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ACTITUD ANTE EL PECADO AJENO
Meditación sobre la Admonición 11.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Betrachtung über die elfte Ermahnung unseres hl. Vaters
Franziskus, en Christus lebt in mir, Wandlung in Treue 7. Werl, Dietrich-Coelde-Verlag, 1965, pp. 141-145; «Nessuno si scandalizzi per el peccato
di un altro», en Le Ammonizioni di san Francesco, Roma, Cedis Editrice,
1974, 159-170]
INTRODUCCIÓN
En la Admonición 10 exponía san Francisco cómo deben
comportarse sus seguidores ante el pecado en la propia vida. En la
presente, habla del pecado en la vida de los demás y de cómo debe, en tal
caso, comportarse el franciscano. Trata, pues, de un tema muy importante,
de gran transcendencia para nuestra vida religiosa personal y, sobre todo,
para nuestra vida comunitaria en fraternidad.
La Iglesia, en tanto que peregrina en este mundo y que va
aproximándose a la perfección, es Iglesia de pecadores y está amenazada,
en cuanto esposa sin mancha de Cristo, por las debilidades y los pecados
de sus miembros. Lo mismo les sucede a nuestras comunidades, que son
grupos humanos de la Iglesia. Mientras la Iglesia santa sea, a la vez,
Iglesia de pecadores, y así lo será hasta el momento en que el Señor, en su
segunda vuelta, la lleve a la perfección, seguirán manifestándose en
nuestra vida religiosa ambos aspectos, la santidad y la pecaminosidad.
Francisco conocía bien esta realidad. Y por eso dirigió a sus seguidores
numerosas «palabras de amonestación», con las que les indicaba cómo
debían comportarse. Una de las más importantes es precisamente la
Admonición 11, a la que vamos a dedicar una seria reflexión.
«Nada debe disgustar al siervo de Dios fuera del pecado.
»Y sea cual fuere el pecado que una persona cometa, si,
debido a ello y no movido por la caridad, el siervo de Dios se
altera o se enoja, atesora culpas (cf. Rom 2,5).
»El siervo de Dios que no se enoja ni se turba por cosa
alguna, vive, en verdad, sin nada propio.
»Y dichoso es quien nada retiene para sí, restituyendo al
césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios (Mt
22,21)» (Adm 11).
I. DISGUSTO POR EL PECADO Y AMOR AL PECADOR
«Nada debe disgustar al siervo de Dios fuera del pecado».
En esta frase lapidaria emplea Francisco, por primera vez, la
expresión siervo de Dios, expresión que seguirá apareciendo con
frecuencia en las Admoniciones siguientes. Este concepto proviene
claramente de la Biblia. Los profetas del Antiguo Testamento llaman
«siervo de Dios» al Mesías. Y, como atestiguan los Hechos de los
Apóstoles, así es como la Iglesia primitiva designaba a Cristo. Con el
nombre de «siervo de Dios» designa también Cristo en particular a los
ciudadanos del nuevo Reino de Dios. ¿Y no se autocalifica también María,
en el momento decisivo de su vida, como sierva, como «esclava del
Señor» (Lc 1,38)? Siervo de Dios, sierva de Dios, es la persona que, como
Cristo, se pone totalmente a disposición de Dios, la persona que reconoce
siempre y en todo el señorío real de Dios, en una palabra, el hombre
subordinado al señorío de Dios. Quien se pone a total disposición de Dios
como Señor y acepta y hace suya la voluntad de Dios, es verdaderamente
ciudadano del Reino de Dios.
El siervo de Dios no vive según su propio arbitrio, sino en
dependencia total de Dios (N.B.: ¡Los tres votos quieren justamente
hacernos tales siervos y siervas de Dios!). Puesto que el siervo de Dios
tiene siempre fijos los ojos en el Señor y Rey del Reino de Dios (cf. Sal
122) y actúa en todo según Él, acepta los pensamientos de Dios, es decir,
su propio pensamiento se ajusta en todo a lo que Dios piensa. El siervo de
Dios asume, por tanto, el querer de Dios y ambiciona ajustarse a la
voluntad de Dios. Por eso está vigente en su vida la exhortación de san
Pablo: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos» (Ef 5,1).
Mirando obedientemente a Dios, va asemejándosele cada vez más como
hijo de Dios, como hijo del Padre que está en los cielos. No es «siervo»,
esclavo del Señor, por obligación, porque no le queda más remedio, sino
por ser su hijo.
Ambas realidades, «ser siervo de Dios» y «ser hijo de Dios» son
simplemente dos aspectos de un mismo hecho: la obediencia constante a
Dios, Señor y Padre. Ambos aspectos tenemos que considerarlos conjunta
y unitariamente, a fin de que el amor a Dios no se degrade convirtiéndose
en un amor meramente sentimental y «devoto», sino que sea un amor que
respeta las distancias y se mantiene puro. Dios es el «Todo Otro», y
debemos acercarnos a Él con el máximo respeto y con humildad, como
Francisco: «¿Quién sois vos, Señor, y quién soy yo?».
A quien, como siervo de Dios, tiene siempre los ojos fijos en el
Señor y se comporta según Dios en el pensar, en el querer y en el juzgar,
en todas sus acciones y omisiones, nada debe disgustarle fuera del
pecado. Todo lo demás lo recibe de manos de Dios; en todo lo demás se
somete a 1a mano conductora de Dios. Una sola cosa debe disgustarle,
sólo una cosa debe odiar: el pecado. Pues el pecado va contra Dios. El
pecado convierte al hombre en esclavo del diablo, el antagonista de Dios.
Por el pecado el hombre sale del orden de Dios y trata de erigir un orden
propio que, puesto que va contra Dios, es un desorden y produce caos. El
pecado es siempre un deterioro del Reino de Dios, puesto que con él los
hombres dejan de ser siervos de Dios. De ahí que nada debe disgustar al
siervo de Dios fuera del pecado. El siervo de Dios tiene que aborrecer y
odiar el pecado con un odio profundo. No debe hallar ninguna
complacencia en él, ni coquetear con él, ni acostumbrarse nunca a él. Y no
debe disgustarle al siervo de Dios por amor propio, por altivez moral, sino
por amor a Dios, para mantener nuestras relaciones con Dios.
