Image: El esnobismo nacional

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Opinión

El esnobismo nacional

Areílza era un esnob que iba de conde sin serlo, que iba de liberal habiendo sido alcalde falangista de Bilbao y que iba de rico sin serlo tampoco demasiado

9 enero, 2003 01:00

José María de Areílza, por Ulises

España no es un país de esnobs ni de esnobismos, por la natural austeridad de los españoles o por la antinaturalidad ascética de nuestra enseñanza. De un escolar de las Escuelas Pías difícilmente puede salir un esnob, por mucho que le refine la vida, aparte de quien la vida tenderá más bien a tundirle a palos que a refinarle en las sastrerías.

Que uno recuerde, cierto esnobismo tuvo el Conde de Romanones sabiendo llevar su cojera, sabiendo llevar España y sabiendo llevar su cinismo de cojo. Siglos más tarde, tenemos el esnob auténtico en Don Ramón Serrano Súñer, que viste su esnobismo de uniforme nazi y quisiera ser un Hitler templado o un Franco sin barriga. Para todo estaba dotado Don Ramón, que vive aún, nonagenario, cuando esto escribo, incluso para aquel fascismo latino que soñó montar con Italia, España, Portugal y Eugenio Montes cuando cayó Mussolini. Don Ramón eran tan ambicioso como recatado, y si tuvo familia fuera de la familia esto hay que disculpárselo porque fue una bella excrecencia de su fluir natural, una mejora de la raza, de la especie, de la inteligencia y de la mujer. Gracias a eso pudimos mirar sus ojos claros en los ojos femeninos y pudimos discutir de política dulcemente, cosa que no suelen hacer los enamorados.

Areílza era un esnob que iba de conde sin serlo, que iba de liberal habiendo sido alcalde falangista de Bilbao y que iba de rico sin serlo tampoco demasiado

Después de Don Ramón, recuerdo a José María de Areílza, que se hacía llamar Motrico, cuando Motrico era su mujer, o sea la condesa. Areílza siempre fue condescendiente conmigo y me llevaba a almorzar al Príncipe de Viana, en la Castellana, sitio de mucho apartamiento. Yo le elogiaba la calidad de los trajes y él se disculpaba:
-Éste es de hace muchos años, pero yo los trajes los cuido bien y me duran.

La lubina dos salsas yo no sé si la cuidaba tanto, pero estaba buenísima.

Motrico era un esnob que iba de conde sin serlo, que iba de liberal habiendo sido alcalde falangista de Bilbao y que iba de rico sin serlo tampoco demasiado. Las fiestas en su chalet eran animadas y protocolarias al mismo tiempo. Allí lucían mucho los Garrigues y, la tarde en que Areílza iba a ser proclamado presidente del Gobierno, muerto Franco y potenciado Carrero Blanco a los cielos jesuítas, bebimos y comimos por lo fino, pero de pronto vino la noticia de los palacios reales:
-Que ha salido Suárez.

Suárez, un hortera, un chico que había llevado maletas en la estación de ávila por un duro, era elegido por el rey como más adecuado para sus planes aventureros de democratizar España. Fernández Miranda, ni esnob ni nada, había cerrado con saldo favorable su operación. En el chalet de los Motrico los libros de Santa Teresa se caían solos de los estantes y el champán de las botellas se disipaba en el cielo atardecido.

Areílza había sido embajador en Buenos Aires y tuvo que aguantar a la Perona:
-Señora, tenemos esperando al embajador de España.
-Que pase el siguiente y el embajador que se vaya a la mierda.

Areílza había oído la frase y dejó una nota: “El embajador se marcha y la mierda queda para usted”.

Un día me citó en el bar del Miguel Ángel para hablar de mi tan debatida Academia. Le dije que sí a todo por amistad, pero no me creía nada. Me presentaron Cela y Delibes y naturalmente no salí. La cosa me dejó indiferente, porque había un debate político de mucha más actualidad, pero mis enemigos y odiadores profesionales aprovecharon para montar y prolongar el pollo. Una dejación estúpida por mi parte. De Areílza nunca volví a saber. Se sentía culpable de algo. Los esnobs, que siempre van más lejos de donde pueden, suelen hacerte estas cosas. Anson me decía que Areílza no me había votado. Y Calvo Sotelo, por celos, tampoco. Y qué coños me importaba a mí aquel trapicheo de señoritos.

Romanones y Areílza. El tercer esnob que recojo en este capítulo, tras haber glosado a don Alfonso XIII, es Millán Astray, que apuntalaba su gloria en sus carencias, tuerto y manco, y era como un Garibaldi de derechas cruzado de Lawrence de Arabia, un legionario que creía en Franco y pensó que eso le autorizaba para matar a Unamuno. Doña Carmen Polo, que era una santa con buenas tiendas en Madrid, sacó a Millán Astray del infierno de los asesinos y del paraíso de los esnobs. Seguro que Millán Astray no supo entenderlo.