DIRECTORIO FRANCISCANO
San Antonio de Padua

SAN ANTONIO DE PADUA,
DOCTOR DE LA IGLESIA

Valentín Schaaf, Min. Gen. O. F. M.
Carta encíclica del 15 de febrero de 1946

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A todos los Hermanos y Hermanas de las tres Órdenes de N. S. P. Francisco, sujetos a nuestra jurisdicción o cuidado, salud y abundancia de paz.

Al dirigir primeramente a todos vosotros juntos un saludo paternal, sentimos prisas por anunciaros un gran gozo. Y es que el Sumo Pontífice Pío XII -a quien Dios guarde por muchos años reinando gloriosamente- ha tenido a bien, hace poco todavía, declarar Doctor de toda la Iglesia a San Antonio de Padua, venerado siempre como tal, con la aprobación de la Santa Sede, por las tres Órdenes, mediante el culto litúrgico. (Carta Apostólica Exulta, Lusitania; 16 enero 1946).

En vista de esto, no se nos ofrece otro mejor exordio que las palabras exhortatorias que se leen en el Breviario Romano-Seráfico, encabezando el himno de vísperas correspondiente a la festividad del taumaturgo paduano: «Resuene hoy armonioso como nunca el canto de nuestra felicitación a Cristo Rey, en cuyo palacio de gloria Antonio exulta ya de júbilo». Sí, rebosa ya de júbilo San Antonio, este doctor óptimo y luz de la Iglesia santa, esta honra y gloria nuestra, entre los astros de primera magnitud que brillan en el firmamento franciscano.

Y en verdad, nos parece que se verán sorprendidos, y no poco, muchísimos devotos de San Antonio, tan pronto como oigan que sobresalió en vida no menos por la fama de doctrina que por la fama de santidad y de virtud taumatúrgica. La mayor parte de cristianos, en efecto, ha tenido hasta ahora la costumbre de recurrir en demanda de auxilio y favor a San Antonio, considerándole ante todo como poderoso intercesor en calidad de siervo dilectísimo de Jesucristo, intercesión eficaz por la que han experimentado muchísimas veces derivárseles del cielo la fuente viva de gracias. Y por cierto que el Santo, en todo peligro, apuro y necesidad, despacha pronto los ruegos de los que a él acuden. Pobres y menesterosos hallan en él un próvido protector, siendo muchos los que, merced a su mediación intercesora, ven recuperada milagrosamente la salud. Por eso, donde quiera que estén, acá y allá, cantan los devotos del taumaturgo paduano llenos de confianza:

Si buscas milagros, mira
muerte y error desterrados,
miseria y demonio huidos,
leprosos y enfermos sanos
..........................................
Miembros y bienes perdidos
recobran mozos y ancianos.

A decir verdad, no se nos oculta que ciertos devotos del taumaturgo paduano le honran de manera que alguna vez el siervo óptimo y fiel diríase antepuesto al Señor que comunica todos los bienes. Devotos así han de ser amonestados, pero, como enseña San Francisco de Sales, no audaz e indiscretamente censurados, pues -aseguraba él mismo- tal estilo de acogerse al patrocinio de los santos es ratificado por el Señor, nos atreveríamos a decir hasta con milagros y portentos.

Sin embargo, sea de esto lo que fuere, nadie puede dudar de que, a lo largo de los tiempos modernos, brilló y fue venerado San Antonio mucho más como ejemplar de virtud taumatúrgica que como luminar de ciencia y doctrina sagrada. Pero al principio no fue así; no fue así, decimos, mientras vivió este pregonero evangélico del gran Rey ni después a raíz de su muerte. Tanto al enseñar como al predicar -dice la Encíclica del Ministro General, P. Buenaventura Marrani, con fecha de 25 de noviembre de 1930- San Antonio sacaba de las Escrituras, con fácil y elocuente palabra, cosas tan altas y tan profundas, que vino en ser llamado por el papa Gregorio IX «Arca del Testamento» y «Armario de las Escrituras», como si llevara encerrada la divina ley en su persona. Y el mismo Gregorio IX fue el primero que, al saludar a San Antonio, por él canonizado, entonó la antífona del común de doctores: O Doctor optime, canto que prosiguió después el coro. Procedimiento con el que el Sumo Pontífice dio a entender cuánto recordaba la excelsa y privilegiada sabiduría y doctrina de San Antonio, pues ambas cualidades las había celebrado con grandes alabanzas en la bula de la canonización (cf. Acta OFM 50, 1931, 82).

No es que se oscureciera en sombras del olvido rápidamente ni en todas partes aquella como nativa aureola de celestial doctrina que relucía en San Antonio. Porque consta que las familias de las tres Órdenes franciscanas, la diócesis de Padua, todo Portugal y el Brasil entero acostumbraron celebrar litúrgicamente cada año y siguen celebrando todavía la festividad de San Antonio según el ritual de la misma In medio Ecclesiae, que es del común de doctores. Acá y allá, en, el transcurso de los años, pintores y escultores de imágenes y estatuas, tan lejos se hallaron de romper con la tradición antigua, que nunca se les ocurrió pintar o esculpir a San Antonio sin libro en la mano, actitud que simboliza la ciencia y doctrina en que resplandeció el Santo, lámpara luminosa de los pueblos.

Las solemnidades que, con motivo del VII centenario de la muerte de San Antonio, se celebraron durante el año 1931 en todo el mundo, vinieron a ser en todas partes un incitamento y reclamo para muchísimos varones doctos que se movieron a ilustrar, con más diligencia, la doctrina del Santo, amén de su santidad y virtud taumatúrgica, manejando día y noche sus escritos. Y de aquí resultó que salieron a la luz y se divulgaron un sinnúmero de conferencias, recensiones, investigaciones históricas y teológicas, ya en comentarios periódicos, ya en revistas o ya también en volúmenes editados al caso. Plácenos, sobre todo, recordar aquí la actividad que, en plan de propagar la gloria de su santo patrono, ha desplegado el Colegio de San Antonio, que goza de vida floreciente en esta augusta Ciudad; ese Colegio que, a la vuelta de no muchos años, había de convertirse en «Pontificio Ateneo Antoniano».

Y el año 1933, como los padres del capítulo general, siguiendo las huellas de los padres de los capítulos celebrados en 1856 y 1927, hubiesen manifestado unánimemente el deseo de que San Antonio fuese declarado por el Sumo Pontífice doctor de la Iglesia, el Rvdmo. P. Leonardo Bello, predecesor nuestro de grata memoria, no dejó piedra por mover, a fin de que tal aspiración capitular se redujera a realidad, solicitando el dictamen de muchos eminentísimos cardenales, el de muchísimos obispos y prelados eclesiásticos de ambos cleros, y el de la mayor parte de colegios y ateneos católicos. Fruto fue de su diligencia, y fruto consolador y copioso, el que no tardaran en llegar al padre postulador de la Orden de los Menores cartas, procedentes de todas partes, en las que piísimos y doctísimos varones, eminentes en la jerarquía católica unos y especializados en sagradas disciplinas otros, venían a expresar adhesión plena a los deseos del supremo moderador de la Orden de los Frailes Menores. Entonces, sin duda, se hizo patente cuán viva y robusta seguía por todas partes, dentro y fuera de la Orden, la memoria de la excelencia de doctrina que brilló en San Antonio, sin que hubiese bastado, para relegarla al olvido, el espacio de siete siglos: aquella memoria, repetimos, que se conservaba del primer maestro y lector de la ciencia sagrada en la cátedra teológica de la escuela franciscana junto con la de aquel testimonio de elogio supremo, en cuya virtud fue el santo ensalzado, ya en vida, ya a raíz de su muerte, por el Sumo Pontífice Gregorio IX.

Y, por último, acaba de mandar el Sumo Pontífice Pío XII que el gran pregonero evangélico, a quien ya desde muy antiguo los pueblos de todo el mundo venían venerándole vulgarmente con el nombre de "taumaturgo paduano", ostente la frente aureolada de ciencia y doctrina. Y de aquí en adelante el pueblo fiel continuará invocándole, no sólo como a santo que consigue de Dios milagros y dones celestiales, sino también como a santo cuya misión es nutrir con el alimento de la sabiduría y doctrina a cuantos llegaren a él, doctor óptimo, deseosos de pedir la luz de la verdad para la práctica del bien.

Y no se vaya a creer que, a causa de este nuevo título, dejará de ser en lo sucesivo padre de los necesitados, consolador de los afligidos y ahuyentador de demonios y enfermedades. Porque el que, con todo derecho, puede ahora saludarse doctor de la Iglesia, seguirá siendo también -así lo esperamos- valedor óptimo de los menesterosos en el divino acatamiento; los oídos de los que piden y suplican, seguirán escuchando de su boca aquellas palabras del divino Redentor: Me da lástima de esta gente (Mc 8,2); y cada uno de ellos se verá defendido, merced a la intercesión del santo, por auxilios temporales y mejorado por dichosísimos progresos espirituales.

