Uno piensa que no hay democracia más vieja, arrugada, atrofiada y desdeñada que la ajena, hasta que se mira el ombligo y percibe un ligero tufillo a autoritarismo. Que los ladrones reales se van de rositas. Que las leyes son fáciles de manipular cuando los ojos miran a los despachos. Que hablar en voz alta cada vez sale más caro. No es agradable darse cuenta que nos la cuelan con pan y queso, ver que no somos mejores, solo una patética extensión del mal que percibimos en los demás. Por eso sorprende con qué facilidad una se ríe de su propia desgracia viendo Las aves de la compañía La Calòrica, una obra ácida, satírica hasta los topes y tremendamente política que ahonda en el auge de los populismos a partir de una premisa absurda: ¿qué pasaría si los humanos sometieran a todas las aves, se hicieran sus mandatarios y quisieran construir una ciudad sobre las mismísimas nubes?

En realidad, se trata de un espectáculo reciclado que se estrenó nada más y nada menos que el 414 a.C. Escrita por el comediógrafo griego Aristófanes, la historia originaria explica las peripecias de dos atenienses de bien que abandonan el mundo de los humanos y convencen a los pájaros de crear una nueva civilización. Todo cobra más sentido en nuestra realidad si cambiamos a los pájaros por personas vulnerables de dejarse manipular en pro de un futuro mejor. Una comedia que el dramaturgo Joan Yago ha adaptado a nuestra contemporaneidad para denunciar la gravedad de la extrema derecha que asola Europa, la crisis de los inmigrantes, la explotación laboral, la esclavitud o la ausencia absoluta de derechos humanos en gran parte del globo terráqueo. Una radiografía del mundo que conocemos que encaja en casi todas las cotillas temporales por su aplastante carga de verdad.

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Las aves se estrenó en 2018 y ahora puede verse en el Teatre Poliorama hasta el 21 de febrero.

Ya la estrenaron en 2018, cuando esta compañía de amigos (casi) recién salidos del Institut del Teatre saborearon por primera vez el éxito y el aplauso homogéneo de la crítica. Y es que, seguramente, con Las aves acabaron de plantar la semilla de ese humor negro y corrosivo tan suyo que desemboca en todos sus espectáculos y que acaba convirtiendo las carcajadas del populacho en acidez de estómago. Por eso la han vuelto a programar en el Teatre Poliorama durante 6 semanas, con sesiones únicas los lunes y los martes hasta el 21 de febrero, y dirigida —como siempre— por Israel Solà. Lo hacen de empalme tras la reprogramación de su particular De què parlem mentre no parlem de tota aquesta merda (2021), quizás ahora —de momento— ya su obra cúspide, una metáfora igualmente mordiente sobre los peligrosos intríngulis de la emergencia climática que se ha convertido en una de las más perspicaces críticas al sistema que se recuerdan en el teatro. Un desfile de contradicciones que, lejos de aleccionar a nadie, pretende que dejemos de hacernos trampas al solitario y de atrasar la conversación sobre el mal climático.

Dan una sacudida a nuestras espaldas para que espabilemos; esta es la fuerza de La Calòrica y también la del teatro, siempre el querido teatro para reivindicar verdades como puños

Porque los miembros de La Calòrica no se andan con chiquitas. Si en su vida personal tienen pelos en la lengua, al subir al escenario se los arrancan sin contemplaciones. Hablan de lo que importa. Ponen sobre la mesa lo que preocupa, con una más que avispada conciencia de clase, feminista, antirracista, con la diversidad y las ganas de proyectar mejoras por bandera. Y todos cumplen con su papel en mayúsculas. Xavi Francés, Aitor Galisteo-Rocher, Esther López y Marc Rius lo bordan en sus variopintos perfiles de trajes y plumas, soeces y ordinarios pero siempre cayendo en gracia. Son un engranaje que se conoce y se complementa sin fisuras, aunque tengo que decir que, por momentos y para quien ya haya podido disfrutar de alguna de las obras de la compañía, se echa de menos la presencia de Júlia Truyol para darle (todavía) un aire más polifacético a todo el cotarro. Todos ellos pueden decir lícitamente que fracasan constantemente en su intento de ser héroes, pero durante sus proyecciones son como duendecitos diciéndonos a los mortales cómo están las cosas del vivir: con premeditación y alevosía, dan una sacudida a nuestras espaldas para que espabilemos, para que abramos los ojos, para que dejemos de conformarnos con un mundo que no nos gusta. Esta es la fuerza de La Calòrica y también la del teatro, siempre el querido teatro para reivindicar verdades como puños.