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Orientación Universidad
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100 AÑOS DE SOLEDAD PDF, Traducciones de Lengua y Literatura

PDF para descargar del libro de 100 años de soledad de Gabriel García Márquez.

Tipo: Traducciones

2023/2024

Subido el 05/02/2024

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eva-ortiz-8 🇪🇸

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¡Descarga 100 AÑOS DE SOLEDAD PDF y más Traducciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! Gabriel García Márquez Cien años de soledad Para Jom i García Ascot y María Luisa Elio Cien años de soledad Gabriel García Márquez I Muchos años después, frente al pelotón de fusilam iento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde rem ota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava const ruidas a la or illa de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enorm es com o huevos prehistór icos. El m undo era tan reciente, que m uchas cosas carecían de nom bre, y para m encionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el m es de m arzo, una fam ilia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y t im bales daban a conocer los nuevos inventos. Prim ero llevaron el im án. Un gitano corpulento, de barba m ontaraz y m anos de gorr ión, que se presentó con el nom bre de Melquiades, hizo una t ruculenta dem ost ración pública de lo que él m ism o llam aba la octava m aravilla de los sabios alquim istas de Macedonia. Fue de casa en casa arrast rando dos lingotes m etálicos, y todo el m undo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sit io, y las m aderas cruj ían por la desesperación de los clavos y los tornillos t ratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía m ucho t iem po aparecían por donde m ás se les había buscado, y se arrast raban en desbandada turbulenta det rás de los fierros m ágicos de Melquíades. «Las cosas, t ienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento- , todo es cuest ión de despertar les el ánim a.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada im aginación iba siem pre m ás lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun m ás allá del m ilagro y la m agia, pensó que era posible servirse de aquella invención inút il para desent rañar el oro de la t ierra. Melquíades, que era un hom bre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel t iem po en la honradez de los gitanos, así que cam bió su m ulo y una part ida de chivos por los dos lingotes im antados. Úrsula I guarán, su m ujer, que contaba con aquellos anim ales para ensanchar el desm edrado pat r im onio dom ést ico, no consiguió disuadir lo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para em pedrar la casa», replicó su m arido. Durante varios m eses se em peñó en dem ost rar el acierto de sus conjeturas. Exploró palm o a palm o la región, inclusive el fondo del r ío, arrast rando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una arm adura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo inter ior tenía la resonancia hueca de un enorm e calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuat ro hom bres de su expedición lograron desart icular la arm adura, encont raron dent ro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicar io de cobre con un r izo de m ujer. En m arzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tam año de un tam bor, que exhibieron com o el últ im o descubrim iento de los judíos de Am sterdam . Sentaron una gitana en un ext rem o de la aldea e instalaron el catalejo a la ent rada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asom aba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su m ano. «La ciencia ha elim inado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dent ro de poco, el hom bre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la t ierra, sin m overse de su casa.» Un m ediodía ardiente hicieron una asom brosa dem ost ración con la lupa gigantesca: pusieron un m ontón de hierba seca en m itad de la calle y le prendieron fuego m ediante la concent ración de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus im anes, concibió la idea de ut ilizar aquel invento com o un arm a de guerra. Melquíades, ot ra vez, t rató de disuadir lo. Pero term inó por aceptar los dos lingotes im antados y t res piezas de dinero colonial a cam bio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero form aba parte de un cofre de m onedas de oro que su padre había acum ulado en toda una vida de pr ivaciones, y que ella había enterrado debajo de la cam a en espera de una buena ocasión para invert ir ías. José Arcadio Buendía no t rató siquiera de consolar la, ent regado por entero a sus experim entos táct icos con la abnegación de un cient ífico y aun a r iesgo de su propia vida. Tratando de dem ost rar los efectos de la lupa en la t ropa enem iga, se expuso él m ismo a la concent ración de los rayos solares y sufr ió quem aduras que se convirt ieron en úlceras y tardaron m ucho t iem po en sanar. Ante las protestas de su m ujer, alarm ada por tan peligrosa invent iva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades est ratégicas de su arm a novedosa, hasta que logró com poner un m anual de una asom brosa clar idad didáct ica y un poder de convicción irresist ible. Lo envió a las autor idades acom pañado de num erosos test im onios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicat ivos, al cuidado de un m ensajero que at ravesó la sierra, y se ext ravió en pantanos desm esurados, rem ontó ríos torm entosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las m ulas del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel t iem po poco m enos que im posible, José Arcadio Buendia prom et ía intentar lo tan pronto com o se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer dem ost raciones práct icas de diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó los niños a rezar. Aquel olor m ordiente quedaría para siem pre en su m em oria, vinculado al recuerdo de Melquíades. El rudim entario laborator io - sin contar una profusión de cazuelas, em budos, retortas, filt ros y coladores- estaba com puesto por un atanor pr im it ivo; una probeta de cr istal de cuello largo y angosto, im itación del huevo filosófico, y un dest ilador const ruido por los propios gitanos según las descripciones m odernas del alam bique de t res brazos de María la judía. Adem ás de estas cosas, Melquíades dejó m uest ras de los siete m etales correspondientes a los siete planetas, las fórm ulas de Moisés y Zósim o para el doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los procesos del Gran Magister io, que perm it ían a quien supiera interpretar los intentar la fabricación de la piedra filosofal. Seducido por la sim plicidad de las fórm ulas para doblar el oro, José Arcadio Buendía cortejó a Úrsula durante varias sem anas, para que le perm it iera desenterrar sus m onedas coloniales y aum entarlas tantas veces com o era posible subdividir el azogile. Úrsula cedió, com o ocurría siem pre, ante la inquebrantable obst inación de su m arido. Entonces José Arcadio Buendía echó t reinta doblones en una cazuela, y los fundió con raspadura de cobre, oropim ente, azufre y plom o. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de r icino hasta obtener un jarabe espeso y pest ilente m ás parecido al caram elo vulgar que al oro m agnífico. En azarosos y desesperados procesos de dest ilación, fundida con los siete m etales planetarios, t rabajada con el m ercurio herm ét ico y el vit r iolo de Chipre, y vuelta a cocer en m anteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a un chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero. Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto cont ra ellos a toda la población. Pero la curiosidad pudo m ás que el tem or, porque aquella vez los gitanos recorr ieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de inst rum entos m úsicos, m ient ras el pregonero anunciaba la exhibición del m ás fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De m odo que todo el m undo se fue a la carpa, y m ediante el pago de un centavo vieron un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías dest ruidas por el escorbuto, sus m ej illas fláccidas y sus labios m architos, se est rem ecieron de pavor ante aquella prueba term inante de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirt ió en pánico cuando Melquíades se sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los m ost ró al público por un instante un instante fugaz en que volvió a ser el m ism o hom bre decrépito de los años anteriores y se los puso ot ra vez y sonrió de nuevo con un dom inio pleno de su juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró que los conocim ientos de Melquíades habían llegado a ext rem os intolerables, pero experim entó un saludable alborozo cuando el gitano le explicó a solas el m ecanism o de su dentadura post iza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la m añana perdió todo interés en las invest igaciones de alquim ia; sufr ió una nueva cr isis de m al hum or, no volvió a com er en form a regular y se pasaba el día dando vueltas por la casa. «En el m undo están ocurr iendo cosas increíbles - le decía a Úrsula- . Ahí m ism o, al ot ro lado del r ío, hay toda clase de aparatos m ágicos, m ient ras nosot ros seguim os viviendo com o los burros.» Quienes lo conocían desde los t iem pos de la fundación de Macondo, se asom braban de cuánto había cam biado bajo la influencia de Melquíades. Al pr incipio, José Arcadio Buendía era una especie de pat r iarca juvenil, que daba inst rucciones para la siem bra y consejos para la cr ianza de niños y anim ales, y colaboraba con todos, aun en el t rabajo físico, para la buena m archa de la com unidad. Puesto que su casa fue desde el pr im er m om ento la m ejor de la aldea, las ot ras fueron arregladas a su im agen y sem ejanza. Tenía una salita am plia y bien ilum inada, un com edor en form a de terraza con flores de colores alegres, dos dorm itor ios, un pat io con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en com unidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos anim ales prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea. La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su m arido. Act iva, m enuda, severa, aquella m ujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún m om ento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el am anecer hasta m uy ent rada la noche, siem pre perseguida por el suave susurro de sus poller ines de olán. Gracias a ella, los pisos de t ierra golpeada, los m uros de barro sin encalar, los rúst icos m uebles de m adera const ruidos por ellos m ism os estaban siem pre lim pios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un t ibio olor de albahaca. José Arcadio Buendía, que era el hom bre m ás em prendedor que se vería jam ás en la aldea, había dispuesto de tal m odo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al r ío y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y t razó las calles con tan buen sent ido que ninguna casa recibía m ás sol que ot ra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea m ás ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era m ayor de t reinta años y donde nadie había m uerto. Desde los t iem pos de la fundación, José Arcadio Buendía const ruyó t ram pas y jaulas. En poco t iem po llenó de turpiales, canarios, azulejos y pet irrojos no sólo la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros dist intos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sent ido de la realidad. La pr im era vez que llegó la t r ibu de Melquíades vendiendo bolas de vidr io para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encont rar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros. Aquel espír itu de iniciat iva social desapareció en poco t iem po, arrast rado por la fiebre de los imanes, los cálculos ast ronóm icos, los sueños de t ransm utación y las ansias de conocer las m aravillas del m undo. De em prendedor y lim pio, José Arcadio Buendía se convirt ió en un hom bre de aspecto holgazán, descuidado en el vest ir , con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víct im a de algún ext raño sort ilegio. Pero hasta los m ás convencidos de su locura abandonaron t rabajo y fam ilias para seguir lo, cuando se echó al hom bro sus herram ientas de desm ontar, y pidió el concurso de todos para abrir una t rocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos. José Arcadio Buendía ignoraba por com pleto la geografía de la región. Sabía que hacia el Oriente estaba la sierra im penet rable, y al ot ro lado de la sierra la ant igua ciudad de Riohacha, donde en épocas pasadas - según le había contado el pr im er Aureliano Buendía, su abuelo- sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caim anes a cañonazos, que luego hacía rem endar y rellenar de paja para llevárselos a la reina I sabel. En su juventud, él y sus hom bres, con m ujeres y niños y anim ales y toda clase de enseres dom ést icos, at ravesaron la sierra buscando una salida al m ar, y al cabo de veint iséis m eses desist ieron de la em presa y fundaron a Macondo para no tener que em prender el cam ino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo podía conducir lo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande, que según test im onio de los gitanos carecía de lím ites. La ciénaga grande se confundía al Occidente con una extensión acuát ica sin horizontes, donde había cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de m ujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descom unales. Los gitanos navegaban seis m eses por esa ruta antes de alcanzar el cinturón de t ierra firm e por donde pasaban las m ulas del correo. De acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del Norte. De m odo que dotó de herram ientas de desm onte y arm as de cacería a los m ism os hom bres que lo acom pañaron en la fundación de Macondo; echó en una m ochila sus inst rum entos de orientación y sus m apas, y em prendió la tem eraria aventura. Los pr im eros días no encont raron un obstáculo apreciable. Descendieron por la pedregosa r ibera del r ío hasta el lugar en que años antes habían encont rado la arm adura del guerrero, y allí penet raron al de un m undo prodigioso donde bastaba con echar unos líquidos m ágicos en la t ierra para que las plantas dieran frutos a voluntad del hom bre, y donde se vendían a precio de barat illo toda clase de aparatos para el dolor. Pero Úrsula fue insensible a su clar ividencia. -En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes ocuparte de tus hijos - replicó- . Míralos cóm o están, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros. José Arcadio Buendía tom ó al pie de la let ra las palabras de su m ujer. Miró a t ravés de la ventana y vio a los dos niños descalzos en la huerta soleada, y tuvo la im presión de que sólo en aquel instante habían em pezado a exist ir , concebidos por el conjuro de Úrsula. Algo ocurr ió entonces en su inter ior; algo m ister ioso y definit ivo que lo desarraigó de su t iem po actual y lo llevó a la deriva por una región inexplorada de los re cuerdos. Mient ras Úrsula seguía barr iendo la casa que ahora estaba segura de no abandonar en el resto de su vida él perm aneció contem plando a los niños con m irada absorta hasta que los ojos se le hum edecieron y se los secó con el dorso de la m ano, y exhaló un hondo suspiro de resignación. -Bueno -dijo- . Diles que vengan a ayudarm e a sacar las cosas de los cajones. José Arcadio, el m ayor de los niños, había cum plido catorce años. Tenía la cabeza cuadrada, el pelo hirsuto y el carácter voluntarioso de su padre. Aunque llevaba el m ism o im pulso de crecim iento y fortaleza física, ya desde entonces era evidente que carecía de im aginación. Fue concebido y dado a luz durante la penosa t ravesía de la sierra, antes de la fundación de Macondo, y sus padres dieron gracias al cielo al com probar que no tenía ningún órgano de anim al. Aureliano, el pr im er ser hum ano que nació en Macondo, iba a cum plir seis años en m arzo. Era silencioso y ret raído. Había llorado en el vient re de su m adre y nació con los ojos abiertos. Mient ras le cortaban el om bligo m ovía la cabeza de un lado a ot ro reconociendo las cosas del cuarto, y exam inaba el rost ro de la gente con una curiosidad sin asom bro. Luego, indiferente a quienes se acercaban a conocerlo, m antuvo la atención concent rada en el techo de palm a, que parecía a punto de derrum barse bajo la t rem enda presión de la lluvia. Úrsula no volvió a acordarse de la intensidad de esa m irada hasta un día en que el pequeño Aureliano, a la edad de t res años, ent ró a la cocina en el m om ento en que ella ret iraba del fogón y ponía en la m esa una olla de caldo hirviendo. El niño, perplejo en la puerta, dijo: «Se va a caer.» La olla estaba bien puesta en el cent ro de la m esa, pero tan pronto com o el niño hizo el anuncio, inició un m ovim iento irrevocable hacia el borde, com o im pulsada por un dinam ism o inter ior, y se despedazó en el suelo. Úrsula, alarm ada, le contó el episodio a su m arido, pero éste lo interpretó com o un fenóm eno natural. Así fue siem pre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte porque consideraba la infancia com o un período de insuficiencia m ental, y en parte porque siem pre estaba dem asiado absorto en sus propias especulaciones quim éricas. Pero desde la tarde en que llam ó a los niños para que lo ayudaran a desem pacar las cosas del laborator io, les dedicó sus horas m ejores. En el cuart ito apartado, cuyas paredes se fueron llenando poco a poco de m apas inverosím iles y gráficos fabulosos, les enseñó a leer y escr ibir y a sacar cuentas, y les habló de las m aravillas del m undo no sólo hasta donde le alcanzaban sus conocim ientos, sino forzando a ext rem os increíbles los lím ites de su im aginación. Fue así com o los niños term inaron por aprender que en el ext rem o m eridional del Áfr ica había hom bres tan inteligentes y pacíficos que su único ent retenim iento era sentarse a pensar, y que era posible at ravesar a pie el m ar Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de Salónica. Aquellas alucinantes sesiones quedaron de tal m odo im presas en la m em oria de los niños, que m uchos años m ás tarde, un segundo antes de que el oficial de los ejércitos regulares diera la orden de fuego al pelotón de fusilam iento, el coronel Aureliano Buendía volvió a vivir la t ibia tarde de m arzo en que su padre interrum pió la lección de física, y se quedó fascinado, con la m ano en el aire y los ojos inm óviles, oyendo a la distancia los pífanos y tam bores y sonajas de los gitanos que una vez m ás llegaban a la aldea, pregonando el últ im o y asom broso descubrim iento de los sabios de Mem phis. Eran gitanos nuevos. Hom bres y m ujeres jóvenes que sólo conocían su propia lengua, ejem plares herm osos de piel aceitada y m anos inteligentes, cuyos bailes y m úsicas sem braron en las calles un pánico de alborotada alegría, con sus loros pintados de todos los colores que recitaban rom anzas italianas, y la gallina que ponía un centenar de huevos de oro al son de la pandereta, y el m ono am aest rado que adivinaba el pensam iento, y la m áquina m últ iple que servía al m ism o t iem po para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los m alos recuerdos, y el em plasto para perder el t iem po, y un m illar de invenciones m ás, tan ingeniosas e insólitas, que José Arcadio Buendía hubiera querido inventar la m áquina de la m em oria para poder acordarse de todas. En un instante t ransform aron la aldea. Los habitantes de Macondo se encont raron de pronto perdidos en sus propias calles, aturdidos por la fer ia m ult itudinaria. Llevando un niño de cada m ano para no perderlos en el tum ulto, t ropezando con salt im banquis de dientes acorazados de oro y m alabaristas de seis brazos, sofocado por el confuso aliento de est iércol y sándalo que exhalaba la m uchedum bre, José Arcadio Buendía andaba com o un loco buscando a Melquíades por todas partes, para que le revelara los infinitos secretos de aquella pesadilla fabulosa. Se dir igió a varios gitanos que no entendieron su lengua. Por últ im o llegó hasta el lugar donde Melquíades solía plantar su t ienda, y encont ró un arm enio taciturno que anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se había tom ado de un golpe una copa de la sustancia am barina, cuando José Arcadio Buendía se abrió paso a em pujones por ent re el grupo absorto que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la pregunta. El gitano le envolvió en el clim a atónito de su m irada, antes de convert irse en un charco de alquit rán pest ilente y hum eante sobre el cual quedó flotando la resonancia de su respuesta: «Melquíades m urió.» Aturdido por la not icia, José Arcadio Buendía perm aneció inm óvil, t ratando de sobreponerse a la aflicción, hasta que el grupo se dispersó reclam ado por ot ros art ificios y el charco del arm enio taciturno se evaporó por com pleto. Más tarde, ot ros gitanos le confirm aron que en efecto Melquíades había sucum bido a las fiebres en los m édanos de Singapur, y su cuerpo había sido arrojado en el lugar m ás profundo del m ar de Java. A los niños no les interesó la not icia. Estaban obst inados en que su padre los llevara a conocer la portentosa novedad de los sabios de Mem phis, anunciada a la ent rada de una t ienda que, según decían, perteneció al rey Salom ón. Tanto insist ieron, que José Arcadio Buendía pagó los t reinta reales y los condujo hasta el cent ro de la carpa, donde había un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz y una pesada cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata. Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dent ro sólo había un enorm e bloque t ransparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en est rellas de colores la clar idad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inm ediata, José Arcadio Buendía se at revió a m urm urar: -Es el diam ante m ás grande del m undo. -No -corr igió el gitano- . Es hielo. José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la m ano hacia el tém pano, pero el gigante se la apartó. «Cinco reales m ás para tocarlo», dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la m ano sobre el hielo, y la m antuvo puesta por varios m inutos, m ient ras el corazón se le hinchaba de tem or y de júbilo al contacto del m ister io. Sin saber qué decir, pagó ot ros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano, en cam bio, dio un paso hacia adelante, puso la m ano y la ret iró en el acto. «Está hirviendo», exclam ó asustado. Pero su padre no le prestó atención. Em briagado por la evidencia del prodigio, en aquel m om ento se olvidó de la frust ración de sus em presas delirantes y del cuerpo de Melquíades abandonado al apet ito de los calam ares. Pagó ot ros cinco reales, y con la m ano puesta en el tém pano, com o expresando un test im onio sobre el texto sagrado, exclam ó: -Éste es el gran invento de nuest ro t iem po. m uertos en este pueblo por culpa tuya. Era una buena noche de junio, fresca y con luna, y estuvieron despiertos y retozando en la cam a hasta el am anecer, indiferentes al viento que pasaba por el dorm itorio, cargado con el llanto de los parientes de Prudencio Aguilar. El asunto fue clasificado com o un duelo de honor, pero a am bos les quedó un m alestar en la conciencia. Una noche en que no podía dorm ir, Úrsula salió a tom ar agua en el pat io y vio a Prudencio Aguilar junto a la t inaja. Estaba lívido, con una expresión m uy t r iste, t ratando de cegar con un tapón de esparto el hueco de su garganta. No le produjo m iedo, sino lást im a. Volvió al cuarto a contarle a su esposo lo que había visto, pero él no le hizo caso. «Los m uertos no salen -dijo- . Lo que pasa es que no podem os con el peso de la conciencia.» Dos noches después, Úrsula volvió a ver a Prudencio Aguilar en el baño, lavándose con el tapón de esparto la sangre cr istalizada del cuello. Ot ra noche lo vio paseándose bajo la lluvia. José Arcadio Buendía, fast idiado por las alucinaciones de su m ujer, salió al pat io arm ado con la lanza. Allí estaba el m uerto con su expresión t r iste. -Vete al carajo - le gr itó José Arcadio Buendía- . Cuantas veces regreses volveré a m atarte. Prudencio Aguilar no se fue, ni José Arcadio Buendía se at revió arrojar la lanza. Desde entonces no pudo dorm ir bien. Lo atorm entaba la inm ensa desolación con que el m uerto lo había m irado desde la lluvia, la honda nostalgia con que añoraba a los vivos, la ansiedad con que regist raba la casa buscando agua para m ojar su tapón de esparto. «Debe estar sufr iendo m ucho - le decía a Úrsula- . Se ve que está m uy solo.» Ella estaba tan conm ovida que la próxim a vez que vio al m uerto destapando las ollas de la hornilla com prendió lo que buscaba, y desde entonces le puso tazones de agua por toda la casa. Una noche en que lo encont ró lavándose las heridas en su propio cuarto, José Arcadio Buendía no pudo resist ir m ás. -Está bien, Prudencio - le dijo- . Nos irem os de este pueblo, lo m ás lejos que podam os, y no regresaremos jam ás. Ahora vete t ranquilo. Fue así com o em prendieron la t ravesía de la sierra. Varios am igos de José Arcadio Buendía, jóvenes com o él, em bullados con la aventura, desm antelaron sus casas y cargaron con sus m ujeres y sus hijos hacia la t ierra que nadie les había prom et ido. Antes de part ir , José Arcadio Buendía enterró la lanza en el pat io y degolló uno t ras ot ro sus m agníficos gallos de pelea, confiando en que en esa form a le daba un poco de paz a Prudencio Aguilar. Lo único que se llevó Úrsula fue un baúl con sus ropas de recién casada, unos pocos út iles dom ést icos y el cofrecito con las piezas de oro que heredé de su padre. No se t razaron un it inerario definido. Solam ente procuraban viajar en sent ido cont rar io al cam ino de Riohacha para no dejar ningún rast ro ni encont rar gente conocida. Fue un viaje absurdo. A los catorce m eses, con el estóm ago est ragado por la carne de m ico y el caldo de culebras, Úrsula dio a luz un hijo con todas sus partes hum anas. Había hecho la m itad del cam ino en una ham aca colgada de un palo que dos hom bres llevaban en hom bros, porque la hinchazón le desfiguró las piernas, y las varices se le reventaban com o burbujas. Aunque daba lást im a verlos con los vient res tem plados y los ojos lánguidos, los niños resist ieron el viaje m ejor que sus padres, y la m ayor parte del t iem po les resultó divert ido. Una m añana, después de casi dos años de t ravesía, fueron los pr im eros m ortales que vieron la vert iente occidental de la sierra. Desde la cum bre nublada contem plaron la inm ensa llanura acuát ica de la ciénaga grande, explayada hasta el ot ro lado del m undo. Pero nunca encont raron el m ar. Una noche, después de varios m eses de andar perdidos por ent re los pantanos, lejos ya de los últ im os indígenas que encont raron en el cam ino, acam paron a la or illa de un río pedregoso cuyas aguas parecían un torrente de vidrio helado. Años después, durante la segunda guerra civil, el coronel Aureliano Buendía t rató de hacer aquella m ism a ruta para tom arse a Riohacha por sorpresa, y a los seis días de viaje com prendió que era una locura. Sin em bargo, la noche en que acam paron junto al r ío, las huestes de su padre tenían un aspecto de náufragos sin escapatoria, pero su núm ero había aum entado durante la t ravesía y todos estaban dispuestos (y lo consiguieron) a m orirse de viejos. José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nom bre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo. Al día siguiente convenció a sus hom bres de que nunca encont rarían el m ar. Les ordenó derr ibar los árboles para hacer un claro junto al r ío, en el lugar m ás fresco de la or illa, y allí fundaron la aldea. José Arcadio Buendia no logró descifrar el sueño de las casas con paredes de espejos hasta el día en que conoció el hielo. Entonces creyó entender su profundo significado. Pensó que en un futuro próxim o podrían fabricarse bloques de hielo en gran escala, a part ir de un m aterial tan cot idiano com o el agua, y const ruir con ellos las nuevas casas de la aldea. Macondo dejaría de ser un lugar ardiente, cuyas bisagras y aldabas se torcían de calor, para convert irse en una ciudad invernal. Si no perseveró en sus tentat ivas de const ruir una fábrica de hielo, fue porque entonces estaba posit ivam ente entusiasm ado con la educación de sus hijos, en especial la de Aureliano, que había revelado desde el pr im er m om ento una rara intuición alquím ica. El laborator io había sido desem polvado. Revisando las notas de Melquíades, ahora serenam ente, sin la exaltación de la novedad, en prolongadas y pacientes sesiones t rataron de separar el oro de Úrsula del cascote adherido al fondo del caldero. El joven José Arcadio part icipó apenas en el proceso. Mient ras su padre sólo tenía cuerpo y alm a para el atanor, el voluntar ioso pr im ogénito, que siem pre fue dem asiado grande para su edad, se convirt ió en un adolescente m onum ental. Cam bió de voz. El bozo se le pobló de un vello incipiente. Una noche Úrsula ent ró en el cuarto cuando él se quitaba la ropa para dorm ir, y experim entó un confuso sent im iento de vergüenza y piedad: era el pr im er hom bre que veía desnudo, después de su esposo, y estaba tan bien equipado para la vida, que le pareció anorm al. Úrsula, encinta por tercera vez, vivió de nuevo sus terrores de recién casada. Por aquel t iem po iba a la casa una m ujer alegre, deslenguada, provocat iva, que ayudaba en los oficios dom ést icos y sabía leer el porvenir en la baraja. Úrsula le habló de su hijo. Pensaba que su desproporción era algo tan desnaturalizado com o la cola de cerdo del pr im o. La m ujer soltó una r isa expansiva que repercut ió en toda la casa com o un reguero de vidr io. «Al cont rar io -dijo- . Será feliz». Para confirm ar su pronóst ico llevó los naipes a la casa pocos días después, y se encerró con José Arcadio en un depósito de granos cont iguo a la cocina. Colocó las barajas con m ucha calm a en un viejo m esón de carpintería, hablando de cualquier cosa, m ient ras el m uchacho esperaba cerca de ella m ás aburr ido que int r igado. De pronto extendió la m ano y lo tocó. «Qué bárbaro», dijo, sinceram ente asustada, y fue todo lo que pudo decir . José Arcadio sint ió que los huesos se le llenaban de espum a, que tenía un m iedo lánguido y unos terr ibles deseos de llorar. La m ujer no le hizo ninguna insinuación. Pero José Arcadio la siguió buscando toda la noche en el olor de hum o que ella tenía en las axilas y que se le quedó m et ido debajo del pellejo. Quería estar con ella en todo m om ento, quería que ella fuera su m adre, que nunca salieran del granero y que le dijera qué bárbaro, y que lo volviera a tocar y a decir le qué bárbaro. Un día no pudo soportar m ás y fue a buscarla a su casa. Hizo una visita form al, incom prensible, sentado en la sala sin pronunciar una palabra. En ese m om ento no la deseó. La encont raba dist inta, enteram ente ajena a la im agen que inspiraba su olor, com o si fuera ot ra. Tom ó el café y abandonó la casa deprim ido. Esa noche, en el espanto de la vigilia, la volvió a desear con una ansiedad brutal, pero entonces no la quería com o era en el granero, sino com o había sido aquella tarde. Días después, de un m odo intem pest ivo, la m ujer lo llam ó a su casa, donde estaba sola con su m adre, y lo hizo ent rar en el dorm itor io con el pretexto de enseñarle un t ruco de barajas. Entonces lo tocó con tanta libertad que él sufr ió una desilusión después del est rem ecim iento inicial, y experim entó m ás m iedo que placer. Ella le pidió que esa noche fuera a buscarla. Él estuvo de acuerdo, por salir del paso, sabiendo que no seria capaz de ir . Pero esa noche, en la cam a ardiente, com prendió que tenía m urm ullos. -Quiero estar solo cont igo -decía él- . Un día de estos le cuento todo a todo el m undo y se acaban los escondrijos. Ella no t rató de apaciguarlo. -Sería m uy bueno -dijo- . Si estam os solos, dejam os la lám para encendida para vernos bien, y yo puedo gritar todo lo que quiera sin que nadie tenga que m eterse y tú m e dices en la oreja todas las porquerías que se te ocurran. Esta conversación, el rencor m ordiente que sent ía cont ra su padre, y la inm inente posibilidad del am or desaforado, le inspiraron una serena valent ía. De un m odo espontáneo, sin ninguna preparación, le contó todo a su herm ano. Al pr incipio el pequeño Aureliano sólo com prendía el r iesgo, la inm ensa posibilidad de peligro que im plicaban las aventuras de su herm ano, pero no lograba concebir la fascinación del objet ivo. Poco a poco se fue contam inando de ansiedad. Se hacía contar las m inuciosas peripecias, se ident ificaba con el sufr im iento y el gozo del herm ano, se sent ía asustado y feliz. Lo esperaba despierto hasta el am anecer, en la cam a solitar ia que parecía tener una estera de brasas, y seguían hablando sin sueño hasta la hora de levantarse, de m odo que m uy pronto padecieron am bos la m ism a som nolencia, sint ieron el m ism o desprecio por la alquim ia y la sabiduría de su padre, y se refugiaron en la soledad. «Estos niños andan com o zurum bát icos -decía Úrsula- . Deben tener lom brices.» Les preparó una repugnante pócim a de paico m achacado, que am bos bebieron con im previsto estoicism o, y se sentaron al m ism o t iem po en sus bacinillas once veces en un solo día, y expulsaron unos parásitos rosados que m ost raron a todos con gran júbilo, porque les perm it ieron desorientar a Úrsula en cuanto al or igen de sus dist raim ientos y languideces. Aureliano no sólo podía entonces entender, sino que podía vivir com o cosa propia las experiencias de su herm ano, porque en una ocasión en que éste explicaba con m uchos porm enores el m ecanism o del am or, lo interrum pió para preguntarle: «¿Qué se siente?» José Arcadio le dio una respuesta inm ediata: -Es com o un tem blor de t ierra. Un jueves de enero, a las dos de la m adrugada, nació Am aranta. Antes de que nadie ent rara en el cuarto, Úrsula la exam inó m inuciosam ente. Era liv iana y acuosa com o una lagart ij a, pero todas sus partes eran hum anas, Aureliano no se dio cuenta de la novedad sino cuando sint ió la casa llena de gente. Protegido por la confusión salió en busca de su herm ano, que no estaba en la cam a desde las once, y fue una decisión tan im pulsiva que ni siquiera tuvo t iem po de preguntarse cóm o haría para sacarlo del dorm itor io de Pilar Ternera. Estuvo rondando la casa varias horas, silbando claves privadas, hasta que la proxim idad del alba lo obligó a regresar. En el cuarto de su madre, j ugando con la herm anita recién nacida y con una cara que se le caía de inocencia, encont ró a José Arcadio. Úrsula había cum plido apenas su reposo de cuarenta días, cuando volvieron los gitanos. Eran los m ism os salt im banquis y m alabaristas que llevaron el hielo. A diferencia de la t r ibu de Melquíades, habían dem ost rado en poco t iem po que no eran heraldos del progreso, sino m ercachifles de diversiones. I nclusive cuando llevaron el hielo, no lo anunciaron en función de su ut ilidad en la vida de los hom bres, sino com o una sim ple curiosidad de circo. Esta vez, ent re m uchos ot ros juegos de art ificio, llevaban una estera voladora. Pero no la ofrecieron com o un aporte fundam ental al desarrollo del t ransporte, com o un objeto de recreo. La gente, desde luego, desenterró sus últ im os pedacitos de oro para disfrutar de un vuelo fugaz sobre las casas de la aldea. Am parados por la deliciosa im punidad del desorden colect ivo, José Arcadio y Pilar vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios dichosos ent re la m uchedum bre, y hasta llegaron a sospechar que el am or podía ser un sent im iento m ás reposado y profundo que la felicidad desaforada pero m om entánea de sus noches secretas. Pilar, sin em bargo, rom pió el encanto. Est im ulada por el entusiasm o con que José Arcadio disfrutaba de su com pañía, equivocó la form a y la ocasión, y de un solo golpe le echó el m undo encim a. «Ahora si eres un hom bre», le dijo. Y corno él no entendió lo que ella quería decir le, se lo explicó let ra por let ra: -Vas a tener un hijo. José Arcadio no se at revió a salir de su casa en varios días. Le bastaba con escuchar la r isotada t repidante de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laboratorio, donde los artefactos de alquim ia habían revivido con la bendición de Úrsula. José Arcadio Buendía recibió con alborozo al hijo ext raviado y lo inició en la búsqueda de la piedra filosofal, que había por fin em prendido. Una tarde se entusiasm aron los m uchachos con la estera voladora que pasó veloz al nivel de la ventana del laborator io llevando al gitano conductor y a varios niños de la aldea que hacían alegres saludos con la m ano, y José Arcadio Buendía ni siquiera la m iró. «Déjenlos que sueñen -dijo- . Nosot ros volarem os m ejor que ellos con recursos m ás cient íficos que ese m iserable sobrecam as.» A pesar de su fingido interés, José Arcadio no entendió nunca los podere5 del huevo filosófico, que sim plem ente le parecía un frasco m al hecho. No lograba escapar de su preocupación. Perdió el apet ito y el sueño, sucum bió al m al hum or, igual que su padre ante el fracaso de alguna de sus em presas, y fue tal su t rastorno que el propio José Arcadio Buendía lo relevó de los deberes en el laborator io creyendo que había tom ado la alquim ia dem asiado a pecho. Aureliano, por supuesto, com prendió que la aflicción del herm ano no tenía or igen en la búsqueda de la piedra filosofal, pero no consiguió arrancarle una confidencia. Rabia perdido su ant igua espontaneidad. De cóm plice y com unicat ivo se hizo herm ét ico y host il. Ansioso de soledad, m ordido por un virulento rencor cont ra el m undo, una noche abandonó la cam a com o de costum bre, pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a confundirse con el tum ulto de la fer ia. Después de deam bular por ent re toda suerte de m áquinas de art ificio, Sin interesarse por ninguna, se fij ó en algo que no estaba en juego; una gitana m uy joven, casi una niña, agobiada de abalor ios, la m ujer m ás bella que José Arcadio había visto en su vida. Estaba ent re la m ult itud que presenciaba el t r iste espectáculo del hom bre que se convirt ió en víbora por desobedecer a sus padres. José Arcadio no puso atención. Mient ras se desarrollaba el t r iste interrogatorio del hom bre-víbora, se había abierto paso por ent re la m ult itud hasta la pr im era fila en que se encont raba la gitana, y se había detenido det rás de ella. Se apretó cont ra sus espaldas. La m uchacha t rató de separarse, pero José Arcadio se apretó con m ás fuerza cont ra sus espaldas. Entonces ella lo sint ió. Se quedó inm óvil cont ra él, tem blando de sorpresa y pavor, sin poder creer en la evidencia, y por últ im o volvió la cabeza y lo m iró con una sonrisa t rém ula. En ese instante dos gitanos m et ieron al hom bre-víbora en su jaula y la llevaron al inter ior de la t ienda. El gitano que dir igía el espectáculo anunció: -Y ahora, señoras y señores, vam os a m ost rar la prueba terr ible de la m ujer que tendrá que ser decapitada todas las noches a esta hora durante ciento cincuenta años, com o cast igo por haber visto lo que no debía. José Arcadio y la m uchacha no presenciaron la decapitación. Fueron a la carpa de ella, donde se besaron con una ansiedad desesperada m ient ras se iban quitando la ropa. La gitana se deshizo de sus corpiños superpuestos, de sus num erosos poller ines de encaje alm idonado, de su inút il corsé alam brado, de su carga de abalor ios, y quedó práct icam ente convert ida en nada. Era una ranita lánguida, de senos incipientes y piernas tan delgadas que no le ganaban en diám et ro a los brazos de José Arcadio, pero tenía una decisión y un calor que com pensaban su fragilidad. Sin embargo, José Arcadio no podía responderle porque estaban en una especie de carpa pública, por donde los gitanos pasaban con sus cosas de circo y arreglaban sus asuntos, y hasta se dem oraban junto a la cam a a echar una part ida de dados. La lám para colgada en la vara cent ral ilum inaba todo el ám bito. En una pausa de las caricias, José Arcadio se est iró desnudo en la cam a, sin saber qué hacer, m ient ras la m uchacha t rataba de alentar lo. Una gitana de carnes espléndidas ent ró poco después acom pañada de un hom bre que no hacia parte de la farándula, pero que tam poco era de la aldea, y am bos em pezaron a desvest irse frente a la cam a. Sin proponérselo, la m ujer m iró a José Arcadio y exam inó con una especie de fervor patét ico su m agnifico anim al en reposo. con m uebles y utensilios dom ést icos, puros y sim ples accesorios terrest res puestos en venta sin aspavientos por los m ercachifles de la realidad cot idiana. Venían del ot ro lado de la ciénaga, a sólo dos días de viaje, donde había pueblos que recibían el correo todos los m eses y conocían las m áquinas del bienestar. Úrsula no había alcanzado a los gitanos, pero encont ró la ruta que su m arido no pudo descubrir en su frust rada búsqueda de los grandes inventos. I I I El hijo de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a las dos sem anas de nacido. Úrsula lo adm it ió de m ala gana, vencida una vez m ás por la terquedad de su m arido que no pudo tolerar la idea de que un retoño de su sangre quedara navegando a la deriva, pero im puso la condición de que se ocultara al niño su verdadera ident idad. Aunque recibió el nom bre de José Arcadio, term inaron por llam arlo sim plem ente Arcadio para evitar confusiones. Había por aquella época tanta act ividad en el pueblo y tantos t raj ines en la casa, que el cuidado de los niños quedó relegado a un nivel secundario. Se los encom endaron a Visitación, una india guaj ira que llegó al pueblo con un herm ano, huyendo de una peste de insom nio que flagelaba a su t r ibu desde hacía varios años. Am bos eran tan dóciles y serviciales que Úrsula se hizo cargo de ellos para que la ayudaran en los oficios dom ést icos. Fue así com o Arcadio y Am aranta hablaron la lengua guaj ira antes que el castellano, y aprendieron a tom ar caldo de lagart ij as y a com er huevos de arañas sin que Úrsula se diera cuenta, porque andaba dem asiado ocupada en un prom etedor negocio de anim alitos de caram elo. Macondo estaba t ransform ado. Las gentes que llegaron con Úrsula divulgaron la buena calidad de su suelo y su posición pr ivilegiada con respecto a la ciénaga, de m odo que la escueta aldea de ot ro t iem po se convir t ió m uy pronto en un pueblo act ivo, con t iendas y talleres de artesanía, y una ruta de com ercio perm anente por donde llegaran los pr im eros árabes de pantuflas y argollas en las orejas, cam biando collares de vidr io por guacam ayas. José Arcadio Buendía no tuvo un instante de reposo. Fascinado por una realidad inm ediata que entonces le resultó m ás fantást ica que el vasto universo de su im aginación, perdió todo interés por el laborator io de alquim ia, puso a descansar la m ateria extenuada por largos m eses de m anipulación, y volvió a ser el hom bre em prendedor de los pr im eros t iem pos que decidía el t razado de las calles y la posición de las nuevas casas, de m anera que nadie disfrutara de pr ivilegios que no tuvieran todos. Adquir ió tanta autor idad ent re los recién llegados que no se echaron cim ientos ni se pararon cercas sin consultárselo, y se determ inó que fuera él quien dir igiera la repart ición de la t ierra. Cuando volvieron los gitanos salt im banquis, ahora con su fer ia am bulante t ransform ada en un gigantesco establecim iento de j uegos de suerte y azar, fueron recibidos con alborozo porque se pensó que José Arcadio regresaba con ellos. Pero José Arcadio no volvió, ni