Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Debatiendo

Afabilidad: saber escuchar, comprender y ayudar

Fotografía: Remi Walle (Fuente: Unsplash).
Ser afable supone ser agradable, dulce y suave en la conversación y en el trato. En mi opinión, la afabilidad en las relaciones sociales entre personas implica esencialmente saber escucharlas, comprenderlas y, en la medida de nuestras posibilidades, ayudarles en la búsqueda de la solución de sus problemas y necesidades.

Saber escuchar

No es lo mismo ‘oír’ que ‘escuchar’. ¿De verdad escuchamos cuando estamos atentos a las palabras de nuestros interlocutores? Frente a ellos no podemos estar distraídos, como quien oye llover. Para interesarse por alguien se requiere finura, delicadeza, respeto y afabilidad. Las personas, nuestros iguales, imágenes irrepetibles de nuestro Dios, se merecen que les dediquemos nuestra atención, el interés y el tiempo preciso para poder comprenderles y ayudarles; que se sientan acompañados, comprendidos y ayudados, porque se habrán dado cuenta de que nos hemos puesto mentalmente en su lugar, intentando hacer por ellos lo que hubiésemos deseado que hiciesen los demás por nosotros.

Saber escuchar significará, además, hacerse cargo de cada situación y estado de ánimo de la persona que nos habla, lo que nos llevará a saber hablar y acertar en el consejo. Sería una equivocación, por ejemplo, tratar de fomentar entusiasmos viscerales hacia el deber cuando quien nos ha abierto su corazón está dominado por el cansancio, el hastío, el aburrimiento o la necesidad de desahogarse en lágrimas. Otras teclas deberemos pulsar para lograr sonidos armónicos, agradables, en ese interlocutor a quien queremos ayudar. No se trata de arrojar la guitarra cuando comprobamos que está desafinada, sino que hay que poner oído atento para descubrir qué cuerdas hay que tensar o aflojar para lograr el éxito del concierto.

Comprender

No debemos apartarnos de nuestros interlocutores porque comprobemos que tienen defectos. ¿Quién no los tiene? Hemos de ponernos en su lugar y seguir amándoles, más que antes de descubrirlos, ello si tenemos en cuenta que, precisamente por esos defectos que finalmente hemos descubierto, esas personas tienen más necesidad de nosotros, de nuestra comprensión y consejos. No hemos de querer los defectos de los demás, pero hemos de aprender a servirnos de ellos como el pintor de un cuadro se vale de los tonos oscuros para resaltar la luz de la escena que está plasmando en el lienzo.

No obstante, cada persona ha de tener clara conciencia de que se le trata como a una joya única, imagen del creador, y no como a una ‘cosa’, merecedora quizá de estudio o de interés, pero no de sacrificio por ella y –esto sí es fundamental– de amor. Cuando se comprende a una persona es más fácil quererla tal como es.

Comprender es, también, no ver como defecto lo que, en realidad, no pasa de ser un gusto o una opinión diferente a la nuestra, lo que debe llevarnos a salvar siempre la intención y, en la duda, a inclinarnos por la opinión más favorable para ese amigo o interlocutor nuestro.

Ayudar

“Sacar a la luz nuestras riquezas ocultas para que las aprovechemos”, eso es amor. Hace ya muchos años aprendí de un santo polaco que el amor consiste, fundamentalmente, en

desear y procurar el bien de la persona a la que se ama. Precisamente porque nos amamos unos a otros es por lo que se nos debe reconocer a los cristianos. La ayuda recíproca, en la que se manifiesta el amor, enriquece grandemente la vida tanto del que la recibe como del que la otorga. Es la única cosa en el mundo en la que no podemos dar demasiado por mucho que entreguemos. El amor auténtico posee una firmeza y disciplina propias para las que nunca puede haber sustitutos. La ayuda por amor nunca perjudica; únicamente beneficia. Por eso el amor no puede disfrutar de vacaciones.

“Carísimos, amémonos los unos a los otros… Todo aquel que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. Quien no tiene amor no conoce a Dios, puesto que Dios es amor.

(Primera epístola de San Juan, 3,7)

Santa María es la persona que, junto con su hijo Jesucristo, más y mejor nos ama y ayuda durante toda nuestra vida. A ese respecto no puedo resistir la tentación de terminar este escrito con la cantiga 155 del rey Alfonso X el Sabio, que recogía la leyenda del caballero cargado de pecados a quien el confesor impuso como penitencia que llenara de agua un vaso. Pero las fuentes se la negaban, igual que un río cercano. Entonces, desconsolado, se dirigió a Nuestra Señora alma; le abrió su corazón y, llorando, le suplicó el don de llenar el vaso. En él cayeron dos de sus lágrimas y el recipiente quedó a rebosar.

José Ochoa Gil

José Ochoa Gil es abogado y colaborador de “La Verdad” y el seminario “Valle de Elda”, y en Alicante con la revista trimestral “Punto de Encuentro”, editada por CEAM Parque Galicia.

Comentar

Click here to post a comment