Hombre culto, leído, de impecable formación. Demasiado intelectual, decía de él Kirk Douglas. Para Joseph Leo Mankiewicz el mundo era un teatro, y el puñado de obras maestras que dirigió tenían en común el gusto por lo escrito, por los diálogos, por el cómo y el qué salía de la boca de sus personajes. Cineasta sobrio, racional, profundamente inteligente, hizo bueno el consejo que le dio su mentor, un tal Ernst Lubitsch. La película perfectamente dirigida es aquella que no se nota que ha sido dirigida en absoluto, le dijo. Mankiewicz trató de ser fiel a esa máxima, y no le fue mal.

PASO A PASO

"Para escribir el guión de una buena película hacen falta dos años. Para rodarla, dos meses. Para efectuar el montaje, dos semanas. Para dar los últimos retoques, dos días. Y para olvidarla, dos minutos". Pura filosofía de un negocio que Joseph Leo Mankiewicz (Wilkes-Barre, Pennsylvania, 11 de febrero de 1909-Bedford, Nueva York, 5 de febrero de 1993) conoció a la perfección. Dialoguista en sus inicios, productor (tarea que Louis B. Mayer, mandamás de la Metro, le dio para que "aprendiera a arrastrarse antes que a saber andar", guionista y, finalmente, director, Joe Mankiewicz subió peldaños en la industria, se peleó con el sistema de estudios y apostó por la libertad en épocas de Caza de Brujas. Una rara avis intelectual en la jungla hollywoodiense que se ganó su propio espacio, marcado por la coherencia y una mirada crítica y nada condescendiente a su realidad.

Tercer hijo de una familia de emigrantes (madre letona y padre berlinés de origen polaco, profesor de Lenguas Extranjeras y gran influencia para sus chicos), Joe se diplomó en Artes en la Universidad de Columbia, donde enseñaba su padre. De viaje educativo al Berlín de entreguerras, en los días de cabaret y noches bulliciosas, un Mankiewicz adolescente traduciría al inglés rótulos de films mudos de la UFA. Fue su bautismo en el mundo del espectáculo (aunque Groucho Marx se empeñara en lo contrario: buen amigo de Herman J. Mankiewicz, hermano de nuestro hombre y oscarizado guionista de 'Ciudadano Kane', le consiguió trabajo de presentador de shows en Camp Kiwana. "Fue su comienzo en el mundillo", diría el cómico). Después aceptó la oferta de Herman y fichó por la Paramount.

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APRENDIENDO A ARRASTRARSE

De 1929 a 1934 escribió argumentos, diálogos y guiones de una veintena de films hasta irse a la Metro Goldwyn Mayer ("era como jugar al fútbol en el mejor equipo del mundo", decía). Allí estuvo hasta 1942, produciendo largos como 'Furia' (Fritz Lang, 1936), 'Historias de Filadelfia' (George Cukor, 1940) o Woman of the Year (George Stevens, 1942), pero también otros films anodinos. "Fueron años oscuros en los que produje películas que me avergüenza asociar a mi nombre", recordaba. Fue la época de su documentado choque de egos con F. Scott Fitzgerald: él adaptó una novela de Erich Maria Remarque para el guión de 'Three Comrades' (Frank Borzage, 1938), y, como productor, Mankiewicz decidió hacer correcciones de pasajes que consideró demasiado literarios. "Si algún día se menciona mi nombre en la historia de la literatura será a pie de página, como el cabrón que reescribió a Fitzgerald".

Un conflicto con Louis B. Mayer (motivado por su aventura con Judy Garland, a la que recomendó afrontar sus problemas con psicoanálisis, para enfado del mandamás de la Metro, que veía a una de sus grandes stars tomándose un descanso demasiado largo) llevó al cineasta a volver a cambiar de bando. "Me fui a la Fox. Por suerte, cuando llegué, Darryl F. Zanuck, el jefe de producción, estaba liberando África con su metralleta". Zanuck sería uno de sus grandes enemigos, aunque su ausencia le permitió debutar como director, con 'El Castillo de Dragonwyck' (1946). Así inició una época de aprendizaje, de asimilar experiencias de colaboradores ilustres (el retrato de un director omnipotente y omniscente es el de un perfecto idiota, comentaría al respecto), y maduración, con títulos como 'Solo en la noche' (1946), 'El Fantasma y la señora Muir' (1947) o 'Carta a tres esposas' (1949), punto de inflexión gracias a los Oscar (Mejor Director y Guión) que se llevó: "Fue como si mi carrera comenzara en ese momento". Seguirían 'Odio entre hermanos' (1949) o la magistral 'Eva al desnudo' (1950), brutal disección de la ambición humana situada entre bambalinas teatrales.