llevaron al hom bre-víbora que según pensaba Úrsula era el único que podría darles razón de su hijo, así que no se les perm it ió a los gitanos instalarse en el pueblo ni volver a pisarlo en el futuro, porque se los consideró com o m ensajeros de la concupiscencia y la perversión. José Arcadio Buendía, sin em bargo, fue explícito en el sent ido de que la ant igua t r ibu de Melquíades, que tanto cont r ibuyó al engrandecim iento de la aldea can su m ilenaria sabiduría y sus fabulosos inventos, encont raría siem pre las puertas abiertas. Pero la t r ibu de Melquíades, según contaron los t rotam undos, había sido borrada de la faz de la t ierra por haber sobrepasado los lim ites del conocim iento hum ano. Em ancipado al m enos por el m om ento de las torturas de la fantasía, José Arcadio Buendía im puso en poco t iem po un estado de orden y t rabajo, dent ro del cual sólo se perm it ió una licencia: la liberación de los pájaros que desde la época de la fundación alegraban el t iem po con sus flautas, y la instalación en su lugar de relojes m usicales en todas las casas. Eran unos preciosos relojes de m adera labrada que los árabes cam biaban por guacam ayas, y que José Arcadio Buendía sincronizó con tanta precisión, que cada m edia hora el pueblo se alegraba con los acordes progresivos de una m ism a pieza, hasta alcanzar la culm inación de un m ediodía exacto y unánim e con el valse com pleto. Fue tam bién José Arcadio Buendía quien decidió por esos años que en las calles del pueblo se sem braran alm endros en vez de acacias, y quien descubrió sin revelar los nunca las m étodos para hacerlos eternos. Muchos años después, cuando Macondo fue un cam pam ento de casas de m adera y techos de cinc, todavía perduraban en las calles m ás ant iguas los alm endros rotos y polvorientos, aunque nadie sabía entonces quién los había sem brado. Mient ras su padre ponía en arden el pueblo y su m adre consolidaba el pat r im onio dom ést ico con su m aravillosa indust r ia de gallitos y peces azucarados que dos veces al día salían de la casa ensartadas en palos de balso, Aureliano vivía horas interm inables en el laborator io abandonada, aprendiendo por pura invest igación el arte de la platería. Se había est irado tanto, que en poco t iem po dejó de servir le la ropa abandonada por su herm ano y em pezó a usar la de su padre, pero fue necesario que Visitación les cosiera alforzas a las cam isas y sisas a las pantalones, porque Aureliano no había sacada la corpulencia de las ot ras. La adolescencia le había quitada la dulzura de la voz y la había vuelta silencioso y definit ivam ente solitar io, pero en cam bio le había rest ituido la expresión intensa que tuvo en los ajos al nacer. Estaba tan concent rado en sus experim entos de platería que apenas si abandonaba el laborator io para com er. Preocupada por su ensim ism am iento, José Arcadio Buendía le dio llaves de la casa y un poco de dinero, pensando que tal vez le hiciera falta una m ujer. Pero Aureliano gastó el dinero en ácida m uriát ico para preparar agua regia y em belleció las llaves con un baño de oro. Sus exageraciones eran apenas com parables a las de Arcadio y Am aranta, que ya habían em pezada a mudar los dientes y todavía andaban agarrados toda el día a las m antas de los indios, tercos en su decisión de no hablar el castellano, sino la lengua guaj ira. «No t ienes de qué quejarte - le decía Úrsula a su m arido- . Los hijos heredan las locuras de sus padres.» Y m ient ras se lam entaba de su m ala suerte, convencida de que las ext ravagancias de sus hijos eran alga tan espantosa com a una cola de cerdo, Aureliano fij ó en ella una m irada que la envolvió en un ám bito de incert idum bre. -Alguien va a venir - le dijo. Úrsula, com o siem pre que él expresaba un pronóst ico, t rató de desalentaría can su lógica casera. Era norm al que alguien llegara. Decenas de forasteras pasaban a diar ia por Macondo sin suscitar inquietudes ni ant icipar anuncios secretos. Sin em bargo, por encim a de toda lógica, Aureliano estaba seguro de su presagio. -No sé quién será - insist ió- , pero el que sea ya viene en cam ino. El dom ingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenía m ás de once años. Había hecho el penoso viaje desde Manaure con unos t raficantes de pieles que recibieron el encargo de ent regarla junto con una carta en la casa de José Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con precisión quién era la persona que les había pedido el favor. Todo su equipaje estaba com puesto por el baulito de la ropa un pequeño m ecedor de m adera can florecitas de calores pintadas a m ano y un talego de lona que hacía un perm anente ruido de clac clac clac, donde llevaba los huesos de sus padres. La carta dir igida a José Arcadio Buendía estaba escrita en térm inos m uy cariñosas por alguien que lo seguía queriendo m ucho a pesar del t iem po y la distancia y que se sent ía obligado por un elem ental sent ido hum anitar io a hacer la caridad de m andarle esa pobre huerfanita desam parada, que era pr im a de Úrsula en segundo grado y por consiguiente parienta tam bién de José Arcadio Buendía, aunque en grado m ás lejano, porque era hija de ese inolvidable am igo que fue Nicanor Ulloa y su m uy digna esposa Rebeca Mont iel, a quienes Dios tuviera en su santa reino, cuyas restas adjuntaba la presente para que les dieran cr ist iana sepultura. Tanto los nom bres m encionados com o la firm a de la carta eran perfectam ente legibles, pero ni José Arcadio Buendía ni Úrsula recordaban haber tenida parientes con esos nom bres ni conocían a nadie que se llam ara cam a el rem itente y m ucha m enos en la rem ota población de Manaure. A t ravés de la niña fue im posible obtener ninguna inform ación com plem entaria. Desde el m om ento en que llegó se sentó a chuparse el dedo en el m ecedor y a observar a todas con sus grandes ajos espantados, sin que diera señal alguna de entender lo que le preguntaban. Llevaba un t raje de diagonal teñido de negro, gastada por el uso, y unas desconchadas tantas dolencias inventadas por la superst ición de los indígenas. Pero Úrsula, por si acaso, tom ó la precaución de separar a Rebeca de los ot ros niños. Al cabo de varias sem anas, cuando el terror de Visitación parecía aplacado, José Arcadio Buendía se encont ró una noche dando vueltas en la cam a sin poder dorm ir. Úrsula, que tam bién había despertado, le preguntó qué le pasaba, y él le contestó: «Estoy pensando ot ra vez en Prudencia Aguilar.» No durm ieron un m inuto, pero al día siguiente se sent ían tan descansadas que se olvidaron de la m ala noche. Aureliano com entó asom brado a la hora del alm uerzo que se sent ía m uy bien a pesar de que había pasado toda la noche en el laborator io dorando un prendedor que pensaba regalar le a Úrsula el día de su cum pleaños. No se alarm aran hasta el tercer día, cuando a la hora de acostarse se sint ieron sin sueño, y cayeran en la cuenta de que llevaban m ás de cincuenta horas sin dorm ir. -Los niños tam bién están despiertos -dijo la india con su convicción fatalista- . Una vez que ent ra en la casa, nadie escapa a la peste. Habían cont raído, en efecto, la enferm edad del insom nio. Úrsula, que había aprendido de su m adre el valor m edicinal de las plantas, preparó e hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero no consiguieran dorm ir, sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estada de alucinada lucidez no sólo veían las im ágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las im ágenes soñadas por los ot ros. Era com o si la casa se hubiera llenado de visitantes. Sentada en su m ecedor en un r incón de la cocina, Rebeca soñó que un hom bre m uy parecido a ella, vest ido de lino blanco y con el cuello de la cam isa cerrado por un botón de aro, le llevaba una ram a de rosas. Lo acom pañaba una m ujer de m anas delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña en el pelo. Úrsula com prendió que el hom bre y la m ujer eran los padres de Rebeca, pero aunque hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirm ó su cert idum bre de que nunca los había visto. Mient ras tanto, por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó jam ás, los anim alitos de caram elo fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niñas y adultos chupaban encantados los deliciosos gallitos verdes del insom nio, los exquisitos peces rosados del insom nio y los t iernos caballitos am arillos del insom nio, de m odo que el alba del lunes sorprendió despierto a todo el pueblo. Al pr incipio nadie se alarm ó. Al cont rar io, se alegraron de no dorm ir, porque entonces había tanto que hacer en Macondo que el t iem po apenas alcanzaba. Trabajaron tanto, que pronto no tuvieran nada m ás que hacer, y se encont raron a las t res de la m adrugada con los brazos cruzados, contando el núm ero de notas que tenía el valse de los relajes. Los que querían dorm ir, no por cansancio, sino por nostalgia de los sueños, recurr ieron a toda clase de m étodos agotadores. Se reunían a conversar sin t regua, a repet irse durante horas y horas los m ism as chistes, a com plicar hasta los lím ites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedida que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, Y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivam ente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras. Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadida el pueblo, reunió a las jefes de fam ilia para explicar les lo que sabía sobre la enferm edad del insom nio, y se acordaron m edidas para im pedir que el flagelo se propagara a ot ras poblaciones de la ciénaga. Fue así com o se quitaron a los chivos las cam panitas que los árabes cam biaban por guacam ayas y se pusieron a la ent rada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas de los cent inelas e insist ían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel t iem po recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su cam panita para que los enferm os supieran que estaba sano. No se les perm it ía com er ni beber nada durante su estancia, pues no había duda de que la enferm edad sólo sé t ransm it ía por la boca, y todas las cosas de com er y de beber estaban contam inadas de insom nio. En esa form a se m antuvo la peste circunscrita al perím et ro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de em ergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal m odo que el t rabajo recobró su r itm o y nadie volvió a preocuparse por la inút il costum bre de dorm ir. Fue Aureliano quien concibió la fórm ula que había de defenderlos durante varios m eses de las evasiones de la m em oria. La descubrió por casualidad. I nsom ne experto, por haber sido uno de las pr im eros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que ut ilizaba para lam inar los m etales, y no recordó su nom bre. Su padre se lo dijo: «tas». Aureliano escribió el nom bre en un papel que pegó con gom a en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurr ió que fuera aquella la pr im era m anifestación del olvido, porque el objeto tenía un nom bre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laborator io. Entonces las m arcó con el nom bre respect ivo, de m odo que le bastaba con leer la inscr ipción para ident ificar las. Cuando su padre le com unicó su alarm a por haber olvidado hasta los hechos m ás im presionantes de su niñez, Aureliano le explicó su m étodo, y José Arcadio Buendía lo puso en práct ica en toda la casa y m ás tarde la im puso a todo el pueblo. Con un hisopo ent intado m arcó cada cosa con su nom bre: m esa, silla, reloj , puerta, pared, cam a, cacerola. Fue al corral y m arcó los anim ales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, m alanga, guineo. Paca a poca, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su ut ilidad. Entonces fue m ás explícito. El let rero que colgó en la cerviz de la vaca era una m uest ra ejem plar de la form a en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar cont ra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las m añanas para que produzca leche y a la leche hay que hervir ía para m ezclar la con el café y hacer café con leche. Así cont inuaron viviendo en una realidad escurr idiza, m om entáneam ente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin rem edio cuando olvidaran los valores de la let ra escrita. En la ent rada del cam ino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y ot ro m ás grande en la calle cent ral que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrita claves para m em orizar los objetas y los sent im ientos. Pero el sistem a exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza m oral, que m uchos sucum bieron al hechizo de una realidad im aginaria, inventada por ellos m ism os, que les resultaba m enos práct ica pero m ás reconfortante. Pilar Ternera fue quien m ás cont r ibuyó a popular izar esa m ist ificación, cuando concibió el art ificio de leer el pasado en las barajas com o antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insom nes em pezaron a vivir en un m undo const ruido por las alternat ivas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas com o el hom bre m oreno que había llegada a pr incipios de abril y la m adre se recordaba apenas com o la m ujer t r igueña que usaba un anillo de oro en la m ano izquierda, y donde una fecha de nacim iento quedaba reducida al últ im o m artes en que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas práct icas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces const ruir la m áquina de la m em oria que una vez había deseado para acordarse de los m aravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las m añanas, y desde el pr incipio hasta el fin, la totalidad de los conocim ientos adquir idos en la vida. Lo im aginaba com o un diccionario girator io que un individuo situado en el eje pudiera operar m ediante una m anivela, de m odo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones m ás necesarias para vivir . Había logrado escribir cerca de catorce m il fichas, cuando apareció par el cam ino de la ciénaga un anciano est rafalar io con la cam panita t r iste de los durm ientes, cargando una m aleta vent ruda acom pañándose con el m ism o acordeón arcaico que le regaló Sir Walter Raleigh en la Guayana, m ient ras llevaba el com pás con sus grandes pies cam inadores agrietados por el salit re. Frente a una puerta del fondo por donde ent raban y salían algunos hom bres, estaba sentada y se abanicaba en silencio la m at rona del m ecedor. Catar ino, can una rosa de fielt ro en la oreja, vendía a la concurrencia tazones de guarapo ferm entado, y aprovechaba la ocasión para acercarse a los hom bres y ponerles la m ano donde no debía. Hacia la m edia noche el calor era insoportable. Aureliano escuchó las not icias hasta el final sin encont rar ninguna que le interesara a su fam ilia. Se disponía a regresar a casa cuando la m at rona le hizo una señal con la m ano. -Ent ra tú tam bién - le dijo- . Sólo cuesta veinte centavos. Aureliano echó una m oneda en la alcancía que la m at rona tenía en las piernas y ent ró en el cuarto sin saber para qué. La m ulata adolescente, con sus tet icas de perra, estaba desnuda en la cam a. Antes de Aureliano, esa noche, sesenta y t res hom bres habían pasado por el cuarto. De tanto ser usado, y am asado en sudores y suspiros, el aire de la habitación em pezaba a convert irse en lodo. La m uchacha quitó la sábana em papada y le pidió a Aureliano que la tuviera de un lado. Pesaba com o un lienzo. La exprim ieron, torciéndola por los ext rem os, hasta que recobró su peso natural. Voltearan la estera, y el sudor salía del ot ro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación no term inara nunca. Conocía la m ecánica teórica del am ar, pero no podía tenerse en pie a causa del desaliento de sus rodillas, y aunque tenía la piel er izada y ardiente no podía resist ir a la urgencia de expulsar el peso de las t r ipas. Cuando la m uchacha acabó de arreglar la cam a y le ordenó que se desvist iera, él le hizo una explicación atolondrada: «Me hicieron ent rar. Me dijeron que echara veinte centavos en la alcancía y que no m e dem orara.» La m uchacha com prendió su ofuscación. «Si echas ot ros veinte centavos a la salida, puedes dem orarte un poca m ás», dijo suavem ente. Aureliano se desvist ió, atorm entado por el pudor, sin poder quitarse la idea de que su desnudez no resist ía la com paración can su herm ano. A pesar de los esfuerzas de la m uchacha, él se sint ió cada vez m ás indiferente, y terr iblem ente sola. «Echaré ot ros veinte centavos», dijo con voz de-solada. La m uchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda en carne viva. Tenía el pellejo pegado a las cost illas y la respiración alterada por un agotam iento insondable. Dos años antes, m uy lejos de allí, se había quedado dorm ida sin apagar la vela y había despertado cercada por el fuego. La casa donde vivía can la abuela que la había cr iada quedó reducida a cenizas. Desde entonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la m uchacha, todavía la faltaban unos diez años de setenta hom bres por noche, porque tenía que pagar adem ás los gastos de viaje y alim entación de am bas y el sueldo de los indios que cargaban el m ecedor. Cuando la m at rona tocó la puerta por segunda vez, Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el deseo de llorar. Esa noche no pudo dorm ir pensando en la m uchacha, con una m ezcla de deseo y conm iseración. Sent ía una necesidad irresist ible de am arla y protegerla. Al am anecer, extenuado por el insom nio y la fiebre, tom ó la serena decisión de casarse con ella para liberarla del des-pot ism o de la abuela y disfrutar todas las noches de la sat isfacción que ella le daba a setenta hom bres. Pera a las diez de la m añana, cuando llegó a la t ienda de Catarino, la m uchacha se había ido del pueblo. El t iem po aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su sent im iento de frust ración. Se refugió en el t rabajo. Se resignó a ser un hom bre sin m ujer toda la vida para ocultar la vergüenza de su inut ilidad. Mient ras tanto, Melquíades term inó de plasm ar en sus placas todo lo que era plasm able en Macondo, y abandonó el laborator io de daguerrot ipia a los delir ios de José Arcadio Buendía, quien había resuelto ut ilizar lo para obtener la prueba cient ífica de la existencia de Dios. Mediante un com plicado proceso de exposiciones superpuestas tom adas en dist intos lugares de la casa, estaba segura de hacer tarde o tem prano el daguerrot ipo de Dios, si exist ía, o poner térm ino de una vez por todas a la suposición de su existencia. Melquíades profundizó en las interpretaciones de Nost radam us. Estaba hasta m uy tarde, asfixiándose dent ro de su descolor ido chaleco de terciopelo, garrapateando papeles con sus m inúsculas m anas de gorr ión, cuyas sort ij as habían perdido la lum bre de ot ra época. Una noche creyó encont rar una predicción sobre el futuro de Macondo. Sería una ciudad lum inosa, con grandes casas de vidr io, donde no quedaba ningún rast ro de la est irpe de las Buendía. «Es una equivocación - t ronó José Arcadio Buendía- . No serán casas de vidr io sino de hielo, com a yo lo soñé y siem pre habrá un Buendía, por los siglos de los siglos.» En aquella casa ext ravagante, Úrsula pugnaba por preservar el sent ido com ún, habiendo ensanchado el negocio de anim alitos de caram elo con un horno que producía toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa variedad de pudines, m erengues y bizcochuelos, que se esfum aban en pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había llegado a una edad en que tenía derecho a descansar, pero era, sin em bargo, cada vez m ás act iva. Tan ocupada estaba en sus prósperas em presas, que una tarde m iró por dist racción hacia el pat io, m ient ras la india la ayudaba a endulzar la m asa, y vio das adolescentes desconocidas y herm osas bardando en bast idor a la luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Am aranta. Apenas se habían quitado el luto de la abuela, que guardaron con inflexible r igor durante t res años, y la ropa de color parecía haberles dado un nuevo lugar en el m undo. Rebeca, al cont rar io de lo que pudo es-perarse, era la m ás bella. Tenía un cut is diáfano, unos ojos grandes y reposados, y unas m anos m ágicas que parecían elaborar con hilos invisibles la t ram a del bordado. Am aranta, la m enor, era un poco sin gracia, pero tenía la dist inción natural, el est iram iento inter ior de la abuela m uerta. Junta a ellas, aunque ya revelaba el im pulso físico de su padre, Arcadio parecía una niña. Se había dedicado a aprender el arte de la platería con Aureliano, quien adem ás lo había enseñado a leer y escribir . Úrsula se dio cuenta de pronto que la casa se había llenado de gente, que sus hijos estaban a punto de casarse y tener hijos, y que se verían obligadas a dispersarse por falta de espacio. Entonces sacó el dinero acum ulado en largos años de dura labor, adquir ió com prom isos con sus clientes, y em prendió la am pliación de la casa. Dispuso que se const ruyera una sala form al para las visitas, ot ra m ás cóm oda y fresca para el uso diar io, un com edor para una m esa de doce puestas donde se sentara la fam ilia con todos sus invitados; nueve dorm itor ios con ventanas hacia el pat io y un largo corredor protegido del resplandor del m ediodía por un jardín de rasas, con un pasam anos para poner m acetas de helechos y t iestos de begonias. Dispuso ensanchar la cocina para const ruir das hornos, dest ruir el viejo granero donde Pilar Ternera le leyó el porvenir a José Arcadio, y const ruir ot ro das veces m ás grande para que nunca faltaran los alim entos en la casa. Dispuso const ruir en el pat io, a la som bra del castaño, un baño para las m ujeres y ot ra para los hom bres, y al fondo una caballer iza grande, un gallinero alam brado, un establo de ordeña y una pajarera abierta a los cuat ro vientos para que se instalaran