* * *
«Y sea cual fuere el pecado que una persona cometa, si,
debido a ello y no movido por caridad, el siervo de Dios se
altera o se enoja, atesora culpas (cf. Rom 2,5)».
Tenemos que odiar el pecado y apartarnos cada vez más de él por ser
un acto opuesto a Dios. Pero la situación cambia por completo cuando se
trata de cómo debemos comportarnos con la persona que peca. Muchos,
también muchos religiosos, se escandalizan de quienes pecan, los
condenan con dureza y no quieren saberse nada con ellos. Francisco nos
descubre aquí el motivo de semejante comportamiento: quienes así actúan,
se creen mejores, están orgullosos de su presunto tesoro de virtudes,
piensan que son especiales. Considerándose «mejores», se creen estar por
encima de quienes pecan, los juzgan desde arriba y los condenan. Están
íntimamente convencidos de que a ellos nunca podría ocurrirles tal cosa.
Son los cristianos fariseos, llenos de vanidad por sus méritos piadosos y
repletos de desprecio hacia los demás: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque
no soy como los demás hombres» (Lc 18,11).
La raíz de esta actitud es, naturalmente, el egoísmo, el
enamoramiento de uno mismo. En tales personas todo gira en torno a su
propio «yo», hasta la piedad. No son siervos de Dios, sino siervos de su
propio «yo». Los tesoros que creen poder exhibir y en base a los cuales se
alzan por encima de los demás, son, como afirma aquí Francisco con toda
nitidez, un atesorar culpas, que ellos acumulan para su propia perdición.
El siervo de Dios se mueve por caridad. Le aflige el pecado, el
rechazo, pues con éste se interrumpe el amor entre Dios y el pecador, ya
que el hombre se atreve a sublevarse contra el señorío de Dios y quiere
colocarse por encima de Dios. Ante tal situación, hace falta amor, como
dice Francisco en otra ocasión: «Y, si vemos u oímos decir o hacer mal o
blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos, hagamos bien y alabemos a
Dios, que es bendito por los siglos» (1 R 17,19). Quien ama a Dios,
procurará no dejarse vencer por el mal, y vencer el mal con el bien (cf.
Rom 12,21). Por eso aumenta en él el amor a quien peca como una franca
voluntad de ayudarle para que recobre el amor a Dios. Vive poniendo en
práctica la exhortación del Apóstol: «Sed más bien buenos entre vosotros,
entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo.
Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor
como Cristo os amó y se entregó por vosotros como oblación y víctima de
suave aroma» (Ef 4,32-5,2). Esta es la única actitud correcta del cristiano
ante quien peca.
* * *
«El siervo de Dios que no se enoja ni se turba por cosa
alguna, vive, en verdad, sin nada propio.
»Y dichoso es quien nada retiene para sí, restituyendo al
césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios (Mt
22,21)».
Con esta frase, la exhortación de san Francisco toma un sesgo
sorprendente y, tal vez, también inicialmente incomprensible. Francisco
sigue exponiendo la misma verdad desde el punto de vista de la pobreza
interior: Quien vive, en verdad, sin nada propio y no retiene nada para sí
mismo (CtaO 29), sabe que todo bien proviene de Dios (Adm 7,4; 8,3). Y
restituirá siempre y en todo a Dios lo que le pertenece. Como siervo fiel de
Dios, no se apropia nada, pues se sabe en todo regalo de Dios. Y restituye
a Dios lo que es de Dios. Y puesto que es completamente pobre y restituye
todos los bienes a Dios (cf. 1 R 17,17-19), no tiene motivo alguno para
enojarse o irritarse con el que peca. Confesará Francisco: «Me parece que
soy el más grande de los pecadores, porque, si Dios hubiese tenido con un
criminal tanta misericordia como conmigo, sería diez veces más espiritual
que yo» (2 Cel 123; cf. 2 Cel 133).
Esta es la actitud del auténtico pobre, que vive, en verdad, sin nada
propio. Esta es, también, la auténtica humildad, sin la cual es imposible un
verdadero amor fraterno al pecador. Cuando el siervo de Dios está repleto
de esta pobreza y humildad, puede mantenerse vivo y eficaz el amor que
aquí se exige. El fariseo soberbio y orgulloso, convencido de su propia
autojustificación, no es nunca pobre ni humilde y, por tanto, carece
siempre de amor, es hiriente en sus juicios y despiadado en su
comportamiento. No tiene una actitud de servicio al prójimo, sino que lo
rechaza. Es completamente distinto de Dios, el Señor; y, por tanto, no es
siervo de Dios.
II. LA HUMILDAD NOS PRESERVA DE JUZGAR
Aun cuando alguna de las expresiones de esta exhortación pueda
parecer asombrosa al hombre actual, sin embargo, una reflexión atenta
pone de manifiesto cuán actual es para nuestra vida franciscana. En primer
lugar, nos muestra cómo Francisco pensaba realmente con mentalidad
bíblica; y, por otra parte, que sus palabras sólo pueden comprenderse
plenamente a partir de su riqueza bíblica. ¡Son, por tanto, una guía para
una vida según la forma del santo Evangelio! Hay que subrayar, en
particular:
1. ¿Vivimos como siervos de Dios, como siervas de Dios, tal como
tantas veces nos reconocemos ser cuando rezamos los salmos y como lo
exige aquí Francisco? Cuanto más seria y encarecidamente nos planteemos
esta pregunta, tanto más descubriremos cuánta es la distancia que nos
separa de esta exigencia, con qué poca gratitud respondemos a la gracia de
Dios en la realidad de nuestra vida, qué poco contribuimos a que crezcan
en nosotros los dones de Dios en el amor a Dios, hasta qué punto somos
«ladrones» del tesoro de Dios (cf. 2 Cel 99), como describe el mismo
Francisco en otra ocasión: «La carne (el propio yo) es el mayor enemigo
del hombre: no sabe recapacitar nada para dolerse; no sabe prever para
temer; su afán es abusar de lo presente. Y lo que es peor -añadía-, usurpa
como de su dominio, atribuye a gloria suya los dones otorgados al alma,
que no a ella (al propio yo); los elogios que las gentes tributan a las
virtudes, la admiración que dedican a las vigilias y oraciones, los acapara
para sí; y ya, para no dejar nada al alma, reclama el óbolo por las
lágrimas» (2 Cel 134). Por eso hace falta un discernimiento serio y
profundo. ¡Con este discernimiento crece por sí misma la humildad del
siervo de Dios, esa humildad que nos hace modestos y nos preserva de
todo juicio y condena severos!
