos más duros del confinamiento, una especie de salvavidas como aquella de detente bala que escribían los soldados en su gorra en plena contienda.

Nuestra Europa desarrollada, del Estado del bienestar y acomodada es inculta en todo aquello que le desagrada, en todo aquello que suponga alterar sus preocupaciones diarias por su hipoteca, su coche nuevo, sus vacaciones y un terraceo cuando sale el sol

Pero no. Como si a los millones de muertos que ha provocado el COVID 19 hubiese que añadir más, ahora nos encontramos con una invasión de una nación libre y democrática, pero, claro, resulta que no pertenece a la OTAN, ni siquiera a la UE, así que ya lo ha dejado claro ni más ni menos que el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, el español Josep Borrell, hombre que siempre me ha parecido cabal, poco se puede hacer, más allá de las sanciones económicas al gobierno de Putin, mientras este nos salga a países miembros de la UE o de la OTAN. Como si fuera por dinero al señor Putin. Vamos, que se las vayan apañando los ucranianos como puedan.

Y que sí, que sí, que Putin está argumentando y haciendo como Hitler, y veremos si no se apunta a la cantinela Xi Jinping y entra en Taiwán, pero lo profundamente triste es que la Europa occidental y desarrollada está haciendo lo mismo que describía Stefan Zweig en el periodo entre guerras: mirar su bolsillo, su comodidad, las próximas vacaciones y pensar que de ahí no pasará.

Porque nuestra Europa desarrollada, del Estado del bienestar y acomodada es una Europa adocenada e inculta en todo aquello que le desagrada, en todo aquello que suponga alterar sus preocupaciones diarias por su hipoteca, su coche nuevo, sus vacaciones y un terraceo cuando sale el sol. Y lo hemos visto con el comportamiento en cuanto la pandemia ha empezado a aflojar y yo lo veo cada día cuando mis alumnos, en un colegio de pago y de prestigio, procedentes de una capa social, cultural y económica media alta tienen las mismas dificultades para poner Kiev en un mapa como Damasco. Todos menos una, claro, ella es de Ucrania. Y supongo que tres cuartos de lo mismo les pasará al resto de adolescentes europeos y no digo ya estadounidenses, que siguen pensando que España está al lado de Méjico y los españoles somos toreros.

Un buenismo de mierda

La realidad, en mi opinión, es que tras la Segunda Guerra Mundial no solo hemos creado instituciones europeas inútiles para solventar conflictos armados, pero muy pingües como refugio de políticos, muchos de ellos defenestrados en sus países de origen, sino que nos hemos empeñado en educar a nuestros hijos en la búsqueda del bienestar, en el dinero como única herramienta de la felicidad y en la creencia de que esta, como la democracia, vienen dadas y poco hay que hacer; unos, nosotros las tenemos, y otros no. Y los que no, esos a los que les pasan cosas que a nosotros no es posible que nos pasen, será porque algo habrán hecho, como cuando ETA empezó a matar. Y cuando nuestra estabilidad se nos cae encima, entonces, en nuestra inconsciencia, en nuestro aferrarnos a esto no puede ser ni puede estar pasando, nos envolvemos en un buenismo de mierda para justificar lo injustificable.

Hace unos días mi querida amiga Ana Olivares publicaba en estas páginas un magnífico artículo bajo el título de “Sin excusas”, donde, en síntesis, ponía las cosas en su sitio: hay gente que es mala sin más, sin ser enfermos ni tener pasados truculentos. Simplemente son malos, hi de puta diría yo apelando al castellano antiguo, y más si tienen poder y más si tienen sueños imperialistas hasta para corregir los errores de Lenin, ahí es nada, y su pamplina de que las repúblicas que integraban la URSS pudieran decidir si seguir o no en esa asociación.

Pero eso no quita la responsabilidad de un Occidente tan pinturero y plagado de politiquillos de salón, cuando no de alcohol, entregados a sus memeces caseras para luego esperar que un anciano americano les resuelva, otra vez, la papeleta. Así que al final, tendrá razón Federico García Lorca: “aquí pasó lo de siempre. / Han muerto cuatro romanos/ y cinco cartagineses”. El problema es que entre esos nueve muertos ninguno se llamará Putin, Biden, Macron, y un largo etcétera incapaces de ver más allá de sus propios pies.