a su gusta los pájaros sin rum bo. Seguida por docenas de albañiles y carpinteros, com o si hubiera cont raído la fiebre alucinante de su esposa, Úrsula ordenaba la posición de la luz y la conducta del calor, y repart ía el espacio sin el m enor sent ido de sus lím ites. La pr im it iva const rucción de los fundadores se llenó de herram ientas y m ateriales, de obreros agobiados por el sudar, que le pedían a todo el m undo el favor de no estorbar, sin pensar que eran ellos quienes estorbaban, exasperados por el talego de huesas hum anos que los perseguía por todas partes can su sorda cascabeleo. En aquella incom odidad, respirando cal viva y m elaza de alquit rán, nadie entendió m uy bien cóm o fue surgiendo de las ent rañas de la t ierra no sólo la casa m ás grande que habría nunca en el pueblo, sino la m ás hospitalar ia y fresca que hubo jam ás en el ám bito de la ciénaga. José Arcadio Buendía, t ratando de sorprender a la Divina Providencia en m edio del cataclism o, fue quien m enos lo entendió. La nueva casa estaba casi term inada cuando Úrsula lo sacó de su m undo quim érico para inform arle que había orden de pintar la fachada de azul, y no de blanca com o ellos querían. Le m ost ró la disposición oficial escrita en un papel. José Arcadio Buendía, sin com prender lo que decía su esposa, descifró la firm a. -¿Quién es este t ipo? -preguntó. -El corregidor -dijo Úrsula desconsolada- . Dicen que es una autor idad casi le m olestaba para cam inar, com o una piedrecita en el zapato. I V La casa nueva, blanca com o una palom a, fue est renada con un baile. Úrsula había concebido aquella idea desde la tarde en que vio a Rebeca y Am aranta convert idas en adolescentes, y casi puede decirse que el pr incipal m ot ivo de la const rucción fue el deseo de procurar a las m uchachas un lugar digno donde recibir las visitas. Para que nada restara esplendor a ese propósito, t rabajó com a un galeote m ient ras se ejecutaban las reform as, de m odo que antes de que estuvieran term inadas había encargado costosas m enesteres para la decoración y el servicio, y el invento m aravilloso que había de suscitar el asom bro del pueblo y el júbilo de la juventud: la pianola. La llevaron a pedazos, em pacada en varios cajones que fueron descargados junto con los m uebles vieneses, la cr istalería de Bohem ia, la vaj illa de la Com pañía de las I ndias, los m anteles de Holanda y una r ica variedad de lám paras y palm atorias, y floreros, param entos y tapices. La casa im portadora envió por su cuenta un experto italiana, Piet ro Crespi, para que arm ara y afinara la pianola, inst ruyera a los com pradores en su m anejo y las enseñara a bailar la m úsica de m oda im presa en seis rollos de papel. Piet ro Crespi era joven y rubio, el hom bre m ás herm oso y m ejor educado que se había visto en Macondo, tan escrupuloso en el vest ir que a pesar del calor sofocante t rabajaba con la alm illa brocada y el grueso saca de paño oscuro. Em papado en sudar, guardando una distancia reverente con los dueños de la casa, estuvo varias sem anas encerrado en la sala, con una consagración sim ilar a la de Aureliano en su taller de orfebre. Una m añana, sin abrir la puerta, sin convocar a ningún test igo del m ilagro, colocó el pr im er rollo en la pianola, y el m art illeo atorm entador y el est répito constante de los listones de m adera cesaron en un silencio de asom bro, ante el orden y la lim pieza de la m úsica. Todos se precipitaron a la sala. José Arcadio Buendía pareció fulm inado no por la belleza de la m elodía, sino par el tecleo autónom o de la pianola, e instaló en la sala la cám ara de Melquíades con la esperanza de obtener el daguerrot ipo del ejecutante invisible. Ese día el italiano alm orzó con ellos. Rebeca y Am aranta, sirviendo la m esa, se int im idaron con la fluidez con que m anejaba los cubiertos aquel hom bre angélico de m anos pálidas y sin anillos. En la sala de estar, cont igua a la sala de visita, Piet ro Crespi las enseñó a bailar. Les indicaba los pasos sin tocarlas, m arcando el com pás con un m et rónom o, baja la am able vigilancia de Úrsula, que no abandonó la sala un solo instante m ient ras sus hijas recibían las lecciones. Piet ro Crespi llevaba en esos días unos pantalones especiales, m uy flexibles y ajustados, y unas zapat illas de baile. «No t ienes por qué preocuparte tanto - le decía José Arcadio Buendía a su m ujer- . Este hom bre es m arica.» Pero ella no desist ió de la vigilancia m ient ras no term inó el aprendizaje y el italiano se m archó de Macondo. Entonces em pezó la organización de la fiesta. Úrsula hizo una lista severa de los invitados, en la cual los únicos escogidos fueron los descendientes de los fundadores, salvo la fam ilia de Pilar Ternera, que ya había tenido ot ros dos hijos de padres desconocidos. Era en realidad una selección de clase, sólo que determ inada por sent im ientos de am istad, pues los favorecidos no sólo eran los m ás ant iguos allegados a la casa de José Arcadio Buendía desde antes de em prender el éxodo que culm inó con la fundación de Macondo, sino que sus hijos y nietos eran los com pañeros habituales de Aureliano y Arcadio desde la infancia, y sus hijas eran las únicas que visitaban la casa para bordar con Rebeca y Am aranta. Don Apolinar Moscote, el gobernante benévolo cuya actuación se reducía a sostener con sus escasos recursos a dos policías arm ados con bolillos de palo, era una autor idad ornam ental. Para sobrellevar los gastos dom ést icos, sus hijas abrieron un taller de costura, donde lo m ism o hacían flores de fielt ro que bocadillos de guayaba y esquelas de am or por encargo. Pero a pesar de ser recatadas y serviciales, las m ás bellas del pueblo y las m ás diest ras en los bailes nuevos, no consiguieron que se les tom ara en cuenta para la fiesta. Mient ras Úrsula y las m uchachas desem pacaban m uebles, pulían las vaj illas y colgaban cuadros de doncellas en barcas cargadas de rosas, infundiendo un soplo de vida nueva a los espacios pelados que const ruyeron los albañiles, José Arcadio Buendía renunció a la persecución de la im agen de Dios, convencido de su inexistencia, y dest r ipó la pianola para descifrar su m agia secreta. Dos días antes de la fiesta, em pantanado en un reguero de clavijas y m art inetes sobrantes, chapuceando ent re un enredijo de cuerdas que desenrollaba por un ext rem o y se volvían a enrollar por el ot ro, consiguió m alcom poner el inst rum ento. Nunca hubo tantos sobresaltos y correndillas com o en aquellos días, pero las nuevas lám paras de alquit rán se encendieron en la fecha y a la hora previstas. La casa se abrió, todavía olorosa a resinas y a cal húm eda, y los hijos y nietos de los fundadores conocieron el corredor de los helechos y las begonias, los aposentos silenciosos, el jardín saturado por la fragancia de las rosas, y se reunieron en la sala de visita frente al invento desconocido que había sido cubierto con una sábana blanca. Quienes conocían el pianoforte, popular en ot ras poblaciones de la ciénaga, se sint ieron un poco descorazonados, pero m ás am arga fue la desilusión de Úrsula cuando colocó el pr im er rollo para que Am aranta y Rebeca abrieran el baile, y el m ecanism o no funcionó. Melquíades, ya casi ciego, desm igajándose de decrepitud, recurr ió a las artes de su ant iquísim a sabiduría para t ratar de com ponerlo. Al fin José Arcadio Buendía logró m over por equivocación un disposit ivo atascado, y la m úsica salió pr im ero a borbotones, y luego en un m anant ial de notas enrevesadas. Golpeando cont ra las cuerdas puestas sin orden ni concierto y tem pladas con tem eridad, los m art inetes se desquiciaron. Pero los porfiados descendientes de los veint iún int répidos que desent rañaron la sierra buscando el m ar por el Occidente, eludieron los escollos del t rast rueque m elódico, y el baile se prolongó hasta el am anecer. Piet ro Crespi volvió a com poner la pianola. Rebeca y Am aranta lo ayudaron a ordenar las cuerdas y lo secundaron en sus r isas por lo enrevesado de los valses. Era en ext rem o afectuoso, y de índole tan honrada, que Úrsula renunció a la vigilancia. La víspera de su viaje se im provisó con la pianola restaurada un baile para despedir lo, y él hizo con Rebeca una dem ost ración vir tuosa de las danzas m odernas. Arcadio y Am aranta los igualaron en gracia y dest reza. Pero la exhibición fue interrum pida porque Pilar Ternera, que estaba en la puerta con los curiosos, se peleó a m ordiscos y t irones de pelo con una m ujer que se at revió a com entar que el joven Arcadio tenía nalgas de m ujer. Hacia la m edianoche, Piet ro Grespi se despidió con un discursito sent im ental y prom et ió volver m uy pronto. Rebeca lo acom pañó hasta la puerta, y luego de haber cerrado la casa y apagado las lám paras, se fue a su cuarto a llorar. Fue un llanto inconsolable que se prolongó por varios días, y cuya causa no conoció ni siquiera Am aranta. No era ext raño su herm et ism o. Aunque parecía expansiva y cordial, tenía un carácter solitar io y un corazón impenet rable. Era una adolescente espléndida, de huesos largos y firm es, pero se empecinaba en seguir usando el m ecedorcito de m adera con que llegó a la casa, m uchas veces reforzado y ya desprovisto de brazos. Nadie había descubierto que aún a esa edad, conservaba el hábito de chuparse el dedo. Por eso no perdía ocasión de encerrarse en el baño, y había adquir ido la costum bre de dorm ir con la cara vuelta cont ra la pared. En las tardes de lluvia, bordando con un grupo de am igas en el corredor de las begonias, perdía el hilo de la conversación y una lágrim a de nostalgia le salaba el paladar cuando veía las vetas de t ierra húm eda y los m ont ículos de barro const ruidos por las lom brices en el jardín. Esos gustos secretos, derrotados en ot ro t iem po por las naranjas con ruibarbo, estallaron en un anhelo irreprim ible cuando em pezó a llorar. Volvió a com er t ierra. La pr im era vez lo hizo casi por curiosidad, segura de que el m al sabor sería el m ejor rem edio cont ra la tentación. Y en efecto no pudo soportar la t ierra en la boca. Pero insist ió, vencida por el ansia creciente, y poco a poco fue rescatando el apet ito ancest ral, el gusto de los m inerales pr im arios, la sat isfacción sin resquicios del alim ento or iginal. Se echaba puñados de t ierra en los bolsillos, y los com ía a granitos sin ser vista, con un confuso sent im iento de dicha y de rabia, m ient ras adiest raba a sus am igas en las puntadas m ás difíciles y conversaba de ot ros hom bres que no m erecían el sacrificio de que se com iera por ellos la cal de las de Macondo. Los t res am igos bebieron guarapo ferm entado. Magnífico y Gerineldo, contem poráneos de Aureliano, pero m ás diest ros en las cosas del m undo, bebían m etódicam ente con las m ujeres sentadas en las piernas. Una de ellas, m archita y con la dentadura or ificada, le hizo a Aureliano una caricia est rem ecedora. Él la rechazó. Había descubierto que m ient ras m ás bebía m ás se acordaba de Rem edios, pero soportaba m ejor la tortura de su recuerdo. No supo en qué m om ento em pezó a flotar. Vio a sus am igos y a las m ujeres navegando en una reverberación radiante, sin peso ni volum en, diciendo palabras que no salían de sus labios y haciendo señales m ister iosas que no correspondían a sus gestos. Catarino le puso una m ano en la espalda y le dijo: «Van a ser las once.» Aureliano volvió la cabeza, vio el enorm e rost ro desfigurado con una flor de fielt ro en la oreja, y entonces perdió la m em oria, com o en los t iem pos del olvido, y la volvió a recobrar en una m adrugada ajena y en un cuarto que le era com pletam ente ext raño, donde estaba Pilar Ternera en com binación, descalza, desgreñada, alum brándolo con una lám para y pasm ada de incredulidad. -1Aureliano! Aureliano se afirm ó en los pies y levantó la cabeza. I gnoraba cóm o había llegado hasta allí, pero sabía cuál era el propósito, porque lo llevaba escondido desde la infancia en un estanco inviolable del corazón. -Vengo a dorm ir con usted -dijo. Tenía la ropa em badurnada de fango y de vóm ito. Pilar Ternera, que entonces vivía solam ente con sus dos hijos m enores, no le hizo ninguna pregunta. Lo llevó a la cam a. Le lim pió la cara con un est ropajo húm edo, le quitó la ropa, y luego se desnudó por com pleto y bajó el m osquitero para que no la vieran sus hijos si despertaban. Se había cansado de esperar al hom bre que se quedó, a los hom bres que se fueron, a los incontables hom bres que erraron el cam ino de su casa confundidos por la incert idum bre de las barajas. En la espera se le había agrietado la piel, se le habían vaciado los senos, se le había apagado el rescoldo del corazón. Buscó a Aureliano en la oscuridad, le puso la m ano en el vient re y lo besó en el cuello con una ternura m aternal. «Mi pobre niñito», m urm uró. Aureliano se est rem eció. Con una dest reza reposada, sin el m enor t ropiezo, dejó at rás los acant ilados del dolor y encont ró a Rem edios convert ida en un pantano sin horizontes, olorosa a anim al crudo y a ropa recién planchada. Cuando salió a flote estaba llorando. Prim ero fueron unos sollozos involuntarios y ent recortados. Después se vació en un m anant ial desatado, sint iendo que algo tum efacto y doloroso se había reventado en su inter ior. Ella esperó, rascándole la cabeza con la yem a de los dedos, hasta que su cuerpo se desocupó de la m ateria oscura que no lo dejaba vivir . Entonces Pilar Ternera le preguntó: «¿Quién es?» Y Aureliano se lo dijo. Ella soltó la r isa que en ot ro t iem po espantaba a las palom as y que ahora ni siquiera despertaba a los niños. «Tendrás que acabar de criaría», se burló. Pero debajo de la burla encont ró Aureliano un rem anso de com prensión. Cuando abandonó el cuarto, dejando allí no sólo la incert idum bre de su vir ilidad sino tam bién el peso am argo que durante tantos m eses soportó en el corazón, Pilar Ternera le había hecho una prom esa espontánea. -Voy a hablar con la niña - le dijo- , y vas a ver que te la sirvo en bandeja. Cum plió. Pero en un m al m om ento, porque la casa había perdido la paz de ot ros días. Al descubrir la pasión de Rebeca, que no fue posible m antener en secreto a causa de sus gr itos, Am aranta sufr ió un acceso de calenturas. Tam bién ella padecía la espina de un am or solitar io. Encerrada en el baño se desahogaba del torm ento de una pasión sin esperanzas escribiendo cartas febriles que se conform aba con esconder en el fondo del baúl. Úrsula apenas si se dio abasto para atender a las dos enferm as. No consiguió en prolongados e insidiosos interrogatorios averiguar las causas de la post ración de Am aranta. Por últ im o, en ot ro instante de inspiración, forzó la cerradura del baúl y encont ró las cartas atadas con cintas de color de rosa, hinchadas de azucenas frescas y todavía húm edas de lágrim as, dir igidas y nunca enviadas a Piet ro Crespi. Llorando de fur ia m aldijo la hora en que se le ocurr ió com prar la pianola, prohibió las clases de bordado y decretó una especie de luto sin m uerto que había de prolongarse hasta que las hijas desist ieron de sus esperanzas. Fue inút il la intervención de José Arcadio Buendía, que había rect ificado su pr im era im presión sobre Piet ro Crespi, y adm iraba su habilidad para el m anejo de las m áquinas m usicales. De m odo que cuando Pilar Ternera le dijo a Aureliano que Rem edios estaba decidida a casarse, él com prendió que la not icia acabaría de at r ibular a sus padres. Pero le hizo frente a la situación. Convocados a la sala de visita para una ent revista form al, José Arcadio Buendía y Úrsula escucharon im pávidos la declaración de su hijo. Al conocer el nom bre de la novia, sin em bargo, José Arcadio Buendía enrojeció de indignación. «El am or es una peste - t ronó- . Habiendo tantas m uchachas bonitas y decentes, lo único que se te ocurre es casarte con la hija del enem igo.» Pero Úrsula estuvo de acuerdo con la elección. Confesó su afecto hacia las siete herm anas Moscote, por su herm osura, su laboriosidad, su recato y su buena educación, y celebró el acierto de su hijo. Vencido por el entusiasm o de su m ujer, José Arcadio Buendía puso entonces una condición: Rebeca, que era la correspondida, se casaría con Piet ro Crespi. Úrsula llevaría a Am aranta en un viaje a la capital de la provincia, cuando tuviera t iem po, para que el contacto con gente dist inta la aliv iara de su desilusión. Rebeca recobró la salud tan pronto com o se enteró del acuerdo, y escribió a su novio una carta jubilosa que som et ió a la aprobación de sus padres y puso al correo sin servirse de interm ediar ios. Am aranta fingió aceptar la decisión y poco a poco se restableció de las calenturas, pero se prom et ió a sí m ism a que Rebeca se casaría solam ente pasando por encim a de su cadáver. El sábado siguiente, José Arcadio Buendía se puso el t raje de paño oscuro, el cuello de celuloide y las botas de gam uza que había est renado la noche de la fiesta, y fue a pedir la m ano de Rem edios Moscote. El corregidor y su esposa lo recibieron al m ism o t iem po com placidos y conturbados, porque ignoraban el propósito de la visita im prevista, y luego creyeron que él había confundido el nom bre de la pretendida. Para disipar el error, la m adre despertó a Rem edios y la llevó en brazos a la sala, todavía atarantada de sueño. Le preguntaron si en verdad estaba decidida a casarse, y ella contestó llor iqueando que solam ente quería que la dejaran dorm ir. José Arcadio Buendía, com prendiendo el desconcierto de los Moscote, fue a aclarar las cosas con Aureliano. Cuando regresó, los esposos Moscote se habían vest ido con ropa form al, habían cam biado la posición de los m uebles y puesto flores nuevas en los floreros, y lo esperaban en com pañía de sus hijas m ayores. Agobiado por la ingrat itud de la ocasión y por la m olest ia del cuello duro, José Arcadio Buendía confirm ó que, en efecto, Rem edios era la elegida. «Esto no t iene sent ido -dijo consternado don Apolinar Moscote- . Tenem os seis hijas m ás, todas solteras y en edad de m erecer, que estarían encantadas de ser esposas dignísim as de caballeros serios y t rabajadores com o su hijo, y Aurelito pone sus ojos precisam ente en la única que todavía se arm a en la cam a.» Su esposa, una m ujer bien conservada, de párpados y adem anes afligidos, le reprochó su incorrección. Cuando term inaron de tom ar el bat ido de frutas, habían aceptado com -placidos la decisión de Aureliano. Sólo que la señora de Moscote suplicaba el favor de hablar a solas con Úrsula. I nt r igada, protestando que la enredaran en asuntos de hom bres, pero en realidad int im idada por la em oción, Úrsula fue a visitar la al día siguiente. Media hora después regresó con la not icia de que Rem edios era im púber. Aureliano no lo consideró com o un t ropiezo grave. Había esperado tanto, que podía esperar cuanto fuera necesario, hasta que la novia estuviera en edad de concebir. La arm onía recobrada sólo fue interrum pida por la m uerte de Melquíades. Aunque era un acontecim iento previsible, no lo fueron las circunstancias. Pocos m eses después de su regreso se había operado en él un proceso de envejecim iento tan apresurado y cr it ico, que pronto se le tuvo por uno de esos bisabuelos inút iles que deam bulan com o som bras por los dorm itor ios, arrast rando los pies, recordando m ejores t iem pos en voz alta, y de quienes nadie se ocupa ni se acuerda en realidad hasta el día en que am anecen m uertos en la cam a. Al pr incipio, José Arcadio Buendía lo secundaba en sus tareas, entusiasm ado con la novedad de la daguerrot ipia y las predicciones de Nost radam us. Pero poco a poco lo fue abandonando a su soledad, porque cada vez se les tuviera que at ravesar en la puerta su propio cadáver. Se im presionó tanto el italiano con el dram at ism o de la am enaza, que no resist ió la tentación de com entarla con Rebeca. Fue así com o el viaje de Am aranta, siem pre aplazado par las ocupaciones de Úrsula, se arregló en m enos de una sem ana. Am aranta no opuso resistencia, pero cuando le dio a Rebeca el beso de despedida, le susurró al oído: -No te hagas ilusiones. Aunque m e lleven al fin del m undo encont raré la m anera de im pedir que te cases, así tenga que m atarte. Con la ausencia de Úrsula, can la presencia invisible de Melquíades que cont inuaba su deam bular sigiloso por las cuartos, la casa pareció enorm e y vacía. Rebeca había quedado a cargo del orden dom ést ico, m ient ras la india se ocupaba de la panadería. Al anochecer, cuando llegaba Piet ro Crespi precedido de un fresco hálito de espliego y llevando siem pre un juguete de regalo, su novia le recibía la visita en la sala pr incipal can puertas y ventanas abiertas para estar a salvo de toda suspicacia. Era una precaución innecesaria, porque el italiano había dem ost rado ser tan respetuoso que ni siquiera tocaba la m ano de la m ujer que seria su esposa antes de un año. Aquellas visitas fueron llenando la casa de juguetes prodigiosos. Las bailar inas de cuerda, las cajas de m úsica, los m anas acróbatas, los caballos t rotadores, los payasos tam borileros, la r ica y asom brosa fauna m ecánica que llevaba Piet ro Crespi, disiparan la aflicción de José Arcadio Buendía por la m uerte de Melquíades, y la t ransportaron de nuevo a sus ant iguas t iem pos de alquim ista. Vivía entonces en un paraíso de anim ales dest r ipados, de m ecanism os deshechos, t ratando de perfeccionarías can un sistem a de m ovim iento cont inua fundado en los pr incipios del péndulo. Aureliano, por su parte, había descuidado el taller para enseñar a leer y escribir a la pequeña Rem edios. Al pr incipia, la niña prefería sus m uñecas al ham bre que llegaba todas las tardes, y que era el culpable de que la separaran de sus juegos para bañarla y vest ir la y sentaría en la sala a recibir la visita. Pero la paciencia y la devoción de Aureliano term inaron par seducir la, hasta el punto de que pasaba m uchas horas con él estudiando el sent ido de las let ras y dibujando