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Educación

Descubra por qué el lenguaje es el juguete más divertido del mundo

Son tantas las palabras que ya no existen. Murieron de viejas.

Son tantas las palabras que ya no existen. Murieron de viejas.

Foto:123rf

Juan Gossain le cuenta las bromas que se pueden hacer y las locuras que puede armar con palabras.

Está lloviendo sobre Cartagena. Al otro lado de la calle se extiende la bahía, rodeada de edificios, pero desde mi ventana no se ve el mar porque la bruma ha cubierto el mundo. De repente siento que entra una bocanada de petricor que sube desde el suelo empapado. Petricor. Qué palabra tan bella y expresiva. Nació hace más de mil años. Pero ya nadie la usa. Ya ni siquiera figura en el diccionario de la Real Academia Española.
Para no seguirle dando vueltas al tema, déjenme decirles que petricor, de raíces griegas, es el aroma penetrante, mitad caliente y mitad frío, que produce el agua de lluvia cuando cae sobre suelo caliente bajo el sol. Es una vaharada que a mí me hace evocar con nostalgia los años de la infancia en San Bernardo del Viento.

El idioma castellano no está hecho para que algunos profesores perversos se dediquen a ponerles tareas interminables

Si ustedes supieran lo que uno puede entretenerse mientras juega con el lenguaje, con sus sorpresas y curiosidades, con las bromas que se pueden hacer, con las locuras que se pueden armar. Se me ha ido media vida diciendo que el idioma castellano no está hecho para que algunos profesores perversos se dediquen a ponerles tareas interminables y aburridas a los muchachos, sino para que se diviertan entre todos con los hallazgos más inesperados.

La sastra y el usitado

¿Ustedes me creerían si les digo que la palabra sastre tiene su femenino en las páginas del diccionario? Confieso que yo no lo sabía. Sastra se llama en castellano la mujer que tiene por oficio cortar y coser vestidos. También se le dice así a la esposa del sastre.
La palabra no es ninguna novedad, como que tiene más de quinientos años de existencia, pero los americanos, en vez de usarla, porque no la conocemos, hemos resuelto inventar varios sustitutos: modista, diseñadora, costurera. Los españoles, en cambio, la usan mucho, como puede verse en los créditos de sus películas y obras de teatro.
Son tantas las palabras que ya no existen. Murieron de viejas. Dales, Señor, el descanso eterno, y brille para ellas la luz perpetua. En los orígenes de nuestro idioma, cuando los frailes estaban inventando el lenguaje entre las sombras nocturnas del monasterio de San Millán de la Cogolla, la palabra deturpado se usaba para describir lo feo, manchado o deforme. Todavía aparece registrada.
Miren ustedes este fenómeno tan curioso: en muchos casos, para expresar la idea contraria de lo que significaba una palabra, bastó con anteponerle el prefijo in. Los ejemplos abundan: usitado era lo que ocurría con frecuencia, lo constante, lo permanente. Entonces se creó inusitado para designar lo contrario, lo excepcional, lo que es poco frecuente.
Lo mismo sucedió con sólito y su contrario, insólito. Lo curioso, vuelve y digo –es decir, lo insólito– es que con el paso de los años, nadie volvió a emplear la original sino su derivado. Ya nadie se acuerda de usitado ni de sólito.

El disfemismo

Todo el mundo sabe que un eufemismo es la manera suave y decorosa de expresar una idea. La forma delicada con un poco de disimulo y algo de rebuscamiento. En Sincelejo todavía recuerdan a un distinguido ganadero que se las daba de refinado y se refería a la leche llamándola “líquido perlático de la consorte del toro”.

Los colombianos estamos abusando de la delicadeza del pobre eufemismo para volverlo cínico y desvergonzado

El eufemismo perfecto es afirmar que alguien “pasó a mejor vida” en lugar de decir que murió. Hay otra expresión conmovedora en ese mismo territorio de la muerte: “jardín de paz” en lugar de cementerio.
Lo malo es que los colombianos estamos abusando de la delicadeza del pobre eufemismo para volverlo cínico y desvergonzado. Fíjense que a la corrupción ahora le dicen “sobresueldo” o “rebusque”. Hasta el idioma se nos está corrompiendo, convertido en cómplice de los delincuentes. Ay, caramba: se me estaba olvidando que ya no se llama “cómplice” sino “auxiliador”.
Muy bien: ya sabemos que existe el eufemismo en el lenguaje. Lo que no sabe la gente es que también existe la idea opuesta, que es el disfemismo, la forma de expresarse con la mayor brusquedad posible.
En ese sentido, “estiró la pata” es el disfemismo más común y grotesco para decir que alguien murió. Disfemismos famosos son “caja tonta” por televisor, “comida chatarra” por hamburguesa, “matasanos” por médico.

El pobre Fernandito…

Estaba yo como en tercero de bachillerato cuando escribí, para la clase de español y literatura, un cuento que decía más o menos así: Fernandito era un muchacho muy inquieto al que, un día, se le metió en la cabeza la peregrina idea de aprenderse de memoria el diccionario de la lengua castellana.
El juguete de las palabras es tan infinito y tan universal que puede mezclarse, incluso, en dos idiomas diferentes.

El juguete de las palabras es tan infinito y tan universal que puede mezclarse, incluso, en dos idiomas diferentes.

