El alcornocal de Valdegalindo

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Paraje de alcornoques en Foncastín.

Como los mejores caldos de su zona, el alcornocal de Foncastín, junto a Rueda, sólo se descorcha cada diez años, dejando al desnudo el intenso carmesí de su tronco vináceo. El camino desde la autovía hasta el mirador del Zapardiel discurre entre cascajares de viñedo y algunas motas de pinar. En el cotarro que protege al pueblo de los vientos hay una bodega monumental, con un cañón de casi un kilómetro, del que sale una sisa de trescientos metros, pero está abandonada. Fue del marqués de las Conquistas, el descendiente de Pizarro que vendió estas tierras a los cepedanos. Porque el antiguo coto de Foncastín alberga desde hace medio siglo, en un pueblo blanco de diseño geométrico, a los leoneses de Oliegos, transterrados por el embalse de Villameca.  

El caserío comparte la solana con las viejas corralizas de la finca agrícola. Fue uno de los primeros poblados de colonización agraria y a pesar de todo llegó seis años tarde. Su autor, el arquitecto Jesús Ayuso Tejerizo, tenía la experiencia de haber intervenido en las trazas de la granja escuela de Valladolid y después se incorporó al equipo del Instituto de Colonización. Su actuación en Foncastín revela el propósito de urbanización del mundo rural que guió los pasos de aquel Instituto y responde a la fórmula de combinar una cierta vanguardia arquitectónica con las dosis suficientes de pintoresquismo.  

Un bosque para el descorche. Los accesos al bosque se suceden en la carretera VA-8901, que une Foncastín con la autovía. El más directo se encuentra a la entrada del pueblo, a la derecha, y bordea una zona de viñedos. Los alcornoques de Foncastín, en el límite del término municipal de Rueda con Tordesillas, dominan con su porte vetusto un bosque mestizo de encinas y pinos piñoneros. A su alrededor prosperan las vaguadas de cereal y los viñedos bien ordenados de la Denominación de Origen Rueda. Desde Foncastín, lo atraviesa una cañada que se prolonga hasta Tordesillas, donde desemboca en la encrucijada de las antiguas nacionales VI y 620.

La presencia de los alcornoques ya resalta en la antesala del bosque. Su arboladura, más crecida que los pinos y encinas que los arropan en Valdegalindo, les hace destacar enseguida. La hoja perenne es similar a la de la encina, aunque abarquillada y con los nervios muy marcados. Cada dos o tres años cría unas bellotas grandes y sustanciosas, muy codiciadas por las palomas. Por su porte (en una década alcanza entre tres y seis metros de altura), suelen elegirlo las aves rapaces para anidar. La cañada recorre el interior del bosque de Valdegalindo, que también tiene bien marcados sus caminos perimetrales. Su senda permite el paseo demorado por el interior del bosque, la búsqueda de los ejemplares más añosos y el cálculo tranquilo de la secuencia de sus mondas.  

La tradición de los corcheros. El aspecto actual de los alcornoques ha mitigado el resplandor rojizo de su desnudez con el tono grisáceo de la raspa, que es la primera envoltura del corcho. El descorche se practica en los árboles que han cumplido el cuarto de siglo y presentan un tronco con más de medio metro de cintura. En alcornocales sin mezcla con otras especies, el rendimiento puede alcanzar las nueve toneladas de corcho por hectárea. El nombre latino del alcornoque es suber, que da origen al topónimo Sobrón y a la subericultura, que es la técnica forestal dedicada a su aprovechamiento. Porque no todos los descorches valen para lo mismo.

El primer corcho, que es el que se utilizaba para construir belenes y flotadores de pesca, apenas sirve para aglomerado, como aislante térmico. Las mondas sucesivas se destinan a usos más sutiles, como la conservación de los vinos. Aunque ya Plinio describe al corcho como eficaz tapón de las vasijas, parece que fue el monje francés Dom Perignon quien demostró la bondad de su uso para conservar las esencias del vino. En su caso, de los acreditados espumosos que dan pedigrí al champán. Luego, se fue extendiendo a las botellas de vino envejecido, porque ningún otro cierre garantiza como el corcho su maduración.

No es casual la presencia de este bosque de alcornoques en el corazón de una de las zonas vinícolas con más caché de Castilla y León. Antes de su deriva reciente hacia los blancos, la Tierra de Medina, que se extiende desde La Seca y Serrada o Matapozuelos hasta Alaejos y Nava del Rey, fue productora de unos tintos que jalearon los clásicos y regaron las más exigentes mesas de las cortes europeas.