Para comenzar estas breves disquisiciones voy a intentar una aproximación a la definición de lo que entiendo por «aforismo»: es una pequeña cápsula de verdad enunciada con pocas palabras a modo de telegrama que evita a toda costa el derroche verbal y tiende a economizar el mayor número de palabras en la confección de una idea artística, literaria o filosófica. Ejemplo de ello pudiera ser este aforismo de mi propia cosecha: Es en la sentencia donde el aforismo es dios. Confieso, no sin un dejo de rubor un leve y sutil eco cioraniano en esta sentencia aforística.

El aforismo sirve a los fines de formular un anatema, un apotegma, una sentencia o una máxima, tal como solían hacerlo los filósofos griegos antiguos presocráticos; caso de Heráclito de Efeso, también llamado «el Oscuro» por el carácter denso, hermético y complejo de sus frases. O de Pirronne, o el de Antístenes, el de las expresiones lapidarias y apotegmáticas. En la tradición escritural de Occidente son harto conocidas las máximas del filósofo, pensador y emperador Marco Aurelio. Sus aforismos al modo de libro de horas pueden ser llevados en el bolsillo y leídas en el tranvía o en la sala de espera de una terminal de viajes. Las máximas de Chanfort o las de La Rochefaucauld son modelos paradigmáticos de aforismos perfectos o si me viera en la encrucijada de admitirlo, cási perfectos.

Schopenhauer, Nietszche o Cioran cultivaron el aforismo como estilo literario o filosófico llevándolo a cumbres de excelencia insuperables y convirtiendo a sus autores en auténticos maestros del arte de la sentencia breve y el apotegma, situándolos en umbrales del cénit e insuperabilidad.

En Venezuela resalta como una atalaya de prosa aforística la del insigne e inmarcesible poeta cumanés José Antonio Ramos Sucre quien legó a la posteridad un manojo de aforismos fulminantes y definitivos reunidos en un pequeño compendio de sentencias y máximas sugerentemente rotuladas con el título de «GRANIZADA» originalmente publicadas entre 1927 y 1929 en la revista Élite y el diario El Universal.

Existen escritores, -sí que los hay- que emborronan cincuenta y más páginas con el sólo propósito de cernir y extraer del fárrago o de la plétora verbal y expresiva un aforismo tan sui generis  y único que de otra manera requerirían decenas de folios con menudas y minuciosas sistematizaciones filosoficantes.

Entre el aforismo y el poema no necesariamente existen marcadas diferencias formales; de hecho hay magníficos y magistrales aforismos poéticos que dan cuenta de ello. No obstante, en tanto el aforismo está al servicio de una idea bien sea literaria o filosófica, el poema se escribe igualmente con palabras pero se sirve de imágenes, tropos y metáforas para edificar un mundo sensorio-cognitivo que pudiera eventualmente postular una realidad profundamente subjetiva e imagenológica radicalmente otra en relación al discurso logocrático racionalista y tecno-cientificista. El poema no ostenta pretensión alguna de pontificación de una verdad única y axiomática, total e irrebatible; antes por el contrario, en el poema coexisten en armoniosa contradicción no antagónica la verdad -si la hubiere, por supuesto- relativa y la relativización de la verdad en una realidad verbal plurivalente no susceptible de ser sometida a dominios semánticos unívocos o dogma alguno.

Después de todo entre ambos (poema y aforismo) existe una tenue e imperceptible frontera mediada por una cuestión de estilo que, más allá de cualquier quiproquo (malentendido) es el meollo del hombre como realidad temperamental y estilística. El hombre con sus falencias y asertividades, con sus albas u sus ocasos. En otro momento intentaremos explorar la posibilidades y límites onto-linguísticos  del poema y el aforismo.


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