2. ¿Nos disgusta el pecado en nuestra propia vida? ¿No demuestran
las muchas disculpas de las que echamos mano con tanta facilidad que no
hemos roto del todo con él? ¿Tomamos el pecado en nuestra propia vida
tan en serio y nos disgusta tanto como el pecado en la vida de los demás?
¡Con este sincero autodiscernimiento crecerá en nosotros la auténtica
humildad, que nos preserva de cualquier juicio inclemente y farisaico
contra el prójimo que peca!
3. ¿Restituimos en todo a Dios lo que es de Dios? ¿Reconocemos
que todo bien en nuestra vida es obra y, por tanto, propiedad de Dios?
¿Nos reconocemos, así, completamente pobres ante Dios? ¿Un regalo
suyo? ¡No respondamos con demasiada facilidad! Todo esto implica un
serio examen de conciencia, que sólo será provechoso si lo abarca todo.
Tal vez aquí pueda ayudarnos también lo que dice san Antonio: «Hay
cuatro clases de orgullo. Hay quien se atribuye a sí mismo el bien que hay
en él; o, aun cuando dice que lo atribuye a Dios, cree, no obstante, que le
ha sido concedido por sus propios méritos; o se vanagloria de poseer algo
bueno, cuando en realidad no posee nada; o desprecia a los demás
hombres y desea que todos los demás vean el bien que hay en él» (Homilía
en el 11 domingo después de Pentecostés, cuyo evangelio es el del
publicano y el fariseo: Lc 18,9ss). Así es como describe cuatro formas de
orgullo, que es exactamente la antípoda de la pobreza de espíritu. Así es el
fariseo, que se creía superior al publicano y daba gracias a Dios por no ser
como los demás hombres (Lc 18,11). Sólo el saber profundo arraigado en
la fe de que todo es un don de Dios, puede preservarnos de convertirnos en
unos fariseos, orgullosos de los propios méritos y que se creen justificados
por sus propias obras, que atesoran culpas y no salen justificados (Lc
18,14). ¡Sólo el auténtico pobre puede relacionarse con amor con el
prójimo!
4. ¿Ayudamos movidos por caridad, como humildes y pobres, es
decir, como franciscanos, a quienes pecan? ¿Ponemos en práctica la
exhortación de san Francisco: «Y deben evitar airarse y conturbarse por el
pecado que alguno cometa, porque la ira y la conturbación son
impedimento en ellos y en los otros para la caridad» (2 R 7,3)? Si
actuamos así, el amor de Dios no encontrará obstáculos y, por nuestro
medio, el pecador podrá ser perdonado y reintegrado a Dios, como escribía
san Francisco a un ministro: «Y en esto quiero conocer que amas al Señor
y me amas a mí, siervo suyo y tuyo, si procedes así: que no haya en el
mundo hermano que, por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti
después de haber contemplado tus ojos sin haber obtenido tu misericordia,
si es que la busca. Y, si no busca misericordia, pregúntale tú si la quiere.
Y, si mil veces volviere a pecar ante tus propios ojos, ámale más que a mí,
para atraerlo al Señor; y compadécete siempre de los tales» (CtaM 9-11).
Para atraerlo al Señor. Esto sólo puede hacerlo el siervo de Dios
que vive, en verdad, sin nada propio, y cuando «toda voluntad, en cuanto
puede con la ayuda de la gracia» está dirigida a Dios «deseando con ello
complacer al solo sumo Señor, porque sólo Él obra como le placeo (CtaO
15).
Así, pues, la Admonición 11 de san Francisco tiene una importancia
especial para la vida comunitaria en nuestras fraternidades. ¡Quien actúa
en todo guiado por ella, promueve el crecimiento del Reino de Dios, el
reino del amor y de la paz! Y cumpliremos esa exigencia fundamental para
la vida en el Reino de Dios que con tanto énfasis expone Pablo a los
colosenses: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de
entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia,
soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene
queja contra otro. El Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» (Col
3,12-13).
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XV, núm. 44 (1986) 226-232]
CÓMO CONOCER EL ESPÍRITU DEL SEÑOR
Meditación sobre la Admonición 12.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Betrachtung über die zwölfte Ermahnung unseres hl.
Vaters Franziskus, en Wandlung in Treue 7. Werl, Dietrich-Coelde-Verlag, 1965, pp. 145-150; «Del modo di conoscere lo spirito del
Signore», en Le Ammonizioni di san Francesco, Roma, Cedis Editrice,
1974, 171-182]
INTRODUCCIÓN
En la carta a los Romanos afirma san Pablo que los cristianos son
hombres que viven, no según la carne, sino según el espíritu, porque
-continúa diciendo- «los que viven según la carne, desean lo carnal; mas
los que viven según el espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la
carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz, ya que las tendencias de
la carne son contrarias a Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera
pueden; así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas
vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de
Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no es
cristiano» (Rom 8,4-9).