Mas ahora, padres y hermanos carísimos, mejor es para vosotros, y más agradable, contemplar a San Antonio, por un momento, luciendo nueva aureola de doctor de toda la Iglesia en su frente, rememorando a la vez los prístinos tiempos de la Orden de los Menores, aquellos venturosos días en que el santo, figura prócer que descuella entre los hijos del ínclito Patriarca, fue constituido por el bienaventurado Francisco Lector de Sagrada Teología para la educación de la juventud seráfica, por lo cual bien puede decirse que la Escuela Franciscana es de origen antoniano. Y en verdad es razón no sólo hablaros sino también exhortaros con las palabras del profeta Isaías: Reparad en la peña de donde fuisteis tallados (Is 51,1).

Y para no emprender una excursión más larga de lo que conviene, recorramos, en el estudio de la historia eclesiástica, tanto espacio cuanto es necesario para ver con claridad la importancia del magisterio antoniano. Fue en verdad el santo doctor un como anillo que conectó la cadena de la antigua tradición agustiniana con la cadena de la entonces apenas naciente Escuela Franciscana; fue asimismo el precursor de aquellos eminentes doctores franciscanos que más tarde investigaron y publicaron sentencias teológicas de insigne nota -y ellas de gran autoridad ante los sabios-, y, una vez publicadas, las defendieron en la Iglesia por todas partes, coronándolas con éxito rotundo; y fue, por último, autor y guía de algunas formas de piedad y devoción, las cuales florecieron primero en el recinto de la Orden, y, recibidas después por los fieles, se universalizaron poco a poco, mereciendo por fin ser aprobadas por la Iglesia.

Así como entre los dones de la divina Providencia, San Agustín debe ser no sólo llamado sino también tenido como uno de los principales que el Señor ha concedido a la Iglesia, así también es preciso que consideremos a San Antonio como un precioso regalo, hecho generosamente por San Agustín a la Orden de los Menores, a tiempo que, nacida ésta en circunstancias oportunísimas, apenas se había emancipado de los balanceos de la cuna. En efecto, como bien lo sabéis, el joven Fernando, ciudadano de Lisboa, atraído por el deseo de la perfección cristiana, emitió votos solemnes de religión entre los Canónigos Regulares de San Agustín; y después, abandonando el monasterio de su ciudad natal, se marchó a Coimbra, donde, habiendo cursado casi por dos lustros los estudios de la ciencia sagrada, fue promovido al sacerdocio.

Pero a impulsos del vehemente deseo de vivir sólo para Dios, pensó en mejorar su condición, ascendiendo de canónigo a varón apostólico. Y así, cambiando el nombre de Fernando por el de Antonio, vistió la librea franciscana, con el fin de seguir, dejadas todas las cosas por Cristo, el ejemplo de los apóstoles y el entonces aún reciente del bienaventurado Francisco. Y a vivir este ideal franciscano le movió asimismo un ardentísimo deseo de martirio; pero, al igual que el seráfico Patriarca, vio frustrada la esperanza de apagar, por derramamiento de sangre, sed tan devoradora. Marchó a África; pero se vio obligado en seguida a dejar por enfermo la tierra de infieles. Y fue el caso que, siendo empujada la nave en que Antonio regresaba, no hacia las costas de Lusitania, sino hacia las orillas de Italia, por indómita furia de los vientos, arribó el santo sano y salvo al litoral de Sicilia. Y así, desde entonces, se podría decir que empezó a ser nuevo ciudadano de Italia.

Al principio prefirió servir en la soledad al Señor, que con suavidad hablaba a su corazón, deseo que satisfizo en el yermo de Monte Paulo, donde, ejercitándose más en la humildad franciscana que en la actividad apostólica, conservaba oculto, no sólo el precioso tesoro de su ciencia y doctrina, sino también la eficacia de su no aprendida y fecundísima elocuencia, ya respecto a los fieles del lugar, ya respecto a los frailes moradores de aquel solitario convento. Sin embargo, otros eran los pensamientos de Dios, cuya voluntad se complacía en que se cumplieran pronto en San Antonio las palabras de la Escritura: El humilde de corazón es ensalzado (Prov 29,23).

Y en verdad, este humildísimo fraile menor, que reducido a la soledad meditaba día y noche las verdades del cielo y se daba, a base de voluntarios y continuos ayunos, a la mortificación de la carne, podía alternar digna y competentemente con los varones doctísimos de su tiempo, tratando, no sólo de las ciencias sagradas, sino también de las que se refieren a las disciplinas humanas. Porque consta por testigos antiguos y documentos fidedignos que el bienaventurado Antonio, durante el decenio de su estancia en el convento de Coimbra, se aplicó a los estudios quedándose impregnado del espíritu y de la doctrina de San Agustín, a quien tenía elegido por padre y maestro.

Tiempos eran aquellos en que, universalmente en las escuelas, se imponía vigorosa la autoridad de San Agustín. En vista de esto, de creer es que su pensamiento y doctrina hallarían acogida mucho más amplia entre los Canónigos Regulares, discípulos, por profesión, del Doctor Hiponense. Decimos, pues, que fue en el convento de Coimbra, óptimo plantel del espíritu agustiniano, donde se asimiló el todavía futuro Fr. Antonio la santidad y doctrina del padre San Agustín, cuyas huellas siguió más tarde en la ciencia y en las costumbres.

Enquiridion máximo y principal para los estudios en sagrada teología lo constituían a la sazón los libros de la Sagrada Escritura, pertenecientes a los dos Testamentos, explicados según los principios del obispo de Hipona, conforme se hallan en sus libros De doctrina christiana. Con todo, en plan de interpretar los libros sagrados más segura y plenamente, aquellos teólogos, discípulos de San Agustín, se aplicaban asimismo al estudio de las obras escritas con sabiduría por otros padres y doctores de la Iglesia. Más todavía: manejaban con diligencia producciones de escritores profanos, tratados filosóficos y narraciones históricas de los acontecimientos, no ocultándose a su escrutadora mirada los fenómenos físicos y las demás realidades que constituyen el campo de las ciencias naturales, dilatadísimo objeto de conocimientos que sometían a investigación y a sutiles disputas, según era costumbre entonces.

Podemos, pues, asegurar que ésa fue también la costumbre habitualmente seguida en Coimbra, dentro de aquel convento agustiniano, verdadero ateneo teológico, a tiempo de cursarse allí los estudios; y añadimos, sin duda alguna, que aquella ocupación y gimnasia intelectual prolongada de diez años en semejantes tareas escolares, vinieron a resultar como un preludio y anticipo de la ciencia y doctrina, en la que ya desde entonces brilló a lo largo de su vida con admiración de todos, el opulento y agudo ingenio de San Antonio. Y, por fin, no dudamos en afirmar que en aquel ateneo de Coimbra se cultivaba, con preferencia a la doctrina de los demás Padres, diligente aplicación y amorosa adhesión al pensamiento agustiniano. Y más cuando consta que San Antonio, oculto en la soledad de Monte Paulo, en aquel conventillo paupérrimo de la Orden de los Menores, no tuvo vagar de tiempo ni bagaje de libros para estudiar y hacerse docto, pues allí de ambos medios carecía.

De aquí resulta que, siendo como son los libros escritos por el Santo y empleados por él mismo en el ministerio de la predicación, todo un arsenal de erudición admirable y de ciencia que se extiende a lo divino y a lo humano, hubo de ser verdaderamente excelsa la humildad de San Antonio, quien, fiel a las leyes de la ascesis monástica, se complacía en vivir totalmente ignorado para vivir sólo para Dios en lo más secreto de la santa montaña.

Y ahí, en esos escritos del Santo paduano que hasta nosotros han llegado, se hallan citados a menudo, por encima de todos los padres y doctores de la Iglesia, el nombre y las palabras de San Agustín; y frecuentísimamente se nos ofrecen, en las auríferas minas de los escritos antonianos, tesoros de doctrina agustiniana. Los Sermones dominicales y los Sermones de Solemnidades -dos series de sermones que constituyen la fuente principal de donde manan las corrientes de doctrina antoniana, ofreciéndose a nuestro gusto en su nativa pureza- saben a un agustinianismo acentuado, ya por el método y estilo de interpretar y exponer la Sagrada Escritura, ya por la extensión universal del simbolismo que se acepta, o ya por la primacía que San Antonio, en pos de San Agustín, concede a la caridad sobre todas las virtudes.

