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05 de mayo de 2024

Libros clásicos

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El Debate de las Ideas

Relecturas

Solo reconoceré que me agradaron los ramalazos cómicos, que no recordaba, y en especial la chocarrería de los sepultureros. Lo que sí me afectó, lo que me consternó incluso, fue toparme con las huellas del lector que fui

El otro día me hice trizas el menisco interno de la rodilla izquierda, y yo ya sabía que algo así me iba a pasar. Llevaba semanas con los humores descompensados, la sangre espumosa, el corazón loco y los pulmones olvidándose a menudo de cómo era eso de respirar. El origen del problema, bien lo sé, estaba en el alma y en esa manera suya de aborrascarse por motivos que no siempre se dejan dilucidar. Lograba mantenerme a base de vaciar tazas de café, llenar ceniceros y tirar para adelante; pero era cuestión de tiempo que el cuerpo, donde tantas veces se convierten en terremotos los temblores del alma, reventara de algún modo. Lo hizo el domingo, jugando con mis hijos al fútbol, tras rematar un centro que estrellé en el larguero. En cuanto apoyé, noté el inconfundible desgarro. Ea: había vuelto a quedarme cojo.
La primera noche después de la operación me la pasé en vela, buscando sin cesar nuevas posturas para descubrir que cada una resultaba peor que la anterior. Los dolores se espabilan a esas horas, como los murciélagos, por eso nunca se está tan enfermo como de madrugada. Así, en cuanto vi sobre la fachada del vecino que el cielo clareaba, decidí reforzar el tratamiento por la vía de la automedicación. Escudriñé los remanentes del último cólico nefrítico de Matilde hasta dar con mi amigo, mi hermano, el tramadol, el más civilizado de la tormentosa familia de los opioides. Me embaulé la pastilla, la rubriqué con un cigarro y, al poco, me embargó una ola de conformidad beatífica. Ahora sí estaba el tío como Dios manda. Mejorado, casi optimista, decidí consagrar el obligado reposo a la lectura, pues, a diferencia de Mallarmé, yo no he leído ni de lejos todos los libros; tampoco creo que, habiendo tramadol, la carne sea triste.
Antes de nada terminé un par de libros que tenía a medias. Primero, un ensayo de Marina Warner sobre los cuentos de hadas que podría haberme ahorrado; no puedo decir que sea malo, pero está constituido por una serie de datos wikipédicos y un ramillete de intuiciones al alcance casi de cualquier entendimiento. Segundo, un librito, apenas unas notas de Alessandro Baricco que Anagrama ha publicado con el título de La vía de la narración. De este último saqué algunos apuntes interesantes sobre los conceptos de historia, trama y estilo, algunas sugerencias controvertidas sobre el trabajo de Christopher Vogler y, por encima de todo, la certeza meridiana de lo muy encantado que está el autor italiano de haberse conocido. Mira que son unas cuantas líneas, pero el estupendismo le chorrea hasta por los espacios en blanco. De hecho, estoy seguro de que, desde el día en que Baricco tomó conciencia de sí, el resto de personas no ha hecho otra cosa que decepcionarle.
Luego acometí la reciente Maniac, del chileno Benjamín Labatut, cuya sustancia principal es una biografía del matemático húngaro John von Neumann. Aunque solo sea para constatar que, en palabras del protagonista, «para el progreso no hay cura», la obra merece la pena. Y si llegué a Maniac fue porque me había deslumbrado el libro anterior de Labatut, Un verdor terrible. Como es natural, como siempre sucede para frustración de los juntaletras, me gustó más el primero, sobre todo porque el segundo se parecía al primero pero sin serlo. Resulta inevitable. Descubres a alguien y, de repente, algo en su prosa te fascina. Es un momento mágico, de una maravillosa ingenuidad, parecido a un flechazo veraniego. Pero después llegan sus otros libros, otros veranos, y pasas las páginas procurando en vano repetir aquel primer deslumbramiento.
Y lo peor que se puede hacer en semejante tesitura es precisamente lo que yo hice: volver al lugar del milagro con la esperanza de encontrarlo aún allí, dispuesto a producirse de nuevo. Rescaté Un verdor terrible de la biblioteca y… aún estaba bien, aunque no tanto como la vez anterior. Lo que entonces me había parecido genial, ahora me resultaba admirable, que no es exactamente lo mismo. Pocos de los fragmentos que subrayé hace un par de años merecieron ser refrendados en la relectura. El libro era el mismo, no así el lector, y donde en su día caí de hinojos, ahora percibía, con un punto de desencanto, la técnica, el mecanismo de unos engranajes, eso sí, bien engrasados. En esta segunda lectura, la obra había perdido esa unidad orgánica e impenetrable que nos hace admitir que nos hallamos ante algo enorme y misterioso, ante una verdadera creación. Y puede que ahí se encuentre la diferencia entre un buen libro y una obra maestra: la segunda siempre sorprende porque, cuando volvemos a ella, nos da la impresión de que ha ido creciendo a nuestras espaldas.
Para comprobarlo, decidí enfrentarme a alguna vaca sagrada. Aprovechando que en un club de lectura habíamos comentado una de las novelas de Maggie O´Farrell, la que especula con la posibilidad de que la muerte del hijo de Shakespeare inspirara su gran tragedia, opté por Hamlet. Lo leí con quince añitos, cuando, cegado por el resplandor de la Literatura, me dio por engullir obras clásicas sin entender gran cosa; supongo que la idea era que, al menos con el roce, se me pegara algo. Después no había vuelto al texto, tal vez por la empachera o porque, lo admito, Shakespeare me interesa principalmente porque estaría muy feo que no lo hiciera. El ejemplar se lo robé en su día a mi madre, quien, como madre que es, se deja robar. Editorial: Edaf. Año de publicación: 1973. Traducción a cargo de Leandro Fernández de Moratín con remiendos de Menéndez Pelayo.
Nada puedo decir sobre Hamlet que no se haya dicho ya. Solo reconoceré que me agradaron los ramalazos cómicos, que no recordaba, y en especial la chocarrería de los sepultureros. Lo que sí me afectó, lo que me consternó incluso, fue toparme con las huellas del lector que fui. Resultaba palpable el apabullamiento de aquel imberbe ante los aludes sintácticos que prorrumpían desde la boca de cada uno de los personajes. Su única defensa era subrayar las palabras que desconocía, y subrayaba sin pudor: conturbar, acopio, himeneo, epítome, adusto, graznador, taciturno, enjuto, espurio, pérfida, desaferrar, plétora… Fue conmovedor pensarme espigando esos términos tan hermosos como oscuros, buscándolos luego en el diccionario, apuntándolos, por último, en una libretita. ¿Qué pensaría aquel chaval que iba a hacer con todas esas palabras? Y una pregunta más triste aun: ahora que conozco sus significados, ¿qué estoy haciendo yo con ellas?
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