Lo que designa aquí el Apóstol con el término «carne», no es tanto
el cuerpo humano en oposición al alma; ni tampoco lo sexual, considerado
como sede de los bajos instintos; sino, más bien, todo cuanto en el
hombre, gravado por el pecado original, es «contrario a Dios», cuanto en
nosotros se opone a Él y a su voluntad, es decir, nuestro propio «yo» que,
a consecuencia del pecado original, es autocrático, arbitrario, vanidoso,
caprichoso, y constantemente nos impide ser auténticos siervos y siervas
de Dios. Es nuestro «yo», que dice: «Ha de ser como yo quiero, no como
quieres tú» (cf. Mt 26,39.42; 2CtaF 10); nuestro «yo», que no quiere servir
a Dios, antes bien querría que todo estuviera a su propio servicio. Por eso,
«quien quiere servir a la carne, no puede agradar a Dios». Ahora bien, esto
no debe acontecer entre nosotros, los cristianos, «ya que el Espíritu de
Dios habita en nosotros». En efecto, «el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom
5,5). Mediante el bautismo, el cristiano ha sido liberado de toda
dependencia de sí mismo y de la esclavitud del propio «yo»: «no somos
deudores de la carne para vivir según la carne» (Rom 8,12), sino hijos de
Dios que se dejan guiar «por el Espíritu de Dios» (Rom 8,14).
Puesto que Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte,
cumpliendo así su plegaria: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este
cáliz, pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39.42;
2CtaF 10), hemos sido redimidos y liberados de la esclavitud de Satanás, y
cuánto más de la de nuestro propio «yo» (véase Adm 10). Mediante el
bautismo podemos ser personas que se dejan guiar, no por el espíritu del
propio «yo», sino por el Espíritu del Señor. A partir del bautismo, y más
aún desde la confirmación, está vigente para nosotros la palabra del
Apóstol: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo,
que está en vosotros y habéis recibido de Dios?» (1 Cor 6,19). No está el
cristiano alejado de Dios, en la ribera de su propio «yo», sino íntimamente
vinculado a Dios, en la ribera de Dios. Por tanto, no es esclavo del propio
«yo», sino siervo de Dios (véase Adm 11). Y ser siervo de Dios significa
también ser rey, como reza la Iglesia; significa ser obediente, ser hijo de
Dios, dejarse guiar en todo por el Espíritu de Dios, el espíritu de filiación:
«El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él» (1 Cor 6,17).
Este es el gran don gratuito de la salvación. ¡Tan cerca estamos de
Dios, tan íntimamente unidos a Él! El Espíritu de Dios vive en nosotros;
somos santuarios del Espíritu Santo.
Si nos detuviéramos a meditar esta realidad, podríamos perder el
aliento. Es verdad: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5).
¿Podremos jamás llegar a comprender plenamente este milagro del amor
divino, esta elevación a la vida íntima de Dios, totalmente inmerecida por
nuestra parte? ¡Cuán agradecidos tendríamos que ser por estas maravillas
realizadas por Dios! ¡No deberíamos aceptarlas con tanta naturalidad e
indiferencia! ¡Si nos supiésemos siempre beneficiarios del amor
misericordioso de Dios, que se inclina sobre nosotros y quiere elevarnos
hasta Él! ¡Agradezcámoselo de palabra y de obra!
¡Y la gratitud de obra es decisiva! Consiste ante todo en «dejarnos
guiar por el Espíritu de Dios», en permanecer abiertos a la acción del
Espíritu Santo. Y no olvidemos nosotros, los religiosos, que los tres votos
deben mantenernos abiertos, a fin de que el Espíritu de Dios pueda actuar
sobre y en nosotros, y a través nuestro, libremente y sin traba alguna.
Nuestro padre san Francisco comprendió hondamente todo esto y lo
hizo vida propia. Su enseñanza sobre el Espíritu del Señor, que debe
vencer al espíritu de la carne, es decir, a nuestro propio «yo», es el centro
de su doctrina sobre la vida cristiana. Todos sus seguidores deben anhelar,
por encima de todo, «tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R
10,9). Francisco habla continua e insistentemente de este tema, sobre el
que trata también la presente Admonición.
«Así puede conocerse si el siervo de Dios tiene el
espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él
algo bueno, no por ello se enaltece su carne, pues siempre es
opuesta a todo lo bueno, sino, más bien, se considera a sus
ojos más vil y se estima menor que todos los otros hombres»
(Adm 12).
I. DEL PROPIO YO AL ESPÍRITU DEL SEÑOR
«Así puede conocerse si el siervo de Dios tiene el
espíritu del Señor...».
En su Admonición 12 Francisco ofrece a sus seguidores tres signos
distintivos, tres señales que, en un sincero examen de nuestra propia vida,
nos ponen de manifiesto si el Espíritu del Señor puede actuar y
desenvolverse en nosotros con libertad y sin obstáculos; si tenemos «el
espíritu del Señor y su santa operación»; si siempre y en todo nos dejamos
guiar por el Espíritu de Cristo; si permanecemos unidos al Señor y
formamos un solo espíritu con Él: en el pensar, en el juzgar, en el querer y
ambicionar, en el obrar. Estos signos distintivos permiten reconocer, por
decirlo brevemente, si nuestra vida gira en torno a nuestro propio «yo» o
si, por el contrario, es Dios quien está en el centro; si lo que importa, en
todo y siempre, es sólo Dios y no nosotros mismos. Queda, pues, patente
que se trata de tres signos distintivos de la vida en penitencia evangélica;
ellos nos indican si somos hermanos y hermanas de penitencia que se han
desvinculado completamente de sí mismos y se han entregado por entero a
Dios (cf. Test 1ss).
1. «... si, cuando el Señor obra por medio de él algo
bueno, no por ello se enaltece su carne, pues siempre es
opuesta a todo lo bueno...».
Nada acentúa tanto Francisco, también en sus Admoniciones, como
la primitiva verdad bíblica de que Dios es el dador de todo bien. De Él
procede cuanto de bueno hay en nuestra vida: «Y restituyamos todos los
bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son
suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede.
Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, posea, a Él se le
tributen y Él reciba todos los honores y reverencias...» (1 R 17,17-18).