La Sagrada Escritura, que por ser inspirada por Dios contiene palabras y expresiones divinas, ha sido y es tenida en gran estima por todos los fieles. A pesar de eso, no todos los venerables o santos varones que en el desempeño del magisterio han ocupado cátedras teológicas, han dado siempre muestras de haber conseguido la misma ciencia e inteligencia de la Escritura. Como que, tratándose de la facilidad de interpretarla, son también valederas estas palabras: El espíritu sopla donde quiere (Jn 3,8).

Era recomendación insistente y ardiente de San Agustín que se leyeran y meditaran diligentemente las palabras de la Santa Escritura: «Porque el hombre habla -decía el Santo Doctor- con más o menos sabiduría, según aprovecha más o menos en las Santas Escrituras». Aunque con distintas palabras, San Antonio afirmaba lo mismo: «No conoce las letras el que no conoce las sagradas».[1]

Quiere San Agustín que la consideración de la mente vaya acompañada de los esfuerzos de la memoria, que ha de ser viva e intensa: «Porque no faltan quienes leen y descuidan las Escrituras: las leen hasta retenerlas en la memoria y las descuidan hasta el punto de no entenderlas. A éstos se han de preferir en mucho los que retienen menos la materialidad de sus palabras y entienden más con los ojos del corazón el espíritu de las mismas; pero a unos y a otros hace ventaja el que, no sólo las profiere cuando quiere, sino también las entiende según conviene» (l. c.).

Sabemos y vemos comprobado que tal método agustiniano fue seguido con esmero, al manejar los libros sagrados, por San Antonio, quien, por nativa fuerza de sus bellas cualidades, poseía memoria de maravillosa capacidad perceptiva y retentiva, en cuya virtud le era dado comparar entre sí varios textos de la Sagrada Escritura y, comparados unos con otros por simple intuición mental, interpretarlos fácilmente, poniendo de manifiesto por una parte la doctrina y la elocuencia de su sabiduría y adentrándose por otra en lo secreto de las parábolas. Por eso, según lo hemos ya recordado, le dio el Sumo Pontífice Gregorio IX la hermosa denominación de «Arca del Testamento».

Testimonio elocuente de las abundantísimas riquezas e inexhaustos tesoros que en la ciencia bíblica de nuestro doctor se contienen, nos lo presentan las páginas de sus Sermones. En el sermón del primer domingo de Adviento, por ejemplo, hallaréis al menos 183 lugares de la Escritura, tomados y alegados oportunamente, parte del Antiguo Testamento y parte del Nuevo. Es cierto que la palabra apostólica de San Antonio, cuando predica, se apoya, no sin apta congruencia, en la autoridad del Antiguo Testamento, pero no tantas veces como en la del Nuevo, cuyas palabras, llenas de firmeza e importancia, rigen y robustecen la elocuencia del santo paduano en las tareas de la evangelización, por donde San Antonio puede llamarse con toda verdad «Doctor Evangélico» por antonomasia.

Que los cuatro santos Evangelios son, en cierto modo, más dignos de veneración que los demás libros de la divina Escritura, lo confiesan de consuno todos los fieles, cuya persuasión es asimismo que el Nuevo Testamento es más excelente que el Antiguo. Y a este propósito, comparando a cada uno de los predicadores del Evangelio con el admirable e intrépido soldado David, que marcha contra el gran gigante Goliath, San Antonio trae estas palabras de la Sagrada Escritura: Escogió David en el torrente cinco guijarros bien lisos y los metió en su zurrón de pastor (1 Sam 17,40). Y las comenta alegóricamente de esta manera: «Por zurrón de pastor se entiende la vasija donde se deposita la leche, y se significa el Evangelio, en el cual se halla la gracia, que bien puede compararse con 1a leche... Por cinco guijarros se entienden los cinco libros de Moisés, en los que vemos figurada toda la ciencia del Antiguo Testamento: libros que el predicador, en apoyo de su palabra, debe elegir en el torrente, es decir, en la abundancia de la Sagrada Escritura, y depositarlos en el zurrón del Evangelio, pues la ciencia o conocimiento del Antiguo Testamento se transfiere al Nuevo...» (In Domin. I post Pent.).

Cierto que semejante método y manera de comentar, por símbolos y alegorías, la Sagrada Escritura, es poco corriente en nuestros días; pero ningún católico hay que ponga en tela de juicio la legitimidad del sentido místico que tantas veces y en forma tan solemne fue empleado por San Pablo y por los Santos Padres. Ordinariamente, en nuestros días, el sentido místico es mirado con reserva, desconfianza que parece tener el mismo origen que el olvido del libro de la naturaleza, lo cual es fácil explicarlo. Tantos y tan multiplicados son, en efecto, los libros escritos por la mano del hombre, que pocos consideran el libro de la creación, escrito por la mano de Dios. Bien será, por tanto, oír al nuevo doctor discurriendo acerca del máximo libro de la naturaleza.

Y a decir verdad, desde los primeros tiempos hasta nuestros días, siempre y en todas partes, ha sido y es la naturaleza fuente viva de símbolos y alegorías; y lo es para todos: pintores, poetas, filósofos, oradores, escritores, educadores y preceptores de la juventud. No fueron, pues, los Padres y antiguos Maestros los únicos que se habituaron a leer el libro de la naturaleza. Más todavía: Cristo enseñó a sus discípulos que vieran en la naturaleza la providencia del Creador delineada nítidamente en tan gran libro: Mirad las aves del cielo... Mirad los lirios del campo... (Mt 6,26-28); y al hablar a la multitud en parábolas, sacaba de las cosas y fenómenos naturales semejanzas claras y trasparentes.

Además San Agustín, discípulo de Platón antes de que lo fuera de Cristo, trazó en fórmulas universalmente conocidas, como objeto de investigadora consideración, la armonía que en líneas esenciales existe entre el neoplatonismo y el Evangelio respecto de la doctrina, de gran peso por cierto, que se llama «ejemplarismo divino». Y, de hecho, esta doctrina transmitida por San Agustín a los discípulos, y por los discípulos de la escuela agustiniana a toda la posteridad, floreció con vida próspera entre los escritores medievales sobre todo. Los libros referentes a la naturaleza escritos entonces, tales como los llamados «lapidarii», porque trataban de las piedras, o los que se llamaban «bestiarii», por tratar de los animales, bien pueden considerarse como especiales «diccionarios del libro de la naturaleza». Son libros que hoy ni se editan ni se leen; pero pensamos que, debidamente corregidos, debieran editarse de nuevo y leerse, porque es de lamentar que el hombre moderno, de ordinario implicado sólo en las cosas de la presente vida, no lee el libro de la naturaleza, o por despreocupado y vano sopor o por necio y descabellado horror, siendo así que este libro, al igual que los libros de la Sagrada Escritura, está escrito para la instrucción y edificación de los hombres: Porque, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios se alcanza a conocer por las criaturas (Rm 1,20).

San Antonio, fidelísimo discípulo del Evangelio y seguidor de la doctrina de San Agustín, recurría al predicar y enseñar, como antiguamente Cristo, a los resortes del simbolismo de las cosas creadas, y por lo mismo ponía en juego los conocimientos de las ciencias naturales, utilizando de muy buen grado numerosos ejemplos (a imitación del Divino Maestro que en otro tiempo se expresara en parábolas). Mas como el libro de la naturaleza contiene en sí un tesoro de sabiduría y ciencia en cierto modo infinito, no puede ser comprendido por ley ordinaria sino imperfecta y parcialmente; y la interpretación resulta más o menos fiel y autorizada según sea más o menos penetrante y comprensiva la capacidad intelectual del lector o intérprete cuando investiga. Pues bien, el estado de las ciencias naturales, ya entre los antiguos, ya entre los filósofos y teólogos medievales y entre los demás varones, aun doctísimos, no era tan floreciente como se manifiesta en la época moderna y en la contemporánea.

Por tanto, no pudo Antonio interpretar diversamente el libro de la naturaleza, ya que cada cual es hijo de su tiempo y de su siglo. Aceptó, pues, también el doctor paduano las opiniones de los doctos y eruditos entonces en vigor. Así y todo, cuando recurre al simbolismo de la naturaleza, descuella por su agudeza y firme perspicacia de ingenio, y asimismo por la destreza con que acomoda las semejanzas a las cosas que se han de creer u obrar. Ya sea hablando de los lirios del campo, ya del nido de las aves, ya de la tela que labran las arañas, ya de la oficiosa habilidad de las abejas, ya del último canto del cisne moribundo, ya de las costumbres de los elefantes: Antonio todo lo dirige a un mismo blanco, que es inducir y reducir a los oyentes a que practiquen el bien y eviten el mal. O en otras palabras: le empuja siempre la caridad de Cristo a buscar y procurar la salvación del prójimo; y jamás se le ocurrió que los estudios de ciencia y erudición y el ministerio de la sagrada predicación sirvieran para otra cosa que para auxiliares necesarios y poderosos de la caridad. Y cabalmente ésta es la tercera nota del espíritu agustiniano, que ostenta San Antonio, Doctor Evangélico por excelencia.

