Hace veintiséis años pasé las navidades en un hospital. Las pasé acompañando a una persona que padecía una dura enfermedad que, ambos sabíamos, se la llevaría por delante. La persona a la que acompañaba era mi mujer, que sufría un cáncer terminal que, además de estar arrebatándole la vida, le provocaba unos dolores tan insoportables que habían llegado a desfigurar su rostro hasta el extremo de dejarla irreconocible. Solo la morfina, aplicada a grandes dosis, hacía que pudiera soportar el hecho de seguir viva; hasta que sucedió algo que, aun hoy, cuando lo recuerdo, me sigue poniendo los pelos de punta por lo que de milagroso, o inexplicable para mi, pudo tener.

Era el día de Navidad de 1994, alrededor de las cinco de la tarde, cuando, sin avisar, apareció por el hospital un sacerdote amigo que, me dijo, quería estar a solas con mi esposa. Sin dudarlo, accedí a su petición y salí de la habitación.

No recuerdo bien el tiempo que nuestro común amigo estuvo a solas con mi mujer, ni lo que pudo pasar dentro de la habitación 202 del Hospital Virgen de La Concha durante aquel rato, pero lo que no olvidaré mientras viva es el semblante de placidez que, cuando él salió, había recobrado su rostro. En solo unos minutos, Lilí (así se llamaba mi esposa) que sufría de manera desgarradora, física y moralmente, por el dolor que le producían los tumores y por ser consciente de que ya nunca más volvería a ver a sus hijos, pasó de la desesperación a la paz, sin que nadie más que quienes tienen mucha fe en Dios hayan podido explicarme cómo ni por qué sucedió lo que vieron mis ojos. A los pocos días, mi mujer se quedó dormida y nunca más volvió a despertar.

Desde entonces, yo, que en aquellos momentos me debatía entre la asunción de la cruda realidad y la esperanza en una vida mejor para ella, jamás he vuelto a poner en duda la existencia de un “algo excepcional”, espiritual, que trasciende mucho más allá de lo que pueden ver los ojos e incluso alcanzar a imaginar las mentes, pero que está ahí, entre nosotros, y solo hace falta que se produzcan ciertas circunstancias para que podamos llegar a sentirlo. No sé si es un ser divino, porque desconozco el significado de tal término; tengo claro que no es humano, porque no creo que se le pueda ver ni tocar, pero sí creo firmemente en su existencia como ser espiritual, porque aunque no se le pueda ver, su cercanía, cuando menos te lo esperas o más lo necesitas, se puede llegar a notar.

Se preguntarán, estimados lectores ¿y por qué nos cuenta este señor ahora tan intima experiencia? Pues porque en los tiempos que corren no considero que sea tan osado intentar abrir caminos a la esperanza a quienes puedan estar en disposición de recorrerlos; por eso, tras haberles contado lo que yo mismo viví aquel 25 de diciembre de 1994, deseo decirles que, a pesar de todo lo malo que está aconteciendo, quisiera transmitir un mensaje de aliento a cuantas personas estén padeciendo por los efectos de la Covid 19, o por cualquier otra causa, y animarles, porque aunque no estén atisbando el final del túnel siempre puede haber motivos para acrecentar la fe y renovar la esperanza.

Y qué mejor ocasión para que nos reencontremos con la fe y recobremos la esperanza en que volveremos a la tan ansiada normalidad que las fiestas que se avecinan, fundamentalmente por lo que significan, o deberían significar. Por ello, permítanme que les proponga que, este año, ya que no vamos a poder celebrar las navidades como hubiese sido nuestro deseo, tal vez fuera bueno que en los prolegómenos de la Nochebuena, nos juntemos con quienes nos juntemos para cenar, quien se pueda sentir concernido, por sus convicciones o por lo que sea, recuerde al resto de comensales las raíces de tal celebración, y lo haga sin el menor rubor, entre otras razones, porque es bueno que nos “situemos” y seamos coherentes con el significado de las fiestas que nos disponemos a celebrar; que no es otro que la conmemoración del nacimiento de Jesús de Nazaret -Jesucristo- que es la figura en torno a la cual se conformó la religión que la mayoría de los que puedan llegar a leer esto tal vez profesen, algunos practiquen y, sin lugar a dudas, a todos los que vayamos a celebrar la Navidad nos debería hacer reflexionar. Lo contrario sería muy triste, porque sería algo así como si varios hermanos y hermanas se reuniesen para conmemorar el nacimiento de la madre, o el padre, ya ausente, y ni siquiera evocaran su recuerdo.

Espero no haberme inmiscuido en los sentimientos de nadie. Solo he pretendido llamar la atención de los que, tras haberme leído, y sintiéndose concernidos, hayan querido o podido entenderme.

¡Feliz Navidad a todos!