«Después del pecado todas las cosas se nos dan como limosna, y el gran
Limosnero reparte pródigo con piadosa clemencia a los que merecen y a
los que desmerecen» (2 Cel 77).
Esta conciencia es el fundamento de la importantísima pobreza
interior, la auténtica pobreza de espíritu, que ve en todo un regalo
inmerecido entregado por la bondad generosa de Dios. El que es pobre
ante Dios, ve en todo lo bueno una acción del Espíritu del Señor que
habita en nosotros. En todo bien se sabe deudor de gracias frente al
Espíritu del Señor.
Pero como nuestra carne, nuestro «yo», es siempre opuesta a todo lo
bueno, quisiera incautarse de los bienes de Dios: «Y ya, para no dejar nada
al alma, reclama el óbolo de las lágrimas» (2 Cel 134). Nuestro «yo»
querría atribuir todo a su propio querer y poder, querría poseer todo como
si fuese su propio tesoro. ¡Cuántos sucumben a este peligro, acumulando
tesoros de virtud que atribuyen con orgullo a sus propios méritos! Por eso
nos exhorta san Antonio a ser muy precavidos: «Es difícil llevar a cabo
grandes acciones sin alimentar ninguna complacencia por ellas» (Homilía
en el 14 domingo después de Pentecostés). ¡Si tan grandes santos
experimentaron este peligro, cuán vigilantes deberemos permanecer
nosotros frente a nosotros mismos!
El primer signo distintivo para conocer que no se tiene el Espíritu
del Señor, sino que se está dominado por el espíritu idolátrico del propio
«yo», consiste, por tanto, en la vanidad. Por eso, el siervo de Dios,
impregnado del Espíritu del Señor, persevera en la pobreza interior, que
toma muy en serio la verdad de que todo bien de Dios procede y a Él le
pertenece.
2. «... sino, más bien, se considera a sus ojos más vil...».
Suprimamos, de lo que en la actualidad somos y tenemos, todo
cuanto Dios ha hecho en nosotros y por nosotros desde el día de nuestro
bautismo y de nuestra confirmación, de la primera confesión y comunión,
a lo largo de nuestra vida en la cristiana casa paterna y a lo largo de
nuestros años de vida religiosa; ¿qué es lo que nos resta? Si hacemos este
sincero examen de conciencia, aparecerá con toda viveza ante nuestros
ojos cuán insignificantes y viles somos: «Pues nosotros, por nuestra culpa,
somos hediondos, míseros y opuestos al bien y, en cambio, prestos e
inclinados al mal» (1 R 22,6). ¡Qué seríamos y qué tendríamos, si Dios no
se hubiese apiadado siempre de nosotros! Esta sinceridad frente a nosotros
mismos, y que «da a Dios lo que es de Dios», es la base de la humildad
cristiana. El hermano menor y, por tanto, humilde, vive en permanente
acción de gracias a Dios, dador generoso. Ha vencido la carne, su propio
«yo», pues atribuye todo al Espíritu del Señor que actúa en nosotros.
Esta humildad es, por consiguiente, el segundo signo distintivo para
saber si un siervo de Dios tiene el Espíritu del Señor. En tal humilde siervo
de Dios ha sido vencida la soberbia, que destruye nuestra vida en el Reino
de Dios y nos lleva a la ruina, como drásticamente manifiesta san Antonio:
«¿Puede haber algo, para Dios y los hombres, más odioso y horrible que la
soberbia de un religioso? El cielo no sirvió de ninguna ayuda a los ángeles
soberbios; ¿cómo puede el convento ayudar a un religioso orgulloso?»
(Homilía en el 20 domingo después de Pentecostés). ¡Debemos, por tanto,
como siervos y siervas de Dios, tener siempre presente cuán viles somos!
3. «... y se estima menor que todos los otros hombres».
El tercer signo distintivo expuesto por Francisco contiene la
exigencia más difícil. Es una exigencia que llega hasta el nervio más
sensible de nuestro yo. ¡Seamos sinceros! Cada uno de nosotros, en lo más
secreto de sí mismo, está convencido de ser algo. Cuando, naturalmente en
lo más secreto, nos comparamos con otros, estamos convencidos de ser
más y mejores que ellos; nos resulta entonces realmente muy difícil
considerarnos peores y menores que todos los otros hombres.
En cambio, Francisco nos indica que este punto de partida es falso.
No debemos compararnos con los demás; eso conduce sólo, y demasiado
fácilmente, a la vanidad y presunción. Por eso amonesta atinadamente san
Antonio: «El pecador debe tener siempre delante de los propios ojos toda
su actuación, considerarla a menudo concienzudamente con espíritu de
remordimiento y producir, así, frutos de penitencia (cf. Lc 3,8). Quien
tiene continuamente ante los ojos su propio yo, sólo encontrará motivo de
llanto» (Homilía en la fiesta de la Conversión de san Pablo).
Según el contexto de toda esta Admonición, sólo una cosa importa:
contemplar el amor de Dios y la operación de su Espíritu en nuestra vida.
Si analizamos nuestra vida a la luz del amor que Dios nos ha tenido y a la
luz de su acción en nosotros, queda patente cuántas cosas hemos omitido y
descuidado. Si tenemos presentes todas las gracias que no hemos
aprovechado, nos damos cuenta de que somos más viles que todos los
hombres. Comprendemos entonces con mayor profundidad la frase de san
Francisco, que ya no nos parece una mera exageración piadosa: «Me
parece que soy el más grande de los pecadores, porque, si Dios hubiese
tenido con un criminal tanta misericordia como conmigo, sería diez veces
más espiritual que yo» (2 Cel 123; cf. 2 Cel 133).
El sincero conocimiento de uno mismo, sobre todo a la luz de las
muchas gracias recibidas de Dios, es, pues, el tercer signo distintivo para
saber si un siervo de Dios tiene el Espíritu del Señor y no se
autocontempla con los ojos de la carne, con los ojos de su idolatrado «yo».