Agustín, en efecto, según las epístolas del apóstol San Pablo (cf. Rm 13,10; 1 Tim 1,5), en el mismo exordio del tratado De doctrina christiana pone de manifiesto la excelencia y máxima y suprema importancia de la caridad para con Dios y para con el prójimo: «Cifra y compendio de lo que se ha dicho, consiste en comprender que la plenitud y fin de la Ley y de todas las divinas Escrituras es el amor» (L. I, c. 35, n. 39; PL 34, 34).

Sabido es que esta sentencia y juicio del doctor de Hipona rigió y orientó todo el ministerio y magisterio del doctor de Padua. El fin que se propuso para escribir sus Sermones, él mismo lo manifiesta desde el principio: «Para honor de Dios y edificación de las almas, y para consuelo tanto del lector como del oyente, con los sentidos encerrados en la Sagrada Escritura, y con las palabras entresacadas de ambos Testamentos, hemos montado una cuadriga, para que en ella el alma sea levantada con Elías de las cosas de la tierra y, entregándose a vida toda celestial, sea trasportada al cielo» (Prol.). Testigos son los familiarizados con los Sermones antonianos de que este fin, no sólo de aumentar la gloria de Dios, sino también de conseguir el provecho espiritual del prójimo, lejos de eclipsarse a los ojos del santo escritor, se erigió en norma y pauta invariable de su predicación, canon de apostolado católico que se expresa por el Doctor Evangélico por estas palabras: «Teman cuantos expresan la palabra de Dios enseñar cosa alguna fuera de la voluntad divina, o fuera de la autoridad de las santas Escrituras, o fuera de la utilidad de los hermanos» (In Domin. VI post Pascha).

Tal empeño y procedimiento en ejercer el ministerio apostólico era conocido sin duda por todos los oyentes de San Antonio, y más aún por todos cuantos en la Orden de los Menores le estaban unidos con los vínculos de fraternidad. Pocos años después de la muerte del apóstol paduano, Tomás Galo escribió de él estas palabras: «Como otro Juan Bautista, ardía y ardiendo alumbraba, cumpliéndose en él aquello de San Juan, capítulo 5: Era lámpara que arde y alumbra».[2] De entonces acá, monumentos de los pasados siglos confirman, en diversas partes, el juicio del Abad vercellense, demostrándolo exacto y verídico del todo.

En las primitivas imágenes del Paduano, aparte la túnica franciscana de rojo oscuro, no se ve añadida otra nota distintiva sino el libro cerrado o abierto en las manos, el cual viene a ser, sin duda, símbolo de la ciencia. Pero al multiplicarse en el período de la teología escolástica los doctores y maestros de la Orden Minorítica, hubo necesidad de proceder con más precisión en la iconografía antoniana; y de aquí resultó que, sobre todo en el siglo XIV, prevaleciera entre los pintores la costumbre de representar a San Antonio teniendo el libro en una mano, y en la otra o la llama de ardiente fuego que se muestra a cuantos lo miran o la figura de un corazón; y esto porque tanto la imagen de la llama como la imagen de encendido corazón son símbolos de la caridad. Y creemos que no fue un caso puramente eventual el que los pintores antiguos tuviesen la idea de expresar a pincel a San Agustín «Doctor de la gracia», recurriendo a los símbolos del corazón y de la llama; y la razón es porque ambos símbolos son claro testimonio de San Antonio, discípulo y fiel seguidor del gran Doctor de Hipona.

Y en verdad increíble parecería, y no poco, que este discípulo de San Agustín hubiese podido acomodar tan pronto su inteligencia y su voluntad a la naciente Orden de los Frailes Menores, si el pensamiento agustiniano no se hermanara íntimamente con el pensamiento seráfico del Patriarca crucificado junto con Cristo, ya respecto al gran aprecio de la Sagrada Escritura y del libro de la naturaleza, ya respecto al fin de toda predicación y doctrina. Todos conocéis perfectamente, carísimos padres y hermanos, por el testimonio de los que escribieron la vida de N. S. P. S. Francisco, la afición y amor con que era atraído a manejar y venerar las Sagradas Escrituras. De él narra Tomás de Celano: «Estando (Francisco) en Roma en casa de cierto cardenal, las preguntas de éste sobre pasajes oscuros las aclaraba de tal modo, que se diría que era un hombre embebido de continuo en las Escrituras» (2 Cel 104).

Más conocido es todavía, aun entre los profanos, el amor del mismo Francisco a toda la naturaleza y a cada una de las criaturas de la naturaleza, unidas en un Dios creador por un como vínculo de cierta natural fraternidad. «Se goza -dice el mismo Celano- en todas las obras de las manos del Señor, y a través de tantos espectáculos de encanto intuye la razón y la causa que les da vida. En las hermosas reconoce al Hermosísimo; cuanto hay de bueno le grita "El que nos ha hecho es el mejor". Por las huellas impresas en las cosas sigue dondequiera al Amado, hace con todas una escala por la que sube hasta el trono» (2 Cel 165).

Por último, el pensamiento del Seráfico Patriarca acerca de la predicación sagrada se deja ver con claridad en el capítulo nono de la Regla de los Frailes Menores, donde se leen estas conocidísimas palabras suyas: «Amonesto también y exhorto a los mismos hermanos a que, en la predicación que hacen, su lenguaje sea ponderado y sincero, para provecho y edificación del pueblo...» (2 R 9,3).

Por estas causas de congruencia y de cierta hermandad que existe entre el espíritu franciscano y el espíritu agustiniano, ocurrió sin duda que el joven Fernando, que a no tardar llegaría a ser Fr. Antonio, se sintiese atraído al sincero amor del Seráfico Patriarca y a mirar plácido y complaciente a la pequeña grey de sus discípulos en grado tal que llegó a abrazar aquel nuevo instituto de vida religiosa.

A su vez, el bienaventurado Francisco, tan pronto como vio a Fr. Antonio alistado en la pobrecilla muchedumbre de sus discípulos, no pudo menos de distinguirle al punto con singular afecto, según se lo sugerían con eficacia la voz y la fama de su piedad y ciencia. En vista de esto, el Seráfico Patriarca, receloso hasta entonces del estudio de las letras, abandonó ciertamente sus prejuicios, por cuanto veía en San Antonio que ambos espíritus, el de la santa oración y devoción por una parte y el de la ciencia que no se hincha por otra, podían, no sólo convivir en bella manera, sino también medrar y robustecerse en consorcio amigable. Y porque la misma índole y naturaleza de la Orden de los Menores requería que los frailes consagrasen también su actividad al ministerio de la predicación sagrada, juzgó el bienaventurado Francisco que a ninguno se podía encomendar mejor que a Antonio el oficio de enseñar ciencias teológicas a los gremios de la juventud franciscana, que luego había de ejercer el ministerio apostólico por la predicación del Evangelio.

Así que Fr. Antonio, fidelísimo depositario de la teología agustiniana, fue nombrado según ley por el mismo Patriarca de los Menores primer Lector de ciencias sagradas en las escuelas franciscanas. He aquí las palabras del diploma por el que el bienaventurado Francisco confirió al Paduano el oficio de Lector: «A fray Antonio, mi obispo, el hermano Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla».

Lo saluda Francisco como a su obispo, como si con profética mirada hubiese contemplado la futura aureola de doctor de la Iglesia, que inunda hoy de refulgencias la cabeza de Antonio; pues en la Iglesia de Dios, oficio del obispo es enseñar. Por eso, como ilustrado por la luz del Espíritu Santo con respecto a los sucesos futuros, ordena el Seráfico Padre que sea Fr. Antonio quien determine y trace de antemano la propia índole y naturaleza del «franciscanismo» a las escuelas y estudios que desde entonces para siempre habían de evolucionar prósperamente en todo el orbe de los Menores. Y desde entonces fue cuando merced a la actuación del protagonista Antonio, se enlazó la tradición de la Escuela Agustiniana con los avances progresivos de la Escuela Franciscana con vínculos irrompibles de sincera amistad.