en un cuaderno con lápices de colores casitas can vacas en los corrales y sales redondos con rayas am arillas que se ocultaban det rás de las lom as. Sólo Rebeca era infeliz con la am enaza de Am aranta. Conocía el carácter de su herm ana, la alt ivez de su espír itu, y la asustaba la virulencia de su rencor. Pasaba horas enteras chupándose el dedo en el baño, aferrándose a un agotador esfuerzo de voluntad para no com er t ierra. En busca de un alivio a la zozobra llam ó a Pilar Ternera para que le leyera el porvenir. Después de un sartal de im precisiones convencionales, Pilar Ternera pronost icó: -No serás feliz m ient ras tus padres perm anezcan insepultos. Rebeca se est rem eció. Cam a en el recuerdo de un sueño se vio a sí m ism a ent rando a la casa, m uy niña, con el baúl y el m ecedorcito de m adera y un talego cuyo contenido no conoció jam ás. Se acordó de un caballero calvo, vest ido de lino y con el cuello de la cam isa cerrado con un botón de aro, que nada tenía que ver con el rey de capas. Se acordó de una m ujer m uy joven y m uy bella, de m anos t ibias y perfum adas, que nada tenían en com ún can las m anos reum át icas de la sota de oros, y que le ponía flores en el cabello para sacarla a pasear en la tarde por un pueblo de calles verdes. -No ent ienda -dijo. Pilar Ternera pareció desconcertada: -Yo tam poco, pero eso es lo que dicen las cartas. Rebeca quedó tan preocupada con el enigm a, que se lo cantó a José Arcadio Buendía y éste la reprendió por dar crédito a pronóst icos de barajas, pera se dio a la silenciosa tarea de regist rar arm arios y baúles, rem over m uebles y voltear cam as y entabladas, buscando el talega de huesos. Recordaba no haberla visto desde los t iem pos de la reconst rucción. Llam ó en secreta a los albañiles y una de ellas reveló que había em paredado el talego en algún dorm itor io porque le estorbaba para t rabajar. Después de varios días de auscultaciones, can la oreja pegada a las paredes, percibieron el clac clac profundo. Perforaron el m uro y allí estaban los huesos en el talego intacto. Ese m ism o día lo sepultaron en una tum ba sin lápida, im provisada junta a la de Melquíades, y Jasé Arcadio Buendía regresó a la casa liberado de una carga que por un m om ento pesó tanto en su conciencia com o el recuerdo de Prudencio Aguilar. Al pasar por la cocina le dio un beso en la frente a Rebeca. -Quítate las m alas ideas de la cabeza - le dijo- . Serás feliz. La am istad de Rebeca abrió a Pilar Ternera las puertas de la casa, cerradas por Úrsula desde el nacim iento de Arcadio. Llegaba a cualquier hora del día, com o un t ropel de cabras, y descargaba su energía febril en los oficios m ás pesados. A veces ent raba al taller y ayudaba a Arcadio a sensibilizar las lám inas del daguerrot ipo con una eficacia y una ternura que term inaron par confundir lo. Lo aturdía esa m ujer. La resolana de su piel, su olor a hum o, el desorden de su r isa en el cuarto oscuro, perturbaban su atención y la hacían t ropezar con las cosas. En cierta ocasión Aureliano estaba allí, t rabajando en orfebrería, y Pilar Ternera se apoyó en la m esa para adm irar su paciente laboriosidad. De pronto ocurr ió. Aureliano com probó que Arcadio estaba en el cuarto oscuro, antes de levantar la vista y encont rarse can los ojos de Pilar Ternera, cuyo pensam iento era perfectam ente visible, com o expuesto a la luz del m ediodía. -Bueno -dijo Aureliano- . Dígam e qué es. Pilar Ternera se m ordió los labios can una sonrisa t r iste. -Que eres bueno para la guerra -dijo- . Donde pones el ojo pones el plom o. Aureliano descansó con la com probación del presagio. Volvió a concent rarse en su t rabaja, com o si nada hubiera pasado, y su voz adquir ió una repasada firm eza. -Lo reconozco -dijo- . Llevará m i nom bre. José Arcadio Buendía consiguió par fin lo que buscaba: conectó a una bailar ina de cuerda el m ecanism o del reloj , y el juguete bailó sin interrupción al com pás de su propia m úsica durante t res días. Aquel hallazgo lo excitó m ucho m ás que cualquiera de sus em presas descabelladas. No volvió a com er. No volvió a dorm ir. Sin la vigilancia y los cuidados de Úrsula se dejó arrast rar por su im aginación hacia un estado de delir io perpetuo del cual no se volvería a recuperar. Pasaba las noches dando vueltas en el cuarto, pensando en voz alta, buscando la m anera de aplicar los pr incipios del péndulo a las carretas de bueyes, a las rejas del arado, a toda la que fuera út il puesto en m ovim iento. Lo fat igó tanto la fiebre del insom nio, que una m adrugada no pudo reconocer al anciano de cabeza blanca y adem anes inciertos que ent ró en su dorm itor io. Era Prudencio Aguilar. Cuando por fin lo ident ificó, asom brado de que tam bién envejecieran los m uertos, José Arcadio Buendía se sint ió sacudido por la nostalgia. «Prudencio -exclam ó- , ¡cóm o has venido a parar tan lejos!» Después de m uchos años de m uerte, era tan intensa la añoranza de las vivos, tan aprem iante la necesidad de com pañía, tan aterradora la proxim idad de la ot ra m uerte que exist ía dent ro de la m uerte, que Prudencio Aguilar había term inado por querer al peor de sus enem igas. Tenía m ucho t iem po de estar buscándolo. Les preguntaba por él a los m uertos de Riohacha, a los m uertos que llegaban del Valle de Upar, a los que llegaban de la ciénaga, y nadie le daba razón, porque Macondo fue un pueblo desconocido para los m uertos hasta que llegó Melquíades y lo señaló con un punt ito negro en las abigarrados m apas de la m uerte. José Arcadio Buendía conversó con Prudencio Aguilar hasta el am anecer. Pocas horas después, est ragado par la vigilia, ent ró al taller de Aureliano y le preguntó: «¿Qué día es hay?» Aureliano le contestó que era m artes. «Eso m ism o pensaba ya -dijo José Arcadio Buendía- . Pera de pronto m e he dado cuenta de que sigue siendo lunes, com o ayer. Mira el cielo, m ira las paredes, m ira las begonias. Tam bién hoy es lunes. » Acostum brada a sus m anías, Aureliano no le hizo caso. Al día siguiente, m iércoles, José Arcadio Buendía volvió al taller. «Esta es un desast re - dijo- . Mira el aire, oye el zum bido del sol, igual que ayer y ant ier. Tam bién hoy es lunes.» Esa noche, Piet ro Crespi lo encont ró en el corredor, llorando con el llant ito sin gracia de los viejos, llorando par Prudencio Aguilar, por Melquíades, por los padres de Rebeca, por su papá y su m am á, por todos los que podía recordar y que entonces estaban solos en la m uerte. Le regaló un aso de cuerda que cam inaba t iem po para su boda. Nunca se averiguó quién escribió la carta. Atorm entada por Úrsula, Am aranta lloró de indignación y juró su inocencia frente al altar que los carpinteros no habían acabado de desarm ar. El padre Nicanor Reyna -a quien don Apolinar Moscote había llevado de la ciénaga para que oficiara la boda- era un anciano endurecido por la ingrat itud de su m inister io. Tenía la piel t r iste, casi en los puros huesos, y el vient re pronunciado y redondo y una expresión de ángel viejo que era m ás de inocencia que de bondad. Llevaba el propósito de regresar a su parroquia después de la boda, pero se espantó con la ar idez de los habitantes de Macondo, que prosperaban en el escándalo, sujetos a la ley natural, sin baut izar a los hijos ni sant ificar las fiestas. Pensando que a ninguna t ierra le hacía tanta falta la sim iente de Dios, decidió quedarse una sem ana m ás para cr ist ianizar a circuncisos y gent iles, legalizar concubinarios y sacram entar m oribundos. Pero nadie le prestó atención. Le contestaban que durante m uchos años habían estado sin cura, arreglando negocios del alm a directam ente con Dios, y habían perdido la m alicia del pecado m ortal. Cansado de predicar en el desierto, el padre Nicanor se dispuso a em prender la const rucción de un tem plo, el m ás grande del m undo con santos de tam año natural y vidr ios de colores en las paredes, para que fuera gente desde Rom a a honrar a Dios en el cent ro de la im piedad. Andaba por todas partes pidiendo lim osnas con un plat illo de cobre. Le daban m ucho, pero él quería m ás, porque el tem plo debía tener una cam pana cuyo clam or sacara a flote a los ahogados. Suplicó tanto, que perdió la voz. Sus huesos em pezaron a llenarse de ruidos. Un sábado, no habiendo recogido ni siquiera el valor de las puertas, se dejó confundir por la desesperación. I m provisó un altar en la plaza y el dom ingo recorr ió el pueblo con una cam panita, com o en los t iem pos del insom nio, convocando a la m isa cam pal. Muchos fueron por curiosidad. Ot ros por nostalgia. Ot ros para que Dios no fuera a tom ar com o agravio personal el desprecio a su interm ediario. Así que a las ocho de la m añana estaba m edio pueblo en la plaza, donde el padre Nicanor cantó los evangelios con voz lacerada por la súplica. Al final, cuando los asistentes em pezaron a desbandarse, levantó los brazos en señal de atención. -Un m om ento -dijo- . Ahora vam os a presenciar una prueba irrebat ible del infinito poder de Dios. El m uchacho que había ayudado a m isa le llevó una taza de chocolate espeso y hum eante que él se tom ó sin respirar. Luego se lim pió los labios con un pañuelo que sacó de la m anga, extendió los brazos y cerró los ojos. Entonces el padre Nicanor se elevó doce cent ím et ros sobre el nivel del suelo. Fue un recurso convincente. Anduvo varios días por ent re las casas, repit iendo la prueba de la levitación m ediante el est ím ulo del chocolate, m ient ras el m onaguillo recogía tanto dinero en un talego, que en m enos de un m es em prendió la const rucción del tem plo. Nadie puso en duda el or igen divino de la dem ost ración, salvo José Arcadio Buendía, que observó sin inm utarse el t ropel de gente que una m añana se reunió en torno al castaño para asist ir una vez m ás a la revelación. Apenas se est iró un poco en el banquillo y se encogió de hom bros cuando el padre Nicanor em pezó a levantarse del suelo junto con la silla en que estaba sentado. -Hoc est sim plicisim un -dijo José Arcadio Buendía- : homo iste statum quartum m ateriae invenit . El padre Nicanor levantó la m ano y las cuat ro patas de la silla se posaron en t ierra al m ism o t iem po. -Nego -dijo- . Factum hoc existent iam Dei probat sine dubio. Fue así com o se supo que era lat ín la endiablada jerga de José Arcadio Buendía. El padre Nicanor aprovechó la circunstancia de ser la única persona que había podido com unicarse con él, para t ratar de infundir la fe en su cerebro t rastornado. Todas las tardes se sentaba junto al castaño, predicando en lat ín, pero José Arcadio Buendía se em pecinó en no adm it ir ver icuetos retór icos ni t ransm utaciones de chocolate, y exigió com o única prueba el daguerrot ipo de Dios. El padre Nicanor le llevó entonces m edallas y estam pitas y hasta una reproducción del paño de la Verónica, pero José Arcadio Buendía los rechazó por ser objetos artesanales sin fundam ento cien- t ífico. Era tan terco, que el padre Nicanor renunció a sus propósitos de evangelización y siguió visitándolo por sent im ientos hum anitar ios. Pero entonces fue José Arcadio Buendía quien tom ó la iniciat iva y t rató de quebrantar la fe del cura con m art ingalas racionalistas. En cierta ocasión en que el padre Nicanor llevó al castaño un tablero y una caja de fichas para invitar lo a jugar a las dam as, José Arcadio Buendía no aceptó, según dijo, porque nunca pudo entender el sent ido de una cont ienda ent re dos adversarios que estaban de acuerdo en los pr incipios. El padre Nicanor, que jam ás había visto de ese m odo el juego de dam as, no pudo volverlo a jugar. Cada vez m ás asom brado de la lucidez de José Arcadio Buendía, le preguntó cóm o era posible que lo tuvieran am arrado de un árbol. -Hoc est sim plicisim un -contestó él- : porque estoy loco. Desde entonces, preocupado por su propia fe, el cura no volvió a visitar lo, y se dedicó por com pleto a apresurar la const rucción del tem plo. Rebeca sint ió renacer la esperanza. Su porvenir estaba condicionado a la term inación de la obra, desde un dom ingo en que el padre Nicanor alm orzaba en la casa y toda la fam ilia sentada a la m esa habló de la solem nidad y el esplendor que tendrían los actos religiosos cuando se const ruyera el tem plo. «La m ás afortunada será Rebeca», dijo Am aranta. Y com o Rebeca no entendió lo que ella quería decir le, se lo explicó con una sonrisa inocente: -Te va a tocar inaugurar la iglesia con tu boda. Rebeca t rató de ant iciparse a cualquier com entario. Al paso que llevaba la const rucción, el tem plo no estaría term inado antes de diez años. El padre Nicanor no estuvo de acuerdo: la creciente generosidad de los fieles perm it ía hacer cálculos m ás opt im istas. Ante la sorda indignación de Rebeca, que no pudo term inar el alm uerzo, Úrsula celebró la idea de Am aranta y cont r ibuyó con un aporte considerable para que se apresuraran los t rabajos. El padre Nicanor consideró que con ot ro auxilio com o ese el tem plo estaría listo en t res años. A part ir de entonces Rebeca no volvió a dir igir le la palabra a Am aranta, convencida de que su iniciat iva no había tenido la inocencia que ella supo aparentar. «Era lo m enos grave que podía hacer - le replicó Am aranta en la virulenta discusión que tuvieron aquella noche- . Así no tendré que m atarte en los próxim os t res años.» Rebeca aceptó el reto. Cuando Piet ro Crespi se enteró del nuevo aplazam iento, sufr ió una cr isis de desilusión, pero Rebeca le dio una prueba definit iva de lealtad. «Nos fugarem os cuando tú lo dispongas», le dijo. Piet ro Crespi, sin em bargo, no era hom bre de aventuras. Carecía del carácter im pulsivo de su novia, y consideraba el respeto a la palabra em peñada com o un capital que no se podía dilapidar. Entonces Rebeca recurr ió a m étodos m ás audaces. Un viento m ister ioso apagaba las lám paras de la sala de visita y Úrsula sorprendía a los novios besándose en la oscuridad. Piet ro Crespi le daba explicaciones atolondradas sobre la m ala calidad de las m odernas lám paras de alquit rán y hasta ayudaba a instalar en la sala sistem as de ilum inación m ás seguros. Pero ot ra vez fallaba el com bust ible o se atascaban las m echas, y Úrsula encont raba a Rebeca sentada en las rodillas del novio. Term inó por no aceptar ninguna explicación. Depositó en la india la responsabilidad de la panadería y se sentó en un m ecedor a vigilar la visita de los novios, dispuesta a no dejarse derrotar por m aniobras que ya eran viejas en su juventud. «Pobre mam á -decía Rebeca con burlona indignación, viendo bostezar a Úrsula en el sopor de las visitas- . Cuando se m uera saldrá penando en ese m ecedor.» Al cabo de t res m eses de am ores vigilados, aburr ido con la lent itud de la const rucción que pasaba a inspeccionar todos los días, Piet ro Crespi resolvió darle al padre Nicanor el dinero que le hacía falta para term inar el tem plo. Am aranta no se im pacientó. Mient ras conversaba con las am igas que todas las tardes iban a bordar o tejer en el corredor, t rataba de concebir nuevas t r iquiñuelas. Un error de cálculo echó a perder la que consideró m ás eficaz: quitar las bolitas de naftalina que Rebeca había puesto a su vest ido de novia antes de guardarlo en la cóm oda del dorm itor io. Lo hizo cuando faltaban m enos de dos m eses para la term inación del tem plo. Pero Rebeca estaba tan im paciente ante la proxim idad de la boda, que quiso preparar el vest ido con m ás ant icipación de lo que había previsto Am aranta. Al abrir la cóm oda y desenvolver pr im ero los papeles y luego el lienzo protector, encont ró el negro con m angas hasta los puños. Habría sido tan irreverente la sola idea de pensar en una nueva fecha para la boda, que el noviazgo se convirt ió en una relación eterna, un am or de cansancio que nadie volvió a cuidar, com o si los enam orados que en ot ros días descom ponían las lám paras para besarse hubieran sido abandonados al albedrío de la m uerte. Perdido el rum bo, com pletam ente desm oralizada, Rebeca volvió a com er t ierra. De pronto cuando el duelo llevaba tanto t iem po que ya se habían reanudado las sesiones de punto de cruz- alguien em pujó la puerta de la calle a las dos de la tarde, en el silencio m ortal del calor, y los horcones se est rem ecieron con tal fuerza en los cim ientos, que Am aranta y sus am igas bordando en el corredor, Rebeca chupándose el dedo en el dorm itor io, Úrsula en la cocina, Aureliano en el taller y hasta José Arcadio Buendía bajo el castaño solitar io, tuvieron la im presión de que un tem blor de t ierra estaba desquiciando la casa. Llegaba un hom bre descom unal. Sus espaldas cuadradas apenas si cabían por las puertas. Tenía una m edallita de la Virgen de los Rem edios colgada en el cuello de bisonte, los brazos y el pecho com pletam ente bordados de tatuajes crípt icos, y en la m uñeca derecha la apretada esclava de cobre de los niños-en-cruz. Tenía el cuero curt ido por la sal de la intem perie, el pelo corto y parado com o las cr ines de un m ulo, las m andíbulas férreas y la m irada t r iste. Tenía un cinturón dos veces m ás grueso que la cincha de un caballo, botas con polainas y espuelas y con los tacones herrados, y su presencia daba la im presión t repidator ia de un sacudim iento sísm ico. At ravesó la sala de visitas y la sala de estar, llevando en la m ano unas alfor jas m edio desbaratadas, y apareció com o un t rueno en el corredor de las begonias, donde Am aranta y sus am igas estaban paralizadas con las agujas en el aire. «Buenas», les dijo él con la voz cansada, y t iró las alfor jas en la m esa de labor y pasó de largo hacia el fondo de la casa. «Buenas», le dijo a la asustada Rebeca que lo vio pasar por la puerta de su dorm itor io. «Buenas», le dijo a Aureliano, que estaba con los cinco sent idos alertas en el m esón de orfebrería. No se ent retuvo con nadie. Fue directam ente a la cocina, y allí se paró por pr im era vez en el térm ino de un viaje que había em pezado al ot ro lado del m undo. «Buenas», dijo. Úrsula se quedó una fracción de segundo con la boca abierta, lo m iró a los ojos, lanzó un gr ito y saltó a su cuello gr itando y llorando de alegría. Era José Arcadio. Regresaba tan pobre com o se fue, hasta el ext rem o de que Úrsula tuvo que darle dos pesos para pagar el alquiler del caballo. Hablaba el español cruzado con jerga de m arineros. Le preguntaron dónde había estado, y contestó: «Por ahí.» Colgó la ham aca en el cuarto que le asignaron y durm ió t res días. Cuando despertó, y después de tom arse dieciséis huevos crudos, salió directam ente hacia la t ienda de Catarino, donde su corpulencia m onum ental provocó un pánico de curiosidad ent re las m ujeres. Ordenó m úsica y aguardiente para todos por su cuenta. Hizo apuestas de pulso con cinco hom bres al m ism o t iem po. «Es im posible», decían, al convencerse de que no lograban m overle el brazo. «Tiene niños-en- cruz.» Catarino, que no creía en art ificios de fuerza, apostó doce pesos a que no m ovía el m ost rador. José Arcadio lo arrancó de su sit io, lo levantó en vilo sobre la cabeza y lo puso en la calle. Se necesitaron once hom bres para m eterlo. En el calor de la fiesta exhibió sobre el m ost rador su m asculinidad inverosím il, enteram ente tatuada con una m araña azul y roja de let reros en varios idiom as. A las m ujeres que lo asediaron con su codicia les preguntó quién pagaba m ás. La que tenía m ás ofreció veinte pesos. Entonces él propuso r ifarse ent re todas a diez pesos el núm ero. Era un precio desorbitado, porque la m ujer m ás solicitada ganaba ocho pesos en una noche, pero todas aceptaron. Escribieron sus nom bres en catorce papeletas que m et ieron en un som brero, y cada m ujer sacó una. Cuando sólo faltaban por sacar dos papeletas, se estableció a quiénes correspondían. -Cinco pesos m ás cada una -propuso José Arcadio- y m e reparto ent re am bas. De eso vivía. Le había dado sesenta y cinco veces la vuelta al m undo, enrolado en una t r ipulación de m arineros apát r idas. Las m ujeres que se acostaron con él aquella noche en la t ienda de Catarino lo llevaron desnudo a la sala de baile para que vieran que no tenía un m ilím et ro del cuerpo sin tatuar, por el frente y por la espalda, y desde el cuello hasta los dedos de los pies. No lograba incorporarse a la fam ilia. Dorm ía todo el día y pasaba la noche en el barr io de tolerancia haciendo suertes de fuerza. En las escasas ocasiones en que Úrsula logró sentarlo a la m esa, dio m uest ras de una sim pat ía radiante, sobre todo cuando contaba sus aventuras en países rem otos. Había naufragado y perm anecido dos sem anas a la deriva en el m ar del Japón, alim entándose con el cuerpo de un com pañero que sucum bió a la insolación, cuya carne salada y vuelta a salar y cocinada al sol tenía un sabor granuloso y dulce. En un m ediodía radiante del Golfo de Bengala su barco había vencido un dragón de m ar en cuyo vient re encont raron el casco, las hebillas y las arm as de un cruzado. Había visto en el Caribe el fantasm a de la nave corsario de Víctor Hugues, con el velam en desgarrado por los vientos de la m uerte, la arboladura carcom ida por cucarachas de m ar y equivocado para siem pre el rum bo de la Guadalupe. Úrsula lloraba en la m esa com o si estuviera leyendo las cartas que nunca llegaron, en las cuales relataba José Arcadio sus hazañas y desventuras. «Y tanta casa aquí, hijo m ío -sollozaba- . ¡Y tanta com ida t irada a los puercos» Pero en el fondo no podía concebir que el m uchacho que llevaron los gitanos fuera el m ism o atarván que se com ía m edio lechón en el alm uerzo y cuyas ventosidades m architaban flores. Algo sim ilar le ocurría al resto de la fam ilia. Am aranta no podía disim ular la repugnancia que le producían en la m esa sus eructos best iales. Arcadio, que nunca conoció el secreto de su filiación, apenas si contestaba a las preguntas que él le hacía con el propósito evidente de conquistar sus afectos. Aureliano t rató de revivir los t iem pos en que dorm ían en el m ism o cuarto, procuró restaurar la com plicidad de la infancia, pero José Arcadio los había olvidado porque la vida del m ar le saturó la m em oria con dem asiadas cosas que recordar. Sólo Rebeca sucum bió al prim er im pacto. La tarde en que lo vio pasar frente a su dorm itor io pensó que Piet ro Crespi era un currutaco de alfeñique junto a aquel protom acho cuya respiración volcánica se percibía en toda la casa. Buscaba su proxim idad con cualquier pretexto. En cierta ocasión José Arcadio la m iró el cuerpo con una atención descarada, y le dijo: «Eres muy mujer, herm anita.» Rebeca perdió el dom inio de sí m ism a. Volvió a com er t ierra y cal de las paredes con la avidez de ot ros días, y se chupó el dedo con tanta ansiedad que se le form ó un callo en el pulgar. Vom itó un líquido verde con sanguijuelas m uertas. Pasó noches en vela t ir itando de fiebre, luchando cont ra el delir io, esperando, hasta que la casa t repidaba con el regreso de José Arcadio al am anecer. Una tarde, cuando todos dorm ían la siesta, no resist ió m ás y fue a su dorm itor io. Lo encont ró en calzoncillos, despierto, tendido en la ham aca que había colgado de los horcones con cables de am arrar barcos. La im presionó tanto su enorm e desnudez tarabiscoteada que sint ió el im pulso de ret roceder. «Perdone - se excusó- . No sabía que estaba aquí.» Pero apagó la voz para no despertar a nadie. «Ven acá», dijo él. Rebeca obedeció. Se detuvo junto a la ham aca, sudando hielo, sint iendo que se le form aban nudos en las t r ipas, m ient ras José Arcadio le acariciaba los tobillos con la yem a de los dedos, y luego las pantorr illas y luego los m uslos, m urm urando: «Ay, herm anita: ay, herm anita.» Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no m orirse cuando una potencia ciclónica asom brosam ente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su int im idad con t res zarpazos y la descuart izó com o a un pajar ito. Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia el placer inconcebible de aquel dolor insoportable, chapaleando en el pantano hum eante de la ham aca que absorbió com o un papel secante la explosión de su sangre. Tres días después se casaron en la m isa de cinco. José Arcadio había ido el día anter ior a la t ienda de Piet ro Crespi. Lo había encont rado dictando una lección de cítara y no lo llevó aparte para hablar le. «Me caso con Rebeca», le dijo. Piet ro Crespi se puso pálido, le ent regó la cítara a uno de los discípulos, y dio la clase por term inada. Cuando quedaron solos en el salón at iborrado de inst rum entos m úsicos y juguetes de cuerda, Piet ro Crespi dijo: -Es su herm ana. -No m e im porta - replicó José Arcadio. podían tocarse con las m anos. Le pareció una exageración que su suegro se hiciera enviar para las elecciones seis soldados arm ados con fusiles, al m ando de un sargento, en un pueblo sin pasiones polít icas. No sólo llegaron, sino que fueron de casa en casa decom isando arm as de cacería, m achetes y hasta cuchillos de cocina, antes de repart ir ent re los hom bres m ayores de veint iún años las papeletas azules con los nom bres de los candidatos conservadores, y las papeletas rojas con los nom bres de los candidatos liberales. La víspera de las elecciones el propio don Apolinar Moscote leyó un bando que prohibía desde la m edianoche del sábado, y por cuarenta y ocho horas, la venta de bebidas alcohólicas y la reunión de m ás de t res personas que no fueran de la m ism a fam ilia. Las elecciones t ranscurr ieron sin incidentes. Desde las ocho de la m añana del dom ingo se instaló en la plaza la urna de m adera custodiada por los seis soldados. Se votó con entera libertad, com o pudo com probarlo el propio Aureliano, que estuvo casi todo el día con su suegro vigilando que nadie votara m ás de una vez. A las cuat ro de la tarde, un repique de redoblante en la plaza anunció el térm ino de la jornada, y don Apolinar Moscote selló la urna con una et iqueta cruzada con su firm a. Esa noche, m ient ras jugaba dom inó con Aureliano, le ordenó al sargento rom per la et iqueta para contar los votos. Había casi tantas papeletas rojas com o azules, pero el sargento sólo dejó diez rojas y com pletó la diferencia con azules. Luego volvieron a sellar la urna con una et iqueta nueva y al día siguiente a pr im era hora se la llevaron para la capital de la provincia. «Los liberales irán a la guerra», dijo Aureliano. Don Apolinar no desatendió sus fichas de dom inó. «Si lo dices por los cam bios de papeletas, no irán -dijo- . Se dejan algunas rojas para que no haya reclam os.» Aureliano com prendió las desventajas de la oposición. «Si yo fuera liberal -dijo- ir ía a la guerra por esto de las papeletas.» Su suegro lo m iró por encim a del m arco de los anteojos. -Ay, Aurelito -dijo- , si tú fueras liberal, aunque fueras m i yerno, no hubieras visto el cam bio de las papeletas. Lo que en realidad causó indignación en el pueblo no fue el resultado de las elecciones, sino el hecho de que los soldados no hubieran devuelto las arm as. Un grupo de m ujeres habló con Aureliano para que consiguiera con su suegro la rest itución de los cuchillos de cocina. Don Apolinar Moscote le explicó, en est r icta reserva, que los soldados se habían llevado las arm as decom isadas com o prueba de que los liberales se estaban preparando para la guerra. Lo alarm ó el cinism o de la declaración. No hizo ningún com entario, pero cierta noche en que Gerineldo Márquez y Magnífico Visbal hablaban con ot ros am igos del incidente de los cuchillos, le preguntaron si era liberal o conservador. Aureliano no vaciló: -Si hay que ser algo, seria liberal -dijo- , porque los conservadores son unos t ram posos. Al día siguiente, a instancias de sus am igos, fue a visitar al doctor Alir io Noguera para que le t ratara un supuesto dolor en el hígado. Ni siquiera sabía cuál era el sent ido de la pat raña. El doctor Alir io Noguera había llegado a Macondo pocos años antes con un bot iquín de globulitos sin sabor y una divisa m édica que no convenció a nadie: Un Clavo saca ot ro clavo. En realidad era un farsante. Det rás de su inocente fachada de m édico sin prest igio se escondía un terror ista que tapaba con unas cáligas de m edia pierna las cicat r ices que dejaron en sus tobillos cinco años de cepo. Capturado en la prim era aventura federalista, logró escapar a Curazao disfrazado con el t raje que m ás detestaba en este m undo: una sotana. Al cabo de un prolongado dest ierro, em bullado por las exaltadas not icias que llevaban a Curazao los exiliados de todo el Caribe, se em barcó en una goleta de cont rabandistas y apareció en Riohacha con los frasquitos de glóbulos que no eran m ás que de azúcar refinada, y un diplom a de la Universidad de Leipzig falsificado por él m ism o. Lloró de desencanto. El fervor federalista, que los exiliados definían com o un polvorín a punto de estallar, se había disuelto en una vaga ilusión electoral. Am argado por el fracaso, ansioso de un lugar seguro donde esperar la vejez, el falso hom eópata se refugió en Macondo. En el est recho cuart ito at iborrado de frascos vacíos que alquiló a un lado de la plaza vivió varios años de los enferm os sin esperanzas que después de haber probado todo se consolaban con glóbulos de azúcar. Sus inst intos de agitador perm anecieron en reposo m ient ras don Apolinar Moscote fue una autor idad decorat iva. El t iem po se le iba en recordar y en luchar cont ra el asm a. La proxim idad de las elecciones fue el hilo que le perm it ió encont rar de nuevo la m adeja de la subversión. Estableció contacto con la gente joven del pueblo, que carecía de form ación polít ica, y se em peñó en una sigilosa cam paña de inst igación. Las num erosas papeletas rojas que aparecieron en la urna, y que fueron at r ibuidas por don Apolinar Moscote a la novelería propia de la juventud, eran parte de su plan: obligó a sus discípulos a votar para convencerlos de que las elecciones eran una farsa. «Lo único eficaz -decía- es la violencia.» La m ayoría de los am igos de Aureliano andaban entusiasm ados con la idea de liquidar el orden conservador, pero nadie se había at revido a incluir lo en los planes, no sólo por sus vínculos con el corregidor, sino por su carácter solitar io y evasivo. Se sabía, adem ás, que había votado azul por indicación del suegro. Así que fue una sim ple casualidad que revelara sus sent im ientos polít icos, y fue un puro golpe de curiosidad el que lo m et ió en la ventolera de visitar al m édico para t ratarse un dolor que no tenía. En el cuchit r il oloroso a telaraña alcanforada se encont ró con una especie de iguana polvorienta cuyos pulm ones silbaban al respirar. Antes de hacerle ninguna pregunta el doctor lo llevó a la ventana y le exam inó por dent ro el párpado infer ior. «No es ahí», dijo Aureliano, según le habían indicado. Se hundió el hígado con la punta de los dedos, y agregó: «Es aquí donde tengo el dolor que no m e deja dorm ir.» Entonces el doctor Noguera cerró la ventana con el pretexto de que había m ucho sol, y le explicó en térm inos sim ples por qué era un deber pat r iót ico asesinar a los conservadores. Durante varios días llevó Aureliano un frasquito en el bolsillo de la cam isa. Lo sacaba cada dos horas, ponía t res globulitos en la palm a de la m ano y se los echaba de golpe en la boca para disolverlos lentam ente en la lengua. Don Apolinar Moscote se burló de su fe en la hom eopat ía, pero quienes estaban en el com plot re-conocieron en él a uno m ás de los suyos. Casi todos los hijos de los fundadores estaban im plicados, aunque ninguno sabía concretam ente en qué consist ía la acción que ellos m ism os t ram aban. Sin em bargo, el día en que el m édico le reveló el secreto a Aureliano, éste le sacó el cuerpo a la conspiración. Aunque entonces estaba convencido de la urgencia de liquidar al régim en conservador, el plan lo horror izó. El doctor Noguera era un m íst ico del atentado personal. Su sistem a se reducía a coordinar una serie de acciones individuales que en un golpe m aest ro de alcance nacional liquidara a los funcionarios del régim en con sus respect ivas fam ilias, sobre todo a los niños, para exterm inar el conservat ism o en la sem illa. Don Apolinar Moscote, su esposa y sus seis hijas, por supuesto, estaban en la lista. -Usted no es liberal ni es nada - le dijo Aureliano sin alterarse- . Usted no es m ás que un m atarife. -En ese caso - replicó el doctor con igual calm a- devuélvem e el frasquito. Ya no te hace falta. Sólo seis m eses después supo Aureliano que el doctor lo había desahuciado com o hom bre de acción, por ser un sent im ental sin porvenir, con un carácter pasivo y una definida vocación solitar ia. Trataron de cercarlo tem iendo que denunciara la conspiración. Aureliano los t ranquilizó: no dir ía una palabra, pero la noche en que fueran a asesinar a la fam ilia Moscote lo encont rarían a él defendiendo la puerta. Dem ost ró una decisión tan convincente, que el plan se aplazó para una fecha indefinida. Fue por esos días que Úrsula consultó su opinión sobre el m at r im onio de Piet ro Crespi y Am aranta, y él contestó que las t iem pos no estaban para pensar en eso. Desde hacía una sem ana llevaba bajo la cam isa una pistola arcaica. Vigilaba a sus am igos. I ba par las tardes a tom ar el café con José Arcadio y Rebeca, que em pezaban a ordenar su casa, y desde las siete jugaba dom inó con el suegro. A la hora del alm uerzo conversaba con Arcadio, que era ya un adolescente m onum ental, y lo encont raba cada vez m ás exaltado can la inm inencia de la guerra. En la escuela, donde Arcadio tenía alum nos m ayores que él revueltos can niños que apenas em pezaban a hablar, había prendido la fiebre liberal. Se hablaba de fusilar al padre Nicanor, diez m eses, pero cuando lo hizo descargó cont ra ella una fuerza tan desproporcionada que liquidó la resistencia en m edia hora. Desde el pr im er día de su m andato Arcadio reveló su afición por los bandos. Leyó hasta cuat ro diar ios para ordenar y disponer cuanto le pasaba por la cabeza. I m plantó el servicio m ilitar obligator io desde los dieciocho años, declaró de ut ilidad pública los anim ales que t ransitaban por las calles después de las seis de la tarde e im puso a los hom bres m ayores de edad la obligación de usar un brazal rojo. Recluyó al padre Nicanor en la casa cural, bajo am enaza de fusilam iento, y le prohibió decir m isa y tocar las cam panas com o no fuera para celebrar las victor ias liberales. Para que nadie pusiera en duda la severidad de sus propósitos, m andó que un pelotón de fusilam iento se ent renara en la plaza pública disparando cont ra un espantapájaros. Al pr incipio nadie lo tom ó en serio. Eran, al fin de cuentas, los m uchachos de la escuela jugando a gente m ayor. Pero una noche, al ent rar Arcadio en la t ienda de Catarino, el t rom pet ista de la banda lo saludó con un toque de fanfarr ia que provocó las r isas de la clientela, y Arcadio lo hizo fusilar por irrespeto a la autoridad. A quienes protestaron, los puso a pan y agua con los tobillos en un cepo que instaló en un cuarto de la escuela. «¡Eres un asesino! - le gr itaba Úrsula cada vez que se enteraba de alguna nueva arbit rar iedad- . Cuando Aureliano lo sepa te va a fusilar a t i y yo seré la pr im era en alegrarm e.» Pero todo fue inút il. Arcadio siguió apretando los torniquetes de un r igor innecesario, hasta convert irse en el m ás cruel de los gobernantes que hubo nunca en Macondo. «Ahora sufran la diferencia -dijo don Apolinar Moscote en cierta ocasión- . Esto es el paraíso liberal.» Arcadio lo supo. Al frente de una pat rulla asaltó la casa, dest rozó los m uebles, vapuleó a las hijas y se llevó a rast ras a don Apolinar Moscote. Cuando Úrsula irrum pió en el pat io del cuartel, después de haber at ravesado el pueblo clam ando de vergüenza y blandiendo de rabia un rebenque alquit ranado, el propio Arcadio se disponía a dar la orden de fuego al pelotón de fusilam iento. - ¡At révete, bastardo! -gr itó Úrsula. Antes de que Arcadio tuviera t iem po de reaccionar, le descargó el pr im er vergajazo. «At révete, asesino -gr itaba- . Y m átam e tam bién a m í, hijo de m ala m adre. Así no tendré ojos para llorar la vergüenza de haber cr iado un fenóm eno.» Azotándolo sin m isericordia, lo persiguió hasta el fondo del pat io, donde Arcadio se enrolló com o un caracol. Don Apolinar Moscote estaba inconsciente, am arrado en el poste donde antes tenían al espantapájaros despedazado por los t iros de ent rena-m iento. Los m uchachos del pelotón se dispersaron, tem erosos de que Úrsula term inara desahogándose con ellos. Pero ni siquiera los m iró. Dejó a Arcadio con el uniform e arrast rado, bram ando de dolor y rabia, y desató a don Apolinar Moscote para llevarlo a su casa. Antes de abandonar el cuartel, soltó a los presos del cepo. A part ir de entonces fue ella quien m andó en el pueblo. Restableció la m isa dom inical, suspendió el uso de los brazales rojos y descalificó los bandos at rabiliar ios. Pero a despecho de su fortaleza, siguió llorando la desdicha de su dest ino. Se sint ió tan sola, que buscó la inút il com pañía del m arido olvidado bajo el castaño. «Mira en lo que hem os quedado - le decía, m ient ras las lluvias de junio am enazaban con derr ibar el cobert izo de palm a- . Mira la casa vacía, nuest ros hijos desperdigados por el m undo, y nosot ros dos solos ot ra vez com o al pr incipio.» José Arcadio Buendía, hundido en un abism o de inconsciencia, era sordo a sus lam entos. Al com ienzo de su locura anunciaba con lat inajos aprem iantes sus urgencias cot idianas. En fugaces escam padas de lucidez, cuando Am aranta le llevaba la com ida, él le com unicaba sus pesares m ás m olestos y se prestaba con docilidad a sus ventosas y sinapism os. Pero en la época en que Úrsula fue a lam entarse a su lado había perdido todo contacto con la realidad. Ella lo bañaba por partes sentado en el banquito, m ient ras le daba not icias de la fam ilia. «Aureliano se ha ido a la guerra, hace ya m ás de cuat ro m eses, y no hem os vuelto a saber de él - le decía, rest regándole la espalda con un est ropajo enjabonado. José Arcadio volvió, hecho un hom brazo m ás alto que tú y todo bordado en punto de cruz, pero sólo vino a t raer la vergüenza a nuest ra casa.» Creyó observar, sin em bargo, que su m arido ent r istecía con las m alas not icias. Entonces optó por m ent ir le. «No m e creas lo que te digo - decía, m ient ras echaba cenizas sobre sus excrem entos para recogerlos con la pala- . Dios quiso que José Arcadio y Rebeca se casaran, y ahora son m uy felices.» Llegó a ser tan sincera en el engaño que ella m ism a acabó consolándose con sus propias m ent iras. «Arcadio ya es un hom bre serio -decía- , y m uy valiente, y m uy buen m ozo con su uniform e y su sable.» Era com o hablar le a un m uerto, porque José Arcadio Buendía estaba ya fuera del alcance de toda preocupación. Pero ella insist ió. Lo veía tan m anso, tan indiferente a todo, que decidió soltar lo. Él ni siquiera se m ovió del banquito. Siguió expuesto al sol y la lluvia, com o si las sogas fueran innecesarias, porque un dom inio superior a cualquier atadura visible lo m antenía am arrado al t ronco del castaño. Hacia el m es de agosto, cuando el invierno em pezaba a eternizarse, Úrsula pudo por fin darle una not icia que parecía verdad. -Fíjate que nos sigue atosigando la buena suerte - le dijo- . Am aranta y el italiano de la pianola se van a casar. Am aranta y Piet ro Crespi, en efecto, habían profundizado en la am istad, am parados por la confianza de Úrsula, que esta vez no creyó necesario vigilar las visitas. Era un noviazgo crepus-cular. El italiano llegaba al atardecer, con una gardenia en el ojal, y le t raducía a Am aranta sonetos de Pet rarca. Perm anecían en el corredor sofocado por el orégano y las rosas, él leyendo y ella tej iendo encaje de bolillo, indiferentes a los sobresaltos y las m alas not icias de la guerra, hasta que los m osquitos los obligaban a refugiarse en la sala. La sensibilidad de Am aranta, su discreta pero envolvente ternura habían ido urdiendo en torno al novio una telaraña invisible, que él tenía que apartar m aterialm ente con sus dedos pálidos y sin anillos para abandonar la casa a las ocho. Habían hecho un precioso álbum con las tar jetas postales que Piet ro Crespi recibía de I talia. Eran im ágenes de enam orados en parques solitar ios, con viñetas de corazones flechados y cintas doradas sostenidas por palom as. «Yo conozco este parque en Florencia -decía Piet ro Crespi repasando las postales- . Uno ext iende la m ano y los pájaros bajan a com er.» A veces, ante una acuarela de Venecia, la nostalgia t ransform aba en t ibios arom as de flores el olor de fango y m ariscos podridos de los canales. Am aranta suspiraba, reía, soñaba con una segunda pat r ia de hom bres y m ujeres herm osos que hablaban una lengua de niños, con ciudades ant iguas de cuya pasada grandeza sólo quedaban los gatos ent re los escom bros. Después de at ravesar el océano en su búsqueda, después de haberlo confundido con la pasión en los m anoseos vehem entes de Rebeca, Piet ro Crespi había encont rado el am or. La dicha t rajo consigo la prosperidad. Su alm acén ocupaba entonces casi una cuadra, y era un invernadero de fantasía, con reproducciones del cam panario de Florencia que daban la hora con un concierto de carillones, y cajas m usicales de Sorrento, y polveras de China que cantaban al destaparías tonadas de cinco notas, y todos los inst rum entos m úsicos que se podían im aginar y todos los art ificios de cuerda que se podían con-cebir. Bruno Crespi, su herm ano m enor, estaba al frente del alm acén, porque él no se daba abasto para atender la escuela de m úsica. Gracias a él, la calle de los turcos, con su deslum brante exposición de chucherías, se t ransform ó en un rem anso m elódico para olvidar las arbit rar iedades de Arcadio y la pesadilla rem ota de la guerra. Cuando Úrsula dispuso la reanudación de la m isa dom inical, Piet ro Crespi le regaló al tem plo un arm onio alem án, organizó un coro infant il y preparó un repertorio gregoriano que puso una nota espléndida en el r itual taciturno del padre Nicanor. Nadie ponía en duda que haría Am aranta una esposa feliz. Sin apresurar los sent im ientos, dejándose arrast rar por la fluidez natural del corazón, llegaron a un punto en que sólo hacia falta fij ar la fecha de la boda. No encont rarían obstáculos. Úrsula se acusaba ínt im am ente de haber torcido con aplazam ientos reiterados el dest ino de Rebeca, y no estaba dispuesta a acum ular rem ordim ientos. El r igor del luto por la m uerte de Rem edios había sido relegado a un lugar secundario por la m ort ificación de la guerra, la ausencia de Aureliano, la brutalidad de Arcadio y la expulsión de José Arcadio y Rebeca. Ante la inm inencia de la boda, el propio Piet ro Crespi había insinuado que Aureliano José, en quien fom entó un cariño casi paternal, fuera considerado com o su hijo m ayor. Todo hacía pensar que Am aranta se orientaba hacia una felicidad sin t ropiezos. Pero al había perdido sus encantos y el esplendor de su r isa, él la buscaba y la encont raba en el rast ro de su olor de hum o. Poco antes de la guerra, un m ediodía en que ella fue m ás tarde que de costum bre a buscar a su hijo m enor a la escuela, Arcadio la estaba esperando en el cuarto donde solía hacer la siesta, y donde después instaló el cepo. Mient ras el niño jugaba en el pat io, él esperó en la ham aca, tem blando de ansiedad, sabiendo que Pilar Ternera tenía que pasar por ahí. Llegó. Arcadio la agarró por la m uñeca y t rató de m eterla en la ham aca. «No puedo, no puedo -dijo Pilar Ternera horror izada- . No te im aginas cóm o quisiera com placerte, pero Dios es test igo que no puedo.» Arcadio la agarró por la cintura con su t rem enda fuerza hereditar ia, y sint ió que el m undo se borraba al contacto de su piel. «No te hagas la santa -decía- . Al fin, todo el m undo sabe que eres una puta.» Pilar se sobrepuso al asco que le inspiraba su m iserable dest ino. -Los niños se van a dar cuenta -m urm uró- . Es m ejor que esta noche dejes la puerta sin t ranca. Arcadio la esperó aquella noche t ir itando de fiebre en la ham aca. Esperó sin dorm ir, oyendo los gr illos alborotados de la m adrugada sin térm ino y el horario im placable de los alcaravanes, cada vez m ás convencido de que lo habían engañado. De pronto, cuando la ansiedad se había descom puesto en rabia, la puerta se abrió. Pocos m eses después, frente al pelotón de fusilam iento, Arcadio había de revivir los pasos perdidos en el salón de clases, los t ropiezos cont ra los escaños, y por últ im o la densidad de un cuerpo en las t inieblas del cuarto y los lat idos del aire bom beado por un corazón que no era el suyo. Extendió la m ano y encont ró ot ra m ano con dos sort ij as en un m ism o dedo, que estaba a punto de naufragar en la oscuridad. Sint ió la nervadura de sus venas, el pulso de su infortunio, y sint ió la palm a húm eda con la línea de la vida t ronchada en la base del pulgar por el zarpazo de la m uerte. Entonces com prendió que no era esa la m ujer que esperaba, porque no olía a hum o sino a br illant ina de florecitas, y tenía los senos inflados y ciegos con pezones de hom bre, y el sexo pét reo y redondo com o una nuez, y la ternura caót ica de la inexperiencia exaltada. Era virgen y tenía el nom bre inverosím il de Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta pesos, la m itad de sus ahorros de toda la vida, para que hiciera lo que estaba haciendo. Arcadio la había visto m uchas veces, atendiendo la t iendecita de víveres de sus padres, y nunca se había fijado en ella, porque tenía la rara vir tud de no exist ir por com pleto sino en el m om ento oportuno. Pero desde aquel día se enroscó com o un gato al calor de su axila. Ella iba a la escuela a la hora de la siesta, con el consent im iento de sus padres, a quienes Pilar Ternera había pagado la ot ra m itad de sus ahorros. Más tarde, cuando las t ropas del gobierno los desalojaron del local, se am aban ent re las latas de m anteca y los sacos de m aíz de la t rast ienda. Por la época en que Arcadio fue nom brado jefe civil y m ilitar, tuvieron una hija. Los únicos parientes que se enteraron, fueron José Arcadio y Rebeca, con quienes Arcadio m antenía entonces relaciones ínt im as, fundadas no tanto en el parentesco com o en la com plicidad. José Arcadio había doblegado la cerviz al yugo m at r im onial. El carácter firm e de Rebeca, la voracidad de su vient re, su tenaz am bición, absorbieron la descom unal energía del m arido, que de holgazán y m ujeriego se convirt ió en un enorm e anim al de t rabajo. Tenían una casa lim pia y ordenada. Rebeca la abría de par en par al am anecer, y el viento de las tum bas ent raba por las ventanas y salía por las puertas del pat io, y dejaba las paredes blanqueadas y los m uebles curt idos por el salit re de los m uertos. El ham bre de t ierra, el doc doc de los huesos de sus padres, la im paciencia de su sangre frente a la pasividad de Piet ro Crespi, estaban relegados al desván de la m em oria. Todo el día bordaba junto a la ventana, ajena a la zozobra de la guerra, hasta que los potes de cerám ica em pezaban a vibrar en el aparador y ella se levantaba a calentar la com ida, m ucho antes de que aparecieran los escuálidos perros rast readores y luego el coloso de polainas y espuelas y con escopeta de dos cañones, que a veces llevaba un venado al hom bro y casi siem pre un sartal de conejos o de patos silvest res. Una tarde, al pr incipio de su gobierno, Arcadio fue a visitar los de un m odo intem pest ivo. No lo veían desde que abandonaron la casa, pero se m ostró tan cariñoso y fam iliar que lo invitaron a com part ir el guisado. Sólo cuando tom aban el café reveló Arcadio el m ot ivo de su visita: había recibido una denuncia cont ra José Arcadio. Se decía que em pezó arando su pat io y había seguido derecho por las t ierras cont iguas, derr ibando cercas y arrasando ranchos con sus bueyes, hasta apoderarse por la fuerza de los m ejores predios del contorno. A los cam pesinos que no había despojado, porque no le interesaban sus t ierras, les im puso una cont r ibución que cobraba cada sábado con los perros de presa y la escopeta de dos cañones. No lo negó. Fundaba su derecho en que las t ierras usurpadas habían sido dist r ibuidas por José Arcadio Buendía en los t iem pos de la fundación, y creía posible dem ost rar que su padre estaba loco desde entonces, puesto que dispuso de un pat r im onio que en realidad pertenecía a la fam ilia. Era un alegato innecesario, porque Arcadio no había ido a hacer just icia. Ofreció sim plem ente crear una oficina de regist ro de la propiedad para que José Arcadio legalizara los t ítulos de la t ierra usurpada, con la condición de que delegara en el gobierno local el derecho de cobrar las cont r ibuciones. Se pusieron de acuerdo. Años después, cuando el coronel Aureliano Buendía exam inó los t ítulos de propiedad, encont ró que estaban regist radas a nom bre de su herm ano todas las t ierras que se divisaban desde la colina de su pat io hasta el horizonte, inclusive el cem enterio, y que en los once m eses de su m andato Arcadio había cargado no sólo con el dinero de las cont r ibuciones, sino tam bién con el que cobraba al pueblo por el derecho de enterrar a los m uertos en predios de José Arcadio. Úrsula tardó varios m eses en saber lo que ya era del dom inio público, porque la gente se lo ocultaba para no aum entarle el sufr im iento. Em pezó por sospecharlo. «Arcadio está const ruyendo una casa - le confió con fingido orgullo a su m arido, m ient ras t rataba de m eterle en la boca una cucharada de jarabe de totum o. Sin em bargo, suspiró involuntariam ente: No sé por qué todo esto m e huele m al.» Más tarde, cuando se enteró de que Arcadio no sólo había term inado la casa sino que se había encargado un m obiliar io vienés, confirm ó la sospecha de que estaba disponiendo de los fondos públicos. «Eres la vergüenza de nuest ro apellido», le gr itó un dom ingo después de m isa, cuando lo vio en la casa nueva jugando barajas con sus oficiales. Arcadio no le prestó atención. Sólo entonces supo Úrsula que tenía una hija de seis m eses, y que Santa Sofía de la Piedad, con quien vivía sin casarse, estaba ot ra vez encinta. Resolvió escribir le al coronel Aureliano Buendía, en cualquier lugar en que se encont rara, para ponerlo al corr iente de la situación. Pero los acontecim ientos que se precipitaron por aquellos días no sólo im pidieron sus propósitos, sino que la hicieron arrepent irse de haberlos concebido. La guerra, que hasta entonces no había sido m ás que una palabra para designar una circunstancia vaga y rem ota, se concretó en una realidad dram át ica. A fines de febrero llegó a Macondo una anciana de aspecto ceniciento, m ontada en un burro cargado de escobas. Parecía tan inofensiva, que las pat rullas de vigilancia la dejaron pasar sin preguntas, com o uno m ás de los vendedores que a m enudo llegaban de los pueblos de la ciénaga. Fue directam ente al cuartel. Arcadio la recibió en el local donde antes estuvo el salón de clases, y que entonces estaba t ransform ado en una especie de cam pam ento de retaguardia, con ham acas enrolladas y colgadas en las argollas y petates am ontonados en los r incones, y fusiles y carabinas y hasta escopetas de cacería dispersos por el suelo. La anciana se cuadró en un saludo m ilitar antes de ident ificarse: -Soy el coronel Gregorio Stevenson. Llevaba m alas not icias. Los últ im os focos de resistencia liberal, según dijo, estaban siendo exterm inados. El coronel Aureliano Buendía, a quien había dejado bat iéndose en ret irada por los lados de Riohacha, le encom endó la m isión de hablar con Arcadio. Debía ent regar la plaza sin resistencia, poniendo com o condición que se respetaran bajo palabra de honor la vida y las propiedades de los liberales. Arcadio exam inó con una m irada de conm iseración a aquel ext raño m ensajero que habría podido confundirse con una abuela fugit iva. -Usted, por supuesto, t rae algún papel escrito -dijo. a las personas que m ás había odiado. El presidente del consejo de guerra inició su discurso final, antes de que Arcadio cayera en la cuenta de que habrían t ranscurr ido dos horas. «Aunque los cargos com probados no tuvieran sobrados m éritos -decía el presidente- , la tem eridad irresponsable y cr im inal con que el acusado em pujó a sus subordinados a una m uerte inút il, bastaría para m erecerle la pena capital.» En la escuela desport illada donde experim entó por pr im era vez la seguridad del poder, a pocos m et ros del cuarto donde conoció la incert idum bre del am or, Arcadio encont ró r idículo el form alism o de la m uerte. En realidad no le im portaba la m uerte sino la vida, y por eso la sensación que experim entó cuando pronunciaron la sentencia no fue una sensación de m iedo sino de nostalgia. No habló m ient ras no le preguntaron cuál era su últ im a voluntad. -Díganle a m i m ujer -contestó con voz bien t im brada- que le ponga a la, niña el nom bre de Úrsula -hizo una pausa y confirm ó- : Úrsula, com o la abuela. Y díganle tam bién que si el que va a nacer nace varón, que le pongan José Arcadio, pero no por el t ío, sino por el abuelo. Antes de que lo llevaran al paredón, el padre Nicanor t rató de asist ir lo. «No tengo nada de qué arrepent irm e», dijo Arcadio, y se puso a las órdenes del pelotón después de tom arse una taza de café negro. El jefe del pelotón, especialista en ejecuciones sum arias, tenía un nom bre que era m ucho m ás que una casualidad: capitán Roque Carnicero. Cam ino del cem enterio, bajo la llovizna persistente, Arcadio observó que en el horizonte despuntaba un m iércoles radiante. La nostalgia se desvanecía con la niebla y dejaba en su lugar una inm ensa curiosidad. Sólo cuando le ordenaron ponerse de espaldas al m uro, Arcadio vio a Rebeca con el pelo m ojado y un vest ido de flores rosadas abriendo la casa de par en par. Hizo un esfuerzo para que le reconociera. En efecto, Rebeca m iró casualm ente hacia el m uro y se quedó paralizada de estupor, y apenas pudo reaccionar para hacerle a Arcadio una señal de adiós con la m ano. Arcadio le contestó en la m ism a form a. En ese instante lo apuntaron las bocas ahum adas de los fusiles y oyó let ra por let ra las encíclicas cantadas de Melquíades y sint ió los pasos perdidos de Santa Bofia de la Piedad, virgen, en el salón de clases, y experim entó en la nariz la m ism a dureza de hielo que le había llam ado la atención en las fosas nasales del cadáver de Rem edios. «¡Ah, carajo! -alcanzó a pensar- , se m e olvidó decir que si nacía m ujer la pusieran Rem edios.» Entonces, acum ulado en un zarpazo desgarrador, volvió a sent ir todo el terror que le atorm entó en la vida. El capitán dio la orden de fuego. Arcadio apenas tuvo t iem po de sacar el pecho y levantar la cabeza sin com prender de dónde fluía el líquido ardiente que le quem aba los m uslos. - ¡Cabrones! -gr itó- . ¡Viva el part ido liberal! VI I En m ayo term inó la guerra. Dos sem anas antes de que el gobierno hiciera el anuncio oficial, en una proclam a alt isonante que prom et ía un despiadado cast igo para los prom otores de la rebelión, el coronel Aureliano Buendía cayó pr isionero cuando estaba a punto de alcanzar la frontera occidental disfrazado de hechicero indígena. De los veint iún hom bres que lo siguieron en la guerra, catorce m urieron en com bate, seis estaban heridos, y sólo uno lo acom pañaba en el m om ento de la derrota final: el coronel Gerineldo Márquez. La not icia de la captura fue dada en Macondo con un bando ext raordinario. «Está vivo - le inform ó Úrsula a su m arido- . Roguem os a Dios para que sus enem igos tengan clem encia.» Después de t res días de llanto, una tarde en que bat ía un dulce de leche en la cocina, oyó claram ente la voz de su hijo m uy cerca del oído. «Era Aureliano -gr itó, corr iendo hacia el castaño para darle la not icia al esposo- . No sé cóm o ha sido el m ilagro, pero está vivo y vam os a verlo m uy pronto.» Lo dio por hecho. Hizo lavar los pisos de la casa y cam biar la posición de los m uebles. Una sem ana después, un rum or sin or igen que no sería respaldado por el bando, confirm ó dram át icam ente el presagio. El coronel Aureliano Buendía había sido condenado a m uerte, y la sentencia sería ejecutada en Macondo, para escarm iento de la población. Un lunes, a las diez y veinte de la m añana, Am aranta estaba vist iendo a Aureliano José, cuando percibió un t ropel rem oto y un toque de corneta, un segundo antes de que Úrsula irrum piera en el cuarto con un gr ito: «Ya lo t raen.» La t ropa pugnaba por som eter a culatazos a la m uchedum bre desbordada. Úrsula y Am aranta corr ieron hasta la esquina, abriéndose paso a em pellones, y entonces lo vieron. Parecía un pordiosero. Tenía la ropa desgarrada, el cabello y la barba enm arañados, y estaba descalzo. Cam inaba sin sent ir el polvo abrasante, con las m anos am arradas a la espalda con una soga que sostenía en la cabeza de su m ontura un oficial de a caballo. Junto a él, tam bién ast roso y derrotado, llevaban al coronel Gerineldo Márquez. No estaban t r istes. Parecían m ás bien turbados por la m uchedum bre que gritaba a la t ropa toda clase de im properios. - ¡Hijo m ío! -gr itó Úrsula en m edio de la algazara, y le dio un m anotazo al soldado que t rató de detenerla. El caballo del oficial se encabritó. Entonces el coronel Aureliano Buendía se detuvo, t rém ulo, esquivó los brazos de su m adre y fij ó en sus ojos una m irada dura. -Váyase a casa, m am á -dijo- . Pida perm iso a las autor idades y venga a verm e a la cárcel. Miró a Am aranta, que perm anecía indecisa a dos pasos det rás de Úrsula, y le sonrió al preguntar le: «¿Qué te pasó en la m ano?» Am aranta levantó la m ano con la venda negra. «Una quem adura», dijo, y apartó a Úrsula para que no la at ropellaran los caballos. La t ropa disparó. Una guardia especial rodeó a los pr isioneros y los llevó al t rote al cuartel. Al atardecer, Úrsula visitó en la cárcel al coronel Aureliano Buendía. Había t ratado de conseguir el perm iso a t ravés de don Apolinar Moscote, pero éste había perdido toda autor idad frente a la om nipotencia de los m ilitares. El padre Nicanor estaba post rado por una calentura hepát ica. Los padres del coronel Gerineldo Márquez, que no estaba condenado a m uerte, habían t ratado de verlo y fueron rechazados a culatazos. Ante la im posibilidad de conseguir interm ediar ios, convencida de que su hijo sería fusilado al am anecer, Úrsula hizo un envoltor io con las cosas que quería llevarle y fue sola al cuartel. -Soy la m adre del coronel Aureliano Buendía -se anunció. Los cent inelas le cerraron el paso. «De todos m odos voy a ent rar - les advir t ió Úrsula- . De m anera que si t ienen orden de disparar, em piecen de una vez.» Apartó a uno de un em pellón y ent ró a la ant igua sala de clases, donde un grupo de soldados desnudos engrasaban sus arm as, Un oficial en uniform e de cam paña, sonrosado, con lentes de cr istales m uy gruesos y adem anes cerem oniosos, hizo a los cent inelas una señal para que se ret iraran. -Soy la m adre del coronel Aureliano Buendía - repit ió Úrsula. -Usted querrá decir -corr igió el oficial con una sonrisa am able- que es la señora m adre del señor Aureliano Buendía. Úrsula reconoció en su m odo de hablar rebuscado la cadencia lánguida de la gente del páram o, los cachacos. -Com o usted diga, señor -adm it ió- , siem pre que m e perm ita verlo. Había órdenes superiores de no perm it ir visitas a los condenados a m uerte, pero el oficial asum ió la responsabilidad de concederle una ent revista de quince m inutos. Úrsula le m ost ró lo que llevaba en el envoltor io: una m uda de ropa lim pia los bot ines que se puso su hijo para la boda, y el dulce de leche que guardaba para él desde el día en que presint ió su regreso. Encont ró al coronel Aureliano Buendía en el cuarto del cepo, tendido en un cat re y con los brazos abiertos, porque tenía las axilas em pedradas de golondrinos. Le habían perm it ido afeitarse. El bigote denso de puntas retorcidas acentuaba la angulosidad de sus póm ulos. A Úrsula le pareció que estaba m ás pálido que cuando se fue, un poco m ás alto y m ás solitar io que nunca. Estaba enterado de los porm enores de la casa: el suicidio de Piet ro Crespi, las arbit rar iedades y el fusilam iento de Arcadio, la im pavidez de José Arcadio Buendía bajo el castaño. Sabía que Am aranta había consagrado su viudez de virgen a la cr ianza de Aureliano José, y que éste em pezaba a dar m uest ras de m uy buen juicio y leía y escribía al m ism o t iem po que aprendía a hablar. Desde el m om ento en que ent ró al cuarto, Úrsula se sint ió cohibida por la m adurez de su hijo, por su aura de dom inio, por el resplandor de autor idad que irradiaba su piel. Se sorprendió que estuviera tan bien inform ado. «Ya sabe usted que soy adivino -brom eó oficiales a la t ienda de Catarino. Sólo una m ujer, casi presionada con am enazas, se at revió a llevarlo al cuarto. «No se quieren acostar con un hom bre que saben que se va a m orir - le confesó ella- . Nadie sabe cóm o será, pero todo el m undo anda diciendo que el oficial que fusile al coronel Aureliano Buendía, y todos los soldados del pelotón, uno por uno, serán asesinados sin rem edio, tarde o tem prano, así se escondan en el fin del m undo.» El capitán Roque Carnicero lo com entó con los ot ros oficiales, y éstos lo com entaron con sus superiores. El dom ingo, aunque nadie lo había revelado con franqueza, aunque ningún acto m ilitar había turbado la calm a tensa de aquellos días, todo el pueblo sabía que los oficiales estaban dispuestos a eludir con toda clase de pretextos la responsabilidad de la ejecución. En el correo del lunes llegó la orden oficial: la ejecución debía cum plirse en el térm ino de veint icuat ro horas. Esa noche los oficiales m et ieron en una gorra siete papeletas con sus nom bres, y el inclem ente dest ino del capitán Roque Carnicero lo señaló con la papeleta prem iada. «La m ala suerte no t iene resquicios -dijo él con profunda am argura- . Nací hijo de puta y m uero hijo de puta.» A las cinco de la m añana eligió el pelotón por sorteo, lo form ó en el pat io, y despertó al condenado con una frase prem onitor ia: -Vam os Buendía - le dijo- . Nos llegó la hora. -Así que era esto - replicó el coronel- . Estaba soñando que se m e habían reventado los golondrinos. Rebeca Buendía se levantaba a las t res de la m adrugada desde que supo que Aureliano sería fusilado. Se quedaba en el dorm itor io a oscuras, vigilando por la ventana ent reabierta el m uro del cem enterio, m ient ras la cam a en que estaba sentada se est rem ecía con los ronquidos de José Arcadio. Esperó toda sem ana con la m ism a obst inación recóndita con que en ot ra época esperaba las cartas de Piet ro Crespi. «No lo fusilarán aquí» - le decía José Arcadio- . Lo fusilarán a m edia noche en cuartel para que nadie sepa quién formó el pelotón, y lo enterrarán allá m ism o.» Rebeca siguió esperando. «Son tan brutos que lo fusilarán aquí» -decía- . Tan segura estaba, que había previsto la form a en que abrir ía la puerta para decir le adiós con la m ano. «No lo van a t raer por la calle - insist ía José Arcadio- , con sólo seis soldados asustados, sabiendo que gente está dispuesta a todo.» I ndiferente a la lógica de su m arido, Rebeca cont inuaba en la ventana. -Ya verás que son así de brutos -decía- . El m artes a las cinco de la m añana José Arcadio había tom ado el café y soltado los perros, cuando Rebeca cerró la ventana se agarró de la cabecera de la cam a para no caer. «Ahí lo t rae -suspiró- . Qué herm oso está.» José Arcadio se asom ó a la ventana, y lo vio, t rém ulo en la clar idad del alba, con unos pantalones que habían sido suyos en la juventud. Estaba ya de espaldas al m uro y tenía las m anos apoyadas en la cintura porque los nudos ardientes de las axilas le im pedían bajar los brazos «Tanto joderse uno -m urm uraba el coronel Aureliano Buendía- . Tanto joderse para que lo m aten a uno seis m aricas si poder hacer nada,» Lo repet ía con tanta rabia, que casi parece fervor, y el capitán Roque Carnicero se conm ovió porque creyó que estaba rezando. Cuando el pelotón lo apuntó, la rabia se había m aterializado en una sustancia viscosa y am arga que le adorm eció la lengua y lo obligó a cerrar los ojos. Entonces desapareció el resplandor de alum inio del am anecer, y volvió verse a sí m ism o, m uy niño, con pantalones cortos y un lazo en el cuello, y vio a su padre en una tarde espléndida conduciéndolo al inter ior de la carpa, y vio el hielo. Cuando oyó el gr ito, creyó que era orden final al pelotón. Abrió los ojos con una curiosidad de escalofrío, esperando encont rarse con la t rayector ia incandescente de los proyect iles, pero sólo encont ró capitán Roque Carnicero con los brazos en alto, y a José Arcadio at ravesando la calle con su escopeta pavorosa lista para disparar. -No haga fuego - le dijo el capitán a José Arcadico. Usted viene m andado por la Divina Providencia. Allí em pezó ot ra guerra. El capitán Roque Carnicero y sus seis hom bres se fueron con el coronel Aureliano Buendía a liberar al general revolucionario Victor io Medina, condenado a m uerte en Riohacha. Pensaron ganar t iem po at ravesando la sierra por el cam ino que siguió José Arcadio Buendía para fundar a Macondo, pero antes de una sem ana se convencieron de que era una em presa im posible. De m odo que tuvieron que hacer la peligrosa ruta de las est r ibaciones, sin m ás m uniciones que las del pelotón de fusilam iento. Acam paban cerca de los pueblos, y uno de ellos, con un pescadito de oro en la m ano, ent raba disfrazado a pleno día y hacia contacto con los liberales en reposo, que a la m añana siguiente salían a cazar y no regresaban nunca. Cuando avistaron a Riohacha desde un recodo de la sierra, el general Victor io Medina había sido fusilado. Los hom bres del coronel Aureliano Buendía lo proclam aron jefe de las fuerzas revolucionarias del litoral del Caribe, con