II. ¿NOS CONSIDERAMOS MENORES QUE LOS DEMÁS?
Con mano segura descubre Francisco en esta «palabra de
amonestación» las heridas secretas del alma. Y, fino conocedor del ser
humano y guía eficaz de las almas, muestra el remedio con mano no
menos segura. En sus claras y sencillas palabras percibe cada uno de
nosotros que puede confiarse con toda tranquilidad a este maestro de la
vida espiritual. Lo que aquí quiere Francisco es que nuestra vida cotidiana
esté moldeada e impulsada por el Espíritu del Señor. Aclarémoslo un poco
más, con las siguientes indicaciones:
1. ¿Nos dejamos guiar por nuestra carne, por nuestro propio «yo», o
por el Espíritu del Señor? ¿Nos esforzamos verdaderamente en «tener el
espíritu del Señor y su santa operación» en nuestro pensar, en nuestros
juicios, en nuestro comportamiento? Estas preguntas son decisivas para
nuestra vida cristiana.
Es cierto que, mediante la acción salvífica de los sacramentos,
hemos sido hechos hijos de Dios: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre
para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1). Deberíamos
sentirnos muy felices por este regalo de la gracia. Pero, en esta alegría por
el nuevo ser que hemos recibido, no debemos olvidar la tarea: «Todos los
que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rom 8,14).
¿Somos, pues, hijos de Dios por el amor que se nos ha dado y por una vida
de amor obediente al Espíritu del Señor? ¿Somos hijos de Dios en el ser y
en el obrar? ¿Nos esforzamos con esmero en seguir en todo el Espíritu del
Señor y no el espíritu del propio «yo»? ¡Así es como perfilamos nuestra
nueva tarea de cada día!
2. Una y otra vez surge la pregunta sobre si nos esforzamos bastante
en alcanzar la pobreza interior. ¿Damos, hasta sus últimas consecuencias,
en nuestro comportamiento interior y exterior, a Dios lo que es de Dios?
¿Atribuimos a Dios, liberados de toda vanidad y presunción, cuanto de
bueno hay en nuestra vida, sabedores por la fe de que el siervo de Dios lo
ha recibido todo del Señor? «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si
lo has recibido, ¿a qué gloriarte como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor
4,7). Francisco tomó muy en serio esta palabra del Apóstol. Como
demuestran sus escritos, hizo que penetrase con toda fidelidad hasta en los
mínimos detalles de su vida de cada día. Así es como permaneció pobre
ante Dios, abierto por entero a la acción del Espíritu del Señor. Al no
apropiarse de nada para sí mismo, Dios pudo actuar libremente por su
medio.
De otra parte, también deberíamos preguntarnos si tomamos
realmente en serio esta actitud hacia Dios. ¿Vemos en el descuido de la
misma algo pecaminoso? San Antonio no vacila en ver, incluso, una forma
de negar a Dios y, por tanto, algo que perturba sensiblemente nuestra
relación personal con el Señor: «Quien se atribuye a sí mismo el bien que
hace, niega abiertamente la gracia de Dios» (Homilía en el 13 domingo
después de Pentecostés). Roba lo que es propiedad de Dios y quiere
convertirlo en su propiedad personal. Sólo la pobreza interior puede
preservarnos de esta gran desgracia.
3. ¿Nos esforzamos bastante en conseguir un conocimiento sincero y
auténtico de nosotros mismos, que es el fundamento imprescindible de la
humildad? ¿O nos parece exagerada la exigencia de Francisco de
estimarnos menores que todos los otros hombres? Sin embargo,
deberíamos cumplir esta exigencia. Tal vez nos ayude a ello una palabra
del beato Gil: «Cuando meditas en los beneficios de Dios, deberías bajar la
cabeza. Y deberías bajarla también cuando meditas en tus pecados» (Dicta,
cap. IV). Según otra frase del beato Gil, debemos considerarnos frente a
los demás tal como nos consideramos ante Dios: «Dichoso quien se
considera ante los hombres tan vil como ve que realmente es delante de
Dios» (Dicta, ibíd.). Así pierde el hombre toda soberbia y orgullo, todo
espíritu de la carne, pues lo espera todo del Espíritu del Señor y de su
santa operación. Y entonces cumplimos la exhortación del Apóstol: «Nada
hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando
cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no
su propio interés sino el de los demás» (Flp 2,3-4).
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, núm. 48 (1987) 475-481]
LA PACIENCIA
Meditación sobre la Admonición 13.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Betrachtung über die dreizehnte Ermahnung unseres hl.
Vaters Franziskus, en Wandlung in Treue 7. Werl, Dietrich-Coelde-Verlag, 1965, pp. 151ss; «Della pazienza», en Le Ammonizioni di san
Francesco, Roma, Cedis Editrice, 1974, 183-192]
INTRODUCCIÓN
Un antiguo proverbio renano dice: «En nada se engaña uno tanto
como acerca de la gente». Podría afirmarse con idéntico acierto y
exactitud: «En nada se engaña uno tanto como acerca de sí mismo».
Ningún peligro amenaza tanto a nuestra vida religiosa como el
autoengaño. Nada la pone tan en peligro como la propia ceguera respecto a
nosotros mismos. Es evidente que deberíamos conocernos bien. Más aún,
deberíamos tener una imagen muy exacta de nosotros mismos.
Efectivamente: entramos cada día dos veces en la luz de Dios cuando
hacemos el examen de conciencia; diariamente, cuando leemos la Sagrada
Escritura, se derrama la luz y la verdad de Dios sobre el camino de nuestra
vida; todos los días, en la celebración de la liturgia, Dios, mediante su
palabra y su acción, nos abre los ojos y los oídos con un «effetá» (Mc
7,34) lleno de gracia. ¡Deberíamos, por tanto, conocernos muy a fondo!