Pero especialmente, en pos de San Antonio, el Seráfico Doctor San Buenaventura y el Beato Juan Duns Escoto, llamado Doctor Sutil, continuarán adhiriéndose más estrecha y fielmente al espíritu agustiniano, que se formula en estas breves palabras: «Plenitud y fin de la Ley y de todas las divinas Escrituras es el amor». Ambos a dos, en efecto, están acordes en asegurar que la teología es ciencia práctica; y que lo es en cuanto tiene por oficio dirigir y mover al hombre al amor de Dios y al amor del prójimo, y a la mejora espiritual de sí mismo. Esta fue la mente de N. S. P. Francisco; y ésta la mente de San Antonio, Doctor Evangélico, que decía: «Sólo la teología es el cántico nuevo, el cual resuena con dulzura a los oídos de Dios y renueva el alma» (In Domin. II post Pascha). O sea: es cántico nuevo, porque la teología tiene la eficacia de convertir la vida de cada uno de nosotros en perpetuo cántico de alabanza, por la fe que obra y la acción que ora.

Sin embargo, nuestros mayores, según son claras las pruebas que de ello nos dejaron, no abrazaban ni seguían la tradición agustiniana tan servilmente que, aferrándose en pisar como a ojos cerrados las huellas tradicionales, vinieran a creer que no es permitido a nadie, ni antes ni después, dar un ulterior avance, trascendiendo su contenido. Sabían, en efecto, que tal procedimiento era contrario a la mente de San Agustín, y conocían perfectamente que corresponde al doctor de la Nueva Ley sacar de su tesoro lo nuevo y lo añejó (cf. Mt 13,52). Atestigua la historia que los teólogos de la escuela franciscana, casi siempre y en todas partes, se mostraron intrépidos y poderosos defensores de los máximos privilegios de Jesucristo y de la excelsa Madre de Dios, sin ladearse ni a la derecha ni a la izquierda en el recto camino de la Tradición católica, desenvolviendo siempre con claridad las aserciones y cada una de las sentencias sutilmente investigadas.

Y en verdad, es de advertir y considerar a nuestro juicio que el primer lector de teología en la Orden de Menores fue el precursor de tan excelentes doctores de la Escuela Franciscana. Mientras Antonio se dedicaba con ahínco a enseñar, predicar y escribir, se había casi apagado en todas partes el resonante eco de aquellas robustas voces que, ya mucho tiempo antes, habían brotado de la boca de aquellos eminentes teólogos del siglo XII, augurando el renacimiento de las disciplinas sagradas: tales como la voz de los dos Anselmos, Cantuariense el uno y Laudunense el otro, unidos ambos por la alabanza de su doctrina, y la voz de Hugo y Ricardo de San Víctor, y por último la de Abelardo y San Bernardo. Pero los grandes maestros que, a tiempo de ocupar San Antonio la cátedra de teología, desempeñaban también el magisterio, apenas habían inaugurado entonces la edad de oro de la teología escolástica, tales como Roberto Grossatesta y Guillermo Alvernense, Alejandro de Halés y San Alberto Magno; mientras éstos salían al estadio de la teología, San Antonio se hallaba a punto de terminar su carrera mortal.

No ha llegado hasta nosotros nada de las lecciones que él mismo, para la instrucción de los discípulos, dictaba desde la cátedra de la escuela, pronunciando discursos y conferencias teológicas en Bolonia, Tolosa y en el convento franciscano de Montpellier; pues todos los escritos teológicos de San Antonio Lector los arrolló el tiempo, borrando quizás totalmente su recuerdo. Podemos, sin embargo, hallar en sus Sermones (los cuales, por razón de la sencillez de palabra que buscaba el Santo predicador en sus discursos, aparecen exentos de disputas y controversias escolásticas y sin aires de sutiles tratados) muchos y varios gérmenes de ciencia sagrada, que poco después, gracias al ingenio y diligencia de los grandes maestros de la escuela franciscana, crecerán y se desenvolverán hasta dar a su tiempo copiosos frutos (Prol.).

La doctrina acerca del Primado de Cristo que nuestro predecesor de grata memoria, el Rvdmo. P. Leonardo Bello, hace ya doce años y después con insistente frecuencia, recomendó vivamente a los teólogos de nuestra Orden; la que ha sido también aprobada por algunos Sumos Pontífices, los cuales han tenido a bien no sólo celebrarla con grandes alabanzas, sino también alentarla y fomentarla, concediendo indulgencias a los que reciten, en plan de propagarla, ciertas determinadas preces; esta doctrina, repetimos, que para afianzarse exigía un poderosísimo defensor cual fue el Beato Juan Duns Escoto, ya se encuentra determinada en las obras del Doctor Evangélico que han llegado a nosotros.

Con el favor y auxilio de una exégesis más firme apoyada en la sagrada Tradición, admite San Antonio sin dar lugar a dudas el Primado de Cristo sobre todas las criaturas de todo el universo; y llama a Cristo «principio de todas las criaturas» (Prov 8,22). Dice en efecto el doctor paduano que la doctrina «de Cristo, Principio de todas las criaturas», la halló en el Libro de los Proverbios, que según «otra traducción -así escribe San Antonio- dice así: El Señor me creó principio de sus caminos en sus obras. Esto se lee de la Encarnación del Señor. Dios me creó según la carne» (In Purif. S. Mariae). Y no concuerda menos con la tradición la hermenéutica antoniana respecto al primer verso del libro del Génesis. Escribe el Doctor Evangélico: «En el Principio creó Dios el cielo y la tierra, etc. Entenderás -por cielo y tierra- continente y contenido. Dios, es decir, el Padre; en el Principio, es decir, en el Hijo; creó y re-creó» (Domin. in Sept.). Por tanto nada hay que se sustraiga de la causalidad del Verbo encarnado, puesto que en Él ha sido creado, no sólo «el continente» -esto es, el cielo y la tierra que se ve con los ojos corporales y se tienen como moradas de los bienaventurados y de los hombres respectivamente- sino también «el contenido» -es decir, los ángeles y los hombres-. En el mismo Cristo Dios re-creó estas mismas criaturas intelectuales, esto es, las elevó al orden sobrenatural.

Y tratando de la cuestión teológica: «Si Cristo mereció también a los ángeles la gracia y la gloria», responde asimismo el Paduano afirmativamente, penetrando con claridad que la doctrina de la primacía universal de Cristo no puede sustentarse negando que Aquel por quien hizo también Dios el mundo fue la causa meritoria de toda predestinación, aun de la angélica. A propósito de la prueba de aprobación o reprobación eterna de los ángeles de que se trata en el Apocalipsis, cap. 12, escribe de hecho San Antonio: «Jesucristo es la firmeza de la elevación, esto es, de la sublimación de los ángeles, a quienes los confirmó en la gracia, cayendo vertiginosamente el apostata con los suyos. Firmeza de la sublimación de los ángeles, Jesucristo es asimismo la hermosura de los mismos: y lo es porque a los que comunica firmeza con la presencia de su divinidad, los sacia también con la hermosura de su humildad» (In Assumpt. S. Mariae).

Universal es también, según enseña San Antonio, la realeza de Cristo «que, como se dice en el Apocalipsis, tiene sobre su manto y sobre su muslo escrito su nombre: "Rey de reyes, Señor de señores"» (Dom. in Ramis): es universal como universal es el primado de Cristo, de donde proviene. Además el doctor paduano estima que todas las cosas están totalmente sujetas «al Rey de reyes y Señor de toda criatura, Jesucristo, quien preside a los ángeles del cielo y a los hombres» (Dom XXI post Pent.). Y como discípulo del santo Evangelio, prefiere considerar esta realeza de Cristo desde el punto de vista histórico, tal como se manifiesta de hecho, a la luz del contexto de las palabras de los Evangelios. Porque Cristo, según toda verdad, aunque irónicamente, fue saludado como Rey en la pasión, «en la cual tuvo aquellas tres insignias reales que competen al rey, a saber: púrpura, corona y cetro. Tuvo la corona de espinas, la clámide de escarlata y la caña en 1a mano por cetro» (Ibid.).