Finalizado su rodaje vivió una complicada experiencia como presidente del Sindicato de Directores, cuando no estuvo de acuerdo con la obligatoriedad (propuesta por Cecil B. DeMille, decano de la organización) de que los asociados firmaran un juramento de lealtad anticomunista. "Como norteamericano, lucharé para mantener la distinción entre la autoridad gubernamental constituida y los intentos de cualquiera por usurparla". Dos meses de conversaciones más tarde, se firmó un comunicado (con adhesiones de John Huston, Billy Wilder o John Sturges) y se vivió una larga asamblea (la noche más dramática de mi vida, según Mankiewicz) estancada hasta que John Ford se presentó como director de westerns y se dirigió a DeMille: "Desde siempre te he conocido y respetado. Pero no me gustas y no me gustan tus ideas. Propongo que se devuelva la presidencia a este polaco y nos vayamos todos a casa a dormir".

Tras 'People Will Talk' (1951) y 'Operación Cicerón' (1952), abandonó la Fox y Los Ángeles, que detestaba, y montó una ópera, 'La Bohème', en Nueva York. Fue su única experiencia teatral: lo radiografió como nadie en la pantalla, pero no logró llevar su pasión a los escenarios. "Lo adoro, pero no tengo suficiente talento para ser autor teatral". El cine sí se lo permitía. Sin tocar una coma del texto de Shakespeare ("no conozco autores dramáticos más potentes que él"), 'Julio César' (1953) se convirtió en una de las mejores adaptaciones de sus textos jamás realizadas.

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DE LO PERSONAL A LO INFERNAL

'La Condesa Descalza' (1954) fue el primer film que produjo para sí mismo, su único guión original y su proyecto más personal: el personaje de Humphrey Bogart era su álter ego, y ahí volcaba experiencias y frustraciones. "No representaba mi desilusión respecto a Hollywood, sino mi conciencia de la realidad. Uno no puede encontrarse entre una banda de ladrones y extrañarse de su ausencia de virginidad..." Su tira y afloja con los estudios continuó con 'Ellos y ellas' (1955), su estupenda única incursión en el musical. Y sumó dos más a su lista de enfrentamientos con escritores: Graham Greene y Tennessee Williams (a los que adaptó en 'The Quiet American' y 'De repente... el último verano', donde recuperaba una de sus viejas pasiones, el psicoanálisis). Y ahí llegarían sus tres años de infierno egipcio: 'Cleopatra' (1963). Sustituyó a Rouben Mamoulian, apartado tras los incidentes que paralizaron el rodaje. Los problemas continuaron, los paparazzis acosaron al equipo por el affaire entre Liz Taylor y Richard Burton, el presupuesto se disparó y la frágil salud de la Taylor la llevó a las puertas de la muerte. Por si fuera poco, la dimisión del presidente de la Fox volvió a poner el estudio en manos de Darryl F. Zanuck, que mutiló la película a su antojo. "Fue una pesadilla de tres años. Rodarla fue un acto de prostitución plenamente asumido". Un proceso agotador que le dejó devastado física y psicológicamente y le hizo no hablar en público de 'Cleopatra' durante años.

Tres brillantes charadas cinematográficas le devolvieron la autoestima: 'Mujeres en Venecia' (1967), en la que se reencontró con su actor fetiche, Rex Harrison ("me crispa los nervios, pero estamos ligados por una relación de amor/odio fuerte"); 'El Día de los Tramposos' (1970) y 'La Huella' (1972): "Me fascina la idea del juego, el juego en el interior del juego, y el que jugamos tanto tiempo que el juego acaba jugando con nosotros". Mankiewicz flirteó con la ludopatía en su juventud. Por fin había encontrado la forma de jugar sin peligro. Tras eso, un adiós sin ruido: "Hollywood se ha convertido en un gran burdel donde se hacen las cosas más comerciales y espantosas que uno pueda imaginar. No sé si tengo cabida en esa industria". Como dijo Kirk Douglas, "demasiado intelectual".