«Triki, triki, triiiiiki, triiiki, triki, mon amour, triki, triki, triki, triiiii". (Bis). Curiosidades de la vida: el mismo día en que se hace signo planetario la nueva emergencia griega -cuya cabeza visible, Alexis Tsipras, de Syriza, pese al trabalenguas en tan poco espacio, nos acabará sonando, como no ocurría, entre los oriundos de la región, desde los Papandreu, Aristóteles Onassis o Tales de Mileto- se muere Demis Roussos. Era una aparición estrafalaria y amable, entre el oso Yogui y el hermano travesti de Montserrat Caballé, a capela y barbado. Un Jesucristo Superstar obeso, cuya voz andrógina y aterciopelada pegó fuerte en los años 70, a partir sobre todo de aquel single inolvidable, Velvet Mornings (Mañanas de terciopelo), con un estribillo de época, que incitaba a hacer cualquier cosa largo y tendido: «Triki, triki, triiiiiki, triiiki, triki, mon amour, triki, triki, triki, triiiii»...

Menuda consigna para haz el amor y no la guerra, mientras vociferaba también, al vuelo, aquello de Una paloma blaancaaa.... Ésta ha salido ahora de la chistera política de su país de adopción -pues Roussos era oriundo de la egipcia Alejandría-, con un extrañísimo amancebamiento entre la izquierda radical y la extrema derecha, semejante, en nuestro país, a un cruce fantasmagórico entre Podemos y la extinta Fuerza Nueva. Eventualmente, un Polifemo que fuese un cruce entre Pablo Iglesias y un redivivo Blas Piñar, con la banda sonara de la festiva propuesta de José Vélez: «Ven a brindar con vimo griego de mi tierra natal...».

Si alguien se equivocó de plano fue Francis Fukuyuma, con su célebre pronóstico sobre El final de la Historia, un libelo que acaba de cumplir, por cierto, un cuarto de siglo. Según sus hipótesis, el orden liberal vigente encarnado por el sistema democrático de las sociedades avanzadas suponía la consumación definitiva de la historia, sin posibilidad de alternativa o desvío. Al cabo, provenían de un informe como asesor de la Casa Blanca, que era todavía la Roma Imperial de la época. Tras el mazazo material y simbólico de Wall Street con que nació el siglo, junto a la emergencia europea -hoy igualmente crítica- y las ubicuas e invisibles trincheras yihadistas, estaríamos en un mundo mucho más fragmentario y policéntrico. No deja de ser una enrarecida galaxia global, que no es ni uno ni lo otro. Frente al teocentrismo político simbolizados por las antiguas Roma y Jerusalén, se nos propone la recuperación del ágora ateniense, donde los dioses son elocuentes, festivos y mortales. Pero la Atenas clásica es demasiado contradictoria y polisémica. Junto a su aportación del canon de honestidad y belleza, es también el paraíso de los sofistas y los cínicos, cuyo barullo e impostación desemboca indefectiblemente en la cicuta de Sócrates. De ahí la vigencia de la Caverna del mito de Platón, que nos previene contra cualquier demagogia sobre el acceso definitivo a la luz solar. Entre sus oscuras paredes, sí, hay que reinventar la fiesta, encender hogueras, renovar las inscripciones, pero ni el más habilidoso de los dioses puede mostrar el boquete de salida. Sigue siendo la gran alegoría espacial de un tiempo que si algo nos enseña, es que, cuanto más se profundiza en los diagnósticos, más se alejan las recetas.

De ahí el interés de las más recientes revisiones del mito, como la novela, y proyecto de película, La República de Platón (2013), de Alain Badiou, que lleva la Caverna platónica al paroxismo. La representación sigue la inercia de las últimas décadas: masas que continúan maniatadas, como remando en inamovibles galeras de desazón y perplejidad, con las frentes apostadas en las rugosas paredes umbrías de aquel mito fundacional. Y, afuera, el arjé solar del imposible al alcance de la mano, con espejismos que, a la par, se derriten, tras las sucesivas actas de defunción: muerte de Dios, del Sujeto, del Autor, de las Ideologías, de las Utopías... muerte de todo e, incluso, de la Muerte misma. Como en una carrera de relevos, el mito platónico ha podido servir para poner el acento en la distorsión de la percepción de la realidad por la hegemonía de la imagen (Susan Sontag, En la caverna de Platón), o como metáfora del aherrojamiento y la ceguera frente al poderío plutocrático (José Saramago, La caverna). Sirvió al filósofo y sociólogo Martín Santos para denunciar la configuración misma de las tesis posmodernas, y en especial, las baudrillardianas, como «un platonismo de supermercado» (en La paradoja del vencido), con las masas de consumidores exultantemente vueltas hacia los paneles de los grandes almacenes de la modernidad, ahora en temporada perpetua de rebajas... Y, según nos advierte este mismo autor, «el mundo es un castillo vacío, por lo tanto nadie existe verdaderamente y todo puede ocurrir».