Y en cuanto a la realeza de Cristo, cuán acorde estuviese el sentir de San Antonio con el sentir del Seráfico Francisco -a quien veneraba por maestro y guía y se ocupaba en seguir con extremada diligencia- nadie hay que lo ignore. He aquí lo que Tomás de Celano escribe del Patriarca de Asís: «Cubierto de andrajos el que tiempo atrás vestía de escarlata, marchaba por el bosque cantando en lengua francesa alabanzas al Señor; de improviso caen sobre él unos ladrones. A la pregunta, que le dirigen con aire feroz, inquiriendo quién es, el varón de Dios, seguro de sí mismo, con voz llena les responde: "Soy el pregonero del gran Rey"» (1 Cel 16). Ser soldado y pregonero de Cristo crucificado..., ésta es la gloria más alta de N. S. P. San Francisco. Lejos de él, en efecto, gloriarse en otra cosa que en la cruz, que es la bandera de su Rey; señal en cuya virtud triunfó el Seráfico Patriarca del mundo y de las cosas del mundo, reportando señalada victoria sobre los enemigos espirituales. Y ésta fue la razón por que plugo a Cristo premiar magníficamente la fidelidad de tan gran pregonero suyo, no sólo renovando de manera visible los estigmas de su Pasión en el cuerpo de su siervo, sino también concediéndole estar, de súbito, por presencia maravillosa allí donde San Antonio predicaba a los frailes el sermón de la realeza de Cristo. En efecto, estando los frailes reunidos en capítulo el año 1226 en Arlés de la Galia Narbonense, San Antonio predicaba allí, con palabras ungidas de devoción y dulzura, del título de la cruz: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos». Y para autorizar con fiel testimonio la predicación del Santo, su bienaventurado Padre Francisco, que todavía se hallaba en carne mortal y muy lejos en las regiones de Italia, se hizo presente en la puerta del capítulo; y elevado en el aire, y con los brazos extendidos y puestos en forma de cruz, dio la bendición a los frailes (1 Cel 48; LM 4,10).

Ni vayáis a creer que fuese menos la conformidad de mentes entre el doctor paduano y su Padre Francisco acerca de la soberana dignidad de María, excelsa Madre de Dios; conformidad innegable que fue otra de las causas, y no la menos influyente, de la propia inclinación de la Escuela Franciscana (que pronto había de tener máxima autoridad) a descubrir las excelencias de la teología mariana y celebrar los privilegios singularísimos de la Madre de Dios.

San Antonio, extendiendo a la Virgen lo que el apóstol San Pablo, al escribir a los Romanos, enseña de la predestinación de Cristo-Hombre, argumenta sabiamente que Jesús y María fueron predestinados «por un mismo decreto», doctrina que más tarde, transcurridos desde entonces seis siglos, fue abiertamente enseñada por el Sumo Pontífice Pío IX.[3] He aquí las palabras del Doctor Evangélico que adapta a la Madre de Dios las que el profeta Jeremías y el apóstol San Pablo profirieron de Cristo: «Ella es "trono de gloria altísima desde el principio", esto es, desde la creación del mundo fue predestinada la Madre de Dios poderosa según el Espíritu de santidad».[4]

Síguese de esto que, siendo la predestinación de María, como la predestinación de Cristo, anterior en tiempo, según nuestro modo de concebir, a la predestinación de nuestros primeros padres, viene a ser independientemente de ésta, por lógica consecuencia; y tal, que no puede conciliarse con la contracción de la mácula y desorden que había de acompañar y seguir al pecado de origen en la descendencia de Adán. Y añadimos que esta sentencia (que ahora, por la bula Ineffabilis Deus de Pío IX, ha de ser admitida firme y constantemente por todos), cuando San Antonio recorría el mundo predicando y se sentaba en las cátedras de teólogos enseñando, muchos -cuyas mentes parecían envueltas en negra oscuridad- consentían de mal grado que se divulgase o se defendiese; y lo que es más, hasta hubo acá y allá teólogos insignes en ciencia y piedad que negaron o impugnaron acérrimamente que la Madre de Dios fue preservada de la mancha original.

En los códices de las obras escritas por el primer lector minorítico no se nos ofrece ninguna negación, directa o indirecta, de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Todo lo contrario: en los Sermones del Doctor Evangélico se alaba con ardiente entusiasmo la eximia santidad de la Virgen, Madre de Jesús. A este fin San Antonio hace mención de muchos lugares pertenecientes a escritores eclesiásticos que le precedieron, donde se ensalza la santidad de la Madre de Dios, sobresaliendo entre todos ellos aquellas celebérrimas palabras de San Agustín, muchas veces alegadas: «A excepción de la Santísima Virgen María, de la cual, por el honor del Señor, no quiero, tratándose de pecados, mover cuestión en manera alguna...; a excepción, digo, de la Virgen, si todos los santos y todas las santas pudieran congregarse, y se les preguntara si tuvieron o no pecado, qué responderían sino lo que dice San Juan: "Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos, y la verdad no estaría en nosotros"».[5]

Y cuantas veces San Antonio interpreta las figuras marianas, en las que la bienaventurada Virgen María se halla significada de antemano, a lo largo de diversos lugares del Antiguo Testamento, usa de tales expresiones que descubren su mente acerca de la dignidad de la Madre del Redentor, y que en cierto modo pueden resumirse en la proposición que sigue: «La Concepción de la Madre de Dios fue inmaculada». Refiriéndose a la Virgen María «Piedra del desierto», escribe así: «Piedra del desierto es la Virgen, porque no puede ser arada y sobre ella la serpiente, es decir, el diablo, no pudo encontrar senda alguna».[6] Es «columna de nube»: Columna, porque sustenta nuestra fragilidad; y de nube, porque es inmune de pecado. Es asimismo la Virgen trono del Hijo de Dios: «Este trono fue de marfil, porque la bienaventurada María fue blanca por la inocencia; y fría por carecer del ardor de la concupiscencia».[7] De María, «Líbano no cortado», habla así: «Líbano no cortado es la bienaventurada María, que jamás fue cortada por el hierro de la concupiscencia».[8]

Y añadimos que esta interpretación antoniana de las figuras o símbolos bíblicos logra mayor fuerza, habida consideración de que la mayor parte de los antiguos teólogos y Padres de la santa Iglesia interpreta típicamente de Cristo los mismos lugares -lo cual da a conocer también San Antonio, al confesar que por ellos se significa principalmente la suma santidad absoluta de Cristo-, y logra asimismo mayor fuerza si recordamos que el pecado original se define por nuestro Doctor Evangélico, como también por San Agustín, a base de los males que más claramente se ven como los principales efectos del mismo. Dice, en efecto, el doctor paduano: «Pesado yugo es el pecado original, esto es, el fomes del pecado que es la concupiscencia, a la cual, como dice San Agustín, no se le ha de consentir que reine» (In Dom. XV post Pent.). Por tanto, si la Santísima Madre de Cristo, según la sentencia de San Antonio, «no experimentó el ardor de la sensualidad» ni nunca fue cortada por el hierro de la concupiscencia, tenemos que confesar que ella nunca fue mancillada por el pecado original y que, por lo mismo, ella fue con razón saludada por nuestro piísimo doctor con el título de «Virgen inmaculada» (Dom. in Quinq.).

De manera mucho más explícita y evidente hallamos afirmada en los Sermones del doctor paduano la doctrina de la bienaventurada Virgen María, medianera de todas las gracias; doctrina que es tenida en gran honor por los Frailes Menores -como se atestigua en la Encíclica de nuestro Predecesor Revdmo. P. Bello con fecha del 17 de abril del año 1938[9]- y de la que leemos esas hermosísimas palabras, debidas a la pluma de San Antonio, al interpretar el Santo aquel pasaje del profeta Oseas (14,7): Y será su gloria como el olivo y su aroma con el del Líbano: «El olivo significa la paz y la misericordia; luego la bienaventurada María, nuestra medianera, restablecerá la paz entre Dios y el hombre; por lo cual dice San Bernardo: "Tienes ¡oh hombre! segura entrada en el divino acatamiento, teniendo a la Madre cerca del Hijo, y al Hijo cerca del Padre...". Y su aroma como el del Líbano: Líbano significa la acción de blanquear, y significa el candor de inocencia propia de la vida de María, cuyo olor, difundido por doquiera, exhala vida para los muertos, esperanza para los desesperados, gracia para los arrepentidos y gloria para los justos. Refrigere, pues, el ardor de nuestra alma, perdone los pecados e infunda la gracia del rocío del Espíritu Santo por la intercesión y méritos de la misma bienaventurada Virgen, a fin de que merezcamos llegar a la gloria de la vida eterna e inmortal».[10]

¿Hay cosa más clara que estas palabras? Creemos que no sería fácil abarcar con menos palabras y exponer con más claridad la doctrina de la Mediación Universal de María, madre de gracia y misericordia, verdad que los mariólogos de nuestros días intentan precisarla más plenamente.