el grado de general. Él asum ió el cargo, pero rechazó el ascenso, y se puso a sí m ism o la condición de no aceptarlo m ient ras no derr ibaran el régim en conservador. Al cabo de t res m eses habían logrado arm ar a m ás de m il hom bres, pero fueron exterm inados. Los sobrevivientes alcanzaron la frontera or iental. La próxim a vez que se supo de ellos habían desem barcado en el Cabo de la Vela, procedentes del archipiélago de las Ant illas, y un parte del gobierno divulgado por telégrafo y publicado en bandos jubilosos por todo el país, anunció la m uerte del coronel Aureliano Buendía. Pero dos días después, un telegram a m últ iple que casi le dio alcance al anter ior, anunciaba ot ra rebelión en los llanos del sur. Así em pezó la leyenda de la ubicuidad del coronel Aureliano Buendía. I nform aciones sim ultáneas y cont radictor ias lo declaraban victor ioso en Villanueva, derrotado en Guacam ayal, dem orado por los indios Mot ilones, m uerto en una aldea de la ciénaga y ot ra vez sublevado en Urum ita. Los dir igentes liberales que en aquel m om ento estaban negociando una part icipación en el parlam ento, lo señalaron com o un aventurero sin representación de part ido. El gobierno nacional lo asim iló a la categoría de bandolero y puso a su cabeza un precio de cinco m il pesos. Al cabo de dieciséis derrotas, el coronel Aureliano Buendía salió de la Guaj ira con dos m il indígenas bien arm ados, y la guarnición sorprendida durante el sueño abandonó Riohacha. Allí estableció su cuartel general, y proclam ó la guerra total cont ra el régim en. La pr im era not ificación que recibió del gobierno fue la am enaza de fusilar al coronel Gerineldo Márquez en el térm ino de cuarenta y ocho horas, si no se replegaba con sus fuerzas hasta la frontera or iental. El coronel Roque Carnicero, que entonces era jefe de su estado m ayor, le ent regó el telegram a con un gesto de consternación, pero él lo leyó con im previsible alegría. ¡Qué bueno! -exclam ó- . Ya tenem os telégrafo en Macondo. Su respuesta fue term inante. En t res m eses esperaba establecer su cuartel general en Macondo. Si entonces no encont raba vivo al coronel Gerineldo Márquez, fusilaría sin fórm ula de juicio a toda la oficialidad que tuviera pr isionera en ese m om ento, em pezando por los generales, e im part ir ía órdenes a sus subordinados para que procedieran en igual form a hasta el térm ino de la guerra. Tres m eses después, cuando ent ró victor ioso a Macondo, el pr im er abrazo que recibió en el cam ino de la ciénaga fue el del coronel Gerineldo Márquez. La casa estaba llena de niños. Úrsula había recogido a Santa Sofía de la Piedad, con la hija m ayor y un par de gem elos que nacieron cinco m eses después del fusilam iento de Arcadio. Cont ra la últ im a voluntad del fusilado, baut izó a la niña con el nom bre de Rem edios. «Estoy segura que eso fue lo que Arcadio quiso decir -alegó- . No la pondrem os Úrsula, porque se sufre m ucho con ese nom bre.» A los gem elos les puso José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo. Amaranta se hizo cargo de todos. Colocó asient itos de m adera en la sala, y estableció un parvular io con ot ros niños de fam ilias vecinas. Cuando regresó el coronel Aureliano Buendía, ent re estam pidos de cohetes y repiques de cam panas, un coro infant il le dio la bienvenida en la casa. Aureliano José, largo com o su abuelo, vest ido de oficial revolucionario, le r indió honores m ilitares. No todas las not icias eran buenas. Un año después de la fuga del coronel Aureliano Buendía, José Arcadio y Rebeca se fueron a vivir en la casa const ruida por Arcadio. Nadie se enteró de su intervención para im pedir el fusilam iento. En la casa nueva, situada en el m ejor r incón de la plaza, a la som bra de un alm endro pr ivilegiado con t res nidos de pet irrojos, con una puerta grande para las visitas V cuat ro ventanas para la luz, establecieron un hogar hospitalar io. Las ant iguas am igas de Rebeca, ent re ellas cuat ro herm anas Moscote que cont inuaban solteras, com prendía que sus huestes estaban penet rando en la selva, defendiéndose de la m alar ia y los m osquitos, avanzando en sent ido cont rar io al de la realidad. «Estam os perdiendo el t iem po -se quejaba ante sus oficiales- . Estarem os perdiendo el t iem po m ient ras los carbones del part ido estén m endigando un asiento en el congreso.» En noches de vigilia, tendido boca arr iba en la ham aca que colgaba en el m ism o cuarto en que estuvo condenado a m uerte, evocaba la im agen de los abogados vest idos de negro que abandonaban el palacio presidencial en el hielo de la m adrugada con el cuello de los abrigos levantado hasta las orejas, frotándose las m anos, cuchicheando, refugiándose en los cafet ines lúgubres del am anecer, para especular sobre lo que quiso decir el presidente cuando dijo que sí, o lo que quiso decir cuando dijo que no, y para suponer inclusive lo que el presidente estaba pensando cuando dijo una cosa enteram ente dist inta, m ient ras él espantaba m osquitos a t reinta y cinco grados de tem peratura, sint iendo aproxim arse al alba tem ible en que tendría que dar a sus hom bres la orden de t irarse al m ar. Una noche de incert idum bre en que Pilar Ternera cantaba en el pat io con la t ropa, él pidió que le leyera el porvenir en las barajas. «Cuídate la boca - fue todo lo que sacó en claro Pilar Ternera después de extender y recoger los naipes t res veces- . No sé lo que quiere decir , pero la señal es m uy clara: cuídate la boca.» Dos días después alguien le dio a un ordenanza un tazón de café sin azúcar, y el ordenanza se lo pasó a ot ro, y éste a ot ro, hasta que llegó de m ano en m ano al despacho del coronel Aureliano Buendía. No había pedido café, pero ya que estaba ahí, el coronel se lo tom ó. Tenía una carga de nuez vóm ica suficiente para m atar un caballo. Cuando lo llevaron a su casa estaba t ieso y arqueado y tenía la lengua part ida ent re los dientes. Úrsula se lo disputó a la m uerte. Después de lim piarle el estóm ago con vom it ivos, lo envolvió en frazadas calientes y le dio claras de huevos durante dos días, hasta que el cuerpo est ragado recobró la tem peratura norm al. Al cuarto día estaba fuera de peligro. Cont ra su voluntad, presionado por Úrsula y los oficiales, perm aneció en la cam a una sem ana m ás. Sólo entonces supo que no habían quem ado sus versos. «No m e quise precipitar - le explicó Úrsula- . Aquella noche, cuando iba a prender el horno, m e dije que era m ejor esperar que t rajeran el cadáver.» En la neblina de la convalecencia, rodeado de las polvorientas m uñecas de Rem edios, el coronel Aureliano Buendia evocó en la lectura de sus versos los instantes decisivos de su existencia. Volvió a escribir . Durante m uchas horas, al m argen de los sobresaltos de una guerra sin futuro, resolvió en versos r im ados sus experiencias a la or illa de la m uerte. Entonces sus pensam ientos se hicieron tan claros, que pudo exam inarlos al derecho y al revés. Una noche le preguntó al coronel Gerineldo Márquez: -Dim e una cosa, com padre: ¿por qué estás peleando? -Por qué ha de ser, com padre contestó el coronel Genireldo Márquez- : por el gran part ido liberal. -Dichoso tú que lo sabes contestó él- . Yo, por m i parte, apenas ahora m e doy cuenta que estoy peleando por orgullo. -Eso es m alo -dijo el coronel Gerineldo Márquez. Al coronel Aureliano Buendia le divir t ió su alarm a. «Naturalm ente - dijo- . Pero en todo caso, es m ejor eso, que no saber por qué se pelea.» Lo m iró a los ojos, y agregó sonriendo: -O que pelear com o tú por algo que no significa nada para nadie. Su orgullo le había im pedido hacer contactos con los grupos arm ados del inter ior del país, m ient ras los dir igentes del part ido no rect ificaran en público su declaración de que era un bandolero. Sabía, sin em bargo, que tan pronto com o pusiera de lado esos escrúpulos rom pería el círculo vicioso de la guerra. La convalecencia le perm it ió reflexionar. Entonces consiguió que Úrsula le diera el resto de la herencia enterrada y sus cuant iosos ahorros; nom bró al coronel Gerineldo Márquez jefe civil y m ilitar de Macondo, y se fue a establecer contacto con los grupos rebeldes del inter ior. El coronel Gerineldo Márquez no sólo era el hom bre de m ás confianza del coronel Aureliano Buendía, sino que Úrsula lo recibía com o un m iem bro de la fam ilia. Frágil, t ím ido, de una buena educación natural, estaba, sin em bargo, m ejor const ituido para la guerra que para el gobierno. Sus asesores polít icos lo enredaban con facilidad en laberintos teóricos. Pero consiguió im poner en Macondo el am biente de paz rural con que soñaba el coronel Aureliano Buendia para m orirse de viejo fabricando pescaditos de oro. Aunque vivía en casa de sus padres, alm orzaba donde Úrsula dos o t res veces por sem ana. I nició a Aureliano José en el m anejo de las arm as de fuego, le dio una inst rucción m ilitar prem atura y durante varios m eses lo llevó a vivir al cuartel, con el consent im iento de Úrsula, para que se fuera haciendo hom bre. Muchos años antes, siendo casi un niño, Gerineldo Márquez había declarado su am or a Am aranta. Ella estaba entonces tan ilusionada con su pasión solitar ia por Piet ro Crespi, que se r ió de él. Gerineldo Márquez esperó. En cierta ocasión le envió a Am aranta un papelito desde la cárcel, pidiéndole el favor de bordar una docena de pañuelos de bat ista con las iniciales de su padre. Le m andó el dinero. Al cabo de una sem ana, Am aranta le llevó a la cárcel la docena de pañuelos bordados, junto con el dinero, y se quedaron varias horas hablando del pasado. «Cuando salga de aquí m e casaré cont igo», le dijo Gerineldo Márquez al despedirse. Am aranta se r ió, pero siguió pensando en él m ient ras enseñaba a leer a los niños, y deseé revivir para él su pasión juvenil por Piet ro Crespi. Los sábados, día de visita a los presos, pasaba por casa de los padres de Gerineldo Márquez y los acom pañaba a la cárcel. Uno de esos sábados, Úrsula se sorprendió al verla en la cocina, esperando a que salieran los bizcochos del horno para escoger los m ejores y envolverlos en una servilleta que había bordado para la ocasión. -Cásate con él - le dijo- . Difícilm ente encont rarás ot ro hom bre com o ese. Am aranta fingió una reacción de disgusto. -No necesito andar cazando hom bres - replicó- . Le llevo estos bizcochos a Gerineldo porque m e da lást im a que tarde o tem prano lo van a fusilar. Lo dijo sin pensarlo, pero fue por esa época que el gobierno hizo pública la am enaza de fusilar al coronel Gerineldo Márquez si las fuerzas rebeldes no ent regaban a Riohacha. Las visitas se suspendieron. Am aranta se encerró a llorar, agobiada por un sent im iento de culpa sem ejante al que la atorm enté cuando m urió Rem edios, com o si ot ra vez hubieran sido sus palabras irreflexivas las responsables de una m uerte. Su m adre la consoló. Le aseguré que el coronel Aureliano Buendía haría algo por im pedir el fusilam iento, y prom et ió que ella m ism a se encargaría de at raer a Gerineldo Márquez, cuando term inara la guerra. Cum plió la prom esa antes del térm ino previsto. Cuando Gerineldo Márquez volvió a la casa invest ido de su nueva dignidad de jefe civil y m ilitar, lo recibió com o a un hijo, concibió exquisitos halagos para retenerlo, y rogó con todo el ánim o de su corazón que recordara su propósito de casarse con Am aranta. Sus súplicas parecían certeras. Los días en que iba a alm orzar a la casa, el coronel Gerineldo Márquez se quedaba la tarde en el corredor de las begonias jugando dam as chinas con Am aranta. Úrsula les llevaba café con leche y bizcochos y se hacía cargo de los niños para que no los m olestaran. Am aranta, en realidad, se esforzaba por encender en su corazón las cenizas olvidadas de su pasión juvenil. Con una ansiedad que llegó a ser intolerable esperé los días de alm uerzos, las tardes de dam as chinas, y el t iem po se le iba volando en com pañía de aquel guerrero de nom bre nostálgico cuyos dedos tem blaban im percept iblem ente al m over las fichas. Pero el día en que el coronel Gerineldo Márquez le reiteré su voluntad de casarse, ella lo rechazó. -No m e casaré con nadie - le dijo- , pero m enos cont igo. Quieres tanto a Aureliano que te vas a casar conm igo porque no puedes casarte con él. El coronel Gerineldo Márquez era un hom bre paciente. «Volveré a insist ir -dijo- . Tarde o tem prano te convenceré.» Siguió visitando la casa. Encerrada en el dorm itor io, m ordiendo un llanto secreto, Am aranta se m et ía los dedos en los oídos para no escuchar la voz del pretendiente que le contaba a Úrsula las últ im as not icias de la guerra, y a pesar de que se m oría por verlo, tuvo fuerzas para no salir a su encuent ro. El coronel Aureliano Buendía disponía entonces de t iem po para enviar abandonar la ham aca para am anecer en la cam a de Am aranta, cuyo contacto tenía la vir tud de disipar el m iedo a la oscuridad. Pero desde el día en que tuvo conciencia de su desnudez, no era el m iedo a la oscuridad lo que lo im pulsaba a m eterse en su m osquitero, sino el anhelo de sent ir la respiración t ibia de Am aranta al am anecer. Una m adrugada, por la época en que ella rechazó al coronel Gerineldo Márquez, Aureliano José despertó con la sensación de que le faltaba el aire. Sint ió los dedos de Am aranta com o unos gusanitos calientes y ansiosos que buscaban su vient re. Fingiendo dorm ir cam bió de posición para elim inar toda dificultad, y entonces sint ió la m ano sin la venda negra buceando com o un m olusco ciego ent re las algas de su ansiedad. Aunque aparentaron ignorar lo que am bos sabían, y lo que cada uno sabía que el ot ro sabía, desde aquella noche quedaron m ancornados por una com plicidad inviolable. Aureliano José no podía conciliar el sueño m ient ras no escuchaba el valse de las doce en el reloj de la sala, y la m adura doncella cuya piel em pezaba a ent r istecer no tenía un instante de sosiego m ient ras no sent ía deslizarse en el m osquitero aquel sonám bulo que ella había cr iado, sin pensar que sería un paliat ivo para su soledad. Entonces no sólo durm ieron juntos, desnudos, intercam biando caricias agotadoras, sino que se perseguían por los r incones de la casa y se encerraban en los dorm itor ios a cualquier hora, en un perm anente estado de exaltación sin alivio. Estuvieron a punto de ser sorprendidos por Úrsula, una tarde en que ent ró al granero cuando ellos em pezaban a besarse. «¿Quieres m ucho a tu t ía?», le preguntó ella de un m odo inocente a Aureliano José. Él contestó que sí. «Haces bien», concluyó Úrsula, y acabó de m edir la harina para el pan y regresó a la cocina. Aquel episodio sacó a Am aranta del delir io. Se dio cuenta de que había llegado dem asiado lejos, de que ya no estaba jugando a los besitos con un niño, sino chapaleando en una pasión otoñal, peligrosa y sin porvenir, y la cortó de un tajo. Aureliano José, que entonces term inaba su adiest ram iento m ilitar, acabó por adm it ir la realidad y se fue a dorm ir al cuartel. Los sábados iba con los soldados a la t ienda de Catarino. Se consolaba de su abrupta soledad, de su adolescencia prem atura, con m ujeres olorosas a flores m uertas que él idealizaba en las t inieblas y las convert ía en Am aranta m ediante ansiosos esfuerzos de im aginación. Poco después em pezaron a recibirse not icias cont radictor ias de la guerra. Mient ras el propio gobierno adm it ía los progresos de la rebelión, los oficiales de Macondo tenían inform es confidenciales de la inm inencia de una paz negociada. A pr incipios de abril, un em isario especial se ident ificó ante el coronel Gerineldo Márquez. Le confirm ó que, en efecto, los dir igentes del part ido habían establecido contactos con jefes rebeldes del inter ior, y estaban en vísperas de concertar el arm ist icio a cam bio de t res m inister ios para los liberales, una representación m inoritar ia en el parlam ento y la am nist ía general para los rebeldes que depusieran las arm as. El em isario llevaba una orden altam ente confidencial del coronel Aureliano Buendía, que estaba en desacuerdo con los térm inos del arm ist icio. El coronel Gerineldo Márquez debía seleccionar a cinco de sus m ejores hom bres y prepararse para abandonar con ellos el país. La orden se cum plió dent ro de la m ás est r icta reseña. Una sem ana antes de que se anunciara el acuerdo, y en m edio de una torm enta de rum ores cont radictor ios, el coronel Aureliano Buendía y diez oficiales de confianza, ent re ellos el coronel Roque Carnicero, llegaron sigilosam ente a Macondo después de la m edianoche, dispersaron la guarnición, enterraron las arm as y dest ruyeron los archivos. Al am anecer habían abandonado el pueblo con el coronel Gerineldo Márquez y sus cinco oficiales. Fue una operación tan rápida y confidencial, que Úrsula no se enteró de ella sino a últ im a hora, cuando alguien dio unos golpecitos en la ventana de su dorm itor io y m urm uró: «Si quiere ver al coronel Aureliano Buendía, asóm ese ahora m ismo a la puerta.» Úrsula saltó de la cam a y salió a la puerta en ropa de dorm ir, y apenas alcanzó a percibir el galope de la caballada que abandonaba el pueblo en m edio de una m uda polvareda. Sólo al día siguiente se enteró de que Aureliano José se había ido con su padre. Diez días después de que un comunicado conjunto del gobierno y la oposición anunció el térm ino de la guerra, se tuvieron not icias del pr im er levantam iento arm ado del coronel Aureliano Buendía en la frontera occidental. Sus fuerzas escasas y m al arm adas fueron dispersadas en m enos de una sem ana. Pero en el curso de ese ano, m ient ras liberales y conservadores t rataban de que el país creyera en la reconciliación, intentó ot ros siete alzam ientos. Una noche cañoneó a Riohacha desde una goleta, y la guarnición sacó de sus cam as y fusiló en represalia a los catorce liberales m ás conocidos de la población. Ocupó por m ás de quince días una aduana fronter iza, y desde allí dir igió a la nación un llam ado a la guerra general. Ot ra de sus expediciones se perdió t res m eses en la selva, en una disparatada tentat iva de at ravesar m ás de m il quinientos kilóm et ros de terr itor ios vírgenes para proclam ar la guerra en los suburbios de la capital. En cierta ocasión estuvo a m enos de veinte kilóm et ros de Macondo, y fue obligado por las pat rullas del gobierno a internarse en las m ontañas m uy cerca de la región encantada donde su padre encont ró m uchos años antes el fósil de un galeón español. Por esa época m urió Visitación. Se dio el gusto de m orirse de m uerte natural, después de haber renunciado a un t rono por tem or al insom nio, y su últ im a voluntad fue que desenterraran de debajo de su cam a el sueldo ahorrado en m ás de veinte años, y se lo m andaran al coronel Aureliano Buendía para que siguiera la guerra. Pero Úrsula no se tom ó el t rabajo de sacar ese dinero, porque en aquellos días se rum oraba que el coronel Aureliano Buendía había sido m uerto en un desem barco cerca de la capital provincial. El anuncio oficial -el cuarto en m enos de dos años- fue tenido por cierto durante casi seis m eses, pues nada volvió a saberse de él. De pronto, cuando ya Úrsula y Am aranta habían superpuesto un nuevo luto a los anter iores, llegó una not icia insólita. El coronel Aureliano Buendía estaba vivo, pero aparentem ente había desist ido de host igar al gobierno de su país, y se había sum ado al federalism o t r iunfante en ot ras repúblicas del Caribe. Aparecía con nom bres dist intos cada vez m ás lejos de su t ierra. Después había de saberse que la idea que entonces lo anim aba era la unificación de las fuerzas federalistas de la Am érica Cent ral, para barrer con los regím enes conservadores desde Alaska hasta la Patagonia. La pr im era not icia directa que Úrsula recibió de él, var ios años después de haberse ido, fue una carta arrugada y borrosa que le llegó de m ano en m ano desde Sant iago de Cuba. -Lo hem os perdido para siem pre -exclam ó Úrsula al leerla- . Por ese cam ino pasará la Navidad en el fin del m undo. La persona a quien se lo dijo, que fue la pr im era a quien m ost ró la carta, era el general conservador José Raquel Moncada, alcalde de Macondo desde que term inó la guerra. «Este Aureliano -com entó el general Moncada- , lást im a que no sea conservador.» Lo adm iraba de veras. Com o m uchos civiles conservadores, José Raquel Moncada había hecho la guerra en defensa de su part ido y había alcanzado el t ítulo de general en el cam po de batalla, aunque carecía de vocación m ilitar. Al cont rar io, tam bién com o m uchos de sus copart idarios, era ant im ilitar ista. Consideraba a la gente de arm as com o holgazanes sin pr incipios, int r igantes y am biciosos, expertos en enfrentar a los civiles para m edrar en el desorden. I nteligente, sim pát ico, sanguíneo, hom bre de buen com er y fanát ico de las peleas de gallos, había sido en cierto m om ento el adversario m ás tem ible del coronel Aureliano Buendía. Logró im poner su autoridad sobre los m ilitares de carrera en un am plio sector del litoral. Cierta vez en que se vio forzado por conveniencias est ratégicas a abandonar una plaza a las fuerzas del coronel Aureliano Buendía, le dejó a éste dos cartas. En una de ellas, m uy extensa, lo invitaba a una cam paña conjunta para hum anizar la guerra. La ot ra carta era para su esposa, que vivía en terr itor io liberal, y la dejó con la súplica de hacerla llegar a su dest ino. Desde entonces, aun en los períodos m ás encarnizados de la guerra, los dos com andantes concertaron t reguas para intercam biar pr isioneros. Eran pausas con un cierto am biente fest ivo que el general Moncada aprovechaba para enseñar a jugar a ajedrez al coronel Aureliano Buendía. Se hicieron grandes am igos. Llegaron inclusive a pensar en la posibilidad de coordinar a los elem entos populares de am bos part idos para liquidar la in- fluencia de los m ilitares y los polít icos profesionales, e instaurar un
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