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Miércoles 15/05/2013. Actualizado 11:13h.

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B@LEÓPOLIS | Nueva ciencia

Lustrach, el alquimista real

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Sus fiestas fueron conocidas más allá de su propio reino. Así que cuando Juan I de Aragón trasladó su corte a Mallorca, el castillo de Bellver se convirtió en escenario de danzas, recitales de poesía y conciertos. Fue entonces cuando Jaume Lustrach entró en escena. Un alquimista contratado para fabricar oro y garantizar la financiación después de haber acabado con todos los préstamos posibles.

La vida de Lustrach es un completo misterio antes y después de su paso por la Isla. Llegó en 1395 contratado por Juan I, el mismo año en que el rey decidió trasladar la corte a Mallorca para huir de la peste que asolaba la Península. El objetivo era conseguir tanto oro como para convertirse en una suerte de cajero automático. Ya había agotado los créditos de los banqueros venecianos. El monarca impuso una fecha máxima: la fiesta de San Miguel, el 29 de septiembre. Pero también cedió un espacio al alquimista occitano: una pequeña vivienda en lo más alto de la Torre del Ángel, en La Almudaina. Allí se alojó con otros cuatro ayudantes y el séquito de guardias dispuesto para su servicio.

La alquimia fusionaba conocimientos astrológicos, conceptos egipcios y, como explica el investigador Antonio Contreras en Astrología, alquimia y medicina en la Mallorca medieval, los principios filosóficos de Aristóteles. Se creía que existía una asociación entre los metales y los astros y planetas. Así, la Luna era la plata; el Sol, el oro; y Marte, el hierro.

La finalidad de los alquimistas era descubrir la piedra filosofal que convirtiera el plomo en oro o plata. Proceso factible si, como argumentaban, todos los metales se componían de los mismos elementos básicos, aunque en diversas proporciones. La clave estaba, pues, en recombinarlos de la forma adecuada.

«La alquimia es un proceso espiritual donde la materia es sólo una representación. La pretensión no era hacer algo químico, sino que simbolizaba la purificación del alma», asegura el profesor titular de Química Inorgánica de la UIB, Ángel Terron.

Pero los resultados no llegaban y Juan I comenzaba a impacientarse. El primer paso fue retirar parte de la guardia que protegía al occitano con la intención de reducir gastos. Pero en mayo de 1396, el rey fallecía en un accidente de caza en Cataluña. Sin descendencia masculina, el trono fue a parar a su hermano Martín I.

Lustrach seguía trabajando en su taller hasta que, el lógico descontrol de la transición entre monarcas, le llevó a reclamar varios salarios atrasados. Fue aquella reclamación, sin embargo, la que haría que Martín I ordenara investigar a aquel personaje y a su cortejo particular.

Aquella posibilidad de conseguir oro con el que sostener su reinado le llevó a mantener el contrato con el alquimista. Las cartas y documentos conservados aseguran que en 1398 seguía trabajando en la Torre del Ángel. Pero su paciencia se agotó muy pronto. Sobre todo después de unos informes que aseguraban que todo lo referente a Lustrach era engaño. No sólo la falta de resultados en su laboratorio, sino también su trabajo teórico.

Se trataba de una obra sobre la piedra filosofal, que había continuado en Mallorca por petición de Juan I de Aragón. Volumen del que los informes afirmaban que había sido «todo vanidad mezclada con gran temeridad, que en buena razón sería digna de ejemplar castigo». Y así fue.

El cambio de siglo marcó su final. En 1400 el nuevo rey escribía al procurador del Reino de Mallorca para que retirara su manutención y que lo enviara, bien custodiado, a la cárcel del Veguer de Barcelona.

Sin embargo, Martín I no contaba con los valedores que el alquimista tenía en la Corte. Entre ellos, su propia esposa: María de Luna. Fue ella quien intercedió por el alquimista hasta conseguir que le dejaran en libertad. La historia de Lustrach había sido, según Contreras, el tercer y último testimonio de la alquimia en Mallorca. Lo único que quedó de sus experimentos fue aquel estudio, tal vez incompleto, Obra de la pera filosofical. [sic] Harían falta dos siglos más para que la alquimia dejara algún poso en la ciencia que llegaría después. «Hablar de química antes del siglo XVIII es algo arriesgado. Nacería cuando los alquimistas dejaron de ser tan espirituales para centrarse en la práctica. Paracelso estaba ya a medio camino», sostiene Terron. En sus laboratorios había ya algo de aquel caldo de cultivo científico.

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