La imagen de la Caverna ha propiciado la representación del nuevo «feudalismo cibernético» (Javier Echavarría, en Los señores del aire, al hilo de las tesis de Paul Virilio), con las masas de internautas -o, en muchos casos, oligonautas-, vueltas de cara a las rugosas paredes umbrías de un incierto mundo virtual, como el altar donde mejor se consagra el nuevo medievalismo silencioso. Es la misma sociedad de castas, con sus chateantes siervos de la gleba, de que nos habla Víctor Gómez Pin en Los ojos del murciélago, que no son otros que los amos de la caverna: una élite de poderosos chupópteros, en posición invertida de murciélagos, justamente, actuando a sus anchas, por la gruta, con nocturnidad y alevosía, mientras las mayorías silenciosas no pueden hacer sino extenderles dócilmente sus yugulares y otras partes del cuerpo... En la Caverna platónica se basa, asimismo, el narrador Juan Carlos Somoza para hablar de la deflación del saber (La caverna de las ideas) o, de un modo más divulgativo y misceláneo, Lou Marinoff, en Más Platón y menos prozac (2000). Y es un mito que cabe inferir, asimismo, en Hacia un mundo sin rumbo, de Ignacio Ramonet, donde los gobernantes políticos -con plaza decorativa en las primeras filas de la cueva- no son ya sino rehenes de los despóticos poderes financieros y mediáticos. Y, en el campo de la literatura y el pensamiento, cabría banalizar aún más la representación de la Caverna de Platón en una suerte de Cueva de Alí bla-bla,blá y los cuarenta impostores; contra la doxa y la sofística ahí predominantes hoy día, arremete lúcidamente George Steiner, abogando por un rearme de la trascendencia y sacralización de la creación / recepción del «texto artístico». La literatura y las artes, en general, dignas de tales nombres vendrían a suplir, nada menos, el hueco dejado por la ausencia de Dios. «Cualquier explicación coherente de la capacidad del habla humana para comunicar significado y sentimiento está, en última instancia», dice en Presencias reales, «garantizada por el supuesto de la presencia de Dios». «Mi hipótesis es», agrega, «que la experiencia del significado estético infiere la posibilidad necesaria de esta presencia real. La aparente paradoja de una posibilidad necesaria es precisamente lo que el poema tiene derecho a explorar y poner en acto. Cuando nos enfrentamos al texto artístico, es decir cuando nos encontramos al otro en su condición de libertad, es una apuesta a favor de la trascendencia».

Pero, frente a estos desempolvamientos de una saga de libros sobre el mito fundacional de la cultura occidental, lo novedoso del enfoque de la novela de Alain Badiou es que no se trata de una readaptación alegórica por evocación o invocación, sino que la Caverna es ahora convocada en un presente continuo. En efecto, en La República de Platón, los mismísimos Sócrates y Platón dialogan sobre el devenir del mundo contemporáneo, y lo hacen con destacados personajes de todos los tiempos. Y es más: casi al mismo tiempo de la aparición de la novela, Badiou ha anunciado su proyecto de hacer una película, bajo su propia realización y dirección, a partir del guión ya concluido sobre la misma trama y con título homónimo. La nueva Caverna de Badiou supone, así, un tajo cualitativo sobre la alegoría fundacional. De un lado, la narración misma nos es presentada como un teatro-ágora, en el que participan, como en un brain-storming coral, personajes que dialogan sobre la génesis cultural y política contemporáneas. Badiou actúa por «hipertraducción», como explica él mismo, siendo fiel a la terminología platónica con traslaciones contemporáneas, de modo que el alma, por ejemplo, es ahora el sujeto; la tiranía será el fascismo, y la ciudad ideal, el comunismo.

Pero La República de Platón es, también, un gran «cine cósmico», con capacidad de aforo para la Humanidad al completo. Los espectadores de la película podrán revivir en tiempo real el escenario del mito platónico, ya que ellos mismos serán los cavernícolas-esclavos del mito, que desde el silencio de sus butacas oscuras, en una sala de cine, verán reflejadas las sombras ilusorias en la pantalla... Tal es el no va más de esta consumación -interiorizada- de la caverna: cuando realidad y ficción se atrapan mutuamente, entre las paredes de la cueva, que ahora traslada su zoom al genuino escenario de Atenas...