Que la santa Madre de Dios fuese asunta en cuerpo y alma al cielo, y que allí como Reina de los ángeles y de los hombres se halle sentada en un trono de estrellas juntamente con su Hijo Rey de reyes, es una verdad que se tiene hoy universalmente en la Iglesia católica; y en efecto, de los fieles cristianos ninguno hay que ponga en duda que la Madre del Redentor reside en cuerpo y alma en el cielo, exaltada sobre los coros de los ángeles. Pero, como bien sabéis, no sucedió así en otro tiempo, desde el siglo VIII hasta el siglo XII principalmente. Y al principio del siglo XIII no se trató de propósito la cuestión en las cátedras de las escuelas; sin embargo, no sólo todos los maestros más santos, sino también todos los varones más insignes en piedad estaban en pie de guerra, ordenados y pertrechados para salir, cuando la ocasión se lo demandara, al campo de batalla. San Antonio, pensando que estas palabras de Isaías (60,13): Glorificaré el lugar donde se asientan mis pies, se dijeron en sentido místico de la Virgen María, al interpretarlas escribió de esta manera: «El lugar donde se asientan los pies del Señor es la bienaventurada María, de la cual se asumió la humanidad; lugar que hoy ha sido glorificado, por cuanto la Virgen ha sido exaltada sobre los coros de los ángeles. Y por eso se dice en el Salmo: Levántate, Señor, y ven a tu morada, tú y el arca de tu santificación (Sal 131,8). Levantóse el Señor cuando subió al Padre; y se levantó asimismo el arca de su santificación cuando, este día, la Madre Virgen fue elevada al tálamo del cielo» (In Assumpt. S. Mariae V.).

Al enumerar los puntos principales de la sagrada Tradición que el primer Lector de sagrada teología propuso e ilustró con gran prudencia y sabiduría, conviene también hacer mención de su reiterada sentencia acerca del primado de la Sede Apostólica. El Seráfico Patriarca, en efecto, varón católico y todo apostólico, determinó y mandó que los Hermanos Menores «permanecieran siempre súbditos y sujetos a los pies de la Iglesia Romana» y «firmes en la fe católica» (2 R 12). Ni fue otra la norma enseñada por su discípulo predilecto, Fr. Antonio, a la juventud minorítica que el Seráfico Patriarca se la confiara a su cuidado. Tratando del primado de la Sede Apostólica escribe lo que sigue: Las llaves que el Señor dio a San Pedro, «significan la ciencia y potestad de juzgar, en cuya virtud debe admitir a los dignos en el Reino y excluir a los indignos de él... Cierto que la Iglesia toda tiene esa potestad en los presbíteros y obispos, pero la razón por la que la recibió especialmente San Pedro, viene a ser el que todos entiendan que cualquiera que se separare de la unidad de la fe y de su sociedad, no puede ser absuelto de los pecados ni entrar en el cielo» (In Cathedra B. Petri).

Contra las herejías, que armaban lazos a la sincera y verdadera fe del pueblo cristiano, y contra los cismas que medraban por la feroz arrogancia y usurpación del poder temporal, el Doctor Evangélico usa triunfante de las mismas palabras con que el Salvador del mundo prometió a San Pedro y a sus sucesores las llaves del Reino de los cielos, a saber: la plenitud de potestad doctrinal, o sea, la ciencia de juzgar la verdad, por una parte; y por otra, la plenitud de autoridad jurisdiccional, por la que San Pedro puede regir tanto a las ovejas como a los pastores, de suerte que en definitiva se forme un sólo aprisco y un sólo pastor.

Tanta exuberancia de ciencia y doctrina junto con erudición tan admirable con que el antiguo morador de Coimbra y el nuevo ciudadano de Padua aparecía floreciendo y resplandeciendo, cuando se sentaba a la cátedra teológica en el desempeño del magisterio, o recorría las regiones de Italia en el ejercicio del ministerio de la divina palabra, erigió a San Antonio en exterminador de las herejías de manera que los pueblos solían proclamarle «Martillo de los herejes».

En Greccio, N. S. P. San Francisco, tres años antes de su preciosa muerte, en aquella sacratísima noche de la Natividad del Señor, dispuso que se preparara un pesebre con heno, un buey y un asno, y ordenó asimismo que junto al pesebre se cantara una misa solemne, en la que el mismo Santo ofició de diácono. Tenéis ya leído muchas veces, sin duda, cómo apareció el Niño Jesús en el pesebre de Greccio, milagro que Tomás de Celano cuenta tan bellamente. Mientras el corazón de Francisco exulta de júbilo, cuantos están presentes en aquel sagrado recinto, «experimentan nuevos gozos» (1 Cel 84-86). Desde entonces iglesias, capillas y casas de religiosos adoptaron la costumbre de representar el pesebre del Señor, aumentando al mismo tiempo el amor al Santo Niño de Belén, a quien el amor le hizo hombre. El origen de esta devoción franciscana, cuyo punto de partida arranca, en fecha tan memorable, del pesebre de Greccio, constituyó ya desde entonces a los Frailes Menores, por títulos más poderosos, en custodios de la herencia paterna.

Y que también San Antonio profesase un amor singular a la infancia de Jesús, nuestro Salvador, es un hecho que está fuera de toda duda. Testigo de esta insigne piedad hacia el Niño Jesús es la opinión, divulgada, no sin arte, por pintores y escultores de la época más moderna sobre todo; y es que a tiempo en que San Antonio vacaba en su celda a la meditación y contemplación, absorto en el misterio de la Encarnación, se le apareció cierto día el divino Infante y del regazo de su Madre bajó a los brazos del Santo contemplante.

Sea el que fuere el valor histórico que esta tradición tiene, consta que nuestro doctor, llevado por el ejemplo de su Seráfico Patriarca, manifestó una veneración tan profunda hacia el Niño Jesús, que no dudó en escribir Tomás de Celano que Dios eligió a San Antonio y le descubrió el sentido de las Escrituras para que en todos los pueblos, al tratar de Jesús, pronunciase palabras más dulces que la miel y el panal (1 Cel 48). Oigamos cómo declara, siguiendo a San Bernardo, el nombre de Jesús: «Nombre dulce, nombre deleitable, nombre que conforta a los pecadores y nombre de esperanza bienaventurada; júbilo en el corazón, melodía en el oído y miel en la boca. De este nombre dice la esposa, rebosante de gozo, en los Cantares: Oleo derramado es tu nombre. Considera las cinco propiedades que el óleo tiene: se mantiene sobre otro líquido, ablanda lo duro, suaviza lo áspero, ilumina lo oscuro y sacia los cuerpos. Lo mismo hace este nombre. El nombre de Jesús, en efecto, sobresale por encima de la dignidad angélica y humana, porque al nombre de Jesús se dobla toda rodilla. Si lo predicas, ablanda los corazones duros; si lo invocas, suaviza las ásperas tentaciones; si lo meditas, ilumina el corazón, y si lo lees, sacia el alma. Y mira que este nombre Jesús no se dice óleo a secas, sino que se añade: óleo derramado. ¿Pero dónde se derrama? ¿Y de dónde? Derrámase del corazón del Padre en el cielo, en el mundo y en el purgatorio. En el cielo, para regocijo de los ángeles; en el mundo, para consuelo de los pecadores, y en el Purgatorio, para libertad de los cautivos...».[11]

A decir verdad, semejantes palabras de San Antonio acerca del nombre de Jesús hubieran inundado de suma dulzura el corazón y el alma del Seráfico Patriarca, de haberlas escuchado él mismo de los labios del predicador paduano; dice en efecto Tomas de Celano: «Francisco llevaba a Jesús en el corazón, a Jesús en los labios, a Jesús en los oídos, a Jesús en los ojos, a Jesús en las manos y a Jesús en todos los demás miembros...» (1 Cel 115). «Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice "el Niño de Bethleem", y, pronunciando "Bethleem" como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba "niño de Bethleem" o "Jesús", se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras» (1 Cel 86).

En nuestros días la festividad del Santísimo Nombre de Jesús se celebra en toda la Iglesia con culto litúrgico, pero la Orden Minorítica nunca cesó de fomentar la devoción a tan soberano nombre, especialmente desde que el ministerio apostólico de dos franciscanos, San Bernardino de Siena y San Juan de Capistrano, lo defendió con éxito triunfal y lo propagó de modo admirable. La costumbre de venerar el Nombre que está sobre todo nombre tan floreciente en nuestra Orden, procede de San Francisco y de San Antonio; pero esta misma tradición se basa en las páginas sagradas del Nuevo Testamento y en la Tradición, donde se halla profundamente arraigada.

No es menos genuinamente católica o franciscana la devoción a la Pasión y al Corazón de nuestro Señor Jesucristo, como bien lo conocen los especializados en la historia franciscana. Plácenos enumerar, entre los precursores de estas devociones de nuestra Orden, al nuevo doctor de la Iglesia.