Foto:Ilustración: Samuel Castaño

Cuando Fernandito iba por la letra f ya se estaba volviendo loco. Cuando llegó a la m dormía con los ojos abiertos y hablaba a solas en los rincones. Pero cuando llegó a la p hizo uno de los descubrimientos más importantes de su vida: encontró el vocablo paronomasia, que es la similitud existente entre dos palabras que pueden confundirse, como ocurre con fósil y fusil, corbata y corbeta, fragata y fogata o con un catarro y una cotorra. Los escritores del Siglo de Oro –Cervantes y Quevedo entre ellos– llamaban agnominación a esa semejanza de las palabras.
Entonces fue la hecatombe. El acabose del pobre Fernandito. Se dedicó a buscar paronomasias en cuanto libro tropezaba, hasta que ya no pudo distinguir un ventrículo de un ventrílocuo, y creía sinceramente que una cañada era la mujer de su hermano y que una cuñada era una pequeña corriente de agua. Se le enredó el cabotaje con el sabotaje y sostenía tercamente que la disentería es el consultorio donde le arreglan los dientes a uno.

Ráfaga de autopistas

Entonces llegó la hora en que el pobre Fernandito no solo confundía las palabras, sino que se le dio por leer al revés, de derecha a izquierda, y su desgracia fue peor. Ya no supo si lo que decía en el texto de biología era lámina o animal. En el colmo del delirio, mezcló también las ideas implícitas en cada vocablo hasta creer que un plomero y un sicario son la misma cosa.
La idea de volverse loco le causó tanto terror que se dedicó a la bebida. Un día, mientras almorzaba pastas italianas, Fernandito pidió una garrafa de vino blanco. Luego otra y otra más. Al final acabó tomándose una ráfaga de garrafas. Metió la cara entre las manos. Se puso a llorar con profunda tristeza. Se dijo para sus adentros:
—Y pensar que, después de tantos sueños y tantas ilusiones, la única diferencia entre una autopista y un utopista es una mísera vocal.

La verdad sobre la W

No vayan a pensar ustedes que, en materia de lenguaje, solo las palabras tienen vida propia y su ángulo divertido. Hasta las propias letras lo tienen. Y no hay que olvidar que las letras son el principio de todo.
Vean este ejemplo: de veintisiete letras que tiene el alfabeto castellano, hay seis que, si están escritas en mayúsculas, se leen igual con la cabeza para arriba o para abajo: H, I, O, S, X y Z. Y solo dos de ellas son consecutivas en el orden del abecedario, la H y la I. Son vecinas.
La W es cuento aparte. Su origen está en los antiguos pueblos germánicos. No solo es extraña a nuestro idioma, en el que se usa poco, sino que, además, tiene una trágica historia de amor y dolor. Después de muchos años, por fin pude establecer la verdad.
Resulta que, en sus comienzos, la W era simplemente una M normal que tenía amores con una I que había sido modelo. Una relación tempestuosa porque la I, vanidosa como ha sido siempre por su delgadez, se burlaba de ella, la llamaba gorda, ancha, abierta de piernas. Hasta que, un día, la M descubrió que la I le ponía los cuernos con una Ñ aristócrata, orgullosa de su abolengo, que se la pasaba pregonando que ella es la única letra que el castellano ha aportado a la vida humana.
Abatida por la decepción, la pobre M resolvió suicidarse lanzándose a la calle desde la azotea del mismo edificio en el que, por macabra coincidencia, sesionaba la Academia de la Lengua. Cayó de cabeza sobre el pavimento, y vean ustedes como quedó, con las patas para arriba.

El perro chino

Ya no me queda duda: a mí me persigue el destino. Mientras estoy acabando de escribir esta crónica, voy al supermercado de la esquina a comprar una leche que me encargó mi mujer. Hago fila en la caja registradora. Entonces veo, al lado de la caja, un perrito de felpa, color café, con cara sonriente.
El perro lleva, colgado del cuello, un cartelito que dice: “Utilice bajo la supervisión de un adulto hecho en China”. Pensé comprárselo a mi nieta, pero dónde consigo yo un adulto hecho en China. (Miren ustedes la enorme importancia de un mísero puntico).
Falta tanto por decir sobre la diversión del lenguaje que un día de estos volveremos a hablar del tema. No se imaginan ustedes lo que le ocurrió al gran Ptolomeo por andar con ese nombre. Ni la historia fascinante de las palabras más feas, más bellas, más largas, más cortas, más extrañas del idioma español.

Epílogo

El juguete de las palabras es tan infinito y tan universal que puede mezclarse, incluso, en dos idiomas diferentes. Les voy a poner un ejemplo. Uno solo. Hay dos actrices, la una de cine y la otra de televisión, que pertenecen a la misma familia sin saberlo. Fui yo, en mis ratos de ocio dedicados al estudio de la genealogía universal, quien descubrió su parentesco.
La una es colombiana y la otra, estadounidense. Sus abuelos comunes fueron hoteleros, como lo demuestran sus apellidos. Son Fabiola Posada y Jane Fonda.
Lo cual me indica, ahora que caigo en la cuenta, que ni yo mismo me escapo de esa sentencia: con la edad que tengo, y lo desgastado que estoy, ya no debería llamarme Gossa-in sino Gossa-out 
JUAN GOSSAÍN
Especial para EL TIEMPO
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