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TRIBUNA

Endechas galaicas

lunes 19 de febrero de 2024, 19:16h

La endecha es un poema de tipo lamentoso que, sin alcanzar el desgarrado quebranto de la elegía, a punto está de frisar el sollozo de la nenia; digamos que es una queja morriñenta, a lo gallego; o cuanto viene a ser lo mismo, una pena con retranca dentro. Solo que para captar su escondida guasa, se debe permanecer avizor; de lo contrario, se disuelve entre los padecimientos como se borran las figuras allá, entre la bruma húmeda y el goteo monótono del orvallo. En fin; un fatalismo irónico macerado en una remota resignación comunal, que ha germinado humoristas muy peculiares en nuestra lengua; todos ajenos a la estruendosa carcajada, mientras nos suspenden en una continua sonrisa, como Wenceslao Fernández Flórez o Julio Camba, o los posteriores Cunqueiro y Torrente Ballester. Costal aparte son Valle-Inclán y Cela, pues aun conociendo y practicando esta singular eutrapelia, como dijo Azorín del primero, se atracaron de España, y su escritura se aquerenció por el sarcasmo bronco de la taberna y el achulapado requiebro castizo.

Les expongo todo esto porque hace unos días, la Casa de Galicia en Madrid convocó unos coloquios, conmemorando los cinco lustros de su fallecimiento, sobre don Gonzalo Torrente Ballester. No pude asistir y es lástima; pero ante la invitación le rendí sentido y silencioso homenaje por los muy simpáticos momentos que siempre me procuró su novelística y aun sus artículos, no tanto su teatro; supongo que para no desviarme del común por más que sepa cuánto le incomodaba este despego general. Aunque lo mollar de Torrente y de su amigo y paisano Cunqueiro, y por supuesto, de Joan Perucho, es su cultivo de un género inconjugable ya no digo con la secular prosa castellana, tan áspera y pegada a la costra de lo presente, sino con la natural causticidad de su lengua, donde cuesta un imperio concebir los ingeniosos volatines que fueron capaces de plasmar. Quizá, por eso, tanto Cunqueiro como Perucho prefirieron expresarse más abundantemente en gallego y en catalán, donde el marco fonético —más que el semántico— procura mejor acomodo a sus inverosímiles criaturas. En cambio; don Gonzalo, practicando esa misma narrativa quijotescamente fantástica; es decir, más fantasiosa que prodigiosa, más mitigadamente socarrona que deslumbrantemente sobrecogedora, siempre relató en español. Y eso, emprender una ficción con una lengua adversa y que no le crujan las cuadernas al relato, como en Don Juan (1963), o en Saga fuga de J. B. (1972), o en Fragmentos de apocalipsis (1977), al menos para mí, resulta de enorme mérito.

Se me argüirá que Úslar Pietri ya había acotado el realismo mágico, cuyo nacimiento escuchó, allá por finales de los años veinte, tarde tras tarde, en un café de París, a Miguel Ángel Asturias murmurando, una y otra vez, pasajes de El Señor Presidente (1946), cuando esta concepción narrativa tanteaba sin encontrar el cuajo que, en 1949, el guatemalteco le otorgará con Hombres de maíz o Alejo Carpentier con El reino de este mundo. Pero los caribeños traían sus oídos colmados de santerías de negros y de salmodias de indios, y su castellano poseía ecos de selvas intrincadas, donde su adustez la habían podrido los huracanes y el fragoroso arribo de los bucaneros. Y claro, no es el caso ni de Torrente, ni de Cunqueiro, ni de Perucho, como tampoco sus invenciones presentan esa raigambre telúrica, sino son más cercanas al intelectual tirabuzón de los bonaerenses Mujica Láinez o Borges. Aunque si los argentinos ansiaban con sus ejercicios literarios apropiarse de la gran cultura europea, los peninsulares, y en especial, el par de gallegos, no lo precisaban; les bastaba con palpar las ruinas mohosas o entrar en iglesias saturadas de incienso para encontrar el argumento en los jocosos intersticios de la vetusta tradición.

Don Gonzalo aún fue más allá y nos legó el “narrador poco fiable”, una vuelta de tuerca novelística demasiado arriesgada para que, en cualquier otra mano, sin el poso de la endecha galaica con su santa compaña empapada de lluvia hasta los tuétanos y los meigallos rosmados contra el lar, encontrase acierto. De modo que uno acaba leyendo esas y otras de sus novelas, sin creerse absolutamente nada —un contradiós para la preceptiva del género— de cuanto sucede —o sea; consciente de que le están tomando el pelo—, y sin embargo, persevera mecido por su humorismo hasta el punto final, y aun se queda con ganas de más. Yo mismo, asombrado por la sutil martingala, le rendí pleitesía en mi novela Un crimen de Estado (2017), aunque de manera más descarada; distante, pues, de aquella imperceptible persuasión gallega con que lo manejaba Torrente Ballester.

Y cuanto he dicho no empece su dominio del recio realismo hispánico como es palmario en Los gozos y las sombras (1957-62) o en Off-side (1969) o en los guiones para Nieves Conde, en especial Surcos (1951); si bien el mismo Torrente protestase en alguna ocasión que este procedimiento había acabado hastiándole, por más que, hoy, estas tres obras citadas nos resulten extraordinarias para penetrar algunos ámbitos de nuestra historia.

Solo un consejo como cierre: si alguna tarde los vence la murria y el sopor se les torna plomizo, les recomiendo como remedio infalible su segunda novela: El golpe de Estado de Guadalupe Limón (1943); título que debió parecer no solo irreverente sino hasta irritante en aquella desmalazada España campamental, aun cuando su hilarante trapisonda permanezca hoy venturosamente impecable para nuestro disfrute.

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