En cambio, muchísimas veces experimentamos que hemos cedido al
peligro del autoengaño; que, a pesar de todo lo antes dicho, permanecemos
ciegos respecto a nosotros mismos; que presumimos de lo que no somos, y
nos atribuimos lo que no tenemos. Sobre este autoengaño crece con
frecuencia la autosuficiencia. Creemos que cuanto hacemos lo hacemos
con nuestras propias fuerzas. Nos creemos capaces de todo, o poco menos.
Cualquier buen consejo, cualquier exhortación seria se estrella, ineficaz,
contra esta autosuficiencia ilusoria. ¡Más aún! El religioso atrapado en el
autoengaño se irrita cuando alguien le llama la atención; se entristece, si es
amonestado. Y es que eso no concuerda con la imagen que tiene de sí
mismo. ¡Le resulta amargo y doloroso que alguien rasguñe su «santa»
imagen!
Donde más fácil y sutilmente se da este autoengaño es en dos
actitudes fundamentales de la vida cristiana: la paciencia y la humildad.
Respecto a estas dos virtudes nos autoengañamos con mucho gusto. Ello
es tanto más peligroso, por cuanto la humildad y la paciencia son
absolutamente imprescindibles para la convivencia humana, para la vida
en comunidad.
Ya hemos hablado repetidas veces de la humildad en el transcurso
de nuestras meditaciones sobre las Admoniciones de nuestro Padre: «estar
sujetos a todos por amor de Dios»; «estar dispuestos a servir a todos»;
«comportarnos con todos como menores». Sin esta humildad no pueden
existir comunidades franciscanas. ¿Y la paciencia? La paciencia significa
sobrellevar, tolerar al otro: «Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas
y cumplid así la ley de Cristo» (Gál 6,2).
Puesto que la humildad y la paciencia repugnan tanto a nuestro «yo»
y son tan opuestas al hombre que piensa en una perspectiva meramente
natural, nuestro «yo» está siempre dispuesto a eludirlas, a evadirse de su
incómoda obligación. Y, para eso, ¡lo más fácil es imaginarse que uno las
posee!
San Francisco nos da un criterio infalible para conocer claramente
todas estas conexiones y saber, sin riesgo alguno de autoengaño, cuánta
paciencia y humildad tenemos, y hasta qué punto poseemos de verdad
estas dos actitudes necesarias y fundamentales de la vida cristiana.
«Dichosos los pacíficos, porque serán llamados hijos de
Dios (Mt 5,9).
»El siervo de Dios no puede saber cuánta paciencia y
humildad posee mientras todo le vaya a satisfacción. Mas
cuanta paciencia y humildad muestra el día en que le
contrarían quienes debieran darle satisfacción, tanta tiene y no
más» (Adm 13).
I. MEDIMOS NUESTRA PACIENCIA EN LAS DIFICULTADES
1. «El siervo de Dios no puede saber cuánta paciencia y
humildad posee mientras todo le vaya a satisfacción».
El siervo de Dios: es decir, ¡el religioso como siervo de Dios, la
religiosa como sierva de Dios! Esta palabra coloca el conjunto en su justa
conexión y armonía. Ya dijimos en la meditación sobre la Admonición 11
que «siervo de Dios» es el hombre que se somete en todo y siempre al
señorío de Dios; el hombre que, como Cristo, «el Siervo de Dios» por
antonomasia, deja que la voluntad del Padre se cumpla en él
completamente. El siervo de Dios es de los «imitadores de Dios, como
hijos queridos» (Ef 5,1), tiene siempre los ojos fijos en el Señor (cf. Sal
123,1-2) y hace lo que ve hacer a su Señor. Por eso, debe tener humildad y
paciencia; pues, como ora Francisco alabando a Dios, Dios «es la
humildad, es la paciencia» (cf. AlD 4).
Dios es la humildad: nos sirve mediante la creación y la
conservación del mundo: «Mi Padre trabaja siempre, y yo también
trabajo» (Jn 5,17); nos sirve con amor mediante su providencia y la guía
de su gracia; siempre se adelanta a nuestro encuentro, dispuesto a
perdonarnos todo. Dios es la paciencia: tiene una inagotable paciencia con
nosotros pecadores; hagamos cuanto hagamos, nos soporta con paciencia
admirable.
Como imitador de Dios, el siervo de Dios debe esforzarse en
alcanzar la humildad y la paciencia. Así nos lo dice el Apóstol: «Sed más
bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como
os perdonó Dios en Cristo» (Ef 4,32); y también: «Sed, pues, imitadores de
Dios, como hijos queridos» (Ef 5,1). Por tanto, no se trata aquí de
impulsos e intentos ocasionales, sino de esforzarnos con todas nuestras
fuerzas en conseguir estas dos actitudes fundamentales, teniendo fija
siempre la mirada en la humildad y paciencia del Señor. ¡La humildad y la
paciencia del siervo de Dios deben ser «grandes»! ¡Hay que esforzarse en
conseguirlas con un examen renovado sin cesar!
Este examen, empero, no es posible si todo sucede según nuestros
deseos. En tal caso, resulta fácil ser paciente, pero no cabe ningún espacio
para la auténtica paciencia. El viento a favor es siempre más cómodo que
el viento en contra; pero nos engaña respecto a nuestras capacidades. El
ser viviente crece y se consolida en la contrariedad, ante las dificultades.
¡También en el campo de la paciencia y la humildad!
Mientras todo le vaya a satisfacción... Mientras así sea,
permanecemos demasiado fácilmente en el ámbito del esfuerzo egoísta,
demostrativo del peso de nuestro pecado original, y que no deja lugar
alguno para actitudes cristianas esenciales como la paciencia y la
humildad. Cuando nuestros deseos y quereres se amoldan en todo a los
deseos y quereres de Dios, y sólo entonces, se supera esta actitud no
redimida del pecado original y se alcanza la santidad. Pero si el hombre no
ha llegado a ese punto, en su interior crecen, a partir del propio «yo», las
resistencias y contrariedades. ¡También pueden crecer la humildad y la
paciencia!
2. «Mas cuanta paciencia y humildad muestra el día que
le contrarían quienes debieran darle satisfacción, tanta tiene y
no más».