Al diligente lector de sus Sermones se le descubre, a cada paso, cierto aliento místico efusivo, propio de almas extremadamente devotas, por donde echamos de ver que San Antonio, como contemplativo de la Pasión de Cristo, fue un precursor de la espiritualidad seráfica de San Buenaventura, máxime al mencionar las cinco llagas de Jesús Crucificado. Cristo, dice el santo paduano, nos manifiesta las manos y el costado por estas palabras: «¡Mirad cómo fueron traspasadas por clavos aquellas manos que os fabricaron! ¡Mirad aquel costado de donde vosotros los fieles, que sois mi Iglesia, salisteis engendrados, como Eva formada del costado de Adán! Abierto fue por la lanza, a fin de que os abriera la puerta del paraíso, cerrada por el querubín y la espada de fuego» (In Oct. Paschae). Y de aquellas palabras de Cristo: El que por mí entrare, se salvará (Jn 10,9), escribe San Antonio: «Por mí, esto es, por mi costado abierto por la lanza; el que por la fe, por la pasión y compasión entrare, se salvará como la paloma en el agujero del peñasco se salva de la vista del gavilán, que la asalta astuto para arrebatarla» (Dom. XV post Pent.). Refugio segurísimo se halla, en verdad, en el costado de Cristo, junto al Corazón de Jesús.

Y los diligentes lectores de los Sermones de San Antonio encuentran en ellos, no sólo los orígenes de la devoción al Corazón de Jesús, sino también la devoción al Corazón de María, cuyo oficio litúrgico, según recentísima prescripción, toda la Iglesia debe celebrarlo cada año, oficio que, ya en tiempos anteriores a la reforma del salterio hecha por Pío X, los Frailes Menores acostumbraban celebrar anualmente. En el sermón Sobre la Natividad del Señor el doctor paduano ensalza «la excelencia del divino amor en el Corazón de la bienaventurada Virgen» (In Nat. Domini). Escudriña de buen grado los sentimientos íntimos del Corazón de la Madre de Dios, proponiendo, como dulce objeto de contemplación, las prerrogativas y virtudes de la Santísima María, principalmente la suma humildad, la suma pureza y la suma firmeza y longanimidad en las adversidades.

Hasta ahora hemos tratado, padres y hermanos carísimos, de la ciencia teológica de San Antonio, Doctor Evangélico, y del espíritu seráfico que informa su doctrina, en plena consonancia con la índole de la Escuela Agustiniana. Consonancia que, teniendo su origen en el primer lector de sagrada teología en la Orden de los Menores, alentó y sustentó a los eximios maestros de la Escuela Franciscana por enraizarse profundísimamente en el corazón de N. S. P. San Francisco, que alimentándose, a ejemplo del doctor de Hipona, de la Escritura y del gran libro de la naturaleza, abierto a los ojos de su alma seráfica, acostumbraba a leer, ver y contemplar, cuando quiera y do quiera, en las criaturas al creador de todas ellas.

El nuevo cortejo del «Pregonero del gran Rey» tiene ya en San Antonio un alegre entonador y mensajero del Primado de Cristo; un precursor del Doctor Sutil y de los demás eximios defensores de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios; un guía y maestro de la piedad popular para con Dios, el cual conduce a los fieles por caminos rectos, a fin de que, acaudillados por San Antonio, se empeñen en evitar todo mal.

Plantó San Antonio; regarán los cultivadores posteriores del fertilísimo huerto de los Menores, y Dios dará el incremento (cf. 1 Cor 3,6). El Seráfico Doctor San Buenaventura enseñará a los hombres el verdadero y seguro Itinerario del alma a Dios, pasando por las criaturas al Creador; enseñará a llevar fiel y constantemente la cruz, imitando la Pasión de Cristo. Enseñará en el Corazón de Jesús, traspasado por una lanza, un segurísimo refugio para los atribulados y amenazados de peligros. El Doctor Sutil, Juan Duns Escoto, defenderá con las invictas armas de sus argumentos estos dos puntos, sobre todo, de la tradición franciscana: la bienaventurada Virgen María concebida sin mancha original y el primado absoluto y universal del Verbo encarnado. El apóstol de Siena, San Bernardino, conseguirá que en adelante al Nombre de Jesús se doble toda rodilla, aun con litúrgico culto. Y todo esto lo plantó San Antonio.

Un poeta sagrado, autor de cierto himno antoniano, canta así: «Es el primero que por mandato del Padre [Francisco] enseña a los frailes letras sagradas; y es, por lo mismo y con razón, el primer Doctor y gloria de los Menores». Y luego continúa el mismo poeta cantando: «La lengua que se afanó fervorosa en cantar doquiera las alabanzas del Señor, relució íntegra en su rosado color permanente».[12] Palabras que nos recuerdan la traslación del ínclito Taumaturgo, realizada por nuestro predecesor San Buenaventura el año 1263, y aquel milagro inaudito que con razón puede considerares como el sello del Dios Salvador que aprueba el culto, ya vigente dentro y fuera de la Orden, en honor de San Antonio como Doctor; la lengua de nuestro Doctor «se encontró hermosa, reciente y rosada como si su cuerpo hubiese sido recientemente sepultado».

Celebremos, pues, con veneración una gloria tan grande que, como esplendor del cielo, brilla entre los astros de primera magnitud en el firmamento seráfico; a tan gran apóstol de Cristo y doctor óptimo y luz de la Iglesia Santa, celebrémosle, sí, dando gracias a Dios porque San Antonio ha sido declarado digno de ser distinguido con la aureola de Doctor, por el oráculo del papa Pío XII.

Razón es asimismo que manifestemos nuestros sentimientos de gratitud al Sumo Pontífice Pío XII, que reina gloriosamente, y que no sólo ha honrado sobremanera a toda la familia franciscana sino también la ha inundado de inmenso gozo, decretando, en honra del primer lector de la Orden de los Menores, el culto litúrgico reservado para los doctores de la Iglesia. Procure, pues, cada uno de vosotros, padres y hermanos carísimos y amadas hermanas, encomendar al Vicario de Jesucristo en la tierra con frecuencia en las oraciones al Señor, portándose digno de tan claras muestras de amor y benevolencia para con los seguidores del Seráfico Patriarca.

Y, por último, nuestra gratitud también a los eminentísimos cardenales de la S. R. I., a los excelentísimos patriarcas, arzobispos, obispos y a los demás ordinarios del lugar, reverendísimos prelados, abades y superiores de las órdenes religiosas, así como también a las universidades, colegios eclesiásticos y varones ilustres de toda corporación, pueblo, lengua y nación, cuyos votos con razón podrían considerarse como manifestación del sentir común de la Iglesia universal, deseosa de tributar, con un solo corazón y con una sola boca, los honores de Doctor al glorioso San Antonio de Padua.

Y por la intercesión del Evangélico Doctor, San Antonio, y principalmente por la del bienaventurado Francisco, nuestro Padre, rogamos, con todo el afecto del corazón, a Dios Padre por su Hijo Jesucristo Nuestro Señor en el Espíritu Santo que haga descender eficaz y abundantísimamente sobre vosotros la bendición seráfica que a todos y a cada uno con todo amor se la otorgamos.

Dado en Roma, en el Colegio de San Antonio de Padua, el día 15 de febrero de 1946, festividad de la Traslación del Cuerpo de San Antonio de Padua.

NOTAS:

[1] S. Augustinus, De doctrina christiana, L. 4, c. 5, n. 7 (PL 34, 92). -S. Antonius, Sermones... ed. Locatelli, Patavii, 1895 et seq. -Prologus, p. 3 b. Citaremos siempre esta edición de Sermones.

[2] P. Girol. dal Gal. Benvenuti, OFMConv, La «Laudatio S. Antonii Patavini» di Tomasso Gallo, in Misc. Franc. 32 (1932) p. 83.

[3] Pío IX, bula Ineffabilis Deus, en Acta et decreta sacrorum conciliorum, collectio Lacensis, Friburgi Brisgoviae, 1882, t. VI, col. 836.

[4] In Assumpt. S. Mariae; Jr 17,12; Rm 1,4.

[5] S. Augustinus, De natura et gratia, c. 36, c. 42 (PL 44, 267); se cita por San Antonio, In Dom. III in Quadr., a lo que parece, según el texto de Pedro Lombardo, Lib. III, Sent., d. 3, c. 2. (ed. Quaracchi, 1916, s. II, p. 559).- 1 Jn 1,8.

[6] In Annunt. B. Mariae V.- Is 16,1.

[7] In Dom. V post Pent.- Eclo 24,7; 3 Re 10,18.

[8] In Purif. S. Mariae.- Eclo 24,21 Vulg.

[9] Revdmo. P. Leonardo M. Bello, Min. Gen., OFM, De B. Maria Virgine omnium gratiarum Mediatrice, en Acta O. F. M., LVII (1938) pp. 136-150 y 209-224.

[10] In Annunt. B. Mariae Virginis.- Gen 9,13.

[11] In Circumcis. Domini.- Cant 1,2.

[12] Breviarium Romano-Seraphicum, Festum Translationis Corporis S. Antonii Patavini (15 Febr.), Hymni ad Matutinum et ad Laudes.

[Texto tomado de Verdad y Vida 4 (1946) 551-582].

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