Cuando nos contraría alguien del que no esperamos o ni siquiera
podemos esperar que actúe según nuestros deseos, la mayoría de las veces
nos resulta muy difícil el conservar la humildad y la paciencia; con todo,
aún lo toleramos. Pero cuando quien nos contraría es alguien que tendría
que actuar según nuestros deseos, entonces se nos brinda la ocasión
infalible para comprobar cuán grandes son nuestra humildad y paciencia.
Francisco tiene toda la razón: la paciencia y humildad que en tal situación
demostramos, esa tenemos y no más. Si entonces no nos encolerizamos, no
nos irritamos, no nos salimos de tono, antes bien, y a pesar de ello,
soportamos al otro y estamos dispuestos a servirle, entonces somos
imitadores de Dios en la humildad y la paciencia.
En este caso aparece claro, quizás asustadoramente claro, que no es
fácil ser siervo de Dios. Este ser siervo de Dios pertenece a otro orden
completamente distinto, donde cesa todo pensamiento y sentimiento
naturales, donde no se pesa y mide con medidas humanas, sino que está
vigente el orden de Dios. En una situación así se manifiesta
indefectiblemente si nuestro hablar sobre el Reino de Dios, sobre la
salvación, sobre la filiación divina, sobre el espíritu y la vida franciscana,
son expresión de una realidad vivida o un mero juego piadoso de ideas.
Tal vez lo que experimentemos en tales situaciones nos resulte humillante
y nos llene de vergüenza. Pero esta experiencia puede ser saludable, pues
en tal caso ya no nos autoengañamos, sino que aprendemos a juzgarnos
según las medidas de Dios. Si así lo hacemos, experimentamos la
reconfortante consolación de la palabra del Señor: «Conoceréis la verdad,
y la verdad os hará libres» (Jn 8,32).
II. LA PACIENCIA EN LA VIDA COMUNITARIA
En general, los hombres no escuchan con gusto la verdad, sobre todo
la verdad sobre sí mismos. Les resulta más fácil permanecer atrapados en
las falsas ilusiones que se han forjado sobre sí mismos. Por eso es tan
difícil ayudarles en este punto, el más decisivo de su vida. Ciertamente,
tras haber reaccionado de forma contrariada, ya nadie volverá a hacerles
ninguna observación. Incluso quienes tienen responsabilidad sobre ellos,
se inhiben de su deber de corregirles. Nadie les habla de sus tabúes. Pero
Francisco no tiene ningún miedo de atacar tales tabúes. Puesto que sus
seguidores deben ser siervos de Dios en el sentido bíblico de la palabra,
tienen también que arrancar las raíces más escondidas de esta actitud que
se opone a los objetivos propios del siervo de Dios. En otro caso, no
hubiera cumplido su tarea de ser maestro y guía de la vida espiritual. A
nosotros nos toca ahora, una vez más, abrirnos a su palabra iluminadora y
guía de nuestro camino:
1. ¿Estamos dispuestos a renunciar a todos los autoengaños y a
desprendernos de todas las falsas ilusiones que nos hemos forjado sobre
nosotros mismos? ¿Estamos dispuestos a aplicar de veras, como acontece
en esta Admonición, las medidas de Dios a nuestra propia vida, a la vida de
cada día? ¿Nos atrevemos de verdad, aunque ello pueda producirnos
sorpresas desagradables, a probar, según las medidas de Dios, si somos
siervos de Dios, siervas de Dios, o si seguimos siendo esclavos del propio
«yo»? ¡Sólo quien mira siempre y en todo a Dios y se considera y juzga a
sí mismo a la luz de Dios, puede ser siervo de Dios, sierva de Dios, con
gran paciencia y auténtica humildad!
2. En este autoexamen, sin embargo, hemos de preservarnos del
siguiente peligro: en este juicio sobre nosotros mismos y sobre las dos más
importantes actitudes básicas de nuestra vida cristiana, no debemos
dejarnos influir por la circunstancia: mientras todo nos vaya a
satisfacción. En tanto dura esta situación, el juicio sobre nosotros mismos
es un juicio errado y podemos caer en peligrosos autoengaños. ¡No se
puede comprobar la propia fuerza si tenemos el viento a favor! Si
hubiéramos reflexionado sobre esto con la debida perspicacia, sin duda
muchas cosas de nuestra vida habrían sido distintas.
3. De ahí la gran importancia de las contrariedades. Precisamente
por eso son a veces necesarias. En ellas podemos crecer y fortalecernos,
sobre todo cuando provienen de personas que deberían darnos
satisfacción. Cuando nos contrarían tales personas, entonces es cuando
más podemos crecer en la humildad y robustecernos en la paciencia. Sólo
entonces nos convertimos en siervos, en imitadores de Dios en la humildad
y la paciencia, para bendición de nuestra comunidad.
Pues para la comunidad compuesta por hombres que todavía
subyacen al influjo del pecado original y que, por tanto, no viven todavía
como santos en plena concordancia con los deseos y el querer de Dios, la
humildad y la paciencia son una condición previa indispensable. Su
carencia pone en peligro a tales comunidades, cuando no las destruye.
Soportar a los otros y estar dispuesto, a pesar de todo, a servirles, son
actitudes necesarias para nuestra vida comunitaria. Nuestras comunidades
necesitan de estas dos actitudes fundamentales, si quieren desarrollarse
verdaderamente de forma beneficiosa para todos. Pero hemos de admitirlo:
¿Quién piensa en esto? ¿Quién lo tiene bastante en cuenta?
La Admonición 13 de san Francisco, tomada con seriedad, podría
actuar muy saludablemente. Se convertiría entonces en bendición para
nosotros y para nuestras comunidades: para nosotros, que nos
convertiríamos verdaderamente en siervos de Dios; para nuestras
comunidades, que se convertirían en reunión de siervos de Dios en el
Reino de Dios. Pues el Reino de Dios está sólo donde los hombres viven
sometidos al Señorío de Dios.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XVII, núm. 49 (1988) 48-52]
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